Tierra de hombres. Antoine de Saint-Exupéry

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

Uno de los héroes de mi infancia fue sin duda Antoine de Saint Exupéry, de quien leí sin entender mucho, (debo decir), su cuento infantil El principito, pero de quien me quedó una impresión general de prosa bien pulida, de frases cortas, bien construidas. Me pareció que era un hombre de pocas palabras, lo que se me confirmó luego con la lectura de sus aventuras a partir de un volumen de la magnífica editorial PLESA que publicaba hermosos libros ilustrados, en los que abordaba temas históricos, geográficos y científicos para niños. En un hermoso capítulo tocaban un tema tan cotidiano como el correo, y en un cajón tipo cómic, explicaban que uno de los personajes más importantes para el desarrollo de sus rutas aéreas había sido este piloto y escritor. En la ilustración, un biplano rojo echando humo caía en picada en el desierto bajo la atenta mirada de un beduino.

Esa fue la puerta de entrada para conocer los detalles de este interesante autor y su ajetreada vida, que continuó con la lectura de uno de esos libros condensados en la revista Selecciones, que me parece que fue de la versión inglesa de Tierra de hombres, acompañada de hermosas ilustraciones del desierto. Se sumaron con el tiempo la magnífica novela breve Vuelo nocturno, piloto de guerra; una antología de escritos bajo el evocador título de El sentido de la vida, y el que nos ocupa en esta ocasión, Tierra de hombres. En cada una de las lecturas siempre me atrapó el estilo narrativo de Saint-Ex, como le decimos sus amigos. Sus páginas parecieran más que leídas, contadas a viva voz. Con ese tono intimista con el que narra los detalles de su historia, hace partícipe al lector de una experiencia de la que difícilmente se sale igual. Dentro de un relato de meras aventuras de un piloto aviador en los primeros tiempos, se mezclan reflexiones y recuerdos de otras épocas, logrando crear una atmósfera propia que administra de forma sabia a lo largo de todo el libro.

“Era 1926. Acababa de entrar como joven piloto de línea de la Sociedad Latécoère que aseguró, antes de la Aeropostal –luego la Air France–, la línea Toulouse-Dakar. Allí yo aprendía el oficio. A mi vez, como los demás camaradas, sufría yo el noviciado que los jóvenes soportan antes de tener el honor de pilotear en la línea (…) A los veteranos los hallábamos en el restaurante; bruscos, un poco distantes, dándonos consejos, validos de su superioridad…”[1]

 

Era la época en la que se empezaba a darle utilidad práctica civil a la aviación, luego de las carnicerías de la Gran Guerra. Francia desarrollaba sus líneas de correo de la Metrópoli con sus colonias, y de esas aventuras, se irían materializando en los mapas de navegación aérea, las líneas llenas o punteadas de las distintas rutas de correo que como en Roma, tenían un mismo final: París.

Eran los tiempos de los biplanos y de las cabinas abiertas, en las que era preciso tener un buen ojo y una buena memoria. Sobresale por lo extraño, casi exótico un paraje en el que Saint-Ex, asignado por primera vez a realizar la línea Toulouse-Dakar, se sienta con Guillaumet, un veterano quien despliega sus mapas de la ruta y le va dando una singular clase de geografía al novel piloto:

“…No me hablaba ni de hidrografía, ni de poblaciones, ni de arrendamientos. No me hablaba del Guádix sino de los tres naranjos que cerca del Guádix bordean un campo: ‘Desconfía de ellos, márcalos en el mapa…’ Y los tres naranjos tenían más importancia en el mapa que la Sierra Nevada. No me hablaba de Lorca sino de una simple granja cerca de Lorca. De una granja viviente. Y de su granjero. Y de su granjera. Y esa pareja adquiría, perdida en el espacio, a quinientos kilómetros de nosotros, una desmesurada importancia. Bien instalados en la pendiente de la montaña, semejantes a guardianes en un faro, se hallaban listos, bajo sus estrellas, a socorrer a los hombres (…) Y, poco a poco, la España de mi mapa se transformaba bajo la lámpara en un país de cuentos de hadas. Balizaba con una cruz los refugios y las trampas…”.

Este pasaje me remitió a alguna lectura anterior de la que no logro recordar si fue de Conrad o de London, en donde se narran los avatares de un navío que, dedicado a la navegación de cabotaje en un rincón perdido del planeta, es contratado para levantar los mapas de los contornos de las costas que visita. Porque en estos tempranos años de la aviación, los vuelos más se parecían a la navegación de cabotaje (nunca más allá del punto en el que se pierde de vista la línea de costa), que a los extensos vuelos a los que estamos acostumbrados hoy. O estábamos acostumbrados hasta la irrupción del Covid-19 y sus consecuencias, que aún hoy, estamos muy lejos de poder comprender.

Dada la precariedad de estos vuelos, comprendemos que Saint-Ex tuviera al menos cuatro accidentes aéreos[2], que aportan un tono de serena confesión en ciertas partes de su obra, que es en esencia, la fugacidad de la vida del hombre en la tierra, y el reto humano de vivir ese tiempo acorde a valores universales. Su obra es un discurso vital y ético, de cómo el hombre debe de asumir su existencia, pues desde su perspectiva, vista la humanidad desde miles de pies de altura: “…navegar (…) por encima de mares de nubes, es muy elegante, pero… pero recuerde: por debajo de los mares de nubes está la eternidad…”, máxima que le van recordando las muertes de sus compañeros que van dejando en distintos párrafos la amargura del veterano que aún no ha encontrado su cita con el destino. Estos recuerdos aparecen desperdigados y son breves, casi lacónicos, “…recuerdo un regreso de Bury, que se mató, tiempo después en Corbières…” o bien, “…Lécrivain no solamente no había aterrizado sino que jamás aterrizaría en ninguna parte…” o, por último ese hermoso homenaje a su maestro Mermoz, el hombre que abrió las rutas de correo desafiando por aire los mismos Andes que San Martín, un siglo antes, había desafiado por caminos de cabras, transportando todo un ejército. El discurrir de la prosa de Saint-Ex no carece de emoción, como los varios sucesos que narra cuando cruza tormentas de arena sobre el Sahara o tormentas de hielo en Sudamérica, pero es en esencia una reflexión, en la que continuamente hace de lado la faceta heroica de su trabajo civil: “Alguna vez te fastidiarán las tormentas, la bruma, la nieve. Piensa entonces en todos los que han conocido eso antes de ti y dite simplemente: ‘lo que otros han logrado siempre se puede lograr´…” Así, las angustiosas páginas de su recuento de un vuelo en el que se extravían buscando Casablanca, terminan con unas líneas tranquilas, sin afectación alguna, en las que él y su mecánico, Néri, descienden por fin en la ciudad y “… al alba, ya se encuentran pequeños bares abiertos… Néri y yo nos sentaríamos a la mesa, ya en seguridad, riéndonos de la pasada noche ante las medias lunas calientes y el café con leche. Néri y yo recibiríamos ese regalo matinal de la vida…”.

Los accidentes aéreos que sufrió Saint-Ex, a lo largo de su carrera como piloto de aviación, tuvieron diversas causas, mecánicas algunas, humanas otras, accidentes que obvio decirlo, tuvieron un serio impacto en la vida del piloto, del que saldrá con heridas y cicatrices, pero en el penúltimo de ellos saldrá con una idea genial que lo haría famoso internacionalmente.

 

-II-

Relata su autor en Tierra de hombres, que realizaba un vuelo París-Indochina en 1935, en compañía de su amigo y colega Prévot, cuando su avión es envuelto por una tormenta y lo estrella contra una duna en el desierto de Libia, cerca de la frontera con Egipto. “Ni creo haber sentido otra cosa que un formidable crujido que sacudió nuestro mundo sobre sus bases. A doscientos setenta kilómetros por hora habíamos martillado contra el suelo.” Saint-Ex hace un interesante recuento de las circunstancias que sufre un piloto que ha caído en tierra incógnita, en donde todo puede pasar. El avión ha quedado destrozado, y el agua, como en todo buen relato de aventuras en el desierto, es escasa. “¡El agua vale un peso en oro, el agua cuya menor gota extrae la arena la chispa verde de una brizna de hierba! Si ha llovido en algún lugar un gran éxodo anima el Sahara. Las tribus van hacia la hierba que brotará trescientos kilómetros más lejos…”.

Durante tres días deambularán por el desierto entre la fatiga, la sed y angustiosos espejismos. Como no tienen la menor idea de en dónde se encuentran, usan el avión como centro de operaciones y parten de él hacia los puntos cardinales para buscar ayuda. En total, Saint-Ex hará el recuento de merodear sin rumbo en el desierto por casi 350 kilómetros, experiencia angustiante, pero que luego le servirá de excusa ideal para hacerse necesario a las Fuerzas Francesas Libres y regresar al Ejército durante la Segunda Guerra Mundial. “He amado mucho el Sahara. He pasado noches en terreno rebelde. He despertado en esa extensión rubia donde el viento marca su oleaje como sobre el mar. He esperado allí el auxilio durmiendo bajo las alas…”. A cada tanto ven una silueta, alguien que les ofrece ayuda, que se aleja a medida que avanzan, hasta desvanecerse. Son los espejismos. “Los beduinos, los viajeros, los oficiales coloniales enseñan que se resisten diecinueve horas sin beber. Después de veinte horas los ojos se llenan de luz y el fin comienza: la marcha de la sed es fulminante”.

Porque cabe decir, haciendo un paréntesis, que Saint-Ex es un experto en el desierto. Es un hombre que sabe leer los menores indicios para interpretar el enorme silencio caprichoso de estos infinitos parramos. En este sentido, de estos hombres que en la paz estudiaron la geografía de la tierra y pusieron sus conocimientos al servicio de sus naciones en la Segunda Guerra Mundial, recuerdo la enigmática figura del Barón Lazlo de Álmasy, que trabajó en varias expediciones como piloto y fotógrafo de la Real Sociedad Geográfica del Reino Unido, y del que el ceilandés Michel Ondaatje escribió una hermosa novela, superada con creces por su versión cinematográfica.[3] Fue acusado de vender mapas e información a la Alemania Nazi, supuestos aportes para la sorprendente campaña del desierto desarrollada por el mariscal Rommel y sus Afrika Korps.

Decíamos que Saint-Ex era un experto en el desierto, gracias a las largas jornadas compartidas con los beduinos y los bereberes de las aldeas de Marruecos y de Mauritania. También gracias a sus vuelos de abastecimiento de los fuertes coloniales franceses dispersos por el inmenso mar de arena. Ante estas experiencias, el menor suceso hace saltar las alarmas, como ese día en que se está rasurando, ritual previo a salir en vuelo:

“… Pero oigo un chasquido: una libélula ha chocado contra mi lámpara. Sin que sepa por qué siento una punzada en el corazón.

Salgo otra vez y miro: todo es puro. Un murallón que bordea el terreno se destaca sobre el cielo como si fuera de día. En el desierto reina una gran mariposa verde y dos libélulas que tropiezan contra mi lámpara y experimento, nuevamente un sordo sentimiento que es quizás alegría, quizás temor, pero que llega desde lo hondo de mí mismo aún tan oscuro que apenas se anuncia. Alguien me habla desde muy lejos. ¿Es instinto? Salgo otra vez: el viento ha desaparecido totalmente. Continúa el fresco. Pero he recibido una advertencia. Adivino, creo adivinar lo que aguardo: ¿tengo razón? Ni el cielo ni la arena me han hecho ninguna señal, pero las dos libélulas me han hablado y asimismo una mariposa verde (…) esos insectos me muestran que una tempestad de arena está en marcha, una tempestad del Este y que ha expulsado a las verdes mariposas de sus palmerales lejanos. Su espuma me ha rozado…”.

En este fragmento uno casi puede sentir esa calma siniestra que impera antes de que llegue la tormenta. Ese silencio profundo del desierto más allá del muro. Estas señales del desierto bien pudieron detonar la creatividad del escritor, durante sus largas caminatas  por el desierto, en busca de ayuda. Para engañar a la sed y al cansancio piensa, imagina, recuerda, entreteniendo al cerebro para que no se dé por vencido, que no se desconecte. Así, se fija en un detalle curioso:

“¿De qué viven esos animales en el desierto? Se trata, sin duda, de ‘fenechs’ o zorros de arenales, pequeños carnívoros gruesos como conejos y con enormes orejas. No resisto mi deseo de seguir las huellas de uno de ellos. Me llevan hasta un estrecho río de arena donde todos los pasos se imprimen claramente. Admiro la linda palma que forman tres dedos en abanico. Imagino a mi amigo trotando suavemente al alba y lamiendo el rocío de las piedras. Aquí las huellas se espacian: mi fenech ha corrido. Aquí un compañero ha venido a juntársele y han trotado juntos. Asisto, así, con extraña alegría a ese paseo matinal. Amo estas señales de vida. Y olvido un poco que tengo sed…”

Uno casi puede asegurar que ese fenech es ese peculiar zorro que se cuela entre las páginas del cuento posterior de Saint-Ex, que le pide a su joven amigo que lo domestique. Otros símbolos y significados más densos se pueden encontrar en el interesante estudio escrito por Luz Méndez de la Vega, Saint-Exupéry: Secretos de Amor y de Guerra en El Principito, que de seguro le cambiarán por completo la lectura de este cuento infantil, enriqueciéndola y surgiendo nuevas dudas, que es lo más importante del aporte de doña Luz.

Al calor y a la sed del desierto hay que sumarle el frío. Por las noches, las temperaturas se derrumban hacia las cercanías del 0, sumando un terror más a la pesadilla del accidente. “El viento carga sobre mí como una caballería en terreno abierto. Giro en redondo para huirle. Me acuesto y me vuelvo a levantar. Acostado o de pie estoy expuesto a este látigo de hielo…”

Como no es un secreto para nadie dada su obra posterior, y su muerte por accidente aéreo en el Mediterráneo en 1944, puedo adelantar que, en el desierto de Libia, en 1935 los salva un beduino. Un hombre del desierto los encuentra a punto de desvanecerse en la arena y entregarse a la muerte. Con esa solidaridad esperada entre los hombres en las tierras de climas extremos, y además por orden de su propia religión el hombre los resucita dándoles de beber.

“Agua: no tienes gusto, ni color, ni aroma, no se te puede definir, se te gusta sin conocerte. No eres necesaria para la vida: eres la vida misma. Nos penetras de un placer que no se explica por los sentidos. Contigo vuelven a nosotros todos los poderes a los que habíamos renunciado. Por tu gracia se abren en nosotros todas las fuentes secas de nuestro corazón…” 

Aunque el libro no termina aquí, pues siguen otros recuerdos y meditaciones. Pero para no alargar más esta reseña, termino con las últimas líneas del capítulo VII, que contiene su recuento del avionazo en Libia, dedicadas al anónimo beduino que los salvó de morir en el desierto: “Todos mis amigos, todos mis enemigos, en ti marchan hacia mí, y no tengo ya un solo enemigo en el mundo.”

[1] Saint-Ex no era en realidad un piloto primerizo como afirma con toda modestia en su libro. Para cuando ingresa en Aéropostale, ya había terminado su servicio militar en el ala de aviación, de donde es dispensado del servicio con el grado de subteniente, el 5 de junio de 1923; luego de haber estado destacado desde 1921 en el 37 regimiento de aviación, acantonado a pocos kilómetros de Casablanca, Marruecos.

[2] El biógrafo de Saint-Ex, Virgil Tanase, informa de esta época, en que el escritor se suma al plantel de la Aéropostale: “…Didier Daurat necesita pilotos: sobre los ciento veintiséis contratados por la Compañía, entre 1923 y 1926, cincuenta y cinco la habían abandonado, y siete estaban muertos…”

[3] The English Patient, film de 1996 dirigido por Anthony Minghella, protagonizada por Ralph Fiennes, Christine Scott Thomas, Juliette Binoche, Willem Defoe y Collin Firth, ganadora de 4 premios Óscar de la Academia.


Claude Lorrain, «Puerto con el embarque de la reina de Saba». Óleo sobre lienzo, 1648

Julián González Gómez

Claude_Lorrain Puerto con el embarque de la Reina de Saba (1648)La historia bíblica es solo una excusa para representar uno de esos paisajes en los que se especializó Claude Lorrain, pintor francés del siglo XVII. Esta obra, concebida como un escenario que se muestra por medio de una perspectiva con un único punto de fuga, contiene diversos elementos que no intentan representar un acontecimiento específico.

La vista es lo que se denomina una “marina” es decir, un paisaje marítimo como elemento predominante. Bajo un cielo dramático, acentuado por el sol naciente, la escena se desarrolla en un puerto compuesto de diversos elementos. Hacia el fondo podemos ver un edificio que se difumina en la luz del amanecer. Más cerca hay una torre que sirve de defensa para ingresar al cuerpo y está a contraluz, a su izquierda se encuentra un bastión bajo que también defiende al puerto. Ya dentro de la escena propiamente dicha nos encontramos con un palacio al que se accede por una escalinata. La arquitectura de este palacio es completamente clásica con un pórtico en el que hay una columnata de orden dórico y en el segundo nivel una serie de pilastras corintias rodean y envuelven al edificio. Parece ser que en este palacio es en donde ocurren las cosas más importantes que acontecen en el puerto ya que una comitiva de personas, está despidiendo a otro grupo dentro del cual está la reina que está a punto de subir a una barca que la llevará a la embarcación que la espera. En primer plano, para dar profundidad, se encuentran unas ruinas de una arquitectura también clásica.

Diversas embarcaciones se apostan en los distintos puntos del puerto, algunas en espera, otras, como las dos de la izquierda esperando para llevar a la regia pasajera y un barco más está entrando al puerto. Los colores están matizados por la luz difusa y templada por los tonos amarillentos y ocres. En la composición domina la perspectiva, en la cual se pueden ver tres bloques bien diferenciados: el primer plano con las ruinas y las personas en la playa, el segundo plano, el principal, en donde está el palacio, la comitiva y las naves y finalmente el tercer plano con el mar, el cielo y el sol del amanecer.

Lorrain era muy afín a recrear los paisajes con elementos exclusivamente clásicos, elementos que aquí no cobran un sentido histórico ni relacionado con la narración bíblica. El clasicismo de Lorrain responde al ideal de la época que veía en él las más importantes manifestaciones de la condición histórica del ser humano. La idealización entonces la tenemos que considerar como una alegoría a la historia que debe ser contada de ese modo antes de ser contada tal como fue.

Claude Lorrain nació en Chamagne, Lorena, entre 1600 y 1605, en esa época independiente. De origen humilde, apenas recibió educación por lo que su camino fue bastante difícil. De sus primeros años no se conoce mayor cosa y se supone que se inició en la pintura con algún maestro local. Desde muy pronto se especializó en la pintura de paisajes, campo en el cual desarrollaría un estilo propio y personal que lo llevaron a la fama.

En 1613, muy joven, se trasladó a Italia, específicamente a Roma y primero trabajó como pastelero antes de entrar al servicio de un pintor llamado Agostino Tassi, paisajista del que después se convirtió en discípulo. Unos años más tarde se trasladó a Nápoles donde continuó sus estudios de pintura. Realizó algunos viajes por Italia donde se empapó de la tradición renacentista y manierista que estaban en boga por ese entonces. Tras una breve estancia en Nancy regresó a Roma en 1627, donde permaneció por el resto de su vida dedicándose en exclusiva a la pintura de paisajes.

Los paisajes de Lorrain se diferenciaron muy pronto de los de otros autores por el énfasis que hacía en la luz y también por la idealización de sus puestas en escena. El cuadro se manifestaba así como un escenario clásico en el cual la historia que narra es irrelevante, siendo el paisaje en sí el elemento más importante.

En Roma ganó una gran fama que lo llevó a recibir encargos de la nobleza y del papa Urbano VIII. Tal fue su éxito que empezaron a surgir varios imitadores de su obra, pero Lorrain nunca cedió lugar y siguió siendo el pintor de paisajes más famoso de Roma. Su fama llegó a diversos países europeos, de los cuales recibió bastantes encargos. También se dio a conocer con bastante éxito como grabador, sobre todo al aguafuerte, lo que le permitió que su obra se difundiera más ampliamente que con la pintura.

Sus últimos años los vivió aquejado de gota y su trabajo disminuyó en cuanto a la cantidad y también en cuanto a la temática, la cual se hizo más serena y carente de los elementos dramáticos paisajísticos que había desarrollado hasta entonces. Murió en Roma en 1682 y su sepelio fue uno de los más concurridos de su tiempo, con muestras de admiración y respeto por parte de los romanos. Sus restos fueron sepultados en la iglesia de la Trinità dei Monti.


Policleto, «Doríforo». Copia romana en mármol, siglo V a.C.

Julián González Gómez

El Doriforo (el que lleva sobre  sí la lanza), de Policleto.Policleto realizó el original de esta escultura en bronce y se ha perdido, pero afortunadamente se conservan varias copias romanas realizadas en la antigüedad y aquí presentamos una de ellas. Representa a un joven de no más de unos 18 a 20 años en la plenitud de su belleza y poder físicos. Seguramente era un guerrero de infantería ligera, todavía demasiado joven como para pertenecer a la categoría de los hoplitas, que eran los componentes de la infantería pesada, armados con yelmo, escudo y lanza y eran el elemento central y más importante de los ejércitos griegos.

El cuerpo está ligeramente arqueado debido a la postura, ya que parece como si se hubiese detenido de pronto cuando estaba caminando. Todo el peso del cuerpo descansa sobre la pierna derecha, mientras que la izquierda, que está doblada ligeramente hacia atrás, hace de contrapeso. El brazo derecho se deja caer relajado, mientras que el izquierdo sostenía una lanza que se apoyaba en el mismo hombro (Doríforo quiere decir “el que porta la lanza”). Los hombros están completamente alineados y rectos y sobre ellos la poderosa cabeza se tuerce ligeramente hacia la derecha, como si observara algo que le llama la atención, esbozando una tenue sonrisa.

Esta escultura claramente desciende de las antiguas figuras de los kuroi griegos arcaicos, que se mostraban también con la pierna derecha adelantada respecto de la izquierda en una postura que rompía parcialmente con su hieratismo. Otro aspecto que denota lo afirmado anteriormente es la predominante frontalidad de la figura, que está hecha para verse desde delante, dejando los demás ángulos como supeditados a esta traza. Sin embargo, a través de la curvatura que describe el cuerpo, Policleto logró de una forma extraordinaria romper con la rigidez de los kuroi, dotando además a la figura de un dinamismo hasta entonces inédito en el mundo de las convenciones artísticas griegas de la época. A pesar de ello, todavía hay algunas trazas de arcaísmo en esta figura como la rigidez de las caderas, su marcada delineación y los músculos pectorales demasiado planos.

Con el Doríforo, Policleto estableció la regla proporcional que rigió los cánones del arte griego del siglo V a.C. fijando la figura con un alto total de siete cabezas. Así, la altura de la cabeza es de un séptimo de la altura total del cuerpo. Este canon no fue establecido por capricho, sino mediante una aguda observación de las proporciones del cuerpo humano, tomando como ejemplos paradigmáticos los aspectos físicos de los atletas más sobresalientes de la época y combinando estas proporciones con un modelo matemático que procurase la mayor armonía y simetría. El arte griego antiguo no era realista, sino idealista. No se representaban los defectos que todos los cuerpos podían tener, sino que se ajustaban las características a modelos armónicos predeterminados. Así, toda representación artística, aunque era esencialmente mimética, era una idealización porque no representaba la realidad tal cual es, sino tal cual debía ser, de acuerdo con los valores establecidos de antemano. Después del canon de siete cabezas que estableció Policleto, se fijó, un siglo después, un nuevo canon de ocho cabezas para el cuerpo humano, haciendo las figuras más altas, esbeltas y estilizadas, pero alejándolas aún más de la representación de la realidad.

Así, el Doríforo quedó como una escultura paradigmática del mundo antiguo, reproducida una y otra vez y gozando de una fama imperecedera que se extendió hasta el mundo romano, varios siglos después. De ella viene también la fama de su autor, Policleto, reconocido como uno de los más grandes artistas de la Grecia clásica, a la altura de otros sobresalientes escultores como Fidias, Mirón y Crésilas.

Policleto nació seguramente en Argos en el siglo V a.C. en fecha desconocida, quizás en el año 480. No se conocen los detalles particulares de su vida, pero seguramente se formó como escultor en su propia ciudad, donde existía una famosa tradición de artistas del bronce. Jenócrates escribió un catálogo en el siglo IV a.C., hoy desaparecido, donde describió la vida y las obras de los más importantes artistas helénicos y en él aparecía Policleto como un escultor de la misma importancia y fama que Fidias, aunque de una época ligeramente posterior. Este catálogo sirvió de base para algunos de los estudios históricos de Plinio, quien argumentó también sobre la fama y maestría de Policleto y gracias a estos escritos es que hoy conocemos su obra. Ninguna de sus esculturas originales ha pervivido y solo se conocen las más famosas por las copias helenísticas y romanas, casi todas realizadas en mármol.

Plinio describe como sus obras más célebres el propio Doríforo, el Diadumeo, que es otra figura de un joven atleta y la grandiosa escultura de la diosa Hera, que estaba destinada al culto en el Hereo de Argos, que era su templo particular.


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