Francis Picabia, «La primavera». Óleo sobre tela, 1912
Julián González Gómez
La fragmentación explícita nos mueve a considerar una suerte de desintegración con la cual nos podemos identificar en determinados momentos de la vida. Esta identificación, en muchos casos, tiene que ver con una sensación interna y subjetiva que puede llegar a afectarnos y conmovernos profundamente. Aunque la imagen de la obra que aquí se presenta muestra esa fragmentación, su título no alude a ella. En la intención de la pintura abstracta incipiente, estaba contenida una suerte de visión programática de una realidad paralela y subjetiva que el artista pretendía mostrar y que el observador debía interpretar. Es una visión totalmente alejada de consideraciones objetivas que implican una interpretación literal de la imagen. Con un lenguaje libre de simbolismos el camino interpretativo queda libre para cualquier lectura.
Todas estas primeras experiencias de abstracción descienden de los hallazgos de los cubistas, quienes por fin se decidieron a romper la representación literal que era la norma desde el Renacimiento. Aunque los cubistas como Picasso y Braque nunca rompieron con la figuración, otros artistas que los siguieron llegaron a alcanzar la rotura y se adentraron en un mundo de nuevas posibilidades. Picabia bebió de esas experiencias en esos años de intensas investigaciones al igual que muchos otros. La mayoría quedaron en simples intentos que no tuvieron mayores consecuencias, pero otros experimentos llevaron a conformar nuevas vanguardias que dejaron una imperecedera huella en la historia del arte moderno.
En esta obra vemos una composición densa y abigarrada, conformada por múltiples fragmentos de elementos que no se pueden identificar, pero que nos parecen extrañamente conocidos. Hay un ritmo primordial que es discontinuo y que fija todas las pautas visuales. Hacia la parte superior hay un agrupamiento más denso de figuras de menor tamaño y en la parte inferior, las figuras han crecido y se muestran menos abigarradas. Parece como que si todas las formas descansaran sobre una base y se proyectaran hacia arriba. La fluidez espacial es total y surge como producto de una libertad compositiva que aparentemente no tiene límites. Debido a esta libertad compositiva, el autor no utilizó ningún esquema preestablecido como por ejemplo trazos reguladores o directrices, permitiendo que las formas se plasmaran en un aparente desorden que fluye sin dirección evidente.
El uso del color es restringido, es casi una composición monocromática y muestra que Picabia no tenía –aparentemente– intenciones de establecer una comunicación cromática con el observador. Sin embargo, hay una intención de establecer un ritmo en el color que se hace palpable en la combinación de una gama de tonos ocres que dominan el esquema y que se mezclan con grises neutros que establecen cierto contraste.
Es esta una obra que nos puede mover a tener una sensación de excitación y algarabía, siempre y cuando nos sintamos identificados con los códigos que estableció el artista. Cuando Picabia la pintó, atravesaba por una fase de experimentación en la que buscaba definir un lenguaje abstracto, que consolidara un esquema visual que se inscribiese en una vanguardia, pero pronto abandonó estos experimentos y se sumergió en el dadá, que lo llevaría a ser uno de sus artistas más reconocidos.
Francis-Marie Martínez Picabia nació en París en 1879, proveniente de una familia cubana de raíces gallegas. Su padre era diplomático y esta posición le permitió darle una magnífica formación a Francis, quien se decantó por las expresiones artísticas desde muy joven. Estudió en la École des Beaux-Arts y en la Escuela de Artes Decorativas de París, donde recibió una fuerte influencia del impresionismo y el posimpresionismo. Muy pronto se vinculó a las vanguardias, en especial al cubismo y empezó a experimentar dentro de sus esquemas. Más tarde conoció a Marcel Duchamp. En 1913 viajó a Nueva York para darse a conocer como artista de vanguardia y estuvo allí hasta 1916, año en el que se marchó a Barcelona, donde siguió trabajando sobre sus propias tendencias. En 1917 volvió a París donde conoció a Tristan Tzara y un buen grupo de los artistas dadá y se sumergió de lleno en este movimiento participando en sus múltiples expresiones, muchas de ellas escandalosas para la sociedad de su tiempo. Unos años más tarde, se vio influenciado por el incipiente surrealismo, aunque nunca llegó a participar de lleno en este movimiento comandado por André Breton. A partir de 1924 se moderaron sus tendencias nihilistas y volvió a experimentar con un arte más tradicional y figurativo en el que destacó realizando gran cantidad de exposiciones en Europa y los Estados Unidos. Trabajando en sus propios y originales conceptos artísticos desarrolló el resto de su carrera residiendo en París, donde murió en 1953.
Max Ernst, «Napoleón en el desierto». Óleo sobre tela, 1941
Julián González Gómez
En un extraño paisaje, con un cielo neutral y un mar en calma donde flota una criatura que recuerda a un pez, hay dos figuras que están colocadas cada una a cada lado de una columna. El suelo está plagado de plantas de pequeño tamaño que de lejos recuerdan a un arrecife de coral. Pero nos podríamos preguntar si lo que estamos viendo es en realidad lo que estamos interpretando y no es así. No hay ningún elemento que sea totalmente interpretable aunque nos parezca familiar.
La figura de la izquierda porta una extraña vestidura sobre su cuerpo y tiene lo que parecería ser una máscara sobre su rostro, mientras que sobre la cabeza lleva un misterioso tocado o quizás es su pelo. La figura de la derecha es evidentemente femenina y está vestida también con un extraño ropaje que permite ver parcialmente su anatomía. Lleva también un tocado sobre su cabeza y además, porta algo que parece ser un instrumento musical que termina en la cabeza de lo que pudiera ser una gárgola, un ser monstruoso. No parece haber un diálogo entre ambas figuras, pero es posible que la relación se verifique a través de la columna que está en medio.
La organización del cuadro es bastante simple y es equilibrada a pesar de que la columna establece una línea central que determina el balance asimétrico de la composición. El colorido, aunque muy variado y relativamente armónico, sobre todo en la sección inferior y la columna, resulta apagado y connota un escenario poco luminoso y al final, triste y hasta deprimente.
La imagen es sórdida y desconcertante, es difícil establecer las relaciones entre los elementos porque en realidad estas no existen. Tampoco el título describe nada relacionado con el cuadro ni con ningún programa. Se trata de una imagen onírica, expresión del arte surrealista que fue hecha por uno de los más destacados miembros de este movimiento, Max Ernst.
El surrealismo surgió en los años 20 del siglo pasado a través de la asociación de un grupo de artistas plásticos y poetas alrededor de la figura de André Bretón, un psicoanalista seguidor de las teorías de Freud. Bretón impulsó una expresión personal y única de cada creador basada en las imágenes del subconsciente y el automatismo psíquico. Muchos de los artistas y poetas de este grupo provenían del movimiento Dadá y por lo mismo, estaban fuertemente influenciados por los gestos irracionales, la explosión instintiva y un decurso iconoclasta en lo que se refiere a los términos del arte, la cultura y la sociedad. El surrealismo proponía una nueva expresión y esta tenía que ver con la liberación de aquellos elementos que subyacen debajo de la consciencia y el juicio. No mediaba ningún filtro racional para expresar algo y tampoco contenía, en general, aspectos simbólicos que deberían interpretarse. Un factor esencial para revelar estos contenidos son las imágenes de los sueños, en los que no median ni la razón ni ningún otro filtro que tenga que ver con la realidad fenomenológica de la vida. La expresión surrealista es entonces una imagen visual o literal del subconsciente que se manifiesta tal cual, aunque no tenga sentido.
Max Ernst nació en Brühl, Alemania en 1891. Era hijo de un pintor aficionado y seguramente dio sus primeros pasos en el arte al lado de su padre. En 1909 ingresó a la Universidad de Bonn donde estudió varias carreras, entre ellas Filosofía, Historia del Arte y Psiquiatría, aunque no se graduó en ninguna de estas disciplinas. Por esa época empezó a pintar con una fuerte influencia del expresionismo. En 1914 se enlistó en el Ejército para combatir en la Primera Guerra Mundial. Se sintió atraído por el movimiento Dadá y empezó a experimentar con la técnica del collage creando obras de un fuerte contenido satírico e irracional. En 1922 se instaló en París donde empezó a relacionarse con el recién surgido grupo de los surrealistas, al que aportó la técnica del frottage que consistía en obtener una serie de texturas inéditas frotando diversos materiales en la tela. Como miembro activo del grupo surrealista, participó en numerosas exposiciones y actos de esta tendencia, incluyendo una aparición en la película La edad del oro de Luis Buñuel.
Cuando las tropas nazis invadieron Francia en 1940 fue encarcelado y luego, logró evadirse para marchar a los Estados Unidos donde se asentó en Nueva York. En 1953 se fue de Los Estados Unidos y se afincó definitivamente en París, aunque realizaba constantes viajes a diversos países, en especial a su patria Alemania. Reconocido internacionalmente, continuó fiel a los principios del surrealismo y ejerció un notable influjo sobre gran cantidad de artistas de las décadas de los 50, 60 y 70 del siglo pasado. Durante esta época empezó a desarrollar nuevas técnicas y su afán de experimentación nunca terminó. Entre las novedades que presentó a partir de los años 60 estuvo la instalación de objetos. Murió en París a los 84 años en 1976.
Paul Klee, «Ad Marginem». Técnica mixta, 1930-1935
Julián González Gómez
“La naturaleza puede ser malgastadora en todas partes, pero el artista debe ser extremadamente frugal. La naturaleza es casi vertiginosamente locuaz; el artista debe ser taciturno. Si mis obras a veces dan una impresión primitiva, ello se puede explicar afirmando que surgen de mi disciplina, que busca reducirlo todo a unos pocos pasos. Es sólo frugalidad, la habilidad profesional final, en realidad lo opuesto al verdadero primitivismo”.
Estas palabras de Paul Klee, uno de los mayores artistas del siglo XX, reflejan la visión integral del arte que practicó: una aventura profundamente humana e intimista que se manifestaba con los mínimos elementos posibles, pero todos de una enorme elocuencia expresiva. Klee nunca quiso impresionar a nadie con su obra, la cual se asemeja a una especie de diario íntimo que desarrolló durante toda su existencia y tampoco pretendió dejar escuela. Tan solo manifestarse a sí mismo a través de un lenguaje absolutamente personal, el cual se asemeja al de los niños por su candidez y claridad.
En esta obra, una esfera roja, ligeramente desplazada hacia arriba sobre el centro, domina la composición. El halo de luz que la rodea, de color parecido al del oro, empuja hacia los márgenes los elementos del mundo que Klee reprodujo: pájaros, extraños habitantes zoomorfos y entes que recuerdan a la flora, todos reducidos a un lenguaje de signos que se desenvuelven accidentadamente, como si hubiesen sido desplazados de improviso. También se encuentran algunos misteriosos signos alfabéticos que parecieran haber sido colocados al azar intensificando así la sensación de que un aparente caos acaba de irrumpir en este mundo. La simbología es entonces oscura por su ambigüedad, ya que a primera vista pareciese que la estructuración de la composición manifiesta un orden que va desde los bordes hacia el centro, pero en realidad es un orden centrífugo, lo opuesto, que se puede verificar por medio de la cantidad de figuras y formas que están cortadas por los márgenes.
Los colores, apenas el rojo intenso del círculo y el amarillo dorado con ciertas variantes están desarrollados en sutiles gradaciones y claroscuros que definen las formas de las figuras por medio de las tonalidades. El balance resultante es entonces de un equilibrio sólido y concreto que le da a esta obra un ligero toque decorativo. Finalmente, el lenguaje de signos de Klee aquí se concreta en formas naturales y combinaciones aleatorias que denotan la influencia que en esta época ejerció el surrealismo en el artista.
Cuando Klee terminó esta obra, empezó a advertir los primeros síntomas de la dolencia que le causó la muerte sólo cinco años después: la esclerodermia, una grave enfermedad degenerativa que ataca la piel y consiste en una afección que ocurre cuando el sistema inmunitario ataca por error y destruye tejido corporal sano. Sin embargo, a pesar de su afección, Klee produjo gran cantidad de dibujos y pinturas ininterrumpidamente hasta el final.
Paul Klee nació en Münchenbuchsee, Suiza, en 1879, en una familia de músicos. Su padre era alemán y por esta razón Klee obtuvo esa ciudadanía, la cual no abandonó durante toda su vida. A la vez que inició los estudios de arte en su ciudad natal, empezó a recibir lecciones de música de su padre y luego en varias escuelas por lo que se convirtió con el tiempo en un virtuoso del violín, aunque dio muy pocos conciertos, prefiriendo dedicarse a la pintura y el dibujo.
En 1910, asentado en Munich, conoció a los pintores Wassily Kandinsky y Franz Marc quienes fundaron en 1911 el grupo Der Blaue Reiter (el jinete azul), vinculado al expresionismo aunque hay que destacar que Klee nunca perteneció formalmente al grupo, pero se vio fuertemente influenciado por su tendencia durante esos años, incluso expuso con ellos en varias oportunidades.
En 1914 viajó por el norte de África, específicamente a Túnez, cuyo sol y colorido marcaron una transformación en sus obras, utilizando colores mucho más cálidos y de gran viveza, dotando a su arte de un nuevo cromatismo que empezó a contrastar con las tendencias de color que por ese entonces se desarrollaban en Alemania. Ese mismo año fue enlistado en el ejército y estuvo en el frente de batalla de la Primera Guerra Mundial hasta el final del conflicto.
En 1919 se convirtió en profesor de la Bauhaus, la escuela de arte y diseño fundada por Walter Gropius en Dessau y luego en Weimar, donde dio varias clases hasta 1931 en que pasó a enseñar en la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf. En 1933 fue denunciado por los nazis de producir “arte degenerado” y se prohibieron sus exposiciones por lo que abandonó Alemania y se instaló en Berna trabajando incansablemente a pesar de su enfermedad. Trasladado a una clínica de Muralto-Locarno, falleció en este lugar en 1940.
René Magritte, «La condición humana». Óleo sobre tela, 1935
Julián González Gómez
En un recinto luminoso, se abre una puerta con
un arco de medio punto viendo al océano desde una playa. En este recinto hay un caballete con un cuadro en el que se puede ver pintada la continuación del paisaje, como una prolongación del mismo. Una enigmática esfera de tono oscuro está posada sobre el piso de color azafrán y muy cerca del umbral de la puerta. Hay en esta pintura un silencio casi absoluto, dentro del cual ni siquiera las olas del océano emiten un lejano sonido. Sin embargo, a pesar del silencio, la imagen despierta una profunda turbación y extrañeza.
El título es enigmático: La condición humana y cuando lo interpretamos nos surge una pregunta: ¿a qué condición se refiere esta imagen? o bien, ya presos de cierta angustia: ¿qué quiere decir esto? Si nos atenemos a que Magritte por la época en que pintó este cuadro había estado asociado cercanamente al grupo de los surrealistas podríamos contestar: “no quiere decir nada, absolutamente nada”. Pero este artista era quizás el más surrealista de todos, o tal vez el menos dogmático del grupo. Su preocupación giraba en torno a la comunicación que establecían las imágenes y en este sentido resultan siempre ambiguas, pero nunca carentes de sentido. Un sentido que es demasiado sutil para interpretarlo de un solo vistazo.
¿Es posible proyectar nuestras propias angustias y miedos en este cuadro? depende de nosotros y de nuestras carencias o excesos. Por supuesto, no pueden faltar sensibilidades poco desarrolladas a las que les parezca todo esto ridículo y carente de sentido, dan media vuelta y se olvidan de la imagen; a ellos no está dirigido este texto.
Para interpretar a un artista como Magritte se necesita poseer la cualidad de cuestionar todo, incluso lo que estamos interpretando como evidente. Magritte nos engaña con su técnica hiperrealista, la cual permite que creamos estar viendo algo conocido y común, pero si somos cuidadosos no deja de desconcertarnos ese lienzo que aparece en el caballete. Parece una ventana que amplía más el horizonte, el cual aparece constreñido entre los límites de la puerta. No es una ventana, es una pintura en la cual se representa el paisaje como una prolongación del mismo, es decir, es una mímesis de lo que está afuera del recinto. El mar está vacío, también el cielo y en la playa no hay nada, por consiguiente no es una pintura representativa de ninguna anécdota o en todo caso una historia. Aquí aparecen solo cuatro protagonistas: el paisaje, el recinto, la pintura y la bola oscura. Pero si nos limitamos a esta cuantificación dejamos de lado un quinto elemento: nosotros, que somos los que estamos viendo la pintura. ¿Quiénes somos nosotros? ¿Quién soy yo? Y con estas preguntas empieza el cuestionamiento que nos llevará, si somos lo suficientemente perspicaces, a la respuesta que plantea este desconcertante cuadro.
Una clave está en el título: La condición humana. ¿Es que acaso somos lo suficientemente humanos para cuestionar nuestra propia interpretación del mundo? La respuesta es que eso depende de nuestra propia condición: ¿Somos una ventana o solo somos una imagen que creemos que es una ventana? Por otra parte, siguiendo el mismo patrón podríamos preguntar: ¿somos el mundo o creemos que somos solo una representación de él? Y finalmente: ¿qué demonios significa esa bola?
Todas las preguntas que pueden surgir plantean la misma problemática acerca de lo que es nuestra propia identidad y el sentido que le damos a lo que creemos ver. Pero no nos confundamos, en este cuadro no hay ningún discurso moralista, ni tampoco ningún señalamiento acerca del destino o el pasado, no hay planteamientos metafísicos. Es desconcertantemente ambiguo y está plagado de ironía.
René Magritte nació en Lessines, Bélgica, en el año de 1898. Era hijo de un sastre y comerciante de telas y su madre padecía de serios problemas psicológicos que al final la llevaron a suicidarse en 1912, cuando René tenía trece años. Su primer aprendizaje en arte lo realizó en la Escuela de Châtelet para después, en 1916, inscribirse en la Academia de Bellas Artes de Bruselas, donde permaneció hasta 1918. Sus primeros cuadros muestran la influencia de las distintas vanguardias que por ese entonces estaban en boga, sobre todo el cubismo y el orfismo. En 1920 expuso por primera vez en el Centro de Arte de Bruselas y tres años después participó, junto a varias figuras como Lissitky, Moholy-Nagy y Feininger, en una exposición en el Círculo Real Artístico.
El giro fundamental de su obra se verificó en 1922 cuando vio una reproducción del cuadro La canción de amor de Giorgio de Chirico, el padre de la pintura metafísica, que fue un precedente del surrealismo. En 1927 viajó a París con su esposa Georgette y se estableció en la ciudad, entablando inmediatamente contacto con los miembros del grupo surrealista, que encabezaba André Breton. Participó en diversas exposiciones del grupo pero en 1930 regresó a Bruselas, ante el distanciamiento que había tenido con Breton y otros miembros y también escapando de las polémicas que por ese entonces se manifestaban en el ambiente artístico parisino.
Se estableció en Bruselas, donde vivió el resto de su carrera junto a su mujer y siendo considerado el pintor belga más destacado de su tiempo. Murió en esta ciudad en 1967 víctima del cáncer.
Henri Rousseau, «La gitana dormida». Óleo sobre tela, 1897
Julián González Gómez
Durante una clara noche de luna llena, en un paisaje desértico, carente de vegetación y de alguna señal de vida, bañado por un tranquilo mar, una mujer de piel oscura yace dormida, totalmente inconsciente de lo que está ocurriendo a su alrededor. La mujer, que está acostada sobre una manta de diseño a rayas y lleva un vestido con ese mismo patrón, porta un pequeño báculo, quizás un bastón, en su mano derecha y a su lado hay dos extraños y disímiles objetos: una bandola y un jarrón de cerámica. Un león macho, de cabellera muy clara, se ha colocado a su lado y parece husmear el cuerpo de la mujer. El león muestra curiosidad pero parece inofensivo, nada indica que pueda estar a punto de atacar.
La escena es de una gran paz, acentuada por el suave colorido pastel de todos los elementos que hay en el cuadro. El color azul del claro cielo invade la totalidad de la parte superior, creando un agradable contraste cromático con los tonos terrosos que abarcan la parte inferior. El león parece ser el nexo entre estas dos mitades verticales, como si perteneciera a dos mundos, el terreno y el celestial. En cambio la mujer, tendida en el suelo, parece pertenecer únicamente al ámbito terrenal. La luna parece observar y sancionar la escena, como único testigo del suceso que está aconteciendo.
Se puede asumir con relativa seguridad que la bandola pertenece a la mujer y se dedica a tocar este instrumento como razón de vida, al fin y al cabo y según lo expresa el título es una gitana. En cambio la jarra resulta más engañosa en cuanto a su simbología, bien podría contener agua o quizás una poción mágica. Con muy pocos elementos, se diría que los mínimos, el artista ha construido un universo total y centrado en sí mismo. En todo caso, la poética de la imagen es de gran intensidad, muestra un mundo que parece ser a la vez onírico y real. No es de extrañar que unos treinta años después de que este cuadro fue pintado los surrealistas lo admirasen y tuviesen a su autor como uno de los precursores de su movimiento.
En la época en que Henri Rousseau desarrolló su obra, esta era considerada como primitiva e ingenua por la crítica. Rousseau era un pintor de una tendencia que después se llamó “arte naif” o también “arte ingenuo”, ya que nunca había recibido una educación formal en artes e ignoraba el uso de las sofisticaciones que eran propias de los pintores profesionales como la perspectiva, el tratamiento de los escorzos o las adecuadas técnicas relativas al manejo del dibujo y el color entre otras. En general se consideraba al arte naif como una tendencia menor y se caracterizaba por la ingenuidad y espontaneidad con las que se afronta el hecho de pintar. En esta tendencia domina el autodidactismo, así como los colores brillantes y contrastados y la perspectiva captada por intuición. Muchos consideran que el arte naif está ubicado en una categoría similar a la del arte infantil.
Sin embargo, a lo largo del siglo XX el arte naif fue revalorizado por las vanguardias y colocado en un sitial de gran prestigio por sus innegables cualidades y también fue considerado entre algunos artistas, con Picasso a la cabeza, como el único arte auténtico, ya que estaba libre por definición de los prejuicios academicistas. Rousseau se convirtió en una celebridad en el mundo de las primeras vanguardias, que celebraron con gran entusiasmo sus obras llenas de cálidos y encantadores colores y de exóticos paisajes, muchos de ellos de densas selvas tropicales. Este cuadro en particular, fue pintado por Rousseau en 1897 y fue expuesto en el XII Salón de los artistas independientes, luego intentó vendérselo sin éxito al alcalde de su ciudad natal, Laval. El cuadro fue a parar a la colección de un comerciante de París y en 1924 fue descubierto por un crítico de arte, Louis Vauxcelles, que escribió una columna donde lo alababa por su gran poética. Ese mismo año fue adquirido por el marchante Daniel-Henry Kahnweiler y en 1939 fue adquirido por el millonario Simon Guggenheim, quien se lo llevó a Estados Unidos y luego lo cedió al Museo de Arte Moderno de Nueva York.
A todo esto, Rousseau había muerto muchos años antes, sumido en la pobreza y, salvo por el reconocimiento de los fauvistas y los cubistas, olvidado por todos. Henri Julien Félix Rousseau nació en Laval, en las cercanías del Loira, en mayo de 1844. Su padre se dedicaba a la hojalatería y al parecer tenía un negocio en el que le iba bien, pero en 1855 se vio en la quiebra y la familia se quedó prácticamente en la calle. Henri, que tenía por entonces once años y estaba en la escuela, tuvo que combinar sus estudios con diversos trabajos sencillos que realizaba para ayudar a su familia a sobrevivir. Al terminar la escuela trató de matricularse en la Facultad de Derecho de su ciudad natal, pero solo pudo estudiar durante un breve período, incapaz de hacer frente a los costos de una educación universitaria. Su primer trabajo formal fue como pasante en un bufete en la ciudad de Angers, pero al tiempo fue despedido. Más tarde, en 1863, se unió al ejército y durante los siguientes cuatro años estuvo destacado en un regimiento de infantería, donde parece que conoció a algunos de los veteranos de la expedición francesa en México, que le hablaban de los exóticos paisajes y gentes de esa tierra lejana, lo que hizo que su imaginación empezara a concebir los paisajes que después plasmó en sus cuadros.
Al salir del ejército, en 1868 se casó y formó un hogar en el que con el tiempo nacieron siete hijos, de los que solo una niña llegó a la adultez. Ese mismo año se trasladó con su esposa a París, donde consiguió un trabajo en la Oficina de Recaudación de Arbitrios, donde se convirtió en recaudador de aduanas. Fue por ese trabajo que llegó a ser conocido en el mundo del arte como “el aduanero”. Rousseau había empezado a pintar por su cuenta después de cumplir cuarenta años y se fue tomando cada vez más en serio esta ocupación, al grado de que en 1893 se retiró de su puesto en el Estado para dedicarse de lleno a la pintura. Como nunca tuvo una educación en artes, pintaba aquello que su inspiración le dictaba y utilizaba como modelos diversos elementos que veía en museos y exposiciones, entre estas animales disecados y objetos de tierras lejanas y exóticas que encendían su imaginación.
En 1888 falleció su esposa y Rousseau, en situación precaria, fue acogido en la casa del escritor Alfred Jarry. En 1899 volvió a contraer matrimonio y se fue a vivir con su nueva esposa, pero su situación económica siguió siendo difícil. Se relacionó con gran cantidad de los artistas que por ese entonces había en las calles y vecindarios de París y logró hacer algunas exhibiciones de sus cuadros, sin gran éxito. Terminó vendiendo sus obras en las calles parisinas por unos pocos francos, cuando lo descubrió Picasso, que hizo una fastuosa fiesta en su honor. Murió en París en París, a los 66 años.
Remedios Varo, «Tránsito en espiral». Óleo sobre tela, 1962
Julián González Gómez
Remedios Varo ha sido una de las más famosas exponentes del surrealismo en la segunda mitad del siglo XX y también la más destacada representante de su género en ese campo artístico. Sus obras están dotadas de una magia y dinamismo que las hace sumamente agradables a la vista y son también una fuente de profunda reflexión sobre la naturaleza interna del ser humano, un campo del que nos abrió sus puertas este movimiento que se inició en el París de los años 20 y que en algunos aspectos sigue vigente todavía.
En sus obras predomina un dibujo preciosista, lleno de rasgos estilizados y elegantes, que es acompañado por suaves tonalidades de color que se hacen visibles gracias a la luz matizada que baña figuras y entorno. Siempre hay protagonistas de carácter humanoide cuyo estiramiento responde a la necesidad de la pintora de substraer del campo de la realidad los elementos, que por otra parte asumen un carácter simbólico y se expresan con todo detalle. Es notorio en gran parte de su obra el carácter medieval de la arquitectura en la que están enmarcadas sus figuras y también su goticismo estilizado que nos retrae a un pasado mítico y olvidado que el tiempo ha dejado atrás.
Esta pintora nació en la población de Anglés, en Gerona, España en 1908. Desde niña mostró su predilección por el arte del dibujo y la expresión artística y por eso su padre la animó a formarse en este campo. En 1924, a la edad de 15 años ingresó a la Academia de San Fernando de Madrid como estudiante de pintura. En la Academia destacó sobre todo en el dibujo, campo en el que era una de las mejores exponentes entre sus compañeros. Aprendió no solo dibujo y pintura, sino también dibujo técnico y comercial, con el que esperaba ganarse la vida en una sociedad poco proclive a que una mujer fuese reconocida como artista de valía. En 1930, recién graduada de la Academia y casada con uno de sus compañeros de estudio, se marchó con este a París para probar fortuna. Sin embargo las cosas no funcionaron y ambos regresaron a España, estableciéndose en Barcelona como dibujantes comerciales. En 1935 se separó de su esposo y comenzó a frecuentar los ambientes artísticos de la ciudad, donde se relacionó especialmente con el grupo de los surrealistas que residían allí. Realizó algunos viajes cortos a París y en una de esas ocasiones conoció a André Breton, que se encargó de presentarla al grupo surrealista donde estaban entre otros Ernst, Masson, Tanguy, Miró, Domínguez y un Dalí que estaba en vías de separarse del grupo. Las ideas que daban vida al surrealismo, sobre todo el carácter experimental del psicoanálisis calaron poco en Remedios, quien se inclinó por una vía distinta y más metafísica que respondía mejor a su innata vena mística. De regreso a Barcelona empezó a desarrollar su labor surrealista caminando por la ruta que se había trazado cuando en 1936 estalló la guerra civil española.
Identificada políticamente con el bando de los republicanos, Remedios vivió los embates de la guerra como militante antifascista y así conoció a Benjamín Peret, otro militante con quien se marchó a París a finales de 1938 cuando se comprobó claramente que las tropas comandadas por el general Franco iban a triunfar en la contienda. Esta segunda estadía prolongada en la ciudad del Sena fue para Remedios una experiencia triste y amarga pues no logró ningún éxito en su arte. Para colmo, en 1939 estalló la segunda guerra mundial y en 1940 las tropas nazis invadieron Francia, tomando París poco tiempo después. Gracias a varios contactos con los refugiados españoles, Remedios y su compañero lograron salir de Francia en 1941 para trasladarse a México, país que acogió a gran cantidad de exiliados españoles después de la guerra civil y los primeros tiempos de la contienda mundial. En México se integraron a los círculos de refugiados, donde había gran cantidad de artistas e intelectuales que pronto fueron promovidos para realizar muchas y diversas labores culturales en esta nueva tierra. Remedios empezó a trabajar como artista comercial e ilustradora, campos en los que pronto descolló en el medio, siendo contratada en 1947 como artista de ilustración de insectos en la Misión Científica Francesa de América Latina que se dirigió a Venezuela. Al terminar su labor en esta misión, regresó a México donde se convirtió en una cotizada ilustradora de publicidad, mientras tanto, siguió pintando por su cuenta pero sin realizar ninguna exposición.
En esos años conoce a la pintora inglesa Leonora Carrington quien vivía en México desde la segunda guerra mundial, con quien la unió una entrañable amistad hasta su muerte. Carrington, surrealista como ella, la animó a pintar con más dedicación, pasando largos períodos juntas realizando sus respectivos trabajos. En 1953 Remedios se casó con un diplomático austríaco y fue entonces cuando tomó la decisión de dedicarse exclusivamente a su realización artística. En 1955 expone en una muestra colectiva y al año siguiente realiza su primera exposición individual en la ciudad de México con gran éxito. Siendo reconocida como la principal pintora surrealista en su momento y con varias exposiciones en diversos países, falleció de un infarto el 8 de octubre de 1963 en la ciudad de México, a los 54 años.
Esta obra, llamada Circulación en espiral, pintada un año antes de su muerte, es una muestra de su más lograda plástica surrealista con toques de misterio y temporalidad. La gran espiral que organiza todo el espacio, es en realidad una espiral doble compuesta por una primera espiral que contiene una ciudad de marcado carácter medieval y una segunda espiral que es el canal que recorre la misma ciudad. Hay aquí entonces dos vías, pues los edificios de la ciudad están interconectados y avanzan ondulantemente hasta llegar a la alta torre central donde habita un ser etéreo que parece estar prisionero en ella. El canal es recorrido por extrañas barcas y personajes que recuerdan a las fantasías de El Bosco y todo el ambiente está envuelto en una tenue niebla que le da a este paisaje un toque de profundo misterio y misticismo. Este surrealismo está basado más en una visión interior de profundas connotaciones místicas que en un carácter onírico e irracional, propio de los adeptos de Breton. Es una alusión a la búsqueda de la propia visión del mundo interior que representa el personaje encerrado en la torre y también un homenaje a alguien que, como hizo Remedios Varo, se apartó de la vía establecida para buscar su propia ruta al interior de su ser.
Salvador Dalí, El gran masturbador. Óleo sobre tela, 1929
No es el cuadro más conocido de este famoso pintor, tampoco es tan espectacular como muchos otros que realizó para mantenerse en la cúspide del estrellato artístico durante tantos años. Sin embargo, este cuadro es, a mi juicio, el más representativo de su mejor época, cuando era un auténtico surrealista plagado de obsesiones y monstruos contra los que peleaba en una intensa lucha, de la que se declaró posteriormente perdedor. Dalí se construyó su propia aura de artista cuasi esquizofrénico, excéntrico en todo caso, que le puso en contra de mucha gente y a la vez le ganó admiradores a raudales. Él era esa faceta del arte que la gente quiere ver: una plástica figurativa fácilmente identificable, una fantasía torturada, una auto-referencialidad a prueba de circunspecciones y todo ello confinado en una personalidad que admitía sin el menor recato que era un genio, con todo y bigotes puntiagudos.
Salvador Dalí se unió al grupo surrealista que orbitaba en torno al sumo sacerdote de este movimiento, André Breton, que controlaba con mano de hierro a sus catecúmenos y discípulos, sin permitir la más mínima disidencia. Los surrealistas formaron a pesar de todo una alegre asociación entre artistas, poetas y escritores a la que se unieron antiguos miembros de Dadá como Max Ernst, André Masson y Man Ray y jóvenes artistas emergentes, entre los cuales se encontraban entre otros Joan Miró, Roberto Matta, Wilfredo Lam, Ives Tanguy, René Magritte y el propio Dalí. Hicieron sus correrías más importantes en el París de los años 20 y 30 para luego desperdigarse ante la amenaza de la segunda guerra mundial; el movimiento entonces perdió cohesión y sus miembros siguieron trabajando por su cuenta.
Dalí era poseedor de una técnica admirable, adquirida en los estudios que realizó en la Academia de San Fernando de Madrid, de la cual fue expulsado en 1926 antes de su graduación al afirmar que no había en ella un profesor que fuese capaz de examinarlo. Admirador de los maestros del renacimiento y barroco, su técnica se asemeja a la de ellos, en especial a Velázquez, que era para él una figura de veneración. En los años en que estudió en San Fernando, se hospedó en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en donde hizo amistad con otros residentes como Luis Buñuel y el poeta Federico García Lorca, con quien sostuvo un apasionado romance que nunca llegó a consumarse, según indicó años más tarde. Ya desde esos tiempos era conocido por sus excentricidades y también hay que decirlo, por su maestría en la pintura, que casi nadie logró igualar en su tiempo. Posteriormente se trasladó a París con Buñuel y ambos entraron en la órbita de Breton y los surrealistas. En 1929 realizó con Buñuel la película “Un perro andaluz” en la cual se muestran muchas escenas del imaginario surrealista y ya aparecen las obsesiones de Dalí que nunca lo dejarían. En esa época se integró plenamente en el movimiento surrealista, en el cual se potenciaba el mundo onírico y el psicoanálisis, aderezado por el nihilismo y la provocación heredados de Dadá. De esta época son sus mejores cuadros surrealistas, entre los que destaca La persistencia de la Memoria. La influencia de su pintura en las obras de otros artistas del grupo es innegable, no sólo en lo que se refiere a la plástica y motivos, sino además porque creó un método que llamó “paranoico-crítico” para producir arte, por medio del cual se accedía al subconsciente y se liberaban las imágenes y energías que luego se representaban en las obras. Por esa época también conoció a la que sería su esposa y musa, la célebre Gala, que era once años mayor que él y quien estaba por entonces casada con el poeta surrealista Paul Éluard. A partir de su unión con Gala, Dalí se fue independizando cada vez más del grupo surrealista para montar sus propios espectáculos provocadores entre los que destaca el dibujo que presentó en París de un Sagrado Corazón en el que aparece la frase: “En ocasiones, escupo en el retrato de mi madre para entretenerme”, o la afrenta que hizo a su padre, entregándole un preservativo usado que contenía su propio esperma y diciéndole al mismo tiempo: “Toma. ¡Ya no te debo nada!”.
A partir de 1933 empezó a tener diferencias con algunos integrantes del grupo de los surrealistas, del que fue finalmente expulsado a finales de 1934. A partir de ese momento y siempre en compañía de Gala, inicia sus andanzas fuera de Francia, especialmente en Estados Unidos, donde gozaba de gran renombre. Fue entonces cuando Breton le puso el apodo con el que lo conocerían los surrealistas desde ese momento: “Avida Dollars”, que utiliza las mismas letras de su nombre. La fulgurante carrera de Dalí como artista y hombre-espectáculo continuó durante el resto de su vida, a pesar de que su actitud megalómana molestaba a muchos de sus admiradores, ya que su pintura tenía una calidad innegable. Murió en 1989 a los 84 años, en su casa de Portlligat sin abandonar jamás sus excentricidades y sus provocaciones.
El gran masturbador expresa admirablemente las mejores cualidades y los peores monstruos de este artista. La figura central y más grande de la composición representa una mineral cabeza de perfil volteada a la tierra, de donde proviene el ser humano, como un regreso a lo más básico de su esencia. Alrededor se acumulan figuras simbólicas propias del imaginario del artista como la langosta, las hormigas que representan la muerte, un anzuelo, que representa las ligaduras emocionales, una mujer que surge de la figura mayor y tiene su boca cerca de los genitales de un torso con calzoncillos ajustados, un lirio y fuera de la figura principal la figura de un hombre solitario y al centro una pareja que se abraza, en la cual la mujer se está metamorfoseando en roca. Todo ello en un paisaje vacío y desolado, con un cielo azul e infinito. Todo está colocado de acuerdo a una asociación libre y caótica, producto del automatismo psíquico que era empleado por los surrealistas. Gracias a ello, podemos establecer libremente distintas relaciones, de las cuales el título de la obra nos da sólo una de tantas que hay contenidas en esta pintura. El morbo es explotado con cierta contención, como si a los monstruos lascivos no se les permitiese expresarse con toda su carga procaz y en esto Dalí se muestra todavía timorato en este cuadro. La sugerencia es entonces sólo incompleta y no alcanza a ser más que un tímido vislumbre de la auténtica perversidad con la que Dalí placenteramente se dedicaba a autoflagelarse. Pero es un excelente ejemplo del arte surrealista, en su corriente más onírica, un buen principio para profundizar en los abismos en los cuales se sumergieron estos individuos, perseguidos por sus propias creaciones fantásticas y desdichadas.