Vincent Van Gogh, Noche estrellada. Óleo sobre tela 1889

VanGogh-starry_night_ 1889Hay pocos artistas que tengan un aura tan plagada de leyendas como Vincent Van Gogh. Desde las historias que se han publicado acerca de su atormentado carácter, pasando por el infausto episodio de la automutilación de la oreja, hasta sus días finales internado en un sanatorio para enfermos mentales y su suicidio, Van Gogh es el artista “maldito” por antonomasia. Su vida ha sido novelada varias veces y también ha sido llevada al cine y la televisión. El atractivo de Van Gogh como personaje literario radica en su desequilibrio mental, explotado hasta el morbo, y la indudable popularidad de sus pinturas, las cuales pueden ser reconocidas fácilmente por cualquier persona con una mediana cultura. Pero para conocer al auténtico Van Gogh, cuya vida al parecer está bastante bien documentada, hay dos caminos que se deben tomar en paralelo: la trayectoria de su propia obra y las cartas que le escribió a su hermano Theo a lo largo de los años y que en total suman unas 600. Más allá de los datos biográficos, la correlación entre las cartas y su trabajo artístico nos revela su propia subjetividad, sus aspiraciones, sus frustraciones, su constante búsqueda de respuestas en relación a las preguntas que solo él mismo se podía formular. Van Gogh se nos revela entonces como un individuo intenso, de carácter fuerte, sumamente introvertido, solitario y sobre todo inconforme. Al mismo tiempo podía ser una persona totalmente sensata para afrontar determinados riesgos y retos y alguien que era capaz de amar a su hermano con total devoción, afortunadamente correspondida por éste. Humano al fin y como humano, contradictorio.

En su arte, que es ahora tan popular y tan reconocido, vemos sus propias huellas invariables. Es su diario personal e íntimo, es la bitácora que narra los sucesos que le acontecían en la diaria lucha por la subsistencia o, si se quiere, la sobrevivencia en medio de un mundo que él no entendía y que tampoco lo entendía a él. Es un testimonio de agradecimiento hacia las personas que lo ayudaron de una u otra forma y, aunque no lo comprendieron, le tendieron una mano para seguir adelante. Es además un registro de los lugares que vio y que también sufrió, pero sobre todo es el registro gráfico del mundo que sus ojos vieron, sus ojos internos, espirituales, sin ambages, sin querer quedar bien con ningún principio estético preconcebido. Al igual que otro gran artista holandés, Rembrandt, pintó gran cantidad de autorretratos que nos dejan ver en su rostro las marcas de los acontecimientos internos que experimentó su alma. Su arte era el manifiesto que realizó para afirmarse a sí mismo como ser humano.

Nacido en 1853, era hijo de un pastor de la iglesia calvinista de Holanda y por ello su niñez fue austera y recibió una educación piadosa y sumamente rígida. Se dice que años después confesó “mi juventud fue triste, fría y estéril”. Y seguro así fue, ya que Vincent era díscolo y rebelde hasta el exceso y ese comportamiento a los ojos de su padre debe haber rallado en lo demoníaco o por lo menos en lo delincuencial. Mal estudiante en la escuela y problemático en sus relaciones sociales, tenía sin embargo una habilidad fuera de lo común para el dibujo y se empezó a interesar en el arte. Su primer trabajo formal fue de aprendiz en una compañía de comercio de arte de La Haya, de la cual era socio su tío. Gracias a este trabajo pudo viajar a varias ciudades importantes, incluso al mismo Londres. A Vincent le interesaba más admirar y estudiar a los artistas que aprender el oficio de marchante, por lo cual fue despedido y deprimido buscó su camino en el consuelo de la religión. Volvió a Londres, donde leyó con asiduidad la Biblia y trabajó como maestro auxiliar en una escuela religiosa y después como ayudante de un pastor metodista. Tal como era de esperarse de un espíritu tan intenso y desesperado, se volvió un fanático religioso. Regresó a Ámsterdam y trató de estudiar teología, pero no se sometía a la disciplina y no podía hablar en público, por lo cual fue rechazado. Sin embargo, ante su sincera convicción, los superiores de la escuela de teología lo enviaron como misionero a las minas de Borinage en Bélgica, donde empezó a predicar con fanatismo y no logró resultados, ya que las personas de la comunidad le temían y acabaron rechazándolo. Vivió como una especie de eremita sumido en la pobreza que predicaba con el ejemplo a personas que lo consideraban un excéntrico o quizás un loco. A partir de ese nuevo fracaso, Van Gogh decide dedicarse desesperadamente al arte.

Por falta de espacio no seguiré narrando la vida de Van Gogh aquí y me limitaré únicamente a mencionar que se inscribió en una escuela de arte por un tiempo y que su travesía lo llevó a diversas regiones de Holanda, Bélgica y finalmente a Francia, donde entró en contacto con los artistas del impresionismo y sus sucesores, especialmente con Gauguin. Siempre se consideró un artista autodidacta, pues no fue capaz de someterse a la disciplina de la perspectiva y el academicismo. Ante la imposibilidad de mantenerse por sí mismo, Van Gogh dependió siempre de la ayuda económica y del apoyo de su hermano Theo, que le fue fiel hasta el último momento. Van Gogh llevó una vida de muchos altibajos y sus crisis mentales provocaron su internamiento en hospitales psiquiátricos varias veces.  Acabó su vida dándose un disparo en el corazón. Nunca pudo hacer una familia, nunca conoció el éxito a través de su arte, nunca pudo prever que se volvería inmortal.

La obra que aquí se presenta fue pintada por Van Gogh en 1889, alrededor de diez años después de iniciar su periplo artístico. Por esa época había dejado atrás su estancia tormentosa con Gauguin en Arlés y ante una nueva crisis nerviosa se internó en el hospital de Saint-Rémy en Provenza. Al parecer, es una vista del paisaje que Vincent podía contemplar desde la ventana del sanatorio. Es una de sus obras más conocidas y también de las más admiradas. Muestra en primer término la figura de unos cipreses que enmarcan el paisaje de la ciudad y las montañas del fondo, todo cubierto por un espectacular cielo con luna en cuarto menguante y cuajado de brillantes estrellas.

El gran protagonista es el color azul, el cual era uno de los colores favoritos del artista, quizás su color preferido. La variedad cromática no es muy grande y la luna presenta el color complementario del azul: el naranja, por lo cual la vibración es intensa. Los amarillos, grises y blancos están aplicados a manera de contraste o diafonía del propio azul, que domina todo el cuadro. Como composición, está dividida en dos partes: la inferior con la ciudad y las montañas que abarca aproximadamente un poco más de un tercio del total del cuadro y la superior con el cielo estrellado, que abarca los dos tercios restantes. Ambas zonas están ligadas por los cipreses en el primer plano, cuya gama cromática oscila entre un verde azulado, pasando por el pardo y unos ligerísimos toques de color casi blanco.

La otra gran protagonista es la pincelada gruesa, nerviosa, exaltada de Van Gogh. Esta característica es compartida por la mayor parte de las obras de su última época. Van Gogh pintaba rápida y nerviosamente, como poseído por un demonio que lo apremiaba a pintar tan velozmente como le fuese posible. Esta manera de pintar hacía que el artista no tuviese tiempo de meditar sobre lo que estaba haciendo en el momento, por lo que la espontaneidad se muestra en toda su plenitud, tanto en la escogencia de las combinaciones cromáticas, como en la técnica de las pinceladas. Pero este gesto espontáneo, que es en todo caso una improvisación, también muestra el universo interno de Van Gogh, su propia y única manera de concebir la realidad. El aura que vibra y gira alrededor de la luna y las estrellas, las olas de las constelaciones, quizás nubes nocturnas que sugieren un universo en movimiento encima del paisaje apacible y nocturno, los cipreses como llamas oscuras y ese entrelazarse de los elementos más básicos no hablan de lucha, no hablan de desesperación. El entrelazamiento de los elementos aquí nos hablan del movimiento eterno del cosmos, del devenir constante y los cambios permanentes; aquello que no es estático, que vibra es decir, que está vivo. Van Gogh en el hospital de Saint-Rémy  registraba el mundo inmediato que lo rodeaba, pero no lo pintó como lo veían sus ojos, sino como lo interpretaba su espíritu y eso es precisamente lo que ha hecho de él un artista universal. Aquí se atrevió a expresar la auténtica naturaleza del universo, que consiste en el cambio y el movimiento ilimitados, mientras paradójicamente estaba internado por sus propias limitaciones. Once meses después de pintar esta maravilla se suicidó.

Julián González Gómez


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