Testamento de juventud de Vera Brittain

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

– I –

Noventa años tardó este libro en ser traducido al español, hasta que la editorial Periférica & Errata Naturae decidieron remediar la omisión. A grandes rasgos se puede definir el libro de Vera Brittain como el ensayo autobiográfico de una mujer que, al estallido de la Gran Guerra, decide poner su parte en el esfuerzo bélico que su patria (Inglaterra) le demanda y se enlista como enfermera en 1915. Sus memorias abarcan desde las duras condiciones de un hospital de campaña, hasta el difícil regreso a la vida civil, después de haber visto tanto, sufrido tanto.

Pero se cometería una enorme injusticia al resumir esta magnífica obra de la forma anterior, porque en realidad Brittain es una verdadera profesional en el arte de escribir, y ella, con sabiduría irá desgranando a lo largo de las 846 páginas, la razón de que escriba tan bien. El testamento de juventud es en realidad un esfuerzo por retratar una época y una generación, al menos en una primera lectura, porque yo logré establecer, en realidad, tres. Para que usted, querido lector, escoja la aproximacion que más le atraiga para recorrer este majestuoso ejercicio del recuerdo y de la palabra.

El libro de Brittain aporta para el lector en castellano, una nueva voz, una nueva perspectiva de esta mujer inquieta que no quiso quedarse al margen de la historia y se subió al tren de los hechos mundiales, tren del que se bajaría años después, maltrecha y con cicatrices, pero más viva que cuando fantaseaba en su jardín con una vida de aventuras. Estábamos acostumbrados a la gran narrativa de la guerra, la voz de Erich Maria Remarque, de John Dos Passos o del invetable Hemingway, que nos regalaron sus experiencias, ya asimiladas y reflexionadas en obras de ficción, para superar esa máquina monstruosa de la memoria traumatizada. Contábamos además con esas visiones terroríficas de primera mano de Blaise Cendrars, Céline, Henri Barbusse o Jules Romaines, que no quisieron hacernos más sencillo el viaje y se volcaron con todo y sus traumas en sus páginas, dejándonos esos relatos de camaradería y de terror a los bombardeos de artillería, el olor a carne quemada y el mal de trinchera comiéndose los pies de los soldados.

En los últimos años contábamos también, gracias a los esfuerzos editoriales esporádicos, en Guatemala, España y Argentina, con los reportajes del mejor corresponsal de guerra del mundo hispanoamericano en el frente occidental: Enrique Gómez Carrillo, un guatemalteco que nos legó una decena de los mejores textos en castellano de esta monstruosidad europea que fue la Primera Guerra Mundial.

Brittain, por su parte, con toda comodidad y derecho propio, viene a poner su libro en el mismo estante, sin complejos, aportando una necesaria voz femenina, de primera mano, sobre su experiencia como enfermera en esta hecatombe dominada por la voz masculina. Ella también se desveló, también dejó todo por servir a su país, también vio sufrir, agonizar y morir a camaradas luego de su paso por el hospital de campaña en Amiens, esa trituradora de carne y otros hospitales de retaguardia. Pero Brittain estuvo en primera línea, estuvo expuesta a los ataques de gas alemanes y al shellshock, ese trauma nervioso que afectó a los soldados por la tensión de soportar por horas, o días, el continuo bombardeo de la artillería enemiga y que los hacía temblar de forma descontrolada. Brittain nos regala su testimonio con una voz tranquila, sin ansias por hacerse un lugar, que sabe se ha ganado años antes al estar en el frente. Sus páginas se pasan con interés creciente, pues la lee uno crecer, si es que esta es la expresión correcta.

 

– II –

Decía que el primer camino para leer a Brittain es acercarse a su libro viéndolo como las memorias de una persona que trata de fijar en el tiempo –ese enemigo que se lleva todo–, una época y una generación: “[algunas personas] …generalizan y atribuyen un encanto mendaz a los dorados días de la juventud, una etapa de la vida en la que cualquier aflicción se antoja permanente, y cada contratiempo, insuperable…”. Brittain es una mujer educada de la clase media alta británica. Su padre, un impresor de varias generaciones, es dueño de una pequeña imprenta, aunque no queda claro de qué tipo de material se ocupaba, salvo que a ella la mantiene al margen por su condición de mujer. Esta lectura permite recostruir un mundo antes de que salte en mil pedazos. Es la historia de Vera, su hermano y un grupo de amigos de la universidad, con sus sueños y sus ambiciones que se interrumpen por la Gran Guerra. En esta aproximación hay lugar para el amor, tal y como se vivía en este ambiente victoriano, que aún no había asimilado la muerte de la reina, un cuarto de siglo antes. Este círculo de amigos –de los que la mayoría soñaba con ser escritores, poetas, músicos o periodistas–, acuden al llamado de las armas, envueltos en el fervor patriótico que cruza las islas británicas y al resto del Imperio. Así, tenemos que ellos se enlistan en el Ejército, y ella resulta atendiendo heridos en un hospital de retaguardia en Londres, para luego ser transferida a Malta y luego al frente occidental, Francia específicamente, como enfermera de campaña. “La persona que afirmó aquello de que ‘Dormí, y soñé que la vida era hermosa; / desperté, y descubrí que la vida era deber’ no podía tener más razón, en este caso…”.

Brittain nos pasea por esos tiempos por medio de una narrativa deliciosa, suavemente melancólica y descreída; Brittain va narrando el destino de ese grupo de amigos, sorprendidos en el centro de la historia, la gran historia, la de los libros y sus terribles nombres: Somme, Passchandale, Noyón, Yprés. La voz de la autora es suave pero controladora, ella sabe cómo administra la información que nos quiere dar, y en qué momento. Así, ante sus ojos desfilan fotografías, notas, poemas, cartas, diarios, periódicos, discursos; todo con una habilidad que no deja que uno se salga de sus páginas, y si es necesario hacerlo, regresar a ellas lo más pronto posible.

 

“Mucha humedad, mucho barro, muchas de las trincheras de comunicación están impracticables, decía una carta de Roland escrita el 9 de diciembre [de 1915]. Tres hombres murieron el otro día por el derrumbe de un refugio, y otro se ahogó en un pozo séptico. El mundo entero, al menos el mundo visible y tangible, es fango en diversos estados de solidez o viscosidad…”.

 

El control que ejerce ella como narradora sobre sus lectores depende del hábil manejo del tiempo narrativo, pues a pesar de que es un ensayo autobiográfico, su relato no es lineal, sino constantemente (sin abusar, sin marear, sin deconcertar) nos está llevando al futuro, incluso cuando nos adelanta que escribió un par de novelas con sus vivencias, o los viajes que haría unos pocos o muchos años después de lo que está narrando.

 

“…Cinco años después, circulando en coche desde Amiens por los campos de batalla aún desfigurados para visitar la tumba (…) en Louvencourt, desfilé con repentino estupor ante un letrero blanco que decía simplemente: Hédauville. El lugar debía parecerse mucho a cómo había sido tras un par de años de guerra, y sólo las ruinas desmochadas de las granjas que se desmoronaban en los campos torturados mostraban el emplazamiento donde antaño había existido una población. Pero, en la cima de una colina, los restos de un camino destruido por las bombas giraban en un recodo y se curvaban hacia abajo…”.

“En la actualidad, cuando emprendo unas vacaciones y tomo esta línea, tengo que buscar con detenimiento el lugar en el que antaño viví con tanta intensidad. Al cabo de una docena de viajes casi anuales, todavía no estoy segura de saber dar con él, porque las últimas cicatrices han desaparecido de los campos donde se desplegaban los campamentos; ahora los nabos, las patatas y las remolachas forrajeras de un territorio considerablemente agrícola recubren el suelo que tanta agonía sostuvo. Incluso las cruces castigadas por el tiempo del gran cementerio que hay bajo los pinares de lo alto de la colina, con sus vistosos jardines de pensamientos, alhelíes y caléndulas, han sido sustituidas por la arquitectura de piedra de nuestra manía por los monumentos conmemorativos…”.

“…todavía hoy me carteo de vez en cuando con un criador de ovejas de Queensland que por casualidad dio con el libro cuando estaba aún en Inglaterra con la Fuerza Expedicionaria Australiana: por algún misterioso motivo halló consuelo en mis crudos versos… [Versos de una enfermera voluntaria]”.

 

Porque el viaje que nos ofrece Brittain es la búsqueda de la vida antes de la muerte. Antes de los cañones, de las trincheras, de las ametralladoras. Es una arqueología de la generación perdida y el angustioso deber de seguir adelante, de dejar atrás ese pasado doloroso y decidir continuar. “La ventana que había por encima del cuerpo estaba cerrada, y Hope me pidió que la abriera: ‘Siempre abro las ventanas cuando se mueren… para dejar salir las almas’, explicó…”  Somos testigos de cómo esta joven muchacha que viaja llena de emociones para participar de la lucha a su manera, va mutando en una mujer madura, de pocas palabras y mucho mundo interior. No nos ahorra sus reflexiones, así que el viaje es también una aventura interior. Esta voz es valiosa en el relato, pues nos va dejando también el trazo del paso de una niña hacia una mujer, en una sociedad que trata de no verla para no recordar el pasado doloroso.“La conjetura del cierre ya está respondida, no sólo para mí, sino para la totalidad de mi generación. Jamás recobraremos aquella dicha…”.

La segunda lectura que permite este libro es la de una mujer en busca de su lugar en la sociedad y en el mundo. Es fascinante leer entre sus párrafos ese orgulloso discurso feminista. Brittain ha visto y ha sufrido lo suficiente como para ser una fanática, una feminazi, como dicen ahora. Su feminismo es inteligente y maduro, propositivo. Para un padre de tres maravillosas niñas, es altmente gratificante leer sus reflexiones sobre el papel de la mujer en la sociedad, siempre teniendo en mente la época en que fue escrito, porque debemos recordar que Brittain militó en las filas del sufragismo. Entonces entendemos la evolución de esa segunda voz: la mujer que poco a poco, a lo largo de las páginas de su inteligente relato, va cobrando seguridad. “La guerra iba consumiendo fuerzas y ánimos, la generación que se encontraba en la mediana edad, tras ceder irrevocablemente a sus hijos varones, empezaba a buscar cada vez más apoyo en las hijas…”. Es increíble la habilidad de Brittain para darnos esta segunda lectura y hacerla vívida, pues en las primeras páginas su discurso es tenue, inseguro, tal y como lo habrá vivido ella misma en 1913, cuando lucha a brazo partido para que su papá se digne en pagarle una educación superior y ella logre, con las mejores notas, ingresar a la Universidad de Oxford. “¡Cómo puede usted mandar a su hija a la universidad señora Brittain!, gimió una mujer con honda tristeza. ¿Acaso quiere que no se case jamás?”. Luego, al final la escuchamos segura, aleccionadora, como una coleccionista de luchas callejeras y muchos mítines rurales en nombre de la igualdad de la mujer.

“… apenas unos días antes de coger el permiso, había sido aprobada en la Cámara de los Lores la Ley de la Representación del Pueblo que concedía el derecho al voto a las mujeres mayores de treinta años (…) pero mi indiferencia ante el hecho de que, el 6 de febrero de 1918, el sufragio femenino pasara a formar parte de la ley inglesa era un reflejo claro del cambio de actitud de todas las Pankhurst que habíamos sido absorbidas por la guerra…”.

 

Tan poco dado como soy a las lecturas obligatorias, porque resultan destruyendo las bondades de un hábito tan sano como el de la lectura, sí me permitiría recomendar la lectura y discusión de este libro o de ciertos fragmentos para los adolescentes que pasan por los distintos grados de nuestro sistema educativo. De sus páginas, las niñas podrán obtener un vistazo del fundamento de la reivindicación de sus derechos de igualdad, y los niños, tomar conciencia de esta evidente pero misteriosamente evadida, igualdad. Se podría seguir la lectura con una verdadera joya que recién me ha recomendado un buen amigo: Ladina Social Activism in Guatemala City (1871-1954), de Patricia Harms, para aterrizar a nuestros niños en el contexto nacional.

Entonces esta aproximación es la visita a su militancia, seria, responsable, pero no menos ardorosa. Terminada la guerra, Brittain regresa a la universidad y retoma sus estudios, licenciándose en Relaciones Internacionales, gracias a que:

 

“El proyecto, que se convirtió en ley el 23 de diciembre de 1919, declaraba asimismo en su tercera cláusula que ninguna universidad podía incluir en sus estatutos ninguna norma susceptible de considerarse excluyente del hecho de admitir a mujeres entre sus miembros; y en Oxford, los defensores del movimiento a favor de que las mujeres pudiéramos obtener títulos aplicó dicha cláusula tan aprisa que el 27 de noviembre de aquel mismo año, la víspera de que Lady Astor fuese nombrada por parlamentaria por Plymouth Sutton, pude escribirle a mi madre: (…) entrará en vigor el 9 de octubre del año que viene, lo que significa que, cuando me presente a los exámenes finales, me titularé y me veréis con birrete y toga…”.

 

Sabemos que Brittain obtuvo su título de licenciada en Relaciones Internacionales en la segunda promoción femenina de la Universidad de Oxford, pero fue testigo de la primera; “… el 14 de octubre me uní a las hordas de muchachas que asistieron, en el Teatro Sheldonian, a la primera ceremonia de graduación en la que participaron mujeres. Era un día de otoño cálido y chispeante…”, ella obtuvo su título al año siguiente, en 1921, lo que le permitiría participar como asesora de la representación británica en la Liga de las Naciones y luego dedicarse a la enseñanza de historia en un colegio de enseñanza media. Pero siempre tendrá tiempo para continuar con la militancia política, pues las conquistas sociales de igualdad para la mujer estaban en peligro en los primeros años de la paz.

“… La escasa aplicación de la Ley de Supresión de la Descalificación por Razones de Sexo era un claro ejemplo de reacción posbélica, cuando la neurosis que generaba el conflicto se transformó en miedo, miedo sobre todo por las consecuencias incalculables que podrían desprenderse de unas causas nunca vistas; miedo a perder el poder por parte de quienes lo ostentaban; miedo, en definitiva, a las mujeres…”.

 

La tercera lectura que nos permite este maravilloso volumen es la de la escritora en busca de una voz. La maestría de Brittain una vez más, es evidente, cuando al inicio de su libro nos parece una voz titubeante, como en el caso de su lectura feminista, pero sus últimas páginas ya están escritas sin asomo de duda, para leerse en voz alta. Uno siente a esa mujer empoderada de su oficio, que ya no rebusca más justificación que su afán por decir algo, y decirlo en voz alta, casi gritando. Algunos podrían acusarme de inocente, de haber leído sus memorias con demasiada pasión y deseo de sorprenderme, de que es lógico que empiece con titubeos y termine con la voz segura de quien ha logrado la maestría en su oficio, si sobre todo, lo ejerció durante casi 850 páginas. Pero lector, no se deje sorprender por estas voces injustas. Brittain, para cuando se sienta a escribir su obra, ya habría escrito al menos dos novelas y dos poemarios, centenares de artículos periodísticos y al menos dos tesis académicas. Es una escritora en toda regla para cuando toma sus cajas de archivos y decide contarnos su aprendizaje, del que no nos ahorra nada, ni siquiera los hermosos pasajes poéticos, en los que transcribe poesías propias o de sus amigos, como tampoco nos ahorra los últimos estertores modernistas, cuando nos relata el exotismo de las circunstancias de una inglesita en Malta:

“Los mercados indios y egipcios de La Valeta, con sus chales de seda, kimonos recamados, encajes malteses, mantelerías de lino, suntuosos crespones de China, bordados chinescos, cajas de madera de sándalo, abanicos pintados y pitilleras negras con incrustaciones en oro, me habían tentado lo suficiente para gastar todo el dinero que logré reunir en regalos de Navidad de todo tipo, que envié a casa junto con dos acuarelas de pequeño formato compradas en Nápoles…”.

 

Es este aspecto, Brittain se nos muestra como una escritora en control de todas las herramientas de su oficio, pues para no abrumarnos con sus recuerdos tristes o terribles de las vivencias de sus amigos en los campos de batalla, o los desfiles de horrores que presenciara ella en los hospitales de campaña, nos cambia el ritmo narrativo a veces, intercalando otras imágenes, consciente además de que la vida, por terrible que pueda parecer para una enfermera británica en plena conflagración mundial, sigue su curso, y que hay personas que viven ajenas a los cañonazos de Verdún. “Desde mi cama observaba, a través de la puerta abierta, los barcos de velas blanquísimas de la isla de Gozo, flotando con las alas extendidas cien metros mar adentro, y las diminutas dghajsas pintadas que desfilaban como letárgicos escarabajos verdes y rojos por la línea del litoral…”, como ejemplifica este hermoso paraje, que más que escrito se asemeja a una de las pinturas mediterráneas de Sorolla.

Esta tercer lectura permite que seamos testigos de una especie de “cómo se construye” el mismo libro que estamos leyendo, terminando en una experiencia altamente gratificante, pues en algunos parajes, mínimos, escasos, que hay que buscar con atención, vemos esos remaches, clavos y costuras de las que hablaba García Márquez cuando explicaba la tarea del escritor como carpintero de las palabras. Testamento de juventud es una obra bella y finamente acabada, de la que vemos algunas costuras porque así lo ha permitido su propia autora, no por descuido; por eso vemos como en paralelo que atestiguamos los avatares de su proceso creativo, sabemos que hubo intentos anteriores de ficción, para que sus memorias perdieran su carga de drama y sentimentalismo, y nos quedara, como el alcohol en el alambique, la esencia de sus reflexiones más puras, concentradas.

Así, avanzamos también en el desengaño de la veterana que regresa de la guerra a un mundo que ha cambiado sin ella. Se encuentra de vuelta en una Inglaterra que trata de apresurarse en los locos años veinte, sin pensar en nada, en un vértigo y frenesí del que nos hablará El gran Gatsby, por ejemplo, que se quiere ovidar de todo y vivir, vivir y gozar, y olvidar…, en esas circunstancias es aleccionador este pasaje: “… no pude permanecer ajena a las eufóricas reacciones de mi generación, que bailaba frenética noche tras noche en las galerías Grafton aun cuando de las paredes colgaban, acusadoras, imágenes de la agonía de los soldados canadienses durante la guerra…”.

Es una lástima que Brittain deje sus memorias a finales de la década de los 20, pues hubiese sido fascinante saber cómo ella y los suyos afrontaron las amenazas de Hitler y de cómo los rencores históricos de una victoria mal manejada, llevaron a Inglaterra a la Segunda Guerra Mundial. Porque en sus páginas deja ya un adelanto, una advertencia de la hecatombe futura y de la irrenunciable posición crítica de la autora frente al mundo, apartada de todo patrioterismo incondicional, pese a que, ella misma, presa de ese patriotismo, voluntariamente vivió todas las experiencias que nos narra.

“De modo que cuando, en mayo, yo ya me encontraba de nuevo en Oxford y se publicó el texto del Tratado de Versalles, me abstuve deliberadamente de leerlo; ya empezaba a sospechar que mi generación había sido engañada, que se había explotado con cinismo su valor juvenil, traicionando su idealismo, y no quería conocer los detalles de la traición…”.

 

Solo nos queda conjeturar qué hubiera opinado de la traición de Münich, del escozor de los muertos al escuchar las bobadas optimistas del patético Chamberlain y sus promesas en papel mojado de su “paz para nuestro tiempo”.

El libro de Brittain es entonces un ejemplo de la mejor literatura testimonial que se tiene a la mano, y es en tres niveles la búsqueda de una mujer en pos de su identidad; como ser humano que se reconstruye luego de los traumas de la guerra, de los fantasmas que la visitan, en segundo lugar esa mujer que busca su propio espacio en su familia, en la vida, en la sociedad y en las tareas del gobierno, es una feminista que lucha desde las calles hasta los salones dorados porque se respete su dignidad humana, sin aspavientos, con la lógica imbatible del ser humano cuando quiere ser razonable y desprejuiciado, y tercero, es esa construcción del escritor, de la búsqueda de la voz propia luego de que la vida le ha proporcionado el material necesario para tener algo que decir, como tantos otros hombres y mujeres de su tiempo, que nos regalaron sus pensamientos y experiencias en sus obras literarias, de ficción o no ficción. Termino, con lo que bien podría ser el epígrafe o cintillo promocional del libro para que mis queridos lectores lo busquen y lo lean con la garantía de que tras agotarlo, serán seres humanos distintos, esa promesa que conlleva toda la alta literatura: 

“Se trata de un caso más de ‘Aquellos a quienes aman los dioses mueren jóvenes’; las personas que amamos nos parecen demasiado buenas para este mundo, y las perdemos… Seguro, que tiene que haber un lugar donde la dulce intimidad aquí iniciada pueda continuar, y los corazones rotos por esta guerra se curen…”.


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