Samarcanda de Amin Maalouf

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

El autor de esta novela, tan hermosa que más que un libro parece un sueño, es el franco-libanés Amin Maalouf, quien desde hace un par de lustros ha ingresado en esta lista de eterna espera como nominado para obtener el Premio Nobel de Literatura. Me parece recordar que ingresó en las quinielas justo a la par de Bob Dylan (el más improbable de todos y que a pesar de su inmerecido galardón, todavía se permitió darse aires de diva literaria y hacerse de rogar para aceptar el premio) y de Salman Rushdie, muchísimo más interesante que el desafinado de Dylan.

Ahora bien, ya todos sabemos hasta el cansancio que la Real Academia Sueca que anualmente entrega dicho premio, ha cometido innumerables errores más de tinte político, que, de criterio estrictamente literario, que vienen a opacar su desempeño. Sin el fuerte componente ideológico, no se comprende que se le haya concedido dicho premio, el máximo de las letras humanas, a un autor tan intrascendente como Darío Fo; su premio fue más un reconocimiento a su constancia como militante histórico del Partido Comunista Italiano que un reconocimiento al valor literario y aporte artístico de sus obras teatrales.

¿Sueno radical, puedo equivocarme? Sin duda, lector, pero estas aventuradas expresiones ayudan a entender un mundo tan confuso que otorga dicho premio a autores como Joseph Brodsky, pero se lo negó en su momento al monumental Jorge Luis Borges. Afortunadamente, los aciertos han sido más, pues podemos aplaudir con toda justicia el premio dado a Camus, Soljenitsin, Neruda, Mistral y Miguel Ángel Asturias.

Ha habido también otros incidentes. Unos vergonzosos, como en el que se le concedió el galardón al escritor ruso Boris Pasternak, y el gobierno soviético lo obligó a rechazarlo; o bien uno mucho más, como el que protagonizó el archiconocido filósofo Jean-Paul Sartre, que se dio el tupé (como decía mi abuelita) de rechazar el premio, pero exigió el estipendio monetario que acompaña a la medalla, a lo que la Academia Sueca, con toda justicia, se negó a entregar.

 

-II-

Me he propuesto en estos textos nunca ser un spoiler. Por eso prometo siempre detenerme cada vez que los dedos quieren cometer alguna imprudencia y ahondar mediante su control del teclado en las tramas de los libros que comentamos. Hecha esta advertencia, podemos asegurar que cualquier libro que empiece así, merece ser leído de cabo a rabo:

“En el fondo del Atlántico hay un libro. Yo voy a contar su historia. Quizás conozcan su desenlace, ya que en sus tiempos los periódicos lo refirieron y luego algunas obras lo citaron: cuando el Titanic naufragó durante la noche del 14 al 15 de abril de 1912, mar adentro a la altura de Terranova, la más prestigiosa de las víctimas era un libro, un ejemplar único de los Ruba’iyyat de Omar Jayyám, sabio persa, poeta, astrónomo…”.

 

Así arranca una de las novelas más hermosas y fascinantes que haya tenido la oportunidad de leer este devorador de libros que escribe para ustedes. Samarcanda, una de las exóticas paradas de la ruta de la seda, famosa por albergar el mausoleo de Tamerlán, quien desde sus cúpulas turquesa cuenta la leyenda, convertido en fantasma atisba el horizonte, esperando la resurrección de los muertos, para recuperar la vasta extensión de sus conquistas. Esta ciudad será el escenario de la mitad del relato, en el que veremos pasearse al poeta Omar Jayyam, la oscura secta de los asesinos y otros personajes fascinantes que se pasean por los siglos XI y XII y la otra mitad nos traslada a la Persia que recién arriba al siglo XX, y nos sumerge en intrigas políticas y la injerencia de los imperios occidentales en el Oriente Medio.

Maalouf ha sido constante en sus temáticas durante su carrera literaria[1]. Las escalas de Levante y Los desorientados, por ejemplo, arrancan en la Beirut de su infancia; en su primera novela, por ejemplo, León el africano, uno de los protagonistas más importantes es la ciudad de Timbuctú; en El viaje de Baldassarre, el protagonista es un libro, presumiblemente escrito por el diablo. Leer a Maalouf es entonces un viaje sugerente a un mundo que funciona como bisagra; sus libros son un péndulo que va de la visión del mundo de occidente, hacia la visión del mundo de oriente. El mejor ejemplo sería su bien terminado trabajo, Las cruzadas vistas por los árabes, que resulta en un ejercicio aleccionador de esta posición dual, además de estar bellamente escrito, que se complementa de buena manera con un pequeño volumen, Identidades asesinas, en donde critica la locura de los crímenes cometidos en nombre de la religión o por razones étnicas o culturales.

Escribir más acerca de la novela sería arruinar su magia, que arranca desde la primera línea de su primera página, por eso quizá convenga más, con miras a convencer al lector, hablar de Maalouf, su autor o de Omar Jayyám, el sujeto literario alrededor del cual construye su magistral novela. Como de Maalouf ya hemos apuntado alguna que otra cosa, quisiera dar paso a la voz de Omar Jayyam[2], como la más contundente invitación a visitar no solo las páginas de Samarcanda, sino cualquiera de sus novelas, todas de alta calidad literaria, de la que se obtendrá no solo horas de plácida lectura, sino un cúmulo de conocimientos sobre ese mundo árabe tan hermoso como ajeno para nosotros los americanos.

Dejo entonces la palabra a Jayyam y sus Rubaiyat, versos que también son personajes centrales del hermoso libro que apenas nos hemos atrevido a entrever:

 

LXXX

Tal aroma de vino emanará de mi tumba, que los transeúntes se embriagarán. Tal serenidad rodeará mi fosa, que los amantes no se podrán dejar.

 

XCIV

Brilla la luna del Ramadán. Mañana el sol inundará de luz una ciudad silenciosa. Dormirán los vinos y las jóvenes doncellas en la sombra de los bosques.

 

CXV

La bóveda celeste bajo la cual vagamos, es la linterna mágica lo que el sol a la lámpara. Y el mundo es el telón donde vacilan nuestras imágenes.[3]

  

Maalouf es, en suma, uno de los últimos escritores universales que lo mismo pueden hablar con toda propiedad de una caravana de camellos siguiendo los contornos del río Níger, como de un grupo de amigos que coinciden en pleno siglo XXI en un bar de Beirut de la posguerra o bien que ahonda en sus orígenes familiares hasta encontrar una raíz profunda en Cuba. Es un autor de una obra intimista, de un ritmo literario que atrapa desde las primeras palabras y que nos permite explorar mundos remotos tanto en el tiempo como en la geografía. Para mí, tan ajeno a las afirmaciones totalizantes, puedo sugerir que Maalouf es de los pocos escritores que no puede faltar en una biblioteca que se precie de cubrir lo mejor de la literatura.

[1] Su última obra publicada en español Un sillón que mira al Sena, es una larga investigación sobre los personajes literarios que han ocupado el sillón 29 de la Academia Francesa, el cual Maalouf ocupa desde el año 2012 en reconocimiento por su obra y su incidencia en el diálogo de las culturas, árabe y occidental principalmente.

[2] Sobre Jayyam está disponible una hermosa biografía escrita por el especialista en literatura Medieval, Harold Lamb, editado en español por Sudamericana con titulo Omar Khayyam. Alianza Editorial cuenta en su catálogo  una biografía de Gengis Khan del mismo autor.

[3] Según la versión inglesa de Francis Scott Fitzgerald.


Alfred Otto Wolfgang Schulze (Wols), Fantasma azul. Técnica mixta sobre tela, 1951

Julián González Gómez

 

imageWols, como se hacía llamar este artista, era un eterno inconforme, un rebelde contestatario que nadó toda su vida a contracorriente, admirado y despreciado por igual. Le tocó vivir en una época de grandes terrores, de un devenir inseguro en el que el ser humano estuvo a punto de auto aniquilarse a causa de la fe ciega en las ideologías, algo que por cierto sigue vigente aún hoy. Un período histórico en el que se realizaron los actos más bárbaros, en el que surgió de nuevo la esclavitud  y en el que fríamente se pretendió aniquilar a muchos seres humanos con eficiencia industrial. Wols estaba totalmente en contra de los exaltados y su propuesta artística se decanta por un emotivo análisis de la miseria humana y sus consecuencias. Contemporáneo de artistas como Fautrier o Dubufet, se le ha querido relacionar con los existencialistas, más que todo por la gran ironía y su afán de representar lo absurdo de la condición humana. Jean-Paul Sartre, el lúcido y cínico filósofo del existencialismo, escribió acerca de su amigo Wols un texto en el que empieza haciendo una comparación entre el arte de este y el de Paul Klee, el cual dice así:

“Klee es un ángel, Wols es un pobre diablo. Uno crea las maravillas de este mundo o las comprende; el otro experimenta sus terrores sorprendentes. La única infelicidad del primero surge de su naturaleza feliz. La felicidad traza una línea; la única felicidad del último se la proporciona la abundancia de su desgracia. La infelicidad no tiene límites (…) Como un ser humano y, al mismo tiempo como un habitante de Marte, Wols intenta ver el mundo con ojos desafectos. En su opinión, esta es la única manera de dar a nuestras experiencias un valor universal. Sin duda, no se refería a las cosas poco familiares o demasiado familiares que ahora aparecen en sus cuadros como objetos “abstractos”. Para él, estos son tan concretos como los que representó cuando empezó a pintar. Esto no es sorprendente, porque son los mismos, pero invertidos.”

Así, Sartre caracteriza el arte de Wols en términos de arte concreto y no abstracto, tendencia en la que se le ha querido encasillar, al igual que a Fautrier. Estos pintores no eran abstractos en absoluto, su arte refleja la más objetiva realidad, pero es una realidad que el ser humano ha distorsionado, de ahí su realismo brutal. La realidad deja de ser representación y se convierte en testigo que denuncia su propia degeneración, su desdibujo. ¡Qué lejos está Wols de cualquier clase de idealismo!

Nacido en Berlín en 1913, Wols era miembro de una familia de clase media alta de funcionarios. Su padre era un consumado músico, aunque nunca tocó profesionalmente. El joven Wolfgang aprendió un poco o mucho, de todo lo que se abría ante sus ojos y sus intereses eran muy variados, como correspondía a una persona con una alta inteligencia y sensibilidad. Aprendió música y llegó a ser un extraordinario violinista, pero al igual que su padre nunca tocó profesionalmente. En vez de ello se convirtió en asiduo lector de Eckhard, Poe, Rimbaud o Kafka. En 1931 quiso ingresar a la Bauhaus para aprender diseño y artes aplicadas, pero a fin de cuentas se marchó a París, en donde tomó contacto con los artistas de la vanguardia que por aquel entonces trabajaban en esa ciudad, especialmente algunos surrealistas. Se ganaba la vida como fotógrafo retratista, actividad en la que obtuvo cierto éxito a partir de la Exposición Universal de 1937. De esta época son algunos de sus escritos en los cuales se muestra partidario de las vanguardias de Léger y Ozenfant y su compromiso en contra de las ideologías fascistas y los nazis, por ese entonces ya en el poder en Alemania.

Al iniciarse la guerra, Wols vivía en París con su conviviente Gréty, con la cual se casaría un poco más tarde. Como alemán fue internado en varios campos de concentración franceses, hasta que en 1940 se casó y con ello obtuvo la ciudadanía francesa. Por esa época empezó su proceso autodestructivo a través de la bebida. Durante la guerra vivió en diversas partes del sur de Francia con su esposa, huyendo de los nazis y bebiendo cada vez más hasta convertirse en alcohólico. Seguramente esta fue la única vía que encontró el sensible Wols para sobrevivir a los horrores de la guerra y sobrellevar su realidad de “alemán enemigo” en medio de muchos franceses que lo veían sospechosamente y le daban la espalda, una situación verdaderamente terrible y contradictoria, ya que era enemigo declarado del nacional socialismo. Durante estos años empezó a pintar acuarelas y óleos, pero no con el afán de darse a conocer como pintor, sino más bien como un escape a su situación de extrema pobreza y desesperanza. Literalmente “atacaba” la hoja o la tela y la rasguñaba con los pinceles o las mismas uñas, aplicando capas de color impulsivamente. Su pintura era de “excavación” o más bien de desesperación, como queriendo hallar las respuestas que subyacían detrás de las manchas y formas.

Al acabar la guerra y todavía seguir vivo a pesar de todo, Wols tuvo que acceder, a la fuerza, a que se expusieran algunas de sus acuarelas en 1945, en la Galería de René Drouin de París. La exposición no tuvo éxito y pasó desapercibida para la crítica, pero sus amigos, entre los cuales se encontraban Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, lo animaron a seguir pintando. Wols retomó la fotografía y empezó a pintar al óleo en pequeños formatos y dos años más tarde volvió a exponer en la misma galería, esta vez con un gran éxito. A pesar de todo, su salud ya estaba minada por la bebida y Wols se sabía condenado a morir prematuramente, lo cual ocurrió en 1951 por un envenenamiento alimentario, a la edad de 38 años.

Con su manera particular de expresarse, Wols inició, sin quererlo, una verdadera revolución en el arte del siglo XX. Varios artistas tomaron de su pintura la gestualidad desesperada, desarrollando las corrientes que luego se llamarían “Tachismo” y “Arte Informal”, que se establecieron como una contrapropuesta al arte abstracto imperante después de la segunda guerra mundial y que dieron pie a las primeras vanguardias artísticas europeas de la postguerra. Este arte no pretendía seguir una plástica previamente concebida como abstracta, las pinturas nunca se planeaban con antelación y se ejecutaban lo más rápido posible. La gestualidad era su marca y constituyen la contrapartida europea de la Action Painting norteamericana de Pollock o de Kooning.

El arte de Wols no pretende ser ni agradable a la vista, ni tampoco retador en el aspecto intelectual. A pesar de su extraordinaria inteligencia y de los talentos que poseyó, Wols se decantó por los estímulos de la emoción. Por ello fue siempre una especie extraña en el mundo de las realidades, como un vagabundo que recorre el mundo describiendo su increíble ironía y su plaga de absurdos, que al mismo tiempo la enaltecen y la denigran. Era, al fin de cuentas, un ser demasiado humano. 


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