Umberto Boccioni, Formas únicas de continuidad en el espacio. Bronce, 1913
Julián González Gómez
El futurismo fue un movimiento de vanguardia que surgió en París alrededor de 1910 y sus principales exponentes eran todos de origen italiano. Estos artistas eran fanáticos de la técnica y del progreso, en el que creían ciegamente y pensaban que conduciría a la humanidad hacia fronteras cada vez más altas. No podían prever que, unos años más tarde, la Primera Guerra Mundial acabaría abruptamente con esos sueños y despertaría en la sociedad la polarización y un sentimiento de desengaño. Mientras tanto, los futuristas crearon un arte vanguardista de gran alcance y sus investigaciones los llevaron a descubrir anticipadamente los aspectos más sobresalientes de la cinemática y la plasmación del movimiento de los objetos.
Esta escultura representa una figura humana que está moviéndose, caminando, y la vemos desde su perfil izquierdo. Conforme se mueve, va dejando en el espacio tras de sí las formas de diversas partes de su anatomía que están como quedándose rezagadas y se van diluyendo. Es como si se tomara una fotografía de un objeto en movimiento con el objetivo abierto. La figura es de un gran dinamismo no solo por esta plasmación de continuidad, sino además porque algunos otros componentes se están adelantando en simultaneidad a las partes que se están quedando atrás, por ejemplo la rodilla derecha, los brazos y partes de la cabeza. El resultado es una asombrosa combinación de elementos sintetizados y una dinámica continuidad espacial, tal y como su nombre lo expresa. Algunos han comparado las formas de esta escultura con una bandera ondeando al viento y es que en la continuidad de los diversos planos la luz también juega un papel fundamental, revelando la complejidad del desarrollo de las superficies en el espacio visible.
Aunque la distorsión de la figura es evidente, todavía es fácilmente reconocida como una figura humana y es que los futuristas heredaron del cubismo la necesidad de mantener inteligibles los elementos que representaban, aunque tenga que ser la mente la que los reconstruya mediante diversas referencias. Hay que decir que posteriores desarrollos del arte futurista derivaron hacia senderos que se acercaron a la abstracción pura, pero en todo caso su punto de partida fue siempre la representación del movimiento de formas del mundo real y nunca estuvo en su programa representar aquello que perteneciese a otro tipo de esferas, aún las conceptuales, como sucedió con el neoplasticismo o el suprematismo.
Boccioni realizó la escultura original en yeso en 1913 y fue expuesta en Italia poco después. Posteriormente se realizaron diversas copias en bronce, las cuales actualmente son parte de las colecciones de varios museos alrededor del mundo. Boccioni nunca llegó a ver su obra fundida, pero indudablemente pensó que esta escultura debía realizarse en metal, ya que solo de esta forma se pueden revelar los inquietantes juegos de luz que la animan y que complementan a la perfección su emotiva plástica.
Actualmente, esta es la obra escultórica más célebre del futurismo y se ha convertido en un ícono de las vanguardias de los primeros años del siglo XX, no faltando nunca en cualquier reseña artística. Muchos artistas de épocas posteriores desarrollaron su escultura con base en los caminos abiertos por esta obra.
Umberto Boccioni nació en Regio de Calabria en 1882. Tras sus primeros años estudiando arte en su tierra natal, se marchó a Milán donde entabló amistad con varios artistas de un movimiento vanguardista llamado divisionismo. Sin embargo, el encuentro más crucial de su carrera ocurrió cuando conoció a Filippo Tommaso Marinetti, poeta y artista plástico que lo inició en el movimiento futurista junto a otros pintores como Gino Severini, Giacomo Balla y Carlo Carrá. Todos ellos emigraron a París, que era la meca de las artes por ese tiempo y en esa ciudad publicaron en 1910 el Manifiesto del movimiento futurista. De acuerdo a sus principios, el artista moderno debía dejar atrás el esquema figurativo del pasado para centrarse en lo contemporáneo que está en continua evolución y movimiento. Para ellos, eran los automóviles y la ciudad caótica los modelos en los cuales basarse para desarrollar una auténtica expresión contemporánea.
Para Boccioni fue inevitable sentirse influenciado por el cubismo, aunque criticaba lo que consideraba un excesivo énfasis de esa vanguardia en la línea recta y por ello siempre realizó sus obras con base en curvas y superficies ondulantes, representando movimiento y dinamismo espaciales. Fue uno de los pocos artistas futuristas que experimentaron con la escultura, para la cual utilizó siempre materiales que consideraba modernos como el hierro, el cemento o el cristal. Su vida oscilaba entre París e Italia, en la cual se estableció definitivamente al iniciarse la Primera Guerra Mundial.
Boccioni fue reconocido además como notable teórico al desarrollar conceptos claves del futurismo como el de líneas-fuerza, compenetración de planos, simultaneidad y expansión de los cuerpos en diversas superficies. De acuerdo a los conceptos que desarrolló se advierte que la idea fundamental de todos ellos es la reciprocidad de las relaciones que existe entre los objetos y entre éstos y el ambiente que los circunda.
Su carrera y su vida se vieron truncadas cuando tuvo un accidente al caerse de un caballo en Verona en 1916.
Georges Braque, “Guitarra”. Óleo sobre tela, 1910
Julián González Gómez
El cubismo rompió con todos los esquemas de la representación a base de la perspectiva que habían sido establecidos desde el Renacimiento y eran considerados, hasta su advenimiento, como inamovibles en el ámbito de la pintura y la escultura. Georges Braque y Pablo Picasso fueron los iniciadores de esta revolución en el arte, que causó escándalo y repudio entre los “entendidos” y también entre el público en general. No puedo dejar de sentir cierto placer morboso al imaginar la indignación de aquellos emperifollados caballeros y los gestos de las damas del mejor gusto ante la visión de las pinturas de estos artistas, colgadas de la pared como si se tratase de obras de arte, que para ellos no lo eran. Aquellos cultores de la belleza y el bien hacer, inmersos en un ámbito en el que la presencia del academicismo más anquilosado era la única vía para expresar la realidad del arte, primero se mofaron y después se indignaron con estas muestras de barbarie, fruto de mentes y espíritus salvajes que no hallaban otra manera de vomitar su incivilizada condición. Lo mejor del caso es que todavía hoy, a más de cien años de aquellos sucesos, aún hay por ahí algunos dinosaurios que no entienden, o tal vez no quieren entender, que el arte evoluciona al igual que lo hace la sociedad y la cultura y que, por lo menos en lo que se refiere al quehacer artístico, la norma y la academia enquistan y fosilizan la creatividad y a la larga la aniquilan.
El cubismo, al igual que muchas otras vanguardias, nació entre un grupo de gente que era considerada como “marginal”, personajes oscuros y execrables de la sociedad. Bohemios echados a la perdición, borrachos y drogadictos, incapaces de trabajar con la corrección debida y con una técnica depurada. Tan solo fueron aplaudidos y apoyados por algunos personajes que eran también severos críticos de la sociedad, entre los que se encontraban otros artistas, poetas, escritores y unos cuantos marchantes de arte que pudieron sustentarlos mientras realizaban sus experimentos. Los críticos decían que por no poder pintar “bien”, solo eran capaces de realizar estos garabatos que no contenían ningún mensaje artístico. Sin embargo, tanto Picasso como Braque recibieron una educación artística de la mejor clase que se podía recibir por esos tiempos en las escuelas de Bellas Artes, entonces, ¿cómo es posible que, con los conocimientos y técnicas que habían aprendido y demostrado su dominio, se expresaran de esta manera tan poco ortodoxa que negaba todo lo que supuestamente habían asimilado?
La respuesta quizás haya que expresarla por medio de la famosa frase de Picasso: “Todo acto de creación es en primer lugar un acto de destrucción”, en la cual señala sin ambages que para crear algo que sea realmente nuevo es necesario deshacerse de todo aquello que le antecedió, es decir, destruir aquello que ate o ligue al creador a un pasado que ya no existe. En cierta forma, podríamos decir en contra de esta frase que todo creador se apoya en lo que ya ha acumulado, pero hay que señalar que la frase fue dicha en un contexto en el cual los artistas construían sus ejecuciones en torno a la impuesta escuela academicista, que veneraba la tradición por sobre cualquier otro elemento.
También podemos decir que para hacer cubismo, Picasso y Braque utilizaron como medio una especie de destrucción de la figura, para dividirla en diferentes partes y luego agruparlas en una amalgama creada a partir de sus propios elementos conjuntados en una nueva sintaxis. El problema que se plantearon estos artistas partió del hecho que la perspectiva no permitía poder visualizar completamente a la figura real con todos sus elementos, sino solo aquellos que eran visibles desde un determinado punto de vista y había que buscar una manera de poder representar la figura tal cual era, con todos sus planos visibles. El ojo humano no ve en perspectiva y para poder visualizar completamente un objeto o un paisaje, hay que moverse y así poder ver todas sus partes, con lo cual se completa la precepción. En el cubismo, para facilitar la descomposición del todo, se reducen sus formas a los elementos geométricos más simples y luego se descomponen para después recomponerlos y así tener una visión completa. Los cubistas partieron de las experiencias de Cézanne, quien en su última etapa empezó a sintetizar las formas, reconstruyéndolas por medio de las figuras geométricas, pero nunca llegó a descomponerlas.
Braque le debió su fama inicial a sus experiencias cubistas, que realizó junto a Picasso entre 1908 y el inicio de la Primera Guerra Mundial. Nació en Argenteuil-sur-Seine, Francia, en 1882, en una familia de artesanos. Su infancia la pasó en la ciudad portuaria de Le Havre, donde estudió en su Escuela de Bellas Artes desde 1897 hasta 1899. En 1900 se trasladó a París para seguir estudiando arte y se inscribió en la Academia Humbert, para pasar después a la prestigiosa Academia de Bellas Artes de la capital francesa. En 1905 asistió a la exposición de los fauvistas, sintiéndose atraído por este movimiento, dentro del cual empezó a pintar. Posteriormente, en 1907, conoció a Picasso y desde entonces se entabló una amistad y una colaboración que han sido de las más importantes en lo que se refiere al ámbito del arte moderno y las vanguardias. Por esa época, Picasso acababa de pintar Las señoritas de Aviñón, cuadro que marca un punto de inflexión en el arte moderno. Braque se sumerge en este nuevo lenguaje y trabaja junto a Picasso en la creación del cubismo, desarrollando una pintura en la cual es muy difícil diferenciar las creaciones de uno o el otro. Como la experimentación era la norma para estos artistas, Braque empezó en determinado momento a aplicar diversos materiales en sus obras y con ello creó el collage, utilizando diversos tipos de papel o de tapices, creando novedosos efectos y texturas. En 1912 hizo una incursión en el mundo de la tridimensionalidad, desarrollando diversas esculturas en papel.
En 1914 fue movilizado al frente de batalla y fue gravemente herido al año siguiente, regresando a París para pasar su convalecencia. No fue sino hasta 1917 cuando empezó de nuevo a pintar, pero en esta época el cubismo ya era historia. Aun así, el desarrollo de su obra estuvo fijado por la síntesis cubista, dedicándose sobre todo a pintar naturalezas muertas. Posteriormente su obra se fue haciendo menos geométrica y más cargada de lírica, aunque siempre impregnada de una gran austeridad formal y cromática. En 1961 el Museo del Louvre organizó una exposición retrospectiva de su trabajo, convirtiéndose así en el primer pintor vivo cuya obra se exhibió en el famoso museo. Murió en París en 1963, a los 81 años.
Esta obra, llamada “Guitarra” pertenece a su período de intensa experimentación en el cubismo, en los años que trabajó junto a Picasso. El instrumento musical está claramente sugerido a pesar de la gran cantidad de quiebres a los que ha sido sometido por el pintor. Figura y fondo se ligan, creando una totalidad cerrada en sí misma en la cual parece como si la forma se estuviese desintegrando en el espacio. Los colores son a la usanza de esta época, la del cubismo analítico, dominando los tonos pardos y grises para resaltar ante todo las formas del objeto representado, sin ninguna distracción cromática que impregne con ningún tipo de atmósfera el objeto en sí. En el cubismo analítico el color solo juega un papel secundario y la descomposición se llevó hasta sus límites más extremos, de manera que los objetos representados fueran descompuestos, pero sin perder la figuración porque de lo contrario se hubiesen convertido en representaciones abstractas. En algún momento, quizás entre 1909 y 1910, Picasso y Braque se dieron cuenta de que esta descomposición llevaba necesariamente hacia la abstracción y no querían esto. Para ellos la representación no debería prescindir de las cualidades visuales de lo representado, así que hubo que empezar a investigar en otros aspectos, lo que llevaría al cubismo sintético, en el cual los collages de Braque jugaron un papel esencial.
Joan Miró, «Interior holandés No. 1». Óleo sobre tela, 1928
Julián González Gómez
Pocos artistas alcanzan la capacidad de expresar la totalidad de un cosmos con un lenguaje plagado de signos dispersos por la tela como lo hizo Miró. Sus signos, que están a medio camino entre la pictografía y las visiones oníricas, se fueron multiplicando primero hasta crear un vasto lenguaje universal que enriqueció para siempre el idioma del arte moderno y posteriormente se fueron reduciendo hasta su mínima expresión, como si sólo bastara un breve gesto para comunicar lo inconmensurable.
Esta tela es una clara muestra del arte que realizaba Miró en la época en la que estaba forjando su identidad y su sintaxis. Eran los años del París surrealista, plagado de personajes variopintos de todas las calidades y de todas las tendencias. Miró se había establecido en la gran ciudad un poco tiempo antes, junto a su mujer y se disponía a conquistar el mundo del arte, acuerpado por sus amigos los surrealistas, que estaban capitaneados por André Breton, un colérico dictador capaz de hacer las más extravagantes manifestaciones de poder sobre los que consideraba sus subordinados. Pero por esa época eran precisamente ellos los que estaban en la más absoluta vanguardia, creando un universo de sueños e histeria inconsciente, cuyo legado perdura todavía hoy. Estos personajes, que se les podría llamar con el apelativo de “excéntricos radicales” estaban realmente muy comprometidos con el arte y gracias a la inmensa energía que emanaba de las zonas más oscuras de su mente desarrollaron algo más que un estilo o una escuela: construyeron un universo. De ese grupo de artistas y poetas surgieron personajes tan diversos como el irónico Magritte, pasando por exaltados creadores de monstruos como Ernst, hasta geniales impostores como Dalí.
Ya el movimiento Dadá había mostrado años antes el poder de la irracionalidad mediante su expresión contestataria y su preeminente ensalzamiento de la acción por sobre las consideraciones teóricas. Pero Dadá vivió muy poco, se auto-ejecutó en su propio acto de violenta inmolación. El surrealismo en cambio, se propuso desde sus orígenes establecer una base de estudio que le proyectase no como una mera actitud, sino como un modo de vida, si bien siempre estuvo muy lejos de ser un conjunto único, teóricamente compacto. La tarea de Breton era la de mantener cierta coherencia entre tantas y tan disímiles tendencias como las había en el grupo. En el Manifiesto que publicó en 1924 se encuentra esta definición: “Surrealismo es automatismo psíquico puro, mediante el cual nos proponemos expresar, bien sea verbalmente, bien por escrito o en otras formas, el funcionamiento real del pensamiento; es el dictado del pensamiento en ausencia de cualquier control ejercido por la razón, más allá de toda preocupación estética y moral.”
El surrealismo adoptó las búsquedas de la psicología moderna sobre el origen y las variaciones de las imágenes subconscientes, en particular las investigaciones sobre el proceso del sueño. Como el subconsciente es una dimensión psíquica que funciona sobre todo por medio de imágenes, la pintura se prestó como un medio ideal para realizar las exploraciones en este sentido. Nunca se fijó una normativa estética a la que los artistas tuvieran que atenerse y de ahí la gran diversidad de expresiones plásticas del surrealismo, que se definió más bien como una actitud del espíritu frente a la vida, que como un conjunto de reglas formales.
Miró formó parte del grupo surrealista desde sus inicios en 1924 y se asegura que el mismo Breton lo ensalzó como “el más surrealista de todos nosotros”. Empezó por realizar un minucioso inventario del mundo que había presenciado en su niñez y juventud en su Cataluña natal y sobre éste inició un lento proceso de simplificación hasta hallarse en posesión de un originalísimo sistema de signos, que se podrían considerar como equivalentes plásticos de la realidad y de las imágenes de su mundo interior. Su obra entonces, debe ser “leída” y no interpretada y para ello es necesario aprender el valor semántico de los signos utilizados. La influencia de Miró en este sentido se prolongó más allá de París y del surrealismo, sobre todo en la creación del expresionismo abstracto, cuyo contenido de signos es una de sus principales características conceptuales y formales.
Joan Miró i Ferrà nació en Barcelona, España en 1893, en una familia de artesanos ebanistas y orfebres. Desde niño le gustó dibujar, pero por imposición paterna estudió comercio, finalizando su formación en 1917. Mientras tanto, estudió dibujo en la escuela Llotja de Barcelona, donde se vio influenciado por la obra del pintor Modest Urgell. Trabajó durante un par de años como empleado en una droguería, pero una enfermedad le obligó a retirarse y se fue a la casa que la familia tenía en el pueblo de Montroig. Posteriormente regresó a Barcelona con la convicción de dedicarse al arte y se inscribió en la academia de arte dirigida por Francesc d’Assís Galí y asistía a clases de dibujo natural en el Círculo Artístico de Sant Lluc.
Su primera exposición individual se realizó en las Galerías Dalmau de Barcelona en 1918, en la cual presentó una variedad de cuadros que mostraban una fuerte influencia del post impresionismo, el fovismo y el cubismo. Su primer viaje a París lo hizo en 1920 y poco después se estableció en esa ciudad, donde entabló relación con el escultor español Pablo Gargallo, amigo de Picasso. Realizó su primera exposición parisina en la Galerie La Licorne en 1921, donde recibió buenas críticas. Poco tiempo después conoció a André Breton por medio del pintor Masson y se unió al grupo de los surrealistas en 1924. En 1928 realizó un viaje a Bélgica y los Países Bajos, donde las pinturas de los maestros holandeses del siglo XVII lo impresionaron a tal grado que compró reproducciones de sus pinturas en postales coloreadas y cuando regresó a París se dedicó a la creación de una serie conocida como “Interiores Holandeses” de la cual se presenta aquí la primera obra.
La pintura está inspirada en la obra El tocador de Laúd de Hendrick Martensz Sorgh, que representa un tañedor de este instrumento en un típico ambiente de una habitación holandesa del siglo XVII. Miró incluyó todos los elementos que se encuentran en la obra de Martensz Sorgh, pero interpretados según su particular estilo. Tanto las proporciones, como la perspectiva general están distorsionadas y Miró convirtió los muebles y objetos en signos pictóricos de una fuerte presencia que compiten con la figura principal, como protagonistas de un mundo que vive una vida propia, muy alejado del mundo representacional común, regido por la observación lúcida de la realidad. Incluso el paisaje que se deja ver por una ventana, a la izquierda, participa de esta escena onírica. Los colores, puros y vibrantes, son planos y no hay matices en ninguna parte.
Miró concibió esta serie como un homenaje a la gran pintura holandesa del siglo XVII, en lo que constituiría una de sus muchas aproximaciones a la historia. Bajo el grupo de los surrealistas concibió su peculiar visión, que enriqueció el panorama artístico de su tiempo. Sin embargo, las posturas políticas de Breton, que se afilió al Partido Comunista en 1929 provocaron una primera ruptura en el grupo. Miró, quien no tenía una conciencia política radical, se fue alejando cada vez más de las posturas oficiales de los surrealistas e inició un trabajo de estudio por su cuenta, siempre sin abandonar su característico lenguaje onírico. Incursionó en los campos de la cerámica y el grabado y tiempo después en la escultura. Participó en el Pabellón Español de la Feria Mundial de París en 1937 como fiel partidario de la República y un par de años después, ante la amenaza del nazismo en Europa se fue a los Estados Unidos, donde ejerció una fuerte influencia en los artistas americanos.
Después de la guerra regresó a España, bajo las sospechas del régimen de Franco, pero pudo seguir creando profusamente bajo un lenguaje cada vez más sintético que le ganó en vida la consagración como uno de los artistas más importantes del siglo XX. Murió en su casa-estudio de Palma de Mallorca en 1983, dejando un legado sin parangón en el lenguaje del arte moderno.
Oskar Kokoschka, «La novia del viento». Óleo sobre tela, 1914
Julián González Gómez
Dos amantes que reposan después de hacer el amor, dos almas unidas por una tempestad que se desata alrededor de sus cuerpos y aun así parecen ajenos a ella. ¿Es una pasión que acaba de desbordarse y se acabó súbitamente con el clímax? Ella está dormida, recostada sobre el hombro de su amante y es la encarnación de la entrega satisfecha. Él tiene la mirada ausente, como si sus pensamientos no estuvieran ahí; entrecruza sus dedos en un gesto de pausada angustia. Este cuadro se puede interpretar de muchas formas, pero en todas ellas está presente el elemento central, el tema por decirlo así y es la angustia. El viento, una verdadera tempestad, ha barrido con todo, hasta con su amor.
El tormentoso y apasionado romance entre Alma Mahler y Oskar Kokoschka está aquí representado con toda su grandeza y también con toda su crueldad. El sexo fue el elemento que los unió, no hubo ternura, tampoco abandono sublime o todas esas fruslerías de las que hacen gala los amores de las películas o las novelas rosas. Por supuesto, el amor entre un hombre y una mujer no solo se expresa a través del sexo, aunque muchos solo así lo entienden y otros no lo puedan entender y aunque la industria del entretenimiento nos lo pretenda hacer creer así y los cándidos le hagan caso. El amor tiene muchas facetas y muchas más que hay que descubrir entre los dos amantes, pero aquí parece ser que ya están mucho más lejos del tiempo de la búsqueda y la aventura. Ya conocen todo sobre sí mismos, sobre el otro y sobre ambos.
Su amor se acaba, o ya se acabó, no hay más… y eso sólo puede ser trágico y angustioso. Cuando Kokoschka pintó este cuadro ya sabía lo que estaba pasando y seguramente Alma también, pero ella, a diferencia de la congoja que él muestra, ha decidido abandonarse a la inconsciencia, como para no afrontar amargamente esta realidad. Ambos son jóvenes, ya que Kokoschka tenía unos veintiocho años cuando lo pintó, mientras que Alma, que era algo mayor, tenía treinta y cinco años. Ella había dejado atrás un desdichado matrimonio con el gran compositor Gustav Mahler, quien era veinte años mayor y había fallecido en 1911 y él estaba en plena fase de expansión de sus metas artísticas, destacando cada vez más en los círculos de la sofisticada Viena.
Kokoschka nació en 1886 en Pöchlarn, Austria, en una familia humilde que vivía precariamente. Su padre, de origen checo, se dedicaba a la orfebrería. Desde la adolescencia mostró inclinaciones al arte y la literatura, pero necesitaba ganarse la vida y aplicó para inscribirse en la Escuela de Artes y Oficios de Viena. En 1904, a los 19 años ingresó en esta prestigiosa institución, donde estuvo hasta 1909. Al salir, su primer trabajo fue como delineante en la oficina del prestigioso arquitecto Josef Hoffmann y empezó a relacionarse con el ambiente intelectual y artístico de la capital del Danubio, por aquel entonces uno de los más vibrantes de Europa. El mismo año que entró a trabajar con Hoffmann publicó su primer libro de poemas, que él mismo ilustró y se llamó Los Muchachos soñadores. También realiza una serie de carteles y postales para los Talleres Vieneses, pero sus obras fueron mal acogidas, tanto por el público como por la crítica. Kokoschka ingresó por un tiempo al círculo de los allegados al que por entonces era el principal artista de la ciudad: Gustav Klimt, de quien aprendió sobre todo acerca del manejo del color y la textura como medios expresivos.
En 1909 conoce a otro importante arquitecto vienés: Adolf Loos, quien se convierte en su mecenas, ya que el arte de Kokoschka le pareció que abría las puertas a una nueva sensibilidad. Sus retratos, pintados de forma nerviosa y vibrante, fueron del gusto de los círculos intelectuales de la ciudad, por lo que empezó a tener éxito. Por esta época se estaba formando el expresionismo, aunque Kokoschka debía más al Judgenstihl austriaco y a la influencia de Klimt, que a los pintores de Dresde o Munich, abiertamente expresionistas. A partir de 1912 empezó el tormentoso romance con Alma Mahler, el cual continuó intermitentemente durante varios años, hasta que ella decidió romperlo, lo cual lo afectó profundamente. En el ínterin pintó este cuadro.
Al estallar la Primera Guerra Mundial Kokoschka se enlistó en el ejército y fue seriamente herido en el frente en 1915. Durante su larga recuperación mostró síntomas de desequilibrio mental a juicio de los doctores que lo atendían, pero se recuperó y al salir se reintegró a la vida artística vienesa, ya fuertemente mermada por la guerra. Posteriormente viajó por diversos países, donde su arte fue cada vez más apreciado y más comprometido con el expresionismo europeo. En cambio, sus obras de teatro fueron rechazadas por un público que veía en la crudeza expresionista el remanente de una guerra que se quería olvidar a toda costa.
Su arte, al igual que el de todas las vanguardias que por ese entonces se desenvolvían en Europa, fue considerado por los nazis como “degenerado”, por lo que fue retirado de todas las galerías donde estaba expuesto. Durante la Segunda Guerra Mundial, Kokoschka y su esposa, con la que contrajo nupcias en los años 20, se trasladaron a vivir a Inglaterra, país del cual obtuvo la nacionalidad en 1946. Desde 1947 vivió en Suiza, país en el cual desarrolló la última fase de su carrera y murió en 1980.
La novia del viento pertenece a la época en que Kokoschka estaba destacando en el ámbito vienés, inmediatamente previo a la Primera Guerra Mundial. El expresionismo que muestra lo liga con la búsqueda que por ese entonces estaban haciendo artistas como Schiele y Beckmann, ambos, al igual que Kokoschka, retirados de los círculos centrales del expresionismo de esa época. Aquí no se ven las alegorías de los miembros del grupo El Jinete Azul, o los tormentos de impetuoso color de Nolde y Pechstein. Kokoschka se había formado en los círculos cercanos a Klimt y por eso su paleta era más mesurada y su expresividad más contenida, aunque aquí se permite ciertas licencias en lo que se refiere a esto último.
Este cuadro está pintado con colores suaves y tiernos, donde predomina el azul, el color de la tristeza. El cuerpo de Alma muestra pinceladas suaves, como si fuese el único gesto de ternura que el autor dirigió hacia ella porque todo lo demás que hay está hecho a base de gestos bruscos. La armonía cromática está regida por los contrastes luminosos entre los rosas y amarillos con el azul predominante, del que hay un sinfín de variaciones. Aunque la composición parece a primera vista caótica, luego de observarla por un rato notamos que su estructura, a base de diagonales, delimita cinco grandes zonas en el cuadro. La expresividad de las pinceladas es el elemento plástico más impactante, pues se dirigen simultáneamente en todas direcciones. Es esta una pintura sublime y triste, muestra de los logros del expresionismo, encarnado aquí por Oskar Kokoschka, uno de sus mejores exponentes.
Giorgio de Chirico, Plaza de Italia. Óleo sobre tela, 1913
Julián González Gómez

Giorgio de Chirico, Plaza de Italia. Óleo sobre tela, 1913
Lugares vacíos, callados, inmóviles; perspectivas demasiado lejanas que muestran un mundo que se evade hacia una nada más allá. Las cosas, los objetos llevados a su mínima expresión solo para ser reconocidos como algo que nos es familiar y fantasmagórico. Durante esta etapa, que llamó de la “pintura metafísica”, de Chirico convirtió la arquitectura del norte de Italia en discurso de silencio y legó al arte algunas de sus más inquietantes visiones.
Giorgio de Chirico fue un directo predecesor del surrealismo, movimiento al cual varios de sus miembros trataron de incorporarlo, pero él se negó, ya que por esa época había abandonado la pintura metafísica y se había embarcado en una figuración academicista que lo alejó de las vanguardias. Si bien durante toda su carrera gozó de merecida fama y prestigio, fueron las pinturas que hizo entre 1909 y 1915 las que le garantizaron el reconocimiento internacional, equívocamente, como artista de lo fantástico.
Nació en Grecia, en 1888, en el seno de una familia italiana de gran cultura. Muy joven se inició en los estudios clásicos en Atenas y después, ya en Italia, en la ciudad de Florencia. La familia se trasladó a Alemania cuando Giorgio tenía dieciocho años y en Múnich ingresó en la Academia de Bellas Artes, mientras estudiaba al mismo tiempo la filosofía de Nietzsche y Schopenhauer, que le dejó una profunda huella durante toda su vida. De regreso a Italia en 1909, se estableció en Milán y luego en Florencia, donde estudió de primera mano la pintura de los artistas del renacimiento. Fue en Florencia donde pintó sus primeros cuadros de una serie llamada “Plazas Metafísicas” que ya anunciaban su futuro estilo particular. Decidido a experimentar las vanguardias y partió hacia París, pero en su viaje se detuvo en Turín durante algún tiempo y fue en esta ciudad donde tuvo la experiencia definitiva que marcó su plástica. Llegó a Turín a mediados del otoño y pudo ver la arquitectura de esa ciudad, sus plazas rodeadas de grandes arcadas y los amplios espacios entre las fuentes y estatuas, las cuales con la luz de la tarde otoñal proyectaban unas larguísimas sombras sobre los pavimentos. Los arcos, constantes y monótonos, proyectaban sombras fantasmales en los corredores internos y la vista de esta arquitectura y sus sombras le inspiraron los paisajes urbanos que desde ese momento empezó a pintar repetidamente.
En París entabló relación con los grupos de vanguardia, aunque no se hizo partícipe especial de ninguno de ellos, ni siquiera de los cubistas, que por ese entonces estaban en boga en la ciudad. De Chirico era tan intelectual como artista y no quiso renunciar a sus raíces mediterráneas de fuerte contenido figurativo y naturalista, por lo cual siguió pintando de esta forma a lo largo de esos años, bajo un esquema filosófico afín a cierta desidia expresiva que aprendió leyendo a sus queridos Nietzsche y Schopenhauer. Gracias a esta base conceptual, su trabajo le hizo experimentar con elementos imaginarios y convertir diversos objetos en inquietantes signos al sacarlos de su contexto, incluyendo bustos y estatuas clásicas, a las cuales colocaba en espacios vacíos donde proyectaban larguísimas sombras, semejantes a las que vio en Turín. Rara vez se veían seres humanos en sus pinturas y cuando alguna persona aparecía, dejaba de ser una representación de un sujeto para convertirse también en un objeto transformado en signo. No es de extrañar que su búsqueda lo llevara después a dejar de lado la representación de figuras humanas para ser suplidas por maniquíes, que estaban a medio camino entre lo real e imaginario y que resultaron muy poderosos como símbolos abstractos dotados de inquietantes connotaciones humanas, sin serlo en absoluto.
El poeta y escritor Guillaume Apollinaire se convirtió en un entusiasta de Chirico y se encargó de presentarlo en los círculos más exclusivos de las vanguardias como un artista muy distinto a cuanto se podía ver por entonces en el París de la preguerra. Inmediatamente su trabajo fue relacionado con los simbolistas, pero era a todas luces más atrevido, más onírico y totalmente exento del lastre sentimental de estos. Todavía no era la época de Dadá y el surrealismo, por lo que Chirico permaneció como una rareza, como ejemplar único de una especie nueva de artista que dejaba de lado el positivismo imperante en la época y se decantaba por el mundo del inconsciente y sus turbadoras y supuestamente irracionales asociaciones. En todo caso, su pintura metafísica, a pesar de establecer asociaciones aparentemente incongruentes entre las cosas que se presentan, el caso es que no se conjuntaban por una libre asociación sin mediación de la consciencia del artista, como pasaba con los surrealistas, sino más bien se perseguía lo contrario: hacer patente el aislamiento y la desconexión que existe entre lo que se da en la realidad y las asociaciones mentales que hacemos cuando la percibimos. Cada elemento que aparece en estas pinturas es un mundo en sí mismo, es como un retrato interno de la consciencia del que percibe y a la vez de lo que es percibido; por supuesto, este tipo de asociaciones no son de carácter dadá o surrealista en absoluto. Las largas sombras son las huellas o los atisbos de los objetos representados y al mismo tiempo son los caminos que nos conducen a ellos, que están paradójicamente presentes en medio del vacío, pero invisibles en cuanto a su esencia real.
En 1915 de Chirico fue llamado a filas y estuvo en el frente hasta 1917 en que fue herido. Durante su convalecencia conoció al artista Carlo Carrá, que había sido uno de los participantes del grupo de los pintores futuristas y con él formaron el primer y único grupo de artistas metafísicos, a los que se unió el hermano de Chirico, Andrea, que también se convirtió en un destacado pintor y que cambió su nombre por el de Alberto Savinio para diferenciarse de su hermano. Después de la guerra la pintura de Chirico empezó a cambiar y fue dejando atrás su experiencia metafísica para volver a un arte académico y neoclasicista más convencional, pero dotado de un siempre presente inconformismo en relación las escuelas tradicionalistas; su vena italiana y clásica triunfó al fin sobre su postura vanguardista. Continuó pintando a lo largo de su vida sin apartarse del camino que eligió y murió en 1978, respetado y admirado, aunque los surrealistas no le perdonaron su fuga. A pesar de todo, la pintura de varios de ellos está marcada definitivamente por su impronta, desde Dalí y Tanguy, que imitaron sus paisajes desolados y vacíos con largas sombras, pasando por Ernst y Masson, hasta el paradójico Magritte, que profundizó más en el camino de la angustia y el silencio interior.
Esta obra fue pintada en la etapa más fecunda de la pintura metafísica de Chirico y en ella están presentes los elementos que identifican este tipo de representación interior: los edificios con arcadas que no definen el espacio, sino aumentan más el vacío entre las partes, el horizonte lejano y casi infinito, las largas sombras que son proyectadas por una luz invisible, ácida y amarillenta en exceso para ser real, una fría estatua de una mujer acostada, un misterioso cubo en primer plano y una torre con dos templos clásicos de forma cilíndrica superpuestos. Existen algunas alusiones a objetos animados, como las figuras de los dos hombres que se dan la mano, como si se hubiesen encontrado casualmente en medio de este silencio, un ferrocarril que parece correr humeante en el fondo y los banderines de la torre, que se agitan ante un viento que no existe. No es posible aquí poder narrar una historia, ni encontrar algún mensaje. Gracias a Nietzsche, de Chirico no era ningún moralista, pero tampoco hizo profesión de nihilismo. Era demasiado sistemático como para permitirse dejar de lado cierta sensación de orden y control del caos. Este paisaje es lo que queda después de la apatía, del desánimo; a pesar de estar ocupado por objetos y formas, prevalece el silencio y el no estar. Los objetos no son reales, son los fantasmas que quedan cuando son reconocidos por la consciencia del observador.