Julián González Gómez
Los pintores academicistas suelen tener una técnica impecable, no así sus imitadores. Esto ha sido así porque la academia siempre procuró que sus miembros expusieran un alto nivel de perfección formal y su destreza debía pasar por largos períodos de prueba, antes que el artista fuese “consagrado” como tal. Los imitadores, en cambio, copian las destrezas de los maestros y así recrean una pintura o una escultura que pretende pasar por académica, cuando en realidad no es más que un burdo intento de un “querer ser”; moraleja: para ser un buen artista de la academia hay, ante todo, que dominar a la perfección la técnica de la expresión artística, o mejor dedicarse a otra cosa.
Si queremos ver el lado positivo del academicismo y de las llamadas Escuelas de Bellas Artes, podemos afirmar que estas entidades velaban porque el bien hacer fuese siempre la principal premisa y también el más importante fin del arte. Gracias a las enseñanzas y a la dura disciplina de la academia muchos artistas lograron una alta calidad en la ejecución de sus obras que hoy todavía se admiran en los numerosos museos que las exponen con legítimo orgullo. Esta vigilia no solo se limitaba a la enseñanza de las materias del arte, sino además se extendía a la carrera profesional del artista que egresaba de sus escuelas y luego pasaba a formar parte del cuerpo selecto de académicos. No cabe duda de que las Academias y las escuelas de Bellas Artes han hecho un aporte capital en bien de la disciplina y perfección artísticas.
Pero también podemos apuntar aquí el lado que podríamos llamar oscuro del academicismo y es que, desde el punto de vista histórico, las academias han sido instrumentos de poder y dominación dogmática del quehacer artístico. Para empezar, los miembros de las academias se procuraron, con el aval de las autoridades de turno, la prerrogativa de definir qué era arte y qué no lo era. Este punto siempre ha sido materia de debates, ya que muchas de las más grandes obras, que a todas luces se pueden considerar como obras de arte, producidas a lo largo de los años en que las academias estuvieron vigentes, no cumplían con los requerimientos que éstas imponían como condición para adjudicarles tal categoría. Como ejemplo podemos citar, entre otros, muchas de las pinturas de Goya, o de Gainsborough, Watteau, o del mismo Fragonard. En otras palabras y a la luz de la historia, los académicos se convirtieron en dictadores del gusto artístico y se dedicaron a condenar con vehemencia cualquier disidencia a sus normas, impidiendo la libre creatividad del artista y coartando su capacidad de experimentar para llevar las fronteras del arte más allá de lo establecido. Esto es natural, ya que la academia siempre ha sido conservadora por su misma esencia continuista. Ni siquiera las luces de la ilustración pudieron aportar un espíritu más libre y experimental al academicismo, que por cierto en esta época se volvió aún más conservador.
Por otra parte, el arte académico ha sido también instrumento de control y propaganda, tanto del absolutismo de los siglos XVII, XVIII y XIX, como en el siglo XX y hasta la actualidad del totalitarismo. A través de las academias se fijaban las políticas de control del arte para evitar disidencias o franca subversión. Es notorio el papel que el arte académico jugó en el régimen nazi de Alemania, con el neoclasicismo pomposo de Arno Brecker y Albert Speer. También es notorio el papel del arte académico en el llamado “Realismo Socialista” que regímenes totalitarios como los de Stalin, Mao y sus sucesores impulsaron como arte oficial.
Hoy por hoy, el arte académico tiene su cabida, como una alternativa más en el mundo del arte y gracias a que el dogmatismo ha sido dejado de lado, ha podido salir del anonimato en el que estuvo sumido por muchos años, sobre todo después de la segunda guerra mundial. Dentro del arte académico de la actualidad hay obras realistas, ligadas sobre todo a la temática del ser humano y su lugar en el mundo; o bien idealistas, estas últimas ligadas al neoclasicismo, que todavía está vigente en ciertos ambientes.
William-Adolphe Bouguereau era uno de los más famosos artistas del academicismo del siglo XIX en Francia. Con frecuencia se le ha asociado al llamado realismo burgués, ya que sus pinturas eran especialmente apreciadas en el ámbito de la burguesía urbana de la segunda mitad del siglo XIX; época en cuyos últimos años los impresionistas y los post impresionistas estaban desarrollando los nuevos derroteros del arte, a los cuales por supuesto Bourguereau y sus colegas nunca se unieron.
Nacido en La Rochelle, en el año de 1825 en una familia de clase media. Estudió en Burdeos y en la Escuela de Bellas Artes de París y fue becado a Italia por sus altas capacidades académicas, demostradas al ganar el Grand Prix de Rome, por lo que fue enviado a Italia y se alojó en la Villa Médici, cerca de Florencia. En 1876 Bourguereau fue elegido miembro de la Academia Francesa de Bellas Artes, cargo que le procuraba la fama y una enorme distinción artística y social. Cuando se fundó la Sociedad de Artistas Franceses, en 1881 fue elegido como el primer presidente de esta asociación en la rama de la pintura. A lo largo de sus últimos años recibió numerosas distinciones, entre ellas el grado de “Gran Oficial” de la Legión de Honor. Murió en su tierra natal en 1905, dejando como legado gran cantidad de pinturas de notable ejecución y maestría.
Bourguereau no ha sido muy bien tratado por algunos historiadores del arte, ya que han juzgado su obra pomposa, hipócrita, claramente reaccionaria y algunos hasta lo han llamado mediocre. En cierto modo se podrían compartir estos epítetos al juzgar su trayectoria como enemigo acérrimo de los pintores más progresistas, pero hay que considerar que su arte es un producto claramente influenciado por el contexto social en el que se desenvolvió. La burguesía decimonónica era victoriana, tradicionalista y conservadora; estaba llena de prejuicios, sobre todo acerca de todo aquello que significase una ruptura con lo establecido y Bourguereau complacía su gusto hipócrita y su doble moral. Pero esto no impide reconocer sus altas dotes como pintor y la impecable ejecución de sus obras.
Esta pintura describe el episodio mitológico del rapto de Psique, hija menor de un rey de Anatolia por Eros, también llamado Cupido. La historia dice que Venus, llena de celos por la belleza de Psique, le pide a su hijo Cupido que le lance una flecha para que caiga rendida de amor por el hombre más feo y ruin que encontrase, pero Cupido, ya muy cerca de Psique se flecha a si mismo accidentalmente y entonces se enamora de la bella joven, a quien rapta para llevársela consigo a su palacio.
En el cuadro, Psique se ve como una jovencita que acaba de desarrollar sus dotes femeninas y está llena de amor y entrega, viste una larga túnica que se extiende en vuelo hacia atrás, como una estela vaporosa. Lleva alas de mariposa, lo cual significa que con este rapto ha alcanzado la inmortalidad. Cupido es también muy joven, es un adolescente que encarna el amor juvenil, que suele ser decidido e idealista. Quizás lo más notable de la obra sea la magnífica armonía cromática entre los azules, púrpuras y dorados, que le dan un aire irreal y melancólico. Tal vez sea cursi y un poco amanerada, pero de todos modos es una pintura notable, de perfecta ejecución académica.