El coloso de Marusi de Henry Miller

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

Mi primer contacto con Henry Miller fue en las ediciones Bruguera de bolsillo, en las que tanto Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio tenían unas magníficas y perturbadoras portadas a lápiz, en blanco y negro, con una fuerte carga erótica que por supuesto, eran apenas la puerta de entrada para el mundo de alta carga sexual del escritor estadounidense. A estas alturas de la vida, no sé si tendría la energía de releer los trópicos nuevamente o su Crucifixión rosada (Nexus, Plexus y Sexus), navegar por páginas y páginas de sus diatribas y sus inconexos sueños que registraba para goce del lector joven que fui hace 24 años, pero que ya a mi edad se vuelven cansadas, por no decir exasperantes.

Pero de esas lejanais lecturas, compartidas con Algoth y Sazo, mis queridísimos compañeros de aventuras literarias, en que nos intercambiábamos libros y hablábamos de ellos por horas, agotando citas, recomendándonos pasajes o criticando ferozmente trozos que no llenaban nuestras feroces expectativas de lectores voraces como éramos (y continuamos siendo, pese a los años), me queda aún el consuelo de regresar puntualmente a tres obras de Miller que conservan en sus páginas la frescura y la emoción de esos días de universidad en que los agotábamos. La correspondencia entre Miller y Anaïs Nin, Días tranquilos en Clichy y El coloso de Marusi, son libros a los que regreso de vez en cuando y encuentro el mismísimo goce de cuando los compartimos en voz alta en los corredores de las facultades de Derecho y Humanidades.

 

-II-

En El coloso de Marusi, narra su viaje a Grecia apenas unos meses antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, invitado por su colega escritor Lawrence Durrell, quien a la postre, llevaba viviendo en ese país más de una década. Miller había salido ya de los terribles años de angustia en los que en la casi indigencia se había dedicado a la escritura de sus trópicos y gozaba ya del terremoto que su publicación causó, llevándolo a ser prohibido en los Estados Unidos. Por ese entonces tan sólo Obelisk Press, una editorial francesa que publicaba libros de escritores anglosajones fue la única que se atrevió a publicar dicho libro, con las inevitables consecuencias jurídicas de demandas y contrademandas en defensa de la libertad de imprenta y libertad de expresión de las que salieron con muchos rasguños pero completamente reivindicados, y listos para publicar Primavera negra, y a otros autores igualmente polémicos.

El libro es una delicia desde el mismísimo arranque, cuando cuenta que el viaje inició por culpa de una amiga americana, Betty Ryan que tras regresar del país heleno le narró su estadía en Grecia. Ella vivía en el mismo edificio que él para ese entonces: “…Una tarde, ante un vaso de vino blanco, comenzó a charlar sobre sus experiencias de trotamundos (…) Y luego, de repente, se quedó sola, caminando junto a un río, y la luz era intensa y yo la seguía bajo el sol cegador, pero se perdió y me encontré vagando en una tierra extraña, escuchando un idioma que jamás había oído hasta ese momento…”.

Cualquier libro que tenga esas líneas iniciales merece ser agotado hasta la última página. Es un viaje de un hombre decidido a sorprenderse por el paisaje, tanto geográfico como humano. Toda la desesperanza, toda la sordidez que rezuman sus libros anteriores desaparecen en esta, para mí, su mejor obra. Aquí solo cabe el asombro y la felicidad. No hay amargura en ninguna de sus 275 páginas. De su llegada a Corfú, apunta: “…Se aproximaba la noche; las islas emergían en la distancia, flotando siempre sobre el agua, sin descansar en ella. Aparecieron las estrellas con magnífico brillo, y la brisa era suave y fresca. Comencé a sentir en seguida lo que era Grecia, lo que había sido y lo que siempre será incluso si tiene la desgracia de ser invadida por turistas americanos…”. Porque Miller, aunque más relajado, sigue siendo ese crítico despiadado de la cultura estadounidense, de la que reniega a cada paso, pero de la que nunca logrará desembarazarse pues al estallar la guerra habrá de regresar a su país de origen, en donde permanecerá hasta su muerte. De ese shock del regreso nos dejará un rocambulesco lamento, La pesadilla del aire acondicionado, en donde revisa con un ojo crítico admirable, esa “cultura” estadounidense a la que tanto odiaba. “En lo tocante a mí, he de decir que en ella he encontrado cura y paz para mi espíritu, reponiéndome de las conmociones y cicatrices que había recibido en mi propio país”, afirma Miller, reifiriendose a Francia.

Al desembarcar en Corfú, a donde lo llevó Larry Durrell, su lazarillo, lo impresiona el paisaje y sobre todo la luz, ese intenso sol mediterráneo que en su momento hechizó también a Lord Byron.

“¡Cristo, qué feliz era!, y por primera vez en mi vida me sentía feliz con plena conciencia de mi felicidad. Es bueno ser feliz simplemente; es un poco mejor saber que se es feliz; pero comprender la felicidad y saber por qué y cómo, en qué sentido, a causa de qué sucesión de hechos o circunstancias se ha logrado tal estado, y seguir siendo feliz, feliz de serlo y saberlo, eso está más allá de la felicidad, eso es la gloria…”.

El libro, que ocupa los últimos meses de 1939, es un recorrido por la geografía sur de Grecia, toda la península de Corinto y algunas partes interiores, sin alejarse nunca del mar. Entonces el libro resulta en la suma de hermosas imágenes, como cuando cruza la isla de Poros por un canal: “Navegar lentamente a través de las calles de Poros es como gozar de nuevo el paso a través del cuello de la matriz”; y de personajes que logran construir toda una impresión de su viaje, que para mí, se resume en una de las más hermosas frases de la literatura: “En Kalami, los días pasaban como una canción.” ¡Ah! Un libro con una sola frase así, merece ser tratado como un breviario, tenerlo en la mesa de noche y leer un par de párrafos cada noche hasta el día en que las Parcas nos corten el hilo de la vida.

Pero no solo la geografía le causa una honda impresión a nuestro escritor. La Grecia humana también le deja marcas, como la que le dejó el capitán Antoniou, un viejo marino mercante con el que conversara largamente y que a la sazón recorría el Mediterráneo a bordo del Acrópolis, bajo su autoridad. Fue una noche en Atenas, cuando se sienta con él y con otro grande, George Seferiades, el poeta. Sin embargo, resulta interesante que le dejó más impresión el capitán que el poeta: “…La noche siempre me hace sentir envidia de él, envidia de su paz y soledad en el mar. Le envidio las islas en donde recala y sus solitarios paseos por silenciosos pueblos cuyos nombres no significan nada para nosotros…”, y nos confiesa que antes que escritor, lo primero que ambicionó Henry Valentine Miller fue ser piloto de barco. Por fortuna, la literatura se le interpuso en el camino y tras un largo sufrimiento, lo sentó a escribir en la soledad de su forzoso exilio en Nueva York, este libro precioso.

“Durante largas horas permanecía tumbado al sol, sin hacer nada, sin pensar en nada. Mantener la mente vacía es una proeza muy saludable. Estar en silencio todo el día, no ver ningún periódico, no oír ninguna radio, no escuchar ningún chisme, abandonarse absoluta y completamente a la pereza, estar absolutamente indiferente al destino del mundo, es la más hermosa medicina que uno pueda tomar…”.

La anterior es una frase que me remitió y lo sigue haciendo, a ese melancólico viaje que hace John Steinbeck por el Mar de Cortés en, precisamente, la misma época en que Miller vaga por el Mediterráneo, acompañando a una expedición científica que recoge especímenes marinos de todo tipo en las salvajes aguas abrazadas por la Baja California. Saldrá de allí con otro maravilloso libro bajo el brazo, que bien vale la pena incorporar a nuestra biblioteca. “Sería algo maravilloso vivir en un perpetuo estado de partida, sin partir nunca, sin quedarse nunca, pero permaneciendo suspendidos en esa dorada emoción de amor y deseo; ser echados de menos sin habernos ido, ser amados sin cansancio. ¡Qué hermoso y deseable es uno, porque dentro de pocos momentos habrá dejado de existir!”, dice Steimbeck acodado en la cubierta del Western Flyer, que abre la sirena, despidiéndose del puerto.

El viaje es puro goce, de vagabundeos despreocupados de aquí para allá, sin plan de viaje fijo, acompañado siempre del principal personaje de la novela y del paisaje griego: “La luz adquiere en este lugar una cualidad trascendental; no es solamente la luz mediterránea, es algo más, algo insondable, algo sagrado. Aquí la luz penetra directamente en el alma, abre las puertas y ventanas del corazón, desnuda, expone, aísla en una dicha metafísica que aclara todo sin que se sepa…”.

Así que queda escrito: el libro es puro goce, y su lectura recomiendo, debe ser lenta, para agotar cada una de las palabras que van creando las imágenes que quedarán fijas en nuestra mente para siempre. Es un libro al que se regresa, siempre. De esos que se convierten en verdaderos hijos consentidos, y por eso, no quiero seguirles cortando trozos al deleite que leerlo completo les va a dar, pero sí quiero dejar un par de líneas más para darles el contexto de las circunstancias reales del viaje, investigadas por Michael Haag, en otro fantástico al libro al que volveremos en alguna entrega futura de estas reseñas literarias: The Durrell´s of Corfú, otra maravilla para perderse por horas en sus páginas y fotografías. El viaje griego se interrumpe por el estado de guerra en toda Europa, pues de hecho, había iniciado bajo sus funestos auspicios: “Larry had been trying to get Herny Miller to visit Corfu for years. Now, on the eve of war, Henry decided to take a holiday. Hitler had grabbed the rest of Czechoslovakia in March and Mussolini had occupied Albania in April; in july 1939, Henry sailed from Marseilles for Greece.”

Llama la atención que según Haag, Miller llegó acompañado a Grecia. Una chica británica, con el extraño nombre de Meg Hurd, de quien a pesar de sus encuentros sexuales a plena luz del día en las playas griegas, no queda reastro alguno en las páginas de El coloso de Marusi. Ni una mención se hace de ella… se desvanece en la luz. Quien no se desvanece en el paisaje sino se integra felizmente a él es Miller: “Theodor also noted that Henry was a remarkable success with the locals. ‘Without knowing a word of Greek, he seemed to be able to understand them and make them understand him. Also he was very fond of clowning and had very humorous and mobile features with wich he could send his audience into roars of laughter’”. No nos sorprende entonces, el tono juguetón y luminoso de su libro, puesto que la felicidad fue la emoción imperante en sus vagabundeos helénicos.

De pronto, la guerra irrumpe en Grecia con toda su ferocidad, cuando las fuerzas italianas son incapaces de superar al Ejército británico; que es barrido por los alemanes tras espectaculares operaciones, como la aerotransportada invasión de Creta. De pronto cunde el pandemónium, y Haag narra con buen ritmo la huída de los Durrell hacia Atenas, mientras Miller decide despreocupadamente, permanecer en Corfú. Sin embargo, la crítica situación que enfrenta el Ejército inglés obliga a una reconcentración en Atenas, y el Pireo se llena de gente queriendo abandonar de pronto el paraíso luminoso. Miller regresa a Atenas y recibe órdenes de su gobierno de abandonar Grecia, en donde su seguridad no puede ser garantizada mucho más. Así, “On 28 december 1939, Henry Miller sailed from Piraeusm the port of Athens, for New York, where he inmmediately began writing The Colossus of Marousi…”. Ese fantástico libro, a casi un siglo de haberse escrito y en el que Miller, que nunca más volvería a Grecia, dejó, como si fuera un epitafio, escondido dentro de sus reflexiones, donde parece sonreír al lector: “De mi última visita a Oriente no volvería nunca, pero no moriría, sino que me desvanecería en la luz…”.

 


Mi abuelo y el dictador, de César Tejeda

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

De los libros que me han impactado más, hasta el día de hoy, en cuanto a intereses, forma de pensar y de concebir a la historia y al hombre, tengo que citar a El señor presidente (del que creo haber ya agotado mis reflexiones al respecto hace unas semanas), y Ecce Pericles! de Rafael Arévalo Martínez. Este segundo lo leí en una versión de EDUCA, de papel periódico y portada sombría, en la que una fotografía de don Manuel Estrada Cabrera se difuminaba en una mancha de tinta negra, que compré, otra vez –ironías de la vida–, en un supermercado.

Creo que mi tardía y claramente trasnochada concepción hobbesiana de la humanidad (“el hombre es el lobo del hombre”) me viene de haber leído ese tomazo a la corta edad de los 13 años. Claro que muchos, muchos años más tarde me topé con el magnífico libro de Philip Zimbardo, El efecto Lucifer, que, ¡oh sorpresa!, me vino a dar la razón; matizada, claro está, pero me la dio. En fin, el libro de Arévalo Martínez me dejó tan alucinado como fascinado. Aún hoy, el período histórico nacional que me parece más interesante como inexplorado es esa larga dictadura de los 22 años. Los relatos de la mezquindad humana y de la absoluta ausencia de valores y escrúpulos de todo un pueblo, esa degradación moral a la que llevó esa dictadura me llegó a parecer incluso, cosa de ficción. Esto, hasta que fallecida mi abuela materna, con mis hermanos Martín y Santiago encontramos refundidos en un armario del costurero, el más remoto cuarto de la casa antañona del Centro Histórico, un magnífico Álbum de Minerva de 1902 y un álbum hechizo en un catálogo de modelos tipográficos, de mi tío abuelo, con muchas fotos de la época.

Lo primero que pensé es que esos dos libros llevaban metidos en ese lugar desde que en 1942 mis abuelos se mudaron a esa casa, escondidos no sé si por miedo (por la dictadura de turno) o bien por vergüenza, pues el relato fotográfico es el de un maestro rural en Salamá en el que consciente o inconscientemente va dejando muestras de su solidaridad con el régimen cabrerista, como un carné que lo acredita como miembro de la Comisión de Festejos de las Fiestas Minervalias de 1910, en la que consta que puso incluso dinero para la marimba que amenizó el evento. Ambos me devolvieron la realidad del período histórico, con sus luces y sus sombras.

Esas fotos desteñidas por el tiempo han venido a materializar en cierta forma otras nociones de la dictadura, como el magnífico trabajo de Catherine Rendón, Minerva y La Palma: el enigma de don Manuel, los relatos de muchos testigos como Felipe Cruz, las oscuras memorias de Adrián Vidaurre, asesor del dictador, los legajos del juicio llevado en contra del dictador cuando ya derrocado languidecía en su arresto domiciliario, o bien los relatos de primera mano de esa época oscura que nos dejaron Federico Hernández de León y Miguel Ángel Asturias en muchas de sus entrevistas. Por último, el coletazo de realidad y horror de esa época me vino de Ecuador, gracias a mi querido amigo Daniel Bowen, quien hará cosa de 6 años se encontraba investigando la vida de su abuelo, el general Plutarco Bowen, lider de la revolución liberal ecuatoriana y que murió fusilado en la plaza central de San Marcos, en el occidente de Guatemala. Resultó providencia que yo me topara con ese nombre en reiteradas ocasiones sin mayores datos, pero logré esbozar la figura de este hombre joven, del que consta una única fotografía, vestido con uniforme militar y brazo en cabestrillo, que se desvanece de la historia, como agua en el agua, en la hermosa frase de Borges.

Pues bien, para ilustrar el terror de esta época, Bowen me contactó y empezamos a compartir ciertos detalles y bibliografía al respecto hasta armar la gran fotografía, que publicó años más tarde en Guayaquil. Tiempo después, tuve la suerte de reunirme con él durante un viaje a Quito, en donde tuve una de las más interesantes conversaciones que haya tenido nunca, sobre historia y literatura en la terraza de un restaurante en el centro histórico de Quito, restaurante que nos vio almorzar y cenar, y del que fuimos desalojados cuando ya amenazábamos con ordenar el desayuno. Esta conversación me recordó inevitablemente las heroicas jornadas en las que con mis amigos de la universidad nos instalábamos en el patio de “La Jacaranda”, una especie de cantina estudiantil en las afueras de la universidad, en las que no pocas veces nos sacaba del sopor de la conversación de literatura, historia, música y cine doña Blanqui, la dueña, para ofrecernos panqueques con miel de desayuno luego de pasar la noche en blanco en el lugar.

Pero cerrando esta invocación: la historia de Bowen es terrible porque el general, que había participado en la revolución de 1897 en contra del general Reina Barrios, que llegó a tomar la ciudad de Quetzaltenango, se había retirado a una vida de descanso en Tapachula, con un colega de apellido Treviño, compañero de armas desde Ecuador y con quien compartió batallas en El Salvador, Honduras y Nicaragua. Bowen fue secuestrado en Tapachula, drogado fue transportado de forma clandestina en el fondo de una lancha a Ocós, registrado su arresto en Retalhuleu y despachado sin más a la plaza de San Marcos acusado de sedición. Fue fusilado un lejano 26 de junio de 1899 en la esquina occidental de la plaza mayor de San Marcos. El hombre autor de la operación, un tipo de origen francés y apellido Lambert, recibió en pago de su audaz y cobarde acción, el monopolio de las bebidas alcohólicas en el Hipódromo del Norte.

 

-II-

Como una nueva confirmación del absurdo de esta dictadura, me vino a caer en las manos el libro de César Tejeda, escritor mexicano, que en su novela Mi abuelo y el dictador, parte de una anécdota significativa para ir hilvanando no sólo las raíces del suceso anecdótico, sino la de la propia construcción de la novela, en esta nueva corriente de las novelas de no ficción que, sin querer, vino a inventar ese genial autor argentino Rodolfo Walsh.

La anécdota llevada a lo esencial, cuenta que en 1908 Antonio Tejeda fue acusado de participar en una conspiración en contra de la vida del dictador, y obligado a caminar desde Antigua Guatemala a la Ciudad de Guatemala, custodiado por un pelotón a caballo, luego del atentado de los cadetes. “Durante todo el trayecto, fueron seguidos por una mujer con un bebé en brazos: era Victoria Fonseca, la esposa de Antonio, y en los pañales del bebé llevaba escondido un revólver”, nos informa la contraportada del libro. Cabe decir que la anécdota inmediatamente me recordó la suerte de Rosendo Santa Cruz, valiente opositor del régimen cabrerista que bajo el mismo artilugio (Estrada Cabrera era autor de siniestras ideas, pero de muy poca imaginación), fue obligado a encaminarse a la capital desde Cobán, con lazo al cuello, pero en este caso, asesinado vilmente en un corral de cerdos a la salida de la población de Tactic. Era el prototipo de las ejecuciones extrajudiciales que Ubico llevaría a la perfección, bajo el nombre socarrón de ley-fuga.

El autor parte entonces de la anécdota para realizar un tipo de arqueología familiar. Viaja a Guatemala desde México, de donde es nacional, y nos lleva por su investigación visitando lugares, amigos y familiares para ir aclarando o buscando echar luz a la historia de los abuelos. El libro tiene la bondad de estar bien escrito, Tejeda es un buen narrador que no pierde el puslo de la historia, aunque la anécdota a base de ser repetida varias veces en todo el libro va perdiendo su fuerza y su significado, como cuando repetimos de forma seguida y por muchas veces una palabra; pongamos “casa”, y repítala 20 veces. Verá que el significado desaparece y la palabra se nos antoja a un mero intento gutural que trata de transmitir algo que ya se nos escapa. Otra bondad del libro es que logra reconstruir ese escenario absurdo de odios, rivalidades y envidias que fue la Guatemala de 1898 a 1920, teníamos a Asturias, claro, pero este relato viene a refrescar las trilladas ideas del tan trillado tema del dictador latinoamericano.

“…Juan Viteri padre conspiraba en contra de la vida del dictador –sin éxito, desde luego–, Estrada Cabrera esculpía en su imaginación, con el cincel entre los dedos, a un perro fiel que dormía a los pies de la puerta de su recámara para cuidarlo, y que en eso se convertía, precisamente, Juan Viteri hijo, quien fue uno de los esbirros de confianza del tirano, tiempo después de que su padre fuera mandado a fusilar”.

“Afirman que Estrada Cabrera, enemigo incluso, de sí mismo, discutió con uno de sus hijos porque el joven tenía una deuda de cuatro mil dólares en una joyería, y Estrada Cabrera, inconscientemente de que tenía el cincel de jade en la mano, deseó nunca haber tenido a ese hijo despilfarrador mientras lo insultaba, y que el hijo de nombre Francisco, caminó a su habitación, tomó el revólver y se disparó en la cabeza”.

La dictadura de Estrada Cabrera siempre ha estado fundida en hechos de violencia y sobrenaturales. Abundaban en La Palma, la residencia presidencial ubicada antaño en la barranquilla, altares mayas, por los que desfilaban sacerdotes y brujos que hacían permanecer al dictador en la silla presidencial, y que manejaban las fuerzas oscuras a su antojo, como el incidente del cincel de jade, obra de unos sacerdotes de Totonicapán, que Tejada recoge. Teosofismo, ocultismo y pactos con el diablo fueron las explicaciones que el ciudadano guatemalteco encontró para justificar la larga noche de la dictadura, omitiendo el rasero de Occam, que resulta ser la propia naturaleza del hombre. La dictadura se construyó, y subsistió porque había personas alrededor del dictador que lo adularon y construyeron los mecanismos del horror, como el mismo Adrián Vidaurre, José Santos Chocano, Enrique Gómez Carrillo o Cara de Ángel, que repite una figura histórica.

El libro nos brinda una oportunidad para acercanos a la dictadura desde el punto de vista de un extranjero, con familia radicada aún en Guatemala. Es una visión foránea que abunda en una perspectiva muy interesante sobre este periodo, que para el guatemalteco en general se le hace borroso o intrascendente cuando en la educación media se le hace leer sin mayor preparación ni contexto, El señor presidente con el objeto de llenar un requisito del pensum estudiantil. A fuerza de literatura nos arruinan la historia, y el guatemalteco sale de los establecimientos educativos sin volver a tocar un libro o a interesarse por algún evento del pasado patrio. Sin embargo, comete un error de bulto, imperdonable para la familia y amigos guatemaltecos que según el relato ayudaron al pobre Carlos en su investigación, pues nos dice el autor: 

“Llego al departamento de Sacatepéquez y leo un letrero que dice ‘Adopte un kilómetro’. Si tuviera una cuenta bancaria con quetzales, lo haría. Porque no hay otro camino que pueda resultar más importante. Lo mantendría libre de baches y con las líneas de la carretera cuidadosamente pintadas. Adoptaría un kilómetro al azar, tal vez ése en el que mi abuelo comenzó a patear una inmensa piña de pino para distraerse. Para dejar de contar los pasos que recorren 45 kilómetros en las peores condiciones…”.

Al leer este párrafo no pude ocultar mi molestia, que dejé escrita al margen de la página 83 en que Tejeda aborda el tema del camino recorrido por su abuelo. ¿Cómo es que nadie pudo explicarle al pobre César Tejeda que no estaba recorriendo la ruta que le tocó a su abuelo caminar en ese lejano 1908? ¿Cómo nadie se tomó la molestia de explicarle que la actual prolongación de la ruta Interamericana que usamos los guatemaltecos para salir de la Ciudad de Guatemala para ir a la Antigua, Chimaltenango o Panajachel no fue construida sino hasta mediados de la década de 1960? Digo, según su relato habla con gente educada, profesionales exitosos, incluso periodistas culturales en Guatemala, ¿cómo es que nadie lo sacó del error? ¿Será tan corta la memoria histórica del guatemalteco que eventos o lugares de más de 3 o 4 décadas se pierden en la niebla del tiempo?, ¿o les habrá parecido tan poca cosa la anécdota de este escritor que vino hasta aquí para explorarla, como para explicarle que esa carretera no existía en 1908?

En fin, la cuestión es que César soluciona su historia en el camino equivocado, pues hasta que se inauguró la extensión de la carretera Interamericana, el camino hacia la Antigua Guatemala era saliendo por Mixco, bordeando el cerro Alux por el lado opuesto al que lo hace actualmente la carretera, se pasaba por un hermoso paraje llamado San Rafael Las Hortencias y se salía por San Lucas Sacatepéquez, aproximadamente a la altura del crucero en donde se encuentra el monumento al caminero. En San Rafael se levantaba un hermoso hotel, que luego fue transformado en casa de retiros y que hasta allá por los años 90 en que lo conocí, mantenía y respetaba la arquitectura original y su entorno. Era un paraje hermoso a la sombra del imponente cerro y rodeado de abundante naturaleza, teniendo un impacto tranquilizador cuando se salía del caos de las callejuelas abarrotadas de gente y vehículos de Mixco. El camino que pasaba frente al hotel y que unos trescientos metros se perdía en una especie de desfiladero profusamente arbolado, habrá sido el camino que realmente recorrió el señor Antonio Tejeda cuando fue conducido “a pie por cordillera”, como se decía en ese entonces desde Antigua a la Ciudad de Guatemala.

Para hacerse una mejor idea de la belleza del paraje, he hallado en mis archivos digitales dos hermosas fotografías del lugar, la primera muy probablemente de unos veinte años después del incidente que narra César y una segunda muy probablemente de la misma época de la anécdota que fundamenta la novela de Tejeda.

           

          

 

Una segunda queja que tendría en contra de los familiares, amigos y colegas intelectuales de César afincados en Guatemala, es la poca contextualización que del país le hicieron al escritor a su llegada y en los dos o tres viajes más que logró hacer al país. Es otro párrafo que me parece desafortunado, porque trata de ser lapidario, pero creo que peca de inexacto:

“Es un acto de justicia poética que Rubén Darío sea recordado por todo lo que escribió con excepción de sus penúltimos versos, y que Estrada Cabrera no sea recordado por casi nadie, ni siquiera en Guatemala”.

Sólo basta hojear los pocos periódicos que circulan en el país para botar por tierra esta idea de César Tejeda. En las páginas de Prensa Libre, desde hace varios meses ya, circulan las columnas del historiador José Molina Calderón sobre temas económicos y políticos precisamente del período de la dictadura de Manuel Estrada Cabrera, incluyendo una larga serie del manejo que de la epidemia de influenza tuvo el dictador y los servicios de salud de la época, o bien en la Revista D del mismo periódico, hace apenas unos meses publicaron una serie de artículos en conmemoración de los 100 años del derrocamiento del dictador. También en el Diario de Centro América hará cosa de unas cuantas semanas, se publicó un invaluable artículo sobre el cine en la época de la dictadura de Estrada Cabrera y en las columnas de la siempre interesante María Elena Schlesinger, que publica en elPeriódico, se trae al dictador constantemente a la memoria de los lectores.

Pero así como tiene desaciertos, tiene otros filones de información invaluables, como un párrafo de oro que por sólo esas líneas vale la pena leer toda la novela, en donde rescata el nombre de uno de los dos cobardes asesinos de Brocha, el expresidente de Guatemala, general Manuel Lisandro Barillas:

“El joven se llamaba Florencio Morales y acuchilló en dos ocasiones a Barillas. Su cómplice fue un soldado de la guardia de honor del ejército guatemalteco. Una vez detenidos aceptaron que habían recibido como anticipo por el trabajo 650 dólares de las manos de un general del ejército cabrerista”.

También aportan mucho para el lector en general los dos capítulos que dedica a las relaciones entre el dictador y los dos escritores modernistas por excelencia, Rubén Darío y Enrique Gómez Carrillo, llenos de datos interesantes y de los que apenas haya que señalar una omisión: cita como biógrafo de Gómez Carrillo a un tal José Luis García Martín, pero se olvida de incluirlo en la bibliografía al final de su libro. Con unos pocos errores más de puro bulto, como ubicar la Antigua Guatemala al oriente de la ciudad capital o poner a Arturo Morelet unos 60 años posteriores a su verdadero viaje a Guatemala, la novela está bien documentada y resulta un verdadero placer leerla. Sus impresiones del país y de la sociedad guatemalteca resultan por demás interesantes. César Tejeda logra una novela bien acabada, de la que cuesta desprenderse y a la que invitamos se lea con ganas de disfrutarse un buen relato sobre la construcción de una novela.


Epistolario 1512-1527. Nicolás Maquiavelo.

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

– I –

Allá, a finales de los años 80 y principios de los 90, en una televisión que apenas tenía 13 opciones de canales, llenas a la mitad para elegir, había una serie que se llamaba “The Making of…”, que desvelaba las maravillas de los efectos especiales de las mejores películas del momento. Así, mis contemporáneos y yo pudimos ver cómo la batalla de los Ewoks y los rebeldes en contra de las tropas imperiales en El retorno del Jedi, fue en realidad una maqueta magníficamente ejecutada en la que muñecos a escala representaban los combates, con choques espectaculares y explosiones incluidas; o cómo una maqueta fue en realidad la que rompe con la barrera del tiempo/espacio en vez de un Delorian real en Volver al futuro. ¡Claro! Notarán que era una época en la que los títulos de las películas se traducían, no siempre con resultados afortunados. Vimos en la pantalla chica cómo se hizo Indiana Jones y el Arca Perdida, o La Joya del Nilo también.

Traigo a colación estos recuerdos remotos sin cable y sin Netflix (¡horror de horrores, cuasi prehistóricos tiempos!), porque la recopilación epistolar que de Nicolás Maquiavelo realizó Stella Mastrangelo y publicó el Fondo de Cultura Económica en su serie negra de historia, es una especie de “The making of El Príncipe”. Es increíble pensar que hace mucho, mucho tiempo, hubo un mundo sin la obra capital del pensador florentino, tan manoseada como incomprendida, como mal citada.

No recuerdo cuándo hice mi primer intento de leer esta obra, pero sí recuerdo que fue en la versión que publicó la editorial Austral, en su serie amarilla de pensamiento político, esa en la que la constelación de Capricornio está representada por un carnero con cola de pez, que en su momento le sugirió al dueño de la editorial el mismísimo Jorge Luis Borges, y que hasta la fecha se sigue reinventando y editando obras de magnífica calidad. En la edición que menciono, El Príncipe venía comentado por el mismísimo Napoleón Bonaparte y por la reina Cristina de Suecia. Cito a la segunda con duda, pues no tengo el ejemplar en mis manos, perdido irremisiblemente en la niebla de las mudanzas domiciliares. Desde entonces he leído el pensamiento de Maquiavelo en otras ediciones y empezado a comprenderlo a raíz y gracias infinitas al curso de Historia del Pensamiento Político que recibí del admirado profesor Glenn Cox, quien de propina me dejó para la vida la otra obra capital del florentino, Discursos sobre la primera década de Tito Livio.

– II –

El esfuerzo de Mastrangelo no solo es de traducir, editar y elaborar las notas al texto del hermoso epistolario, sino también una útil introducción, breve y precisa en lo que la editora desea puntualizar de la obra de Maquiavelo, además de unas útiles aclaraciones (sobre la hora, el calendario y el dinero en la época del pensador), amén de una exhaustiva cronología, en paralelo con la historia italiana, para que uno no se pierda en las múltiples referencias contemporáneas que desgrana Maquiavelo a lo largo de sus cartas y unos útiles mapas para comprender la complejísima situación política en la que se encontraba sumergida la península italiana en la época. Es un esfuerzo intelectual sublime el realizado por la editora, de entregarnos un volumen sólido, hermosamente editado con la calidad acostumbrada del FCE, pero sobre todo, con el aparato crítico y académico necesario para gozarse cada una de las líneas que contiene.

El prologuista nos informa que Maquiavelo escribió su manual de ciencia política durante 1513, pero que este no se publicaría sino hasta 1527, después de la muerte de su autor. Mastrangelo complementa: “…quien entregó a los editores, después de la muerte del autor, los originales de El Príncipe, los Discursos sobre la primera década de Tito Livio y las Historias florentinas fue Giovanni di Taddeo Gaddi, florentino nacido en 1493 y muerto en 1542, que fue clérigo de cámara apostólica, rico, humanista, mecenas y poseedor de una espléndida biblioteca…”, Gaddi, sin embargo, comenta la editora, no aparece nunca citado en las obras de Maquiavelo, y apenas existe un documento que los relacione: cuando Antonio Blado, primer editor de la obra del florentino afirmara que Gaddi fuera gran amigo de Maquiavelo. De esa forma minuciosa, la editora va guiándonos por la lectura, con abundantes notas y extensas explicaciones y necesarias contextualizaciones, pero con tal carga de academicismo objetivo que nunca pretende pelear lugar con Maquiavelo. Todo lo contrario, enriquece la experiencia de la lectura, cosa que no siempre logran los glosadores de ciertas obras. La carga académica y el amor por el detalle minucioso me recordaron a las dolorosamente escasas publicaciones que dejara el admirado historiador Ramiro Ordóñez Jonama, quien en sus notas al pie o sus dos tomos de la Bibliografía Genealógica, derrocha un conocimiento histórico sin pretensiones, guiando al lector sin perderlo en el rumbo.

Para ubicar intelectualmente a Nicolás Maquiavelo, en su cronología encontramos: “…1469… En el medio siglo anterior se había terminado en la ciudad la cúpula de Santa María del Fiore, donde en 1468 el eminente físico y astrónomo Paolo del Pozzo Toscanelli había instalado su famoso gnomon –primer instrumento astronómico utilizado en Europa–  con el que realizó importantes observaciones del movimiento aparente del sol y la oblicuidad de la eclíptica, mucho más exactas que todas las anteriores…”, así como que en 1471 aparecen los primeros libros impresos en Florencia, tres obras de Leon Batista Alberti, y el orfebre Bernardo Cennini, “…estaba fundiendo los delicados tipos romanos con que compuso el magnífico in folio con el comentario de Servio a la obra de Virgilio…”.

– III –

La primer carta está fechada en 1512, cuando Maquiavelo es comisionado a Pisa, para defender a la ciudad. A partir de esta epístola, dirigida a “una dama noble”, vamos a acompañar al florentino no solo por sus viajes por el centro de Europa, sino que iremos conociendo a sus corresponsales, mujeres, amigos, embajadores, familiares y amantes. Llama la atención que en su puño siempre se usa el mismo tono cómplice con quien se cartea, apenas es más solemne cuando trata temas oficiales. La única excepción es cuando aborda la situación política italiana y realiza sus análisis; son las partes más densas de su correspondencia, pero podemos atestiguar cómo sus ideas políticas van surgiendo y consolidándose a partir de situaciones o hechos que desfilan ante sus ojos, lo que nos permite hacernos un retrato de un hombre atento a su tiempo y los sucesos, con una gran capacidad de síntesis y una abrumadora objetividad para trasladar in abstracto, a frases teóricas, los grandes sucesos del choque de la historia que atestigua. Pero no es una experiencia traumática, a diferencia de otros autores que no soportan la vista de la realidad, la soledad del hombre frente a la historia, sino que para él es un gozo: “Así vamos pasando el tiempo entre estas universales felicidades, gozando este resto de vida, que me parece soñarla…”.

Resalta el tono intimista que adopta cuando le escribe a su colega y amigo, Franceso Vettori, al que cariñosamente llama “compadre”, como los buenos amigos de la Guatemala rural de hoy, que se llaman así más como muestra de cariño fraternal que como un verdadero lazo religioso. Con Vettori, que era colega suyo de la Cancillería florentina, las plabras nos suenan más relajadas, más personales, hay más referencias a la vida cotidiana, a los problemas económicos, incluso a las decepciones de la vida profesional. “Excúseme el estar yo con el ánimo ajeno a todas estas pláticas, como lo prueba el haberme venido a la quinta y alejado de todo rostro humano, y el no saber las cosas que suceden alrededor, de modo que tengo que discurrir a oscuras, y he fundado todo en los avisos que vos me dais…”, porque Vettori no solo es su amigo, sino un cómplice intelectual que lo interroga y pide su opinión y lo pone a pensar. Su papel es sumamente activo en esta correspondencia, es el hombre que pese a los ires y venires de su compadre, no lo deja apartarse de la vida política de su ciudad, completamente consciente de que su amigo no vive si no es para Florencia y la política, con todos sus riegos, como cuando le relata a otro colega, Juan Vernacci: “…antes más bien un milagro que esté yo vivo, porque me han quitado el cargo y he estado por perder la vida, la cual Dios y mi inocencia me han salvado; todos los demás males, de prisión y otros, los he soportado…”, Maquiavelo es acusado de traición y puesto en prisión y torturado en consecuencia, en 1513.

Sin embargo, pese a la azarosa vida de nuestro pensador, vemos que el tono de las cartas no es el de un hombre amargado. Encuentra espacio para enamorarse y lanzar al viento una que otra epístola amorosa, y a tramos se refugia en la vida familiar, que crecerá con 4 o 5 hijos, a la que llamará cariñosamente “su brigada”, incluyendo a Juan Vernacci, a quien adopta como hijo, dedicándole hermosas cartas de un padre amoroso aconsejándolo (“Y cuando hayas terminado tus asuntos y regreses, mi casa estará siempre a tus órdenes, como lo ha estado en el pasado, aunque pobre y desdichada…”). Pero nada lo separa de la reflexión política, y podemos ir atestiguando cómo en las líneas de sus cartas van sonando ciertas frases con cierto retintín a eternidad, como cuando escribe: “… en los hombres y máxime en las repúblicas, y veréis que a los hombres primero les basta con poder defenderse a sí mismos y no ser dominados por otros, y de eso ascienden después a ofender y querer dominar a otros…”.

Puestos a elegir, y sin pretender en ningún momento ser un espoiler, la carta más hermosa a mi juicio de toda la recopilación es la número 23, dirigida, cómo no, a su compadre Francisco Vettori, a la sazón enviado como embajador a Roma. Es una larga carta escrita con un ritmo suave, como el de una canción, en la que le relata con minucioso detalle la rutina a que se ha entregado en el exilio de su finca cerca de Florencia, pero lo suficientemente lejos para que no se pueda inmiscuir en política, castigo que sufre en dosis de minuto el gran pensador florentino. 

“Abandonado el bosque, me voy a una fuente, y de ahí a un terreno donde tengo tendidas mis redes para pájaros. Llevo un libro conmigo, Dante o Petrarca o alguno de esos poetas menores, como Tibulo, Ovidio y otros: leo sus pasiones amorosas y sus amores, me acuerdo de los míos, y me deleito un buen rato en esos pensamientos. Me traslado después a la vera del camino a la hostería, hablo con los que pasan, les pido noticias de sus pueblos, oigo diversas cosas y noto diversas fantasías de los hombres. Llega en esto la hora de comer, en que con mi brigada me nutro con los manjares que esta pobre quinta y este parco patrimonio comportan. Después de comer regreso a la hostería; ahí esté el hostero, y habitualmente un carnicero, un molinero y dos panaderos. Con estos me encanallo todo el día jugando cricca, trictrac y poi, de lo cual nacen mil conflictos e infinitos incidentes de palabras injuriosas, que las más de las veces se apuestan un cobre y sin embargo los gritos se oyen desde San Casiano…”.

Y cuando llega la noche, se encierra en la soledad de su estudio, para dialogar con los grandes:

“… donde no me averguenzo de hablar con ellos y preguntarles por la razón de sus acciones, y ellos por su humanidad me responden y no siento por cuatro horas de tiempo molestia alguna, olvido todo afán, no temo a la pobreza, no me asusta la muerte: todo me transfiere a ellos. Y como dice Dante que no hay ciencia sin el retener lo que se ha entendido, he anotado todo aquello de que por la conversación con ellos he hecho capital, y he compuesto un opúsculo De principatibus…”.

Las cartas 27, 28 y 29 son dos documentos hermosos en los que el pensador italiano se nos presenta en toda su humanidad, perdida por tanto bronce y tanta tinta con la que se le ha ido recubriendo en 500 años de estudio de sus escritos. Son dos cartas en las que se enfrasca con su amigo Vettori, su compadre, en reflexiones a propósito del amor, resultando un retrato del amor en el Renacimiento que bien vale leer y releer. Llenas ambas cartas (invitación, réplica y dúplica) de hermosas frases y de un intento mutuo de estimular la razón sobre un tema tan azaroso como escurridizo puede serlo el amor: “…Quitad pues la albarda, quitadle el freno, cerrad los ojos y decid: Haz tú amor, guíame tú, condúceme tú: si salgo bien, tuyas sean las alabanzas; si mal, tuyo sea el vituperio: yo soy tu siervo: no puedes ganar nada más con maltratarme, antes pierdes, maltratando lo tuyo…”.

La virtud principal del esfuerzo de Mastrangelo es que nos presenta al complejo Maquiavelo en toda su humanidad. Al serio y sesudo pensador político, a ese padre y hermano amoroso, al buen amigo, al enamorado y sobre todo a ese profundo conocedor de la naturaleza humana. Entre carta y carta su figura va tomando volumen, carne y sangre, hasta casi conformar una presencia, en el buen sentido intelectual claro, no es cosa de jugar ouija, por supuesto. Es un hombre dado a hablar (escribir) abiertamente, que no rehúye dar consejos a quien se los pide, como cuando citando a un paisano, incita a su amigo Vettori: “…porque yo creo, creí y creeré siempre que es verdad lo que dice Bocaccio: que es mejor hacer y arrepentirse, que no hacer y arrepentirse”, que es la versión renacentista de la moderna conseja que dice que es mejor pedir perdón que pedir permiso.

En la carta 37, ya para ir cerrando esta entusiasta recomendación, Maquiavelo se nos descubre como un escritor puro, que no teme afrontar el tema que sea y trasladarlo a los signos de la palabra. Es un momento profundamente humano de este hombre que ha vivido dolores, frustraciones y esperanzas, es el momento en que descubre el amor:

“…estándome en la quinta, he conocido a una criatura tan gentil, tan delicada, tan noble, por naturaleza y por accidentes, que no podría yo tanto alabarla, ni tanto amarla, que no mereciese más. Habría que decir, como vos a mí, los principios de este Amor, con qué redes me atrapó, donde las tendió, de qué calidad fueron; y veríais que fueron redes de oro, tendidas entre flores, tejidas por Venus y tan suaves y gentiles que aun cuando un corazón villano hubiera podido romperlas, yo no quise, y me gocé en ellas un rato, tanto que los hilos tiernos se han vuelto duros, y enclavijado con nudos irresolubles. Y no creáis que utilizó el Amor para cazarme de modos ordinarios, porque conociendo que no le habrían bastado, usó vías extraordinarias, de las cuales yo no supe ni quise guardarme…”.

 

¡Ah, el amor! Ese sentimiento que hace del más serio pensador un hombre cursi y meloso… lejos del hombre sumergido en la política italiana del momento que nos retrató Marcel Brion o de ese intrigante de inteligencia tan vasta como su cultura que nos delinearon sus otros biógrafos Maurizio Viroli (La sonrisa de Maquiavelo) o Sebastián de Grazia (Maquiavelo en el infierno), que me han acompañado expectantes durante esta reseña en mi mesa de trabajo, Maquiavelo, por propia mano se dibuja tal cual, desnudo ante el embate de las pasiones humanas. Quién diría que el mismo que escribió: “…el que ayuda a otro a hacerse poderoso causa su propia ruina…”, tan aferrado a la realidad y al raciocinio, sea el mismo hombre que en la bruma de los sentimientos más nobles y hermosos escribiera también: “…Y son las que me ha puesto cadenas tan fuertes, que en todo desespero de la libertad y ni siquiera puedo pensar en cómo habré de desencadenarme: que aún cuando la suerte o cualquier artificio humano me abriesen un camino para salir de ellas, por ventura no querría entrar por él, tanto que parecen ya dulces, ya ligeras, ya graves esas cadenas, y todo se mezcla de modo que juzgo no poder vivir contento sin esta calidad de vida…”.

Afortunadamente contamos con la carta 126, de Jacobo de Felipe a Nicolás Maquiavelo, del 5 de agosto de 1526, en que nos deja un regalo de información:

“…Por lo cual apenas recibí la vuestra fui a ver a dicha Barbera, y ya os había escrito, y creo la habéis recibido; y no pude contenerme de decirle una sarta de villanías, de modo que me respondió que se maravillaba de mí, y que no había hombre a quien estimase más y de quien estuviese más a las órdenes, pero que bien os hacía alguna travesura para ver si vos la amabais. Y desearía que estuvieseis cuanto antes en Florencia, porque cuando vos estáis ahí le parece dormir con vuestros ojos…”.

Maquiavelo era correspondido en el amor, y Barbera no se quedaba atrás a la hora de construir hermosas frases también.

Este Espistolario es una delicia de pasta a pasta, nos hace un viaje al pasado del que cuesta desprendernos y del que nos separamos nostálgicos, pero definitivamente con otra visión del denostado Nicolás Maquiavelo, quien a partir de leer sus cartas nos parece que estamos listos para regresar a sus reflexiones políticas, para compenderlo mucho, mucho mejor.


De parte de la princesa muerta de Kenizé Murad

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

–I–

De ese anaquel mental en donde posan mis libros favoritos, esos a los que recurro constantemente desde su primera lectura; a los que siempre vuelvo por algún motivo, quizá de los favoritos (primmus inter pares), sea el de Kenizé Murad. Llegué a él gracias a mi tío Ramiro, otro devorador de libros, que espero que al igual que Borges se encuentre en el Paraíso en forma de biblioteca. Él estaba fascinado por la cultura árabe y el mundo musulmán; sus lugares favoritos del mundo, que recordaba una y otra vez eran Fez, Jerusalén, El Cairo y Estambul. En su biblioteca dormían muchos libros de viajes por el mundo árabe y dentro de ellos estaba el de Murad. Me lo citó varias veces en nuestras pláticas y luego me regaló un ejemplar. El resultado fue abrirme a otro mundo que pareciera surgido de un sueño.

Difícilmente encuentre uno un libro en el que una persona se encuentre de forma tan desproporcionada, tan desprotegida en su vulnerable individualidad ante la feroz maquinaria de la historia. Cierto, está Primo Levi y su dolorosísima trilogía del holocausto, Eli Wessel en su infierno de nieve de los campos de concentración, o Soljenitzin, ese hombre que transitó por décadas en los Gulags de Siberia, pero el caso de la princesa muerta es tan triste como el que más, porque ella está sola.

No vamos a trivializar los sucesos del siglo de la violencia, pero sí vamos a hablar (escribir) de las tristes hecatombes individuales como la que rescata la periodista hindo-francesa, Murad, hija de la protagonista; que es también el relato de la tragedia de una niña huérfana criada en el frío mundo de las instituciones públicas francesas hasta que a los 15 años descubre que es hija de la última princesa del Imperio otomano, Selma.

Así, su reconstrucción biográfrica atraviesa la primera mitad del siglo XX por tres escenarios, que bien podrían ser franjas de colores, como las que cubren en el fascinante cuento infantil al Monstruo de Colores: un dorado nostálgico, como luz suave de un sábado a las tres de la tarde para la primera parte, en la que relata la vida de su madre en Estambul, en plena efervescencia republicana y su posterior exilio en Líbano; un rojo fuego, como un lunes al mediodía en cualquier sitio de la banda tropical para la segunda parte, la que ocupa la vida de Selma, casada con un príncipe hindú, salvada por los pelos de un matrimonio de conveniencia que termina por fracasar y finalmente, un azul frío, como cualquier día de nieve y viento en la París ocupada por los nazis, que es en donde sucede la tercera parte de su relato, con su madre embarazada, huyendo, escondiéndose en este escenario de pesadilla que debió de ser la Francia de la Ocupación y de la Colaboración.

 

–II–

Quizás el reto más grande al hablar de esta obra, (investigación expuesta en forma novelada para no darnos la lata con un aparato excesivamente académico de una biografía en toda regla, tono necesario para quien al final, escribiéndola estaba conociendo a su madre, la princesa muerta), sea no estropearle al lector amable de esta reseña la lectura de esta fascinante obra, así que de forma muy tangencial nos vamos a acercar a ella hablando de los escenarios por los que discurre, y los detalles hermosos de su relato.

La historia arranca con su madre, Selma, que atraviesa los años de transición de la niñez a la adolescencia. Estambul en 1919 es un escenario convulso; la Gran Guerra ha terminado, contando al Imperio otomano dentro del bando de los perdedores. Es este el tercer Imperio que muere ante un nuevo orden político mundial, al que han sido llamadas las nuevas generaciones para conformarlo, dentro de las que destaca al líder de los Jóvenes Turcos, Mustafá Kemal, quien, tras un breve paréntesis de incertidumbre y caos, terminará por proclamar la fundación de la República de Turquía en 1921, basándose en el laicismo como el principal fundamento republicano. Esta decisión, la de liquidar el carácter religioso de la monarquía otomana, (recordemos que el emperador era a la vez el califa, de alguna manera el heredero de la autoridad religiosa del Profeta), tiene como resultado el ostracismo de la familia real, que queda prisionera en las fastuosas habitaciones del Palacio Topkapi, a orillas del Bósforo.

“El palacio, con la mayoría de las residencias de príncipes y princesas, es una antigua mansión de madera labrada, precaución necesaria en una ciudad dominada por los terremotos. Blanco y en medio de un parque rebosante de fuentes, de rosas y cipreses, el palacio domina el Bósforo, a esta hora iluminado por el crepúsculo. Sus balcones, sus escaleras, sus galerías y terrazas, adornadas de festones y arabescos, dan a la casa el aspecto de un encaje”.

 

O este valioso párrafo, sobre el contexto histórico de la primera parte:

“La esclava que le trae el pan tiene lágrimas en los ojos y, esta vez, no tiene empacho en responderle. No, el sultán no ha muerto, es mucho peor: los plenipotenciarios otomanos enviados a Francia no han podido convencer a las potencias aliadas. Se vieron obligados a firmar, en Sèvres, el tratado inicuo del que hablan desde hacía tres meses sin que nadie imaginara que pudieran concluirlo. Un tratado que consagra el desmembramiento total de Turquía…”.

 

Como una forma de garantizarle la vida a la princesa, que ya despunta en una hermosa mujer, y como fuera lastimosa tradición hasta hace no mucho, la casan con un príncipe de la India al que no conoce. El viaje para la boda estará lleno de miedos y expectativas, que chocarán con la realidad de una India en toda su vastedad, opulenta y miserable, que se debate también en un nuevo mundo en el que se habla o más bien se cuchichea en los callejones estrechos y hediondos de sus sobrepobladas ciudades de una idea prohibida: la independencia.

Si lo que Selma esperaba era un mundo de tigres de bengala y elefantes vestidos de joyas, apenas lo encontrará a medias. El mandato británico persiste más por su férreo control político que por la voluntad de sus súbditos, muertos a miles en los campos de la Europa Occidental tras el llamado a las armas de la “madre patria”. Pero el sacrificio no les retribuyó reformas económicas. Las autoridades británicas, bien aprovisionadas de ginebra y agua tónica para vencer la malaria y el hastío del calor en el subcontinente, pretenden que el sacrificio era un deber y que no les deben nada. Es una olla de presión calentándose lentamente, que hará explosión con toda su violencia en 1947, con su consecuente cauda de muertos contados a millares.

“Los vendedores de brocados, sedas y encajes vienen depués de los joyeros. En el salón, todo aquel mundillo se pone a cortar, a coser, a bordar. El ajuar de la novia, que habitualmente se prepara con años de adelanto, debe estar terminado en cinco días. Deben estar listas las ghararas de cola, los chikan kurtahs, esas túnicas de lino tan finas que pueden pasar a través de un anillo; listas las rupurtahs, estolas guarnecidas de oro y perlas, que disimulan las formas…”.

Esa boda, pensada para enaltecer uno de los cientos de principados que sobreviven en esa época, se celebra entre nubarrones de tormenta:

“…Hay que calmar la decepción de Selma, pero sobre todo no alarmarla. No decirle que en todo el norte de la India, los campesinos, alentados por el partido del Congreso, comienzan a rebelarse contra los grandes propietarios, en su mayoría hostiles a la política de Ghandi, a quien consideran un comunista”.

La India era entonces también un espacio en el que conviven, o se soportan, más bien dos religiones con millones de fieles, la hinduhista y el islam, que tras la independencia marcará una de las guerras civiles más mortíferas del siglo XX, que ya es decir mucho. El resultado desgarrará a millones de personas cuando los musulmanes huyan hacia oriente u occidente, buscando refugiarse en unos países creados ad-hoc por algún cartógrafo de mucha imaginación pero poco conocimiento, dando lugar a Pakistán oriental y Pakistán occidental, desde 1979 si no me falla la memoria, rebautizado como Bangladesh. La arbitrariedad de las líneas fronterizas, dibujadas desde la oscuridad de un despacho burocrático en Londres se haría más que evidente con un nuevo conflicto que aún al día de hoy le causa sobresaltos a los internacionalistas, ya que ha enfrentado en varias ocasiones a la India y a Pakistán, ambas potencias nucleares, en una esquina de los Himalaya: la Cachemira.

En este escenario de grandes contrastes vivirá la nueva princesa, con lujos pero profundamente infeliz, lejos de su familia, que empieza a morir de a pocos, y siempre soñando con sus años felices de la infancia en Estambul. El matrimonio fracasa y la princesa se autoexilia en París, dedicándose a cualquier oficio que le haga ganar un pan para ella y para Kenizé, pues ella habrá de nacer en la capital francesa. Aquí el relato es sin duda la parte más fría y cruda. Con alemanes de uniformes grises y su credo de odio, la desconfianza de los franceses y el invierno y sus nevadas, sufridas sin remedio en un piso sin calefacción. 

“En pocos días cambia la fisonomía de París. Se rodean los monumentos con sacos de arena para protegerlos y se pintan de azul los vidrios de las casas. Por doquier, mujeres de gorra galoneada, llevando brazaletes y carteras de cuero han reemplazado a los hombres que han partido al frente”.

El libro es la historia de una búsqueda. Su lectura deja una tristeza suave como la que queda cuando ha terminado de ver la portentosa película El último emperador de Bernardo Bertolucci. Es la sensación que deja haber acompañado a un individuo por muchos avatares, en una lucha ciega con la historia. Creo que también el libro de Ayn Rand, Los que vivimos, deja lejanamente la misma melancolía. Como no podemos develar los detalles, basta decir con que el hombre o mujer (vaya, odio estas diferenciaciones impuestas por la posmodernidad) que se enfrenta al torbellino de la Historia con mayúscula, difícilmente sale victoriosa, como alguna vez nos enseñó también Omar Shariff en las secuencias finales del doctor Zhivago: o se despedaza o se cambia la esencia. O se muere en el devenir histórico o se termina de jardinero, aferrándose al anonimato para vivir un día más. 

“Después, mucho después, quise comprender a mi madre. Preguntándole a los que la conocieron, consultando libros de historia, periódicos de la época y los archivos dispersos de la familia; demorándome allí donde ella había vivido, intenté reconstruir los diversos marcos de su existencia, hoy en día irremediablemente transtornados, y de volver a vivir lo que ella vivió…”.

 En el caso de la última princesa otomana, lo que queda es un relato hermoso, impregnado de amor y de piedad de una hija que partió de los cálidos despachos del Nouvel Observateur en busca de su madre y regresa con un hermoso libro que rebasa las 700 páginas en la edición que tengo en mi mesa en estos momentos y es, lo más valioso quizás, un vistazo de una mujer y su lucha por sobrevivir en pleno siglo de la violencia. Una joya para quien guste de una buena historia, pero también para aquellos amantes de las grandes biografías.


Testamento de juventud de Vera Brittain

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

– I –

Noventa años tardó este libro en ser traducido al español, hasta que la editorial Periférica & Errata Naturae decidieron remediar la omisión. A grandes rasgos se puede definir el libro de Vera Brittain como el ensayo autobiográfico de una mujer que, al estallido de la Gran Guerra, decide poner su parte en el esfuerzo bélico que su patria (Inglaterra) le demanda y se enlista como enfermera en 1915. Sus memorias abarcan desde las duras condiciones de un hospital de campaña, hasta el difícil regreso a la vida civil, después de haber visto tanto, sufrido tanto.

Pero se cometería una enorme injusticia al resumir esta magnífica obra de la forma anterior, porque en realidad Brittain es una verdadera profesional en el arte de escribir, y ella, con sabiduría irá desgranando a lo largo de las 846 páginas, la razón de que escriba tan bien. El testamento de juventud es en realidad un esfuerzo por retratar una época y una generación, al menos en una primera lectura, porque yo logré establecer, en realidad, tres. Para que usted, querido lector, escoja la aproximacion que más le atraiga para recorrer este majestuoso ejercicio del recuerdo y de la palabra.

El libro de Brittain aporta para el lector en castellano, una nueva voz, una nueva perspectiva de esta mujer inquieta que no quiso quedarse al margen de la historia y se subió al tren de los hechos mundiales, tren del que se bajaría años después, maltrecha y con cicatrices, pero más viva que cuando fantaseaba en su jardín con una vida de aventuras. Estábamos acostumbrados a la gran narrativa de la guerra, la voz de Erich Maria Remarque, de John Dos Passos o del invetable Hemingway, que nos regalaron sus experiencias, ya asimiladas y reflexionadas en obras de ficción, para superar esa máquina monstruosa de la memoria traumatizada. Contábamos además con esas visiones terroríficas de primera mano de Blaise Cendrars, Céline, Henri Barbusse o Jules Romaines, que no quisieron hacernos más sencillo el viaje y se volcaron con todo y sus traumas en sus páginas, dejándonos esos relatos de camaradería y de terror a los bombardeos de artillería, el olor a carne quemada y el mal de trinchera comiéndose los pies de los soldados.

En los últimos años contábamos también, gracias a los esfuerzos editoriales esporádicos, en Guatemala, España y Argentina, con los reportajes del mejor corresponsal de guerra del mundo hispanoamericano en el frente occidental: Enrique Gómez Carrillo, un guatemalteco que nos legó una decena de los mejores textos en castellano de esta monstruosidad europea que fue la Primera Guerra Mundial.

Brittain, por su parte, con toda comodidad y derecho propio, viene a poner su libro en el mismo estante, sin complejos, aportando una necesaria voz femenina, de primera mano, sobre su experiencia como enfermera en esta hecatombe dominada por la voz masculina. Ella también se desveló, también dejó todo por servir a su país, también vio sufrir, agonizar y morir a camaradas luego de su paso por el hospital de campaña en Amiens, esa trituradora de carne y otros hospitales de retaguardia. Pero Brittain estuvo en primera línea, estuvo expuesta a los ataques de gas alemanes y al shellshock, ese trauma nervioso que afectó a los soldados por la tensión de soportar por horas, o días, el continuo bombardeo de la artillería enemiga y que los hacía temblar de forma descontrolada. Brittain nos regala su testimonio con una voz tranquila, sin ansias por hacerse un lugar, que sabe se ha ganado años antes al estar en el frente. Sus páginas se pasan con interés creciente, pues la lee uno crecer, si es que esta es la expresión correcta.

 

– II –

Decía que el primer camino para leer a Brittain es acercarse a su libro viéndolo como las memorias de una persona que trata de fijar en el tiempo –ese enemigo que se lleva todo–, una época y una generación: “[algunas personas] …generalizan y atribuyen un encanto mendaz a los dorados días de la juventud, una etapa de la vida en la que cualquier aflicción se antoja permanente, y cada contratiempo, insuperable…”. Brittain es una mujer educada de la clase media alta británica. Su padre, un impresor de varias generaciones, es dueño de una pequeña imprenta, aunque no queda claro de qué tipo de material se ocupaba, salvo que a ella la mantiene al margen por su condición de mujer. Esta lectura permite recostruir un mundo antes de que salte en mil pedazos. Es la historia de Vera, su hermano y un grupo de amigos de la universidad, con sus sueños y sus ambiciones que se interrumpen por la Gran Guerra. En esta aproximación hay lugar para el amor, tal y como se vivía en este ambiente victoriano, que aún no había asimilado la muerte de la reina, un cuarto de siglo antes. Este círculo de amigos –de los que la mayoría soñaba con ser escritores, poetas, músicos o periodistas–, acuden al llamado de las armas, envueltos en el fervor patriótico que cruza las islas británicas y al resto del Imperio. Así, tenemos que ellos se enlistan en el Ejército, y ella resulta atendiendo heridos en un hospital de retaguardia en Londres, para luego ser transferida a Malta y luego al frente occidental, Francia específicamente, como enfermera de campaña. “La persona que afirmó aquello de que ‘Dormí, y soñé que la vida era hermosa; / desperté, y descubrí que la vida era deber’ no podía tener más razón, en este caso…”.

Brittain nos pasea por esos tiempos por medio de una narrativa deliciosa, suavemente melancólica y descreída; Brittain va narrando el destino de ese grupo de amigos, sorprendidos en el centro de la historia, la gran historia, la de los libros y sus terribles nombres: Somme, Passchandale, Noyón, Yprés. La voz de la autora es suave pero controladora, ella sabe cómo administra la información que nos quiere dar, y en qué momento. Así, ante sus ojos desfilan fotografías, notas, poemas, cartas, diarios, periódicos, discursos; todo con una habilidad que no deja que uno se salga de sus páginas, y si es necesario hacerlo, regresar a ellas lo más pronto posible.

 

“Mucha humedad, mucho barro, muchas de las trincheras de comunicación están impracticables, decía una carta de Roland escrita el 9 de diciembre [de 1915]. Tres hombres murieron el otro día por el derrumbe de un refugio, y otro se ahogó en un pozo séptico. El mundo entero, al menos el mundo visible y tangible, es fango en diversos estados de solidez o viscosidad…”.

 

El control que ejerce ella como narradora sobre sus lectores depende del hábil manejo del tiempo narrativo, pues a pesar de que es un ensayo autobiográfico, su relato no es lineal, sino constantemente (sin abusar, sin marear, sin deconcertar) nos está llevando al futuro, incluso cuando nos adelanta que escribió un par de novelas con sus vivencias, o los viajes que haría unos pocos o muchos años después de lo que está narrando.

 

“…Cinco años después, circulando en coche desde Amiens por los campos de batalla aún desfigurados para visitar la tumba (…) en Louvencourt, desfilé con repentino estupor ante un letrero blanco que decía simplemente: Hédauville. El lugar debía parecerse mucho a cómo había sido tras un par de años de guerra, y sólo las ruinas desmochadas de las granjas que se desmoronaban en los campos torturados mostraban el emplazamiento donde antaño había existido una población. Pero, en la cima de una colina, los restos de un camino destruido por las bombas giraban en un recodo y se curvaban hacia abajo…”.

“En la actualidad, cuando emprendo unas vacaciones y tomo esta línea, tengo que buscar con detenimiento el lugar en el que antaño viví con tanta intensidad. Al cabo de una docena de viajes casi anuales, todavía no estoy segura de saber dar con él, porque las últimas cicatrices han desaparecido de los campos donde se desplegaban los campamentos; ahora los nabos, las patatas y las remolachas forrajeras de un territorio considerablemente agrícola recubren el suelo que tanta agonía sostuvo. Incluso las cruces castigadas por el tiempo del gran cementerio que hay bajo los pinares de lo alto de la colina, con sus vistosos jardines de pensamientos, alhelíes y caléndulas, han sido sustituidas por la arquitectura de piedra de nuestra manía por los monumentos conmemorativos…”.

“…todavía hoy me carteo de vez en cuando con un criador de ovejas de Queensland que por casualidad dio con el libro cuando estaba aún en Inglaterra con la Fuerza Expedicionaria Australiana: por algún misterioso motivo halló consuelo en mis crudos versos… [Versos de una enfermera voluntaria]”.

 

Porque el viaje que nos ofrece Brittain es la búsqueda de la vida antes de la muerte. Antes de los cañones, de las trincheras, de las ametralladoras. Es una arqueología de la generación perdida y el angustioso deber de seguir adelante, de dejar atrás ese pasado doloroso y decidir continuar. “La ventana que había por encima del cuerpo estaba cerrada, y Hope me pidió que la abriera: ‘Siempre abro las ventanas cuando se mueren… para dejar salir las almas’, explicó…”  Somos testigos de cómo esta joven muchacha que viaja llena de emociones para participar de la lucha a su manera, va mutando en una mujer madura, de pocas palabras y mucho mundo interior. No nos ahorra sus reflexiones, así que el viaje es también una aventura interior. Esta voz es valiosa en el relato, pues nos va dejando también el trazo del paso de una niña hacia una mujer, en una sociedad que trata de no verla para no recordar el pasado doloroso.“La conjetura del cierre ya está respondida, no sólo para mí, sino para la totalidad de mi generación. Jamás recobraremos aquella dicha…”.

La segunda lectura que permite este libro es la de una mujer en busca de su lugar en la sociedad y en el mundo. Es fascinante leer entre sus párrafos ese orgulloso discurso feminista. Brittain ha visto y ha sufrido lo suficiente como para ser una fanática, una feminazi, como dicen ahora. Su feminismo es inteligente y maduro, propositivo. Para un padre de tres maravillosas niñas, es altmente gratificante leer sus reflexiones sobre el papel de la mujer en la sociedad, siempre teniendo en mente la época en que fue escrito, porque debemos recordar que Brittain militó en las filas del sufragismo. Entonces entendemos la evolución de esa segunda voz: la mujer que poco a poco, a lo largo de las páginas de su inteligente relato, va cobrando seguridad. “La guerra iba consumiendo fuerzas y ánimos, la generación que se encontraba en la mediana edad, tras ceder irrevocablemente a sus hijos varones, empezaba a buscar cada vez más apoyo en las hijas…”. Es increíble la habilidad de Brittain para darnos esta segunda lectura y hacerla vívida, pues en las primeras páginas su discurso es tenue, inseguro, tal y como lo habrá vivido ella misma en 1913, cuando lucha a brazo partido para que su papá se digne en pagarle una educación superior y ella logre, con las mejores notas, ingresar a la Universidad de Oxford. “¡Cómo puede usted mandar a su hija a la universidad señora Brittain!, gimió una mujer con honda tristeza. ¿Acaso quiere que no se case jamás?”. Luego, al final la escuchamos segura, aleccionadora, como una coleccionista de luchas callejeras y muchos mítines rurales en nombre de la igualdad de la mujer.

“… apenas unos días antes de coger el permiso, había sido aprobada en la Cámara de los Lores la Ley de la Representación del Pueblo que concedía el derecho al voto a las mujeres mayores de treinta años (…) pero mi indiferencia ante el hecho de que, el 6 de febrero de 1918, el sufragio femenino pasara a formar parte de la ley inglesa era un reflejo claro del cambio de actitud de todas las Pankhurst que habíamos sido absorbidas por la guerra…”.

 

Tan poco dado como soy a las lecturas obligatorias, porque resultan destruyendo las bondades de un hábito tan sano como el de la lectura, sí me permitiría recomendar la lectura y discusión de este libro o de ciertos fragmentos para los adolescentes que pasan por los distintos grados de nuestro sistema educativo. De sus páginas, las niñas podrán obtener un vistazo del fundamento de la reivindicación de sus derechos de igualdad, y los niños, tomar conciencia de esta evidente pero misteriosamente evadida, igualdad. Se podría seguir la lectura con una verdadera joya que recién me ha recomendado un buen amigo: Ladina Social Activism in Guatemala City (1871-1954), de Patricia Harms, para aterrizar a nuestros niños en el contexto nacional.

Entonces esta aproximación es la visita a su militancia, seria, responsable, pero no menos ardorosa. Terminada la guerra, Brittain regresa a la universidad y retoma sus estudios, licenciándose en Relaciones Internacionales, gracias a que:

 

“El proyecto, que se convirtió en ley el 23 de diciembre de 1919, declaraba asimismo en su tercera cláusula que ninguna universidad podía incluir en sus estatutos ninguna norma susceptible de considerarse excluyente del hecho de admitir a mujeres entre sus miembros; y en Oxford, los defensores del movimiento a favor de que las mujeres pudiéramos obtener títulos aplicó dicha cláusula tan aprisa que el 27 de noviembre de aquel mismo año, la víspera de que Lady Astor fuese nombrada por parlamentaria por Plymouth Sutton, pude escribirle a mi madre: (…) entrará en vigor el 9 de octubre del año que viene, lo que significa que, cuando me presente a los exámenes finales, me titularé y me veréis con birrete y toga…”.

 

Sabemos que Brittain obtuvo su título de licenciada en Relaciones Internacionales en la segunda promoción femenina de la Universidad de Oxford, pero fue testigo de la primera; “… el 14 de octubre me uní a las hordas de muchachas que asistieron, en el Teatro Sheldonian, a la primera ceremonia de graduación en la que participaron mujeres. Era un día de otoño cálido y chispeante…”, ella obtuvo su título al año siguiente, en 1921, lo que le permitiría participar como asesora de la representación británica en la Liga de las Naciones y luego dedicarse a la enseñanza de historia en un colegio de enseñanza media. Pero siempre tendrá tiempo para continuar con la militancia política, pues las conquistas sociales de igualdad para la mujer estaban en peligro en los primeros años de la paz.

“… La escasa aplicación de la Ley de Supresión de la Descalificación por Razones de Sexo era un claro ejemplo de reacción posbélica, cuando la neurosis que generaba el conflicto se transformó en miedo, miedo sobre todo por las consecuencias incalculables que podrían desprenderse de unas causas nunca vistas; miedo a perder el poder por parte de quienes lo ostentaban; miedo, en definitiva, a las mujeres…”.

 

La tercera lectura que nos permite este maravilloso volumen es la de la escritora en busca de una voz. La maestría de Brittain una vez más, es evidente, cuando al inicio de su libro nos parece una voz titubeante, como en el caso de su lectura feminista, pero sus últimas páginas ya están escritas sin asomo de duda, para leerse en voz alta. Uno siente a esa mujer empoderada de su oficio, que ya no rebusca más justificación que su afán por decir algo, y decirlo en voz alta, casi gritando. Algunos podrían acusarme de inocente, de haber leído sus memorias con demasiada pasión y deseo de sorprenderme, de que es lógico que empiece con titubeos y termine con la voz segura de quien ha logrado la maestría en su oficio, si sobre todo, lo ejerció durante casi 850 páginas. Pero lector, no se deje sorprender por estas voces injustas. Brittain, para cuando se sienta a escribir su obra, ya habría escrito al menos dos novelas y dos poemarios, centenares de artículos periodísticos y al menos dos tesis académicas. Es una escritora en toda regla para cuando toma sus cajas de archivos y decide contarnos su aprendizaje, del que no nos ahorra nada, ni siquiera los hermosos pasajes poéticos, en los que transcribe poesías propias o de sus amigos, como tampoco nos ahorra los últimos estertores modernistas, cuando nos relata el exotismo de las circunstancias de una inglesita en Malta:

“Los mercados indios y egipcios de La Valeta, con sus chales de seda, kimonos recamados, encajes malteses, mantelerías de lino, suntuosos crespones de China, bordados chinescos, cajas de madera de sándalo, abanicos pintados y pitilleras negras con incrustaciones en oro, me habían tentado lo suficiente para gastar todo el dinero que logré reunir en regalos de Navidad de todo tipo, que envié a casa junto con dos acuarelas de pequeño formato compradas en Nápoles…”.

 

Es este aspecto, Brittain se nos muestra como una escritora en control de todas las herramientas de su oficio, pues para no abrumarnos con sus recuerdos tristes o terribles de las vivencias de sus amigos en los campos de batalla, o los desfiles de horrores que presenciara ella en los hospitales de campaña, nos cambia el ritmo narrativo a veces, intercalando otras imágenes, consciente además de que la vida, por terrible que pueda parecer para una enfermera británica en plena conflagración mundial, sigue su curso, y que hay personas que viven ajenas a los cañonazos de Verdún. “Desde mi cama observaba, a través de la puerta abierta, los barcos de velas blanquísimas de la isla de Gozo, flotando con las alas extendidas cien metros mar adentro, y las diminutas dghajsas pintadas que desfilaban como letárgicos escarabajos verdes y rojos por la línea del litoral…”, como ejemplifica este hermoso paraje, que más que escrito se asemeja a una de las pinturas mediterráneas de Sorolla.

Esta tercer lectura permite que seamos testigos de una especie de “cómo se construye” el mismo libro que estamos leyendo, terminando en una experiencia altamente gratificante, pues en algunos parajes, mínimos, escasos, que hay que buscar con atención, vemos esos remaches, clavos y costuras de las que hablaba García Márquez cuando explicaba la tarea del escritor como carpintero de las palabras. Testamento de juventud es una obra bella y finamente acabada, de la que vemos algunas costuras porque así lo ha permitido su propia autora, no por descuido; por eso vemos como en paralelo que atestiguamos los avatares de su proceso creativo, sabemos que hubo intentos anteriores de ficción, para que sus memorias perdieran su carga de drama y sentimentalismo, y nos quedara, como el alcohol en el alambique, la esencia de sus reflexiones más puras, concentradas.

Así, avanzamos también en el desengaño de la veterana que regresa de la guerra a un mundo que ha cambiado sin ella. Se encuentra de vuelta en una Inglaterra que trata de apresurarse en los locos años veinte, sin pensar en nada, en un vértigo y frenesí del que nos hablará El gran Gatsby, por ejemplo, que se quiere ovidar de todo y vivir, vivir y gozar, y olvidar…, en esas circunstancias es aleccionador este pasaje: “… no pude permanecer ajena a las eufóricas reacciones de mi generación, que bailaba frenética noche tras noche en las galerías Grafton aun cuando de las paredes colgaban, acusadoras, imágenes de la agonía de los soldados canadienses durante la guerra…”.

Es una lástima que Brittain deje sus memorias a finales de la década de los 20, pues hubiese sido fascinante saber cómo ella y los suyos afrontaron las amenazas de Hitler y de cómo los rencores históricos de una victoria mal manejada, llevaron a Inglaterra a la Segunda Guerra Mundial. Porque en sus páginas deja ya un adelanto, una advertencia de la hecatombe futura y de la irrenunciable posición crítica de la autora frente al mundo, apartada de todo patrioterismo incondicional, pese a que, ella misma, presa de ese patriotismo, voluntariamente vivió todas las experiencias que nos narra.

“De modo que cuando, en mayo, yo ya me encontraba de nuevo en Oxford y se publicó el texto del Tratado de Versalles, me abstuve deliberadamente de leerlo; ya empezaba a sospechar que mi generación había sido engañada, que se había explotado con cinismo su valor juvenil, traicionando su idealismo, y no quería conocer los detalles de la traición…”.

 

Solo nos queda conjeturar qué hubiera opinado de la traición de Münich, del escozor de los muertos al escuchar las bobadas optimistas del patético Chamberlain y sus promesas en papel mojado de su “paz para nuestro tiempo”.

El libro de Brittain es entonces un ejemplo de la mejor literatura testimonial que se tiene a la mano, y es en tres niveles la búsqueda de una mujer en pos de su identidad; como ser humano que se reconstruye luego de los traumas de la guerra, de los fantasmas que la visitan, en segundo lugar esa mujer que busca su propio espacio en su familia, en la vida, en la sociedad y en las tareas del gobierno, es una feminista que lucha desde las calles hasta los salones dorados porque se respete su dignidad humana, sin aspavientos, con la lógica imbatible del ser humano cuando quiere ser razonable y desprejuiciado, y tercero, es esa construcción del escritor, de la búsqueda de la voz propia luego de que la vida le ha proporcionado el material necesario para tener algo que decir, como tantos otros hombres y mujeres de su tiempo, que nos regalaron sus pensamientos y experiencias en sus obras literarias, de ficción o no ficción. Termino, con lo que bien podría ser el epígrafe o cintillo promocional del libro para que mis queridos lectores lo busquen y lo lean con la garantía de que tras agotarlo, serán seres humanos distintos, esa promesa que conlleva toda la alta literatura: 

“Se trata de un caso más de ‘Aquellos a quienes aman los dioses mueren jóvenes’; las personas que amamos nos parecen demasiado buenas para este mundo, y las perdemos… Seguro, que tiene que haber un lugar donde la dulce intimidad aquí iniciada pueda continuar, y los corazones rotos por esta guerra se curen…”.


Hombres de papel de Oswaldo Salazar

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

-I-

Entré en el mundo asturiano desde la puerta de Leyendas de Guatemala, esos maravillosos sueños-historias como las calificara el citado hasta el cansancio Paul Válery. Todavía recuerdo el asombro al leer el texto Guatemala, que abre el volumen, la contundencia de las imágenes que evoca, el camino polvoriento por el que nos introduce en esa ciudad atrasada y melancólica como lo era la capital del país a principios del siglo XX. “Las primeras voces me vienen a despertar; estoy llegando. ¡Guatemala de la Asunción, tercera ciudad de los Conquistadores! Ya son verdad las casitas blancas sorprendidas desde la montaña como juguetes de nacimiento. Me llena de orgullo el gesto humano de sus muros (…) me entristecen los balcones cerrados y me aniñan los zaguanes abuelos. Ya son verdad las carretas de los rapaces que se persiguen por las calles…”. La maravilla del texto que apenas cito, es la suave cadencia de sus palabras que inicia con la primera frase: “La carreta llega al pueblo rodando…” y que termina en “… ¡Mi pueblo! ¡Mi pueblo!”, es realidad ese viaje en carreta por esos caminos antañones que terminaban en las desportilladas puertas de la ciudad, ya fuera por el barranco del Guarda, del Incienso, o bien por el descampado del Guarda Viejo… es quizá la reconstrucción en la memoria asturiana de ese regreso a la ciudad cuando la familia abandonó el exilio interno de Salamá o los viajes que narraban por las noches en su casa del barrio La Parroquia los arrieros que se hospedaban en el tercer patio, y en el que se escabullía para escuchar sus historias.

Ese ritmo suave de la ensoñación del recuerdo, o del cansancio del viajero que ve acercarse bajo el sol y dentro del polvo la ciudad, fue para mis ojos de niño lector, una absoluta revelación. Las leyendas, unas más, otras menos me impresionaron… como la leyenda del volcán que me pareció el relato de un sueño, o la de la Tatuana, extrañas imágenes de una duermevela.

Llegué luego al mundo asturiano desde las páginas de El señor presidente, recuerdo que en una poco amigable edición de la editorial EDUCA –que para la sorpresa de cualquiera hoy en día, adquirí en un supermercado–. A pesar de estar impresa en letra pequeña, en papel periódico, el libro me causó la sensación de haber leído una historia color sepia, confusa, como si el telón de fondo fuera un inmenso mundo sumergido en agua sucia. El primer capítulo, el de los pordioseros, el Pelele que en un arranque de histeria asesina al hombre de la mulita, un temido militar de la dictadura, es de esos textos que no he podido olvidar desde aquella tarde de sábado a los 13 años que la leí por primera vez. He releído la obra otro buen par de veces, y la impresión sigue nítida. La suciedad, la atmósfera agobiante de la miseria, la ciudad provinciana cerrada a todos, de espaldas al mundo.

La tercera gran impresión que tuve del mundo asturiano fue su poesía, sobre todo ese hermoso canto a Tecún Umán, con una línea que vale por todo el poema, que de por sí vale mucho: “¿A quién llamar sin agua en las pupilas?”, que en mi memoria al día de hoy aún resuena en la voz de mi papá, que en su primera época solía compartir textos, frases, párrafos, páginas que le gustaban con quien quisiera escucharlos. Lo recuerdo leyendo el poema en una edición en cartilla de Educación Cívica, recitando el poema con amplios gestos, como se enseñaba antes a declamar. Mi papá fue un gran admirador de Miguel Ángel Asturias y siempre lo tuvo dentro de sus favoritos, incluso la impenetrable y para mí (perdonen la confesión) aburridísima Hombres de maíz, llena de afectaciones y retruécanos para forzar una historia, siguiendo el consejo de Isle D’Adam, de si no ser interesantes, por lo menos ser oscuros.

La reivindicación de mis lecturas asturianas vino con Viernes de Dolores, magnífica novela en la que ya había alcanzado su madurez narrativa. Gracias a su portentosa memoria, los hechos que lo forzaron a salir al exilio a Londres primero y luego a París en los primeros años de la década de los veinte, se transformaron en un libro que pendula de la desesperación a la risa burlona. El drama del estudiante asesinado en un tumulto dentro del tranvía amarillo contrasta con el gozo despreocupado de los estudiantes que escriben en desorden los versos de La Chalana. Están presentes las cantinas y el ominoso murallón del Cementerio General, la ciudad se antoja menos desesperanzada que la ciudad de paredes ciegas que protagoniza la historia de El señor presidente, pero sigue siendo una ciudad de alegrías de muros para adentro. Afuera el sol, la pobreza, el polvo y el nuevo dictador, Rapadura, que con cólera, batonazos y disparos, pretende acabar con las burlas y las sonoras carcajadas prorrumpid, ja, ¡ja!

 

-II-

Todo lo anterior para decir que con gran placer inicié la lectura de la poderosa novela de Oswaldo Salazar, en la que nos va desgranando por capítulos intercalados dos historias. Una, la historia de Miguel Ángel Asturias, el estudiante que aspira a ser escritor sin siquiera haber encontrado una voz propia que aplana calles en el París de los locos años 20, acompañado de la pandilla de los que serían pronto los precursores del llamado Boom Latinoamericano: Arturo Uslar Pietri y Alejo Carpentier, entre ellos. La segunda, la historia del hijo mayor del escritor, traumatizado por el divorcio de sus padres y empeñado en culpar al padre del fracaso matrimonial, hombre distante al que ama y desprecia al mismo tiempo. Cuenta además esa búsqueda de la atención del padre. Ese desesperado intento de abrazar la violencia revolucionaria para ganarse la tan deseada aprobación.

Hábilmente narrada, en capítulos cargados de muchos datos y mucha emoción, la novela nos lleva de tal forma absortos que sus 354 páginas se agotaron ante mis ojos en apenas 3 días. Es de esos libros, valga el cliché, en el que uno siempre se perdona seguir leyendo un par de páginas más a pesar de que la madrugada ya despunta por la ventana. Con apenas uno o dos errores de bulto que devienen intrascendentes, está construida sobre una investigación acuciosa. La vida en ese París despreocupado, las pláticas de los artistas entregados a la bohemia en los cafés de moda, denotan que Salazar se ha dejado horas en bibliotecas, archivos y hemerotecas.

Del mismo modo, sus atrevidos capítulos en los que la realidad trastoca en sueño no suenan impostadas, como tampoco las frases del mismo Miguel Ángel Asturias que su novelista va insertando aquí y allá, aportando al texto una sonoridad propia de la obra asturiana, pero que también denotan a un gran lector de la obra de nuestro famoso escritor.

Me parece lo más interesante de su obra el empeño en retratarnos al escritor en busca de una voz, que espera y desespera en trabajitos de juzgados y salas de redacción, siempre soñando, imaginando que está destinado a dejar una gran obra, a no morir, para seguir viviendo en la mente de sus lectores. Esa obsesión, tratada de acallar bajo el alcohol nos llevan a ese Miguel Ángel del que todo guatemalteco ha escuchado anécdotas, la mayoría malintencionadas, en el que entre borracheras siderales pasa los días, rebotando de cantina en cantina, bebiendo hasta la ingominia, como dijo alguien de otro de sus pares, Juan Rulfo; “…en Guatemala sólo se puede vivir borracho, no metiéndose en nada y haciéndose el baboso…”, pues ¿qué es El señor presidente sino un larguísimo delirium tremens, en el que el lector se retuerce en el fondo de un basurero, completamente incapaz de ayudar a Camila en su triste destino?

En paralelo se desdobla la historia de ese guerrillero apropiado de un personaje salido de la mente de su padre –que según Salazar fue idea de Haydeé Santamaría, en La Habana–, siempre peleando por un lugar en el cual protagonizar la historia, negada por la sombra de su padre. Gaspar Ilom, perdido en las discusiones bizantinas de la teoría revolucionaria que lo llevó a romper con las FAR históricas e irse a fundar su propio y minúsculo ejército revolucionario: la ORPA; fundida luego en la sombra de la URNG por obra y gracia de Fidel Castro. Rodrigo Asturias terminaría su vida de esfuerzos y ensueños de poder en la piscina de su casa, según cuentan algunos, devuelto a la sombra luego del oprobioso incidente del secuestro y muerte y de doña Olga Novella, escándalo del que inexplicablemente pudo evitar la prisión, pero desliz criminal que le hizo imposible participar como candidato en las elecciones presidenciales de 1999.

Del otro lado del Atlántico, acompañamos al Gran Moyas en sus vagabundeos por París; Ciudad de Guatemala, escondiendo el libro detrás de un ladrillo y por ciudad de México, con su manuscrito tocado y retocado por espacio de quince años, hasta que encuentra quien se lo publique. “Imagínate, quince años de chinearla de aquí para allá, revisando, repitiendo, queriendo publicarla y también quemarla.” Porque Hombres de papel es una especie de novela sobre la novela, el proceso de construcción de ese grito larguísimo en el que vierte todas sus entrañas el hombre que fue niño, adolescente y joven durante una dictadura que parecía no terminar nunca, no terminar nunca sus maldades, no tener límite su mano oscura, como lo podría atestiguar el general Manuel Lisandro Barillas, apuñalado por dos sicarios en la ciudad de México, bajo la sombra de la espalda de la catedral, o el general ecuatoriano Plutarco Bowen, secuestrado en Tapachula por otro esbirro cabrerista y fusilado a toda velocidad en el parque central de San Marcos.

De esa opresión salta a la completa libertad de París. Que para mayor inri bullía en esa época de todas las vanguardias, imperaba el exceso propio de esa generación que sobrevivió a los horrores del lodazal pestífero de Verdún, Noyón, Yprés, Gallípoli… la ciudad en donde Josephine Baker se paseaba desnuda en compañía de su pantera negra, y en donde el jazz retumbaba en los bajos de los cafés de las calles secundarias. “Tú no tienes la experiencia, y por eso no te puedes imaginar la diferencia que hay entre una noche bulliciosa de Montparnasse hablando de libros hasta el amanecer, y escuchar desde la cama el silbato de un policía que cruza la noche y la calle vacías. Sí, ya nunca fui el mismo”, por fortuna agregaría yo, porque sería esta experiencia europea y el contacto con las vanguardias artísticas y las leyendas americanas descubiertas, vea usted, de manos de estudiosos franceses.

Luego, gracias a las imprudencias de los especuladores de caras anónimas y la caída de la bolsa de valores, Asturias debió regresar a Guatemala en 1932, luego de una década afuera, una larga década de inestabilidad política, cuartelazos y borracheras castrenses que terminaron de pronto, con la sobriedad autoritaria del nuevo caudillo, Jorge Ubico. Allí, en esta ciudad del hastío, volvió a atestiguar:

“… cómo en las cercanías de la metrópoli empobrecen los pequeños campesinos, cómo pierden su sostén y en los barrios sórdidos de miseria se extinguen sus vidas como las brasas de carbón. Y así, finalmente, deben migrar desde la meseta del altiplano hasta las plantaciones de la costa tropical, donde pronto enferman, mueren o vegetan, tísicos, sifilíticos o alcohólicos. Acertaste, he vuelto a mis fuentes francesas: leo mucho Hugo y más Zola. Y te puedo asegurar una cosa: con esto voy a dejar en la literatura guatemalteca…”.

 

Queda claro porqué Asturias escribió lo que escribió, su trilogía bananera y sus sueños-historias que desgranan una Guatemala dura, hermosa, que nos duele, como diría en sus versos Manuel José Arce. En fin, si no me detengo les termino transcribiendo esta magnífica historia, que vale la pena leerse de un tirón, imaginándose este dolorso parto literario que desembocaría en esa noche de gloria de 1967, en la fría capital sueca, en un capítulo alucinante, de los mejores y más convincentes del libro. Ceremonia que estuvo a punto de no suceder, porque el presidente del comité que decide el ganador anual del Premio Nobel de Literatura, Anders Osterling, no estaba de acuerdo con elegir a Miguel Ángel Asturias, pues sus preferencias se inclinaban hacia Graham Greene, que nunca lo ganó. Osterling opinaba que Asturias era “…demasiado limitado para elegir sus personajes literarios…”, veto que fue superado por los votos favorables al guatemalteco de los académicos Eyvind Johnson, Henry Olsson y Erik Lindergren, justificando su elección: “… por sus vívidos logros literarios, fuertemente arraigados en los rasgos y tradiciones de los pueblos indígenas de América Latina…”; y que llegaron incluso a proponer que el premio se les diera compartido a Miguel Ángel Asturias y a Jorge Luis Borges, acto que sí hubiera resultado revolucionario, y que no hubiera permitido la vergüenza de castigar al gran Borges por la imprudencia de sentarse a almorzar con el general Rafael Videla gesto que, para mayor deshonra, fue malinterpretado por la Academia Sueca.[1]

En fin, no se diga más, gócese usted también esta maravilla de Hombres de papel.

 

 

 

[1] Brenda Martínez. Asturias casi no gana el Nobel. Prensa Libre, 21 de enero de 2018. Páginas 16-18.

 

 


Tierra de hombres. Antoine de Saint-Exupéry

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

Uno de los héroes de mi infancia fue sin duda Antoine de Saint Exupéry, de quien leí sin entender mucho, (debo decir), su cuento infantil El principito, pero de quien me quedó una impresión general de prosa bien pulida, de frases cortas, bien construidas. Me pareció que era un hombre de pocas palabras, lo que se me confirmó luego con la lectura de sus aventuras a partir de un volumen de la magnífica editorial PLESA que publicaba hermosos libros ilustrados, en los que abordaba temas históricos, geográficos y científicos para niños. En un hermoso capítulo tocaban un tema tan cotidiano como el correo, y en un cajón tipo cómic, explicaban que uno de los personajes más importantes para el desarrollo de sus rutas aéreas había sido este piloto y escritor. En la ilustración, un biplano rojo echando humo caía en picada en el desierto bajo la atenta mirada de un beduino.

Esa fue la puerta de entrada para conocer los detalles de este interesante autor y su ajetreada vida, que continuó con la lectura de uno de esos libros condensados en la revista Selecciones, que me parece que fue de la versión inglesa de Tierra de hombres, acompañada de hermosas ilustraciones del desierto. Se sumaron con el tiempo la magnífica novela breve Vuelo nocturno, piloto de guerra; una antología de escritos bajo el evocador título de El sentido de la vida, y el que nos ocupa en esta ocasión, Tierra de hombres. En cada una de las lecturas siempre me atrapó el estilo narrativo de Saint-Ex, como le decimos sus amigos. Sus páginas parecieran más que leídas, contadas a viva voz. Con ese tono intimista con el que narra los detalles de su historia, hace partícipe al lector de una experiencia de la que difícilmente se sale igual. Dentro de un relato de meras aventuras de un piloto aviador en los primeros tiempos, se mezclan reflexiones y recuerdos de otras épocas, logrando crear una atmósfera propia que administra de forma sabia a lo largo de todo el libro.

“Era 1926. Acababa de entrar como joven piloto de línea de la Sociedad Latécoère que aseguró, antes de la Aeropostal –luego la Air France–, la línea Toulouse-Dakar. Allí yo aprendía el oficio. A mi vez, como los demás camaradas, sufría yo el noviciado que los jóvenes soportan antes de tener el honor de pilotear en la línea (…) A los veteranos los hallábamos en el restaurante; bruscos, un poco distantes, dándonos consejos, validos de su superioridad…”[1]

 

Era la época en la que se empezaba a darle utilidad práctica civil a la aviación, luego de las carnicerías de la Gran Guerra. Francia desarrollaba sus líneas de correo de la Metrópoli con sus colonias, y de esas aventuras, se irían materializando en los mapas de navegación aérea, las líneas llenas o punteadas de las distintas rutas de correo que como en Roma, tenían un mismo final: París.

Eran los tiempos de los biplanos y de las cabinas abiertas, en las que era preciso tener un buen ojo y una buena memoria. Sobresale por lo extraño, casi exótico un paraje en el que Saint-Ex, asignado por primera vez a realizar la línea Toulouse-Dakar, se sienta con Guillaumet, un veterano quien despliega sus mapas de la ruta y le va dando una singular clase de geografía al novel piloto:

“…No me hablaba ni de hidrografía, ni de poblaciones, ni de arrendamientos. No me hablaba del Guádix sino de los tres naranjos que cerca del Guádix bordean un campo: ‘Desconfía de ellos, márcalos en el mapa…’ Y los tres naranjos tenían más importancia en el mapa que la Sierra Nevada. No me hablaba de Lorca sino de una simple granja cerca de Lorca. De una granja viviente. Y de su granjero. Y de su granjera. Y esa pareja adquiría, perdida en el espacio, a quinientos kilómetros de nosotros, una desmesurada importancia. Bien instalados en la pendiente de la montaña, semejantes a guardianes en un faro, se hallaban listos, bajo sus estrellas, a socorrer a los hombres (…) Y, poco a poco, la España de mi mapa se transformaba bajo la lámpara en un país de cuentos de hadas. Balizaba con una cruz los refugios y las trampas…”.

Este pasaje me remitió a alguna lectura anterior de la que no logro recordar si fue de Conrad o de London, en donde se narran los avatares de un navío que, dedicado a la navegación de cabotaje en un rincón perdido del planeta, es contratado para levantar los mapas de los contornos de las costas que visita. Porque en estos tempranos años de la aviación, los vuelos más se parecían a la navegación de cabotaje (nunca más allá del punto en el que se pierde de vista la línea de costa), que a los extensos vuelos a los que estamos acostumbrados hoy. O estábamos acostumbrados hasta la irrupción del Covid-19 y sus consecuencias, que aún hoy, estamos muy lejos de poder comprender.

Dada la precariedad de estos vuelos, comprendemos que Saint-Ex tuviera al menos cuatro accidentes aéreos[2], que aportan un tono de serena confesión en ciertas partes de su obra, que es en esencia, la fugacidad de la vida del hombre en la tierra, y el reto humano de vivir ese tiempo acorde a valores universales. Su obra es un discurso vital y ético, de cómo el hombre debe de asumir su existencia, pues desde su perspectiva, vista la humanidad desde miles de pies de altura: “…navegar (…) por encima de mares de nubes, es muy elegante, pero… pero recuerde: por debajo de los mares de nubes está la eternidad…”, máxima que le van recordando las muertes de sus compañeros que van dejando en distintos párrafos la amargura del veterano que aún no ha encontrado su cita con el destino. Estos recuerdos aparecen desperdigados y son breves, casi lacónicos, “…recuerdo un regreso de Bury, que se mató, tiempo después en Corbières…” o bien, “…Lécrivain no solamente no había aterrizado sino que jamás aterrizaría en ninguna parte…” o, por último ese hermoso homenaje a su maestro Mermoz, el hombre que abrió las rutas de correo desafiando por aire los mismos Andes que San Martín, un siglo antes, había desafiado por caminos de cabras, transportando todo un ejército. El discurrir de la prosa de Saint-Ex no carece de emoción, como los varios sucesos que narra cuando cruza tormentas de arena sobre el Sahara o tormentas de hielo en Sudamérica, pero es en esencia una reflexión, en la que continuamente hace de lado la faceta heroica de su trabajo civil: “Alguna vez te fastidiarán las tormentas, la bruma, la nieve. Piensa entonces en todos los que han conocido eso antes de ti y dite simplemente: ‘lo que otros han logrado siempre se puede lograr´…” Así, las angustiosas páginas de su recuento de un vuelo en el que se extravían buscando Casablanca, terminan con unas líneas tranquilas, sin afectación alguna, en las que él y su mecánico, Néri, descienden por fin en la ciudad y “… al alba, ya se encuentran pequeños bares abiertos… Néri y yo nos sentaríamos a la mesa, ya en seguridad, riéndonos de la pasada noche ante las medias lunas calientes y el café con leche. Néri y yo recibiríamos ese regalo matinal de la vida…”.

Los accidentes aéreos que sufrió Saint-Ex, a lo largo de su carrera como piloto de aviación, tuvieron diversas causas, mecánicas algunas, humanas otras, accidentes que obvio decirlo, tuvieron un serio impacto en la vida del piloto, del que saldrá con heridas y cicatrices, pero en el penúltimo de ellos saldrá con una idea genial que lo haría famoso internacionalmente.

 

-II-

Relata su autor en Tierra de hombres, que realizaba un vuelo París-Indochina en 1935, en compañía de su amigo y colega Prévot, cuando su avión es envuelto por una tormenta y lo estrella contra una duna en el desierto de Libia, cerca de la frontera con Egipto. “Ni creo haber sentido otra cosa que un formidable crujido que sacudió nuestro mundo sobre sus bases. A doscientos setenta kilómetros por hora habíamos martillado contra el suelo.” Saint-Ex hace un interesante recuento de las circunstancias que sufre un piloto que ha caído en tierra incógnita, en donde todo puede pasar. El avión ha quedado destrozado, y el agua, como en todo buen relato de aventuras en el desierto, es escasa. “¡El agua vale un peso en oro, el agua cuya menor gota extrae la arena la chispa verde de una brizna de hierba! Si ha llovido en algún lugar un gran éxodo anima el Sahara. Las tribus van hacia la hierba que brotará trescientos kilómetros más lejos…”.

Durante tres días deambularán por el desierto entre la fatiga, la sed y angustiosos espejismos. Como no tienen la menor idea de en dónde se encuentran, usan el avión como centro de operaciones y parten de él hacia los puntos cardinales para buscar ayuda. En total, Saint-Ex hará el recuento de merodear sin rumbo en el desierto por casi 350 kilómetros, experiencia angustiante, pero que luego le servirá de excusa ideal para hacerse necesario a las Fuerzas Francesas Libres y regresar al Ejército durante la Segunda Guerra Mundial. “He amado mucho el Sahara. He pasado noches en terreno rebelde. He despertado en esa extensión rubia donde el viento marca su oleaje como sobre el mar. He esperado allí el auxilio durmiendo bajo las alas…”. A cada tanto ven una silueta, alguien que les ofrece ayuda, que se aleja a medida que avanzan, hasta desvanecerse. Son los espejismos. “Los beduinos, los viajeros, los oficiales coloniales enseñan que se resisten diecinueve horas sin beber. Después de veinte horas los ojos se llenan de luz y el fin comienza: la marcha de la sed es fulminante”.

Porque cabe decir, haciendo un paréntesis, que Saint-Ex es un experto en el desierto. Es un hombre que sabe leer los menores indicios para interpretar el enorme silencio caprichoso de estos infinitos parramos. En este sentido, de estos hombres que en la paz estudiaron la geografía de la tierra y pusieron sus conocimientos al servicio de sus naciones en la Segunda Guerra Mundial, recuerdo la enigmática figura del Barón Lazlo de Álmasy, que trabajó en varias expediciones como piloto y fotógrafo de la Real Sociedad Geográfica del Reino Unido, y del que el ceilandés Michel Ondaatje escribió una hermosa novela, superada con creces por su versión cinematográfica.[3] Fue acusado de vender mapas e información a la Alemania Nazi, supuestos aportes para la sorprendente campaña del desierto desarrollada por el mariscal Rommel y sus Afrika Korps.

Decíamos que Saint-Ex era un experto en el desierto, gracias a las largas jornadas compartidas con los beduinos y los bereberes de las aldeas de Marruecos y de Mauritania. También gracias a sus vuelos de abastecimiento de los fuertes coloniales franceses dispersos por el inmenso mar de arena. Ante estas experiencias, el menor suceso hace saltar las alarmas, como ese día en que se está rasurando, ritual previo a salir en vuelo:

“… Pero oigo un chasquido: una libélula ha chocado contra mi lámpara. Sin que sepa por qué siento una punzada en el corazón.

Salgo otra vez y miro: todo es puro. Un murallón que bordea el terreno se destaca sobre el cielo como si fuera de día. En el desierto reina una gran mariposa verde y dos libélulas que tropiezan contra mi lámpara y experimento, nuevamente un sordo sentimiento que es quizás alegría, quizás temor, pero que llega desde lo hondo de mí mismo aún tan oscuro que apenas se anuncia. Alguien me habla desde muy lejos. ¿Es instinto? Salgo otra vez: el viento ha desaparecido totalmente. Continúa el fresco. Pero he recibido una advertencia. Adivino, creo adivinar lo que aguardo: ¿tengo razón? Ni el cielo ni la arena me han hecho ninguna señal, pero las dos libélulas me han hablado y asimismo una mariposa verde (…) esos insectos me muestran que una tempestad de arena está en marcha, una tempestad del Este y que ha expulsado a las verdes mariposas de sus palmerales lejanos. Su espuma me ha rozado…”.

En este fragmento uno casi puede sentir esa calma siniestra que impera antes de que llegue la tormenta. Ese silencio profundo del desierto más allá del muro. Estas señales del desierto bien pudieron detonar la creatividad del escritor, durante sus largas caminatas  por el desierto, en busca de ayuda. Para engañar a la sed y al cansancio piensa, imagina, recuerda, entreteniendo al cerebro para que no se dé por vencido, que no se desconecte. Así, se fija en un detalle curioso:

“¿De qué viven esos animales en el desierto? Se trata, sin duda, de ‘fenechs’ o zorros de arenales, pequeños carnívoros gruesos como conejos y con enormes orejas. No resisto mi deseo de seguir las huellas de uno de ellos. Me llevan hasta un estrecho río de arena donde todos los pasos se imprimen claramente. Admiro la linda palma que forman tres dedos en abanico. Imagino a mi amigo trotando suavemente al alba y lamiendo el rocío de las piedras. Aquí las huellas se espacian: mi fenech ha corrido. Aquí un compañero ha venido a juntársele y han trotado juntos. Asisto, así, con extraña alegría a ese paseo matinal. Amo estas señales de vida. Y olvido un poco que tengo sed…”

Uno casi puede asegurar que ese fenech es ese peculiar zorro que se cuela entre las páginas del cuento posterior de Saint-Ex, que le pide a su joven amigo que lo domestique. Otros símbolos y significados más densos se pueden encontrar en el interesante estudio escrito por Luz Méndez de la Vega, Saint-Exupéry: Secretos de Amor y de Guerra en El Principito, que de seguro le cambiarán por completo la lectura de este cuento infantil, enriqueciéndola y surgiendo nuevas dudas, que es lo más importante del aporte de doña Luz.

Al calor y a la sed del desierto hay que sumarle el frío. Por las noches, las temperaturas se derrumban hacia las cercanías del 0, sumando un terror más a la pesadilla del accidente. “El viento carga sobre mí como una caballería en terreno abierto. Giro en redondo para huirle. Me acuesto y me vuelvo a levantar. Acostado o de pie estoy expuesto a este látigo de hielo…”

Como no es un secreto para nadie dada su obra posterior, y su muerte por accidente aéreo en el Mediterráneo en 1944, puedo adelantar que, en el desierto de Libia, en 1935 los salva un beduino. Un hombre del desierto los encuentra a punto de desvanecerse en la arena y entregarse a la muerte. Con esa solidaridad esperada entre los hombres en las tierras de climas extremos, y además por orden de su propia religión el hombre los resucita dándoles de beber.

“Agua: no tienes gusto, ni color, ni aroma, no se te puede definir, se te gusta sin conocerte. No eres necesaria para la vida: eres la vida misma. Nos penetras de un placer que no se explica por los sentidos. Contigo vuelven a nosotros todos los poderes a los que habíamos renunciado. Por tu gracia se abren en nosotros todas las fuentes secas de nuestro corazón…” 

Aunque el libro no termina aquí, pues siguen otros recuerdos y meditaciones. Pero para no alargar más esta reseña, termino con las últimas líneas del capítulo VII, que contiene su recuento del avionazo en Libia, dedicadas al anónimo beduino que los salvó de morir en el desierto: “Todos mis amigos, todos mis enemigos, en ti marchan hacia mí, y no tengo ya un solo enemigo en el mundo.”

[1] Saint-Ex no era en realidad un piloto primerizo como afirma con toda modestia en su libro. Para cuando ingresa en Aéropostale, ya había terminado su servicio militar en el ala de aviación, de donde es dispensado del servicio con el grado de subteniente, el 5 de junio de 1923; luego de haber estado destacado desde 1921 en el 37 regimiento de aviación, acantonado a pocos kilómetros de Casablanca, Marruecos.

[2] El biógrafo de Saint-Ex, Virgil Tanase, informa de esta época, en que el escritor se suma al plantel de la Aéropostale: “…Didier Daurat necesita pilotos: sobre los ciento veintiséis contratados por la Compañía, entre 1923 y 1926, cincuenta y cinco la habían abandonado, y siete estaban muertos…”

[3] The English Patient, film de 1996 dirigido por Anthony Minghella, protagonizada por Ralph Fiennes, Christine Scott Thomas, Juliette Binoche, Willem Defoe y Collin Firth, ganadora de 4 premios Óscar de la Academia.


Samarcanda de Amin Maalouf

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

El autor de esta novela, tan hermosa que más que un libro parece un sueño, es el franco-libanés Amin Maalouf, quien desde hace un par de lustros ha ingresado en esta lista de eterna espera como nominado para obtener el Premio Nobel de Literatura. Me parece recordar que ingresó en las quinielas justo a la par de Bob Dylan (el más improbable de todos y que a pesar de su inmerecido galardón, todavía se permitió darse aires de diva literaria y hacerse de rogar para aceptar el premio) y de Salman Rushdie, muchísimo más interesante que el desafinado de Dylan.

Ahora bien, ya todos sabemos hasta el cansancio que la Real Academia Sueca que anualmente entrega dicho premio, ha cometido innumerables errores más de tinte político, que, de criterio estrictamente literario, que vienen a opacar su desempeño. Sin el fuerte componente ideológico, no se comprende que se le haya concedido dicho premio, el máximo de las letras humanas, a un autor tan intrascendente como Darío Fo; su premio fue más un reconocimiento a su constancia como militante histórico del Partido Comunista Italiano que un reconocimiento al valor literario y aporte artístico de sus obras teatrales.

¿Sueno radical, puedo equivocarme? Sin duda, lector, pero estas aventuradas expresiones ayudan a entender un mundo tan confuso que otorga dicho premio a autores como Joseph Brodsky, pero se lo negó en su momento al monumental Jorge Luis Borges. Afortunadamente, los aciertos han sido más, pues podemos aplaudir con toda justicia el premio dado a Camus, Soljenitsin, Neruda, Mistral y Miguel Ángel Asturias.

Ha habido también otros incidentes. Unos vergonzosos, como en el que se le concedió el galardón al escritor ruso Boris Pasternak, y el gobierno soviético lo obligó a rechazarlo; o bien uno mucho más, como el que protagonizó el archiconocido filósofo Jean-Paul Sartre, que se dio el tupé (como decía mi abuelita) de rechazar el premio, pero exigió el estipendio monetario que acompaña a la medalla, a lo que la Academia Sueca, con toda justicia, se negó a entregar.

 

-II-

Me he propuesto en estos textos nunca ser un spoiler. Por eso prometo siempre detenerme cada vez que los dedos quieren cometer alguna imprudencia y ahondar mediante su control del teclado en las tramas de los libros que comentamos. Hecha esta advertencia, podemos asegurar que cualquier libro que empiece así, merece ser leído de cabo a rabo:

“En el fondo del Atlántico hay un libro. Yo voy a contar su historia. Quizás conozcan su desenlace, ya que en sus tiempos los periódicos lo refirieron y luego algunas obras lo citaron: cuando el Titanic naufragó durante la noche del 14 al 15 de abril de 1912, mar adentro a la altura de Terranova, la más prestigiosa de las víctimas era un libro, un ejemplar único de los Ruba’iyyat de Omar Jayyám, sabio persa, poeta, astrónomo…”.

 

Así arranca una de las novelas más hermosas y fascinantes que haya tenido la oportunidad de leer este devorador de libros que escribe para ustedes. Samarcanda, una de las exóticas paradas de la ruta de la seda, famosa por albergar el mausoleo de Tamerlán, quien desde sus cúpulas turquesa cuenta la leyenda, convertido en fantasma atisba el horizonte, esperando la resurrección de los muertos, para recuperar la vasta extensión de sus conquistas. Esta ciudad será el escenario de la mitad del relato, en el que veremos pasearse al poeta Omar Jayyam, la oscura secta de los asesinos y otros personajes fascinantes que se pasean por los siglos XI y XII y la otra mitad nos traslada a la Persia que recién arriba al siglo XX, y nos sumerge en intrigas políticas y la injerencia de los imperios occidentales en el Oriente Medio.

Maalouf ha sido constante en sus temáticas durante su carrera literaria[1]. Las escalas de Levante y Los desorientados, por ejemplo, arrancan en la Beirut de su infancia; en su primera novela, por ejemplo, León el africano, uno de los protagonistas más importantes es la ciudad de Timbuctú; en El viaje de Baldassarre, el protagonista es un libro, presumiblemente escrito por el diablo. Leer a Maalouf es entonces un viaje sugerente a un mundo que funciona como bisagra; sus libros son un péndulo que va de la visión del mundo de occidente, hacia la visión del mundo de oriente. El mejor ejemplo sería su bien terminado trabajo, Las cruzadas vistas por los árabes, que resulta en un ejercicio aleccionador de esta posición dual, además de estar bellamente escrito, que se complementa de buena manera con un pequeño volumen, Identidades asesinas, en donde critica la locura de los crímenes cometidos en nombre de la religión o por razones étnicas o culturales.

Escribir más acerca de la novela sería arruinar su magia, que arranca desde la primera línea de su primera página, por eso quizá convenga más, con miras a convencer al lector, hablar de Maalouf, su autor o de Omar Jayyám, el sujeto literario alrededor del cual construye su magistral novela. Como de Maalouf ya hemos apuntado alguna que otra cosa, quisiera dar paso a la voz de Omar Jayyam[2], como la más contundente invitación a visitar no solo las páginas de Samarcanda, sino cualquiera de sus novelas, todas de alta calidad literaria, de la que se obtendrá no solo horas de plácida lectura, sino un cúmulo de conocimientos sobre ese mundo árabe tan hermoso como ajeno para nosotros los americanos.

Dejo entonces la palabra a Jayyam y sus Rubaiyat, versos que también son personajes centrales del hermoso libro que apenas nos hemos atrevido a entrever:

 

LXXX

Tal aroma de vino emanará de mi tumba, que los transeúntes se embriagarán. Tal serenidad rodeará mi fosa, que los amantes no se podrán dejar.

 

XCIV

Brilla la luna del Ramadán. Mañana el sol inundará de luz una ciudad silenciosa. Dormirán los vinos y las jóvenes doncellas en la sombra de los bosques.

 

CXV

La bóveda celeste bajo la cual vagamos, es la linterna mágica lo que el sol a la lámpara. Y el mundo es el telón donde vacilan nuestras imágenes.[3]

  

Maalouf es, en suma, uno de los últimos escritores universales que lo mismo pueden hablar con toda propiedad de una caravana de camellos siguiendo los contornos del río Níger, como de un grupo de amigos que coinciden en pleno siglo XXI en un bar de Beirut de la posguerra o bien que ahonda en sus orígenes familiares hasta encontrar una raíz profunda en Cuba. Es un autor de una obra intimista, de un ritmo literario que atrapa desde las primeras palabras y que nos permite explorar mundos remotos tanto en el tiempo como en la geografía. Para mí, tan ajeno a las afirmaciones totalizantes, puedo sugerir que Maalouf es de los pocos escritores que no puede faltar en una biblioteca que se precie de cubrir lo mejor de la literatura.

[1] Su última obra publicada en español Un sillón que mira al Sena, es una larga investigación sobre los personajes literarios que han ocupado el sillón 29 de la Academia Francesa, el cual Maalouf ocupa desde el año 2012 en reconocimiento por su obra y su incidencia en el diálogo de las culturas, árabe y occidental principalmente.

[2] Sobre Jayyam está disponible una hermosa biografía escrita por el especialista en literatura Medieval, Harold Lamb, editado en español por Sudamericana con titulo Omar Khayyam. Alianza Editorial cuenta en su catálogo  una biografía de Gengis Khan del mismo autor.

[3] Según la versión inglesa de Francis Scott Fitzgerald.


Las maravillas del género epistolar

Confesiones de un devorador de libros…

 

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Dentro de los géneros literarios, hay pocos que nos permiten una verdadera intimidad con sus autores como los diarios y las cartas. Los diarios algunas veces eran llevados libremente, acumulando ideas, visiones, sueños, digresiones, datos interesantes o curiosos, pero tienen la desventaja de que muchos eran llevados con la consciente intención de ser publicados posteriormente. Mientras para algunos era una herramienta para recordar ciertos hechos o situaciones en el futuro, como una especie de apuntalamiento de la memoria, -como la mayoría de los diarios decimonónicos-, otros ya eran concienzudamente armados y estructurados para ser “publicables”, lo que es en absoluto censurable, pero si les resta inmediatez, espontaneidad. En el primer caso encontramos los diarios de muchos escritores, en los que asoma en verdad la mente atormentada o insegura; se me viene a la mente los diarios de Dostoyevski, publicados hace no mucho tiempo por el fondo de cultura económica. Y en el segundo grupo, ese del diario prediseñado con la intención de ser publicado, se me viene como un buen ejemplo Anais Nin.

El otro género literario dado a la intimidad es el epistolar. Por excelencia, el medio de asomarnos a las mentes geniales que en un instrumento tan banal como una carta, descargaban todo su interior y se mostraban –en la mayoría de los casos–, tal como eran. Claro que eso era antes de la era del correo electrónico y del chat de los teléfonos, medios que han hecho completamente innecesario que nos sentemos frente a una hoja de papel para relatarle nuestros pensamientos más íntimos, nuestros miedos o nuestras necesidades más inmediatas a un prójimo dispuesto a leernos.

Creo que habrá pocas ocasiones en que nos encontremos con un volumen epistolar en el que las cartas hayan sido prediseñadas para ser publicadas en algún momento futuro, por la sencilla razón de que las cartas eran un medio de comunicación utilitario, considerado como los periódicos, como destinados a morir al momento de ser leídos. Es cierto que muchísima gente atesoraba las cartas recibidas o las copias enviadas, pero más por motivos sentimentales que por incentivar intenciones editoriales. Así, en las cartas tenemos a la mano un roce íntimo con su autor, del que en algunas ocasiones, podríamos jurar que cuando lo leemos, escuchamos el suave rumor de la pluma cuando rasca el papel dejando sus trazos de tinta. Es, en esencia, una experiencia intimista como toda buena lectura.

 

-II-

En algunas ocasiones, el género epistolar fue considerado como de mal gusto. Casi una lectura folletinesca, como los programas de escándalos de artistas de la televisión. Me atrevería a decir que en todo caso, siempre será más delicioso y gratificante leer una carta de George Sand que una de Laura Bozo. En otras ocasiones, en la medida en que se impuso el buen gusto de editar las cartas con criterios de calidad y contenido de información, como principal motivo para hacerlo, el género ganó adeptos. De allí que en un paseo por cualquier librería, ya sea en Ciudad de Guatemala, o Quito en Ecuador, uno pueda siempre encontrar algún volumen interesante sobre vidas pasadas o remotas, que dejaron fijados ciertos momentos de su intimidad en sus cartas.

Leer estas cartas resulta revelador. Ya alejados de esa pecaminosa sensación del voyeur que se asoma a la intimidad de encajes y sedas por medio de los volúmenes epistolares, parece que logramos entablar un diálogo de menor distancia con su autor. Casi parece, dependiendo de la virtud del autor, que nos platican más que leerlos. Otros rompen esa imagen mítica con su discurso enérgico, apasionado, que uno no puede leer –con independencia de que sea creyente o no–, a San Pablo sin emocionarse por la repentina inmediatez que adquiere cuando empezando la Epístola a los Romanos informa: “…Quiero que sepan, hermanos, que muchas veces me propuse ir a visitarlos para cosechar entre ustedes algún fruto, como entre los demás pueblos; pero hasta ahora me he visto impedido. Yo me debo tanto a los griegos como a los que no lo son, a los sabios como a los ignorantes…”. Porque en los fragmentos litúrgicos del cristianismo hemos recortado estos hermosos textos de forma que sean utilitarios, pedagógicos, pero no textos literarios. Para ello es necesario respetar su integralidad, para que no pierdan la esencia humana del que sostuvo la pluma y realizó los trazos de la palabra; por ejemplo, la hermosa epístola de Martín Lutero en la que cuenta que la iluminación de la Reforma le vino de forma repentina, cuando con intenciones de preparar una disertación, leyendo en la cloaca se topa con la frase que desencadenó todo: “El justo por su fe vivirá”. Si le quitamos las circunstancias de la lectura de la Biblia, perdemos la esencia de ese doctor en teología que se llevaba con toda familiaridad el texto divino para consultarlo en todas partes, incluso al baño.[1]

En otros casos, las cartas nos acercan a ese personaje histórico, convertido en estatua de mármol y nos confronta con su vida íntima, como el caso excepcional de la larga relación epistolar de John Adams con su genial esposa Abigail, cartas en las cuales sentimos que estamos ingresando a un círculo de confianza, como esa hermosa carta recogida por Joseph J. Ellis, en la que le reclama que cuando novios, John se atrevía a mirarle las pantorrillas con descaro, “…since a gentleman has no business to concern himself with the leggs of a lady”[2] o ese momento hermoso cuando justo antes de la boda le escribe a su prometido, luego que ha despachado su equipaje a la granja de Adams en Braintree, Massachussets: “And then Sir, if you please, you may take me.” Pero en el caso de esta pareja, no solo hay amor en sus cartas, sino mucha política, y dice muchísimo de la capacidad intelectual de Abigail las cartas con sus consejos políticos que dirige también a su amigo Thomas Jefferson o incluso a George Washington.

Otras cartas son puro goce, como el maravilloso intercambio entre Anais Nin y Henry Miller, esos amantes tormentosos, (“…Ponte aquel traje precioso que llevabas la primera vez que viniste a Clichy. Quiero ver la blancura de tu carne en contraste con él. Quiero cometer excesos…”[3]), sobre todo cuando alguno de ellos se encuentra de viaje; “…La otra noche pasé por delante de un hotel que se llamaba como mi vino favorito [Anjou]; el letrero luminoso arrojaba sobre las ventanas un extraño resplandor rojo, y cuando miré hacia arriba vi a una mujer apartando las cortinas. Me imaginé que tendría un extraño nombre extranjero. Como ves me estoy volviendo delicado”. Como ambos son escritores con grandes ambiciones, este intercambio es por decirlo de alguna forma prosaica, de altos kilates. Las cartas de Miller como las de Anais están bien escritas, lo que no les resta intimidad, y como muchas de ellas fueron escritas cuando estaban recorriendo la Provenza o Corfú, el diálogo suele estar lleno de referencias maravillosas a los paisajes, a la luz, al olor del mar o los bosques. Uno de los pasajes más hermosos que he leído en mi carrera de lector profesional, corresponde a una carta de Anais, en un viaje por el sur de Francia, en el que describe a Miller un momento tan sencillo como maravilloso, tan cotidiano que es perfecto, cuando lo describe ella:

“Ayer había en la carretera un hombre empujando una carretilla. Con un barril lleno de líquido turquesa. Con un pulverizador, fumigaba las vides, que se volvían de un tono azulado-malva-verdoso. Hermoso. También fumiga las fachadas de las casas, dicho sea de paso, cuando hay vides en la entrada. El insecticida le salpica, de manera que su gorra está coloreada de turquesa, lo mismo que los hombros, su cuello y sus manos. ¡Turquesa! ¿Puedes imaginar el placer de tropezar con este hombre coloreado de turquesa, con un barril rebosante de este color, y una carretilla manchada del mismo color? ¡Un hombre que se ocupa de pintar el mundo!…”[4]

 

Ahora bien, el torrente narrativo de estos dos autores, supera el carácter utilitario del que solemos atribuirle a las cartas y se vuelve un medio para intercambiar las más profundas reflexiones, como cuando Miller se explaya en una meditación acerca de la soledad, “… A veces uno se pone enfermo únicamente para estar solo durante un tiempo. Es una forma que tiene el cuerpo de vencer a la mente. Existen problemas que la mente francamente no puede resolver. Y nos sentimos torturados e impotentes y nos derrumbamos. Caemos enfermos, decimos. De acuerdo. Nos acostamos y, allí tumbados, sin hacer nada, rendidos a los problemas insolubles, poco a poco obtenemos una nueva visión de las cosas. Sucumbimos a ciertas cosas inevitables que no tenemos el coraje de arrostrar mientras permanecemos de pie y utilizamos ese condenado instrumento, la mente. Respeto eso. Hay veces que nadie quiere ayudarnos, ni siquiera la persona que amamos. Tenemos que estar solos. Tenemos que estar enfermos, y sumirnos en nuestra enfermedad. Nuestras almas lo necesitan…”[5]

Hay otros intercambios que exudan poesía. El mejor ejemplo que he encontrado es el interesante volumen que recoge las cartas que se cruzaba el poeta Jaime Sabines y su esposa Josefa Rodríguez, a la que cariñosamente llamaba Chepita. El ejercicio epistolar de este gigante literario, pone en evidencia su genialidad como escritor, pues pasa de los comentarios más cotidianos a insertarle poemas, como una carta firmada en noviembre de 1947, en la que le escribe el poema Nocturno.[6]

Para ir terminando el ejercicio, sin rematarlo, porque quisiéramos regresar a él para seguir recomendando lecturas, hay también cartas atormentadamente hermosas, como las que el malogrado pintor Van Gogh le remitía a su hermano Théo, en las que pasa de la alegría a la melancolía a un párrafo de distancia, como esta de abril de 1889: “Me encuentro muy bien desde hace unos días, salvo un cierto fondo de vaga tristeza difícil de definir –pero en fin– más bien he cobrado fuerza físicamente, en lugar de perderlas, y trabajo. Tengo justamente sobre el caballete un vergel de melocotones al borde de un camino, con los pequeños Alpes al fondo. Parece que en el Figaro ha salido un buen artículo sobre Monet (…) Felizmente, el tiempo es bueno y el sol radiante; y la gente de aquí no tarda en olvidar momentáneamente todas sus penas y entonces resplandece de animación y de ilusiones…”[7]

[1] Lucien Febvre. Martín Lutero, un destino. Fondo de Cultura Económica, México: 2013. Página 57.

[2] Joseph J. Ellis. First Family. Alfred A. Knopf. New York: 2010. Página 6.

[3] Anais Nin y Henry Miller. Una pasión literaria. Correspondencia (1932-1953). Ediciones Siruela, España: 2003. Página 64.

[4] Op. Cit. Página 189.

[5] Op. Cit. Página 164.

[6] Jaime Sabines. Los amorosos. Cartas a Chepita. Booket, México: 2009. Página 40.

[7] Vincent Van Gogh. Cartas a Théo. Editorial Norma. Colombia: 1995. Página 313.


84, Charing Cross Road. Helene Hanff

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

Yo me había paseado por la vida desde hace muchos años con la satisfactoria seguridad de que el mejor libro que había leído (y el que a mí me habría gustado escribir), era El Escriba, de Pedro Orgambide, novela fantástica ambientada en la Buenos Aires de 1930, y a la que en una futura entrega habremos de reseñar. Sin embargo, esa sonrisa interna de satisfacción desapareció un día que, luego de salir de una reunión en el Centro Histórico, me encaminara a mi visita reglamentaria a La Casa de Libros a platicar unos minutos con el hombre que ha leído todos los libros: don Chito.

No está de más comentar que a don Cristóbal (Chito), lo conozco desde que hace un sinfín de años me gastaba los pocos centavos extra que me caían por aquí y por allá en libros, cuando él trabajaba en la Librería Del Pensativo, en el Centro Comercial La Cúpula. Aún recuerdo esa atmósfera amarillenta que le daba a esta librería de ensueño el sol cuando se colaba por las claraboyas del techo, y ese mar de libros que tapizaban el local desde el suelo hasta el techo y que se rebalsaba por mesas, sillas, bancos y cualquier superficie plana que pudiera soportar un libro. El silencio de la librería era un gozo en sí mismo, dado que daba a pocos pasos a la séptima avenida de la zona 9, que ya saben ustedes lo ruidosa que puede ser, si es que aún recuerdan el mundo antes del coronavirus.[1]

El caso es que en la librería de don Chito, husmeando como siempre hasta debajo de las mesas, siempre alerta a la caza de cualquier buen libro agazapado en la sombra, me topé con un pequeño volumen, de pasta dura, de la editorial Anagrama. Consistía en una colección de cartas de Helene Hanff –radicada en Nueva York–, a un librero, Frank Doel, establecido en Londres.

 

-II-

Debo decir que pocos libros han logrado proporcionarme tanto placer. Esa mañana, tomé el libro y lo atenacé como si alguien quisiera quitármelo (¡ojalá pase algún día!, podré morir tranquilo), como si en Guatemala alguien fuera capaz de pelear por un libro. Pero ya ven, soy un ser estropeado por la literatura.

Decía que sólo Samarcanda, de Amin Malouf, El escriba de Pedro Orgambide o El coloso de Marusi de Henry Miller, me habrán dado igual placer que leer este pequeño y delgado volumen de Hanff. La historia es sencilla en apariencia: una escritora en ciernes, la misma Helene Hanff, entabla una relación epistolar con la librería Marks & Co., apenas terminada la guerra, en 1949. Digo que con la librería porque a pesar de que principalmente se dirige a Mark Doel, poco a poco, conforme pasan los años, maravillosos años de cartas y libros y lecturas que van y vienen de ida y vuelta a través del océano Atlántico, los demás dependientes de la librería se van integrando al intercambio de cartas y notas. Las cartas tratan principalmente –¡cómo no!–, de libros. Es decir, Hanff escribe para hacer pedidos de libros muy especializados y escasos, de esos que sólo ciertas librerías de viejo, con sabuesos que se recorren la ciudad entera visitando otros negocios o bibliotecas en venta, van alimentando sus anaqueles.

 

Hasta aquí, querido lector, probablemente usted esté pensando que me falta un tornillo o bien estará pensando si apagó la televisión o si le pondrá una o dos cucharadas de azúcar a su café. Pero ¡oh, amigo lector! No se llame a engaño, como decía Pepe Milla en sus novelas, que la historia, aparentemente sosa, como película de Hallmark, con cada carta va tomando altura hasta convertirse en su última, triste e indeseable página final, en un verdadero canto de amor al oficio del librero, de la lectura y de la caza de libros antiguos. El libro, aunque suene a cliché y yo lo use de tanto en tanto, literalmente se escurre entre los dedos; usted no podrá dejar de pensar en qué dirá la carta que sigue, y con sorpresa mezclada de culpabilidad por haber sido tan poco previsor, terminará con el libro en su página 126 y verá que no hay más. El libro lo ha terminado y deberá releerlo una vez y otra más para seguir gozándose ese intercambio inteligente de opiniones.

«Su anuncio publicado en la Saturday Review of Literature dice que están ustedes especializados en libros agotados. La expresión “libreros anticuarios” me asusta un poco. Porque asocio “antiguo” a “caro”. Digamos que soy una escritora pobre amante de los libros antiguos y que los que deseo son imposibles de encontrar aquí salvo en ediciones raras y carísimas, o bien en ejemplares de segunda mano en Barnes & Noble que, además de mugrientos, suelen estar llenos de anotaciones escolares…».

 

Este es el arranque del libro, el primer párrafo de la primera carta que nos promete una lectura fluida, sin complicaciones y sobre todo, sin pretensiones. Este es el tono informal que siempre mantiene Hanff a pesar, o bien por todo el tiempo que mantiene la relación epistolar, que dura veinte años. Llama la atención que tuviera que recurrir a un librero en Londres, cuando uno presume que en Nueva York siempre han existido esas monumentales librerías como la Barnes & Noble de Union Square, con sus cinco pisos de libros, o The Strand, con sus 28 kilómetros de anaqueles atiborrados de volúmenes. Pero si usted, a la par de Hanff, le da una hojeada a Yonqui, la vívida y cruda novela autobiográfica de William S. Burroughs, sabrá que la ciudad que nunca duerme es una ciudad que guarda muchos secretos, a cuales más tenebrosos.

Pero aquí estamos hablando de un libro sonriente, de esos que lo dejan a uno con la sensación de haber pasado un muy buen rato con personas que nos caen bien, de las que cuando se van dejan un halo de buena vibra, como las macetas de cola de quetzal que tenía mi abuelita colgadas en el corredor de su casa, que rebozaban de verde, en una explosión de luz y hojas que llegaban hasta el piso.

 

«El Newman llegó hace ya casi una semana y ahora comienzo a recuperarme de la impresión. Lo tengo junto a mí todo el día, en mi mesa de trabajo, y de vez en cuando paro de escribir a máquina y alargo la mano para tocarlo. No porque sea una primera edición, sino porque jamás he visto un libro tan bello. Saberme su propietaria me inspira un vago sentimiento de culpabilidad…».

 

¿Lo ve? ¿No es acaso una maravilla? Es un libro para leer en voz alta, a la luz de las 3 de la tarde de un sábado en un balcón, si es que lo tiene. Si no, espere a que pase la covid-19 y lléveselo a un parque y deletréelo tumbado en la grama, o incluso, en los jardines de la UFM. Es un absoluto goce su lectura, que merece que destape una cerveza y se tumbe en un sofá a leerlo y releerlo. Es un canto de amor de una escritora extremadamente inteligente e interesante, y su comprensivo y poco exaltado librero.

 

«¿Tienes el Viaje a América de De Tocqueville? Alguien tomó prestado el mío, y no me lo ha devuelto. ¿Por qué será que personas a las que jamás se les pasaría por la imaginación robar nada encuentran perfectamente lícito robar libros?».

 

Sea feliz: lea a Hanff. Se lo merece.

 

[1] Ahora que recuerdo, El Escriba lo compré en la librería De El Pensativo, junto con un título de Oswaldo Soriano, Triste, solitario y final… que derrocha felicidad desde su portada.


¿Qué será del arte después de la COVID-19? Radiografía de una realidad que superó a la ficción

Martín Fernández-Ordóñez, curador de Casa Popenoe, responde a esta compleja pregunta en el ensayo que les presentamos en el enlace. Fernández-Ordóñez analiza la situación de algunas de las principales instituciones del mundo del arte durante la última década, hasta llegar al contexto guatemalteco actual.

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«Encyclopédie». El triunfo de la razón en tiempos irracionales. Philipp Blom.

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

-I-

Todavía recuerdo, antes aún de haber escuchado siquiera mencionar el nombre de Jorge Luis Borges, una historia que contaba mi papá en las sobremesas, mientras pudimos tenerlas. Era la historia de un amigo suyo, Juan Fernández, español, vendedor de enciclopedias que conoció cuando ambos vivían en la Casa de Huéspedes Quetzal. Contaba que, para visitar a Juan, uno entraba a su habitación y cual laberinto del Minotauro, debía seguir un estrecho camino que le marcaban altas paredes de libros hasta desembocar en su cama y una silla; breve espacio libre en donde apenas había lugar para conversar. Juan habrá vendido muchos libros en aquellos remotos años de juventud en que ambos coincidieron, pues cuando llegué yo a conocerlo, él ya era un importante personaje del mundo de los libros en su natal España, país al que había regresado y en donde llegó a ser propietario de una casa editorial.

Luego, cuando leí a Borges y su descripción del Paraíso materializado en una Biblioteca cuando conversaba con Osvaldo Ferrari, o sus cuentos como la Biblioteca de Babel, la referencia a Juan Fernández fue inevitable. Me regodeaba en recrear mentalmente ese hermoso laberinto de libros o espiral de libros, que debíamos franquear para ganarnos el privilegio de la charla con un amigo. Luego vino Umberto Eco y su descripción de la biblioteca terrible del monasterio en el que sucede la acción de El nombre de la Rosa, esa biblioteca que mata a quienes osan consultar los libros prohibidos. Todo esto para decir que las enciclopedias han sido un objeto con permanente presencia en mi vida, tangible o intangible desde que tengo memoria, pues mi papá era un hombre de enciclopedias. Tenía de todo tipo, desde la Enciclopedia del Hogar –en donde se enseñaba a reparar muebles hasta cómo pegar un botón–, a una Enciclopedia de Consulta Psicológica, en la que se podía leer temas con nombres tan hermosos como la Melancolía; o el clásico concepto de la Enciclopedia como tal, fuese la Salvat de delgados tomos rojos con doraduras o la Hispánica, que desde su alto estante, soberbiamente en cuero y letras doradas en los lomos, esperaba a que la curiosidad la abriera.

Decía mi papá en aquellos tiempos en que se podía conversar con él en armonía, que el mejor ejercicio mental que todo hombre debería de hacer, era tener un tomo de una enciclopedia en la mesa de noche y cada día (al levantarse o al irse a dormir, escoja usted), tomar el tomo y leer en forma ordenada, sistemática, un artículo o entrada. Decía mi papá que con eso se lograba no solo disciplina, sino además, maravilla de maravillas, conocimiento. Recuerdo que su forma de irnos sumergiendo a sus hijos en ese mundo tan intimidatorio de los tomos grandes y pesados de las enciclopedias o de los diccionarios, era un procedimiento relativamente sencillo, pero que resultaba angustioso e incómodo para un niño que busca siempre cumplir lo más rígidamente posible la ley del mínimo esfuerzo: cuando uno de nosotros, (¡oh, inocente criatura!), llegaba a hacerle cualquier consulta, por ejemplo: ¿Papá, qué significa ponderoso? O bien: ¿Papá, qué pasó en Austerlitz?, la respuesta invariable era una mirada de triunfo en sus ojos, un destello, y la consabida frase: Jálate el diccionario, o bien, búscate el tomo de la enciclopedia y traétela.

Ese mecanismo, desquiciante para muchos niños, a mí me pareció un descubrimiento alucinante. Recuerdo que tenía 10 tomos de un maravilloso Diccionario Enciclopédico Sopena, mitad superior gris, con frisos griegos y mitad inferior en simulación de cuero rojo. Los esquemas y dibujos eran una maravilla para la contemplación, y para un lector como el que esto escribe, se podía perder una tarde entera hojeando los tomos gruesos, solo por el placer de agotar las hermosas ilustraciones, cosa que me pasó más de una vez, pagando las consecuencias de terminar la tarea a la hora de las caricaturas o bien ya en el horario prohibido para estar despierto. Nunca logré dormir con un tomo de la enciclopedia en la mesa de noche, pero sí adquirí la costumbre de domar la ignorancia a fuerza de recurrentes lecturas de artículos de la enciclopedia (cualquiera que estuviese a la mano) y las inevitables consultas al diccionario.[1]

Luego crecí. Pasé por la horrorosa experiencia de la adolescencia en que todo causa fastidio, mal humor, se pierde el interés por conversar con los padres y de escuchar sus historias; vino el divorcio y demás dramas familiares tan comunes, pero me quedó el amor por los libros y así, al sol de hoy, yo también llegué a ser un hombre de enciclopedias y diccionarios. Aunque conservé un par de colecciones de mi papá, aún lamento no haberme preocupado por rescatar el Diccionario Enciclopédico Sopena, que se habrá quedado en algún rincón acumulando polvo y olvido.

-II-

Se explica entonces por todo lo anterior, la entusiasta recomendación de esta semana. La emoción inicia desde la contraportada del tomo gris de Anagrama, que nos invita:

“En París, en el año 1750, un grupo de jóvenes inquietos se propuso el simple objetivo de preparar la modestia traducción de un diccionario inglés, lo que según esperaban les serviría para pagar el alquiler y costearse la vida durante unos años. Sin embargo, el proyecto fue creciendo hasta convertirse en la mayor empresa de la industria editorial de aquellos tiempos…”.

 

El libro de Blom es una exhaustiva investigación del proceso que sufrió esta idea. Sus mutaciones, su crecimiento hasta llegar a ser la gloriosa hazaña intelectual que constituye hoy en día. El libro es un cúmulo de emociones que nadie que no se dé a la tarea de leerlo podrá comprender del todo. No es una novela, es una investigación académica detallada de los años que tardó en germinar el proyecto y resultar en esos tomos que se recibían todavía con olor a tinta recién prensada, por el mecanismo de la suscripción periódica. Sin embargo, el tono del relato es tan fluido, pero a la vez tan trepidante, tan bien contado, que las páginas literalmente se le deslizan a uno hasta agotar el libro. Pareciera más que leído, contado todo el proceso enciclopédico.

Aunque de género literario completamente distinto, su lectura remite a Hombres buenos, el libro de aventuras de Arturo Pérez Reverte, de dos enciclopedistas de la Real Academia de la Lengua a quienes les es encomendada la misión de adquirir e ingresar al reino español una primera copia de este monumento del conocimiento cruzando los Pirineos.

La aventura de la Enciclopedia, de acuerdo a Blom empieza como tantas otras grandes odiseas humanas alrededor de una mesa de madera y vasos de vino o cerveza. En plena bohemia, en una ciudad de París que se debatía entre doraduras de salones de tertulia cultivada y callejones repletos de basura y ratas, tres jóvenes estudiantes universitarios sueñan con alcanzar la riqueza y el renombre gracias a una empresa intelectual. No sueñan con batirse en duelo, robar las joyas del rey u otras ideas disparatadas. Son hombres modernos en realidad, pues sueñan con una empresa intelectual que sea sostenible en el tiempo y que les aporte beneficios económicos. De esas discusiones entre vapores de alcohol, tres amigos: D’Alembert, Diderot y Marmontel, tomó forma poco a poco una figura modesta. Primero fue realizar una traduccion de determinado diccionario en inglés[2] al francés, el 17 de diciembre de 1745. Pero los ensueños crecieron en la mente de estos tres inquietos hombres y surgió la idea brillante: ¿por qué no lanzarse a una empresa más ambiciosa, la creación de una obra que concentre el conocimiento humano, escrito por las mentes más brillantes de la época?

No pretendemos arruinar los detalles de esta tan ilustrativa como entretenida obra, más que para encender el entusiasmo por ella. Así, ahorraremos aventuras y desventuras, cárceles, persecusiones, amantes, etcétera, y daremos un perfil general, magro de detalles. Empezando por el esquema de financiamiento del proyecto:

“… Entretanto, los preparativos del Prospectus avanzaban a buen ritmo, y en noviembre de 1750 Diderot, D’Alembert y los libreros asociados podían anunciar finalmente al mundo la futura publicación de una gran obra, proyectada para abarcar diez volúmenes, que se publicarían a intervalos de seis meses, pagaderos por suscripción de la siguiente forma: un primer pago de 60 libras a cuenta, más otras 36 libras a la entrega del volumen primero, 24 libras por cada uno de los volúmenes segundo a octavo, y 40 libras por los dos últimos, que incluirían unas 600 ilustraciones y su explicación: 304 libras en total (equivalentes a unos 3,500 euros de hoy), pagaderas en cinco años…”.

 El proyecto editorial al final habría de obedecer el destino de todo plan humano: se extendería muchísimo más allá de su modesto origen y rebasaría por mucho la intención original. Veinticinco años después de publicado el prospecto ofreciendo la obra, esta se había estirado hasta abarcar 28 volúmenes y habría costado a quien mantuviera el interés y la paciencia, alrededor de 3 veces el precio original, de acuerdo a la demanda en contra de los libreros de un comprador ofendido: Luneay de Boisjermain.

El 1 de julio de 1751, se presentó al público el primer tomo de la que luego sería la famosa y codiciada Encliclopedia. Abría con un discurso preliminar preparado por D’Alembert, en el que según Blom: “…se bosquejaba a grandes rasgos el mundo tal como lo veían los enciclopedistas; un mundo organizado, un mundo en el que todo ocupaba su lugar y tenía su valor, de acuerdo con su utilidad para promover el desarrollo de la humanidad a través del conocimiento, la justicia y el progreso…”, y contenía aproximadamente 4,000 artículos, de los cuales 1984 fueron preparados por Diderot, 199 por D’Alembert y el resto por una amplia red de autores a quienes les fueron encomendados los textos, entre los que resalta Jean Jacques Rousseau que aportó 20, y 484 de un enciclopedista tan brillante como desconocido, el abate Edme Mallet, que se encargó de los textos relativos a la religión.

La obra fue recibida con entusiasmo por algunos y con miedo por otros. Blom recoge un testimonio de la época:

“Con su errabunda y a la vez científica imaginación, Monsieur Diderot querría inundarnos de palabras y frases. Ésta es la queja que presenta el público en su primer volumen, aparecido hace muy poco. Pero una documentación infinitamente copiosa y su certero gusto por una argumentación muy válida compensan estos detalles superfluos. Tras haber recibido el primer volumen con gran interés, el público está ya deseando más…”.

 

A juicio del autor, los mejores tomos de la colección, los mejor logrados, escritos e impresos, fueron los tomos IV, V y VI, que surgieron al mundo en octubre de 1754, noviembre de 1755 y octubre 1756, bastante más despacio de lo que originalmente había ofrecido el prospecto, pero que en cambio ofrecía artículos firmados por los intelectuales más conocidos de su época, lo que daba garantía del sólido contenido de sus volúmenes.

Como si se tratara de uno de esos juegos literarios del ya citado Borges, uno de los artículos más hermosos y completos contenidos en esta sección fue el dedicado a la entrada ENCYCLOPEDIE, que con “… 35000 palabras (…), es quizá, el más importante de los veintiocho volúmenes de la obra: es a un tiempo, un manual acerca de cómo compilar y escribir una enciclopedia y, lo que es igualmente importante, acerca de cómo leerla; es un tratado sobre el lenguaje y una oda a la libertad; un reconocimiento sorprendentemente sincero de los defectos de la Encyclopédie y una enardecedora invocación de sus ambiciones…”.  

Asi avanza la obra de Blom, desmontando la Enciclopedia y las vidas de los hombres que se volcaron en ese imposible esfuerzo por sistematizar y registrar el progreso humano. Atesorando detalles, como que el principal dibujate del proyecto fue Louis-Jacques Gouissier, quien se pasó años viajando y queriendo registrar con el ojo antes que con la pluma los objetos que los artículos describían; o las aventuras amorosas del arisco Diderot, o los fantasmas que torturaban la mente del matemático brillante que fue D’Alembert. Como un regalo adicional del libro, es hermoso el retrato de la ciudad de París de la Ilustración –años antes de soltarse los demonios de la Revolución–, que arranca en el primer capítulo, pero que crece hasta regarse como mancha de acuarela por cada uno de los párrafos de la obra, para convertirse en ese personaje cuasi invisible que contiene toda la aventura intelectual en sus puentes, canales, callejones, arcos y posadas.

El proyecto concluiría exitosamente un cuarto de siglo después, con un Diderot agotado, pero satisfecho. Los jesuitas, enemigos jurados del proyecto, que lograron su prohibición y luego, cuando el proyecto ya era demasiado grande y la red de investigadores, escritores, impresores y distribuidores tan densa, siguió su curso en la clandestinidad, terminando por fin el 25 de abril de 1766 en una granja en las afueras de París, cuando se embalaron los últimos ejemplares (4,000) del tomo número XVII de la magnífica obra, siendo complementados ocho años después, en 1772, por los volúmenes de las ilustraciones que consumaban este monumental esfuerzo intelectual.

Tras un largo recuento del fin de los enciclopedistas claramente teñido de suave nostalgia, Blom nos cuenta el fin de la columna vertebral de la Enciclopedia. Diderot muere el 31 de julio de 1784, en compañía de su familia, mientras almorzaba. Había tomado una sopa, un poco de cordero guisado y de postre un melocotón. Se reclinó sobre la mesa y murió. Hermoso detalle para cerrar un libro escrito con tanta pasión y amor por el dato preciso.

-III-

Colofón: en la biblioteca Ludwig von Misses de la Universidad Francisco Marroquín se encuentra, bajo delicada custodia, la biblioteca del único enciclopedista centroamericano, José Cecilio del Valle. En uno de sus anaqueles duermen los volúmenes de la Encyclopédie que adquirió este hombre brillante para sí. Queda pendiente escribir esa aventura de cómo los tomos impresos en París a finales del siglo XVIII resultaron contenidos en la biblioteca de este hombre de intelecto brillante, perdido en una oscura república montañosa del centro de América.

 

[1] Cuando he tratado de repetir el modelo paterno con mis hijas, luego de sugerir que vayan por el diccionario o la enciclopedia viene el touché de sus respuestas: “No gracias papi, mejor lo busco en google”, con una de esas sonrisas que derretirían el corazón del reino del invierno.

[2] La obra era la Cyclopaedia de Ephraim Chambers


“¿Cuántos soldados se necesitan para enterrar a un conejo?”, de Marta Sandoval

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

-I-

Creo pertenecer a esa última generación que tuvo la dicha de complementar su educación con lecturas de las páginas de los periódicos, esa “insólita herramienta de aprendizaje”, como le llamara Vera Brittain. Al hacer un poco de memoria, recuerdo por ejemplo los formidables artículos sobre la historia de Guatemala que los domingos, en la Revista Domingo de Prensa Libre (que hoy languidece como mero panfleto para gente que lee poco y no le interesa nada, con el reducido título de Revista D), publicaba el fallecido Guillermo Poroj. Recuerdo también las lecciones de historia que desde su columna impartía don Álvaro Contreras Vélez o la cultísima María del Rosario Molina, que sabía jugar con lecciones de lenguaje e historia de forma tan hábil que su recopilación de textos ocupa hoy en día un lugar preferencial en mi biblioteca.

Los periódicos de aquel entonces contenían extensos artículos en los que uno podía zambullirse a conciencia y emerger de sus páginas un poquito menos ignorante. Recuerdo aún el magnífico texto de Poroj sobre el polémico tratado de límites entre Guatemala y México, que en dos entregas nos narró a sus lectores los entretelones de dicha negociación, o bien los textos de don Pedro Santacruz Noriega, en los que perfilaba la figura de Justo Rufino Barrios que luego acumulara en 4 tomos invaluables que también me esperan a cada poco para regresar a ellos cuando preparo las clases de historia.

Recuerdo que, en esos años, era un placer leer los periódicos. Por ejemplo, el diario El Gráfico, complementaba sus noticias con unas infografías maravillosas capaces de resumir una nota en un vistazo, narrando un golpe de Estado en las Filipinas o el fraccionamiento de la antigua Yugoslavia. Ese diario tenía una sección cultural desde la cual se derramaban lecturas nuevas por descubrir, gracias a las entrevistas a autores o reseñas literarias. Lo mismo pasaba con Prensa Libre y su sección cultural, que sobrevivió hasta hace unos pocos años con una calidad excepcional hasta que los diarios digitales vinieron a darle un carpetazo definitivo.

También se podía recurrir a las páginas de las revistas, entre las que destaca dignamente Crónica, bajo la dirección de don Francisco Pérez de Antón y los criterios editoriales de Haroldo Shetemul, gracias a los cuales pudimos leer textos de historiadores y académicos de renombre como Ramiro Ordóñez Jonama o Regina Wagner. Su sección cultural era un verdadero placer, pues abarcaba todas las artes y de la que recuerdo con especial aprecio la sección literaria, escrita por León Aguilera Radford, a quien le debo el haber descubierto por nombrar un par, a sir Vidia Naipaul y Naguib Mahfuz, y que la vida me permitió agradecérselo acodados en la barra de Shakespeare’s.

Luego vino la era de las pantallas y la lectura se fue al carajo. La lectura como Dios manda, quiero decir, en papel oloroso y crujiente y se nos vino encima ese mundillo aséptico de las pantallas luminosas y la memoria fugaz en la que tratan aún de sobrevivir ciertos periodistas culturales que, día a día, luchan por hacerse escuchar en este mundo embobado en sinsentidos y cosas sin trascendencia como la vida de las Kardashian o los enredos amorosos de seres sin alma como los que pueblan los mal llamados reality shows.

-II-

No obstante este mundo tecnológico indescifrable, aún saltan sorpresas en los magros diarios que llegan a mi mesa día a día o en revistas que se resisten a esa ola de simpleza que avasalla a nuestras sociedades. Todavía periodistas y escritores de la lucidez de Francisco Méndez, Julie López (en su muy particular área de especialización), Méndes Vides, Luis Aceituno y Marta Sandoval nos sorprenden con sus textos bien investigados y sobre todo bien escritos, desafiando la bobalización.

En este sentido, los textos de Marta Sandoval resultan especialmente enriquecedores, pues además de tratar temáticas variadas, con marcada preferencia por la historia, nos trasladan a escenarios de los que salimos satisfechos, pues en definitiva somos menos tontos que cuando nos adentramos en ellos. En FILGUA 2019[1] tuvimos la agradable sorpresa de ver publicado un primer libro recopilatorio de sus textos publicados originalmente en elPeriódico. Ya fuera en las páginas normales del diario en las de la magnífica y lamentablemente breve revista dominical El Acordeón, Marta ha tratado temas por demás disímiles entre sí, pero investigados con profesionalismo, resultando textos profundos y serios que, diría yo, son ejemplo del periodismo de investigación al que los lectores comunes le debemos tanto.

Así, un libro como ¿Cuántos soldados se necesitan para enterrar a un conejo? es todo un acontecimiento, pues constituye un esfuerzo de recuperación de textos valiosos que de otra forma quedarían entregados al olvido por la fugacidad de su continente. Esos periódicos que desechamos a diario, a menos que sea usted como yo, un animal prehistórico que todavía se dé a la tarea de recortar y atesorar los artículos y textos que le parecen interesantes, publicados en estos medios cada vez más escasos de contenido y circulación.

Así, la suerte ha querido que yo pueda prescindir de la colección de textos de Marta Sandoval recortados de los diarios que guardaba y los pueda volver a apreciar en una relectura, ahora en el formato de libro. Aclaro que el trabajo de Marta no me es ajeno, pues incluso utilicé algunos de esos recortes para documentar mi biografía periférica de Gómez Carrillo, y contribuí con ella cuando dirigió la sección cultural de la revista ContraPoder, con textos históricos. La suerte ha querido que volvamos a conversar ahora que colabora con sus formidables textos en una nueva revista a la que le deseamos larga vida, ConCriterio

Me entusiasmó volver a leer su maravilloso texto Eso lo toqué ayer, una  emocionante investigación de la vida y destino de un músico guatemalteco, saxofonista genial que sucumbió a los demonios del alcohol y el olvido en la Guatemala ingrata de los años setenta, o ese texto magníficamente logrado en el que nos lleva al lago de Atitlán, a una comunidad que ha sido “poseída”, y en la que se sumerge Marta como todo buen periodista para relatarnos la vida diaria de una comunidad en la que el demonio se ha empeñado en dominar.  La colección de textos es variada, así que promete unas horas de entretenida lectura, gracias a una prosa limpia que invita a leer una página más, y otra, y otra, hasta agotar el libro de pasta a pasta. Un afortunado acontecimiento, su publicación.

 

[1] Cabe apuntar que cosa extraña para un país que uno creería de pocos lectores, el libro de Marta se agotó apenas presentado en el marco de la feria. La explicación que varios amigos libreros ofrecieron, fue que un gran grupo de guatemaltecos jóvenes, rama rebelde de los incomprensibles millennials, leen de forma activa y continua y que gastan una buena parte de sus ingresos en –¡oh, increíble sorpresa!–, libros.

 


Moby Dick. Herman Melville

Rodrigo Fernández Ordóñez

Confesiones de un devorador de libros…

 

Podría suponerse que un tipo de recomendación literaria como esta se hace por comodidad, por evitar riesgos. Moby Dick, todos lo sabemos, es un clásico de la literatura y también, cómo no, del cine. Todos, o algunos, recordamos esa formidable actuación de Gregory Peck en la furibunda encarnación del capitán Ahab, y esa hermosa escena del sermón del pastor, subido en el púlpito que asemeja un castillo de proa en miniatura. Nuevas versiones han salido, casi al mismo tiempo; una con el nombre equívoco de El corazón del mar, y otra que no recuerdo el nombre, y ante el riesgo de la equivocación, mejor la omisión.

En todo caso, le será útil saber al lector que Moby Dick, pese a ser un clásico de la literatura, de ser considerada la novela fundacional de la tradición literaria estadounidense y otro sinfín de títulos que hacen más estorbo que ayuda para quien se decida enfrentar su lectura, resulta estar dentro del top 10 de las novelas de las que todo el mundo habla, pero que muy pocos han leído. En este tipo de listas de rankings (perdón los anglicismos, pero en español es imposible citarlos sin ser más una explicación que un nombre), a las que son tan aficionados los mismos estadounidenses y participantes activos de trivias, aparece invariablemente esta novela, las más de las veces ocupando los primeros lugares, honrosamente acompañada por El Quijote y Crimen y castigo.

Es entonces esta novela uno de esos fenómenos de la comunicación en el que las personas han aprendido su trama por ósmosis, pues pese a que ni se han tomado el tiempo de hojearla, parecen saber los vericuetos de la trama con aceptable profundidad. La magia del cine.

Esto, en esencia, no tiene nada de malo. Personalmente soy un lector tardío de Herman Melville, y a eso se deben estas líneas, pues de la lectura de esta novela a mis cuarentaitantos años, pasados veintiocho siendo un lector profesional que literalmente devora libros, la experiencia me ha dejado alucinado.

Aunque la costumbre atribuye su lectura a ese lejano paraje de lecturas de formación, las que se hacen en la adolescencia, yo evité racionalmente su lectura durante muchos años. El motivo fue más bien trivial; mi papá tenía una edición de la novela por Bruguera, en pasta de cuero teñido de verde suave, el título al lomo veteado de doraduras. Recuerdo que siempre lo veía de pequeño con hambre de leerlo algún día, cuando tuviera la capacidad de devorarme tamaño volumen. Sin embargo, el tiempo pasó y su lectura fue quedando pospuesta hasta que finalmente el hermoso volumen desapareció de la biblioteca y nunca más supe de él. Así que con consciente necedad, me prometí no leerlo hasta volver a obtener un ejemplar de aquella colección, de la que aún hoy atesoro con especial cariño las obras completas de Shakespeare encuadernadas en hermoso cuero vino tinto y una desguajada Divina Comedia que de tanto ser leída ha ido perdiendo página y páginas, en cuero rojo.

-II-

Como el volumen verde, o alguno de sus hermanos nunca regresó a mis manos, su lectura quedó rezagada, hasta que un día de tantos decidí llenar ese vacío cultural que, aquí entre nos, me atormentaba de forma moderada la conciencia. Conseguí una buena edición de Penguin Clásicos, con introducción de Andrew Blanco y me zambullí entre sus páginas. La lectura tardía me costó algunas bromas. Cuando más de algún listillo se me acercó y me preguntó si no lo había leído ya en la secundaria o que él lo había leído a los quince años y algún otro comentario inútil por el estilo. Pero la experiencia valió la pena. Efecto igual al obtenido cuando hace un par de años releí La isla del tesoro, de Stevenson, que sí había leído en esa adolescencia llena de aventuras. Recuerdo con escalofríos aún, esa sensación de zozobra que se obtiene al leer las primeras páginas del relato de piratas, con ese hombre de pata de palo haciendo cloc, cloc, cloc, en el camino a la posada o los  piratas emergiendo de la niebla, cantando aquella terrible canción de los quince hombres sobre el cofre del muerto rebotando en las paredes del desfiladero.

De Melville se obtiene la sensación de haberse paseado por una mente portentosa. La misma estructura de la novela propicia esta impresión, pues se va armando en círculos concéntricos, con un amor por el detalle en las descripciones que, en verdad, con la debida atención y abandono en la lectura, podemos sentir que estamos caminando en las calles lodosas y ventosas de New Bedford, para entonces la capital de la caza de ballenas.

El tema para el lector de hoy, podrá ofender algunas sensibilidades. En esencia, es el relato de la vida y aventuras de esos hombres que durante al menos un par de siglos abandonaron la seguridad de la tierra firme y el calor de sus hogares para salir a buscar en los inmensos mares de nuestro planeta a una codiciada criatura a la cual arrebatarle su grasa. Podríamos decir que es profundamente antiecológico para el día de hoy. Pero también es un sólido documento histórico que recoge toda una época en la que el petróleo no se utilizaba con la intensidad de hoy en día, y la luz y el calor se obtenía de matar cetáceos. Sin embargo, su autor reconoce lo terrible de los hechos que narra, y esta contraposición, entre lo hermoso y lo terrible, es otro de los hilos narrativos de esta magnífica novela. Por ello en dado momento de su historia, afirma:

“A pesar de su vejez, de su única aleta y de sus ojos ciegos, debía morir asesinada para alumbrar las alegres bodas y otras fiestas de los hombres, y también para iluminar las solemnes iglesias donde se predica la incondicional prohibición de hacer daño a cualquier criatura viviente…”.

Esta es la historia y la belleza de Moby Dick, la reconstrucción de un mundo desaparecido gracias a los avances tecnológicos, pero retratado con tal detalle que nos mantiene al vilo de la historia. Es también en cierta limitada forma, la imagen de ese Estados Unidos previo a la Guerra Civil, pues al ser escrito en 1851, todavía no habían retumbado los cañones. Recordemos que el mismo Melville hizo al menos un viaje en un ballenero, y se pasó muchos años investigando y documentando cada uno de los párrafos de su monumental novela, que dicho sea de paso, al salir publicada originalmente, no causó mayor interés en los lectores.[1]

El mismo arranque de la novela es fantástico. Ese “Llamadme Ismael”, con que empieza el relato nos traslada de inmediato a una barra de una posada y al olor de la cerveza y el ron corriendo por raudales, tintineo de vasos y risas apagadas. Denota también una larga meditación previo a tomar la pluma y sentarse a escribir. Luego, al avanzar vemos que Ismael va creciendo como narrador, preocupándose por el más nimio detalle de su historia, como por ejemplo las páginas que, como un cuaderno de notas inserta dentro de su narración, describiendo los diferentes tipos de ballenas de las que, para entonces, se tenía conocimiento. O bien el capítulo LV en el que agota las interesantes referencias bibliográficas sobre la iconografía de las ballenas. Las descripciones de los barcos y de la propia faena de la cacería y el desguace de la ballena hacen de esta historia una “novela-río”, un esfuerzo total por meternos de lleno en el mundo ballenero norteamericano del siglo XIX.

“A través del Pacífico, y también en Nantucket, Nueva Bedford y Sag Harbor, pueden encontrarse animados dibujos de ballenas esculpidas por los propios cazadores en dientes de cachalotes, o en ballenas de corsé hechas con las barbas de la ballena, así como otros skrimshander, según llaman los marineros a los innumerables objetos ingeniosos que tallan laboriosamente, durante las horas de reposo, en el material bruto. Algunos de ellos tienen estuches con instrumentos que parecen de dentista y están concebidos para tallar esos skrimshander. Pero en general, se las arreglan con sus navajas: con ese instrumento, omnipotente para el marinero, hacen cuanto se nos antoje, guiándose por su fantasía marina…”[2]

La ventaja de leerlo fuera de tiempo por primera vez, aunque Borges insistentemente nos recomendara su lectura desde sus prólogos, ensayos y conferencias, es que uno puede escoger entre vivir la aventura de formación de ese joven Ismael o bien, que es la que más me interesa a mí, inclinarse por la lectura de la novela como espejo de su sociedad y su momento. Podría incluso arriesgar el término: como documento histórico. Porque por más que sean hechos de ficción, la propia circunstancia vital del autor y su vasta investigación nos permiten la excepcional oportunidad de viajar en el tiempo. El capítulo XLVIII. El primer descenso, es un relato magistral de este mundo de hombres, peleando en contra de animales de tamaño descomunal.

Es un mundo de hombres, eso sí. En la lista de la tripulación hay hombres venidos de todos los rincones del mundo (Dinamarca, Las Azores, Nueva Zelanda, Holanda, Francia, Islandia, Malta, China, etc.), pero a las mujeres apenas las entrevemos. Más que verlas, las escuchamos mencionar, como cuando habla un viejo marinero de la Isla de Man: “…Bailaré sobre tu tumba, sí, bailaré sobre ella: ésta es la peor amenaza de las mujeres que, de noche, hacen frente a los vientos en las esquinas…”, en clara alusión a las prostitutas que esperan a los marinos en cada sórdido puerto de sus escalas. Entonces el mundo es brutal.

“…se necesita un brazo fuerte y nervioso para hundir el primer hierro en el pez, porque a menudo, en lo que se llama un tiro largo, la pesada arma debe arrojarse a una distancia de veinte o treinta pies. Mas por prolongada y extenuadora que sea la caza, el arponero debe remar siempre con todas sus fuerzas; en verdad, debe suministrar un ejemplo de sobrehumana actividad a los demás hombres, no sólo mediante sus remadas extraordinarias, sino también con repetidas exclamaciones estentóreas e intrépidas: y nadie sabe –salvo quienes lo han experimentado- lo que significa aullar a pleno pulmón con todos los músculos en tensión y a punto de estallar…”.

 

El relato, por largo aliento parece propio del oficio de los marinos. Una historia armada exprofeso para matar el tiempo de las prolongadas esperas entre un avistamiento de ballenas y otro. En ese sentido nos transmite a ratos el mismo hastío que viven los soldados entre batalla y batalla. La terrible espera entre un disparo de adrenalina y otro. Ismael se la pasa leyendo, tomando notas, conversando con los marinos. Pero también como nos da visos de la intimidad del camarote, nos regala vistazos breves de esa intimidad del escritor, como cuando cuenta, a propósito de la piel de las ballenas: “…Tengo muchos pedazos secos, que uso como señalador para mis libros sobre ballenas. Es transparente, como ya he dicho, y poniéndola sobre la página impresa algunas veces me he divertido usándola como lupa. Sea como fuere, es agradable leer sobre las ballenas a través de sus propios anteojos, por así decirlo…”.

Leído así, con la óptica de quien escudriña un libro de historia, la aventura del capitán Ahab, obsesionado de mala manera con la ballena blanca viene a parecernos secundaria. Es ese el acto hermoso que acomete Michael Hoare cuando escribe su monumental Leviatán, ese relato moderno de la caza de las ballenas y de los entresijos de Moby Dick que nos regala este brillante escritor británico, en el que nos va desgranando la novela como quien desmonta un artefacto, y nos va regalando pedazos de su propia historia como aventurero del mar, a la par que nos presenta a Nataniel Hawthorne y otros contemporáneos de Melville. Así, con ese aliento puede gozarse de una mejor forma esta hermosa novela, para gozarse cada página, cada recuerdo, cada apunte de ese joven marinero llamado Ismael que maduró en el Herman que, a los 31 años, a mediados del siglo XIX, decidió sentarse a escribir este hermoso relato de los hombres que se hacían a la mar, sin la certeza de un pronto regreso, aislados del mundo, viviendo en el suyo propio: el de la cubierta de su barco.

“Cada ballenera lleva un buen número de cartas para varias naves: entregarlas a los destinatarios depende del mero azar de encontrarlos en los cuatro océanos. Así, muchas cartas nunca llegan a su destino, y otras sólo son recibidas cuando ya han cumplido dos o tres años…”.

 

[1] De acuerdo a una nota puesta con toda intención de documentar el proceso creativo, en el capítulo LXXXV, leemos que estaba entregado a la redacción de los últimos capítulos de su novela el 16 de diciembre de 1851, a las 13.15.45.

[2] Uno de los más grandes aficionados a coleccionar este tipo de objetos fue el asesinado presidente John F. Kennedy, quien presumía de tener una numerosa colección de dientes de ballena tallados con los más disímiles paisajes.


«Arabia deserta» de Charles M. Doughty

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

ISBN: 9788493477837 Editorial: Ediciones del Viento Fecha de la edición: 2006 Lugar de la edición: La Coruña Número de la edición: 1ª Colección: Viento simún nº 19 Encuadernación:Rústica con solapa Nº Pág.:370 Idiomas: castellano

No logro recordar otro libro de viajes que me haya dejado en tal estado de ensoñación. A ese estado de alucinamiento, (esa secreta y profunda certeza de haber leído algo completamente excepcional o genial), se le mezclaba también el sentimiento encontrado de tristeza por haberlo terminado de leer, el arrepentimiento de haber forzado las jornadas de lectura para seguir agotando las aventuras de este singular viajero que fue el doctor Doughty.

Quizás el que me haya dejado con un sentimiento parecido fuese El coloso de Marusi de Henry Miller, que dentro de tanta verborrea alcanza momentos geniales en su narración de los viajes que realizó por Grecia antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, conflicto que por cierto, es el que lo obliga hacer maletas y regresar a los Estados Unidos. Volveremos en algún otro momento a Miller y a “esos días que pasaban como una canción”, pero hoy, amigos lectores, regresaremos a las arenas ardientes.

 

-II-

 

La obra de Doughty, en palabras de su prologuista (en la edición que tengo en mis manos) T.E. Lawrence o Lawrence de Arabia, es: “…La primera obra indispensable sobre los árabes del desierto, y si no siempre se ha hecho referencia a él o no se ha leído lo suficiente, ha sido porque era una obra difícil de encontrar. Cualquier estudioso de Arabia anhela poseer un ejemplar.” Si esta es la opinión de otro consumado aventurero, arabista y autor del formidable Los siete pilares de la Sabiduría, ya se podrá imaginar el impacto que su lectura puede tener para un lector común y corriente, como el que esto escribe. El libro es un cúmulo de sorpresas y bellas descripciones, escrito con una cadencia poética que su autor trabajó meticulosamente, combinando el inglés antiguo y el árabe. Su traductor al español explica que se alcanza el estilo de la Biblia del Rey Jacobo, (cualquier cosa que esto signifique), pero el resultado es soberbio.

El libro es el resumen de las andaduras de este médico inglés, Charles Montagu Doughty que un buen día del último cuarto del siglo XIX decide viajar a Arabia con lo puesto, para practicar la medicina en un territorio dominado por la ignorancia y la superstición. El producto es un largo y emocionante relato de sus aventuras cruzando la península arábiga de punta a punta. Recordemos que para ese entonces las tierras musulmanas sagradas estaban cerradas a los infieles. Era territorio prohibido, así que Doughty arriesga el pellejo a cada momento. Pasa hambre; sed, por supuesto; prisión, alguien lo trata de vender como esclavo, lo estafan, le roban y encima debe ir enterrando de a pocos sus libros en el desierto, desprendiéndose dolorosamente de esos fieles y silenciosos compañeros.

Un hombre solo en el desierto es como una hoja en la tormenta, como el título de la famosa novela de Lin Yu Tang, y cuesta entonces comprender el amor con el que este viajero narra los paisajes, áridos y terribles en apariencia.

“Peligrosos vagabundos en campo abierto, los pastores del desierto son reyes en su hogar, patriarcas de la hospitalidad para quien busque un cobijo donde pasar la noche: ‘¿Acaso no somos todos huéspedes de Alá’?, dicen los desdichados nómadas. Lo que Dios les ha dado, lo compartirán con el huésped de Dios: de no hacerlo no estarán obrando bien…”.

Pero esta ley del desierto es engañosa y de pronto nos enteraremos que se es huésped de Dios, solo por el lapso de tres días. El tiempo que tarda en el cuero la primera comida y bebida que le da el anfitrión cuando lo recibe en su tienda, en su casa o en su palacio. Pasados esos tres días, se queda a merced de la bondad del hombre, que como en todos los rincones del planeta resulta escasa en estos ardientes escenarios. Es decir que el autor mantiene en mente de forma casi obsesiva este conteo, para no perder nunca esa sombra de protección. Llegado el cuarto día, la fatídica sombra de la muerte parece acariciar los tobillos de su víctima. Al día de hoy nos resulta una terrible materialización del dicho común de las abuelas que decía que “el muerto y el arrimado al tercer día apestan”.

Asombrosa escena es aquella en la que nuestro viajero camina bajo un sol de plomo y ve a lo lejos una tienda y hace sus últimos esfuerzos para alcanzarla. Dramático momento ese en el que abre la puerta de la tienda y se abalanza sobre un plato de comida a medio terminar, toma un pedazo de pan y se lo traga de inmediato y triunfante grita a los ocupantes: “¡He comido de vuestro pan! ¡Deberán acogerme por tres días!”. Asombroso y patético viaje.

Mucho menos dramático, aunque igual de peligroso fue ese en el que Sir Richard Burton se infiltra en una caravana hacia La Meca, haciendo la peregrinación sagrada. Se jugó el pellejo también, pero disfrazado de pachá turco, con toda la lujosa y cómoda parafernalia necesaria para convencer a los demás peregrinos. Doughty no engaña a nadie. El va a pie, saltando de tres en tres las terribles jornadas del desierto para lograr la sombra protectora de alguien que lo salve en medio de este mundo primitivo y salvaje, en donde también debe con toda habilidad reconocer y jugar según las reglas. Debe aprender sobre la marcha el protocolo del desierto, pues un error, una ofensa injustificada por un descuido, podría costarle un corte profundo en la garganta y morir desangrado en el páramo ardiente. Así el gesto más insignificante debe ser cuidado, por ejemplo:

“Cuanto más hacia el fondo de la tienda se sienta uno, más hermoso es el lugar que ocupa; ahí es donde se sientan los jeques y los extranjeros. En el círculo que hay fuera y enfrente a la tienda se sienta el populacho. Los recién llegados se presentan donde les corresponde  por derecho o, en todo caso, en un lugar un poco más humilde donde sus pretensiones sean bien recibidas; en la correcta observación de estas normas radica el honor del nómada ante los hombres de su tribu. Lo que puedan pensar de él el resto de los hombres es lo más parecido a la conciencia de un nómada.”

Brutal ese mundo del desierto en el que vimos como primera escena del largometraje a un soberbio Omar Shariff, despacharse de un disparo de fusil a un hombre que osa tomar agua de su pozo sin pedir permiso, ante los estupefactos ojos de Peter O’Toole al arrancar Lawrence de Arabia. Ese es el mundo en el que sobrevive Doughty. Ese mundo en donde la vida no vale nada, en donde el hombre nace, crece, se reproduce (si lo logra) y muere en el más completo anonimato. Es ese mundo terrible en el que se pelea a muerte por una trivial taza de café en otra enervante escena del libro, que resultaría absurda si no se comprendiera que esa taza sirve para insultar o para ensalzar a su huésped y por eso seguimos con toda su tensión el escándalo que monta el autor hasta que lo honran con un café adecuado a su rango. Respiramos tranquilos cuando tomado el amargo líquido, el huésped se acurruca a dormir en una esquina de la tienda.

No quiero ser aguafiestas y arriesgar al lector a perder la emoción de su lectura y alcanzar el final. Quede escrita la más entusiasta recomendación de este formidable libro-monumento, para aquellos que sueñan que viajan desde sus sillones o también para aquellos que se deciden a salir a la aventura y pisar esos hermosamente terribles paisajes.


Charlie Sugar al poder (II)

La breve presidencia de Carlos Herrera

 

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Patio de la Cervecería Centroamericana, escenario de una de las primeras huelgas que aquejaron al gobierno de don Carlos Herrera.

Patio de la Cervecería Centroamericana, escenario de una de las primeras huelgas que aquejaron al gobierno de don Carlos Herrera.

 

-I-

La Presidencia Constitucional 

Mediante Decreto 754 del 20 de abril de 1920, se convocó a elecciones populares para presidente de la república, para celebrarse durante siete días, del 23 al 29 de agosto de ese año, evento para el cual el gobierno despachó 555,000 boletas de ciudadanía; 141 libros para anotar votos; 280 libros para inscripción de ciudadanos y 335 leyes y reglamentos de elecciones. Resultó electo don Carlos Herrera con un total de 240,000 votos, en segundo lugar José León Castillo con 7,000 y en tercer lugar Francisco Fuentes, con 5,600 votos.

El 13 de septiembre de 1920, la Asamblea Nacional Legislativa proclamó a don Carlos Herrera presidente constitucional de la república, para un período de seis años que terminaría en 1927, comenzando el 15 de marzo de 1921. Como primer designado a la Presidencia fue electo el diputado José Ernesto Zelaya. Dice Del Valle: “…Hernández de León dice que la ceremonia de investidura de Don Carlos se llevó a cabo el miércoles 15 de septiembre, a las nueve de la mañana, bajo la suave lluvia de un día tristón, nebuloso y húmedo…”.

La presidencia de Herrera, tanto la provisional como la constitucional estuvieron asediadas por una aguda crisis económica, detonada por los terremotos de 1917-1918, la epidemia de escarlatina de 1919 y los hechos políticos de 1920, que llevaron a la cotización del peso frente al dólar de 32.30 por 1, en 1920, y que en diciembre de 1921 ya alcanzaba 41.50 por 1. Adicionalmente, el precio del café sufrió una fuerte caída en su cotización en el mercado internacional, llegando a los 8 dólares por quintal. El precio del azúcar también bajó, causando graves daños a la economía nacional.

No obstante los problemas económicos, el gobierno por medio de la Secretaría de Fomento, impulsó la mejora de la infraestructura en el interior del país. El 1 de febrero de 1921 se dio inicio a los trabajos de habilitación de la carretera para automóviles desde el límite del departamento de Quiché hasta Totonicapán. También se tomaron medidas para mejorar y reparar las líneas de telégrafo y teléfono en toda la república, esfuerzo considerable teniendo en cuenta que había 231 oficinas telegráficas y 1180 telefonistas y telegrafistas, mejorándose también sus salarios. Se reabrió el canal de Chiquimulilla, que estaba azolvado, vía que se consideraba de mucha importancia para el comercio y la comunicación entre el Puerto de San José y la frontera con El Salvador, para lo cual se contrató a Arturo Aparicio C, quien por la suma de $14,000 oro americano, se comprometió a poner esa vía en perfecto estado de navegación.

A principios de 1921 sonó la alarma por casos de fiebre amarilla en Puerto Barrios y en La Democracia, Escuintla, pero el gobierno tomó medidas inmediatas, lo que según el historiador Del Valle, “…había merecido la felicitación del doctor White, médico de la Institución Rockefeller”. Ese mismo año de 1921 se creó la cartera de Agricultura en el gabinete, como un intento de educar con procedimientos científicos y modernos a los agricultores en nuevos cultivos y mejorar los existentes, así como para explorar la diversificación de cultivos en el país. Se fundó la Dirección y Administración de Estadísticas Agrícolas y una Escuela Agrícola en la finca nacional La Aurora.

Para tecnificar al Ejército se contrató al Gobierno francés, que llevaría a cabo una misión militar para actualizar los conocimientos técnicos y prácticos en artillería e infantería de la institución; así como también a un instructor de aviación que planteó la fundación de una Escuela de Mecánica de Aviación el 12 de marzo de 1921, con dos aviadores franceses en su dirección.

El director general de Estadística, Diego Polanco, levantó el IV Censo General de Población, tras 28 años de no realizarse. Se determinó que la población, en agosto de 1921, alcanzaba los 2,004,900 en toda la república y que en la capital vivían 112,086 vecinos.

El 24 de junio de 1921, considerando que el estado de guerra entre Guatemala y el Imperio alemán había terminado, se acordó levantar la intervención de los bienes, derechos y acciones de personas naturales o jurídicas que se encontraban entonces bajo la administración de la Intendencia General de Gobierno.

Sin embargo, pese a los esfuerzos del gobierno de ir solucionando los problemas que aquejaban al país, el descontento dentro de las filas del Ejército continuó, estallando esporádicamente asonadas e intentonas en los distintos cuarteles de la República. Informa Del Valle: “…De poco sirvió el acuerdo de los secretarios de Estado. A finales de ese mes se produjo un levantamiento armado en Oriente. El Gobierno destacó un cuerpo de tropa al mando del comandante Marcelo Soto. El 5 de agosto de 1921 hubo un levantamiento en San Agustín Acasaguastlán (El Progreso), donde los alzados asesinaron al comandante local. Se enviaron tropas que capturaron a 130 personas, que llevaron a Zacapa para su indagatoria…”. Según apunta el biógrafo de Herrera, entre los papeles del expresidente se encontraron varias notas encontradas en la celda de Estrada Cabrera, en donde constaba que sus familiares le requerían al exdictador la entrega de US$5,000 para comprar a seis generales. No sabemos si don Manuel estuvo detrás de la inestabilidad política que asedió al gobierno de Herrera, pero es muy probable que al menos lo contactaran para asesorarse o lo buscaran para respaldar a algún grupo. El descontento del Ejército parece provenir de una fuerte desmovilización de efectivos, que redujo a la institución de 12,000 a 4,000 hombres, recorte que el presidente pensaba utilizar en adiestrar, reorganizar y mejorar los salarios de la tropa que quedó.

Adicionalmente, por razón de la crisis y de la inflación, estallaron huelgas que fueron complicándole la situación al gobierno desde el año anterior, porque el 24 de mayo de 1920 los ferrocarrileros paralizaron el servicio de trenes de la IRCA. A esta huelga le siguieron otras: en la Cervecería Centroamericana, continuaron los panaderos, los barberos, los telegrafistas de la ciudad capital y de Quetzaltenango, que llevaron a modificar ciertas condiciones laborales. La más importante fue la reducción de la jornada a 8 horas diarias.

Hermosa fotografía del Palacio del Centenario, levantado en el lugar en donde hoy se encuentra la Concha Acústica. La noche del 14 de septiembre de 1921 se realizó un baile de gala, al que asistieron casi 4,000 personas.

Hermosa fotografía del Palacio del Centenario, levantado en el lugar en donde hoy se encuentra la Concha Acústica. La noche del 14 de septiembre de 1921 se realizó un baile de gala, al que asistieron casi 4,000 personas.

Un importante evento coincidió con la presidencia de Herrera: el primer centenario de la independencia del Reino de Guatemala de España. Para realizar los festejos de la importante conmemoración, el gobierno levantó el Palacio del Centenario en la parte oriental de la Plaza de Armas, en donde originalmente se hallaba el antiguo palacio de los capitanes generales, derrumbado por los terremotos de 1917-1918. El nuevo palacio tenía espacio para albergar a 3,000 personas. Según descripción del Diario de Centro América, citado por Del Valle, el palacio “…era de admirar su arquitectura sencilla, sin los requiebros de ornamentaciones tan comunes. Un diario capitalino lo comparó con un jardín inglés, gracias a los trabajos que durante dos meses dispuso el Alcalde José Cordón Horjales. Tenía senderos enarenados que convergían al vestíbulo de mármol, con varios árboles trasplantados a este sitio, donde antes hubo escombros. Las palmeras traídas de la costa formaban abanicos. Muchas estatuas de mármol que se creían desaparecidas después de los terremotos, reaparecieron en el cercano jardín junto a surtidores con juegos de luces. En este palacio se aplicaron técnicas acústicas y fue diseñado para conciertos, teatro, bailes y ceremonias; constaba de tres ambientes, con anchos portones para salida de emergencias. El artista Iriarte pintó los murales…”.

 

Como parte de los festejos se inauguró, en la llamada plazuela Reina Barrios, la estatua ecuestre del ex presidente José María Reina Barrios en la Avenida de La Reforma, levantada sobre un pedestal realizado por Gerónimo J. Conde. La hija del militar, señora Concepción Reina Barrios de Gesser fue quien develó la estatua.

 

-II-

El golpe de Estado

Las conspiraciones en contra del gobierno de Herrera continuaron dentro de las filas del ejército, hasta crear un ambiente de zozobra política que se reflejó claramente en la Huelga de Dolores celebrada ese año. Los estudiantes universitarios escribieron una canción dedicada a estas amenazas constantes de cuartelazo, titulada Charles, con letra de José Luis Balcárcel:

“En una casa enfrente/ del cuartel general/ encerrado vive sugar/jefe constitucional// Cerradas las ventanas/ y sin poderlo ver,/ bayonetas a la entrada/ chafarotes por doquier.// Charles, te van a derrocar/ Charles, peligra tu poder/ Charles, que tu eres bueno/ pero hay perfidia en derredor.// Charles a un cachureco/ empleo concedió,/ y visto esto por los líderes,/ codicia despertó.// Charles, te van a derrocar/ Charles, peligra tu poder/ Charles, no seas tan bueno/ Charles te van a derrocar…!!”

En la noche del lunes 5 de diciembre de 1921, el presidente Herrera se reunió con su gabinete de 7 a 8 de la noche, y por la crecida tensión que imperaba en el ambiente, se decidieron declarar el estado de sitio para el día siguiente. En esa reunión, su secretario de la Guerra, general Rodolfo A. Mendoza informó al gabinete que tenía plena confianza en la jefatura de los cuarteles, y que había recorrido esa misma jornada las guarniciones, encontrándolas en absoluta tranquilidad y que todo estaba preparado en todo caso, para la defensa del Estado.

Esa misma noche, cerca de las 10, relata Hernán del Valle, llegaron a la Casa de Gobierno los líderes unionistas Emilio Escamilla y Luis Pedro Aguirre a comunicarle que el cuartel Guardia de Honor, que se encontraba a un costado del Palacio Centenerario, se había levantado en armas. Momentos después, los generales José María Orellana, Miguel Larrave y José María Lima, acompañados por el propio Ministro de la Guerra, general Mendoza, se presentaron al presidente Herrera para comunicarle que los tres primeros contaban con el respaldo de todos los cuarteles de la república y que evitar la anarquía dependía de la decisión de Herrera de renunciar. El Presidente, a sabiendas de que el golpe estaba fraguado por el Partido Liberal Federalista (antiguos miembros del cabrerismo), llamó a su Junta Directiva, que se presentó completa y habló por medio de don Adrián Recinos, quien expuso las motivaciones del alzamiento, argumentando que la disolución de la Asamblea Legislativa cabrerista había sido anómala y que en consecuencia, la nueva legislatura no era legítima, y que al haber ésta escogido a los miembros del Poder Judicial, éste también era ilegal. Tras escucharlos, Herrera redactó una escueta renuncia a la presidencia, murmurando con ofuscación: “Sé muy bien que en Guatemala todos mandan, menos yo”. Para ese momento, ya despuntaba la madrugada del día 6 de diciembre. Herrera también redactó una nota ordenando a las guarniciones fieles, entregar los cuarteles a los golpistas para evitar muertes innecesarias.

Transporte motorizado de tropa en un desfile en las calles de ciudad de Guatemala, década de 1920.

Transporte motorizado de tropa en un desfile en las calles de ciudad de Guatemala, década de 1920.

Las notas de varios testigos citados por Hernán del Valle, todos familiares de don Carlos Herrera, dan cuenta de la completa ineficiencia o completa colaboración con los golpistas de los servicios de inteligencia del Ejército, pues a las 11 de la noche de ese día 5, cuando la familia llegó a la Casa de Gobierno, “…los militares que la custodiaban lucían tranquilos y ajenos a lo que todo el mundo sabía: que pocas horas después se consumaría el golpe. Don Ernesto Rodríguez Benito dice que el Coronel Rogelio Flores, miembro del Estado Mayor Presidencial estaba tranquilo leyendo un periódico; dos choferes, de seguro militares, uno que manejaba el automóvil que utilizaba la señora Jesús Llerandi de Herrera, y otro, conversaban animadamente. En el zaguán de la casa dormían cuatro soldados…”.

Por los interesantes datos, traslado parte de las versiones citadas por don Hernán, sobre los sucesos del 5 de diciembre:

“…El cuartel de la Guardia de Honor se encontraba cerca de la casa de don Carlos, y cuando de ese cuerpo militar sacaron un cañón ‘Saint Chamond’ y se hizo obvio que había algo irregular, un soldado en la Casa Presidencial preparó su rifle, y otro, una ametralladora. Pero don Ricardo Paul les dijo que no dispararan, pues pensó que la Guardia de Honor, honrando su nombre, era leal al democrático Jefe de Estado.

Conviene puntualizar que dos miembros del Estado Mayor Presidencial, el Coronel Rogelio Flores y el general Aragón Gálvez (…), no se prestaron a la traición, pues quedaron detenidos cuando, primero uno y después el otro, salieron de Casa Presidencial a la Guardia de Honor para indagar respecto de los inusuales movimientos. El nombre del Ministro de la Guerra, general Rodolfo Mendoza, también debe quedar a salvo frente a los tres generales golpistas, José María Orellana, José María Lima y Miguel Larrave. Mendoza pidió a Don Carlos su autorización para bombardear la Guardia de Honor y otros cuarteles sublevados, desde el Fuerte de San José –leal al gobierno- (…) no aceptó la propuesta de Mendoza.

(…) Hasta hoy, un nombre ignorado era el del coronel Fernando Morales, miembro de la Plana Mayor del Estado Mayor Presidencial, quien, como tal, había jurado defender con su vida la del Jefe de Estado. Sin embargo, fue Morales quien, aprovechando su fácil ingreso a Casa Presidencial, y acompañado por una escolta de oficiales y soldados de la Guardia de Honor, llegó (…) muy demudado y nervioso y demostró una gran nerviosidad y temblaba mucho (…) –tal el peso de la traición- ante el íntegro y sereno señor Herrera, a comunicarle que él, Morales, era cómplice de tan indigno acto. Fue hasta cuando ese individuo habló que en Casa Presidencial se percataron del Golpe. Tal era la desinformación de quienes dirigían el Gobierno…”.

El primer acto de los golpistas fue convocar a la Asamblea Legislativa, disuelta tras la caída de Estrada Cabrera, para conocer la renuncia de Herrera, quien se reunió el 8 de diciembre para aceptar de inmediato la renuncia y nombró como Primer Designado al general José María Orellana. Una voz disidente, la del diputado Eugenio Silva Peña dirigente universitario dejó su voto razonado: “… La facción que se apoderó de los destinos del Pueblo en una noche saturada de traiciones, miente al afirmar que todos sus actos se han desarrollado de conformidad con los preceptos de la ley (…) Un cuartelazo no puede justificarse frente a los preceptos de la Carta Fundamental y mejor haría la Dictadura Militar en declararlo así, abiertamente, para no hacer una farsa sangrienta…”.

Consumado el golpe, hubo intentos de rebelión en contra del nuevo régimen y en apoyo a don Carlos Herrera. Del Valle cita levantamientos en el interior del país: en San Pedro Necta (Huehuetenango); San Pedro Pinula (Jalapa); San Vicente Pacaya (Amatitlán); Santa María de Jesús (Sacatepéquez), y una manifestación realizada el 16 de febrero de 1922 cuando varios municipios de Jalapa se unieron para luchar contra el golpe de Orellana, pero fueron reprimidos rápida y eficazmente. Una última intentona ocurrió en Escuintla, con saldo de varios muertos y prisioneros. Pero todos fueron al final intentos aislados.


Charlie Sugar al poder (I)

La breve presidencia de Carlos Herrera

 

Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

Carlos Herrera asciende al poder

 

Herrera 1

Don Carlos Herrera Luna en Washington, 1915.

Luego de una multitudinaria sesión, la Asamblea Legislativa eligió como presidente interino al rimer designado a la Presidencia, don Carlos Herrera, quien estableció provisionalmente su gobierno en la residencia de su amigo José Goubaud, ubicada en la quinta calle entre quinta y sexta avenidas de la actual zona 1, junto a la sede de la Legación de México. Posteriormente, la sede del gobierno se trasladó al mismo domicilio de Herrera en la quinta avenida y doce calle.

Don Carlos Herrera, era según descripción de un contemporáneo, citado por su biógrafo Hernán del Valle:

“…hombre sin pasiones violentas, sin rencores políticos, sin antecedentes bochornosos en el arte de gobernar, caballero bien intencionado. De ahí que en cada uno de sus actos se advirtiera buen propósito, intención generosa, ideas nobles y una tendencia de invariable respeto a las leyes”.

La caída de don Manuel Estrada Cabrera se había logrado gracias a un pacto sellado entre los líderes unionistas y los diputados de la Asamblea Legislativa, todos políticos liberales y adictos al cabrerismo, quienes durante la noche del 7 de abril de 1920, en la residencia del diputado Mariano Cruz acordaron nombrar a Herrera presidente interino y repartir las plazas del gabinete entre liberales, conservadores y unionistas, en una suerte de gabinete de coalición. Sin embargo, pasadas las violentas jornadas de la semana trágica, que cargó todo su peso de violencia en el sector obrero y profesional del Partido Unionista, el pacto político no tuvo una buena acogida, pues Herrera había sido hombre de confianza del dictador. Es significativo que Silverio Ortíz, el líder obrero que había llevado a esta clase al pacto unionista en diciembre de 1919, renunciara al partido en protesta por la postulación de don Carlos para candidato presidencial y la sombría presencia de dos conocidos cabreristas en su gabinete: Adrián Vidaurre y José Beteta. De esta cuenta, la Liga Obrera Unionista se separó masivamente del partido y formaron la Unificación Obrera, el 28 de abril de 1920.

Adicionalmente y a lo interno de las filas unionistas, había fuerte descontento, pues rápidamente se marcaron dos bandos opuestos: los radicales y los moderados. Los radicales exigían una purga de cabreristas en el Gobierno, mientras que los moderados creían necesario un pacto de coalición para mantenerse en el poder y evitar el caos y la anarquía. El desorden era tal que el Partido Democrático (PD) se adelantó a la postulación presidencial de Herrera al mismo Partido Unionista (PU), por lo que Manuel Cobos Batres tuvo que pactar con el PD para apoyar la candidatura de su propio candidato, causando la protesta de varios correligionarios, como Tácito Molina Izquierdo, José Azmitia, el doctor Bianchi y los líderes obreros Silverio Ortíz y Gregorio Cardoza.

El presidente Herrera trató de tomar en sus manos los problemas que más inestabilidad e intranquilidad causaban, como la situación del ejército, institución dentro de la cual surgían insistentes alarmas de movimientos, conspiraciones e intentonas. Por acuerdo gubernativo del 2 de mayo de 1920, se clausuró la Academia Militar y se reorganizó la Escuela Politécnica, con el reglamento original de 1873, y aplicando en la reestructuración del ejército los reglamentos emitidos en 1887 y 1897. Así, el 17 de mayo de 1920 se reorganizó el Estado Mayor y fue puesto bajo el mando del general José María Orellana, siguiendo la tendencia de que en el Ministerio de la Guerra permanecieran los militares de línea y en el Estado Mayor los oficiales profesionales o de escuela. En septiembre de ese mismo año decretó el incremento de los salarios de toda la institución, desde generales de división hasta los soldados rasos.

 

-II-

Las inconformidades

Toda decisión política por definición, beneficia a uno y perjudica a otro. Así, el origen más remoto del golpe de Estado contra Herrera puede encontrarse, de acuerdo con su biógrafo Hernán del Valle, en el nombramiento del general Felipe S. Pereira como Secretario de Guerra, un hombre al parecer de carácter impulsivo. Este general recibió ciertas informaciones sobre unas reuniones sospechosas que se estaban llevando a cabo en la casa del licenciado José María Reina Andrade, a la que acudían varios oficiales de alta graduación. El general Pereira luego de identificar a los asistentes, ordenó su inmediato arresto. La lista la componían el general José María Lima, general José María Orellana, general Jorge Ubico Castañeda y Antonio Méndez Monterroso. El Director de la Policía, al recibir la orden consultó con el Jefe del Castillo de San José, quien de inmediato alertó a los liberales, quienes convencieron a Pereira que dejara sin efecto la orden. Según Epaminondas Quintana, quien entrevistó a Herrera en su exilio en París el incidente ocurrió de la siguiente forma: “… él [Herrera] estaba con fiebre el día que nombró al General Pereira, y que cuando despertó, 24 horas después, le informaron que, pasado de copas, éste había ordenado la captura de varios generales, pero que algunos funcionarios habían intervenido y la orden había quedado sin efecto…” Inmediatamente del incidente, destituyó a Pereira y nombró en su lugar al General Rodolfo A. Mendoza, Jefe del Castillo de San José y afín a los liberales cabreristas.

Pese a lo anterior, o quizás por lo anterior, la conspiración continuó y las reuniones en la residencia de Reina Andrade siguieron su marcha. Los conspiradores decidieron que el cabecilla del movimiento fuera el general José María Orellana, decisión que no deja de ser interesante, pues éste militar hasta ese momento había permanecido ajeno a la política nacional y había avanzado con paso firme y decidido por el escalafón militar, llenando una brillante hoja de servicios. Según Hernán del Valle: “Una interpretación histórica dice que los liberales querían volver a la tradición que un oficial de alta graduación debía dirigir los destinos de Guatemala. Eso explica su opción por el General Orellana para encabezar el atentado contra el Gobierno democrático presidido por el señor Herrera”. Torpeza mayúscula la de los conspiradores, pues como demostrarían los hechos posteriores, los políticos quedaron completamente fuera del poder hasta la caída total del régimen liberal, en octubre de 1944.

 

-III-

El gobierno interino de don Carlos Herrera

 

Herrera2

Tras la histórica sesión del 8 de abril de 1920, el presidente interino Carlos Herrera es recibido por la multitud abarrotada en la calle.

Mientras tanto, el gobierno de Herrera seguía su complicado desarrollo. Después de arduas negociaciones políticas con los liberales, los unionistas lograron encabezar la Policía Nacional, nombrando como su director a Miguel Ortiz Narváez, quien se había especializado en España en organización de fuerzas de seguridad. Para tecnificar ese cuerpo, trajeron al licenciado Max Shamburger, ciudadano estadounidense y miembro del Ejército de su país, quien contaba con experiencia en la sección de detectives, con el fin de establecer una organización similar en Guatemala, dirigida al combate de la delincuencia común.

 

Por acuerdo gubernativo del 25 de abril de 1920, se organizó una dependencia para resguardar y administrar los bienes nacionales intervenidos a Estrada Cabrera, a la que se llamó Intendencia General de Gobierno, encargada de administrar esas propiedades. Según Hernán del Valle: “…El Licenciado Adrián Vidaurre citó un informe del Ministro estadounidense en Guatemala, en el cual dijo que el patrimonio de Estrada Cabrera, que el gobierno guatemalteco reclamaba como propiedad de la Nación, ascendía a 5 millones de dólares”.

En el escenario internacional, el 1 de julio de 1920, el Reino Unido reconoció al nuevo Gobierno guatemalteco y en agosto se sumó Italia, Estados Unidos y otros, logrando entonces regresar al país a los caminos de la normalidad de sus relaciones internacionales.

 


La Semana Trágica (II)

La violenta caída del tirano Manuel Estrada Cabrera

 

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Hace 100 años, el 8 de abril de 1920, a la caída de la tarde, un estruendo sacudió la normalmente apacible ciudad de Guatemala. Las baterías del Fuerte de Matamoros tronaron, bombardeando las goteras de la ciudad al oriente, sede del Cuartel Número 3, presuntamente fiel al gobierno provisional de don Carlos Herrera. Al día siguiente, el 9 de abril, las baterías francesas, concentradas en la finca presidencial de La Palma en el suroriente de la ciudad, empezaron también su bombardeo, buscando el centro de la ciudad y la Finca El Zapote, presunto cuartel general de los unionistas. ¿Qué llevó al dictador a tomar la terrible decisión de bombardear una ciudad completamente desprotegida? ¿Qué sucedió después? Las respuestas a estas preguntas constituyen unas de las páginas más hermosas de la historia de nuestro país, y contradictoriamente, de las más desconocidas.

 

EC1

Milicianos unionistas combatiendo en las calles de ciudad de Guatemala. Probablemente los hombres se encaren hacia la finca presidencial La Palma, en donde se había atrincherado el dictador Estrada Cabrera y desde donde dirigía las operaciones.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

-I-

Los combates

Lo sucedido durante la histórica sesión del 8 de abril en la Asamblea Legislativa, lo narra con detalle Carlos Wyld Ospina:

“Los cabecillas de la Asamblea y los jefes del unionismo persuadieron a Letona de que su deber le mandaba denunciar, ante los representantes del pueblo, la locura del presidente, manifiesta en los actos del elevado funcionario y el género de misticismo supersticioso a que vivía entregado, según informes del propio Letona. Se adobó con todo aquello una denuncia, que era a la vez una acusación, y se convino en que el ex secretario de Estrada Cabrera la leería en persona ante los diputados, presentándose en la sesión del 8 de abril con la cabeza envuelta en vendajes y en el rostro las huellas, todavía frescas, de la violencia presidencial”.[1]

 

Resulta interesante la frase “Se adobó con todo aquello una denuncia…”, que deja plasmada Wyld Ospina, y es que desde las páginas de El Autócrata, su ensayo sobre las dictaduras en Guatemala, el periodista no abandona la crítica. Debemos señalar que don Carlos se había jugado el pellejo en los meses anteriores al estallido de la Semana Trágica, junto al poeta Alberto Velásquez, publicando en Quezaltenango un periódico anti cabrerista, El Pueblo, haciendo eco a las denuncias de El Unionista, que se publicaba en la capital. Seguramente Wyld Ospina dice que se adobó la denuncia porque esta resultó de las impresiones del general Letona y otros colaboradores, pero en ningún momento se le practicó al presidente examen médico alguno que pudiera dar sustento al diagnóstico de que don Manuel ya no se encontraba en sus cabales. El fundamento para declarar demente al dictador nos lo narra nuevamente en las páginas de su ensayo, cuando años después de sucedidos le narrara personalmente el general Letona:

“…en los días en que el autócrata viera desquiciarse su poder y huir de su lado a hombres en quienes confió, sus facultades mentales sufrieron positivo quebranto, y dio en ver enemigos y traidores por todas partes. Fue entonces cuando se pasaba las horas metido en el oratorio de La Palma, de rodillas ante las imágenes de culto católico, rezando fervorosamente con la cabeza entre las manos. Salía de allí a consultar con los brujos indios, que hiciera venir desde Momostenango y Totonicapán, y encerrarse con ellos para practicar operaciones de hechicería…”.

Al parecer don Manuel se había aficionado a las artes ocultas desde los lejanos años del atentado de la bomba, y por algunas experiencias paranormales sucedidas luego de la muerte de su esposa. En fin, el diputado Adrián Vidaurre intervino en la sesión, señalando: “…Duéleme, señores diputados, tener que venir a haceros pública la seguridad en que estoy de que las facultades mentales del señor Estrada Cabrera no son ya normales. Una enfermedad tan traicionera como la que padece; una vida tan dura como la que lleva, son capaces de doblegar la salud más completa. Y hoy, por desgracia para mí, señores, tengo la firme persuasión de que mi amigo siempre querido, mi jefe severo, sí, pero respetuoso, no tiene la lucidez de un cerebro correcto; y sólo así podrían explicarse los errores, aberraciones, tonterías, monomanías y aún desmanes que comete…”. Con amigos así, ¿quién necesita enemigos?

El caso es que, como ya quedó apuntado antes, ese día 8 de abril, en horas de la tarde, empezó el bombardeo contra la ciudad, desde las baterías del Fuerte de Matamoros en contra del Cuartel Número 3, ubicado en las afueras nororientales de la ciudad, para impedir que la población se apropiara de las armas allí depositadas. Wyld Ospina relata que la situación dentro del Ejército era delicada ya que la oficialidad joven estaba a favor del movimiento unionista, mientras que los oficiales antiguos se mantenían fieles al dictador. También se bombardeó el área de la Plaza Mayor. Posteriormente, en una polémica desde las páginas del diario vespertino La Hora en 1972, uno de los hijos de don Manuel explicaría que el bombardeo se había hecho con munición sin espoleta, para que no estallara, caso contrario, la ciudad hubiera quedado pulverizada. Ignoramos si la anterior afirmación es cierta, pero la dejamos constar para que si alguien tuviera posibilidades de aclarar este aspecto de nuestra historia, contribuya con algunas líneas.

Ese 8 de abril presentaba un tenebroso panorama para el Movimiento Unionista. Vía telegráfica don Manuel puso en pie de guerra a los fuertes de San José de Buenavista y San Rafael de Matamoros, así como a las guarniciones militares de la Penitenciaría, de la Estación de Radio Inalámbrico, (ubicada al pie de la colina del fuerte de San José), de La Aurora, el Guarda Viejo, del Aceituno y la Guardia de Honor, estacionada en unos galpones de madera cerca de La Palma. Los unionistas tenían solamente el Cuartel Número 3, rendido solo por la decisión de su comandante coronel Juan López Ávila[2], al ver a los milicianos de la Liga Obrera armados con machetes, cuchillos, revólveres y garrotes. El comandante se puso a las órdenes del presidente interino y repartió seiscientos fusiles Reina Barrios[3] de cañón corto, sesenta cajas de munición y dos ametralladoras. Con estas armas tomaron por asalto la Mayoría de la Plaza y la Casa Presidencial (7 avenida y 12 calle), en donde hallaron dos ametralladoras nuevas, revólveres, espadas y fusiles sin estrenar.[4] Los oficiales mayores que se pusieron del lado del gobierno provisional aprestaron el batallón Canales y a los milicianos de Palencia para que de urgencia acudieran a defender a la capital. Los milicianos unionistas recibieron los fusiles y no tenían ni idea de su funcionamiento, así como de las ametralladoras. Según relata Arévalo Martínez, fue el príncipe Guillermo de Suecia, quien se encontraba de paso por Guatemala, quien les enseñó los rudimentos básicos para el manejo de las armas de fuego.[5] Estrada Cabrera por su parte, dispuso que la infantería al mando de los generales Reyes y Chajón ocupara las alturas de Santa Cecilia, cerrando el paso por el Guarda Viejo.

EC2

Otra de las barricadas construidas en plena calle del centro de la ciudad durante la Semana Trágica, que al disiparse el humo se establecería que se había cobrado alrededor de 1,700 vidas.

En la madrugada del 9 de abril los cañones de La Palma empezaron a rugir, así como los de San José y Matamoros. Los obuses impactaron en el Cuartel Número 3, y pasaban sobrevolando la ciudad, buscando impactar en la finca El Zapote, en donde el dictador presumía se había establecido el cuartel general de los alzados, pues don José Azmitia, uno de los mayores líderes unionistas, era gerente de la Cervecería Centroamericana. Bajo el bombardeo, los militares fieles a don Carlos Herrera conformaron un plan de ofensiva, señalando la necesidad de tomar el Fuerte de San José, estratégicamente invaluable, pues desde sus alturas se podría bombardear a La Palma. Los batallones Canales y Palencia atacarían La Palma desde el sur los primeros y desde el norte los segundos, para tratar de tomar la posición.

Al día siguiente, el 10 de abril, se supo que había desembarcado del buque de guerra estadounidense Tacoma, una compañía de marines, que marchaba hacia la capital para proteger los bienes y la seguridad de sus ciudadanos.

 

Regresamos a Carlos Wyld Ospina, quien resume:

“Por una semana, la corrida del 8 al 14 de abril de 1920, se combatió en toda la República con las armas en la mano. Cabrera se había declarado dictador, aunque sus ministros, con las únicas excepciones del licenciado Manuel Echeverría y Vidaurre y del general Miguel Larrave (sub secretario de la cartera de guerra, en desempeño del ministerio) rehusaron firmar el decreto correspondiente. Esto no impidió a Estrada Cabrera reconocer la beligerancia del nuevo gobierno y sus defensores, porque hemos de estar en que la Asamblea, al poner fuera de la presidencia a don Manuel, había nombrado para sustituirlo al ciudadano Carlos Herrera. El gobierno encabezado por este señor, a su vez declaró fuera de la ley a Estrada Cabrera y ordenó a sus tropas batirlo como rebelde.

El 8 de abril quedábale al autócrata todavía la mayor parte de los cuarteles, fuertes y efectivos militares de la capital y la totalidad de los departamentales. Herreristas y unionistas luchaban con notoria desventaja. No se comprende, sino por la falta de un mando único y de un plan coordinado, la derrota de Estrada Cabrera…”.

 

La lucha fue dispar, pero jugó en favor de los unionistas que el dictador se hubiese aislado en La Palma, aunque tuviera a su disposición modernas piezas de artillería francesa de 75mm y cerca de 800 hombres. Sin embargo, los rebeldes capturaron la central del telégrafo al pie de San José y se lanzaron a una campaña de desinformación, interceptando los mensajes que enviada el dictador a las guarniciones departamentales y sustituyéndolas por confusas contraórdenes, que terminaron por sembrar el caos en las tropas cabreristas. Así, el 12 de abril, el párroco de la iglesia El Calvario subió la cuesta hacia el Fuerte de San José con una bandera blanca y convenció a su comandante, el coronel Villagrán Ariza de que se entregara al gobierno provisional. Los unionistas encontraron en sus bodegas 1,000 fusiles nuevos y 5,000,000 de cartuchos de munición, cuatro ametralladoras y cuatro cañones.[6] Al correr la noticia, los cañones de Matamoros se enfilaron en contra de San José, sumándose luego La Palma al bombardeo. Sin embargo, la privilegiada ubicación de San José pudo dominar las posiciones de la finca presidencial.

Cuenta don Luis Beltranena que cuando los comandantes del Fuerte de San José iban a presentarse a don Carlos Herrera rodeados de soldados unionistas, un grupo quiso atacarlos, impidiéndolo Carlos Ávila Perret, gritándoles: “…¡Alto compañeros que son hombres de honor y militares bravos que se han rendido y debemos respetarlos!”. Ese mismo día, 12 de abril, los unionistas derrotaban en los altos de Santa Cecilia al general Reyes y tomaban una pieza de artillería y varios fusiles. El general Ramírez Valenzuela se dirigió luego a la Penitenciaría, en donde recibió la capitulación de la guarnición y marchó hacia el sur, ocupando la Plaza Reina Barrios, plantándole sitio a la Academia Militar y tomó La Aurora, en donde acampó con el resto de sus tropas.

Portada del diario El Unionista, órgano de difusión del Partido Unionista, en el que se denunció continuamente al gobierno de Estrada Cabrera, y en el que constan los sucesos relativos al derrocamiento del dictador.

Portada del diario El Unionista, órgano de difusión del Partido Unionista, en el que se denunció continuamente al gobierno de Estrada Cabrera, y en el que constan los sucesos relativos al derrocamiento del dictador.

Mientras tanto, marcharon sobre la capital para unirse a los unionistas, las tropas del batallón 15 de marzo, los milicianos de Amatitlán, Villa Nueva y Santa Rosita, que se sumaron al sitio de La Palma. El día anterior, el 11 de abril, algunos obuses cayeron cerca de la Legación de México y de Inglaterra, levantando airadas protestas del Cuerpo Diplomático, quien redactó un ultimátum amenazando con desconocer al gobierno de Estrada Cabrera si este continuaba con su inhumana e inútil campaña de bombardeo en contra de la ciudad. El cuerpo diplomático exponía en su nota: “…la continuación del bombardeo y ataque a la ciudad, siendo una acción inútil, sin sentido e inhumana, podrá obligarlo [al cuerpo diplomático] a romper sus relaciones diplomáticas con Vuestra Excelencia, sujetando esta decisión ad-referendum de sus respectivos gobiernos”. El dictador respondió que los bombardeos estaban dirigidos en contra de objetivos militares que atacaban a La Palma.

 

-II-

La capitulación del dictador

 

Mientras tanto, el día 9 de abril, don Carlos Herrera nombró como sus representantes a don Marcial García Salas, don José Ernesto Zelaya y Manuel Valladares Rubio para negociar en forma pacífica la salida del presidente. El dictador nombró por su parte a don Manuel Echeverría y Vidaurre (canciller) y al coronel Cristino de León, jefe de Estado Mayor. La sede de las pláticas fue la Legación de los Estados Unidos. El gobierno provisional se estableció en una residencia en la 5 calle, próxima a la Legación de México y allí se dispuso la conformación del gabinete.

Las negociaciones continuaron entre combates y ceses de fuego continuamente violados por el dictador, hasta que el 14 de abril a primeras horas de la noche se concretó un cese al fuego definitivo. Se pactó que al día siguiente se rendiría el dictador, en La Palma, ante el Cuerpo Diplomático. Ese mismo día por la mañana se firmó el documento de capitulación, que en su punto primero establecía la capitulación total de Estrada Cabrera y la entrega del gobierno a don Carlos Herrera y en el segundo, que el dictador sería trasladado “por su seguridad” a la Academia Militar para quedar bajo arresto. El documento de capitulación, recogido por don Luis Beltranena decía:

“Enrique Haeussler, Canuto Castillo y Manuel Echeverría y Vidaurre, representantes del Gobierno del señor Manuel Estrada Cabrera, por una parte, y Marcial García Salas, José Ernesto Zelaya y Manuel Valladares, representantes del Gobierno del señor don Carlos Herrera, y Saturnino González, José Azmitia, Francisco Rodríguez y J. Demetrio Ávila, en representación del Partido Unionista, han convenido lo siguiente: Primero: En que el Doctor don Manuel Estrada Cabrera capitula en lo absoluto y se entrega al Gobierno del señor don Carlos Herrera, Gobierno que lo conducirá y alojará en la Academia Militar. Segundo: En que el señor Estrada Cabrera será conducido de su residencia La Palma a dicho lugar con el acompañamiento de los Honorables Miembros del Cuerpo Diplomático para su seguridad personal, y a petición del Señor Ministro de Relaciones Exteriores. Además irán seis miembros del Gabinete del señor Herrera, seis representantes del Partido Unionista y seis jefes militares del señor Herrera. El señor Cabrera podrá llevar sus ayudantes militares…”.

 

Un diario de la época, El Excelsior, publicó un relato de la capitulación de Estrada Cabrera, citado por Hernán del Valle[7]:

“…A las 9 de la mañana, representantes diplomáticos y delegados del nuevo Gobierno llegaron en varios automóviles a La Palma, que estaba sin guardia, porque el personal a su servicio había escapado casi en su totalidad. El periodista agregó que sobre una calle, hacia la derecha de la puerta de entrada y cercano a unos cipreses, estaban un grupo que a él le pareció de trágico aspecto, con señales de no haber tenido sosiego, con la ropa sucia, desgreñados, en manifiesto abandono. Allí vio a familiares de Estrada Cabrera, Jorge Galán, Rafael Yaquián y José Santos Chocano; también a los señores José Pineda Chavarría y Andrés Largaespada, así como al Coronel Juan B. Arias y otros”.

 

Histórica fotografía del momento en que don Manuel, ya habiendo capitulado, marcha hacia su prisión acompañado por el cuerpo diplomático, tras 8 días de violentos combates en la capital y principales ciudades del país.

Histórica fotografía del momento en que don Manuel, ya habiendo capitulado, marcha hacia su prisión acompañado por el cuerpo diplomático, tras 8 días de violentos combates en la capital y principales ciudades del país.

El Excélsior continúa relatando que el Cuerpo Diplomático y la comitiva se situaron en un quiosco. Estrada Cabrera apareció vestido de americana, con bastante sangre fría para la situación. Saludó y entre otras cosas dijo que se entregaba a la hidalguía del Gobierno y del pueblo de Guatemala para quien había querido hacer lo mejor. Luego los invitó a marcharse y caminó en medio de los ministros de Estados Unidos –señor Benton McMillin- y también el de España; atrás, iba el periodista Federico Hernández de León.

Otros testigos dan un detalle interesante. Don Manuel sale a un desayunador de paredes de vidrio de La Palma en donde lo espera el Cuerpo Diplomático. Viste levita y porta una llamativa condecoración. Unos hombres de las milicias unionistas detienen al dictador y lo registran. Le quitan un revólver y 71,000 dólares. El hombre murmura algo con desagrado y se retira nuevamente, para regresar vistiendo frac, y dirigiéndose a los embajadores les indica que ya está listo. Retomamos el relato de El Excélsior:

“…Al bajar la avenida que conducía a la puerta principal, Estrada Cabrera le dijo al ministro estadounidense: ‘Este año la primavera se ha retrasado. Estos árboles aún no tienen hojas’. El ministro le respondió: ‘Pronto llover’. Y continuaron caminando. Al llegar al automóvil –propiedad del Licenciado J. Eduardo Girón–, quizá por agotamiento, el ex presidente no pudo subir al vehículo, y el diplomático tuvo que ayudarlo. En ese vehículo que encabezaba la comitiva, iban los dos diplomáticos recién mencionados y un marino del barco estadounidense Tacoma; también los señores Federico Hernández de León y Rogelio Flores quienes pasaron por las silenciosas calles de San Pedrito. Atrás iban los demás autos con los prisioneros y los delegados del nuevo Gobierno. Nadie habló…”.

 

Recuerdos de la dictadura. Un empresario aventurero imprimió esta postal con los rostros más conocidos del cabrerismo, algunos muertos en los combates, otros linchados por la multitud frente al edificio de San José de Los Infantes y otros, prisioneros. Llama la atención la leyenda en la esquina inferior izquierda: “Véase la postal en que aparecen las víctimas del Cabrerismo”, que denuncia una serie de documentos gráficos.

Recuerdos de la dictadura. Un empresario aventurero imprimió esta postal con los rostros más conocidos del Cabrerismo, algunos muertos en los combates, otros linchados por la multitud frente al edificio de San José de Los Infantes y otros, prisioneros. Llama la atención la leyenda en la esquina inferior izquierda: “Véase la postal en que aparecen las víctimas del Cabrerismo”, que denuncia una serie de documentos gráficos.

 

[1] Wyld Ospina, Carlos. El Autócrata. Ensayo Político-Social. Tipografía Sánchez & De Guise, Guatemala: 1929.

[2] Arévalo Martínez, Rafael ¡Ecce Pericles!. Tipografía Nacional de Guatemala, Guatemala: 2009. Página 521.

[3] Según información adicional proporcionada por Rodolfo Sazo, querido amigo e investigador, el presidente Reina Barrios modificó el mecanismo de disparo de un fusil para mejorarlo, patentando su invento y donando la patente al Estado de Guatemala. Según Beltranena Sinibaldi, el fusil Reina Barrios era utilizado por los artilleros para portarlo cruzado en bandolera, asumo yo que por tener el cañón corto.

[4] Beltranena Sinibaldi, Luis. Cómo se produjo la caída de Estrada Cabrera. Edición privada del autor. Guatemala: 1970. Página 32.

[5] Arévalo Martínez. Op. Cit. Página 526. El príncipe había llegado a Guatemala en su yate privado el 5 de abril y subido a ciudad de Guatemala, hospedándose en el Hotel Grace. Al estallar la rebelión unionista el 8 de abril, el príncipe Guillermo quedó atrapado en la ciudad, pero simpatizando inmediatamente con los rebeldes participó entrenándolos.

[6] Beltranena Sinibaldi, Op. Cit. Página 34.

[7] Del Valle Pérez, Hernán. Carlos Herrera. Primer Presidente Democrático del Siglo XX. Fundación Pantaleón, Guatemala: 2003.


La semana trágica (I)

La violenta caída del tirano Manuel Estrada Cabrera

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Semana1

El señor presidente Manuel Estrada Cabrera en emisión postal de 1918. Aunque todavía faltaban 2 años para su caída, su régimen empezaba ya a resquebrajarse. (Fuente: http://www.123rf.com/).

Hace 100 años, el 8 de abril de 1920, a la caída de la tarde, un estruendo sacudió la normalmente apacible Ciudad de Guatemala. Las baterías del Fuerte de Matamoros tronaron, bombardeando las goteras de la ciudad al oriente, sede del cuartel Número 3, presuntamente fiel al gobierno provisional de don Carlos Herrera. Al día siguiente, el 9 de abril, las baterías francesas, concentradas en la finca presidencial de La Palma en el suroriente de la ciudad, empezaron también su bombardeo, buscando el centro de la ciudad y la Finca El Zapote, presunto cuartel general de los unionistas. ¿Qué llevó al dictador a tomar la terrible decisión de bombardear una ciudad completamente desprotegida? ¿Qué sucedió después? Las respuestas a estas preguntas constituyen unas de las páginas más hermosas de la historia de nuestro país, y contradictoriamente, de las más desconocidas.

  

 

 

-I-

El inicio de la crisis

 

La caída del dictador Manuel Estrada Cabrera no puede atribuirse a un solo hecho. El derrumbe del régimen que por 22 años había dictado los destinos de Guatemala entre un espeso clima de violencia y sospecha, puede encontrarse en los sucesos naturales acontecidos entre diciembre de 1917 y enero de 1918, cuando una serie de terremotos y sus violentas réplicas sacudieron a la ciudad, dejándola completamente arrasada. Según el arqueólogo y espía norteamericano, Silvanus Morley, el 90% de la ciudad quedó en escombros, y la totalidad de los servicios de agua y electricidad colapsaron, lo mismo que los caminos que comunicaban a la capital con el resto del país. La gente abandonó las ruinas de sus propiedades y se trasladaron a donde pudieron. Los que tenían posibilidades salieron de la ciudad a vivir en sus casas de descanso, en Escuintla, Amatitlán, Antigua Guatemala, o a sus fincas. Los que no tenían otras propiedades a las que marcharse se desperdigaron en campamentos provisionales que se establecieron en espacios abiertos en la arrasada ciudad, sus parques, plazas, atrios de las iglesias o los potreros de las afueras se acondicionaron para que la gente construyera sus “tembloreras”, champas o carpas en donde pasar el mal rato. Incluso los jardines del boulevard 30 de junio fueron transformados en un gran campamento, donado por la Legación de los Estados Unidos.

 

Semana2

Estado en el que quedó la sala de operaciones del Hospital General luego de los terremotos de 1917 y 1918.

Pero las desgracias nunca vienen solas, solían decir las abuelitas, y así el año siguiente, 1919, fue el año de la influenza, que se llevó a no pocas personas, provocando también una aguda crisis de salud, pues los hospitales destruidos unos y desbordados otros no pudieron responder adecuadamente a la epidemia. El gobierno, al parecer, no era capaz de responder con tino y celeridad a las crisis que se venían acumulando. La gente empezó a ver que el régimen hacía agua, que sus funcionarios eran corruptos e incapaces y que el omnipresente Estrada Cabrera se mantenía aislado de la población, escondido tras las alambradas y las cañas del “poste vivo”, que rodeaban a La Palma.

Algunos guatemaltecos se pusieron manos a la obra para encontrar una salida política a este régimen que daba la espalda a los habitantes del país. Así, con ayuda de la Constitución Política de 1879, se funda el Partido Unionista, en diciembre de 1919. Al mes siguiente, el jueves 15 de enero se publicaba en ciudad de Guatemala el primer número del diario El Unionista, con el lema “La palabra de un Hombre Libre vale más que la de siete mil esclavos”. Ese diario publicó en su primera edición, el Acta de Organización del Partido Unionista, que tenía como objetivo: “Dedicar todos nuestros esfuerzos para obtener por medios pacíficos y dentro de la más extricta obediencia a las leyes, el resurgimiento pronto, pero estable, justo y popular de la antigua nación Centroamericana (…) Trabajar, dentro del orden legal, porque el ejercicio de los derechos y el cumplimiento de las obligaciones que la forma republicana democrática requiere para ser eficaz, sean efectivos y sinceros, así por parte de las autoridades como por la de los ciudadanos, pues de otra manera la Unión será imposible…”

En respuesta a esta iniciativa, el dictador llamó a la capital a los líderes de la Convención Liberal que había promovido su última reelección en 1917, y se fundó un Club nuevo, llamado Juventud Liberal. Este club invitó a la población en general a nombrar delegados de toda la república para participar en un congreso que condenara el Movimiento Unionista, ensalzando la figura del Presidente. Los delegados del interior del país llegaron, pero buscaron la Casa del Pueblo, sede del Partido Unionista, (ubicada en la doce calle entre cuarta y quinta avenidas de la actual zona 1, pared por medio con la Legación estadounidense), para enterarse de lo que estaba pasando. Las grandes marchas de adhesión al presidente no pudieron llevarse a cabo, y en cambio, las ideas unionistas se difundieron por todo el territorio nacional.

El Señor Presidente hizo un último intento por bloquear al Partido Unionista, haciendo que la Asamblea Legislativa declarara que a Estrada Cabrera, en su calidad de Presidente Constitucional de la República, era al único al que correspondía gestionar las actividades relacionadas con la unión centroamericana. Al mismo tiempo, el dictador aumentó la dotación de guardia en La Palma y concentró varias piezas de artillería (francesas de 75mm) con abundante munición, “por si las moscas”.

El clima político en ese enero de 1920 era incierto. Aunque había mucha tensión frente a este presidente parapetado en una finca en las afueras de la ciudad, el optimismo valiente con el que surgió el Movimiento Unionista hizo soñar a muchos. Todos sabían que Estrada Cabrera se había mantenido en el poder gracias a la complacencia de los Estados Unidos, pero de pronto, se dio un cambio de representante diplomático de éste país que agudizó el desconcierto. Con la llegada del nuevo Ministro, Mr. Benton McMillin, crecieron los rumores de que el cambio obedecía al apoyo de Washington al movimiento unionista, mientras que otros lo veían más bien como un espaldarazo de apoyo al dictador. El silencio de McMillin no ayudó a aclarar las cosas, silencio que rompió tan sólo al momento de presentar sus Cartas Credenciales, acto durante el cual dijo que el gobierno de los Estados Unidos se oponía a las medidas revolucionarias, y que no reconocerían un gobierno surgido de un movimiento revolucionario. Un valioso testigo de la época, don Luis Beltranena Sinibaldi explica en su interesante documento “Cómo se produjo la caída de Estrada Cabrera”, afirma que a la llegada del embajador, el Partido Unionista no tenía ningún vínculo con el diplomático. Éste testigo apunta que cuando don Luis Pedro Aguirre logró entrevistarse con el nuevo ministro y sondearlo sobre su posición frente al ideario unionista, éste se limitó a decirle que el Partido Unionista debía esperar la celebración de las nuevas elecciones, y entre tanto, Estrada Cabrera seguiría al frente del gobierno, hasta culminar su período constitucional en 1923.

 

-II-

La destitución del presidente

 

Originalmente, la Asamblea Legislativa celebraba sus sesiones en el edificio de la antigua sede de la Sociedad Económica de Amigos del País, en la 9 avenida, (en donde se levanta actualmente eel Congreso de la República), sin embargo en febrero de 1920, Estrada Cabrera les ordenó trasladarse al edificio de la Academia Militar, fuera del perímetro de la ciudad, por supuesta precariedad del edificio de la Asamblea tras los terremotos. El Presidente buscaba evitar así la presencia de la barra de asistentes a las sesiones, además de tener a los diputados en un ambiente controlado por una guardia militar.

Los diputados obedientemente se trasladaron a las nuevas instalaciones al inicio del boulevard 30 de junio (sede del actual Ministerio de la Defensa), pero el Partido Unionista llamó a una marcha en protesta contra la medida y de solidaridad con los representantes. La masiva manifestación se convocó para el 11 de marzo y recorrió toda la 7 avenida hasta el boulevard 30 de junio en apoyo a la Asamblea. Se calcula que alrededor de 30,000 personas participaron en la manifestación.

 

La manifestación del 11 de marzo avanza frente a la Penitenciaría, en las goteras de la ciudad, rumbo al edificio de la Academia Militar, a donde se había trasladado a los diputados.

La manifestación del 11 de marzo avanza frente a la Penitenciaría, en las goteras de la ciudad, rumbo al edificio de la Academia Militar, a donde se había trasladado a los diputados.

El periodista Carlos Wyld Ospina, reconstruyó en las páginas de su ensayo El Autócrata, los sucesos del 11 de marzo:

“El 11 de marzo del mismo mes y año, un inmenso desfile popular, sin precedente en la historia centroamericana como acto cívico, se desenvuelve por las calles de la capital de Guatemala. Va organizado en secciones: cada una levanta una bandera o estandarte, como los ejércitos. El temor a la muerte imprime su espantosa disciplina al escuadrón de ciudadanos.

La Asamblea se reúne en el edificio de la Academia Militar, por orden del autócrata. Quiere él que los representantes legislen en la vecindad de los cañones para que no olviden que el respeto a la fuerza en su más alto deber. A la sazón se encuentra un numeroso grupo de diputados en el edificio, en espera de la manifestación unionista.

Al discurrir el desfile por el bulevar, los esbirros del terrorismo, confundidos con el público espectador, disparan sus revólveres contra la viviente columna en marcha. Por el momento, más que herir, desean provocar: sin duda tal era la consigna recibida en La Palma. Pero una bala hiere a un ciudadano manifestante, joven y de oficio barbero. Al derrumbarse en tierra aquel hombre (Benjamín Castro), una racha de horror sacude los nervios de la multitud. La columna se rompe y arremolina en pánico. Resuenan más disparos: son descargas hechas por las tropas apostadas tras las vallas de boj del bulevar y los muros de la Academia. Dícese que los oficiales y soldados dispararon hacia lo alto, sintiéndose incapaces de fusilar a sus hermanos civiles. Debió de ser así porque ningún otro manifestante fue herido…”.

 

Continúa el relato de Wyld Ospina:

“…Pasado el primer momento de confusión, la masa humana se sobrepone al terror de la salvaje acometida. Hay escenas patéticas y un gran acto de heroísmo popular. Los compañeros han alzado en brazos al herido, como una bandera santa. Un hombre grita la consigna, dominando el tumulto: ¡Adelante, nadie se detenga, nadie conteste con la fuerza, adelante! (…) La muchedumbre comprende entonces que la salvación está en permanecer unida y pacífica ante el peligro. Para esto le basta con recurrir a su instinto (…) Es el pavor disciplinado.

(…) Al grito de ¡Adelante! Se ha reanudado el desfile. Nadie osa ya detenerlo. Frente a la Academia Militar, un grupo de diputados, con su presidente a la cabeza avanza hacia las puertas para recibir el homenaje popular, pero los centinelas cruzan los fusiles impidiendo el paso a los representantes de la ley. Entonces el licenciado José A. Beteta, uno de los cabecillas políticos de la Asamblea, tiene el gesto oportuno y magnífico de un girondino:

-¡Alto!- grita al oficial que manda la guardia- Las armas nacionales no están en vuestras manos para atacar a la representación del pueblo sino para rendirle honores. ¡Capitán: mande presentar las armas!

Y el capitán obedeció.”

 

En La Palma estaban acantonados en esos momentos alrededor de 800 soldados momostecos, conocidos por su disciplina y capacidad militar, puestos al mando del general José María Letona, diputado de la Asamblea, Subsecretario de la Guerra y hombre incondicional del régimen. La tropa en medio de la tensión que venía acumulando, mal comida y mal tratada, empezó a desertar. Al enterarse, el dictador llamó al general Letona y frente a otros oficiales lo insultó y lo golpeó con la cacha de su revólver, acusándolo de cobarde y negligente. Letona abandonó La Palma y se refugió temporalmente en la Legación de Inglaterra (13 calle y 9 avenida). En respuesta, Estrada Cabrera dispuso cambios inmediatos en su gabinete, integrando al entonces coronel Jorge Ubico y al general José María Orellana.

Entre tanto, ante la masiva manifestación popular, la Asamblea decidió regresar a su sede en el centro de la ciudad, desobedeciendo al dictador. Esta medida de abierto desafío, fue interpretada por la gente como un síntoma de la inminente caída del Estrada Cabrera.

La noche del 7 de abril, los liberales que habían apoyado al dictador se dieron cuenta de que la situación era insostenible. Liderados por un conocido colaborador del régimen, Adrián Vidaurre, llamaron a representantes del Partido Unionista y decidieron pactar. A cambio de la suma de votos para deshacerse del dictador, pidieron poner en la presidencia provisional a un hombre de confianza y varias carteras del gabinete. Esa noche dispusieron que a la mañana siguiente, a primera hora, se reuniera la Asamblea Legislativa a tratar el tema del futuro político del país.

 

Maravillosa fotografía de la mañana del 8 de abril de 1920, completamente tomada por la población, en espera de lo que decida la Asamblea Legislativa sobre el futuro del dictador atrincherado en La Palma.

Maravillosa fotografía de la mañana del 8 de abril de 1920, completamente tomada por la población, en espera de lo que decida la Asamblea Legislativa sobre el futuro del dictador atrincherado en La Palma.

El 8 de abril de 1920, amaneció con el edificio de la Asamblea Legislativa completamente abarrotado. Desbordado de gente, ocuparon los techos vecinos y calles circundantes. Algunos diputados se escondían en sus casas para no presentarse a la sesión, así que la gente organizó piquetes de ciudadanos que fueron a sus residencias y los llevaron obligados, algunos incluso, cargados. A las 8 de la mañana se abrió la sesión, procediéndose a la lectura del minucioso relato del incidente del general Letona, terminando con la solicitud del licenciado Rafael Piñol y Batres de que el presidente fuera retirado del cargo, pues su actitud errática o desorden mental comprometía los intereses de la República. En la solicitud se establecía que al Señor Presidente se le ofrecían todas las garantías necesarias para su persona y familia para salir del país, en busca de una cura en el extranjero. Horas después, a eso de las 11 de la mañana, se terminó la sesión, separando a don Manuel Estrada Cabrera del cargo y nombrando al Primer Designado, don Carlos Herrera como encargado de la presidencia interinamente. Cuando se supo el resultado de la sesión, la ciudad entera atronó con dobles de campanas y sirenas de las locomotoras del ferrocarril.

Histórica fotografía del 8 de abril de 1920, cuando el ya presidente provisional Carlos Herrera abandona la sede de la Asamblea Legislativa.

Histórica fotografía del 8 de abril de 1920, cuando el ya presidente provisional Carlos Herrera abandona la sede de la Asamblea Legislativa.


Otro héroe olvidado

Sol Tax, autor de El capitalismo del centavo

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

SolTax1

El antropólogo Sol Tax. Su libro, que relata la vida indígena en un poblado del altiplano, plantea al día de hoy una reconstrucción fascinante de la Guatemala gobernada desde una capital remota, que casi no tiene incidencia alguna en el día a día de los habitantes de Panajachel.

En una ocasión anterior, hace ya varios meses, recordábamos a Walter Lehmann, uno de esos estudiosos que se recorrió nuestro país hasta llegarlo a conocer mucho mejor que los propios guatemaltecos. En esta ocasión recordamos a otro de esos héroes intelectuales, el antropólogo estadounidense Sol Tax (1907-1995), de la Universidad de Chicago, que con el fin de estudiar una comunidad indígena y sus relaciones económicas se estableció en Panajachel, Sololá en donde vivió con su esposa ‘en forma discontinua, desde el otoño de 1935 hasta la primavera de 1941’, según sus palabras. El resultado fue su libro El capitalismo del centavo. Una economía indígena de Guatemala, publicado en español en dos tomos por el Seminario de Integración Social de Guatemala en 1964, y que leído en 2016 resulta en una curiosa aventura, un viaje en el tiempo.

 

 

 

-I-

El libro

Había visto el libro en las innumerables ocasiones en que me paseo entre los puestos de venta de libros usados cada vez que se hace una feria del libro en el Centro Histórico o en el parque central de Antigua Guatemala. Lo había visto también acumulando polvo en las estanterías de las librerías de usados y no fue sino hasta la oportuna recomendación del amigo y colega Javier Calderón Abullarade que me decidí a comprarlo. Tengo que confesarlo, nunca me había llamado la atención y su título me parecía poco sugerente. Afortunadamente casi desde la introducción la percepción me fue cambiando hasta que su lectura se volvió casi obsesiva hasta terminarlo.

Tax pertenece a esa generación de estudiosos sociales norteamericanos que se descolgaron por estas latitudes para interpretar a nuestro país. El mismo Tax basa su libro en ciertos datos y estudios previos de McBryde, el más importante Cultural and Historical Geography of Southwest Guatemala, patrocinada por la Smithsonian Institution, y publicado años después, también en ese hermoso y valiente esfuerzo editorial bautizado como Seminario de Integración Social Guatemalteca, dirigido por Ernesto Chinchilla Aguilar y luego por Flavio Rojas Lima. Tax entonces se sumó a esa primera corriente de arqueólogos anglosajones como Alfred Maudslay, Sylvanus Morley o el antropólogo Richard Adams. Pero es cierto que antes de los estadounidenses anduvieron por estos caminos los alemanes, un par de décadas antes, como el referido Walter Lehmann, y sus colegas Frank Sapper, Otto Stoll y Franz Termer, sobre los que espero regresar en otra ocasión no muy lejana para comentar sus obras.

El libro es una detallada y fascinante descripción de la vida en el pueblo de Panajachel en la fecha en que Tax se sentó a escribir el primer borrador, (en el invierno de 1938-39), cuando este poblado llegaba apenas a los 800 habitantes, predominantemente indígenas:

“Los ladinos tienden a vivir cerca del centro del pueblo; cuanto más ricos, tanto más cerca. Esta costumbre está generalizada en Guatemala, aunque en Panajachel parece estarse alterando a través del desarrollo de una ‘costa de oro’ a lo largo de la ribera del lago. Con excepción de los jardines de los patios, en la parte inmediata al centro del pueblo casi no hay tierras cultivadas (…) En efecto, las casas a menudo están tan ocultas por la vegetación que las rodea, que en la primera tentativa que hice para incluirlas en un mapa pasé por alto a más de la mitad…”

De pronto el libro que prometía ser un árido tratado de economía se convierte en un hermoso viaje al pasado, escrito por un intelectual que admiró a nuestro país y a su gente. En sus páginas no hay nunca un juicio soberbio sobre la superioridad norteamericana o el subdesarrollo guatemalteco. Sus juicios siempre son equilibrados, más tendientes hacia la simpatía que a la severidad. El Capitalismo del Centavo es entonces un retrato de un fragmento de aquella república ornamental, como la describiría Paul Bowles, que muchos de nuestros abuelos recordaron con nostalgia, insistentemente a pesar de o a causa de, Ubico.

 

-II-

Los textos

Hay libros a los que es mejor dejarse vender solos. El caso de Sol Tax lo pone en evidencia, así que yo serviré en esta ocasión de simple transcriptor de los fragmentos que me parecen los más hermosos, para que sirvan de anzuelo para esos lectores que sólo necesitan de un suave espaldarazo para sumergirse en nuevas aventuras literarias.

“Para un indígena es posible llegar a ser considerado como ladino por los miembros de ambos grupos, si habla español como tal, tiene apellido español, y adopta la indumentaria y los modos de vida de los ladinos. Debe tenerse en mente que, como la distinción es cultural y no física, de los términos indígena y ladino no se piensa primariamente como si tuviesen designaciones raciales en el sentido en que los términos negro y blanco son empleados en los Estados Unidos”.

“Los municipios de Guatemala (…) corresponden a dos clases generales. En una, los indígenas viven en sus parcelas, en el campo, y llegan al pueblo por temporadas; a menudo instalan casa en el pueblo. En la otra, viven en el pueblo y van a los campos circundantes cuando es preciso labrar la tierra (…) Como una consecuencia de lo expuesto, los indígenas de los municipios de ‘pueblos vacíos’ tienen a llevar una vida dual, alternando entre sus aislados hogares campestres y el pueblo, mientras que el territorio rural de los municipios de ‘pueblos nucleares’, el cual se encuentra deshabitado, sólo cobra importancia en relación con la agricultura. A diferencia de los indígenas de Yucatán, por ejemplo, los guatemaltecos de esta región no acostumbran vivir en sus campos de maíz durante los períodos de trabajo; en consecuencia, en los municipios de pueblos nucleares los varones no abandonan sus hogares más de un día para trabajar en sus campos de maíz”.

“Antes de 1935, fecha en la que entró en vigor un nuevo sistema, todos los funcionarios eran seleccionados por la población local entre sus propios miembros. Después de su llegada, los ladinos recibieron algunos de los cargos más altos; no obstante, los indígenas continuaron llenando todos los puestos de manera no oficial con miembros de sus propias filas. Después de 1935, cuando algunos cargos fueron abolidos y otros empezaron a ser cubiertos a base de nombramientos emitidos desde arriba y afuera de la comunidad, los indígenas continuaron nombrando una lista completa de funcionarios. Sin embargo, aún era posible hablar de un cuerpo de funcionarios indígenas, intregado por el primero y segundo alcaldes, primero y segundo regidores, primero y segundo regidores ayudantes, primero y segundo auxiliares, primero, segundo, tercero y cuarto mayores, y 24 alguaciles no escalafonados. En consecuencia, había 36 cargos civiles que debían ser cubiertos”.[1]

“Los funcionarios indígenas, por lo menos hasta donde los miembros de su grupo tienen la palabra, no son electos ni tampoco nombrados, hablando en puridad. Los ancianos dignatarios (los principales, son personas que han pasado a lo largo de toda la escala jerárquica) y los altos funcionarios seleccionan todos los años, de común acuerdo a los nuevos funcionarios; empero, como una persona no es elegible para un cargo hasta que no ha pasado por el inferior, y puesto que no estpa obligada a aceptarlo antes de haber tenido un período de descanso después de su servicio anterior, la selección es limitada y a menudo automática (…) De acuerdo con las relaciones entre la organización de la familia y el sistema político-religioso, los ‘turnos’ no corresponden a los individuos ni a los grupos de parientes consanguineos, sino a las casas…”.

“Por lo tanto, la casa es la unidad social primaria. También es por definición una unidad económica, puesto que comprende a todos los que viven bajo un mismo techo, o en un agregado, y tienen una cocina común. Pero la comunidad económica completa, de cualquier tipo que sea, se encuentra ausente de la ideología indígena y de la práctica familiar. Cada miembro de la familia tiende a constituir sus propiedades y a señalar sus propios ingresos y sus contribuciones para la satisfacción de las necesidades comunes…”.

Hermosa fotografía de un día de mercado en un poblado del altiplano. Atrás del hombre que sostiene una olla de barro pueden verse los cacaxtes, armazones de madera sobre las que los indígenas transportan los bienes que van a comerciar a la plaza. El proceso era definido por Tax, así: “La producción de las tierras bajas, así como la de las altas, es transportada sobre la espalda por los indígenas, y negociada en los pueblos comerciales de las dos regiones…” (La fotografía corresponde a la década de 1920, nada habría cambiado a la estadía de Tax en Panajachel una década después).

Hermosa fotografía de un día de mercado en un poblado del altiplano. Atrás del hombre ,que sostiene una olla de barro, pueden verse los cacaxtes, armazones de madera sobre las que los indígenas transportan los bienes que van a comerciar a la plaza. El proceso era definido por Tax, así: “La producción de las tierras bajas, así como la de las altas, es transportada sobre la espalda por los indígenas, y negociada en los pueblos comerciales de las dos regiones…”. (La fotografía corresponde a la década de 1920, nada habría cambiado a la estadía de Tax en Panajachel una década después).

 

 “…Una vez, durante el período de este estudio, el Gobierno controló el precio y, hasta cierto punto, la distribución del maíz, cuando una escasez extraordinaria determinó una crisis. El caso señala enfáticamente la singularidad de tal interferencia. Por otra parte, el gobierno siempre ha tenido leyes acerca de la tierra y del trabajo. Las primeras, que regulan la distribución de las tierras públicas, etcétera, prácticamente no han producido efectos en la economía regional; en cambio, las leyes laborales, cuyos efectos siempre han sido discriminatorios en contra de los indígenas, los cuales por un medio u otro han sido forzados a ir a trabajar a las plantaciones, han influido sobre la economía local. En la década de 1930 había leyes para el salario mínimo, así como otros instrumentos similares de legislación social, los que en realidad dieron pocos resultados, si es que tuvieron algunos”.

“Tal vez sea más significativo el hecho de que las sanciones sobrenaturales que gobiernan los negocios son esencialmente seculares en su efecto; son castigos adecuados al crimen. Si uno comete un pecado, como el de escupir sobre el fuego, o el de quejarse al tener que subir una cuesta, el castigo consiste en una enfermedad; en cambio, el robo (ya sea como tal o en forma de deshonestidad comercial) se castiga con la mala suerte en los negocios. El robo de dinero no hace ningún bien al ladrón y puede ocasionarle pobreza”.

“A los indígenas les agrada el pan y lo comen siempre que pueden procurárselo. No lo incluyen en su dieta normal, pero constituye una parte importante del ritual y de las fiestas. No obstante, la elaboración de pan no es un arte doméstico sino ente los ladinos. Además, excepto en algunas comunidades totalmente indígenas, los panaderos casi siempre son ladinos”.

“La vida significa ante todo trabajo duro, y la persona puede enfermar si se aflige o se queja. Y si enferma y tiene que abandonar el trabajo durante algunas semanas y recurrir a un curandero, todos sus ahorros, su tierra y sus medios de ganarse decentemente la vida desaparecen. La persona vive con un precario margen de seguridad, y la diferencia entre la riqueza y la pobreza depende de una leve racha de mala suerte…”[2]

Mujer indígena en día de mercado ofreciendo hierbas. La simplicidad de la economía del altiplano guatemalteco encontraría solución según Tax, en “…el comienzo de la acumulación de conocimientos técnicos, los cuales eventualmente dan por resultado el mejoramiento de los niveles materiales de la vida”.

Mujer indígena en día de mercado ofreciendo hierbas. La simplicidad de la economía del altiplano guatemalteco encontraría solución según Tax, en “…el comienzo de la acumulación de conocimientos técnicos, los cuales eventualmente dan por resultado el mejoramiento de los niveles materiales de la vida”.

“…Los indígenas evitan los relámpagos y los vientos fríos. Cuando la lluvia o la sequía se presentan intempestivamente, así como cuando el río de desborda y amenaza al pueblo, utilizan todos los recursos espirituales disponibles. Cuando la enfermedad hace presa de ellos, agotan todos sus recursos, no sólo espirituales sino materiales.

Algunas creencias acerca de la naturaleza afectan materialmente la vida diaria. Por ejemplo, la fisiología de las plantas y de los animales cambia con las fases de la luna, de modo que la madera de construcción se corta y el maíz se cosecha principalmente durante quincenas alternas. O bien, en vista de que los seres sobrenaturales salen durante la noche, el comercio tiende a interrumpirse al anochecer…”.

 

 

 

 

 

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Tax, Sol. «El capitalismo del centavo. Una economía indígena de Guatemala». (Dos tomos). Centro Editorial José de Pineda Ibarra, Guatemala: 1964. (Fotografía de Amazon).

 

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[1]
Esta reforma obedeció a que el ubiquismo sustituyó a los alcaldes electos por una nueva figura: los intendentes municipales, nombrados directamente por el dictador. El sistema previo a 1935 fue restablecido tras la revolución de 1944.

[2] Esta cita nos recuerda a la visión de la vida de la Inglaterra preindustrial que dejó Hobbes resumida en su Leviatán, cuando dijo que era breve, brutal y sucia.


Uno de los olvidados

Carlos Wyld Ospina, escritor y poeta

 

Rodrigo Fernández Ordóñez

Descubrí a Wyld Ospina en los días de la adolescencia, con La gringa (1935), una novela costumbrista que mi papá me regaló como parte de una colección de autores guatemaltecos de la Colección narrativa guatemalteca siglo XX, del Ministerio de Cultura y Deportes, que incluía a otros buenos autores como Francisco Méndez y sus Cuentos de Joyabaj, o José María López Valdizón, La vida rota. Lo redescubrí bastantes años después con su magnífico ensayo político El autócrata (1929), y luego me lo recordó Fernando Vallejo en El mensajero, cuando lo ubica junto con Porfirio Barba-Jacob en medio del torbellino de la Revolución Mexicana.

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Retrato más conocido de Carlos Wyld Ospina, distinguido miembro de la generación literaria de 1910.

 

-I-

Los primeros años

Carlos Wyld Ospina[1] nació en Antigua Guatemala el 19 de junio de 1891, con ascendencia inglesa por parte de su padre y colombiana por su madre. La familia vivía de propiedades agrícolas en los alrededores de la ciudad colonial, lo que permitió que sus padres les dieran a Carlos y hermanos una buena educación. Estudió su educación primaria en Antigua y su bachillerato en ciudad de Guatemala, en San José de los Infantes. Desde muy joven se independiza económicamente de sus padres, e ingresa como empleado de comercio. A los 20 años, quien sabe a cuento de qué, quizá en busca de emociones, parte rumbo a México, que por entonces atravesaba el torbellino de la revolución, y empieza a trabajar como periodista, en el bando equivocado de la revolución (dicho sea de paso), pues milita en las filas de Victoriano Huerta, el gran traidor del movimiento. Esta es una de las primeras contradicciones de su biografía, pues a pesar que milita en el bando que desencadenó la decena trágica que terminó con el asesinato a sangre fría de Francisco Ignacio Madero y José María Pino Suárez en un campo terroso a espaldas de la cárcel de Lecumberri, luego se larga con un ensayo documentadísimo y sesudo sobre los autócratas y los abusos del poder.

En el México revolucionario traba amistad con un poeta excéntrico nacido en Colombia, Porfirio Barba Jacob, quien para entonces insultaba a izquierda y derecha contra los que se oponían a los designios de La cucaracha Huerta, desde las páginas de El Independiente. De allí migra con su nuevo amigo chapín hacia las páginas de El Churubusco, que presumiblemente, en palabras de Vallejo era un periódico crítico con cierto humor. “Antecitos de que llegaran traspasó la empresa y se esfumó. Se esfumó en compañía de Carlos Wyld Ospina, su más asiduo colaborador en Churubusco, un jovencito guatemalteco con sangre colombiana que había conocido en El Independiente”, apunta Vallejo sin darnos más detalles.

Lo cierto es que a inicios del siglo XX tenemos a Barba Jacob y a Wyld Ospina de regreso en Guatemala, en Quetzaltenango. Es la Guatemala de Estrada Cabrera. Pero a los fugitivos poco les importa el dictador, pues vienen huyendo de quienes les quieren cobrar los insultos lanzados contra Carranza, Obregón y Villa. O sea, medio México. En 1915 tenemos en Xela a Wyld Ospina dirigiendo el diario Los Altos. Luego funda el diario El Pueblo, junto con el poeta Alberto Velásquez, (de quien prometo buscar información para ir resucitando a estos olvidados maestros).

Años después se establecerá en ciudad de Guatemala, en donde escribirá como editorialista para el diario más importante del país de aquellos tiempos, El Imparcial, para quien colaborará de 1922 a 1925. En el ínterin, el 15 de mayo de 1923, funda con otro grupo de intelectuales y científicos la hermosa Sociedad de Geografía e Historia que aún sobrevive, con el nombre de Academia publicando todavía su invaluable aporte al conocimiento de la historia nacional, su revista Anales.

Apunta Tejeda que quienes lo conocieron: “… lo describen como un hombre de fina y dominante conversación. Le agrada conocer las inquietudes creativas de los más jóvenes. No tolera la petulancia, menos, la mediocridad. Es afable con las personas de su afecto, pero, no con todas…”

 

-II-

La madurez del escritor

Don Carlos abandona las letras para dedicarse a la política. Es electo diputado de la Asamblea Nacional Legislativa por dos períodos, de 1932 a 1935 y de 1937 a 1942, es decir que fue diputado durante el ubiquismo, lo mismo que Miguel Ángel Asturias. Cosa extraña, pues en 1929 publica su ensayo político-social titulado El Autócrata, firmado en Alta Verapaz, 1926-1927:

“El autócrata (del griego autos, sí mismo, y crateia, fuerza) es en esta semblanza el personaje genérico que, contra las vanas teorías políticas que asignaron a Centro América un régimen democrático, impone un gobierno de hecho, que ha tomado carácter normal y perdurable a espaldas de la ley escrita. Este gobierno está basado en la autocracia, es decir, en ‘la fuerza que se toma de sí mismo’ (…) Por eso, aunque mi propósito prístino fue escribir una semblanza de Estrada Cabrera, famoso autócrata guatemalteco, encontré que la personalidad de este gobernante quedaba incompleta, y sería sin duda mal comprendida, presentándola dentro el cuadro aislado de su tiranía. Esta misma tiranía, sin la autocracia liberal de Justo Rufino Barrios no se explicaría satisfactoriamente a la luz del determinismo histórico (…) La administración de Estrada Cabrera es de ayer. Yo mismo crecí mientras el autócrata imperaba como un amo sobre el país. Contribuí desde la prensa a su caída conversé con él acerca de las cuestiones importantes de su gobierno cuando Don Manuel, como se le llamaba popularmente en Guatemala, ya gemía a la sombra de los muros de una prisión en 1920”[2].

Casos extraños los de nuestros escritores. Se pelean con un dictador pero alaban al otro. Lo mismo Wyld que Rafael Arévalo Martínez, que escribe su monumental denuncia contra Estrada Cabrera en el magnífico Ecce Pericles!, para pasar apenas en una década a alabar el trabajo de Ubico. Quizá los años que nos separan del ubiquismo nos impide entender estos matices, ya descritos por el historiador Carlos Sabino en Guatemala, la historia silenciada, cuando señala que la dictadura de Ubico era más bien una dictablanda, que está más cerca de Miguel Primo de Rivera que de Rafael Trujillo o del propio Estrada Cabrera. Pero bueno, para efectos del mundo de las ideas, y ateniéndonos a la propia conceptualización de autocracia que define Wyld al inicio de su ensayo, es imposible entender su militancia en la asamblea de un régimen a todas luces antidemocrático como el que gobernó el país desde 1931 hasta 1944.

Extraño además porque, como él mismo afirmaba en la presentación de su ensayo, desde Quetzaltenango, ciudad en la que vivía por entonces, levantó la voz de la oposición a la dictadura de Estrada Cabrera, publicando el ya citado El Pueblo en 1920[3]. Según una amiga del autor, este diario era buscado y leído “…con interés, por sus valerosos artículos, llenos de energía y de un espíritu de protesta que orientaron al público para la lucha que pronto fue realidad…”[4] y nos regala un dato que vale oro: que al estallar la rebelión en lo que luego se llamaría la Semana Trágica, en abril de 1920, Wyld Ospina, a la cabeza de un grupo de estudiantes, tomaron el cuartel de artillería de Quetzaltenango, debilitando considerablemente el apoyo al dictador.

Tal vez los diez años de caos que siguieron a la caída de la dictadura cabrerista hicieron mella en la mente de nuestro escritor, que terminó por aceptar más pragmáticamente, la conveniencia de una dictadura que pusieran fin al caos y la cadena de cuartelazos que se dieron desde 1921. Algo así me sugiere la presentación que escribe para su novela La Gringa, publicada en 1935 en la que apunta: “El actual Presidente de Guatemala, General don Jorge Ubico, trabaja por hacer de la república ‘una nación proba, rica, culta y sana’. En este propósito vasto encaja bellamente la edición, por cuenta del Estado, de obras de autores guatemalenses (…) Este libro, en su modestia, intenta colaborar en el aspecto cultural-estético de aquel programa de gobierno”.

Ante estas palabras sólo me quedan dos caminos para opinar sobre Wyld Ospina: o es un hombre que abandonado los sueños de juventud de ver libre a su país acepta la existencia de la dictadura en bien del progreso y la paz; o bien es un culebra de primera, dispuesto a sobar la leva del dictador de turno con tal que le publiquen sus obras y cobrarse un sueldito. Desgraciadamente no cuento con mucha más información sobre este escritor para afinar el juicio sobre su actuación, pues luego de salir de la Asamblea regresa a Quetzaltenango en donde vivirá el resto de su vida. Yo quiero pensar que era un hombre pragmático, que decidió trabajar con el dictador en bien del país, como muchos otros.

Pero bueno, sigamos con este intento de esbozo biográfico de nuestro escritor, al que apenas vamos a delinear un perfil, dada la escasez de datos. Nos cuenta Gustavo Martínez Nolasco:

“Wyld Ospina se hizo de un círculo de amigos. Se reunían a las doce del día, en un tendajón de la sexta avenida situado donde se alzó la residencia del licenciado don Abraham Cabrera y luego la embajada de México, y alero de varios presidentes de la república derrocados. En la trastienda hablábamos de literatura. Se ingería aguardiente en los famosos vasos de herradura. Todos eran buenos amigos y la política en nada había envenenado las almas fantaseadoras, ávidas de interceptar impresiones sobre motivos distantes del materialismo histórico, aunque tales términos aún no habían entrado en nuestra jerigonza.

Aún recuerdo algunos de los tertulianos de Wyld Ospina: a Carlos H. Martínez, Carlos H. Vela, Alfonso Guillén Zelaya, Carlos Rodríguez Cerna, Jorge Valladares Márquez, Flavio Herrera y el licenciado Felipe Neri González, ducho en cuestiones mayas y del indigenismo recalcitrante…”[5].

Martínez Nolasco le pone 1915 como fecha a sus recuerdos, afirmando puntualmente: “Relato los anteriores episodios como evocación de un aspecto ignorado de la Guatemala de 1915…”. Esto me lleva a pensar que aquellos intelectuales eran unos verdaderos héroes al desafiar el clima de miedo y desconfianza que había logrado imponer la larga dictadura cabrerista, que para entonces duraba ya 17 años. Me quedará la eterna duda de saber cómo logró evitar esta interesante tertulia artística la omnipresencia de la policía secreta, que en un desliz les habría caído ipso facto. Indudablemente eran personas que confiaban en su amistad, más allá del temor a los caprichos del tirano. Continúa Martínez con sus recuerdos:

“Se instaló la segunda tertulia de Wyld Ospina, en plenos días de la primera guerra europea. Fue en el ‘Gambrinus’, en la novena calle, en el sitio ocupado durante mucho tiempo por las bodegas de El Imparcial. Actuaba como el dios germano repartidor de cerveza, Juan Klusman rojo y opulento como el mismo personaje de la mitología escandinava.

Formaron, por lo demás, ese grupo: Fernando González Goyri; el sucesor de José C. Morales en el arte de los caricatos; Max Schaeffer, pintor alemán, más guatemalteco que cualquiera de los nietos de Juan Chapín. Concurría a ratos Manuel Cabral de la Cerda y el que esto escribe. Klusman solía llamar a tal cenáculo las ‘baterías’, en una mezcla de germania y chapinismo. Se refería a los vates…”.

Tumba de Wyld Ospina en el Cementerio General de Quetzaltenango, con busto ejecutado por otro gran artista guatemalteco, Rodolfo Galeotti Torres.

Tumba de Wyld Ospina en el Cementerio General de Quetzaltenango, con busto ejecutado por otro gran artista guatemalteco, Rodolfo Galeotti Torres.

Wyld Ospina, luego de abandonar su curul en la Asamblea, regresó a Quetzaltenango, en donde trabajó por varios años en el Banco de Occidente, como asesor y luego como miembro de su Junta Directiva, pero sin perder nunca contacto con el mundo literario guatemalteco. Murió el 17 de junio de 1956 en su casa Villa Carolina, en el barrio de La Democracia de la ciudad de Quetzaltenango, encerrado cada vez más entre sus libros, acompañado por su hija de 14 años, Alba Felipa Wyld.

 

 

-III-

El autócrata 

El ensayo tiene un estilo bien pulido, apoyado en frases contundentes que dejan al lector pensando en las afirmaciones por largo tiempo. Puede que no compartamos la visión de la historia que tiene el autor, pero siempre nos dejará sembrada la duda para pasar y repasar los sucesos que revisa y obligarnos a verlos bajo una nueva perspectiva. No busca convertir, pero si cuestionar, y ese es a mi juicio, el gran valor de este ensayo.

A pesar de su temática, el libro entero tiene ritmo, impuesto por el autor en capítulos que van abrazando períodos históricos bien definidos. Sobre la Colonia y la Independencia, su primer capítulo con el que abre formalmente su ensayo, atropellan al lector las primeras frases: “A la formación de nuestra nacionalidad no contribuyeron las viejas monarquías americanas más que con un contingente étnico. El indio aportó su sangre para constituirla y sus espaldas para mantenerla.” Es un aviso de su mentalidad anti liberal, que critica y destroza la propaganda del progreso y la prosperidad desde la que se legitiman los abusos del dictador de turno, como cuando reduce la revolución liberal a cinco líneas bien pulidas, independientemente de si compartimos sus ideas o no: “¿Fue en realidad una revolución la de 1871? Las revoluciones han de operarse sobre las conciencias mediante las ideas. Nosotros damos con frecuencia el nombre de revolucionarios a simples conquistadores del Poder a puño armado…” o este otro fragmento genial: “El jacobinismo liberal hace estragos en Guatemala desde 1871. Es un producto de aquel movimiento político que, pretendiendo ser una revolución de ideas, fue más bien una revuelta de ambiciones…”.

De los atropellos de la dictadura de Barrios, cita un recuerdo del Diario Íntimo del escritor nicaragüense Enrique Guzmán, que nos pinta al autócrata de pies a cabeza en apenas unas líneas: “…Así era Barrios en efecto. ‘Esto quiero que se haga’- decía a sus ministros.- ‘Ustedes- añadía- verán cómo adoban la cosa.’…”

Sus argumentos siempre van sostenidos con citas de testigos de la época. No duda tomar pasajes de diarios, libros, cartas, periódicos que permiten que el lector vaya construyendo el escenario que pretende destrozar a fuerza de sus críticas contundentes, ejercicio que me llama la atención por lo ya citado arriba. Se ensaña con los dictadores liberales, desde Barrios hasta Estrada Cabrera, pero se traga la píldora del ubiquismo. Sin duda Wyld resulta un interesante acertijo intelectual. Entresaco otra cita: “Sólo la ignorancia es capaz de declararse poseedora de la verdad única. Sólo el fanatismo hace de la verdad un motivo de persecuciones. Sólo la intolerancia ve un pecado en la libertad de creer…”, a mí me asalta la inevitable duda: ¿Cómo, quien escribió esto, pudo participar años después en la fachada legalista de un régimen que fusilaba, torturaba y ejecutaba mediante ‘ley fuga’, a sus opositores?

No quiero dejar mal sabor de boca al lector de estas líneas. El Autócrata es un libro interesante por lo que cuestiona. Es valioso desde el punto de vista de las ideas, y así recomiendo que se lea, con independencia de la vida del autor. Además, posee relatos interesantes, recabados de primera mano que no dejan de sorprendernos, por ejemplo cuando relata que apenas dado el último respiro el general Miguel García Granados, alguien irrumpió en su recámara y rompiendo una gaveta de su escritorio se robó el segundo tomo de sus Memorias, justo el volumen que cubría el período de la revolución y su gobierno. O cuando le carga a José María Orellana, el guardaespaldas de don Manuel, la responsabilidad de robarse y desaparecer las abultadas memorias del dictador, que había escrito durante su encierro, como ajuste de cuentas a todos los colaboradores que lo habían dejado solo…  

 

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[1] La información biográfica de Wyld Ospina la obtuve de “Carlos Wyld Ospina. Perfil humano y literario”, de Silvia Tejeda. (Wyld Ospina, Carlos. La Gringa. Editorial Cultura, Guatemala: 1988).

[2] Wyld Ospina, Carlos. El Autócrata. Tipografía Sánchez y de Guise, Guatemala: 1929. Página 11.

[3] Reyes M., José Luis. Corona Fúnebre a la memoria del gran poeta y escritor don Carlos Wyld Ospina. Editorial José de Pineda Ibarra, Guatemala: 1963. Página 9.

[4] Rubio de Robles, Laura. Un gran señor de las letras nacionales ha desaparecido. En José Luis Reyes, Corona Fúnebre… Página 95. Publicado originalmente en El Imparcial, el 29 de junio de 1956.

[5] Martínez Nolasco, Gustavo. El medio en que actuó Carlos Wyld Ospina. En José Luis Reyes, Corona Fúnebre… Página 93. Publicado originalmente en La Hora Dominical, 24 de junio de 1956.


Imágenes para soñar

The Queen of the Desert. Werner Herzog

 

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Recién pasados los Premios Goya, ya se acercan los Premios Óscar, por lo que es un buen momento para recomendar las cintas que vale la pena ver, sean o no nominadas a los premios de la Academia, sean clásicos o nuevos lanzamientos. Empezamos con un largometraje con una fotografía impecable, de mucho presupuesto, pero con ciertos hoyuelos en el desarrollo de la historia que nos impiden conectar del todo con la protagonista.

Cartel publicitario de la película dirigida por Werner Herzog y Nicole Kidman, como Gertrude Bell.

Cartel publicitario de la película dirigida por Werner Herzog y Nicole Kidman, como Gertrude Bell.

Escribo esto desde mi experiencia como espectador de la cinta. No he investigado acerca de las reacciones que la película causó en la llamada “crítica especializada”, para no recaer en lugares comunes, y para no contaminar mi propia impresión. La película contaba con todos los elementos para atrapar al espectador con una maravillosa historia de aventuras e intrigas políticas, como la historia con la que nos deleitó Anthony Minghella en su fantástica El paciente inglés, en la que Ralph Fiennes, encarna a otro aventurero enamorado del desierto y también miembro de la Real Sociedad Geográfica, conde Lazslo de Almasy. El primer problema que plantea la historia de Gertrude Bell, es cómo hacer que su personaje nos resulte atractivo, pero que a la vez nos transmita todo el conocimiento y gran preparación intelectual de su modelo original, pues Bell, nacida en el seno de una familia de exitosos industriales siderúrgicos, graduada con honores en Historia Moderna de la Universidad de Oxford, miembro de la Real Sociedad Fotográfica y de la Real Sociedad Geográfica, políglota, traductora, arqueóloga, viajera, asesora del gobierno de su majestad y especialista en el Oriente Medio. El escoger a Kidman para encarnarla fue un acto audaz de publicidad, pero a mi parecer, la actriz australiana no logra del todo apropiarse del papel y siempre parece como una muñeca de porcelana inalcanzable, ni siquiera cuando debe parecer vulnerable lo logra del todo. Kidman me parece un poco rígida, tal vez era la intención del director, que pareciera una típica mujer victoriana, pero creo que perjudica el esfuerzo monumental de la película, que a juzgar por la fotografía y las locaciones, tuvo que costar un dineral. Yo le hubiera apostado a una actriz menos conocida, que se pudiera relajar un poco.

La verdadera Gertrude Bell en un campamento del desierto. El que Nicole Kidman la encarne en esta película le hace sin duda un gran favor a la mítica aventurera, tarea que no resulta tan sencilla, pues no es nada fácil tratar de convertirse en una persona tan interesante como contradictoria, que en una ocasión escribió: “…Their tenets forbid them to look upon an unveiled woman and my tenets don’t permit me to veil –I think I’m right there, for it would be a tacit admission of my inferiority wich would put our intercourse from the first out of focus. Nor is it any good trying to make friends through the women –if the women were allowed to see me they would veil before me as if I were a man. So you see I appear to be too female for one sex and too male for the other…”.

La verdadera Gertrude Bell en un campamento del desierto. El que Nicole Kidman la encarne en esta película le hace sin duda un gran favor a la mítica aventurera, tarea que no resulta tan sencilla, pues no es nada fácil tratar de convertirse en una persona tan interesante como contradictoria, que en una ocasión escribió: “…Their tenets forbid them to look upon an unveiled woman and my tenets don’t permit me to veil –I think I’m right there, for it would be a tacit admission of my inferiority wich would put our intercourse from the first out of focus. Nor is it any good trying to make friends through the women –if the women were allowed to see me they would veil before me as if I were a man. So you see I appear to be too female for one sex and too male for the other…”.

El segundo gran problema que afronta la película es un guión que no logra explicar puntos esenciales de la historia que narran las imágenes y los actores y que resultan fundamentales para conocer o atisbar un poco la personalidad de la verdadera Bell. Por ejemplo, cuando ella solicita al padre permiso para casarse con el tercer secretario de la embajada británica en Teherán, y el padre le niega su consentimiento bajo el argumento que Henry es un ludópata, se da por finiquitado el asunto. La decisión pareciera ser arbitraria, y desencadena un trágico suceso, que marcará en adelante la personalidad de Bell. Sin embargo, la historia verdadera tiene más matices que llevan a explicar esta decisión, al parecer egoísta, del padre. Sucede que en esa época las leyes de propiedad establecían que la posesión de bienes de una mujer pasaba automáticamente a manos de su esposo como un efecto del matrimonio[1]. Es por ello que el vicio del juego de su enamorado impide que formalicen su unión y no un mero capricho del padre, que protegía así un negocio familiar de varias generaciones.

Otro punto necesario de aclarar para comprender la complejidad del personaje principal, ocurre en la siguiente escena, cuando ella ya está de regreso en Londres y recibe noticias de Teherán, en donde dejó a Thomas. Ella aparece escribiendo en un escritorio, rodeada de libros y papeles, sumergida en alguna tarea que no terminamos de adivinar. La verdadera Bell, por esa época se dedicaba a traducir los poemas del místico sufí del siglo XIV, Shemsuddin Mahommad, que escribió bajo el seudónimo Hafiz. Las odas o ghazals, de Hafiz fueron publicadas en 1897 bajo el título Poems from the Divan of Hafiz, fueron muy bien recibidas por la crítica, “…probably the finest and most truly poetical renderings of any Persian poet ever produced in the English language”, según Edward Browne, especialista de literatura persa de la época. La cualidad de la traducción de Bell consiste principalmente, según su biógrafa Georgina Howell, en que traslada su tristeza por la pérdida de su amor, a los nostálgicos poemas de Hafiz, logrando imprimirles en el inglés su suave melancolía. Así, de una traducción literal de un verso: “I will not hold back from seeking till my desire is realized,/ Either my soul will reach the beloved, or my soul will leave its body”, los sentimientos y momento vital por el que atraviesa Bell, explica Howell, resultan estos hermosos versos: “I cease not from desire till my desire/ Is satisfied; or let my mouth attain/ My love’s red mouth, or let my soul expire,/ Sighed from those lips that sought her lips in vain.” Resulta entonces que Gertrude Bell era una mujer apasionada por la poesía, que se hacía acompañar por el desierto por sus tomos encuadernados en cuero de sus poetas favoritos, desde los persas hasta Shakespeare.

Fotograma de la película, con Nicole Kidman como Gertrude Bell. Una cinta que cojea a ratos, pero que vale la pena ser vista.

Fotograma de la película, con Nicole Kidman como Gertrude Bell. Una cinta que cojea a ratos, pero que vale la pena ser vista.

Por último, el otro fallo que encuentro en la forma de relatar la historia, es la innecesaria caricaturización de otro de los grandes personajes del desierto, el capitán T. E. Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia, encarnado en este caso por Robert Pattinson, que se esfuerza tanto por parecer tan gay como Lawrence, que se olvida de su inmensa talla intelectual, que lo llevó a convertirse en uno de los hombres más importantes del Imperio Británico en el Oriente Medio. Lawrence, que compartió mesa con personas tan importantes y tan dispares de su momento como el general Allenby, o el rey Faisal, encontró justicia en la monumental cinta Lawrence de Arabia, en la que Peter O’Toole sí logra dotar a su personaje de todas las complejidades internas de su modelo, usando su rostro y sus ojos azules como importantes herramientas. En el caso de la película que reseñamos, el papel de Pattinson está cuidadosamente diseñado para que de ninguna forma opaque la presencia de la rubia Kidman.

En resumen y para no arruinarle nada a nadie, la película es una verdadera cátedra de fotografía y de uso de locaciones impresionantes, grabada mitad en Marruecos y mitad en Jordania, que resulta sumamente interesante por lo bien ambientada y el clima exótico que logra el director al dejar sin traducción ciertos fragmentos en los que se habla árabe, logrando una atmósfera de creíble originalidad, pero que falla al concentrar toda la carga dramática en una Kidman que parece más pendiente en cuidar que no se le corra el maquillaje que en transmitir la gran fuerza de su modelo, desperdiciando una oportunidad de oro para legarnos una obra maestra como las ya citadas arriba. La gran arabista y aventurera dejó 75 pies de documentos sobre sus aventuras como fuente para que en un futuro, alguna otra actriz se lea aunque sea unas cuantas páginas de su archivo para intentar hacerle justicia en su interpretación.

 

[1] Para estas aclaraciones me apoyo en la fantástica selección de escritos de Gertrude Bell realizada por Georgina Howell, Gertrude Bell, A Woman in Arabia. The Writings of the Queen of the Desert. (Penguin Classics, New York: 2015).


Historia de Guatemala 2

Fecha y hora:

Los martes, del 8 de marzo al 5 de julio, 2016

De 6:00 p.m. a 8:00 p.m.

Inversión:

Q2,400.00

Para los estudiantes de la UFM equivale a 1.5 UMA.

Estacionamiento:

Tarifa especial por sesión de Q40

Información e inscripción:

Departamento de Educación

Teléfonos 2338-7794 y 2413-3267

educacion.ufm.edu

educacion@ufm.edu

Catedrático:

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

DESCRIPCIÓN

El curso abordará de forma crítica, la historia nacional partiendo desde los sucesos violentos de la llamada “Semana Trágica”, que llevó al derrocamiento del dictador Manuel Estrada Cabrera, pasando por la inestabilidad política que dejó el vacío del dictador y que se extendió por una década hasta la llegada de otro dictador, Jorge Ubico, la Revolución de Octubre de 1944, los gobiernos de la llamada “Primavera Democrática”, el derrocamiento del coronel Jacobo Árbenz, la contrarrevolución o Liberación, el gobierno de Ydígoras Fuentes y la larga historia del conflicto armado interno, terminando con la firma de los Tratados para una Paz firme y duradera y las consecuencias del conflicto.

 

OBJETIVOS DEL CURSO

  1. Que el alumno adquiera un conocimiento crítico de la historia nacional, cuestionando la versión “oficial” de la historia y plantearse constantemente preguntas acerca del desarrollo de los hechos históricos que han marcado al país hasta el presente.
  1. Que el alumno pueda interpretar los hechos históricos en su justa medida, fuera de planteamientos ideológicos, mediante la aplicación del método histórico y la contextualización de los sucesos con otros contemporáneos para poder evaluar adecuadamente su tiempo histórico.

 

TEMAS

  • Los terremotos de 1917-1918 y sus consecuencias. La Semana Trágica.
  • El gobierno de Carlos Herrera y el golpe de José María Orellana.
  • La presidencia del general Lázaro Chacón y sus problemas. El golpe del general Manuel Orellana.
  • La presidencia del general Jorge Ubico.
  • La Revolución de Octubre de 1944.
  • La presidencia del doctor Juan José Arévalo.
  • La presidencia del coronel Jacobo Árbenz Guzmán.
  • La Liberación.
  • El gobierno de Carlos Castillo Armas y las consecuencias de su asesinato.
  • La presidencia del general Miguel Ydígoras Fuentes y el golpe de Estado de Peralta Azurdia.
  • El principio del conflicto armado interno. Primeras organizaciones revolucionarias.
  • La presidencia de Julio César Méndez Montenegro y del coronel Carlos Arana Osorio.
  • La presidencia del general Kjell Eugenio Laugerud y del general Romeo Lucas García.
  • Los gobiernos de facto del general Ríos Montt y Mejía Víctores.
  • La democratización y los primeros acercamientos con la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG).
  • EL Serranazo y la presidencia de Álvaro Arzú.

 

Historia_Guatemala_2


«The House of Twenty Thousand Books». Sasha Abramsky

Rodrigo Fernández Ordóñez

Pocas veces he podido calificar de hermoso un libro. Esta es una de esas ocasiones, pues el libro de Sasha Abramsky es hermoso en un sentido estético, por la forma en que está escrito, hermoso por la historia en sí que nos narra, hermoso por el recorrido de la historia judía en el turbulento siglo XX, hermoso por el repaso a la historia de las ideas que alimentaron la violencia de ese siglo, hermoso por la historia de Londres que entrelaza con la de su familia. Hermoso por el amor y admiración que rezuma en cada página por sus abuelos, a quienes está dedicado el libro y las figuras principales de la obra.

 

Portada del libro, edición de la New York Review of Books.

Portada del libro, edición de la New York Review of Books.

Leerlo fue una constante lucha entre el entusiasmo y la sensación de pérdida, pues con cada página de gozo se iba agotando el libro. En pocas ocasiones he sufrido por acabar un libro al mismo tiempo que uno quiere seguir leyéndolo. Tal vez agradecería uno el prodigioso libro de arena de Borges en este caso, o quizá no, pues el saberlo finito pudo haber creado esa atmósfera de feliz descubrimiento, de una historia bien contada.

La historia no puede ser más simple en principio: Chimen Abramsky, abuelo del autor muere en Londres, en la casa en donde se estableció en 1942, con su esposa Miriam y una creciente biblioteca que termina por rebalsar los anaqueles e invadir toda la casa. Tan sólo los baños y la cocina quedan fuera de los tentáculos de papel. El libro es la historia de esa biblioteca. El recorrido lo marcan los pasos de su nieto Sasha, quien viaja desde California para despedirse del abuelo al que considera su mentor intelectual. Escoge algunos libros para llevarse a casa y preparan con su hermano los libros que se han de donar a instituciones para que los conserven. De este planteamiento simple, surge una historia monumental del siglo XX en la que se desarrollan varios hilos argumentales que, como cajas chinas o muñeca rusa, se van conteniendo uno dentro del otro, narrados con tal calidad literaria que uno no puede descubrir el artificio a menos que se empeñe en desmontar el libro, lo cual sería un crimen de lesa literatura.

El narrador, Sasha, juega hábilmente con los diferentes planos, cambiando de tema constantemente, sin permitir que nos aburramos cuando aborda, por ejemplo la historia de los judíos en la Rusia zarista, cuando narra el origen de la familia y los sufrimientos de Yehezkel, su bisabuelo y con el tiempo uno de los principales rabinos. Pero en todo caso los libros son siempre la guía, el botón que acciona cualquiera de las tramas de la historia, ya sea por su contenido, por la forma como se consiguió, el autor, sus ilustraciones, el libro sería correcto decir, es el personaje central, el verdadero protagonista de sus casi 400 páginas.

“They where Chimen’s guides through life, his search for meaning, for purpose, for structure in human existence. They were like a seed bank out of wich his world could be resurrected, or shards from an archaeological dig- the older layers buried underneath newer, fresher levels- allowing vanished histories to come back to life (…) They provided protection from madness of the world outside- or, at the very least, a road map for navigating chaos.”

 

El libro fue recomendado por la New York Review of Books en su boletín semanal, calificándolo de uno de los mejores del 2015, y debo decir que fue una recomendación acertada. Pocos libros leídos en los últimos tiempos podría compararlos con este, se me ocurre que la soberbia recopilación de ensayos sobre boxeo At The Fights, publicado por la Library of America, o el inclasificable libro de Phillip Hoare, Leviatán, dedicado a todo lo que tenga que ver con ballenas y que va desde su diario de viajes hasta la historia verdadera de Moby Dick y las excentricidades de Nathaniel Hawthorne.

Edición de bolsillo del libro. La biblioteca, según su nieto ofrecía a Chimen: “… words and books provided structure to his world; they staved off the chaos, the anarchy, the fearsomeness of daily existence…”

Edición de bolsillo del libro. La biblioteca, según su nieto ofrecía a Chimen: “… words and books provided structure to his world; they staved off the chaos, the anarchy, the fearsomeness of daily existence…”

Este libro es también inclasificable, y quizá por ello es que resulta tan agradable leerlo, porque tiene un poco de historia de la religión y cultura judías, un poco de historia mundial, un poco de la historia de las ideas políticas, un poco de autobiografía, un poco de saga familiar y mucho de libros, desde las texturas del papel, hasta las más importantes casas impresoras europeas tras el boom de la imprenta.

“Paradoxically, perhaps, Hebrew printing in what would become the Ottoman capital developed centuries before Islamic printing in the city got a foothold, having been established as early as 1493 by two Portuguese brothers, David and Samuel Nahmias. In the decades that followed, the Nahmias press published more than one hundred books, in tiny editions that never exceed three hundred in number, many of them written by Sephardic refugees from Spanish Inquisition to the west…”

 

El personaje central y alma del relato es tanto la biblioteca, como la personalidad de Chimen Abramsky, un hombre diminuto de una estatura intelectual que le llevó a ocupar una cátedra titular de historia judía en Saint Anthony College, Oxford, pese a no tener grado académico. Militante furioso del Partido Comunista Británico, poseedor de la biblioteca privada de socialismo y marxismo más importante del hemisferio occidental, que alguna vez criticó las actividades religiosas de su propio padre como “reaccionarias”, y justificó los años que su progenitor pasó en gulags siberianos como pasos de la construcción del socialismo, rompió luego con el comunismo tras el terremoto de las denuncias de Kruschev en el X Congreso del PCUS y la invasión soviética de Hungría en 1956. Las ideas religiosas como mera teoría y la historia de los judíos fueron consuelo para su atea alma.

“When he came to write his biography for the Communist Party, on March 28, 1950, Chimen at the time a fervent Soviet apologist, explained that ‘my parents are very reactionary. For a short time my father was imprisoned in Russia’. The way it was structured, the first sentence seemed intended to justify the content of the second: ‘He was imprisoned because he was reactionary’…”

Pero la posterior renuncia al comunismo, que llevó también al rompimiento y ostracismo por parte de amigos de toda la vida lo liberó de la estrechez ideológica que imponía el estalinismo en esa época, y lo llevó a tomar contacto con personajes de la talla de Isaiah Berlin, con quien haría amistad hasta el día de la muerte de este. El camino que tomó este renegado del fundamentalismo marxista fue el liberalismo, y por extraño que pareciera, la búsqueda del sentido religioso de su identidad judía. En esta sección el libro alcanza un tono maravilloso, sobre todo cuando delinea las ideas religiosas de Maimónides y de Spinoza y se adentra en la descripción de las bibliotecas judías más importantes de Europa, una de las cuales habría de salvar, en un rocambolesco incidente del olvido de la Praga comunista en los años sesenta.

Pero no sólo hay discursos intelectuales. El libro pasa por escenas interesantísimas de la Londres durante los ocho meses del Blitz, la vida bajo los bombardeos, durante los cuales los británicos trataron a toda costa de demostrarle al mundo que no los iban a doblegar, y durante los cuales Chimen trabajó voluntariamente como vigía: “In the evenings, while the German bombers unloaded their deadly cargoes over London, he was a fire-spotter with the Metropolitan Borough of St. Pancras Fire Guard. He would stand on rooftops, scanning the blacked-out city below, looking for flames, and phoning in locations to the fire brigades…”

La visita a cada estancia de la casa de los 20,000 libros nos ofrece también una oportunidad de atisbar la vida de una comunidad judía en una ciudad occidental. Aunque oficialmente ateos, Chimen y Mimi guardaron las formas ceremoniales toda la vida, y aunque no eran excesivamente cuidadosos de seguir las prohibiciones religiosas, ciertas ceremonias las seguían al pie de la letra, aun y cuando militaban ciegamente en el Partido Comunista. Esto facilita el relato para que fluya por la historia del pueblo judío y apuntar aspectos interesantes de los judíos ortodoxos y los más modernizados, unos cuidando a ultranza las tradiciones y otros, buscando la integración de sus gentes a la nueva sociedad. En este sentido, para el lector profano, el libro es sumamente esclarecedor, importante para entender los desafíos que afronta esta religión milenaria.

Por último, vale la pena apuntar que el libro rezuma amor y admiración por cada una de sus hojas, pero sin llegar a la cursilería ni al sentimentalismo facilón. En todo momento el libro es un ejercicio de búsqueda de la verdad, y eso se debe agradece a Sasha Abramsky, porque no se muerde la lengua al momento de criticar ciertas fases de la vida de su abuelo, logrando un retrato intelectual y vital equilibrado, que nos dibuja a un hombre común y corriente, con una capacidad intelectual fuera de lo común.

Sasha Abramsky nació en Inglaterra en 1972, creció en Londres y estudió Política, Filosofía y Economía en el Balliol College, Oxford. En 1993 se mudó a Nueva York para estudiar Periodismo. Actualmente, vive en Sacramento, California, con su esposa e hijos.

Sasha Abramsky nació en Inglaterra en 1972, creció en Londres y estudió Política, Filosofía y Economía en el Balliol College, Oxford. En 1993, se mudó a Nueva York para estudiar Periodismo. Actualmente vive en Sacramento, California, con su esposa e hijos.


Campos de batalla y campos de ruinas. Enrique Gómez Carrillo

Un guatemalteco reporteando desde las trincheras

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Un hombre coherente con su tiempo, Enrique Gómez Carrillo, autor de libros de viajes y cronista de la vida cosmopolita y frívola de Paris de fines de siglo, es uno de los primeros hombres que se pone al servicio de la prensa para reportar la verdad desde el frente, tras el estallido de la Primera Guerra Mundial.

 

La terrible realidad de la guerra moderna se muestra en esta imagen: soldados británicos gaseados marchan en fila india hacia su hospitalización. Algunos temporalmente enceguecidos, otros para siempre. En uno de sus viajes al frente, Gómez Carrillo es llevado a un hospital de gaseados en la costa belga, el recuerdo de los tosidos y los lamentos lo acompañarían por mucho tiempo.

La terrible realidad de la guerra moderna se muestra en esta imagen: soldados británicos gaseados marchan en fila india hacia su hospitalización. Algunos temporalmente enceguecidos, otros para siempre. En uno de sus viajes al frente, Gómez Carrillo es llevado a un hospital de gaseados en la costa belga, el recuerdo de los tosidos y los lamentos lo acompañarían por mucho tiempo.

 

 

-I-

El periodista multifacético 

Aunque fue autor de libros con títulos tan intrascendentes como Entre Encajes y novelas tan vacías de contenido y reflexión como Pobre Clown, su mirada atenta de periodista se afinó conforme maduró y tocó temas tan delicados como la podredumbre del sistema zarista en Rusia y sintió los movimientos subterráneos que terminaron desencadenando los hechos de la Revolución de Octubre. Enviado originalmente para explicar las razones de la derrota de las tropas de Nicolás II en la Guerra Ruso-Japonesa en 1905 aplastadas en Port Arthur, Gómez Carrillo regresó con un retrato triste y opresivo de la vida en Moscú y San Petersburgo, alejado, sorprendentemente de los grandes salones y estancias palaciegas, y concentrado en los congelados callejones y sótanos de las grandes ciudades en donde se gestaban los movimientos revolucionarios. Por sus páginas desfilan campesinos, obreros y estudiantes, todos quejándose de una vida sin esperanza, olvidados por el príncipe de príncipes.

También fue enviado a la Conferencia Internacional de Desarme, llevada a cabo en La Haya en 1902, reunión de altas gestas políticas en las que compartió jornadas con su tío José Tible, quien era diplomático guatemalteco destacado en Londres en esas fechas. Gómez Carrillo entonces repartía su tiempo entre burdeles y salones nocturnos con actividades periodísticas más serias, aspecto de su vida que siempre le agradeció a don Miguel Moya, director del diario español El Liberal, y a quien le dedica su libro de crónicas madrileñas explicando que fue él quien lo rescató de la vida bohemia y le enseñó a trabajar. Posiblemente se habría visto en el espejo de decadencia y alcoholismo que para entonces ya era su querido amigo Rubén Darío, y logró esquivar tan triste destino.

Gómez Carrillo era un conocido colaborador del prestigioso diario argentino La Nación, que publicaba sus interesantes crónicas de viaje y que, al parecer, distribuía sus escritos a otros diarios de Sudamérica y Centroamérica. Al estallar la Gran Guerra el gobierno francés, sabiendo de su gran influencia en los lectores hispanoamericanos, lo invita a formar parte de un grupo de periodistas para visitar las líneas del frente occidental. Así, de la mesa de mármol del Café Napolitain, nuestro paisano se ve trasladado al lodo de las trincheras a enfrentarse a la miseria humana que es la guerra. De esos viajes como corresponsal de guerra saldrían una serie de libros publicados casi al ritmo de las batallas, y algunos traducidos casi instantáneamente al francés y al inglés, como Crónicas de la guerra (1915), Campos de batalla y campos de ruinas (1915), Reflejos de la tragedia (1915), En las trincheras (1916), En el corazón de la tragedia (1916), Tierras mártires (1918)[1], La gesta de la legión (1918) y El alma de los sacerdotes soldados (1918)[2], además de crónicas sueltas y entrevistas con militares de alto rango como el general Galieni o Joffré, que publicó en sus cinco Libros de las Crónicas, a partir de 1919.

De sus trabajos posteriores podemos presumir el impacto que tuvo la guerra en sus castigados nervios, pues a mediados del conflicto aparece firmando una crónica desde Niza, muy lejos de los cañones y la pestilencia de la muerte. Hospedado en casa de su amigo, el premio nobel de literatura, Maurice Materlink, fantasea desde su jardín sembrado de naranjos que él adquiere en la soleada ciudad su propia casa, sueño que se materializaría tan sólo un par de años después. Sin embargo, luego del descanso regresa a las trincheras y por ejemplo, tenemos una crónica invaluable que firma desde Verona, el día en que se firma el armisticio de Italia con Austria, y él se suma a las celebraciones espontáneas que estallan en las calles[3].

No obstante haber comprobado que la guerra es un asunto triste y desagradable, como afirma desde sus páginas, en 1922 es comisionado nuevamente como corresponsal de guerra, esta vez por El Liberal, para informar al lector español de la guerra en Marruecos. El juego de ingenio de Gómez Carrillo, que se revela como un vividor irredento, resulta en un golpe maestro del arte de la literatura, pues evita los campos de batalla y se va a pasear por las callejuelas de Fez, dejando el que es para mí su mejor libro de viajes: Fez, la Andaluza.

 

-II-

El libro

 Lanzado en conmemoración a su centésimo aniversario, Campos de batalla y campos de ruinas lo leí en un par de noches, a pedido de la Asociación Enrique Gómez Carrillo, para comentarlo en su presentación. Así, apenas y pude saborear la hermosa escritura de mi admirado cronista, por lo que en los días de diciembre regresé a sus páginas para leerlo más reposadamente, y por ello, en esta ocasión tengo el deber, casi la obligación, de recomendarlo a todo aquél interesado no sólo en las crónicas de guerra, sino en las obras de periodismo que no pierden vigencia. Este libro, y los demás referentes a su testimonio de los combates en el Frente Occidental[4] colocan al periodista en el sitial de los mejores cronistas de la condición humana en situaciones extremas, compartiendo banca con Philip Caputo (Rumor de Guerra, y sus crónicas de la destrucción de Hue), Michael Herr y su inmejorable Despachos de Guerra, Richard Tregaskis y su dramática Guadalcanal o Ernie Pyle y sus volúmenes sobre la guerra en África e Italia y luego su testimonio del asalto a Normandía. Otros nombres se me vienen a la mente, pero no es el caso de abusar de la paciencia del amable lector[5].

El libro, prologado por Benito Pérez Galdós, registra el recorrido por el frente occidental, ya agotada la ola inicial de entusiasmo. Los soldados ya están enterrados en sus trincheras y los duelos de artillería ya martillean de forma insistente sus nervios. Lo acompañan José María Sert, del diario La Época, un periodista estadounidense de apellido Sims, un italiano, Sarti, enviado por La Tribuna, un sueco, un inglés y otros cuya nacionalidad nos va desvelando a lo largo de su relato. El arranque de su testimonio es casi cinematográfico, cuando describe el paseo desde París a Esternay, en donde empezará la pesadilla:

“El automóvil militar que nos lleva hacia el teatro de la tragedia de ayer, y que luego nos conducirá al de la tragedia de hoy, corre por la admirable carretera guiado por un artillero. Las suaves llanuras de la Isla de Francia extiéndense a uno y otro lado en ondulaciones tenues. Nada en el cuadro que tenemos ante la vista nos habla de violencias, de crueldades, de hecatombes. Todo respira por el contrario, bajo este cielo de otoño, entre estas enramadas áureas, la dulzura de vivir…”.

 

Pasajes como el anterior, ponen de manifiesto las cualidades narrativas del periodista, que alcanzan alturas casi perfectas, volviéndose tan vívidas que pierden la distancia del papel y se nos revelan ante los ojos como escenas de cine. En el ejercicio de relectura encontré otro pasaje de este tipo, que roza también las escenas desenfadadas y de macho de lo mejor de Hemingway:

“Otra bomba que estalla bajo nuestra ventana interrumpe el brindis. Uno de nuestros oficiales entra en el comedor trayendo un fragmento de granada que acaba de caer a sus pies. La dueña del hotel, una dama enlutada, acude, pálida, para rogarnos que nos refugiemos en una sala interior. Sims, el periodista americano, propone al contrario, que salgamos a la calle para visitar la ciudad bajo el fuego de los cañones enemigos. Uno solo protesta: el sueco. Los demás dejamos las copas a medio vaciar y emprendemos nuestra trágica peregrinación hacia la catedral. La bruma se ha disipado, y el espectáculo comienza a aparecer ante nuestra vista en toda su horrible grandeza. Un grupo de chiquillos nos sigue, mostrándonos las casas destruidas y enseñándonos los pedazos de estatuas que acaban de recoger…”.

 

Las dotes de narrador de Gómez Carrillo quedan al desnudo en las escenas anteriores, pues fijan en la mente del lector la grandeza de esa Francia que está sufriendo el embate salvaje de la guerra, pero aun así se niega a claudicar. La señora que regenta el hotel es el símbolo de esa población resistente, que no abandona su hogar ni su negocio, pese a haber quedado en medio de la línea de fuego. Cabe recordar que aunque se espera de los periodistas la objetividad de sus reportajes, también existe un toque de complicidad para que por medio del retrato heroico de los franceses, se presente al mundo la fuerza moral de los aliados frente a la barbarie alemana. La escena de todo el libro que mejor refleja esta visión optimista de la civilización enfrentándose casi indiferente a la guerra de los bárbaros, ocurre en los campos alsacianos: los alemanes bombardean una línea de árboles, buscando impactar en la iglesia de la aldea, mientras los alsacianos trabajan sus campos bajo el fuego de los obuses que retumban.

La total destrucción del paisaje es otra realidad de la guerra, que devasta todo a su paso gracias a las nuevas máquinas. Estas escenas se convirtieron en cotidianas para Gómez Carrillo tras sus cinco años de reportear desde las mismas líneas de combate del Frente Occidental.

La total destrucción del paisaje es otra realidad de la guerra, que devasta todo a su paso gracias a las nuevas máquinas. Estas escenas se convirtieron en cotidianas para Gómez Carrillo tras sus cinco años de reportear desde las mismas líneas de combate del Frente Occidental.

 

La obra alcanza notas modernas cuando llegan a las trincheras. Una escena es hermosa por su naturalidad: el autor cansado del ir y venir entre poblados destruidos y las trincheras, se va quedando dormido en el auto en marcha. La irrealidad de la guerra queda reflejada en un largo párrafo en el que registra el sistemático bombardeo contra las líneas alemanas, en el que escribe con detalle las maniobras de operación de la batería de obuses que machaca puntos lejanos en el horizonte, en donde supuestamente están las trincheras enemigas.

La obra de nuestro paisano adquiere relevancia cuando se revisa el catálogo de la institución literaria estadounidense por excelencia The Library of America, y encontrarse con que no cuenta con una recopilación de periodismo para la Primera Guerra Mundial, pese a contar con dos con gruesos volúmenes sobre la Segunda Guerra Mundial (Reporting World War Two) y dos dedicados a la Guerra de Vietnam (Reporting Vietnam). Esto hace de los textos de Enrique Gómez Carrillo, crónicas casi únicas sobre la visión de la guerra de un americano, afrancesado, pero americano al fin, al alcance del lector actual. Me atrevería a asegurar, sin miedo a equivocarme que Gómez Carrillo fue el único o uno de los únicos americanos que reporteó el conflicto desde el frente, y lo que me lleva a respaldar esta afirmación es que para esa época sus crónicas ya se publicaban en Guatemala, en El diario de la Marina (Cuba), La Nación (Buenos Aires), periódicos en Venezuela, Chile y Perú de los que se sabe, por lo que siendo invitado por el gobierno francés para visitar el frente, no sería nada extraño que sus crónicas fueran publicadas en la red de diarios para los que colaboraba, sin necesitarse la presencia de otro periodista hispanoamericano.

Los maledicentes que nunca faltan, corrieron el rumor de que Carrillo escribía sus crónicas de la guerra desde la comodidad de su escritorio, en su apartamento de la calle de la Castellana, número 10, a pocos pasos de la sombría iglesia de la Magdalena. Maliciosamente, Luis Cardoza y Aragón usó los rumores para criticar de la forma más injusta la obra de su compatriota en su mezquino ensayo incluido en Guatemala: las líneas de su mano. Sin embargo, he encontrado dos artículos del periodista español Fabián Vidal, publicados en el diario barcelonés La Vanguardia, (uno el 17 de junio de 1937 y el segundo el 27 de junio de 1937), en los que relata una visita al frente occidental y otro a un hospital británico de gaseados en Bélgica, acompañado por Gómez Carrillo, lo que confirma la veracidad de sus impresiones y lo superficial de la crítica de Cardoza al hacerse eco de acusaciones sin fundamento.

Otro aspecto interesante del periodista guatemalteco que se revela en las páginas de su obra de la guerra, es que demuestra ser un intenso lector, o lector sangrante como se definiría años más tarde Borges, que a base de quemarse las pestañas se adentra en la psicología de sus lectores y usa ese conocimiento en su beneficio. Tomo un ejemplo de la página 62:

“…Para mí, sobre todo, la aprensión es de una tristeza infinita. Mis compañeros no evocan sino paseos veraniegos por las márgenes de la Nonette y alegres almuerzos campestres en los jardines armoniosos del Valois. Yo, en cambio, tengo algo de mi vida, algo de mi adolescencia, guardado en esta comarca de boscajes ligeros, de campanarios esbeltos y de fuentes murmuradoras. ¡Ah! ¡Senlis, con su pradera blanca, entre las espesuras de las florestas; Sinlis de mis vacaciones de antaño, el suave Senlis idílico, tibio, lleno de indulgencias y de murmullos discretos!… Lo que yo amaba hace veinte años, Dios sabe si queda ya…”.

 

O este otro, siempre de su paso por la destruida Senlis:

“…Existías en tu pasado fastuoso más que en tu mediocre presente; existías aletargada, soñando siempre nombres que ya nada significan; y en tu deseo de no dejarte turbar por el estrépito de los trenes que pasan por tus campiñas llevando hacia regiones activas las fiebres de París, hacías que tus campanas te cantaran sin tregua el salmo ilusorio de esplendores remotos…”.

 

Estos fragmentos ponen de manifiesto que nuestro cronista no es un escritor frívolo (como aseguraban sus detractores), que no escribía para tren y trasatlántico (como algún malicioso lo acusó en algún momento), sino que dominaba el arte de escribir, alternando emociones en la mente del lector para conducirlo por los terribles pasajes de la guerra sin llegar a horrorizarlo del todo, y terminara por abandonar el libro. Jugando de forma audaz con la escenas para provocar emociones, que de eso se trata al final el modernismo, pero sin llegar al recurso obvio de la impresión violenta. El juego de sutileza que es todo el libro hace que su lectura sea una verdadera delicia. Llama la atención también, la seriedad con que abordaba su trabajo de escritor, pues sus textos, tanto sus crónicas de viaje como sus crónicas de guerra, están constantemente salpicados de referencias históricas o literarias, de esas que se ganan a base de largas horas de lectura, como cuando pasa por Villemetrie echa mano a los cronistas medievales para citar una descripción de 1214.

Pero pese a que utiliza, y bien vale decir, los recursos literarios, las escenas de tristeza y devastación de la guerra parecen escritas para quedarse fijadas en nuestra mente por largo tiempo, como cuando registra su paso por un cementerio en una aldehuela:

“Callados desandamos el camino, siempre entre las tumbas. Una brisa fría, límpida, que no trae en sus alas sino aromas de heno seco; orea nuestros pulmones. Los pobres guerreros no se pudren sobre la tierra, sino que duermen en sus hoyos profundos. En las copas de los árboles, las hojas amarillentas palpitan ligeras. A lo lejos, el sol pálido del invierno tiñe de oro las nubes que pasan jugueteando ante su disco. Hay en el paisaje una paz melancólica que sugiere ideas de piedad, de bondad, de quietud…”.

 

Cierro esta breve reseña con un fragmento más, que encierra todo el espíritu del libro y que describe a la perfección los avatares de la vida del periodista, en lo que considero son unas de sus palabras más sinceras y desnudas. En este párrafo el eterno bon vivant se nos presenta en su faceta más vulnerable, la del testigo de los horrores del siglo XX:

“Nosotros también nos sentimos incapaces de pronunciar una sílaba. Somos siete, y todos hemos visto, en nuestras correrías por el mundo, grandes tragedias y grandes dolores; todos hemos oído gritos de rabia y gritos de agonía; todos, profesionalmente, estamos armados contra las impresiones dolorosas. No obstante, hay en nuestras almas, ante esta escena de miserable pena, una angustia que nos humedece los párpados…”.

 

El libro, como dicen los españoles, no tiene desperdicio, así que hágase un favor y cómprelo y léalo, me lo va a agradecer…

 

camposdebatallayruinas

 

 

 

 

Gómez Carrillo, Enrique. Campos de batalla y campos de ruinas. Editorial Cultura y Asociación Enrique Gómez Carrillo. Guatemala: 2014.

 

 

 

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[1] En 2015 las editoriales Evohé y Periscopio de España, lanzaron una bella edición de este libro, al cuidado de María José Galván, quien escribe una interesante y muy bien documentada Introducción.

[2] Un inventario razonado de las obras relativas a la Primera Guerra Mundial lo da el biógrafo de nuestro cronista, Juan Manuel González Martel en su interesante estudio preliminar del libro que reseñamos hoy, que tituló El primer encuentro con la máscara horrible de la tragedia.

[3] Las crónicas sobre Niza en tiempo de guerra y el armisticio italiano firmada en Verona se incluyeron en el hermoso libro Vistas de Europa.

[4] Un breve listado de estas obras debería incluir obligatoriamente a La mano cortada, de Blaise Cendrars, El Fuego, de Henri Barbusse, 1917 de John Dos Pasos, Adiós a las armas, de Hemingway o la gran novela de esta guerra, Sin novedad en el Frente de Erich Marie Remarque, obras que aportan una visión desde el punto de vista del soldado inmerso en el mundo de las trincheras.

[5] Alan Moorhead y su Desert Trilogy, y los más modernos Sebastian Junger (War), Bing West (One million steps) y David Finkel (The Good Soldiers y Thank you for your service) o Ana Politovskaya y su descarnada descripción de la guerra en Chechenia, la vergüenza rusa, son autores/corresponsales de guerra que conviene tener en mente para el lector interesado en el género.


Datos interesantes para la historia de Guatemala

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Durante las vacaciones de fin de año, época en que regularmente puedo dedicarme a mis lecturas fuera de las obligaciones académicas, estuve deleitándome con los recuerdos que el periodista Federico Hernández de León dejó para nosotros en los dos voluminosos tomos de su Gentes que conocí, publicado en 1958. En mis incursiones regulares por las librerías de usados del Centro Histórico, nunca he visto hasta la fecha un ejemplar completo de esta obra, mucho menos los dos tomos juntos, razón que me lleva a compartir con los lectores ciertos datos que pueden servir al investigador o al simple interesado en la historia de nuestro país. Aunque sean sujetos a confirmación con investigaciones más amplias, son pistas que nos pueden ayudar para llenar ciertos vacíos en diferentes áreas.

Estudio Fotográfico Prado, 1910

Estudio Fotográfico Prado, 1910

  

  1. Para la historia de la fotografía

Cuenta don Federico que los primeros daguerrotipos vinieron al país en tiempos del doctor Mariano Gálvez. Afirma que en los días del mariscal Vicente Cerna arribaron a Guatemala los Herbruger, padre e hijo, que organizaron la primer sala de fotografía, y a quienes le siguió don Félix Muñiz y Cano, fundador de la fotografía El Siglo XX, y poco tiempo después el norteamericano E. J. Kildare estableció El Palacio de Artes.

Fotografía de Valdeavellano, ejemplo de sus imágenes etnográficas.

Fotografía de Valdeavellano, ejemplo de sus imágenes etnográficas.

 

 

A propósito de don Alberto G. Valdeavellano, apunta que realizó estudios en los Estados Unidos y Europa, estableciéndose a finales del siglo XIX en el taller del señor Kildare, en la novena calle oriente, estudio que adquirió posteriormente. En ese estudio se formó otro fotógrafo, que el periodista llama “fotógrafo de los humildes”, don José García Sánchez. En este estudio trabajaba otro estadounidense, A. F. Rouse, como decorador, él coloreaba y ampliaba las fotografías, “…imaginaba los marcos, arreglaba las decoraciones y era, dentro de las faenas fotográficas, un eficiente colaborador”. Pero Valdeavellano no realizó únicamente fotografía de estudio, “…fue de los primeros en ofrecer panoramas y paisajes y, lo mismo se trasladaba a las orillas del lago de Amatitlán, que a las selvas, entonces tupidas, de Quiriguá o a las apartadas regiones del Polochic…”, dejó también una amplísima colección de tipo etnográfico, en el que quedaron retratados cientos de indígenas guatemaltecos. Su ambición era realizar una gran colección de postales numeradas en que quedara registrada la gran variedad étnica que enriquecía y enriquece a Guatemala.

 

  1. Para la historia del Teatro Colón

Cuando relata la vista de la artista María Guerrero, que actuó en el escenario del desaparecido Teatro Colón un lejano año de 1909, y a quien pudo entrevistar en su camerino, don Federico nos deja además de una interesante anécdota, datos interesantes que aportan un granito para abundar en el conocimiento de este templo del entretenimiento, mandado a derrumbar por el simplón José María Orellana. Apunta con delicioso detalle el periodista:

Frontispicio del Teatro Nacional, (antes Teatro Rafael Carrera y luego Teatro Colón), fotografía de Eadward Muybridge, 1875.

Frontispicio del Teatro Nacional, (antes Teatro Rafael Carrera y luego Teatro Colón), fotografía de Eadward Muybridge, 1875.

“El Teatro Colón resultaba asaz reducido para el movimiento que se operó en el ánimo público. Tenía nuestro gran coliseo hasta cuatrocientas cuatro lunetas, dos sistemas de palcos, altos y bajos; en los altos cabían hasta sesenta asientos y en los bajos, cuarenta. La galería daba alojamiento para cien asistentes. Los precios señalados eran de vente pesos por asiento de palco bajo y quince por palcos altos y lunetas, en moneda nacional. El cambio sobre el dólar estaba más o menos al quince por ciento. Abierto el abono, pronto se llenó y pudo señalarse una alteración muy interesante. Hasta los días de la llegada de doña María Guerrero, no había dama que se aventurara a ocupar un asiento en luneta. Para las mujeres estaban los palcos. Entonces se convino en que se rompiera la costumbre establecida y por primera vez, se vio el lunetario embellecido con las mujeres y varones, para corresponder, asistían de smoking en tanto que, en los palcos vestían de frac…”.

Sobre el alojamiento de estos artistas, señala:

“En la primera década del siglo, nuestra capital era un pueblón desapacible, mal empedrado, peor alumbrado por las noches y sucio a todas horas. Algún extranjero chistero, llamó a nuestra ciudad, la ciudad del zopilote. Aunque funcionaba el Gran Hotel y el Hotel Unión, se consideró que no eran sitios aparentes para dar cobijo a tan elevada gente como eran los Guerrero-Díaz de Mendoza y se acudió a una casa de la octava avenida sur, en donde hoy están las oficinas centrales de las autoridades de la Ley Agraria. Esa casa había sido de don Feliciano García, último Ministro de Fomento del General Reyna y, por esos días, secretario particular y perpetuo de la viuda del general Barros. Se decoró lo mejor posible la casona y allí se albergaron los esposos Díaz de Mendoza, los dos hijos del matrimonio, los ayos, las azafatas, la servidumbre, los preceptores de los infantes y el resto de criados y servidores…”. 

Hermosa fotografía del Hotel Unión, con tranvías de mulas al frente, año y autor desconocidos.

Hermosa fotografía del Hotel Unión, con tranvías de mulas al frente, año y autor desconocidos.

 Y más adelante nos regala unos datos más, para reconstruir la historia del ocio y de las convenciones sociales de la lejana Guatemala:

“En la citada noche de despedida de la compañía, se ofreció a los esposos Díaz de Mendoza-Guerrero y a sus acompañantes, un baile en la sala Excélsior, sala que servía para salón de cine, para comedero de banquetes oficiales, para juntas de los clubs liberales, para auditorium de conciertos, para sitio de conferencias…”.

 

  1. Para la historia de la industria guatemalteca

Cuando esboza el “perfil” de don José María Samayoa, rescata del olvido las siguientes líneas:

“…Por el año 66, en días del gobierno inalterable del Mariscal Cerna, don José María Samayoa, padre, adquirió las ruinas de la iglesia y convento de la Compañía de Jesús, en la Antigua y plantó en ellas una fábrica de telas, para esos días, de alcances extraordinarios (…) Se llamó esa fábrica “La Manufactura” y puede asegurarse que es uno de los primeros exponentes en materia de manufactura; es decir, de la obra que se hace a mano y con intervención de maquinaria. Las unidades de máquinas fueron traídas de la Gran Bretaña y expertos ingleses armaron los singulares talleres, movidos por una caldera de vapor. Algo inusitado. Había llegado hasta nosotros, en el conocimiento de personas de estudio y observación, las noticias sobre la lucha desarrollada en Europa acerca del maquinismo, sobre todo en Inglaterra, en donde se creía que las máquinas desplazarían la obra de los trabajadores…”.

Cuenta don Federico que cuando él estudió en la Escuela Normal de la Antigua, que ocupó ese mismo edificio de la Compañía de Jesús, se podía ver en uno de sus patios, “…partes de la gigantesca caldera y muchos ejes y poleas que resistían en los patios, inclemencias del abandono…”, posteriormente a la aventura de la hilanduría del señor Samayoa, el vasto edificio fue convertido en una herrería propiedad de un señor Herrera, terminando por albergar a los estudiantes de la mencionada escuela normal.

Fotografía del general Justo Rufino Barrios, acompañado de don José María Samayoa, fotografía del estudio de Emilio Herbruger e hijos.

Fotografía del general Justo Rufino Barrios, acompañado de don José María Samayoa, fotografía del estudio de Emilio Herbruger e hijos.

 

  1. Sobre la historia de los masones guatemaltecos

Cuenta don Federico que durante la época del general Rafael Carrera la masonería agonizó hasta casi desaparecer, y que fue la Revolución de 1871 la que trajo nuevos bríos, principalmente a la que seguía el rito escocés, llegando a su pináculo con el arribo a la presidencia del general José María Reina Barrios, quien ostentaba el grado 33, la más alta jerarquía, llamado también Soberano Gran Inspector General. Ignorante como soy del rito masónico y su organización, sólo transcribo los datos que me parecen interesantes ser rescatados para reconstruir un aspecto más de la historia patria, pues hasta cierto punto demuestra y aclara para las nuevas generaciones, que Guatemala a pesar de su remota ubicación, siempre estuvo al día de las grandes corrientes de pensamiento y filosofías que estaban en boga en el “mundo exterior”.

Con el ascenso del dictador Estrada Cabrera, la masonería empieza su repliegue, aunque por los años 1900 y 1901, Julio Bianchi y Eduardo Aguirre Velásquez trataron de mantenerla a flote, aunque fue desfalleciendo sólo para retomar impulso durante el gobierno del general José María Orellana: “El movimiento masónico volvió con mayores empujes: el Presidente y los miembros de su gabinete, con excepción del general Ubico, fueron masones. Lo fue el director de la policía que podía atraer muchos adeptos y los masones se sintieron felices, nadando en aguas propicias…”.

El general José María Orellana con espada envainada en mano (al centro), fotografiado alrededor de su gabinete y altos mandos del ejército.

El general José María Orellana con espada envainada en mano (al centro), fotografiado alrededor de su gabinete y altos mandos del ejército.

 

Entre los recuerdos que nos regala Hernández de León, que a medida que avanza uno en la lectura de sus dos tomos, se nos va antojando al Funes, memorioso del cuento de Borges, relata que en 1929, durante la presidencia del general Lázaro Chacón, se anunció la visita de un teósofo masón que venía de la India para compartir su sabiduría y las enseñanzas de Krishnamurti a los hermanos guatemaltecos, el doctor Jinarajadasa. Los problemas empezaron cuando la mayoría de salas, teatros y cines disponibles para celebrar la actividad se rehusaron a recibir al sabio, por obvias razones religiosas, obligando a que la conferencia inicial la impartiera el doctor en las estrecheces de la sede del Templo Masónico, ubicado en el Callejón Manchén. La segunda conferencia ya fue más holgada, gracias a que el rector de la Universidad Nacional, licenciado Alvarado Tello, entusiasta masón cediera para ello hermoso edificio del Paraninfo de la Universidad.

 

  1. Para la historia de la ciudad de Guatemala

Doña Algeria Benton de Reina Barrios, fotografía de Valdeavellano.

Doña Algeria Benton de Reina Barrios, fotografía de Valdeavellano.

Cuando esboza don Federico la figura de don Manuel Estrada Cabrera nos regala otros datos invaluables, especialmente interesantes para el historiador urbano pero también para quien, como el que esto escribe, se interesa por caminar y gozarse las calles de la ciudad de Guatemala. Cuenta el periodista que conoció a don Manuel en una fiesta campestre celebrara en el garden party, de la Finca Oakland, propiedad de don Salvador Herrera, que celebraba en honor del presidente Reina Barrios y su esposa doña Algeria Benton, en lo que entonces era el municipio de Ciudad Vieja.

La fiesta tuvo por ocasión la clausura de la famosa Exposición Centro Americana, en octubre de 1897, y cuyos campos y pabellones se instalaron en tierras de Ciudad Vieja, en lo que fuera el parque de La Reforma, abrazando el boulevard 30 de junio. Cuenta el memorioso: “…Para llegar a Oakland debía hacerse uso de caballos o coches, siguiendo la nueva rúa de la Exposición o la salida al otro Estado, venciendo la hondonada de la Barranquilla. Aquello parecía muy lejos: hoy la urbanización ha hecho el milagro de abreviar aparentemente las distancias…” Todavía quedan por esa colonia vestigios de muros de adobe y algunas columnas que parecieran anunciar un portalón de entrada. Cuando uno camina por esas callejuelas sombreadas por inmensos árboles, no puedo uno evitar imaginarse que ese mismo viento entre las ramas las escucharon aquellos personajes en una de esas fiestas campestres, y que quizá patearon también esa piedrecilla que se aleja de uno, rebotando entre el pasto…

Dejo por el momento tranquilo a don Federico Hernández de León, pero regresaremos a sus páginas a cada tanto, para seguir entresacando datos que nos permitan seguir reconstruyendo esa hermosa Guatemala de ayer.


Un yanqui en Guatemala (III)

Las memorias de Elisha Oscar Crosby.

Reminiscencias de California y Guatemala (1849-1864)

 

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

El martes 12 de agosto de 1975 el historiador guatemalteco Francis Polo Sifontes publicó en las páginas del diario vespertino La Hora un fragmento de la obra del diplomático estadounidense Elisha Oscar Crosby, referente a su paso por Guatemala como embajador de su país y representante del gobierno de Abraham Lincoln. Por su importancia y relativa ausencia en las referencias históricas tradicionales, copio los fragmentos más importantes de dicho texto, para que quede a disposición de los lectores interesados las impresiones que le causó nuestro país a este interesante norteamericano, que a diferencia de la mayoría de extranjeros que pasaron por nuestro suelo, denota pocos prejuicios y resalta su visión amable frente a un país remoto y desconocido para la mayoría de sus paisanos y un sincero asombro frente a su geografía.

 

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Camino rural que cruza el altiplano rumbo a la bocacosta, en una fotografía que pertenece a una colección de imágenes tomadas a finales de la década de los años 20.

  

 

El texto (fragmentos escogidos)

 

-VI-

Descripción de Guatemala

 

“Existe un gran error generalizado entre nuestra de gente con respecto a estos países tropicales. Las partes que bordean los océanos, por los que los barcos navegan, están generalmente rodeadas de más o menos pantanosas y miasmáticas selvas, y la vegetación es maravillosamente profusa y una gran cantidad de exhalaciones, llenas de miasmas venenosas productoras de fiebres; pero esta condición es excepcional frente a la gran salubridad del resto del país. Guatemala es un país predominantemente montañoso, de territorio quebrado, y tan pronto como uno abandona la costa empieza el ascenso perceptible incluso en la planicie costera, el drenaje es mejor, y la temperatura se modifica poco a poco a medida que se asciende a los valles altos de las Cordilleras, la temperatura cambia completamente y el aire se vuelve tan puro que la sola existencia se vuelve un deleite. No existe país más sano en el mundo que este altiplano. Cuando se asciende a 3000 o aún a 2500 pies por sobre el nivel del mar, la temperatura cambia completamente y aunque todo es exuberancia, la intensidad ardiente del trópico aquí es desconocida. Aún en la costa, la temperatura nunca sube como en el interior de los valles de California, Sacramento o San Joaquín. La impresión del gran calor, de las miasmas y de la enfermiza atmósfera de los trópicos que se obtiene vagamente de esos puertos en donde los buques comercian es apenas una pequeña excepción de la temperatura y la salud real de la totalidad del país. Si este país estuviera bajo la bandera de los Estados Unidos y poblado por la raza anglosajona, no puedo imaginarme un mejor lugar para vivir que sus tierras altas. Hay una planicie de aproximadamente 40 millas de extensión entre la costa y el pie de las montañas, conocida como la planicie costera, cubierta de un denso bosque tropical y tupida vegetación interrumpida en trechos por claros que se han ocupado con cultivos de caña de azúcar o pasto para el ganado. Esta planicie costera no está muy habitada; la población está desperdigada, hasta que se alcanza el pie de la sierra y la planicie escala a la altitud de los mil pies empiezan a encontrarse los principales poblados y aldeas. Luego de alcanzar los 3 o 4 mil pies arriba de la planicie costera, el paisaje se rompe en valles y montañas, algunas de ellas alcanzando una gran elevación. El volcán de Agua y de Fuego son puntos notables de las altas montañas, alcanzando alturas entre 14000 y 15000 pies, y casi llegando a la altitud de las nieves perpetuas. El segundo se encuentra activo, yo lo vi haciendo erupción mientras estuve en el país, no fue violenta pero sí imponente y acompañada de consecuencias desagradables, como una serie de temblores y aunque no causó mucho daño, causó fuerte alarma y general consternación (…) Fue para mí un gusto visitar la ciudad de Antigua y fui tan seguido como pude a pasar algunos días, pues está a una distancia de aproximadamente 35 millas de la actual capital. El clima y los alrededores son tan encantadores que el mismo aire parece cargado del espíritu de poesía (…) Constantemente pensé en cuantos miles de nuestros compatriotas americanos cuya delicada salud empeora en el rigor de los climas del norte, podrían disfrutar la perfección de este clima, tan bien adaptado a su satisfacción y la felicidad, si pudieran estar rodeados de personas de su misma nacionalidad y protegidos por la bandera de nuestro gobierno; y que si los Estados Unidos no fuera tan tardío e indiferente a la adquisición de posesiones en el trópico estos sueños podrían volverse realidades. La región del país llamada Los Altos, situada al norte de la ciudad de Guatemala ocupa una elevación de 6 a 10 mil pies de altura sobre el nivel del mar, abrazando la segunda ciudad de la República, Quezaltenango, y el país que la rodea es tal vez la zona más densa de población, más que otras partes del país y en donde se produce trigo, manzanas, lana y otros artículos particulares de las zonas frías. Una parte considerable de la gruesa manufactura en madera, usada a lo largo y ancho de Centroamérica es fabricada en Los Altos, en su mayoría por los indios mayas. La maquinaria que utilizan para este fin es muy primitiva y basta.

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Otra dramática imagen de los caminos rodeados de precipicios que cruzan el altiplano guatemalteco y que causó gran impresión en varios viajeros, incluido Crosby, como lo revelan sus memorias sobre su estancia en Guatemala.

Ninguna descripción puede transmitir a cabalidad la topografía de este país. Tal vez la mejor ilustración que pueda ensayarse es la dada por unos monjes de los años tempranos utilizada para un mapa para el rey de España, y que fue encargada a ellos por su conocimiento personal de la totalidad del país, reunida durante sus visitas misioneras a varias partes, en épocas distintas. En respuesta a esa solicitud un religioso tomó una gran hoja de papel, y la estrujó entre sus manos, y luego la estiró a la mitad de su tamaño original, mostrando elevaciones y honduras en toda dirección de la hoja y dijo: “Esta es quizá la forma correcta de describir la topografía del país que yo pueda hacer.” Me inclino a creer que el padre estaba en lo correcto, pues las elevaciones y barrancos que se observan a cada paso no pueden ser descritos de forma más fiel con la hoja arrugada del monje.” (Traducción libre). 

 

 

 

-VII-

Comentarios finales

De la lectura de los fragmentos de la misión “secreta” asignada a Crosby, resulta muy interesante el papel activo que jugó este diplomático en el país para tratar de concretar la tarea. De acuerdo a sus memorias recorre el país, presumiblemente con la intención de identificar el mejor lugar para asentar a la colonia de esclavos libertos que se aceptaría recibir en estas latitudes, descubriendo que la mejor área para tal efecto sería la elegida décadas antes por el doctor Mariano Gálvez para su fracasada campaña de colonizaje: las montañas y bosques de Alta Verapaz e Izabal, punto conveniente no sólo por su relativo aislamiento de la alta meseta central del país, como también por su conveniente salida al lago de Izabal y de allí al Mar Caribe, ubicación estratégica que por supuesto no pasó desapercibida para los alemanes que llegarían posteriormente y que les permitiría sacar sus productos directamente de las remotas montañas usando el río Polochic, hasta los muelles de Hamburgo.

En la edición que hizo el historiador Charles Albro Baker en 1945 resultan interesantes ciertas notas aclaratorias, como la que contextualiza la decisión de recurrir a Centroamérica para salir del eventual problema que podrían causar los libertos en territorio estadounidense, e identifica ideológicamente a los cerebros del plan, mencionados tan sólo de pasada por Crosby. Según Albro Baker, los cinco representaban las distintas variantes de pensamiento antiesclavista del Norte de los Estados Unidos hacia esa fecha. Señala que el senador Sumner, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, el Secretario de Estado Seward y el senador Wade (de Massachussetts, Nueva York y Ohio, respectivamente), representaban el impulso antiesclavista del norte que dio cuerpo al Partido Republicano. Apunta que Blair, originario de Virginia y King, de Nueva York habían apoyado la política de Territorio Libre de esclavos liderado por el presidente Van Buren en 1848 y retomado por Lincoln en 1860, es decir, eran veteranos en la batalla de la abolición de la esclavitud. Sumner y Wade se convirtieron en líderes del republicanismo radical, pues tenían una posición extremista en cuanto a la igualdad de negros y blancos.

Albro Baker, utilizando documentos de la época del Departamento de Estado, dirigido en ese entonces por Seward, explica que la colonización negra de Centroamérica era una tercera alternativa al problema de la población negra que se incrementaría a raíz de una probable abolición de la esclavitud. Apunta Albro que Lincoln era un entusiasta de la asimilación de razas y que los hombres por su propia naturaleza tenían ciertos derechos inalienables, por lo que los negros tenían derecho al trato de igualdad.

“…En su mensaje anual al Congreso del 3 de diciembre de 1861, el Presidente urgió la colonización de negros libres que así lo quisieran, para todos aquellos emancipados, ya fuera por la fuerza de la Unión por las armas sobre la Confederación o por la deseada abolición por ley y una compensación federal en el caso de los Estados fronterizos leales. El 14 de agosto se dirigió a un comité de negros libres en la Casa Blanca. Señaló la urgencia de las ventajas de la separación racial entre blancos y negros, y habló específicamente de la colonización de Centro América, haciendo referencia directa al distrito de Chiriquí en Panamá y sus depósitos de carbón. Una vez más, en un discurso del 1 de diciembre de 1862, un mes antes de publicar la Proclamación de Emancipación, Lincoln hizo referencia a la política colonización, diciendo: ‘No puedo hacer más que reafirmar mi fuerte apoyo a favor de la colonización.’” (traducción libre).

En un estudio realizado sobre los documentos del Departamento de Estado, Albro encuentra la confirmación del rechazo de la propuesta de colonización llevada por Crosby a Centroamérica, aunque señala que dicha negativa por parte de las cinco repúblicas de istmo no se oficializó sino hasta el otoño de 1862.

Para terminar es necesario señalar que la obra de Crosby, en comparación con las de muchos otros viajeros que pasaron por el país en el siglo XIX es la más amable que haya leído. Carece de comentarios despectivos sobre la gente y las costumbres, más bien se acerca a un punto absolutamente objetivo, lo que hace su recuento muy fácil y agradable de leer y denota una personalidad inteligente, aguda observadora, cosmopolita y liberal en su concepción de la sociedad y su entorno. Resulta un libro lastimosamente corto, pero absolutamente recomendable.

 

 

El libro:

Se encuentra disponible en inglés para su lectura en línea en el siguiente sitio: http://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=mdp.39015070236909;view=1up;seq=56

 


Un yanqui en Guatemala (II)

Las memorias de Elisha Oscar Crosby. Reminiscencias de California y Guatemala (1849-1864)

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Edición de 1945 de las memorias de Elisha Oscar Crosby.

Edición de 1945 de las memorias de Elisha Oscar Crosby.

El martes 12 de agosto de 1975 el historiador guatemalteco Francis Polo Sifontes publicó en las páginas del diario vespertino La Hora un fragmento de la obra del diplomático estadounidense Elisha Oscar Crosby, referente a su paso por Guatemala como embajador de su país y representante del gobierno de Abraham Lincoln. Por su importancia y relativa ausencia en las referencias históricas tradicionales, copio los fragmentos más importantes de dicho texto, para que quede a disposición de los lectores interesados las impresiones que le causó nuestro país a este interesante norteamericano, que a diferencia de la mayoría de extranjeros que pasaron por nuestro suelo, denota pocos prejuicios y resalta su visión amable frente a un país remoto y desconocido para la mayoría de sus paisanos.

 

 

 

El texto, fragmentos escogidos

 

-IV-

Situación política de Guatemala

 

El presidente Rafael Carrera

“Yo fui recibido por el presidente, al que ya conocía de mi anterior estancia en el país; él me hizo una visita informal la noche de mi llegada. Dos días después solicité una entrevista con él a efecto de presentar mis credenciales. Tres días más tarde fui recibido por el presidente. Vestía éste traje civil, como un cumplido a nuestras costumbres republicanas en Norteamérica, en vez del uniforme militar, como acostumbraba cuando recibía representantes de la Gran Bretaña, Francia o cualquier otro país monárquico. La recepción se llevó a cabo en una habitación que anteriormente fue usada como despacho del virrey (sic) antes de la independencia del país. Este salón es muy alto y espacioso, decorado y amueblado en gran parte de la misma manera que cuando fue ocupado por el virrey. Algunos de los Ministros de Estado vestían trajes militares, otros de los presentes eran un crecido número de generales y oficiales luciendo resplandecientes entorchados. Asimismo hubo gran despliegue de tropa, alineada frente al palacio y a lo largo de la vía de acceso al salón de la audiencia. Luego de la presentación de mis credenciales sostuve una ligera charla con el presidente y algunos de sus ministros, a los cuales había conocido anteriormente”.

Rafael Carrera y los Estados Unidos

“Pocas veces cometió errores cuando se trató de seleccionar a sus asesores o a las personas de gobierno, sobre las que él se fundamentaba; particularmente me impresionó su capacidad de discernimiento en lo referente a la guerra de rebelión de los Estados Unidos. Por otra parte, se mostraba decididamente partidario de nuestro gobierno, del mismo modo que la mayoría de sus asesores; por eso, ante mi solicitud, emitió órdenes prohibiendo dar ningún tipo de abastecimiento a los cruceros rebeldes que frecuentaban los puertos de Guatemala en el Golfo de Honduras, especialmente el Puerto de Livingston sobre el Rio Dulce, los cruceros rebeldes solicitaron abastecimiento allí en dos o tres ocasiones pero él ejerció el poder que tenía y se los denegó; las órdenes impartidas por el gobierno a la gente y a las autoridades fueron –como repito- de denegar toda solicitud de abastos a las naves rebeldes, lo que dio como resultado la paralización de posteriores intentos en aquel sentido. Durante épocas anteriores esa parte del golfo fuer un gran refugio para los piratas, ya que los canales entre los vericuetos de la costa son tan numerosos que era imposible perseguirlos o capturarlos.

El Río Dulce tiene aguas navegables en toda su longitud hasta el Lago de Izabal en el departamento de Verapaz, y si a los cruceros rebeldes les hubiera sido permitido aprovecharse de tal circunstancia habrían encontrado un fondeadero seguro en caso de verse perseguidos por algún buque de guerra de los E.E.U.U.”.

V-

El espíritu de la misión de Crosby

 

La misión “secreta” de Crosby

“Cuando mi nombramiento para la misión (que me fue encomendada) estaba en consideración en los días anteriores y durante el tiempo de la toma de posesión de Lincoln en 1861, se había ya concebido el plan: Francis P. Blair, Ben Wade, Charles Summer, el Senador por Nueva York Preston King, el señor Seward y otras personas, en el sentido de entrar en negociaciones con los gobiernos de Centroamérica para llevar a cabo una colonización de negros libertos de los Estados sureños; por lo que debía buscarse una conexión fácil para ellos, quizá en algún país vecino fácilmente accesible desde los puertos sureños. Tal colonia debería establecerse bajo un gobierno propio en forma similar a la colonia de Liberia, y en donde estarían más o menos bajo la protección del gobierno de los Estados Unidos. Se consideró que mediante tal arreglo –si este se efectuaba- un enorme exceso de la población negra sureña se podrían enviarse fuera del país, y asimismo muchos amos sureños se verían obligados a liberar sus esclavos ya fuera voluntariamente o mediante una modesta compensación que el gobierno o individuos particulares aportarían…”.

“La puesta en práctica de este plan fue una de las instrucciones secretas que me dio el presidente durante el tiempo que estuve recibiendo directrices antes de mi partida hacia Guatemala. Consideré entonces, y creo hoy, que el destino de los negros del Sur, sería su aniquilación o su emigración hacia algún sitio de la América tropical, ya que nunca podrán constituir una raza distintiva en los EE.UU. Ingresé dentro del esquema, además, con enorme entusiasmo e interés. Comencé a cerciorarme de si alguno de los parajes campestres de Centro América –que ahora permanecen baldíos- podrían usarse para la colonización de los negros que voluntariamente desearen emigrar allí bajo el patrocinio y protección del gobierno de los EE.UU. –ya que ellos se desarrollarían de una manera más rápida de lo que podrían en ninguna parte-; con este fin, como dije, poco después de mi llegada a Guatemala principié a sondear al presidente Carrera así como a algunos de sus asesores. Del mismo modo consideré apropiado hacer llegar al proyecto a algunos de los hombres prominentes del Estado de Honduras, particularmente al señor Alvarado, hombre de gran influencia en el gobierno en aquel momento, pero los encontré sin excepción alguna eminentemente hostiles a ningún tipo de inmigración o colonización hacia sus países.

Yo les presenté el asunto así: un distrito del país en el departamento de Verapaz limítrofe con el Golfo de Honduras, zona que estaba muy escasamente habitada por los indígenas, así como otra parte de esta misma área totalmente vacante y que comprende miles de millas cuadradas de extensión, podrían ser asignadas para dicha colonización. Los nuevos colonos vendrían a ser ciudadanos del país, luego de un tiempo que ellos consideraran prudente, del mismo modo que los inmigrantes hacia América del Norte son hechos ciudadanos de los EE.UU. Mediante esta colonización, los guatemaltecos incrementarían la población, la riqueza y extenderían el comercio del país, lo que les daría un alto grado de prosperidad. Ellos elaborarían las regulaciones legales a observarse por los colonos belgas, una colonización que fue admitida en el país en la misma área que yo solicitaba y que fracasó debido a la diferencia del clima entre Bélgica y su nueva patria en el trópico; la mayoría de ellos fallecieron y los sobrevivientes se dispersaron por el interior del país en las tierras altas en donde la temperatura es diferente debido a la elevación luego de un tiempo que ellos consideraran prudente (…) De más está decir que cuando los belgas buscaron otras regiones salubres, se recobraron de inmediato. Mr. Blair y los otros propiciadores del plan consideraron que los negros que emigrarían desde los Estados Unidos, en vista que procederían de los Estados del Sur con su clima parecido a aquellos puntos de Centroamérica, no habrían de resentir el cambio.

Al principio la proposición pareció ser recibida favorablemente, pero luego ocurrió que Carrera primero y el presidente de Honduras Guardiola después, así como sus inmediatos asesores se opusieron in toto. Su argumento era que una muy considerable cantidad de negros de habla inglesa que se introdujera, no podría ser asimilada por la población ya mestiza; así como que el número estimado de los que vendrían sería tan grande, que muy pronto crearía un balance de poder en sus manos sólo comparable al del resto de la población entera y por razones de seguridad personal así como por el deseo de continuar el gobierno a su manera bajo formas y costumbres españolas. Por todo esto –continuaban- el plan no funcionaría ya que estos colonos gradualmente introducirían un nuevo orden de cosas que eventualmente los llevaría a un rompimiento entre los colonos y los grupos nativos del país.

Finalmente me plantearon esta pregunta: ¿Si los Estados Unidos desea colonizar a los negros libertos en territorios aparte, por qué no destinan una parte de su propio territorio escasamente poblado para este fin y los establecen allí? Pregunta que, debo confesar, encontré de muy difícil respuesta…”.

De los nada inocentes vagabundeos de Crosby

Página manuscrita de las memorias de Elisha Oscar Crosby, Reminiscencias de California y Guatemala desde 1849 a 1864.

Página manuscrita de las memorias de Elisha Oscar Crosby, «Reminiscencias de California y Guatemala desde 1849 a 1864».

“Yo gocé de considerable tiempo libre durante mi permanencia en Guatemala y le saqué provecho viajando por todo el país. Visité todos los departamentos, me familiaricé con el país y trabé conocimiento con las gentes principales; me cabe la satisfacción de haber gozado de la confianza no sólo del presidente y personalidades del gobierno, sino además de un grueso número de personas influyentes por todo el país. Si los Estados Unidos hubiesen estado pasando por un período de paz, en vez de verse debatidos por conflictos que amenazaban su propia existencia, estoy seguro de haber podido iniciar muchos arreglos ventajosos encaminados a incrementar el comercio con nuestro país, así como el arreglo de empresas en las cuales nuestros ciudadanos hubieran tenido una participación ventajosa.

No había en Guatemala telégrafos ni ferrocarril por aquellos días y Carrera a menudo me habló al respecto, diciendo que el gobierno estaba preparado para efectuar muy liberales innovaciones, incluyendo una o ambas cosas y que él preferiría entrar en arreglos con norteamericanos en ese sentido, y no hacerlo con alemanes, franceses o ingleses…”.

 

  

El libro:

Se encuentra disponible en inglés para su lectura en línea en el siguiente sitio: http://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=mdp.39015070236909;view=1up;seq=56


Un yanqui en Guatemala (I)

Las memorias de Elisha Oscar Crosby. Reminiscencias de California y Guatemala (1849-1864)

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

El martes 12 de agosto de 1975 el historiador guatemalteco Francis Polo Sifontes publicó, en las páginas del diario vespertino La Hora, un fragmento de la obra del diplomático estadounidense Elisha Oscar Crosby, referente a su paso por Guatemala como embajador de su país y representante del gobierno de Abraham Lincoln. Por su importancia y relativa ausencia en las referencias históricas tradicionales, copio los fragmentos más importantes de dicho texto, para que quede a disposición de los lectores interesados las impresiones que le causó nuestro país a este interesante norteamericano, que a diferencia de la mayoría de extranjeros que pasaron por nuestro suelo, denota pocos prejuicios y resalta su visión amable frente a un país remoto y desconocido para la mayoría de sus paisanos.

 

En la imagen se aprecia la “jaula” de desembarque en el extremo del muelle del Puerto de San José, en el que arribaron todos los extranjeros a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. El señor Crosby no habrá sido la excepción.

En la imagen se aprecia la “jaula” de desembarque en el extremo del muelle del Puerto de San José, en el que arribaron todos los extranjeros a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. El señor Crosby no habrá sido la excepción.

 

Presentación

 De acuerdo a las notas de presentación de don Francis Polo Sifontes, Elisha Oscar Crosby nació en 1818 en el seno de una familia campesina, se graduó de abogado en 1843 y se traslada a California en donde ejercerá su profesión en plena fiebre del oro. Allí permanecerá durante 12 años, tiempo durante el cual aprendió a hablar español. Regresa a Nueva York en 1860 previo realizar un viaje de exploración por los estados del sur de la unión. Posteriormente es llamado a la capital de los Estados Unidos para incorporarlo al servicio diplomático con destino Guatemala. Permaneció en el país a la cabeza de la misión diplomática de 1861 a 1864, en compañía de su secretario, Sam J. Hilton, oriundo de Washington, y que por no estar comprendido en el presupuesto de la misión diplomática, Crosby contrató de su propia cuenta. Crosby se sienta a escribir sus memorias en 1878, cuando contaba con 60 años. Muere en 1895. Polo Sifontes traduce la parte concerniente a Guatemala con el apoyo de la Editorial Universitaria, a partir de la edición de las memorias de Crosby publicadas por el doctor Charles Albro Baker, profesor de historia, utilizando el manuscrito que quedó en poder de la Biblioteca Huntington, de San Marino California, y publicada en 1945. He insertado subtítulos que no aparecen en el texto de Polo Sifontes con el único objeto de identificar los temas, que me parecen de máxima importancia, sobre todo el carácter de la misión secreta de Crosby en Guatemala, por lo que me permito llamar la atención de los lectores sobre este aspecto particular, sin restar realce a la totalidad de impresiones que resultan fascinantes.

Retrato de Elisha Oscar Crosby, incluido en la edición de 1945 de sus memorias.

Retrato de Elisha Oscar Crosby, incluido en la edición de 1945 de sus memorias.

 

El texto, fragmentos escogidos 

-I-

Testigo de un momento histórico: el triunfo electoral de Abraham Lincoln y el rompimiento de la Unión

 

“En 1860 regresé a Nueva York en vísperas de elecciones presidenciales. Como había estado ausente alrededor de doce años de los estados del Este, la efervescencia y charlas sobre la secesión de parte de los estados sureños eran del todo nuevas para mí y me llenaron de sorpresa y asombro. Con el propósito de saber si realmente existía una intención seria de esta categoría, viajé a Richmond, Virginia y de allí a Charleston, Carolina del Sur y a Savannah, Georgia. En todos estos lugares encontré fuerte excitación, mayor aún que la que se advertía en el norte.

Volvía a Charleston en el momento en que en la ciudad se recibían las noticias de la elección de Mr. Lincoln a la presidencia; la población entera parecía enloquecida de entusiasmo y muchos de los dirigentes políticos declararon su satisfacción por el resultado, ya que éste les daría una escusa para la inmediata separación de éste y otros estados del sur. De hecho, se convocaron reuniones inmediatas para dar los primeros pasos en la separación de aquel estado de la Unión, se hicieron repicar campanas y se quemaron fuegos artificiales, de modo que el más salvaje delirio se posesionó de ellos (…) Dos días después tomé el vapor para Nueva York que pasaba por Fort Moultrie; aquel mismo vapor fue detenido por las autoridades en su viaje de vuelta a Charleston. Yo me encontraba en Washington durante el invierno de 1860-1861 y pude escuchar todos los debates, pendiente de la separación de los Estados sureños; pude ver cuando algunos de los rebeldes distinguidos se retiraron del Senado y del Capitolio; me encontraba en Washington también cuando arribó el Sr. Lincoln. Permanecí allí hasta después de la toma de posesión, y en el arreglo de sus nombramientos para el extranjero, me ofreció el cargo de Ministro de los Estados Unidos resiente en Guatemala. Fui comisionado y confirmado el 15 de marzo de 1861 y me pidieron hacer los preparativos para salir inmediatamente hacia ese país…”.

 

-II-

De la llegada a Guatemala. Primeras impresiones

 

“Cuando llegamos a San José, en Guatemala, comenzaba la época de lluvias; la estación lluviosa principia allí en primavera y continúa a lo largo del verano, época que va en sentido inverso de la estación lluviosa en California, con el agregado de tremendas tempestades. La ciudad de Guatemala está situada 90 millas tierra adentro y debíamos llegar a ella mediante una diligencia, especie de vehículo belga bastante adecuado para transportar cargas pesadas con cierta comodidad, el coche era tirado por un tronco de caballos españoles parecidos al resto de ganado caballar que se encuentra en el país; el mencionado servicio había sido cedido por el gobierno a un ciudadano belga propietario de cuatro o cinco centenares de bestias y tenía a su cargo todo el servicio postal del país, aquella era la única ruta para el envío postal establecida entre la capital y el puerto de San José”.

“Viajamos alrededor de 40 millas por la Costa después de la lluvia, la tierra estaba tan blanda que se hacía casi imposible avanzar. Siguiendo esa ruta cortada entre la densa vegetación que cubre la costa llegamos a Escuintla. Esta población está situada en las faldas de la cadena montañosa que viniendo de México cruza Centroamérica y se eleva en los Andes de Sud-América formando un gigantesco espinazo que cruza enteramente el continente. En algunos sitios se eleva hasta alturas increíbles; dos puntos son prominentes en el conjunto por su apariencia extraordinaria: el volcán de Agua y el volcán de Fuego”.

Escuintla y ciudad de Guatemala

“A nuestro arribo a Escuintla nos encontramos con un pueblón indígena. Allí nos hospedamos en un hotel destartalado propiedad de un francés; pasamos la noche en claro, merced del sinnúmero de pulgas que compartían la habitación con nosotros (…). Una vez que nos habíamos desayunado con tortillas, frijoles, huevos fritos y café, abordamos nuevamente la diligencia, que principió a ascender por las montañas con rumbo a la capital, distante unas 50 millas de Escuintla. El camino hacia la ciudad se enrolla en las montañas, zigzagueando hasta alcanzar una elevación de 5,000 pies aproximadamente, finalmente desemboca en una gran planicie de tierras altas llamada Valle de las Vacas, en cuyo centro se encuentra actualmente la ciudad de Guatemala (…). Se trata de una bella ciudad tipo español. Durante mi permanencia allí, tenía la ciudad una población aproximada de 60,000 habitantes, aunque con un área bastante mayor que otra ciudad de la misma población en Norteamérica. Las casas son de piedra y ladrillo y están divididas por enormes paredes, de acuerdo a las reglas de construcción: el grosor debe ser de 4 pies con 2 pulgadas. Generalmente las edificaciones son de un solo piso y de un estilo posterior al colonial español; el exterior tiene el aspecto de una fortaleza, internamente tienen gran extensión y poseen de dos hasta cinco patios, dependiendo de la riqueza y posición de la familia propietaria. Estas residencias son conocidas por el nombre de las antiguas familias descendientes de los conquistadores, además de posteriores inmigrantes y colonizadores españoles que se establecieron allí”.

“Especial mención merecen los acueductos que surten de agua a la ciudad, el primero de ellos viene desde una distancia de 12 millas, proviene de la montaña que se encuentra al este del valle; el segundo viene de las montañas situadas al oeste de la ciudad, a una distancia de unas 9 millas; ambos acueductos desembocan sus caudales en un depósito común desde donde el agua se distribuye a la ciudad, la cual a su vez hace gala de la magnífica agua proveniente de las fuentes montañosas. Los tubos de distribución penetran hacia el interior de las casas y las cisternas y fuentes están constantemente rebalsando”.

Las casas

“Los interiores de estas casas resultan sumamente hermosos y atractivos, aunque su exterior no lo sea tanto; las ventanas están siempre recubiertas con rejas de hierro por la parte exterior, mientras que la parte interior está primorosamente tallada y pulida; los patios se encuentran fragantemente engalanados por todo tipo de plantas; flores aromáticas y enredaderas, todo humedecido e irrigado con abundante agua, algunas veces se encuentran en los patios hermosas fuentes recubiertas con estuco. La entrada a las casas es a través del enorme portón, resguardado por dos inmensas hojas que se doblan y en una de las cuales se halla una pequeña puerta de acceso. Generalmente los carruajes son conducidos a través de este portal hasta el primer patio. La cas que me fue asignada por la Embajada Americana ocupaba un frente de alrededor de 80 pies sobre la calle y se extendía internamente dos o trescientos pies, grandes habitaciones y corredores alrededor de los patios, además un pasadizo hacia la parte de atrás, lugar en el cual se ubicaba el establo con lugar para ocho caballos; era pues una casa verdaderamente completa, tales casas son muy acordes y adaptadas al clima. La razón de hacer los edificios tan fuertes es la prevención contra temblores de tierra, recuerdo haber experimentado esos fenómenos varias veces durante nuestra permanencia en Guatemala, uno de ellos fue particularmente violento al punto que botó las tejas del techo. El cielo raso está generalmente hecho de madera, que a veces lleva tallados complicados; otro tipo de recubrimiento, como estuco, se desprendería, razón por la cual nunca se usa”.

La plaza

“La plaza central está constituida por un gran espacio abierto en el centro de la ciudad; mostrando en un extremo la grandiosa iglesia Catedral, una estructura tan enorme como hermosa e imponente; su material de construcción es piedra y ladrillo con inmensas columnas que dividen sus cinco naves; el techo es abovedado y del mismo material, se espera que la catedral permanezca en pie por siglos y yo no pongo en duda que así será, a menos que sea destruida por un terremoto. Contiguo a esta edificación y del mismo lado de la plaza se encuentra el Palacio Arzobispal, en donde el arzobispo y su séquito habitan con gran pompa; exactamente frente a estos edificios está lo que otrora fuera el Palacio Virreinal (sic), residencia del virrey de España, Gobernador del Reino de Guatemala durante la colonia (…). Hacia el otro lado de la gran plaza está el Palacio Municipal y en frente a éste hay una cadena de edificios pertenecientes al famoso Marqués de Aycinena, uno de los “grandes” que se radicó en Guatemala, y aunque después de la independencia se abolió el Marquesado, el continúa siendo llamado en la actualidad Marqués , por cortesía”.

 

El libro:

Se encuentra disponible en inglés para su lectura en línea en el siguiente sitio: http://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=mdp.39015070236909;view=1up;seq=56


Para recuperar el interés en la historia

La noche del cometa. María Elena Schlesinger

Rodrigo Fernández Ordóñez

A Claudia Marves, creadora de estas cápsulas de historia.

 

La historia cotidiana de Guatemala ha encontrado una poderosa voz en estos tiempos en que los lectores escasean. Esa historia a la que suelo llamar “historia mínima”, encuentra en la pluma de María Elena Schlesinger un renovado impulso que promete renovar el interés en nuestro pasado. Aún estoy leyendo su última novela Aída la bella, pero ya leí y releí su libro La noche del cometa, que recomiendo sin ninguna reserva a todos aquellos interesados en el desarrollo de la vida cotidiana de la Guatemala de principios del siglo XX. Quizás a alguien le parecería que clasificar la obra de nuestra conocida difusora cultural es encorsetarla, pero personalmente me interesa mucho esa labor que realiza de revivir el día a día de nuestros antepasados, pues en gran medida nos sirve para comprender las épocas, los sucesos y las decisiones que impactan en los destinos nacionales. El regalo que doña María Elena nos hace en sus páginas, con base en investigación y recuerdos familiares, desde los cuales poder revivir las cocinas, las salas o los paseos en el campo es invaluable, sobre todo si se complementa con otras lecturas como las de José Milla, que nos permiten ir construyendo un fresco más completo de esa Guatemala que se ha ido para siempre, pero a la que algunos nostálgicos seguimos imaginando todos los días, teñida de luz tenue y de color sepia.

 

Impresionante fotografía de la Catedral Metropolitana y su plaza central en obras, en proceso de convertirse en parque, a juzgar por las jardineras que se dibujan ya a la izquierda. Fechada en 1880, sin identificación del autor.

Impresionante fotografía de la Catedral Metropolitana y su plaza central en obras, en proceso de convertirse en parque, a juzgar por las jardineras que se dibujan ya a la izquierda. Fechada en 1880, sin identificación del autor.

El libro La noche del cometa, de la historiadora María Elena Schlesinger es una reunión de relatos cortos con la temática común de la historia cotidiana de la Guatemala de inicios del siglo XX, cuando gobernaba los destinos de nuestro país la férrea dictadura de Manuel Estrada Cabrera, personaje por demás interesante en ese rosario de tiranos y tiranuelos que han ocupado la primera magistratura de nuestro país. Aunque la autora ya nos tenía acostumbrados a sus artículos de los sábados de elPeriódico, que siempre resultan lastimosamente breves, el discurso ameno y la estructura de capítulos cortos de su libro hacen que la lectura sea fácil. Su libro literalmente se escurre entre los dedos y al cerrarlo uno tiene esa agradable sensación de haber leído un libro que verdaderamente vale cada palabra impresa y del que se tiene la seguridad que se va a regresar a él en más de una ocasión. Su relectura no hizo más que reconfirmarme estos sentimientos. No se sorprenda usted si al cerrarlo una sonrisa se dibuja en su rostro, es la sensación de haber leído un libro del que se aprende mucho y sin esfuerzo, y del que no es necesario invadir de sexo y violencia para que atrape desde las primeras frases. A manera de reseña, transcribo unos cuantos párrafos, para que el lector no crea que le engaño y para que se adelante a la librería que le quede más cerca para adquirirlo y gozarse su lectura, página a página.

La Catedral Metropolitana tras los terremotos de 1917-1918.

La Catedral Metropolitana tras los terremotos de 1917-1918.

“Ir a la Antigua en diligencia, por ejemplo, tomaba más de ocho horas. Se salía temprano, a eso de las seis de la mañana, del Establo de Schuman en el Callejón de la Cruz, y llegaban a la pila de la Concepción como a las dos de la tarde”.

“’El mes pasado bajó del cielo en una máquina voladora’, contaba, ‘de ésas que llaman aeroplano, un hombre alto y canche llamado Francois Duraford. El piloto era un suizo y con su nave dio varias vueltas por el cielo. Luego, descendió en un descampado llamado Campo de Marte, ante el asombro de varios mirones. Allí estaba yo. La nave parecía una enorme mariposa de hierro’”.

“El nuevo almacén de telas y artículos para damas se llamó Encantos de Medio Oriente, y fue tan famoso en su tiempo como la tienda de sombreros de Madame Perishua, cuya mayor virtud fue la de ser capaz de copiar los últimos modelos provenientes de París; o la librería de la familia Goubaud, en donde se podían adquirir en primicia los mapas de la Gran Guerra con los avances prusianos, o las pequeñísimas callejas infantiles con cuentos de hadas y animales maravillosos que podían hablar”. 

“Después de los terremotos del 17, la gente juntó sus pertenencias y las enrolló en matates. Sacaron el candil de gas kerosene, los fósforos y las candelas de sebo. Del armario extrajeron los petates y los ponchos. No se olvidaron de la silla de la abuela, de algunas ollas y el sartén para el arroz frito, ni del cuadrito de la Virgen, la mesa, los costalitos de granos y la caja de madera con las provisiones”.

Interesante fotografía del campamento provisional para los damnificados por los terremotos de 1917-1918 levantado en lo que eran los campos del Paseo 30 de junio, actual avenida de La Reforma.

Interesante fotografía del campamento provisional para los damnificados por los terremotos de 1917-1918 levantado en lo que eran los campos del Paseo 30 de junio, actual avenida de La Reforma.

“La abuela les contaba que los azacuanes son aves migratorias de buena suerte, pues traen las lluvias a Guatemala cunado más se necesitan y se las llevan cuando ya no se aguantan”.

“En los albores del siglo XX, los gitanos visitaban cada año la ciudad de Guatemala. Venían en grandes caravanas, moviéndose de lugar en lugar, y se cree que tomaban la ruta de los arrieros de ganado que venían desde Huehuetenango, procedentes de Chiapas. Su llegada era siempre a principios de año, pues realizaban el viaje de peregrinación a visitar al Señor de Esquipulas, en Chiquimula, cuya fiesta se celebra cada 15 de enero”.


El amor en los tiempos del Renacimiento

Nicolás Maquiavelo. Epistolario 1512-1527

A María Mercedes, por estos 13 años de risas cómplices

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Maquiavelo

Retrato de Nicolás Maquiavelo, por Santi di Tito.

A Nicolás Maquiavelo le pasó lo que al pintor Van Gogh: su celebridad vino cuando él ya no estaba vivo para gozarla. Cuando en la vida uno se topa con El Príncipe, lejos se está de adivinar que su autor no tuvo la fortuna de ver su magnífico manual debidamente editado. Se le conoció casi clandestinamente, gracias a que uno de sus amigos incondicionales, Biagio Buonaccosi, se dio a la tarea de copiarla y distribuirla entre sus conocidos, poniendo a circular estos ejemplares de mano en mano. Tan solo El Arte de la Guerra pudo verla impresa, cuando en 1521 el editor florentino Filippo di Giunta, la publicó. Así, el grueso de sus obras, salvo la Mandrágora, (que incluso llegó a ver puesta en escena), se fueron publicando paulatinamente de forma póstuma. Ahora, gracias al Fondo de Cultura Económica tenemos acceso a sus documentos privados, las cartas que se intercambió con sus hijos, su sobrino y sus mejores amigos, haciendo surgir un nuevo Maquiavelo lejano de la pose de mármol. Es un hombre con preocupaciones domésticas, con perennes estrecheces económicas, quejas matrimoniales, enredos amorosos e intrigas políticas, que no rehúye a la reflexión profunda pese a que se ocupa de problemas cotidianos. El epistolario que reseñamos hoy es una hermosa ventana a un hombre y una época fascinantes de la historia: el Renacimiento y uno de sus mejores representantes, que podría hacer suya la frase de Terencio, “Hombre soy; nada de lo humano me es ajeno”.

 El libro abarca la parte más interesante de la vida de Maquiavelo, los años de su exilio y soledad, en donde alejado por la fuerza de las intrigas de toda actividad pública, se retira a una pequeña propiedad familiar cercana a la ciudad de Florencia, en Sant’Andrea in Percussina, al que llamaba “il Albergaccio”. Allí, desde un bosque y campos de cultivo, el genio renacentista se sienta a escribir documentos que logran conmover al lector más reacio a condescender con Maquiavelo. Por su pluma se deslizan todo tipo de temas, desde el mismo proceso creativo, al que le dedica hermosas líneas, hasta cosas tan vanas y comunes como la falta de dinero o el sexo en el que busca el consuelo de su fracaso en la vida pública. Maquiavelo es un hombre casado, con una mujer de infinita paciencia, Marietta, con quien tendrá varios hijos, pero en el contexto histórico del Renacimiento, no nos debería sorprender que busque el amor fuera de la pareja, muchas veces impuesta. El amor dentro del matrimonio es un invento más bien moderno, que surge más o menos dentro del proceso de la revolución industrial en el que la mujer, independiente económicamente y fuera de los estrechos lazos comunitarios de la aldea o pueblo de origen y extrañada a los inmensos barrios de trabajadores que sitian las ciudades, puede tomar la decisión de casarse o no, y de con quién se casa o a quién rechaza para los efectos.

Los ánimos de Maquiavelo varían según el momento. Así, en una carta fechada el 18 de marzo de 1513 a su entrañable amigo Francisco Vettori, expresa, en un tono liviano, despreocupado: “…Toda la compañía se os encomienda, empezando por Tomás del Bene y yendo hasta nuestro Donato, y todos los días vamos a la casa de alguna muchacha para recuperar las fuerzas, y aun ayer estuvimos viendo pasar la procesión en casa de Sandra de Pero. Así vamos pasando el tiempo entre estas universales felicidades, gozando este resto de vida, que me parece soñarla…”, hermosa la última frase que nos regala un vistazo de ese Maquiavelo al que apodaban “il Macchia”, centro de las fiestas y de la bohemia del grupo de amigos florentinos. Del tono festivo pasa al nostálgico, en una carta fechada el 29 de abril de 1513: “…Excúseme el estar yo con el ánimo ajeno a todas estas pláticas, como lo prueba el haberme venido a la quinta y alejado de todo rostro humano, y el no saber las cosas que suceden alrededor, de modo que tengo que discurrir a oscuras, y he fundado todo en los avisos que vos me dais…”, le habla a su amigo Vettori un Maquiavelo ya desengañado, condenado a no alejarse de su ciudad y prohibido poner un pie siquiera en el Palacio Vecchio por un año. En respuesta, el hombre rompe con la ciudad, que le habrá fastidiado, y se recluye en su quinta, en las afueras de la ciudad. El tono, conforme pasan los días, se torna sombrío. El 26 de junio de 1513 escribe: “…antes más bien es un milagro que esté yo vivo, porque me han quitado el cargo y he estado por perder la vida, la cual Dios y mi inocencia me han salvado; todos los demás males, de prisión y otros, los he soportado…”, Maquiavelo, recién liberado de la prisión del Bargello hace recuento de daños a su sobrino Giovanni Vernacci, en Estambul, luego de semanas de prisión y de tortura. Poca consideración podrá tener nuestro amigo del hombre, luego de lo visto y lo vivido.

No es mi intención agotar todo el contenido de las más de 500 páginas de constructiva lectura, pero sí señalar algunas líneas que me parecen particularmente hermosas, como esa carta que le envía a sus amigo Francisco Vernacci, fechada el 10 de diciembre de 1513, en el que narra su rutina en la finca, regalándonos todo un retrato de la intimidad cotidiana de tan magnífico pensador, permitiendo a los simples mortales, acercarnos a esa existencia triste y dura del hombre al que el destino le ha negado la gloria ante sus propios ojos. Dice Maquiavelo (solo copiaré unas líneas, aunque la carta es todo un fresco de la vida rural renacentista): “…Abandonado el bosque, me voy a una fuente, y de ahí a un terreno donde tengo tendidas mis redes para pájaros. Llevo un libro conmigo, Dante o Petrarca o alguno de esos poetas menores, como Tibulo, Ovidio y otros: leo sus pasiones amorosas y sus amores, me acuerdo de los míos, y me deleito un buen rato en esos pensamientos. Me traslado después a la vera del camino de la hostería, hablo con los que pasan, les pido noticias de sus pueblos, oigo diversas cosas y noto diversas fantasías de los hombres…”. Pero hagamos un alto para releer una frase que nos atrapa la atención, que nos planta de frente a un hombre y sus nostalgias: “…leo sus pasiones amorosas y sus amores, me acuerdo de los míos, y me deleito un buen rato en esos pensamientos…”, hermosa y sabia actitud ésta: ante la adversidad, consolarse con el pasado hermoso e irrecuperable.

Pero a continuación de la nostalgia pone manos a la obra, como desperezándose, y en la misma carta narra que una vez agotada la jornada diurna, y acabadas las tareas que la granja y el aburrimiento le exige, “…regreso a casa y entro en mi escritorio, y en el umbral me quito la ropa cotidiana, llena de fango y de mugre, me visto paños reales y curiales, y apropiadamente revestido entro en las antiguas cortes de los antiguos hombres donde, recibido por ellos amorosamente, me nutro de ese alimento que solo es el mío, y que yo nací para él: donde no me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles por la razón de sus acciones, y ellos por su humanidad me responden; y no siento por cuatro horas de tiempo molestia alguna, olvido todo afán, no temo la pobreza, no me asusta la muerte: todo me transfiero a ellos. Y como dice Dante que no hay ciencia sin el retener lo que se ha entendido, he anotado todo aquello de que por la conversación con ellos he hecho capital, y he compuesto un opúsculo De Principatibus, donde profundizo todo lo que puedo en las meditaciones sobre este tema, disputando qué es principado, de cuáles especies son, cómo se adquieren, cómo se mantienen, por qué se pierden…”. Estamos ante el propio proceso creativo del genio político, quien fabula de forma maravillosa sobre las reflexiones que sus lecturas le inspiran, encarnando a sus autores favoritos, sentándolos frente a la chimenea, imaginando una tertulia política como la que va a sostener años después en los jardines de la familia Ruccelai, logrando un texto que uno de sus biógrafos no duda en calificar como la más hermosa carta escrita en italiano.

En otras ocasiones, Maquiavelo se aferra al momento. Deja a un lado el pasado y vive la vida, e invita a sus amigos a agotarla. Me parece especialmente interesante un fragmento en el que describe al amor, regalándonos otra vez una instantánea de cómo se entendía este sentimiento en la Italia de hace cinco siglos. Dice Nicolás: “…recordando lo que me han hecho las flechas de Amor, me veo obligado a deciros cómo me he gobernado con él. En verdad, yo lo he dejado hacer y lo he seguido por valles, bosques, barrancos y llanos, y he encontrado que me ha mostrado más predilección que si lo hubiera maltratado. Quitad pues la albarda, quitadle el freno, cerrad los ojos y decid: Haz tú, Amor, guíame tú, condúceme tú; si salgo bien, tuyas sean las alabanzas; si mal, tuyo sea el vituperio; yo soy tu siervo: no puedes ganar nada más con maltratarme, antes pierdes, maltratando lo tuyo. Y con tales y similares palabras, que traspasarían un muro, podréis volverlo piadoso. Así que, patrón mío, vivid contento: no temáis, volved la cara a la fortuna y seguid las cosas que las vueltas del cielo, las condiciones de la tierra y de los hombres os ponen por delante, y no dudéis de que romperéis todos los lazos y superaréis todas las dificultades. Y si quisieseis darle una serenata, yo me ofrezco a ir allí con algún hallazgo eficaz para hacerla enamorar…”, consejos que escritos el 4 de febrero de 1514 a su amigo Vettori nos parecen modernos, salidos de la mente de un vitalista. Esta impresión se nos confirma más adelante, cuando un 25 de febrero de 1514, remata una carta para su amigo Vettori con el siguiente consejo: “Os ruego que sigáis a vuestra estrella, y no dejéis perder la mínima cosa por nada del mundo, porque yo creo, creí y creeré siempre que es verdad lo que dice Bocaccio: que es mejor hacer y arrepentirse, que no hacer y arrepentirse…”.

Para Maquiavelo, como verdadero hombre renacentista, pocos temas se escapan a sus reflexiones. Así, el amor tiene su lugar en sus cartas, como un hermoso relato de sus amores clandestinos en su forzoso retiro rural: “…estándome en la quinta, he conocido a una criatura tan gentil, tan delicada, tan noble, por naturaleza y por accidentes, que no podría yo tanto alabarla, ni tanto amarla, que no mereciese más. Habría que decir, como vos a mí, los principios de este Amor, con qué redes me atrapó, donde las tendió, de qué calidad fueron; y veríais que fueron redes de oro, tendidas entre flores, tejidas por Venus y tan suaves y gentiles que aun cuando un corazón villano hubiera podido romperlas, yo no quise, y me gocé en ellas un rato, tanto que los hilos tiernos se han vuelto duros, y enclavijado con nudos irresolubles. Y no creáis que utilizó Amor para cazarme modos ordinarios, porque, conociendo que no le habrían bastado, usó vías extraordinarias, de las cuales yo no supe ni quise guardarme…”. La colección es sin duda uno de los mejores exponentes del género epistolar, a mi gusto desafiados apenas por unas cuantas colecciones que bien valen su peso en oro. La de Maquiavelo comparable apenas quizá con la colección epistolar entre John y Abigail Adams, o las de Simón Bolivar a Manuela Sáenz, editadas por Villegas Vergara, o incluso ese hermoso volumen de la editorial Siruela de las cartas entre Henry Miller y Anaïs Nin.

En fin, para no agotar con citas y dejar espacio para el asombro, cierro con un último fragmento, en esta ocasión de Vettori para Maquiavelo, reflexionando sobre sus vidas, adoptando el tono melancólico de los amigos con los que se ha compartido tanto que las experiencias mutuas se vuelven consuelo en la vejez: “…pero nosotros de vez en cuando acusamos a la naturaleza como si fuera una madrastra, mientras que más bien deberíamos acusar a nuestros padres o a nosotros mismos: tú, si te hubieras conocido bien, jamás te hubieras casado; mi padre, si hubiera ligado a una mujer, como hombre a quien la naturaleza había engendrado para los juegos y las chanzas, sin tener que preocuparse por el dinero ni prestar la menor atención a los problemas familiares. Pero mi esposa, hijo mío, terminará por obligarme a cambiar mi modo de ser, cosa que a nadie puede ocurrirle sin daño…”, contenido en un borrador, no sabemos si finalmente enviado y recibido por Nicolás, sin fecha, pero adivinándose ya ambos viejos y dados a ver al pasado con resignación, e incluido en la colección que de los documentos privados de Maquiavelo hiciera su amoroso nieto Giulianno de Ricci, hijo de Bartolomea.


Los hijos de las olas

Allá en la Patagonia. María Brunswig de Bamberg

Rodrigo Fernández Ordóñez

Las dolorosas imágenes del pequeño niño sirio ahogado en una playa europea han dado la vuelta al mundo levantando pasiones. El tema de la migración vuelve a los titulares, tanto europeos como estadounidenses, impulsados por las incendiarias declaraciones de un Donald Trump cada vez más retador e ignorante. Hablar de los migrantes en los términos despectivos con que lo hace Trump u otros líderes políticos es no solo irresponsable, sino inconsecuente con la historia de sus propios países. Porque en mayor o menor medida, todos los países son producto de olas de migración que llegan a mezclarse con la población local. Esta afirmación es tan válida para Guatemala, como para Alemania, Estados Unidos o Birmania. Casualmente, hace unas semanas cerraba con gran placer uno de esos libros que todos deberíamos leer obligadamente, tanto por su valor humano, como por su alta calidad literaria. Se trata de la correspondencia de una migrante alemana a la Argentina de principios del siglo XX, María Brunswig, que se establece con su familia en la Patagonia.

 

Hotel de Inmigrantes, en Buenos Aires. Inaugurado en 1911, el edificio tenía un área total de 10,000 metros cuadrados, con áreas de dormitorios con literas marineras de hierro y cuero y servicios de baño con agua caliente para hospedar por cinco días a los extranjeros recién llegados que se apegaban al programa de fomento de la migración hacia el interior del país.

Hotel de Inmigrantes, en Buenos Aires. Inaugurado en 1911, el edificio tenía un área total de 10,000 metros cuadrados, con zonas de dormitorios con literas marineras de hierro y cuero, y servicios de baño con agua caliente para hospedar por cinco días a los extranjeros recién llegados, que se apegaban al programa de fomento de la migración hacia el interior del país.

 

 

-I-

El contexto histórico

La república de Argentina era, para finales del siglo XIX y principios del XX un destino tan atractivo para la migración como los Estados Unidos o Brasil. Muchos elementos expulsaban a la población del Viejo Continente, como la mala situación económica, la instauración del servicio militar en algunos países (del que muchos huían), afán de progreso y ambiciones personales. Esta situación coincidió con las necesidades del país receptor, que tenía una grandísima extensión de tierra por poblar y pocos habitantes. Adicionalmente, los grandes propietarios agrícolas querían abaratar los precios de la mano de obra, y esta al ser escasa, presentaba el fomento de la migración como una opción atractiva.

También la tecnología tuvo su participación en este gran movimiento de grupos humanos. Los barcos de tecnología a vapor acercaron al continente americano; los ferrocarriles conectaron las zonas interiores de los países a los litorales y las zonas porteñas. Así, era fácil que los migrantes siguieran de forma inversa los caminos que tomaban las mercancías. En 1850 por ejemplo, un viaje entre Europa y América duraba en promedio 50 días, mientras que en 1930 el tiempo se había acortado a tan solo 13.

La postura de los Gobiernos, por supuesto, también tuvo influencia. En el caso de la Argentina, la emisión en 1876 de la Ley de la Inmigración y la Colonización puso como condiciones para ser admitido como migrante permanente en el país sudamericano, ser menor de 60 años, ser considerado útil para el trabajo, estar sano, tener algún conocimiento de agricultura, técnico o ejercer oficio artesanal y viajar en segunda o tercera clase. Posteriormente, otras leyes crearon todo un programa de ordenamiento de la migración, como la creación del Hotel de Migrantes, inaugurado en 1911, y la Oficina de Colocación. El hotel ofrecía por cinco días hospedaje y comida a los recién llegados, previo a su instalación en los llamados “conventillos”, verdaderas casas de miseria, y la Oficina de Colocación recibía expedientes de los migrantes para colocarlos en las extensas zonas agrícolas del país o en los centros industriales nacientes de los litorales. Se les conseguía un puesto de trabajo y se les daba un pasaje gratuito de ferrocarril hasta su destino.

La tabla presenta los números totales de la migración hacia la Argentina, ordenados por su nacionalidad de origen. Fuente: ealem.mrecic.gov.arg.

La tabla presenta los números totales de la migración hacia la Argentina, ordenados por su nacionalidad de origen. Fuente: ealem.mrecic.gov.arg.

Con estas condiciones tan favorables, no debe sorprender que la Argentina recibiera entre los años de 1881 y 1914, un total de 4.2 millones de extranjeros, de los cuales 2 millones eran italianos, 1.4 millones españoles y el resto de un sinfín de nacionalidades europeas en su inmensa mayoría. Con este nuevo flujo de gente, el país pasó de tener 1,737,000 de habitantes en 1869 con un 29 % de concentración urbana, a 7,885,200 en 1914, con un 53 % de concentración urbana.

Sin embargo, la gran concentración urbana puso en riesgo de crisis a ciudades como Buenos Aires, Córdoba y Rosario, que no pudieron reaccionar con la misma celeridad con que llegaban los migrantes, rebalsando los servicios públicos y los alojamientos. Así, surgieron los famosos “conventillos”, que eran edificaciones privadas acondicionadas para recibir a esta oleada de personas, con cuartos alrededor de patios, y con servicios básicos limitados. Las habitaciones eran cuartos regularmente de 3×4 metros, en los que se apretaban familias enteras. Los conventillos llegaban a alojar incluso a 150 personas. Verdaderos pozos de miseria y enfermedad que empezaron a causar serios problemas de orden público, que pretendió solucionar el presidente Julio Argentino Roca con su Ley de Residencia, que contemplaba la expulsión de aquellos extranjeros considerados incómodos por su militancia política o bien por estar identificados ideológicamente con organizaciones calificadas de “incómodas”, por el gobierno. Los conventillos en realidad, fueron controlados a fuerza de batonazos y revólveres, en barrios como La Boca o San Telmo, cercanos al puerto de la ciudad de Buenos Aires.

Depósito del Hotel de Inmigrantes, Buenos Aires, Argentina. Imagen de aproximadamente 1915.

Depósito del Hotel de Inmigrantes, Buenos Aires, Argentina. Imagen de aproximadamente 1915.

Esta paupérrima situación de la gente recién llegada, que buscaba ganar dinero de cualquier forma en la ciudad haciendo cualquier trabajo para ahorrar lo suficiente para hacerse de un predio o parcela en el interior (“chacharita”, como le decían), fue un destino que se ahorró la autora del libro que reseñamos en esta ocasión. Ella llegó a Buenos Aires y de allí saltó a las extensas llanuras de la Patagonia.

 

-II-

El libro

 La autora de Allá en la Patagonia ha realizado un gran trabajo. Ha ordenado y en ciertas ocasiones anotado (solo cuando es necesario, logrando una gran fluidez de lectura), las cartas que su madre Ella Hoffmann escribió a su madre, Emma Augusta, nacida en Estados Unidos pero establecida desde corta edad en Alemania, desde Argentina, país al que decidieron establecerse definitivamente con su esposo, Hermann Brussnswig, ante el caos político y económico en que quedó sumida su Alemania natal luego de la Primera Guerra Mundial. La primera carta de la colección está fechada el 6 de enero de 1923, a bordo del vapor Vigo, anclado en Hamburgo, y la última firmada en Chacayal, Patagonia, el 12 de julio de 1929. Son seis años los que se acompaña a esta familia por sus avatares mientras se establecen en haciendas de dueños alemanes, mientras juntan el dinero necesario para comprar su propia tierra. El período, claramente, queda fuera de la edad de oro de la inmigración a la Argentina (1881-1914), pero es muy útil para enterarnos de estos aventurados pioneros que dejaban atrás toda civilización y se establecían en territorios hostiles para sacarles provecho. En el caso guatemalteco, la historiadora Regina Wagner ha hecho lo propio con los alemanes que se internaron en las selvas del norte del país (Alta Verapaz, principalmente), publicando cartas y diarios en las páginas de la Revista Anales, de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala, y a los que esperamos referirnos en próximas ocasiones.

La señora María Brunswig llega a una Argentina todavía en formación. Es un país de inmensos espacios vacíos, de los que han sido desalojados por la fuerza los habitantes originarios, y nos deja de pasada una terrible imagen, cuando contrata a una persona para ser el cocinero de la estancia: “¡Entre otras cosas me contó que había cazado indios en Tierra del Fuego, a cinco pesos la cabeza! Pero sabía cocinar divinamente…”, no estaban lejos los años de la campaña de la conquista del sur de Julio Argentino Roca, y todavía espacio de sobra para los recién llegados.

Pero la Patagonia era en esa época una región peligrosa. La distancia entre los cascos de las haciendas se contaban por días de viaje, y en los espacios vacíos vagaba todo tipo de gente, desde jornaleros vacantes, que establecían sus salarios “…según el número y destreza de sus perros, indispensables para el trabajo con las ovejas”, o soldados desertores, o extranjeros fracasados que se ponían a trabajar por nada, con tal de ganar un plato de comida. Era, en todo caso, un sitio de mucho peligro para una mujer sola, que afronta las temporadas en su esposo se iba en busca de nuevos trabajos, encerrada en la hacienda con una escopeta de doble cañón, apodada en Guatemala como “cuache”.

Del relato de la señora Brunswig resalta la ley de hospitalidad del desierto, porque desierto no es solo el Sahara o el Gobi, sino también estas extensas llanuras llenas de pasto y soledad, en donde un tren podía fácilmente hacer un recorrido de mil kilómetros de total vacío entre una población y otra. En estos campos de abandono es importante la asistencia mutua. Eso queda plasmado en varias ocasiones, en las cartas en las que relata la llegada imprevista de desconocidos a los que se debe recibir (aún sin saber de dónde viene, o por qué vagan en esos campos) y ofrecer una taza de café o un piso en donde estirar el poncho. Así, llegan gringos y europeos vagabundos, indios, y todo tipo de hombres solitarios que se dejan caer frente al fuego y tras agradecer la hospitalidad se pierden en los caminos. Se llega a conocer todo tipo de personas, de todo origen, como esos hombres que “…para comer, sacaban un facón de un pie de largo de la bota y no lo usan solamente para pelar el chorizo, sino para comer: y cuando terminaban, lo limpiaban en los fundillos del pantalón…”.

El mayor número de migrantes tenía como destino las grandes estancias o haciendas del campo argentino, que se expandía al oeste y al sur. En la imagen, trabajadores frente a una segadora mecánica en el campo.

El mayor número de migrantes tenía como destino las grandes estancias o haciendas del campo argentino, que se expandía al oeste y al sur. En la imagen, trabajadores frente a una segadora mecánica en el campo.

Es constante también en las cartas la presencia del viento. Ese viento que quien ha estado en la Patagonia sabe que cansa, irrita, desespera, porque sopla todo el tiempo, haciendo ruidos insospechados, que van de un zumbido agudo cuando se cuela por rendijas, hasta el ronco chocar con las paredes y ventanas. Ella lo define apropiadamente, con mucha elegancia, como todo en su relato: “Parece que el viento actúa como una carga eléctrica: me pongo tan nerviosa, excitada, no puedo permanecer sentada, siempre ese zumbido, y desde que los árboles tienen hojas, aún más.”

 

 

-III-

Los fragmentos

 “La mala fortuna de aquella gente que comentas es realmente terrible pero si la misma nos tocase a nosotros. No tendríamos otro remedio que quitarnos la vida –toda la familia-: es lo que la gente aquí suele hacer en tales aprietos y a nadie le parece gran cosa. Llamar a un médico, siquiera tener un bebé, es considerado el colmo de la pretensión. Es evidente que gente como nosotros y de nuestra edad no está hecha para una vida así que no invita a tomarla a la ligera como lo sugieren algunas cartas que me llegan desde Alemania. Nos acostamos con preocupaciones, y nos levantamos con los mismos problemas. Bueno, no tiene sentido lamentarse mucho…”.

(Lago Ghío, 26 de mayo de 1923).

 

“Que no venga a la Argentina aquel joven que mencionas; Hermann lo desaconseja terminantemente. Es muy difícil describir las condiciones de estos lugares, pero la inseguridad es total, y no hay decencia. Hay un superávit de trabajadores que están en el país desde hace mucho tiempo, así que nadie está seguro en su puesto…”.

“Me preguntas quiénes son los viajeros. En su mayoría son los que llegan en el auto que reparte los víveres y la correspondencia para las estancias; a veces también gente en busca de trabajo, estancieros en viaje de negocios, etc. Estamos ubicados sobre una arteria importante de tránsito. No son un regalo agradable estos viajeros; los nativos duermen en la casa de los peones, pero a los otros los tenemos que alojar, nos guste o no”.

(Lago Ghío, 1 de junio de 1923).

 

“Han pasado casi cuatro meses desde que te escribí por última vez. Desde aquel primero de junio hemos estado incomunicados, sin autos, sin diarios, sin noticia alguna de San Julián; sólo de vez en cuando pasaba algún jinete que traía rumores, de poca credibilidad en su mayoría. Fue un invierno terrible, duro e interminable, como nunca lo he vivido y poca gente de aquí se acuerda de otro parecido. Nieve y hielo durante semanas, era desesperante…”.

(Lago Ghío, 23 de septiembre de 1923).

 

“…Bailey y Wilson eran ‘tumbeadores’, como se dice en la Patagonia, gente sin hogar que iban de estancia en estancia con uno o dos caballos. Si encontraban trabajo, trabajaban por un tiempo, luego seguían camino. Dormían en el campo, bajo un calafate; a veces pillaban una oveja, a veces un armadillo y, cuando se aproximaba el frío, se arrimaban a alguna estancia para invernar hasta que asomaba la primavera. Cuando había que ayudar en algo, lo hacían, pero en general pasaban el tiempo al lado de su fuego…”.

(Recuerdos de la Patagonia, memorias inéditas de María Brunswig).

 

“Entramos ahora de lleno en la primavera. Hasta la pampa pelada adquiere un brillo verdoso. Los calafates lucen florecillas amarillas, y hay muchas otras flores, pequeñas y humildes, pero que alegran la vista. Y lo mejor de todo es que ha cesado el viento. No puedo dormir con viento y me da dolor de cabeza, el mal patagónico”.

(Lago Ghío, 20 de octubre de 1923).

 

“…Ayer a la noche, para alegría general, llegaron dos canoas con indios, completamente desnudos a pesar del frío, que no parece molestarlos. En el centro de una de las canoas se sentaba una mujer gorda envuelta en una capa de fieles, y los niños chicos, igualmente desnudos, a veces se refugiaban allí como los pollitos bajo la clueca. Pero la experiencia no era agradable. La tripulación del barco se divertía tirando a los indígenas no sólo pan, cigarrillos y whisky, sino también prendas de ropa de toda clase, sobreros, etcétera. Los hombres se disfrazaban con esos trapos y, borrachos, presentaban un aspecto muy lamentable. Me avergoncé de los blancos, supuestamente civilizados, que tan infamemente se mofaban de esta gente…”.

(Estrecho de Magallanes, 29 de abril de 1924).

 

“Mencionas el viento, Mutt. Pues si, la Argentina es un país de mucho viento. Una se acostumbra, pero los grandes vendavales influyen en el bienestar. No se puede dormir, se sufre de dolor de cabeza y un nerviosismo se apodera de todo el cuerpo. A Hermann le pasa lo mismo que a mí”.

(Chacayal, 12 de octubre de 1925).

 

“El gobierno comete el error de querer estrangular al latifundio, por más que sea el único rentable en este país. En el sur ha habido grandes expropiaciones, también en el Ghío y Posadas; incluso los Bridges han perdido muchas tierras. Han sido fraccionadas en estancias chicas y adjudicadas a toda clase de gente inexperta, oficiales e ingenieros y dentistas, que ya han quebrado miserablemente, de modo que, en parte, las grandes compañías han readquirido las tierras. Esto es una prueba de lo mal que se rige este país, una política de programas de partido, ningún conocimiento de las necesidades. ¡Podrían llenarse libros con esto!”.

(Chacayal, 30 de diciembre de 1927).

 

“El tiempo ha mejorado, pero ya parece otoñal, con noches de heladas y mañanas de neblina. El verano nos ha engañado este año. Mejoró un poco en los últimos días, pero una helada súbita de cuatro grados bajo cero ha acabado con todo lo que había en la huerta. Y encima tuvimos una tormenta con relámpagos y truenos, lluvia torrencial y granizo, cosa por completo desconocida aquí…”.

(Chacayal, 5 de marzo de 1928).

 

“…¡Tres semanas sin correo! Llovió durante ocho días, parecía el diluvio, casi pensábamos en construir un Arca de Noé. Los ríos crecieron tanto que no solamente nosotros, situados entre el Chimehuin y el Aluminé, estábamos incomunicados, sino que todas las balsas de la región quedaron inutilizadas (…) Hace meses que no vemos a nadie…”.

(Chacayal, 1 al 7 de julio de 1928).

 

“Hace dos años, en invierno, me afectó una tragedia así: un indio llegó a la casa, pidiendo comida y, como se veía muy enfermo, Hermann le permitió alojarse en un puesto abandonado. Se le alcanzó comida y leña para hacer fuego, pero un día Hermann lo encontró muerto. Nadie conocía su nombre ni de dónde había venido. Fue enterrado cerca del lugar donde había pasado sus últimos días, y al cabo de poco tiempo la tumba había sido destruida por los zorros y otros animales. En estos lugares nacer y vivir tiene mucho menos importancia que en la civilización, por más que haya tan poca gente”.

(Chacayal, 14 al 19 de octubre de 1928).

 

Queden estos fragmentos de esta interesante historia como homenaje para todas aquellas personas que en busca de mejores oportunidades han tomado la difícil decisión de dejar atrás hogar, familia y amigos, sacrificando la felicidad y apostándole a un futuro incierto. Sean de donde sean, vayan a donde vayan.                                         


Biblioteca de historia: Un sueño de Primavera

Un sueño de Primavera, Ramiro Ordóñez Jonama

 

Rodrigo Fernández Ordóñez

Dice el consejo popular que el tiempo lo cura todo, hasta las ausencias. Pero en ciertos casos, las excepciones ponen a prueba a la regla, como el reciente fallecimiento del historiador y genealogista Ramiro Ordóñez Jonama, quien nos dejó el pasado 11 de septiembre y a quien pasados los meses se le extraña cada vez más. Por fortuna, los lectores tenemos el consuelo de sus escritos, en los que a cada párrafo despunta su personalidad, haciendo bromas o dando cátedra con una autoridad irrebatible. Su libro Un sueño de primavera, es el primero del que yo tenga noticia, que intenta poner en perspectiva el movimiento revolucionario del 20 de octubre de 1944 y la llamada Primavera Democrática. Su libro asume una postura crítica insobornable, que desmonta con un aparato erudito de soporte todos y cada uno de los mitos de estos hechos tan glorificados y deformados como descontextualizados. Su lectura resulta urgente para todos aquellos que deseen comprender una época a la que se nos sigue retrotrayendo como una época dorada de ídolos, cuando en realidad fue, como dicta la lógica, una época de confrontación, de incertidumbre y de hombres comunes y corrientes, con sus ambiciones, pasiones y errores.  

Primavera1El libro Un sueño de Primavera, lo explica su autor, es una recopilación de artículos sobre la Revolución de Octubre y la Primavera Democrática que publicara en las páginas del Diario La Hora, como respuesta a otras columnas y opiniones sobre los hechos históricos, así como una crítica exhaustiva a una publicación especial que regaló la revista Crónica (primera época) a sus lectores, que encargó a una docena de escritores. Afirma Ordóñez: “…Fueron pues, entre las dos series, 59 entregas que aparecieron entre el 29 de diciembre de 1993 y el 11 de mayo de 1995”, inspiradas también con la intención de confrontar a todos aquellos que secuestraron el sentido original de la Revolución de Octubre y desvanecer sus manipulaciones.

“Fue ella la razón de que dispusiera invertir tiempo en escribir con mayor extensión sobre el tema aprovechando además, que por haber sido mi papá, Ramiro Ordóñez Paniagua, un alto funcionario durante los gobiernos que se sucedieron entre 1944 y 1954, conservo un no despreciable archivo que sumado a las excelentes colecciones que guarda la Hemeroteca Nacional Clemente Marroquín Rojas me dieron el soporte documental de todo lo que relato y afirmo”.

El autor durante el acto de recibimiento del premio del mejor autor del año, entregado por la Facultad de Derecho de la UFM, por la publicación de Un sueño de Primavera en 2012.

El autor durante el acto de recibimiento del premio del mejor autor del año, entregado por la Facultad de Derecho de la UFM, por la publicación de Un sueño de Primavera en 2012.

Para leer la historia, se debe tener siempre en mente la frase hermosa de Jorge Luis Borges sobre que las cosas no fueron como sucedieron sino como las recordamos, y de allí la dificultad que afronta el historiador al reconstruir los hechos del pasado, que pasan irremediablemente por el filtro de la memoria de quien haya sido testigo de los hechos, condición que se supera parcialmente cuando se consultan las fuentes primarias, como los periódicos o revistas de la época, documentos oficiales, gacetas, panfletos, cartas, etc., aunque, a decir verdad, la subjetividad nunca se supera totalmente, aunque se trate de documentos áridos, pues siempre se está necesariamente atado a la mente del autor que lo produjo.

Por ello, se debe señalar que Un sueño de Primavera, goza de dos grandes virtudes: primero, la voz del autor que nos guía por los recovecos políticos de la Guatemala de mediados del siglo XX tiene un tono ácido, crítico y contundente de su relato, lo que le da frescura y actualidad, haciéndolo un libro muy fácil y ameno de leer, aliviando en cierta forma la densa trama política que el autor quiere desenmarañar. Este tono socarrón le permite a Ordóñez Jonama abordar temas tan espinosos como el nunca aclarado asesinato del coronel Francisco Javier Arana desde una nueva perspectiva, como cuando al respecto del crimen de este importante protagonista apunta: “…Árbenz aceptó la idea pero, de acuerdo con sus asesores, la mejoraron en sentido de que los ejecutores del proyecto, al ponerlo por obra, aprovecharan para resolver definitivamente el complejo problema que encarnaba Arana. El puente de la Gloria pasó a ser el ‘puente a la gloria’…”.

Segundo, la novedad de las fuentes, en las que don Ramiro se aleja de los refritos de constante referencia en el ámbito académico nacional y aporta extensas y riquísimas notas al pie de página que refrendan cada afirmación. El libro se aleja así del común que sobre el tema se viene produciendo por parte de los sectores interesados en perpetuar la historiografía como una serie de relatos que encajan perfectamente con un discurso equívoco según el cual las pasiones y envidias de los hombres no influyeron en las personalidades de las grandes figuras de la época: Juan José Arévalo, coronel Jacobo Árbenz Guzmán y el malogrado coronel Francisco Javier Arana. Este libro recupera la humanidad de los protagonistas de la historia, nos los acerca hasta casi parecer cualquiera de nuestros vecinos y eso nos permite adquirir nuevas perspectivas para entender nuestra complicada historia reciente. Así, también las opiniones sobre los hechos nos permiten asomar a una historia científica, razonada, ajena del discurso de los actos electoreros. Copio un comentario a partir del asesinato de Arana, que es tono común en toda la obra:

                        “En ese momento se murió, también, la primavera democrática que se suponía iniciada aquél viernes 20 de octubre de 1944 porque a partir de ese crimen impune a nadie le quedó duda de que en Guatemala seguiría siendo el asesinato, por muchísimos años, un procedimiento político aceptable y eficaz. El camino de Árbenz hacia la Presidencia se pavimentó con la sangre de Arana”.

De la sinceridad de la investigación realizada por el autor de Un sueño de Primavera, puede dar fe el dato curioso de que aunque provengan de dos espectros ideológicos completamente antagonistas, muchas de las conclusiones del libro de Ordóñez coinciden con las que plasmó el italiano Piero Gleijeses en su obra de referencia Shattered Hope, que por cierto la Editorial Universitaria de la USAC tradujo al español y publicó hace unos pocos años con gran calidad, en cuanto a la radicalización de la revolución por un grupo más bien minoritario entre todos los que participaron en ella, y en la innegable calidad de comunista de su líder, coronel Jacobo Árbenz Guzmán. Se debe señalar que incluso Gleijeses llega a afirmar en su obra que el comunismo militante de Árbenz fue incluso “subestimado”, por sus compañeros de lucha política.

El tono crítico del libro es consistente en todas sus páginas, sin permitir que nos refugiemos en la zona de confort de nuestro conocimiento adquirido. En cada párrafo algún dato nos confronta y nos cuestiona, como cuando apunta, desmontando el mito de la primavera democrática: “El principal candidato opositor, Miguel Ydígoras Fuentes, vivió la campaña a salto de mata desplazándose por el territorio nacional de noche y disfrazado, pendiendo sobre su persona orden de captura fulminada por el juez cuarto de Primera Instancia del Ramo Penal, licenciado Salvador Chicas Carrillo, quien le involucraba en un fabuloso ‘complot de los sargentos’. Durante la última etapa de la campaña electoral fue tan dura la persecución desatada en su contra que tuvo que refugiarse en El Salvador…” o bien este pasaje, retrato de esas elecciones de las que Árbenz resultaría ungido con la primera magistratura del país, hoy en franco desprestigio: “Las ‘alegres elecciones’, como las llamara el doctor Arévalo, llegaron y se celebraron en tres días: 10, 11 y 12 de noviembre de 1950 con la nutrida concurrencia de los mozos colonos de las fincas nacionales e intervenidas que, como analfabetas que eran, estaban obligados a emitir su voto de viva voz a la vista de sus capataces y de otras autoridades civiles y militares que tenían como misión lograr el triunfo de Árbenz”.

El examen es lúcido, casi sin piedad de todos los sucesos que conforman la Primavera Democrática, apenas suavizado por el humor cáustico de Ordóñez, que sin embargo y pese al doloroso proceso de desmitificación de la Revolución de Octubre y del arbencismo ya nos había advertido en su introducción:

                        “Sólo personas de una extremada debilidad mental podrían pensar que yo soy un enemigo de la Revolución de Octubre, gesta de las más gloriosas que haya protagonizado el pueblo de Guatemala, militares y civiles, que tanto admiro y a la que quiero comprender como el conjunto de hechos de manifiesta insurrección popular que tuvieron lugar durante el año de 1944, desde mayo hasta octubre (…). Nadie, mucho menos un historiador, puede ser enemigo de un acontecimiento histórico. No se puede ser enemigo, no serviría de nada…”.

Lo que critica es el secuestro y desvío de la revolución por aquellos a los que califica de “estalinistas”, que terminaron por radicalizar la vida política de Guatemala; radicalización que redundó en una reacción violenta en contra de ellos mismos. En fin, glosar un libro tan bien documentado, que a cada página aporta nueva información es tarea titánica, casi imposible, por lo que no me queda más que dejarle la palabra a su autor, para que nos descubra sus hallazgos y nos haga partícipes de la novedad que plantea su desafío: repensar la historia. Por estas razones, acercándose el feriado del 15 de septiembre, recomiendo leer Un sueño de Primavera, para que el lector recupere el gozo de leer historia bien escrita y bien pensada, pero sobre todo, con un innegable sentido crítico, que nos obliga a cuestionarnos lo aprendido en las aulas, y atrevernos a cuestionar el discurso oficial.


La fuente del caballito

Fe de errata y excusa para documentar la ajetreada historia de la fuente de Carlos III

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Hace quince días publicábamos en este espacio una serie de fragmentos de testimonios de viajeros a su paso por Guatemala, acompañados de las magníficas fotografías tomadas por Eadward Muybridge durante su estancia en Guatemala, allá por 1875, por encargo de la Pacific Mail Steamship Company. En esa ocasión, rebauticé a la fuente de Carlos III, como la fuente de Carlos IV, y fue el colega Roberto Dardón quien me señaló el imperdonable atropello. Hecho sin malicia, consecuencia de mi lectura del ‘Libro sin nombre’ de José Milla, lo dejé consignado así, por lo que debo salvar la equivocación, y ya estando en esas, ahondar en la historia de tan singular fuente, que por sus características algunos denominan monumento.

Hermosa fotografía de Muybridge de la Plaza Mayor de la Nueva Guatemala de la Asunción, en el año de 1875. A propósito de ella escribió José Milla, en el Libro sin nombre (1870): “Dominando la plaza mayor de esta ínclita ciudad desde un templete que lo abriga de la intemperie, está el caballo que montó el señor rey, no sé bien desde cuándo, hasta el año 1821, que apearon a S. M. sin ceremonia (…) El rey desapareció; era justo. ¿Cómo había de presidir un monarca a una plaza independiente, como la llama con gracia la lápida que está delante de la puerta principal del Ayuntamiento? Un caballo es otra cosa. Allí ha estado desde 1821 hasta 1870, con la cara hacia la catedral y las ancas hacia la antigua Audiencia, viendo correr el agua de la fuente, ocupación a que son dados todos los tristes…”.[1]

Hermosa fotografía de Muybridge de la Plaza Mayor de la Nueva Guatemala de la Asunción, en el año de 1875. A propósito de ella escribió José Milla, en el Libro sin nombre (1870): “Dominando la plaza mayor de esta ínclita ciudad desde un templete que lo abriga de la intemperie, está el caballo que montó el señor rey, no sé bien desde cuándo, hasta el año 1821, que apearon a S. M. sin ceremonia (…) El rey desapareció; era justo. ¿Cómo había de presidir un monarca a una plaza independiente, como la llama con gracia la lápida que está delante de la puerta principal del Ayuntamiento? Un caballo es otra cosa. Allí ha estado desde 1821 hasta 1870, con la cara hacia la catedral y las ancas hacia la antigua Audiencia, viendo correr el agua de la fuente, ocupación a que son dados todos los tristes…”.[1]

 

-I-

La fuente del rey Carlos III

Narra don Ernesto Viteri Bertrand en una documentada conferencia[2], que a don José de Estachería, brigadier de los Reales Ejércitos, quien se desempeñara como presidente de la Audiencia, gobernador y capitán general del reyno de Goathemala, de abril de 1783 a diciembre de 1789, la Plaza Mayor le habría parecido una explanada algo desnuda y tristona, por lo que dispuso la construcción de una fuente que embelleciera el espacio. Para ello, “…en obsequio del ornato de la nueva ciudad, que en el centro de la Plaza Mayor (…), se levantara una hermosa fuente, de grandes dimensiones y finos materiales y comisionó al arquitecto don Antonio Bernasconi (natural de la italiana ciudad de Ancona) para formar el plano respectivo…”.

El señor Bernasconi era en esas fechas “substituto y delineador de Arquitectura”, devengando un sueldo de mil pesos, según apunta Viteri. Bernasconi presentó dos diseños el 27 de agosto de 1783, resultando elegido el identificado con el número uno, presupuestado en aproximadamente entre 12 y 14 mil pesos. Desafortunadamente, Bernasconi murió el 28 de octubre de 1785, dejando inconcluso el trabajo, que asumió el “maestro de cantería” y vecino de Jocotenango, don Manuel Barruncho o Barruncio, de presunto origen portugués de acuerdo a Viteri. El monumento se ejecutó en piedra marmórea nacional, “…traída desde la Cantera de Barbales”, que de acuerdo a la información provista en la citada conferencia, era un cerro ubicado en algún lugar al norte de la ciudad, a media legua del centro. La extracción de la piedra para el monumento tuvo un costo de 7 pesos por piedra puesta en la ciudad, “…si bien la más grande, que sirvió para hacer de una sola pieza la estatua del rey Carlos III (…) tuvo un costo de $108.00 y tardó ocho días en el camino, conducida por ocho yuntas de bueyes. El número de las piedras grandes fue de 66…”, como describe don Ernesto con exquisito detalle. Al rey Carlos III lo talló el escultor Mathías de España.

Para el traslado de las piedras fue necesario el trabajo de 20 bueyes, y la participación de 60 presos, que fueron autorizados para ayudar a cargar las rocas en la cantera. [3]

La fuente fue finalizada en noviembre de 1789, e inaugurada el 18 de ese mes, “…fecha en la que esta ciudad celebró con regocijo la fiesta de proclamación del rey don Carlos IV. De ahí que algunos la denominen Fuente de Carlos IV. Entre éstos el ilustre historiador don José Milla…”, y estado por estos días releyendo por décima vez la obra de Milla, me vi sin quererlo, arrastrado al error por creer ciegamente en nuestro admirado intelectual. Ya ve, estimado lector, que hasta al mejor cocinero se le va un tomate, así que pedidas las disculpas correspondientes, les pido me traten con magnanimidad.

En un documento titulado “Relación de las Fiestas que la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Guatemala hizo con motivo de la proclamación del señor don Carlos IV”, se encuentra la descripción de la Fuente, citado por Viteri:

“Ocupa el centro de la plaza una hermosa fuente que se levanta sobre el pizo de tres gradas, la que teniendo de diámetro catorce varas forma el correspondiente círculo; pero de tal suerte que represente también los ángulos de un quadrángulo, que igual al círculo se hubiese sobre el descrito. En el centro sobre el principal basamento arrancan cuatro pilastrones, que dejan claro de cuatro arcos, uno a cada fuente, cerrando estos en media naranja todo de orden corintio y con la altura de catorce varas.

Ocupa el centro de esta torre la estatua del señor don Carlos III, de estatura regular, a cavallo, y como caminando para la Santa Iglesia Bajo de los arranques de las pilastras tiene quatro cavallos de regular corpulencia: representan el movimiento de correr, y cada uno baxo los brazos tiene un mundo. Entre cavalo y cavallo, en el pizo de los arcos, al medio de cada uno queda una cabeza de delfín, siendo por éstas, y por las narices de los cavallos por donde con proporción y hermosura, brota el agua. Entre los remates de la torre hay dos escudos de armas: mira al Oriente el que hoy usan nuestros Monarcas, y al Poniente el que por lo regular se forma con los dos mundos, las columnas de Hércules, y la corona, comúnmente llamada de Carlos V. En el frente que mira a la Santa Iglesia, entre cavallo y cavallo se lee la siguiente inscripción:

“CONSAGRADA A LA AUGUSTA MUNIFICENCIA, E INMORTAL MEMORIA DEL SEÑOR REY DON CARLOS III, EN DIEZ Y OCHO DE NOVIEMBRE DE MIL SETECIENTOS OCHENTA Y NUEVE, EL DIA EN QUE ESTA MUY NOBLE Y MUY LEAL CIUDAD DE GUATEMALA CELEBRO LA PROCLAMACION DE LA CATOLICA MAGESTAD DEL SEÑOR D. CARLOS IV. QUE DIOS PROSPERE, Y CONSTRUIDA A LA ORDEN Y ZELO DEL M. Y. S. D. JOSE ESTACHERIA BRIGADIER DE LOS REALES EXERCITOS GOBERNADOR Y CAPITAN GENERAL DE ESTE REYNO…”.

 

Caballito2

En este detalle de una fotografía de la Plaza Mayor, fechada en 1886, cuando se estaban realizando algunos trabajos en la misma durante el gobierno del general Manuel Lisandro Barillas, se puede observar aún al caballito sobre su pedestal, incluso 16 años después que José Milla hiciera burlas de su permanencia: “…Los republicanos irreverentes notificaron al jinete, allá en los días de la independencia, que desocupase el puesto; y como parece que aquella intimación hizo orejas de rey, que son peores para el caso que las de mercader, lo arrancaron de la silla, a fuerza de cincel y mazo, con fractura de los reales miembros…”.

La fuente fue víctima de los fanatismos republicanos, pues según apunta Jorge Mario Juárez en un breve artículo titulado Fuente de Carlos III, el 4 de noviembre de 1823, un diputado, Francisco Xavier Valenzuela, solicitó a la Asamblea Nacional Constituyente, que por aquellos días trabajaba en el texto de la Constitución Federal, que demoliera la estatua del rey español, “…para que en su lugar se erigiera un monumento a la libertad. La Asamblea atendió la sugerencia y mandó a demoler la efigie…”. [4]

Buenos para destruir, mas no para crear, del dichoso monumento a la libertad no se encuentra mayor noticia…

 

-II-

Otras cuestiones interesantes

El caballito de Mariscal. El automovilista o peatón curioso habrá notado si es que hace esos rumbos en algún momento, que en las confusas calles de la colonia Mariscal, zona 11 de esta ciudad, en una esquina, justo frente a unas gradas de entrada a una casa, se levanta un caballo de piedra. La escultura parece una anomalía histórica, como perdido en el ir y venir del tránsito y los pasos indiferentes de quienes pasan a su lado. Me contaba Ramiro Ordóñez que el caballito no siempre estuvo allí. Originalmente estuvo en el Centro de la ciudad y que un periodista lo había tomado y llevado a su casa. Ramiro tenía un don extraordinario para los nombres, y dijo el nombre y apellido del hombre que se llevó consigo al caballo de piedra, pero lastimosamente, producto de una conversación casual, no lo apunté, por lo que la cita va incompleta.

El caso es que don Ernesto Viteri da fe del asunto del caballo cuando en su conferencia, que hemos citado por hermosa y acuciosa, informa que de forma tradicional, se ha adjudicado este caballo a don Mathías de España, quien lo habría ejecutado como prueba de sus capacidades técnicas en la escultura, pues debía afrontar la dificultad de hacer los canales internos por los que el agua habría de entrar a la escultura y salir por su nariz y boca. Cedo la voz a don Ernesto:

“…para asegurarse de las habilidades del escultor cantero pidió que se le presentase muestra del tamaño natural, de uno de los caballos que decorarían la fuente y que ese ejemplar fue colocado por Rubio[5] en la esquina de su casa de habitación, inmueble situado en la esquina noreste de la 12 avenida y 5 calle (hoy zona 1), lugar que durante muchísimos años fue conocido con el nombre de ‘Esquina del caballo Rubio’ (…) Ese celebérrimo caballo de piedra, sobre el cual cabalgamos muchas generaciones de niños antes o después de nuestros paseos al Cerrito del Carmen, fue removido de aquella esquina a raíz de los terremotos de 1917-1918 que destruyeron la casa del ‘Caballo Rubio’ y actualmente decora la residencia, también de esquina, situada en la 18 calle 6-50 de la zona 11 (…), propiedad de don Rodolfo Figueroa Guillén, en cuyo depósito legal se guarda el bridón, conforme el acta gubernativa firmada durante la administración del general Ubico…”.

 

La fuente como paredón de fusilamiento. La virtud de estos monumentos de piedra, que han visto pasar la historia frente a ellos, es que no pueden hablar. Pues así como habrán presenciado momentos de alegría y romance, también habrán tenido que participar de hechos terribles, como los sucedidos el año de 1877, en que Justo Rufino Barrios utilizó la Fuente de Carlos III, como cabe esperar de la prepotencia de este tipo de dictadorzuelos, como paredón de fusilamiento.

Corría el mes de octubre de 1877 y los servicios secretos de Barrios descubrieron una conspiración para asesinar al presidente, en lo que fue llamado la “Conspiración Kopesky”, por el involucramiento del aventurero polaco Antonio Kopesky, comandante del Cuartel de Artillería, cercano a la Casa Presidencial. Desnudada la conjura y capturados sus supuestos integrantes, el dictador aplicó la mano de hierro, fusilando a 17 personas, ejecutadas el 5 y 7 de noviembre, a las 6 de la tarde. Las personas que murieron al pie de la fuente fueron: José María Guzmán, don Macario Santa María, don Tomás González, don Francisco Carrera Limón y don Jesús Batres, pasados por las armas el día 5 y Manuel Aguilar, Antonio Kopesky, don Francisco de León Rodas, Rafael Segura, don José Lara Pavón, don Lorenzo Leal, don Rafael Gramajo, don Carlos Alegría, don Cipriano Montenegro, don Abraham Carmona, don Enrique Guzmán y don Desiderio Montenegro. El historiador y periodista José Santa Cruz Noriega en su libro Barrios, pacificador, estudia con detalle esta conspiración, resultando sumamente útil para entender la mente del tirano. El presidente Barrios pudo ver las ejecuciones desde el balcón de su casa, “…en la esquina suroeste de la 6 avenida y 8 calle (hoy edificio de la Empresa Eléctrica de Guatemala)…”, apunta Viteri. Los impactos de las balas fueron resanados con cemento, quedando evidencia de los daños en uno de los lados del monumento.

 

Caballito3

Hermoso grabado de la Plaza Mayor, de 1882, publicado en la Revista Anales de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala, Tomo IX, junio de 1933, número 4, página 381, en folio desplegable.

 

El desmonte de la fuente. Como ya dejamos apuntado en alguno de estos textos, cuando hablamos en extenso de los festejos del cuarto centenario del descubrimiento de América (ver Tirando la casa por la ventana), en 1893, el entonces presidente de la república, general José María Reina Barrios tomó la decisión de remodelar la Plaza, para que fuera un Parque Central, y en el lugar de la Fuente de Carlos III instalar un moderno y afrancesado quiosko. Para este efecto, mediante contrato firmado entre el Ministro de Fomento, general Próspero Morales y don Ricardo Fischer, de fecha 24 de enero de 1892 y aprobado mediante Acuerdo Gubernativo del 4 de enero de 1893, se dispuso desmontar y trasladar la fuente a otro lugar, por un precio de 750 pesos, pagaderos en 3 partidas, debiendo el señor Fischer realizar los respectivos dibujos y planos necesarios para la reconstrucción de la fuente, debiendo marcar sus piezas para un fácil montaje. La fuente fue desmontada y trasladada a un baldío en las goteras de la ciudad, pero nunca, al menos durante el gobierno de Reinita, se dispuso su reubicación, quedando en el olvido por espacio de casi cuarenta años.

El redescubrimiento de la fuente. Según relato de Viteri, una tarde de 1927, él y don Enrique Martínez Sobral, decidieron ir a conocer la tenebrosa Penitenciaría Central, pero fueron rechazados por un guardia, sorprendido por la solicitud atinó a decirles “¿A quién se le ocurre visitar un lugar así?”. Resignados, continuaron caminando rumbo al sur, cuando al pasar por el campo que ahora ocupa el Banco de Guatemala:

“…En aquel sitio cubierto por tupida maleza tropical varias mujeres humildes lavaban ropa, extrayendo el agua de los ‘cumbos’ de hierro que habían sido carritos de carga del viejo ferrocarrilito local llamado ‘decauville’. A guisa de lavaderos empleaban ellas unos hermosos bloques de piedra finamente tallados que llamaron la atención del perilustre don Enrique, quien las observó acuciosamente y con señalada alegría identificó, exclamando con alborozo: ‘¡son las piedras de la Fuente de Carlos III!…”.

Hecho el maravilloso descubrimiento, lo presentaron ante el Club Rotario el 13 de marzo de 1928, para que patrocinara la reconstrucción del monumento, proyecto que se tomó con entusiasmo dentro de la organización y se planteó al entonces presidente, general Lázaro Chacón, quien de inmediato ordenó la ubicación de los planos para proceder a su reconstrucción en algún punto del Paseo de la Reforma. Tristemente, la muerte de Chacón interrumpió súbitamente los planes, aunado a que ni los diseños de Bernasconi, ni los supuestos planos de Fischer aparecieron en los archivos nacionales. Fue el historiador Gilberto Valenzuela quien al ser consultado, propuso que se buscaran en el Archivo de Indias, en Sevilla, en donde efectivamente estaban archivados.

Pero mientras tanto, el señor Felipe Yurrita donó en 1929, para la ubicación de una plazuela y reconstrucción de la fuente, un solar cercano a la Avenida de la Reforma. Como feliz coincidencia, en abril de 1930 se contrató la operación de la empresa Warren Brothers Company of Guatemala, y fue contratado como asesor jurídico de la misma don Ernesto Viteri, quien hizo amistad con el gerente de la misma, ingeniero Allen Stacy Hadley, quien al escuchar la historia de la fuente se interesó porque “…en el centro de esa plaza se colocara la tubería y se construyesen los drenajes correspondientes, obras indispensables para hacer eventualmente posible que allí se levantase de nuevo la Fuente de Carlos III…”, la empresa había sido contratada para realizar trabajos de pavimentación, al parecer en la extensión de la sexta avenida al sur, así que los trabajos de la plaza quedaban bajo esa contratación.

Quien finalmente dio el impulso definitivo para la reconstrucción de la fuente en su nuevo emplazamiento fue el presidente general Jorge Ubico, quien se interesó desde el inicio con el proyecto, presentado por el señor Viteri y tomó todas las disposiciones necesarias para que se concluyera. Se nombró como director responsable de los trabajos de restauración del monumento a don Manuel Moreno Barahona y para la ejecución de la obra al constructor Enrique Morgan. Para reconstruir la fuente y su entorno de la forma más fiel posible, se tuvo que localizar los cuatro faroles ornamentales tallados en piedra que iluminaban a la fuente, y que se pueden observar en el grabado de arriba (imagen 3). Relata Viteri que lanzados a la aventura de recobrar las piezas, peinaron la ciudad entera, localizando a uno de ellos en el llamado Estadio Escolar, construido cerca del puente de la Penitenciaría, y el otro en un predio municipal llamado “Jardín de la Presidenta”, antigua casa campo del presidente Reina Barrios, hoy el Mercado Cantonal de funesta fama: Mercado de la Presidenta.

De los otros dos faroles no se tuvo noticia, así que Ubico dispuso comisionar a dos hábiles talladores de piedra de Quetzaltenango para que los esculpieran, logrando un resultado más que satisfactorio.

La fuente reconstruida, en su nuevo asiento, fue inaugurada el 30 de junio de 1933, como parte de los festejos conmemorativos de los 62 años del triunfo de la Revolución Liberal.

 

[1] Milla y Vidaurre, José. Libro sin nombre. Tipografía Nacional, Guatemala: 1935. Página 42.

[2] La Fuente de Carlos III. Revista Anales de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala. Tomo XLIX. Enero a diciembre de 1976. Página 159.

[3] Sandoval, Marta. La Fuente del Caballo triste. Diario elPeriódico, Guatemala 6 de junio de 2010.

[4] Juárez, Jorge Mario. Fuente de Carlos III. Diario Siglo Veintiuno. Guatemala, 14 de abril de 2002.

[5] Don Juan Miguel Rubio y Gemmir, regidor capitular que fue comisionado para autorizar las planillas semanales para la construcción de la fuente.


Ciudad de Guatemala, siglo XIX

Imágenes y palabras

Rodrigo Fernández Ordóñez

A María Andrea Batres, por su amistad a prueba de distancias.

 

Imponente vista del Cerro del Carmen y su templo, de las primeras vistas que el viajante tenía de la ciudad, entrando por la garita del camino de El Incienso.

Imponente vista del Cerro del Carmen y su templo, de las primeras vistas que el viajante tenía de la ciudad, entrando por la garita del camino de El Incienso.

Usando como vehículo las hermosas fotografías que de Guatemala hizo Eadward Muybridge durante su estadía en el país (1873-1875) para un álbum de la Pacific Mail Steamship Company, tomamos textos de distintos autores para imaginar un paseo por sus añejas calles, habitación de espantos y figuras legendarias. Resulta interesante mencionar que José Milla es el ojo crítico nacional, que en sus libros Cuadros de costumbres, El libro sin nombre y El canasto del sastre, desnuda a la sociedad guatemalteca de su tiempo, criticándola con mucho humor. Menos risueño resulta Arturo Morelet, quien a juzgar por sus escritos de su paso por ciudad de Guatemala no tuvo una estadía cómoda, interesado principalmente en la naturaleza, la ciudad le pareció gris, chata y aburrida. Las viajeras Helen J. Sanborn y Caroline Salvin, por su parte, tienen una mirada más benévola. Sus textos están llenos de detalles pintorescos, en los que prevalece el optimismo de ver un país predominantemente agrícola que lucha por la modernización. Sus juicios son menos radicales y tienen comentarios provenientes de personas que pasaron una estadía más cómoda y feliz, quizá motivados por una mejor situación económica, que de los tiempos de Morelet a los de ellas, resultaron abismales los 40 años transcurridos entre las visitas.

 

 

-I-

Camino a la ciudad de Guatemala, barranca del Incienso

 

Guate2

“Así, cuando oigo a los extranjeros quejarse de que aquí no hay buenos caminos, de que aquí no hay puertos, de que aquí no hay reuniones, de que aquí no hay paseos, de que aquí… quisiera yo cerrar esa interminable letanía de aquí no hay, con un ‘aquí no hay paciencia para aguantarlos a ustedes (…) ¿se necesitan caminos en donde nadie viaja, los que pueden porque no quieren, y los que quieren porque no pueden? ¿Hay necesidad de puertos en donde nada entra y nada sale? ¿Ha de haber reuniones si no hay quien se reúna, ni en donde reunirse, ni de qué hablar? ¿Se han de hacer paseos para que nadie vaya a ellos, como lo tiene acreditado la experiencia, y lo gritarían, si pudieran, los solitarios naranjos y las abandonadas banquetas de la Plaza Vieja?”.

José Milla y Vidaurre

Cuadros de costumbres, 1862

 

-II- 

Vista de la ciudad de Guatemala desde las faldas del cerro del Carmen

 

Guate3

“Ya casi no hay huertas, ni jardines, ni baños, ni cocheras; adminículos que nuestro calculador positivismo juzga innecesarios; y en el sitio que antes ocupaban esas partes de la casa, se fabrican hoy casitas separadas, o tiendas que producen algo. El que quiere frutas o legumbres, las manda a comprar al mercado; el que gusta de flores, se priva de ellas o las tiene en uno o dos arriates; el que desea bañarse, se zambulle en la pila, o en los no muy aseados baños públicos; y el coche, si lo hay, se aloja en el zaguán, aún cuando estorbe un poco…”.

José Milla y Vidaurre.

Cuadros de costumbres, 1862.

 

 

-III- 

Iglesia de la Recolección, con una hermosa panorámica de las calles de esa época

 

Guate4

 

“Los encendedores de faroles recorren las calles con sus escaleras de mano (…) Las campanas de los relojes dejan caer desde las torres siete golpes acompasados. Los serenos comienzan a ocupar sus puestos. Millones de estrellas tachonan la azulada bóveda del firmamento. Las calles ya están desiertas (…) Son ya las doce. La ciudad semeja un vasto cementerio. Resuena sobre las baldosas de la acera el paso del sereno que va de una a otra esquina a cantar la hora. ¿Para qué? Tanto valdría que la gritara en medio de un camposanto. Cantar para dormidos, es como cantar para muertos. Nadie la oye…”.

 

José Milla y Vidaurre

Cuadros de costumbres, 1862.

 

-IV-

Goteras de la ciudad, entrada por el camino del Golfo, imagen tomada desde las faldas del Cerro del Carmen

 

Guate5 

“Como las casas tienen poca elevación, sólo se ven sus tejados, cuya perspectiva uniforme solamente está variada por alguna bóveda o campanario de iglesia. He hecho mención de la decepción que experimentamos en el camino de Chinautla; el mismo aspecto de soledad y abandono reina en las cercanías de la ciudad; no se ven jardines, ni alquerías, ni casas de campo, ni ninguno de estos establecimientos industriales o de utilidad general que nuestras capitales relegan fuera de su recinto. Las primeras casas están cubiertas de bálago y separadas unas de otras por campos rodeados de cercas naturales. Ya la vía pública, de doce metros de anchura, aparece severamente alineada; no hay nada más monótono que esas calles tiradas a cordel que atraviesan la ciudad de parte a parte y continúan hasta el horizonte, donde la vista acaba por encontrar las tintas verdes y azuladas de la campiña”.

 

Arturo Morelet

Viaje a América Central, 1844. 

 

-V- 

Plaza Central, con la fuente de Carlos IV al centro

 Guate6

 

“…en el centro se ve una fuente octógona, de arquitectura pesada y de gusto bastante malo, coronado en otro tiempo por la estatua ecuestre del rey Carlos IV, que fue derribada y hecha pedazos, en aquellos tiempos tempestuosos en que las colonias españolas proclamaron su independencia. Sólo el corcel ha quedado en pie, como para hacer sentir mejor la nada de las cosas humanas…”.

 

Arturo Morelet

Viaje a América Central, 1844.

  

“El rey desapareció; era justo. ¿Cómo había de presidir un monarca a una plaza independiente, como la llama con gracia la lápida que está delante de la puerta principal del Ayuntamiento? Un caballo es otra cosa. Allí ha estado desde 1821 hasta 1870, con la cara hacia la catedral y las ancas hacia la antigua audiencia, viendo correr el agua de la fuente, ocupación a que son dados todos los tristes…”. 

José Milla y Vidaurre

Libro sin nombre, 1870.

 

-VI-

Palacio de Gobierno, en uno de los costados de la Plaza Central, ahora ocupado el solar por el parque Centenario

 

Guate7 

“El centro de la ciudad está ocupado por la plaza de gobierno, vasto rectángulo de 193 metros de longitud por 165 de ancho; allí están reunidos la mayor parte de los edificios nacionales: el palacio del gobierno, antigua residencia de los capitanes generales; el de la municipalidad; el juzgado, donde estaban depositados los archivos de la Confederación, que desde la disolución del pacto federal, han sido dispersados con gran perjuicio suyo; en fin, la casa de moneda y la cárcel. Estas construcciones bajas y uniformes, ocultas por una galería cubierta, sin el menor lujo arquitectónico, se llaman pomposamente palacios…”.

 

Arturo Morelet

Viaje a América Central, 1844.

 

-VII-

Fotografía anónima, aproximadamente de 1865, en ella se ven los “cajones” del mercado que ocupaban buena parte de la Plaza Central de ciudad de Guatemala hasta la construcción del nuevo Mercado Central en la Plaza del Sagrario, a espaldas de la Catedral

 

Guate8

 

“Muchas series de barracas, de la apariencia más miserable, turban la buena armonía de esta plaza; véndese en ellas loza, instrumentos de hierro, objetos de pita y otras mercancías de poco valor; su arriendo forma un artículo del impuesto comunal…”.

Arturo Morelet

Viaje a América Central, 1844.

 

“…entre ella [la fuente] y la iglesia los famosos cajones, tiendas de madera cubiertas de teja, cuyo contenido merece descripción por separado. Al oeste, como también al sur y al norte de la fuente, se instala todos los días el mercado, bajo una especie de quitasoles formados de petates sobre varas, que vulgarmente se llaman sombras. Los cajones y las sombras producen al Ayuntamiento cierta renta anual, pudiéndose ver aquí cómo hay quien pueda sacar dinero aun de una sombra…”.

José Milla y Vidaurre

Libro sin nombre, 1870.

 

 

-VIII- 

Puerta del Incienso, una de las entradas a ciudad de Guatemala

 

Guate9

 

“Pasamos por un portal y estábamos dentro del radio de la ciudad de Guatemala. Se veía bella, blanca, bien construida. El teatro, con partes de teja roja en su construcción, y las cúpulas de la catedral formaban los rasgos más llamativos. Las calles le recordaban a uno los pueblos italianos del norte- execrablemente pavimentadas, casas de un piso con ventanas grandes y bajas…”.

Caroline Salvin

A Pocket’s Eden

(Lunes, 2 de junio de 1873).

 

-IX-

Hermosa panorámica de la actual doce avenida, en la que se pueden observar las espaldas del templo de La Merced y del hermoso Teatro Nacional, después bautizado como Teatro Colón

 

Guate10 

“Las calles, anchas y rectas, lucen bien pavimentadas. Los caminos de carruajes corren por todos lados, y justo la noche antes de marcharnos introdujeron el alumbrado eléctrico citadino. Los edificios públicos se alternan con los parques, plazas y lindos jardines. A nosotros nos pareció una ciudad realmente encantadora, y disfrutamos las dos cortas semanas de nuestra estadía”.

 

Helen J. Sanborn

Un invierno en Centro América y México, 1884.

 

 

-X- 

Fachada de la Sociedad Económica, importante institución que durante finales del siglo XIX apoyó el desarrollo del país, patrocinando investigaciones y publicaciones sobre agricultura, caminos, puertos, industria, etcétera. En la siguiente fotografía se puede apreciar el interior del edificio.

 Guate11

 

Guate12 

“Las casas, casi todas de un solo nivel, a causa de los temblores, en su mayoría son grandes y cómodas. La arquitectura se asemeja a la del sur de España. Todas las viviendas, construidas en forma de un cuadro abierto, tienen un patio interior, donde crecen árboles y flores, en un ambiente hermoso. Nada pretenciosas en su exterior, las casas tienen blancas paredes a la calle con ventanas enrejadas, y una puerta enorme, sólida como la de una cárcel. Cuando ésta se abre al requerimiento de pesados tocadores, el visitante es introducido al patio interior, un lugar de fresco encanto y verdes borbollantes…”.

 

Helen J. Sanborn

Un invierno en Centro América y México, 1884.


Música para la historia II

Kind of Blue. Miles Davis

Rodrigo Fernández Ordóñez

Como dice la sabiduría popular, una cosa lleva a la otra. Descubrí el jazz por dos vías, la primera, literaria, gracias al Club de la Serpiente, que desde las páginas de Rayuela nos enseñaron a sus lectores afortunados los recovecos del género y las ensoñaciones que una buena sesión puede causar. Años después vio el espaldarazo definitivo de la mano del mismo autor, pues cayó en mis manos la insuperable novela El Perseguidor, en la que Johnny Carter nos hace presenciar su vida de saxofonista en el París de los años cincuenta. La segunda, gracias a la radio y a un locutor del que he perdido el rumbo, creo recordar que de apellido Faccelli, que los jueves por la noche armaba un programa imperdible hace unos quince o dieciséis años, en el que recorría musicalmente todo el siglo XX. Luego vino una avalancha de discos en los que se fueron mostrando los maestros, Louis Armstrong, Dizzy Gillespie, Thelonius Monk (de quien atesoro un disco doble de sus sesiones libres en el It Club), Duke Ellington, Bill Evans, Chet Baker, Charlie Parker, y cómo no, el más grande de ellos (a mi gusto), el insoportable de Miles Davis. Las mujeres también alegraron el inventario, como Mahalia Jakson, Billie Holiday, Bessie Smith, Ella Fitzegarld y Sarah Vaughan. Vinieron luego las películas, como Yardbird, The Cotton Club o la nostálgica ‘Round Midnight. Desde entonces, visito al jazz al menos, un disco por día. Este es mi homenaje a esas horas pasadas con los amigos, Rodolfo y Algoth, con quienes compartimos la pasión por esta música, y a ese disco, el mejor de todos.

Portada del disco lanzado en 1959, fecha que constituye un hito en el desarrollo del jazz, momento en que nació un nuevo estilo: el cool jazz.

Portada del disco lanzado en 1959, fecha que constituye un hito en el desarrollo del jazz, momento en que nació un nuevo estilo: el cool jazz.

Miles Davis creía que el número perfecto para una banda de jazz era de seis. Este número le permitía formular con claridad sus ideas estéticas[1]. Con tan solo leer en la contratapa del LP los nombres de los integrantes del sexteto, a la distancia de 56 años, sabemos que eran un verdadero dream team del jazz. Con Davis en la trompeta, Julian “Cannonball” Adderley en el saxofón alto, John Coltrane en el saxo tenor, Bill Evans al piano, Paul Chambers en el bajo y Jimmy Cobb en la batería, pareciera anunciar un verdadero banquete. El pianista del grupo, Wynton Kelly, fue desplazado por ser un músico de blues, sin embargo, grabó la pieza más hermosa del disco, Freddie Freeloader, un blues que Davis consideró se adaptaba a su estilo de tocar, con un resultado estupendo. De la genialidad de Davis al armar el sexteto y grabar las tomas “en caliente”, habló uno de sus protagonistas, Bill Evans, el pianista “canchito”, quien escribió el texto con el que uno se topa cuando se abre el álbum. En él explica la mecánica de la obra maestra que uno va a escuchar al poner el disco en la tornamesa.

“Existe un arte visual japonés en el que el artista es forzado a ser espontáneo. Debe pintar en una delgada superficie con una brocha especial y pintura negra en una forma tal que cualquier interrupción del movimiento natural del pincel puede destruir la línea o romper la membrana. Estos artistas deben practicar con especial disciplina, de forma tal que permitan que la idea se exprese a sí misma en comunicación tan directa con las manos que la deliberación no pueda interferir. El resultado de estas pinturas carece de la complejidad y texturas de la pintura tradicional, pero se dice que quien las observe verá que lo capturado rebasa cualquier explicación. Esta convicción, de que la escritura directa es la más significativa reflexión, creo, ha incitado la evolución de una de las más extremas y severas disciplinas del jazz, la improvisación…”.[2]

El extremo de esta improvisación es precisamente el disco Kind of Blue, en el que Davis actuó como audaz director de orquesta, incentivando a cada uno de los miembros del sexteto a acomodarse dentro de un margen musical general, “directrices exquisitas en su simpleza”, las llama Evans, pero con tal libertad como para que cada uno pudiera inventar lo que quisiera. Según informa Evans, estas directrices las concibió Davis horas antes de empezar cada una de las sesiones, a las que acudía al estudio con un tipo de esbozo, indicando a muy grandes rasgos lo que el grupo iba a tocar. “Así, lo que escuchará es algo muy cercano a la espontaneidad pura…”, dice el pianista, pues los músicos nunca antes habían tocado las piezas antes de las sesiones de grabación y así sin excepción alguna, se grabó en una sola toma, sin cortes. Este punto importantísimo lo señala también un tal Nisenson, citado por el crítico musical Robert Palmer[3], quien afirma: “…La grabación en sí fue un experimento. Ninguno de los músicos había tocado ninguna de las piezas antes; de hecho Miles las escribió apenas horas antes de las sesiones… Adicionalmente, Miles se aferró a su viejo sistema de grabación, sin ensayos previos, y una sola toma para cada pieza…”. Esta forma de trabajar valió para que el baterista Jimmy Cobb, comentara posteriormente que el disco bien pudo haberse grabado en el cielo, viendo los magníficos resultados.

Las sesiones se realizaron el 2 de marzo y el 22 de abril de 1959, grabando en la primera sesión las piezas So What, Freddie Freeloader y Blue in Green, y en la segunda All Blues y Flamenco Sketches. Según Palmer, Davis ya había tratado de explorar las improvisaciones extremas en su disco Milestones, en 1958 y durante una entrevista a The Jazz Review ese mismo año, había afirmado que el jazz se había vuelto demasiado “grueso”:

“…Los muchachos me dan tonos y están llenos de acordes. Yo no puedo tocarlos… Pienso en un movimiento de jazz que inicie lejos de la convencional cinta de acordes, y regrese al énfasis en la melodía más que en la variación armónica. Habrá menos acordes, pero posibilidades infinitas para trabajar con ellos…”.

Miles Davis, en una de las sesiones de grabación del Kind of Blue. De su importancia en el ámbito musical, apunta Joachim Berendt: “…Más de treinta años de la historia del grupo en el jazz están marcados por los grupos de Miles Davis, señal de su intensa actividad, llevada más allá del ámbito de la trompeta y marcando la pauta para el desarrollo del jazz moderno.”

Miles Davis, en una de las sesiones de grabación del Kind of Blue. De su importancia en el ámbito musical, apunta Joachim Berendt: “…Más de treinta años de la historia del grupo en el jazz están marcados por los grupos de Miles Davis, señal de su intensa actividad, llevada más allá del ámbito de la trompeta y marcando la pauta para el desarrollo del jazz moderno.”

Las dos sesiones fueron grabadas en cintas de dos máquinas diferentes, procedimiento habitual de los estudios de la disquera para los años cincuenta y sesenta. En la primera sesión, una de las máquinas de tres pistas corría de forma ligeramente lenta. Así, el master utilizado para lanzar el disco, fueron las tomas de esta máquina, con el resultado que las primeras tres tonadas siempre parecieron tener un tono agudo, hasta que la pista se corrigió en 1997 para el lanzamiento de la edición Columbia Legacy, en la que se incluyó como “bonus track” una toma alternativa, la única que se hizo entonces, sobre la pieza Flamenco Sketches. Del resultado, el biógrafo de Davis, Ian Carr escribe:

“La homogeneidad atmosférica de Kind of Blue y la excepcional respuesta de los músicos a los contextos diseñados por Miles se combinaron para convertirlo en uno de los álbumes seminales y uno de los clásicos más perdurables del jazz. Músico y no músicos lo han comprado, adorado y estudiado, y ha influido tanto a estrellas de fama mundial como a intérpretes desconocidos. Revela con cada escucha nuevas profundidades y motivos de deleite…”.

Según el crítico musical Robert Palmer, en Kind of blue, Miles Davis planteó de forma contundente su posición ante el jazz: el regreso a la melodía. De paso, fundó el estilo más hermoso de este género a mi gusto, el cool jazz.

Según el crítico musical Robert Palmer, en Kind of blue, Miles Davis planteó de forma contundente su posición ante el jazz: el regreso a la melodía. De paso, fundó el estilo más hermoso de este género a mi gusto, el cool jazz.

El disco, que constituye un monumento a la perfección musical y a la genialidad de su creador, curiosamente fue señalado por algunos críticos, quienes se quejaron de su “morosidad”, algunos señalaron “laxitud”, para referirse a esas baladas que de tan lentas parecieran casi arrastrarse para de pronto subir al más alto cielo y dejarnos colgados en las nubes, escuchando una dorada trompeta que sale de la oscuridad brillando como oro puro. Criticaron su lentitud, su falta de energía, y tan sólo algunos iluminados concluyeron que estaban escuchando una obra maestra moderna. Pero terminadas las sesiones, Cobb, el batería de la banda, se limitó a decir, sonriendo: “¡Caramba! ¡Suena bien!”, sin imaginarse siquiera el legado estético que acababan de legar a la humanidad, sin imaginarse, ni en sus más remotos sueños la posibilidad que tres amigos guatemaltecos se reunirían un día en casa de uno de ellos, Algoth, a escuchar ese disco, casi cuatro décadas después de grabado y lo escucharían con un silencio religioso, tan concentrados que los gin tonics quedaron olvidados en la mesa durante la sesión que duró el disco, desde el primer sonido del piano hasta el trompetazo final. Años después de escucharlo por primera vez, en memoria de esa tarde feliz de sábado, dejo constancia de mi amistad y agradecimiento a ese sexteto, a Rodolfo y Algoth.

 

[1] Carr, Ian. Miles Davis. La biografía definitiva. Global Rhythm Press, Barcelona: 1998. Página 153.

[2] Evans, Bill. Improvisation in Jazz. Líneas originales que acompañaron el lanzamiento del disco. Columbia Records, New York, 1959.

[3] Palmer, Robert. Kind of Blue. Crítica incluida en el booklet de la edición de 1997 lanzada por el sello Sony Music para la colección Legacy. Palmer fue Jefe de Crítica Pop para el New York Times.


Música para la historia

Wish you were here. Pink Floyd

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Escuché por primera vez a Pink Floyd en la casa de un amigo del colegio, Pablo Aparicio. Vivía cerca de mi casa, y yo llegaba a verlo en bicicleta. Su papá tenía una inmensa colección de discos en acetato que decoraba la sala en una imponente estantería que iba de piso a techo, cubriendo toda la pared, y de allí Pablo iba sacando los discos, los deslizaba fuera de su cobertor plástico, los abría cuidadosamente y los ponía en la tornamesa. Había dos condiciones para esas sesiones: la primera, no tocar los discos de su papá, “solo verlos”, y la segunda, estar en silencio, para apreciar mejor la música. En mi caso se me dispensaba de cerrar los ojos, y el papá de Pablo me dejaba hojear otra de sus hermosas colecciones: la National Geographic Magazine. Corría el año de 1991 y, desde entonces no he abandonado a esos queridos amigos que Pablo me presentó, entre ellos Pink Floyd, Led Zeppelin, Janis Joplin, The Doors, Deep Purple, Nazareth, Jimmy Hendrix y, curiosamente, Ambrosía. Pablo me los grababa con todo cuidado en casetes Maxell o TDK, de los que llegué a tener casi cincuenta, los que escuché hasta reventar y tuve que recurrir luego al disco compacto. Ahora van conmigo en el iPod. Nunca dejé, desde entonces, de leer escuchando música, y cómo no, también colecciono la National Geographic Magazine…

Portada del disco "Wish you were here", lanzado en 1975, en un sentido homenaje al fundador de Pink Floyd, el enigmático Syd Barret. La portada del disco, de Storm Thorgerson, necesitó que un doble de riesgo usara un traje ignífugo.

Portada del disco «Wish you were here», lanzado en 1975, en un sentido homenaje al fundador de Pink Floyd, el enigmático Syd Barret. La portada del disco, de Storm Thorgerson, necesitó que un doble de riesgo usara un traje ignífugo.

-I-

Syd Barret

 

«Remember when you were young, you shone like the sun

Shine on you crazy diamond

Now there´s a look in your eyes, like black holes in the sky…»

 

Con estas frases rompe la primera pieza del disco a los casi nueve minutos de iniciada, dedicada al amigo fundador del grupo, Syd Barret. Nacido en Cambridge, se mudó a Londres a estudiar Arte en septiembre de 1964, y allí en la Regent Street Polytechnic conoce a Roger Waters, estudiante de Arquitectura y que junto con Nick Mason y Rick Wright (de arquitectura también), empezaron a tocar. Lo re-conoce en realidad, pues ambos eran nacidos en la misma ciudad, pero no es sino hasta su mudanza a la capital que se hacen amigos. Barret ya tenía una historia con la música, había participado en las bandas Sigma 6, The Abdabs y The Tea Set, pero sus inquietudes armónicas lo llevaban a experimentar y por eso quiso independizarse. La banda fue bautizada como Pink Floyd Sound, un homenaje de Barret a dos cantantes de blues, Pink Anderson y Floyd Council, que a su vez eran los nombres de sus dos gatos. Con Barret en el timón, el grupo da un giro de 360 grados y empieza a experimentar con sonidos y a improvisar libremente con la guitarra y teclados.

Los primeros dos discos de la banda son hijos de esta primera época. The Piper at the Gates of Dawn (1967) y A Saucerful of Secrets (1968) son discos experimentales, que causaron furor en la Inglaterra de finales de los sesenta, pero que en mi opinión no han pasado la prueba del tiempo. Suenan a viejos experimentos lisérgicos con los que uno no logra empatía. Parecen la carrera de cuatro tipos por una bodega tocando todo tipo de cacharros. Pese a ello, en su época, su música los colocó a la cabeza del movimiento que se conoció como London Underground. Una clara alternativa para las canciones aniñadas que para entonces tocaban los Beatles. Al respecto del despegue de la banda, apunta Mikal Gilmore, en su ensayo Locura y Grandeza:

“…Eso se debía a que Pink Floyd, muchas veces publicitada como ‘la banda más alucinante de Londres’, se desarrolló en medio de este movimiento, en vivo, noche tras noche, en eventos cuyo público incluía a todos los que estaban experimentando con mariguana, hachís y drogas psicodélicas…”.

Uno de los que experimentaba con las drogas era precisamente Barret, convertido en adicto al LSD desde sus tempranos años en Cambridge, en donde habría probado la droga sin saberlo, con unos amigos con quienes compartía apartamento en 1966. Según algunos, el consumo diario de esta droga, sumado a una posible esquizofrenia no diagnosticada, destruiría por completo el cerebro de Barret, quien día a día se tornaba más errático. Nunca le diagnosticaron enfermedad mental alguna porque todos lo consideraban “una mente extraña, no un enfermo”, según Tim Wills, investigador de la banda. La situación con el genio fundador se volvió cada vez más difícil de manejar a medida que la banda lograba reconocimiento, durante el verano de 1967. Barret se convirtió en un lastre que comprometía a todos los demás, que a diferencia de él, no se drogaban. En una ocasión, para lograr un “viaje” más profundo para descubrir su música mezcló un coctel de drogas con shampoo y se lo aplicó en la cabeza. Cuenta la leyenda que el calor de las luces y el sudor lo hicieron colapsar en medio del escenario, cayendo sin sentido. Así, a principios de 1968, para sustituirlo, invitaron a David Gilmour, amigo de Barrett a tocar con ellos. Barret fue llevado a una isla en España por la disquera EMI, para que descansara sus nervios, pero sus acciones cada vez eran más erráticas, por ejemplo, durmió varias noches en el cementerio de la localidad. Mason, años después, explicó al periodista Barry Miles:

“Tratás de estar en una banda… y las cosas no te están saliendo demasiado bien y no entendés por qué. No podés creer que alguien esté deliberadamente tratando de arruinar todo y, sin embargo, tu otra parte te dice: ‘Este tipo está loco, ¡está tratando de destruirme!’…”.

Así las cosas, un día de inicios de 1968, cuando la banda se dirigía a una presentación, ya con David Gilmour integrado como guitarra, alguien preguntó “¿Pasamos a buscar a Syd?”, y la respuesta de Waters fue que ya se había ido. Siguieron de largo y Barrett nunca más volvió a tocar con ellos. El rompimiento fue doloroso, pues según relata Gilmore, mientras Pink Floyd grababa su segundo disco: “…Barrett se sentaba en el lobby del estudio con su guitarra, esperando que lo llamaran para las sesiones…”, cosa que no sucedió.

A pesar del dolor y la devastación que a Barrett le pudo haber causado su expulsión tácita de la banda, la entrada de Gilmour hizo despegar realmente a Pink Floyd. Gilmour tenía una idea mejor estructurada de la música, a la que concebía como experimento armónico, y era menos propenso a los experimentos atonales con objetos como Waters y Barrett. Aunque en justicia, el grupo siempre jugó con las ideas de su fundador de evolucionar su música, y todo el tiempo han reconocido la impagable deuda que tienen con Syd, por haber creado el grupo y dado sus instrucciones fundadoras, como la frase: “Las bandas van a tener que ofrecer mucho más que un show de pop. Van a tener que ofrecer un show teatral bien presentado”, que cumplieron al pie de la letra. Claro, poco importa para Syd, perdido en el laberinto de su mente, los agradecimientos y reconocimientos que sus amigos le hicieran, de todas formas quedó fuera del juego.

Barrett regresó a Cambridge a la casa de sus padres, en donde desapareció poco a poco, quedando completamente aislado, dentro de su cabeza. Murió el 7 de julio de 2006, pero según David Fricke, columnista de la Rolling Stone, vivió en la riqueza, pues “Los Floyd se aseguraron de que él siempre recibiera su parte de todo lo referente a Piper at the Gates of Dawn”.

«You were caught in the cross-fire of childhood and

Stardom, blown on the steel breeze

Come on you target for far away laughter, come on you

Stranger, you legend, you martyr, and shine!

You reached for the secret too soon,

You cried for the moon…»

  

-II-

El disco

 

Después del contundente éxito del disco The Dark Side of the Moon, lanzado en marzo de 1973, que vendió más de 35 millones de discos y estuvo en el ranking Billboard 200 durante 849 semanas, el grupo quedó exhausto, y las tensiones dentro de sus miembros crecieron, a medida que Waters quería asumir el liderazgo de la banda, limitando la libertad creativa de los demás miembros.

Luego de meses de discusión sobre los planes futuros, Waters propuso hacer un disco sobre el malestar y la distancia creciente entre ellos. Bajo esta línea nació el disco: “…Wish You Were Here, el nuevo disco, era sobre una forma de alienación mucho más personal: la ausencia de amigos, de inspiración, de la comunidad que alguna vez habían encontrado en su compañía…”, y fue el germen de dos obras maestras: Shine On You Crazy Diamond y Wish You Were Here. En un segundo plano, dos canciones de en medio, Welcome To The Machine y Have A Cigar son críticas al sistema de las grandes productoras disqueras que, según ellos, machacaban a sus músicos hasta dejarlos completamente exprimidos. “Ese molino de carne que nos tritura”, como lo definiría Waters en algún momento.

Según Roger Waters, el disco puede interpretarse de varias formas: “…podría fácilmente estar dedicada a los demás integrantes de la banda, a quienes ya no sentía como amigos cercanos. O podría ser sobre sus propias batallas consigo mismo…”.

Según Roger Waters, el disco puede interpretarse de varias formas: “…podría fácilmente estar dedicada a los demás integrantes de la banda, a quienes ya no sentía como amigos cercanos. O podría ser sobre sus propias batallas consigo mismo…”.

Wish You Were Here, lanzado en 1975, constituyó una válvula de escape para un Pink Floyd que se sentía cada vez más asediado por el público ganado con el disco anterior. Según Gilmour, los conciertos cada vez eran más difíciles para un grupo acostumbrado al total silencio entre canción y canción, pues en todo momento buscaban que el “toque” completo fuera una experiencia estética total. Con el rotundo éxito del disco The Dark Side of the Moon, esta ambición cada vez fue más difícil, pues los asistentes a sus conciertos interrumpían los silencios pidiéndoles tocar Money o alguna otra pieza conocida.

El disco, que se grabó durante el invierno de 1975 (de enero a junio) en los estudios de Abbey Road, fue la suma de la carga emocional de sus integrantes, de sentir que todo se les estaba saliendo de las manos, sumado a la ausencia de Barrett, y el cargo de conciencia. Según la Revista Rolling Stone, en una reseña publicada en 1975, “…Pink Floyd expresaría su relación torturada con la nueva fama y su tristeza por la disolución de Barrett…, [El disco es] un grito de amor lleno de arrepentimiento desde adentro de la bestia de la industria musical que perfecciona un extraño equilibrio entre tormento y sentimentalismo, soledad y hermandad…”.

El proceso de creación del disco fue lento y sin rumbo, en un principio. Cada uno llegaba al estudio y sin hablarse, trataba de crear sus propias propuestas de acuerdo con su instrumento. Gilmour, el más consistente tal vez, trabajó en varias piezas de las que únicamente Shine on You Crazy Diamond, terminó en el disco, y estaba basada en un blues de cuatro notas que le vino a la mente en la sala de ensayo del grupo en King’s Cross, en 1974, y resultó convirtiéndose en una suite de 9 partes, que se prolongó por veinte minutos y se dividió en dos, para abrir y cerrar el disco. Quien logró construir el disco como un todo melódico fue el ingeniero de sonido, Brian Humphries, pues Alan Parsons, ese otro genio de la música que trabajó con ellos en el Dark Side… había abandonado los estudios para dedicarse a sus propios proyectos. Wright tocó el piano, el sintetizador y un órgano, y fue necesario convocar a un saxofonista, Dick Parry. Los coros femeninos fueron hechos por dos norteamericanas, Carlena Williams y Venetta Fields, cantantes de soul.

Para grabar Wish You Were Here, Gilmour utilizó una guitarra de doce cuerdas y grabó en una sala grande de grabación, utilizada usualmente por músicos clásicos y trabajó en una introducción que bebía directamente de la música country. La letra es de Roger Waters, quien expresa el dolor de la ausencia:

We’re just two lost souls, swimming in a fish bowl, year after year

Running over the same old ground. What have we found? The same old fears

Wish you were here

 

Para Have a Cigar, un cantante de folk, Roy Harper, que para ese entonces grababa también en los estudios se ofreció a cantarla, desplazando a Waters, que expresó su molestia, agravando las tensiones del grupo, principalmente, cuando el líder se dio cuenta que Harper había imitado su voz.

Las imágenes del interior, del grupo creativo Hipgnosis, complementan el tono del disco, llevando imágenes de locura y soledad para acompañar las canciones, expresando gráficamente el cuidado que el grupo ponía en todos los detalles de producción de sus discos. Arriba, fotografía tomada en Mono Lake, California, al este del Parque Nacional Yosemite.

Las imágenes del interior, del grupo creativo Hipgnosis, complementan el tono del disco, llevando imágenes de locura y soledad para acompañar las canciones, expresando gráficamente el cuidado que el grupo ponía en todos los detalles de producción de sus discos. Arriba, fotografía tomada en Mono Lake, California, al este del Parque Nacional Yosemite.

Al parecer la situación se tornó crítica cuando la banda revisaba la pista de Shine On… y se apareció Syd Barrett, que estaba tan demacrado que nadie lo reconoció en un principio. Syd llevaba su guitarra y, según cuenta Jon Dolan, amistosamente preguntó: “Bueno, ¿y cuándo entro yo con mi guitarra?”, pero le explicaron que las guitarras ya las habían grabado. Así que el homenajeado quedó una vez más fuera de la banda, en su propio homenaje. Pero escuchando el resultado, por milésima vez, mientras escribo esto, Syd debió haber sonreído como un ángel cuando escuchó los primeros acordes de ese monstruoso disco que una vez más, se convirtió en un éxito de ventas y la canción insignia en casi un himno para los seguidores del grupo. Incluso habrá agradecido ese monumento musical dedicado a esa ausencia en la que voluntariamente él se había convertido hasta desaparecer. En silencio.

 

Bibliografía

Rolling Stone. Pink Floyd. La guía definitiva de su música y leyenda. Número especial. Editorial La Nación, Buenos Aires, Argentina: 2014.


Películas con historia. «La batalla de Argel». Gillo Pontecorvo

Rodrigo Fernández Ordóñez

Afiche publicitario de la cinta, premiado en el Festival de Cannes de 1966. Por problemas con la censura en algunos países no pudo ser proyectada en las salas sino hasta la temporada 1970/71, bajo la distribución de una compañía estadounidense, que optó para los Estados Unidos y América, suprimir las escenas de tortura.

Afiche publicitario de la cinta, premiado en el Festival de Cannes de 1966. Por problemas con la censura en algunos países no pudo ser proyectada en las salas sino hasta la temporada 1970/71, bajo la distribución de una compañía estadounidense, que optó para los Estados Unidos y América, suprimir las escenas de tortura.

La película italo-argelina, ‘La batalla de Argel’, fue pensada por el régimen de Ahmed Ben Bella como un ejemplo de cine socialista de propaganda que fuera la punta de lanza para el internacionalismo revolucionario argelino, que ya para 1964 empezaba a entrenar —en campos del desierto— a centroamericanos, sudamericanos, europeos y asiáticos para “exportar la revolución” y así provocar “dos, tres, diez, cien, Vietnams”, según la máxima guevarista. El producto final sobrepasó la mediocridad de su objetivo inicial. Planteado como un proyecto exclusivamente argelino, pues de hecho se quería que fuera el primer largometraje argelino de la historia, en manos de un grupo técnico italiano se convirtió en una superproducción que, a partir de su estreno, se constituyó en una cinta de referencia sobre cine político (y ahora histórico), que creemos vale la pena recomendar, sobre todo para que las nuevas generaciones aprendan uno de los aspectos de la violenta historia del siglo XX, como lo fueron los movimientos anticolonialistas, pero sobre todo, de la frialdad de la violencia terrorista y sus intrincadas justificaciones.

 

-I-

Cine político

El cine, como medio de comunicación masivo, puede ser utilizado también como propaganda, lo que demerita su calificación de “Séptimo arte”. Sin embargo, pocas veces sucede que la película, pese a su obvio mensaje discursivo, logre trascender el panfleto y convertirse en una buena película. La batalla de Argel es una de esas interesantes excepciones que logra romper con el rígido marco de la propaganda anticolonialista y de izquierda radical que el régimen de Ben Bella quería darle, gracias al ojo maestro de su director de fotografía Marcello Gatti y la música de Ennio Morricone. Por su magistral intervención en el proyecto, la película dejó de ser un panfleto proindependentista, apologético de la violencia revolucionaria del Frente de Liberación Argelino (FLN), para convertirse en un interesante documento sobre la vida de los árabes y los franceses en los estertores de la Argelia colonial. Está claro, que esta es la lectura que yo, personalmente, saco de la cinta, que se ha convertido ya en un clásico de cine cuasi documental sobre la guerra irregular moderna y por lo que la recomiendo en esta ocasión.

Fotograma de la cinta de excepcional calidad, que capta el momento en que el ejército francés sitia la Casbah (barrio árabe antiguo) de Argel previo a la persecución de los guerrilleros del FNL en sus callejuelas, hechos que serán conocidos precisamente como “la batalla de Argel”, que el historiador británico Paul Johnson describe con sumo detalle en su monumental Tiempos Modernos.

Fotograma de la cinta de excepcional calidad, que capta el momento en que el ejército francés sitia la Casbah (barrio árabe antiguo) de Argel previo a la persecución de los guerrilleros del FNL en sus callejuelas, hechos que serán conocidos precisamente como “la batalla de Argel”, que el historiador británico Paul Johnson describe con sumo detalle en su monumental Tiempos Modernos.

La película resultó tan bien lograda en su aspecto documental, que hasta el oficial de paracaidistas francés retirado, Paul Aussaresses, que participó en la campaña en su juventud, se removía en su asiento por la emoción, diciendo en cada momento “¡es magnífica! ¡Sí, así fue como sucedió!”, incluso cuando le proyectaron las escenas de las torturas de los prisioneros. No en balde la película se proyecta en los ejércitos de muchos países como ejemplo de acción policiva para luchar contra movimientos terroristas urbanos.

La cinta fue idea del presidente Ahmed Ben Bella, quien quería hacer una película exclusivamente argelina como punta de lanza para el proyectado internacionalismo socialista que había adoptado como política exterior, al tiempo que buscaba apoyarse en otros líderes de los autodenominados “países no alineados”, como Nasser de Egipto o Fidel Castro. Ya para 1963, año en que decide echar a andar el proyecto, llegaban por montones jóvenes palestinos, irlandeses, congoleños, cameruneses y sudafricanos a entrenarse en lucha irregular a sus campamentos instalados en los desiertos del sur[1]. Uno de los líderes del Frente Nacional de Liberación (FLN) y líder de la resistencia argelina en la batalla de la Casbah, Yacef Saadi, es comisionado para buscar un director que realizara el proyecto, para lo cual éste viaja a Italia, para ofrecerlo en primer lugar a Luchino Visconti, quien lo rechaza inmediatamente, argumentando que la cinta y sus propósitos son completamente ajenos a los suyos de hacer cine. Otro director italiano, Francesco Rorsi declina la oferta, y alguien le refiere a Saadi a Franco Solinas, guionista italiano para que lo ayude en su búsqueda. Es Franco quien se lo ofrece a Pontecorvo, quien terminará por filmarla.

Pontecorvo no era un candidato muy confiable en ese momento. Era químico, profesión que había abandonado para dedicarse al periodismo, desde donde había derivado al documentalismo, haciendo trabajos para la televisión oficial italiana, en esos años copada por los militantes del Partido Comunista Italiano (PCI). Sin embargo, Franco y Pontecorvo trabajan sobre el guión que había ensayado Saadi y lo reescriben 4 veces, hasta lograr un resultado satisfactorio. Una vez logrado el guión, ambos se dedicaron por espacio de 2 años a documentarse sobre la revolución independentista argelina, estudiando documentales de la época, realizando entrevistas a los protagonistas, consultando diarios del momento y estudiando fotografías, hasta que estuvieron listos para empezar la filmación.

El rodaje finalmente duraría 5 meses, en las callejuelas de la Casbah árabe y los bulevares de la Argel europea, durante 1965, y para lo cual la propia población fungió como extra de la película, para dotarla de más realismo, fieles a su inspiración, el cine realista soviético. Esta búsqueda de realismo extremo también tiene su anécdota, para nada menor, en la historia argelina en general y de la película en particular, de la que fue testigo el gran periodista alemán Peter Scholl-Latour:

“…el 19 de junio de 1965, Ben Bella había sido derrocado de una manera bastante pérfida y estaba detenido. El presidente vio venir el golpe de los militares. Los soldados de Bumedian habían salido con sus carros de combate y sus hombres para colaborar como comparsas en un supuesto proyecto cinematográfico sobre la ‘batalla de Argel’. Muchos se habían disfrazado de paracaidistas franceses. Yacef Saadi era asesor técnico del rodaje y de la reconstrucción histórica. Así no llamó la atención que por la noche, de repente, hubiera movimientos de tropas y la poco vistosa ‘Villa Joly’, donde residía Ben Bella, fuera rodeada.”[2]

Así, la cinta choca de frente con la historia. Mientras unos soldados argelinos juegan a ser paracaidistas francesas por las estrechas callejuelas de la ciudadela, el coronel Houari Bumedian le daba golpe de Estado al arquitecto de la revolución argelina y le dictaba posteriormente cadena perpetua. A pesar de que el golpe de Bumedian pretendía romper con el panarabismo y panafricanismo de Ben Bella, se siguió con el proyecto de la cinta.

Otro fotograma de la película, paracaidistas franceses patrullan las estrechas callejuelas de la Casbah. Gracias a Scholl-Latour sabemos ahora que los “paras” eran soldados argelinos a los que echaron mano para actuar como extras, y de paso, dar un golpe de Estado. Relata Scholl-Latour: “En la sombra eterna de este mundo enmohecido había numerosos niños jugando. Sólo en un lugar se abría una amplia brecha en el sofocante laberinto de callejas que lo convertían en una pequeña plaza encalada. Se trataba del antiguo taller de bombas del luchador de la resistencia Alí la Pointe y sus compañeros. Una discreta columna conmemorativa blanca con la media luna y la estrella rojas recordaba a estos trágicos y sospechosos shuhadas…” (página 191).

Otro fotograma de la película, paracaidistas franceses patrullan las estrechas callejuelas de la Casbah. Gracias a Scholl-Latour sabemos ahora que los “paras” eran soldados argelinos a los que echaron mano para actuar como extras, y de paso, dar un golpe de Estado. Relata Scholl-Latour: “En la sombra eterna de este mundo enmohecido había numerosos niños jugando. Sólo en un lugar se abría una amplia brecha en el sofocante laberinto de callejas que lo convertían en una pequeña plaza encalada. Se trataba del antiguo taller de bombas del luchador de la resistencia Alí la Pointe y sus compañeros. Una discreta columna conmemorativa blanca con la media luna y la estrella roja recordaba a estos trágicos y sospechosos shuhadas…”, (página 191).

Llama la atención que la película, aunque gira alrededor de la figura de Alí la-Pointe, un raterillo que se convierte en líder guerrillero, la historia está contada desde distintas perspectivas. Algunos llaman a la técnica “relato coral”, inaugurado por Kurosawa en su cita Rashmolon. Así, podemos presenciar la forma en que las mujeres argelinas, se involucran en los actos de terrorismo, poniendo bombas en discotecas, bares y agencias de turismo, usando la excusa de tres de ellas, dos de excepcional belleza en la cinta, que al parecer y a juzgar por fotografías de las reales, respetaron este aspecto estético en la película. Y se nos hace testigos también, de la brutal respuesta francesa, que envía al general Matheu (general Massu en la vida real), para ejecutar una limpia en la ciudad. La tensión va en aumento a medida que los paracaidistas sitian todo el barrio y la respuesta es una huelga general, que provoca que las tropas entren a la fuerza y descabecen al FLN. Los sucesos, condensados en dos horas, pretenden abarcar la historia del levantamiento argelino de 1954 a 1957.

La historia que sigue es conocida. La violencia fue en aumento, llegando a su climax en la llamada “noche azul”, del 4 al 5 de marzo de 1962, durante la cual estallaron 117 bombas en toda la ciudad, detonadas por los extremistas franceses de la OAS (Organización del Ejército Secreto), y que llevaría a la larga a que Francia le otorgara la independencia a su colonia en julio de ese mismo año, hartos ya, de tanta violencia en espiral.

 

 

[1] Scholl-Latour, Peter. Alá es grande. Encuentros con la revolución islámica. Editorial Planeta, España: 1984. Pág. 183. Por su interés cito el fragmento completo: “En el cuartel de Marnia se adiestraban africanos negros –en total formarían un batallón- para la guerra de guerrillas en sus respectivos países. La mayoría procedía de las colonias portuguesas y Dios sabe con cuántos rodeos habían llegado al Magreb. También había hombres de Camerún, congoleños y miembros sudafricanos del African National Congress (ANC). Filmamos con todo detalle los ejercicios militares de estos futuros guerrilleros de la resistencia. Los monitores argelinos perseguían a sus negros pupilos a través del recinto rocoso, disparaban de tal forma que las balas pasaban casi rozando sus cabezas y les acosaban por alambradas y obstáculos hasta el agotamiento total. Entonces, los ‘combatientes de la libertad’ se dirigían cantando a sus barracones…”

[2] Scholl-Latour. Op. Cit. Pág. 183.


La guerra olvidada (I)

La Segunda Guerra Mundial en las aguas del mar Caribe

Rodrigo Fernández Ordóñez

A María Belén y María Paula, a quienes he robado tiempo para escribir esto.

 

La gran narrativa de la Segunda Guerra Mundial, al tratar los dramáticos sucesos de lo que se ha llamado ‘Batalla del Atlántico’, pasa por alto completamente uno de los escenarios más tempranos de la guerra y que también cobró su cuota de muerte y destrucción: el mar Caribe. Los nombres americanos aparecen apenas como un decorado de fondo para la persecución y hundimiento del acorazado de bolsillo alemán Graf Spee, en el estuario del Río de la Plata, frente a Montevideo. Un repaso por la hemeroteca del diario The New York Times (NYT) nos permite revivir esta guerra perdida que enfrentó a las grandes potencias en el laberinto del mar entre las Antillas e inscribir nombres americanos en la historia de esta gran guerra, como conmemoración de los 70 años del final de la contienda este 2015.

Tropas norteamericanas estacionadas en Guatemala desfilan por la sexta avenida (sin fecha). Los Estados Unidos establecieron tres bases aéreas y destinaron tropas de combate a nuestro país, a partir de enero de 1940.

Tropas norteamericanas estacionadas en Guatemala desfilan por la sexta avenida (sin fecha). Los Estados Unidos establecieron tres bases aéreas y destinaron tropas de combate a nuestro país, a partir de enero de 1940.

 

-I-

El escenario

La ubicación geográfica y su papel determinante para la seguridad de los Estados Unidos es fundamental para comprender la historia inmediata de nuestros países, pero este dato obvio, es pasado por alto por muchos historiadores al momento de narrar la historia del istmo centroamericano, a partir de la inauguración del Canal de Panamá, el 7 de junio de 1914. La culminación de esta obra de ingeniería, nos ató al destino del gigante del norte. Así, la defensa del Canal cobró mayor importancia a medida que la tecnología permitió a los aviones militares más autonomía, al igual que a los buques de guerra y a los submarinos. Mientras la amenaza más directa en contra de esta vía fue la de un sabotaje durante la Primera Guerra Mundial, el desarrollo de armas más sofisticadas durante el período de Entreguerras arrojó sobre el canal la posibilidad de un ataque directo.

 El vapor estadounidense SS Ancón, a su paso por las esclusas de Miraflores, el 15 de agosto de 1914, el primer buque en cruzar la totalidad del Canal de Panamá.

El vapor estadounidense SS Ancón, a su paso por las esclusas de Miraflores, el 15 de agosto de 1914, el primer buque en cruzar la totalidad del Canal de Panamá.

En una fecha tan temprana como el 8 de enero de 1939, el NYT anunciaba la aprobación, por parte del Congreso de los Estados Unidos, de un vasto plan para su defensa, que incluía la construcción o ampliación de bases aéreas y de submarinos en islas del Caribe. El plan comprendía obras en la Base Naval de Jacksonville, Florida, en la de Guantánamo (Cuba), Gonaïves (Haití), Saint Tomas (Islas Vírgenes) y Puerto Rico, con la intención de sellar sus aguas en una especie de lago Americano. Otra evidencia de la importancia de esta zona asomó por las páginas del mismo diario pocos días después, el 14 de enero, cuando se anunció el cruce por el Canal de una vasta fuerza naval que zarpó de San Diego, California, para realizar ejercicios navales en el Caribe. Los ejercicios fueron considerados tan importantes que el paso entre los océanos permaneció cerrado a la navegación civil mientras la flota de 90 buques de guerra lo atravesaba, en una maniobra que se extendió alrededor de 47 horas. Este desplazamiento estuvo acompañado de la movilización de 48 aviones que despegaron desde California, para medir la posibilidad de vuelos sin paradas. No obstante, la flotilla aérea tuvo que hacer un alto para reabastecerse, aunque no se consignó el lugar en el que repostaron. El vuelo, entre San Diego y Coco Solo, entonces una importante base de submarinos en la boca pacífica del canal, implicó la participación de 350 hombres. El 20 de enero el diario informó a sus lectores que el vasto ejercicio tenía como finalidad: “…probar la capacidad de la marina de proteger el Canal de Panamá y mantener el control del Caribe ante una invasión desde el Atlántico.” La misma nota incluye un detalle interesante, que dentro de su texto corre el riesgo de pasar desapercibido, pero que por su trascendencia destacamos aquí: “Los marines se han visto involucrados por dos meses con las unidades navales en ejercicios especiales de desembarco, utilizando islas del Caribe para sus ejercicios de ataque y defensa…”, es decir, que los marines que desembarcaron en Tarawa, Guadalcanal, Okinawa y tantos nombres sonoros de la guerra del Pacífico, se entrenaron en las doradas playas caribeñas que actualmente son aprovechadas por rosados turistas europeos.

Una vez finalizados los ejercicios apenas cuatro meses después, el presidente Franklin D. Roosevelt anunció la creación del “Departamento de Puerto Rico”, asignando la defensa del golfo de México y mar Caribe a un comando militar unificado, integrado por las tres armas (infantería, fuerza aérea y marina), con base en San Juan, Puerto Rico, acompañado de un gigantesco plan de inversión, “…que será utilizado para la construcción de edificios, campos de aviación y sus servicios, instalaciones de personal, almacenes generales y unidades de servicios técnicos.” El plan de refuerzo contemplaba también el estacionamiento de un escuadrón de bombardeos pesados en una base en el interior de Puerto Rico, con rango de autonomía suficiente como para actuar en la zona del canal, y con bases de apoyo para suministro de combustible y munición en algún país de Centroamérica. Un alto oficial aseguraba al diario: “Con las adecuadas bases en la Florida y otros puntos, nosotros podremos asegurar la seguridad del Canal contra toda amenaza, además de proveer, mediante aviones de alcance medio, submarinos y barcos de superficie, líneas de defensa extendidas incluso hasta Sudamérica”.

 

-II-

El valor estratégico del Canal

Las medidas de defensa extremas tomadas por los Estados Unidos, que aún no había entrado en la guerra, estaban plenamente justificadas. Según publicó varias décadas después el periodista húngaro Ladislas Farago en su libro El juego de los Zorros, incluso antes de estallar la guerra en septiembre de 1939, en Panamá “…pululaban espías italianos y japoneses, y también tenía su cuota de agentes soviéticos.” Durante sus investigaciones Farago descubrió, en lo que quedó de los archivos de la Abwehr, (la oficina de inteligencia militar nazi), “…entero el Proyecto No. 14, en legajos abultados con mapas detallados del canal, incluyendo fotografías, en primer plano, de los diques del lago Gatún y Pedro Miguel, que suministraban el agua para todas las esclusas, estaciones de energía e instalaciones militares, que dejaban muy poco a la imaginación…”.

Gracias a esos documentos se pudo reconstruir la red de espías alemanes instalada en la Zona del Canal en un año tan temprano como 1935, cuando un tal Kurt Lindberg, gerente local de la Hamburg-America Line y cónsul alemán en Colón, fue nombrado director residente de la Abwehr, proveyendo posteriormente al almirante Canaris, jefe de inteligencia nazi, de importante información, gracias a una red eficiente de espías que incluía a varios ciudadanos alemanes que se desempeñaban en el país como maquinistas, mecánicos, albañiles, cerrajeros, operadores de grúa y operadores portuarios. “Todos eran antiguos residentes en la zona, respetados en sus lugares de trabajo, gozaban de la confianza de sus superiores y eran queridos en sus vecindades. Conocían su camino en el laberinto de la Zona del Canal, tenían un amplio círculo de amigos y, merced a sus empleos delicados, contaban con acceso libre incluso a las instalaciones más estrechamente vigiladas”. Un párrafo escogido al azar por Farago pone de manifiesto la calidad del trabajo de estos espías: “La estación de energía eléctrica del dique Gatún está situada al oeste de la compuerta, cubierta con paja para fines de camuflaje. Los fuertes Randolph, Kobbe, Sherman y Amador están equipados con piezas de artillería de costa de cañón largo con calibre hasta de 14 pulgadas.” Esta información tan detallada hubiera permitido a los nazis, (de haber logrado atacar el Canal), interrumpir su funcionamiento por meses, o incluso años.

El acorazado USS Missouri a su paso por las esclusas de Miraflores, el 13 de octubre de 1945. El Canal de Panamá le permitió a los Estados Unidos proyectar su flota a los dos océanos, acortando en semanas los viajes de sus naves de guerra para enfrentar cualquier amenaza y proteger sus costas, otorgándole a la obra de ingeniería un valor estratégico fundamental para la defensa de los intereses estadounidenses.

El acorazado USS Missouri a su paso por las esclusas de Miraflores, el 13 de octubre de 1945. El Canal de Panamá le permitió a los Estados Unidos proyectar su flota a los dos océanos, acortando en semanas los viajes de sus naves de guerra para enfrentar cualquier amenaza y proteger sus costas, otorgándole a la obra de ingeniería un valor estratégico fundamental para la defensa de los intereses estadounidenses.

El plan de defensa de la cuenca del Caribe tenía entonces toda la intención de impedir que los nazis establecieran una cabeza de playa desde la cual amenazar el vital paso entre los dos océanos. Por ello, en otro interesante artículo del NYT, publicado el 16 de julio de 1939, titulado ‘Baluartes para nuestra línea vital del Caribe’, el periodista Hanson Baldwin aseguraba: “La defensa del Canal (…) depende completamente, como cualquier vistazo a un mapa podrá mostrar, de nuestra habilidad de negar a cualquier enemigo, la posesión de cualquier territorio en las Indias Occidentales (o cualquier posesión en tierra firme en Centro o Sudamérica) que pudiese permitir el establecimiento de una base naval o aérea…”, aseveración que trascendió a las amenazas concretas de la Segunda Guerra Mundial, y siguió vigente para la Guerra Fría, explicando en parte las reacciones de los Estados Unidos ante los intentos de radicalización del presidente Árbenz en Guatemala, y el horror que causó el viraje hacia la URSS de la Revolución Cubana y la chapuza en que terminó el intento de invasión en bahía de Cochinos. Así, la defensa tuvo que escalonarse, estableciéndose como real bastión de defensa de la región, las Antillas, que por su ubicación podrían ofrecer una rápida reacción de fuerzas aéreas y navales, imposibles de neutralizar por su dispersión. Estas consideraciones valoraban no solo la importancia de la vía entre los océanos, sino el valor estratégico del Mar Caribe en sí, pues por sus aguas cruzaban “…nuestras más importantes rutas de comercio (…) muchas de ellas estratégicamente vitales, por el tipo de materiales que gracias a ellas arriban a nuestras costas. Cuba, por ejemplo, nos provee manganeso, al igual que Brasil. El café nos viene de Brasil, así como un creciente flujo de caucho; el nitrato atraviesa el Canal desde las costas pacíficas de Centro y Sudamérica y de ciertas islas de las Indias Occidentales…”. El mar Caribe era entonces, de acuerdo a Baldwin, un punto estratégico vital para su defensa.

Ante esta evidencia, y dada la naturaleza de la relación de estrecha amistad entre los Estados Unidos y el Reino Unido, no es de extrañar que ya para el mes de octubre de 1939, el diario neoyorquino destacara en sus páginas la noticia de la presencia de submarinos en el Caribe. Según NYT, Buell Snyder, presidente del subcomité de defensa de la Cámara de Representantes, luego de un viaje de inspección oficial que abarcó 11,000 millas de costas, pudo establecer que en dicha zona se encontraban en operación alrededor de media docena de submarinos. Según él, las naves pertenecían a un país enemigo de los ingleses, y que habían sido avistados en varios lugares semanas antes incluso de la invasión alemana a Polonia, el 1 de septiembre de 1939. Con gran precisión, el diputado Snyder aseguró a los periodistas: “Nadie ha podido decirme en donde repostan estas naves, pero existen opiniones de que algún submarino de grandes dimensiones les suministra combustible desde un punto lejano al área de operaciones, y que en horas de la noche los submarinos más pequeños reciben todo lo que necesitan”.

Este extremo sería confirmado por el Almirante Karl Donitz, décadas después en sus memorias, en donde ofrece detalles sobre las operaciones de reabastecimiento en altamar, gracias a grandes submarinos apodados “vacas lecheras”. Sin embargo, en la época, ante la ausencia de pruebas, esta situación llegó a causar fricciones con México, pues se acusó al gobierno de este país de permitir que submarinos de países en guerra repostaran en puertos mexicanos, llegando las tensiones al máximo con el arribo del buque mercante Columbus, amarrado en Veracruz, al que se acusó de llevar víveres para la marina alemana operando en la región y del tanquero Emmy Friederich, anclado en Tampico. Ambos buques de bandera alemana, se habían negado a abrir sus bitácoras y manifiestos de carga a las autoridades portuarias. Otra tensa situación ocurrió en el extremo sur del continente, en Chile, en donde el Ministro de la Defensa, Guillermo La Barca, ordenó la captura del buque chileno Austral, anclado en las islas Desolación en el estrecho de Magallanes, tras ser señalado por la embajada británica de suministrar combustible y víveres a un barco de bandera beligerante, violando la neutralidad chilena. (Continuará).

 

Bibliografía

Donitz, Karl. Diez años y veinte días. La esfera de los libros. Madrid: 2005.

Farago, Ladislas. El juego de los zorros. Lasser Press mexicana. México D. F.: 1980.

The New York Times. Hemeroteca en línea.


Historia de Guatemala 1

Fotografía de la Plaza de Armas en 1885 . Se puede observar que la explanada abierta ha sido ya transformada en parque, con jardineras siguiendo algún diseño europeo, con otras dos fuentes redondas en las esquinas frente al Palacio de Gobierno. A los pies de la Fuente Carlos III se puede ver, a la derecha un amontonamiento de adoquines, probablemente en esos momentos el parque se encontraba en obras de transformación.

Fotografía de la Plaza de Armas en 1885 . Se puede observar que la explanada abierta ha sido ya transformada en parque, con jardineras siguiendo algún diseño europeo, con otras dos fuentes redondas en las esquinas frente al Palacio de Gobierno. A los pies de la Fuente Carlos III se puede ver, a la derecha un amontonamiento de adoquines, probablemente en esos momentos el parque se encontraba en obras de transformación.

Fecha y hora: Los martes, del 19 de mayo al 1 de septiembre, 2015De 6:00 p.m. a 8:00 p.m.
Inversión: Q2,200.00 (puede pagarse con VisaCuotas)Para los estudiantes de la UFM equivale a 1.5 UMA.
Estacionamiento: Tarifa especial por sesión de Q40
Información e inscripción: Departamento de EducaciónTeléfonos 2338-7794 y 2413-3267

educacion.ufm.edu

educacion@ufm.edu

Catedrático: Rodrigo Fernández Ordóñez

 

DESCRIPCIÓN 

El curso abordará de forma crítica, la historia nacional partiendo desde la independencia, cubriendo la Anexión del Reino de Guatemala al Imperio Mexicano, el fracaso del imperio, la fundación de la República Federal de Centroamérica y las causas de su fracaso y disolución, la fundación de la República de Guatemala y el período conservador, su caída frente a la revolución liberal, abarcando este período hasta la muerte del general Justo Rufino Barrios en la batalla de Chalchuapa, en El Salvador en abril de 1885.

 

OBJETIVOS DEL CURSO

  1. Que el alumno adquiera un conocimiento crítico de la historia nacional, cuestionando la versión “oficial” de la historia y plantearse constantemente preguntas acerca del desarrollo de los hechos históricos que han marcado al país hasta el presente.

 

  1. Que el alumno pueda interpretar los hechos históricos en su justa medida, fuera de planteamientos ideológicos, mediante la aplicación del método histórico y la contextualización de los sucesos con otros contemporáneos para poder evaluar adecuadamente su tiempo histórico.

 

TEMAS

  • La reorganización del Imperio español: las Reformas Borbónicas
  • La independencia del Reino de Guatemala
  • Anexión al Imperio mexicano
  • La República Federal de Centroamérica: Constitución Federal
  • La República Federal de Centroamérica: las guerras civiles
  • La República Federal de Centroamérica: colapso
  • La fundación de la República de Guatemala
  • El régimen Conservador: Acta Constitutiva de 1851
  • El régimen Conservador: Belice, el Tratado Aycinena –Wyke
  • El régimen Conservador: la Guerra Nacional contra los filibusteros
  • El régimen Conservador: la muerte de Rafael Carrera y gobierno de Vicente Cerna
  • La Revolución Liberal
  • Gobierno de Miguel García Granados
  • Gobierno de Justo Rufino Barrios
  • Gobierno de Justo Rufino Barrios: Constitución de 1879. Muerte de Barrios en Chalchuapa.


Lectura para el feriado: «La muerte de Montaigne», Jorge Edwards

Rodrigo Fernández Ordóñez

Para este fin de semana largo que se nos viene, traemos una recomendación que es mitad historia, mitad literatura. Una magnífica novela que coquetea con la reconstrucción histórica, con la biografía, la autobiografía, libro de viajes y que es por encima de todo, crítica literaria y un manual sobre cómo se escribe una novela inclasificable como ésta, del chileno Jorge Edwards. Novela que hecho el experimento, puedo asegurar se lee en el tiempo que abarcan tres días de descanso y constituye un verdadero goce de lectura, que nos pilla al final de sus páginas con una irreprimible sonrisa en el rostro y el pensamiento nostálgico de que tal vez nos hubiera convenido leerla más despacio, pero con la seguridad de que es un libro al que uno volverá luego, en más de una ocasión, para sumergirse nuevamente en sus páginas.

Estatua del escritor Michel de Montaigne en la entrada principal a la Universidad de la Sorbona, en París, sobre la Rue des Écoles, frente a un pequeño parque. “Yo no veo a ninguno de los labriegos vecinos míos entrar en reflexiones sobre la manera y actitud con que pasarán esta última hora; la Naturaleza les enseña a no pensar en la muerte sino cuando mueren, y entonces ellos lo hacen con mejor gracia que Aristóteles”, escribía en uno de sus ensayos.

Estatua del escritor Michel de Montaigne en la entrada principal a la Universidad de la Sorbona, en París, sobre la Rue des Écoles, frente a un pequeño parque. “Yo no veo a ninguno de los labriegos vecinos míos entrar en reflexiones sobre la manera y actitud con que pasarán esta última hora; la Naturaleza les enseña a no pensar en la muerte sino cuando mueren, y entonces ellos lo hacen con mejor gracia que Aristóteles”, escribía en uno de sus ensayos.

Michel de Montaigne, contemporáneo de Miguel de Cervantes, e inventor del género literario del ensayo, es testigo de la historia. Desde el tercer piso de su torre en Burdeos, en la propiedad familiar en el área rural de la gascuña francesa, ve con sus ojos los terribles sucesos de la guerra de los treinta años que arrasa a Europa por motivos religiosos. Gracias a Edwards, no es difícil imaginarse a Montaigne, escribiendo “…con serenidad, desde la paz de su retiro, desde sus campos, que ahora, después de los años peores de la guerra civil, estaban bien cultivados, desprovistos de la maleza que había crecido con el conflicto, con el abandono, con las bandas de maleantes armados de una que otra escopeta, de tridentes, de espadas mohosas, de cuchillos improvisados, que asolaban los campos…”.

La religión, convertida en móvil político, enfrenta en Europa a la todopoderosa Iglesia católica con las nuevas Iglesias surgidas de la Reforma, tras ese terremoto doctrinario que planteara Martín Lutero con sus tesis. En Francia, dos facciones se pelean la preeminencia religiosa: por un lado, los partidarios del papa y por el otro, los reformados, llamados hugonotes. Así seremos testigos, de pasada, (pero se nos involucrará en ella), en la terrible Noche de San Bartolomé y las ejecuciones masivas de hugonotes. Pasan también por sus páginas la Armada Invencible y su vergonzoso final, el atormentado rey Felipe II, emperador de medio mundo conocido pero asediado por fantasmas, los reyes Enrique III y Enrique IV de Francia y Navarra que luchan por hacerse del trono francés y terminan ambos, irónicamente, asesinados a puñaladas. De la casa Valois se pasa a la casa Borbón, y mientras tanto se nos reconstruye un París laberíntico, del que se aprovechará el asesino de Enrique IV, Francois Ravaillac, para saltar sobre la carroza real y asestarle una puñalada en el medio del pecho, matándolo al instante. Esta es la gran fotografía que sirve de decorado al biógrafo para poner en escena la vida del escritor.

 

Portada de una edición francesa de 1727 de los Ensayos de Montaigne. Según Edwards, su autor había cambiado la forma de ver la vida a medida que fue envejeciendo: “…Había pensado muchas veces que la muerte era la finalidad de la vida, que se vivía para morir, pero más tarde, en años maduros, se había dicho que lo mejor era no pensar tanto: vivir, poner atención en cada minuto, en cada rama de árbol, en cada pájaro que volaba por encima de su cabeza, en cada rebuzno lejano, en cada pantorrilla hermosa, y después, en un momento cualquiera, sin darle mayor jerarquía que a otro momento cualquiera, morir”.

Portada de una edición francesa de 1727 de los Ensayos de Montaigne. Según Edwards, su autor había cambiado la forma de ver la vida a medida que fue envejeciendo: “…Había pensado muchas veces que la muerte era la finalidad de la vida, que se vivía para morir, pero más tarde, en años maduros, se había dicho que lo mejor era no pensar tanto: vivir, poner atención en cada minuto, en cada rama de árbol, en cada pájaro que volaba por encima de su cabeza, en cada rebuzno lejano, en cada pantorrilla hermosa, y después, en un momento cualquiera, sin darle mayor jerarquía que a otro momento cualquiera, morir”.

El otro nivel narrativo se concentra en la propia vida de Montaigne, o más bien en sus últimos cuatro años de vida, incluyendo un amor crepuscular, particularmente intenso, con una admiradora. Aquí, el tono de estos fragmentos es nostálgico, más reflexivo, con digresiones sobre los escritos y cartas del biografiado. Una escena me parece particularmente deliciosa, que refleja el tono general del libro. Ocurre una tarde de verano, en el campo francés: “…Y esa tarde, a causa, como ya se dijo, del calor, se encontraban descubiertos, desnudos. La desnudez, en aquella época, sería más afectiva, más rotunda, por decirlo de alguna manera, que la de ahora. Menos frecuente, en cualquier caso…” En esta narración cobra importancia el narrador, pues él, Jorge Edwards participa directamente en la historia, interviniendo para contarnos de su relación personal con el biografiado:

“…me parece que en el París de la década de los sesenta, empecé a leerlo de a poco. He terminado por leer todo lo que encuentro de él y acerca de él. Si quisiera conocerlo todo más o menos bien, tendría la necesidad de una reencarnación. Escribo, pues, por intuición, por capricho, por afecto. Si cometo errores, pido disculpas de antemano…”.

 

El narrador se permite largas interrupciones, en las que se apoya en las propias reflexiones Montaigne para abundar las suyas. El efecto es de sobra interesante, pues la novela no da tregua al aburrimiento, pues además está estructurada en capítulos cortos, en los que se traslapa el presente, el pasado y el futuro, desde el que habla Edwards. Así, se permite hablar desde los deseos más íntimos de su espíritu, sin resultar discordante con el resto de la novela, armonizando todas las voces que confluyen en ella. Sin mayor sorpresa pasamos de la Gascuña del siglo XVI al Chile del siglo XXI sin alterar el ritmo narrativo del libro.

“El cementerio de Zapallar es uno de los lugares que amo en este mundo: cementerio marino, modesto, lleno de árboles magníficos, situado en una punta donde el océano golpea con fuerza en calcetones de roca, donde el ruido del oleaje es intenso, bronco, incesante (…) Pues bien, a estas alturas de la vida, me gustaría tener un espacio asegurado, propio, en ese hermoso cementerio. Poder ingresar por ese camino conocido, de belleza única, arrebatadora, frente a las olas inmensas, estruendosas, del océano mal llamado Pacífico, al otro mundo…”.

 

Por último, el libro también es una luminosa crónica de viaje, en la que el autor nos hace partícipe de sus investigaciones en la Gascuña, cuando saliendo de París busca en los campos de los alrededores de Burdeos, el castillo de los Montaigne, y con sorpresa descubre que los franceses, ese pueblo que uno cree culto hasta el exceso, confunden a su gloria literaria con el barón de Montesquieu, y lo mandan a conocer el caserón del pensador de un libro igual o más famoso que los ensayos pero menos hermoso, El Espíritu de las Leyes. Es la dueña de un cafetín rural el que descubre el error y lo encamina hacia la población correcta y le consigue un taxi que lo deja al pie de una callejuela empinada de Saint Émilion. Desde ese poblado, paseándose por la propiedad del escritor francés, escribirá Edwards unas páginas hermosas que se nos antojan ardiendo bajo el sol del verano, con ruidos de cigarra y aroma de lavanda de los campos vecinos.

“Después de visitar los tres pisos de la torre, caminé por el campo y me encontré con los burros que ya he mencionado en un capítulo anterior: burros indiferentes, pero mirones, trastornados y hasta paralizados por su curiosidad. Y en la distancia, los muros blancos del de Trans, la espesura de los bosques, los viñedos sobre las colinas, la lejanía, el viaje, ¡la invitación al viaje!”. 

 

La torre del castillo de los Montaigne, en la población francesa de Saint-Émilion.

 

La torre del castillo de los Montaigne, en la población francesa de Saint-Émilion, desde cuyo tercer nivel, Montaigne escribiría sus famosos ensayos. “Nos cuenta que el primer piso de la torre es su capilla (y su invocación de los grandes nombres, de las grandes casas de la región, con sus escudos de armas, fieles a la historia o ficticios, imaginados); el segundo, su dormitorio y su antesala, donde se acuesta con frecuencia, para estar solo (lejos de la familia); el tercero es la biblioteca y estudio de los que ya hemos hablado, el de las vigas escritas. De acuerdo con diversos testimonios, también había libros en el dormitorio del segundo piso…” Desde esa torre escribía el propio ensayista, con toda naturalidad, casi moderno: “…Estoy encima de la entrada, y veo debajo mi jardín, mi patio trasero, mi patio principal, y por todas partes a miembros de mi familia. Ahí hojeo a esta hora un libro, a esta hora otro, sin orden ni concierto, a piezas descosidas. A veces sueño, a veces registro y dicto, paseando, los sueños que figuran aquí…”.

No había tenido aun el placer de leer a Edwards, aún y cuando su novela-biografía, El inútil de la familia, ha estado esperando su turno en un anaquel. Sin embargo esta novela me cayó en las manos hace poco y no logré desprenderme de ella, apenas pude posponer su lectura un par de semanas para terminar mis obligaciones académicas. Intuía un libro maravilloso, y anoche, mientras cerraba su última página me sentí pagado con creces, lamentando apenas, la urgencia con que la voz narrativa demanda su lectura, pues una vez en sus manos, querido lector, no querrá dejarlo hasta haberlo agotado. Feliz lectura.

 

 

El libro:

Montaigne4Edwards, Jorge. La muerte de Montaigne. Tusquets Editores. México: 2012.


Biblioteca de historia: «Los debates políticos en Guatemala». Roberto Ardón Quiñónez

Rodrigo Fernández Ordóñez

Del recién publicado libro de Roberto Ardón, se debe resaltar un defecto manifiesto: su brevedad. Porque los hechos que abarca son tan interesantes que el autor bien podría haber extendido otras 200 o 400 páginas, que con su buen pulso de narrador no se hubieran sentido, y el libro del doble o triple de su extensión actual, igual se hubiera escurrido bajo los ojos del lector, pues el formato ágil con el que Ardón aborda cada uno de los sucesos de estudio, facilita la lectura y pica la curiosidad del que desee ahondar en los períodos de estudio. Como su título anuncia, la obra se centra en tres debates políticos realizados en Guatemala, los que son cuidadosamente diseccionados, contextualizados y los valorados por los efectos que cada uno de ellos tuvo en el curso de la historia nacional. No es por nada que su lanzamiento ha tenido un gran éxito, posicionándolo en los primeros lugares de las listas de más vendidos de las librerías.

Portada del libro, editado con gran calidad bajo el sello de F&G Editores.

Portada del libro, editado con gran calidad bajo el sello de F&G Editores.

El libro denota imparcialidad, sus argumentaciones no pasan por la pasión, y esto es sumamente valioso. El autor aborda dos períodos fundamentales en la comprensión de la violenta historia inmediata del país, sin embargo, no deja entrever su opinión sobre los hechos. Se limita, como buen analista, a presentarlos al lector, ajeno a cualquier juicio de valor que pueda condicionar su lectura. Virtuoso en este sentido el libro, pues permite que cualquier lector se asome a esta época de tensiones crecientes sin cargar la mente de los prejuicios del narrador, pudiéndose hacer una opinión propia. Esta distancia del narrador se agradece, ante tanto material que se ha publicado en las últimas décadas, deformado por posiciones ideológicas intransigentes. Se le agradece adicionalmente, que describa la situación imperante con claridad, como cuando debe describir, en su Post factum del debate por la candidatura a la vicepresidencia, los hechos que llevaron a la renuncia de Villagrán Kramer:

“…Villagrán percibió que el pacto para permitir que a la izquierda se le abrieran espacios de participación se rompió con los asesinatos de sus amigos, Manuel Colom Argueta y Alberto Fuentes Mohr, quienes habían logrado finalmente la inscripción de sus respectivos partidos políticos. Esta situación culminará con la renuncia de Villagrán Kramer a la vicepresidencia en septiembre de 1980…”

 Según relata Ardón en el Prefacio de su libro, ha leído, ha entrevistado y ha logrado conseguir dos cintas de los tres debates sometidos a su lupa. Resulta interesante leer la lista de agradecimientos al final del libro, pues se puede constatar que el autor tuvo acceso a protagonistas de primera mano de los sucesos que relata, imprimiéndole a la voz un tono de inmediatez. Este es otro aspecto que se le agradece al autor; que haya rescatado del olvido estos sucesos políticos y nos los presente inteligentemente analizados.

El lector desprevenido podría creer, a partir del escueto título del libro que reseñamos, que se trata de un texto académico, destinado a los alumnos de oratoria forense, y por ello cargado de academicismos que expulsan a la quinta o sexta página al comprador profano. Sin embargo, el libro tiene ritmo, y abunda en detalles para reconstruir la historia nacional que se antojan de mucho interés para cualquier lector, como cuando aborda, dependiendo del debate, las historias de los partidos políticos involucrados. Como este apunte sobre el origen del Partido Institucional Democrático –PID-: “El PID, partido fundado originalmente para dar continuidad al proyecto del ex jefe de Estado, Enrique Peralta Azurdia, era ahora una organización vinculada a los militares en el poder y sus principales exponentes eran profesionales…”.

Asimismo, y esto sirve también de gancho para capturar la atención del lector, los nombres y biografías de las figuras que en algún momento fueron públicas y que en los vertiginosos tiempos que corren, de selfies, tuitazos y demás, han ido quedando varados en las cunetas de la historia. Saco un ejemplo arbitrario, pero que es, con la intención del autor, un acto de justicia histórica: “En esta ocasión, la DC presentaba nuevamente un candidato militar, el coronel Ricardo Peralta Méndez, curiosamente pariente del candidato del MLN, y quien había cobrado protagonismo con su desempeño al frente del Comité de Reconstrucción Nacional, durante los trabajos posteriores al terremoto del 4 de febrero de 1976…”.

Es hábil también el uso de un marco histórico tan bien definido, para proyectar análisis de situación, como cuando al hablar del debate entre los candidatos a la alcaldía metropolitana, Manuel Colom Argueta y Alejandro Maldonado Aguirre, llevado a cabo en septiembre de 1976, apunta:

“Con buena parte de la provincia destruida, se iniciará un proceso de migración masiva de guatemaltecos hacia la ciudad capital, que de ser una metrópoli relativamente ordenada pasará a constituirse en un espacio macrocefálico y populoso (…) el gran crecimiento de las iglesias evangélicas tendrá como punto de partida el trabajo que realizan misiones en estos nuevos asentamientos urbanos, donde las personas, alejadas de sus tradicionales formas de vida, buscan nuevas redes de solidaridad y nuevos esquemas de convivencia…”.

Es en suma un libro interesante para asomarnos a tres momentos interesantes de la vida nacional, usando como excusa los debates políticos pensados y ejecutados en forma masiva, en un formato que ayuda a la lectura rápida, aunque en ningún modo superficial, acercando a cualquier lector a un tema que regularmente suele evitarse, a causa de un sistema educativo en crisis: la historia y sus protagonistas. Un libro absolutamente recomendable.


Paisaje de república con dictador (I)

Guatemala, según John Gunther

Rodrigo Fernández Ordóñez

Descubrí al periodista estadounidense John Gunther (muerto en 1970), en una librería de viejo del Centro Histórico. Me compré su ‘Sud América por dentro’, y disfruté cada línea por su amena escritura y sus impresiones de primera mano. Gunther escribía con asombro sobre países llenos de luz como Brasil, Uruguay y Argentina, y recuerdo siempre una cómica anécdota de un golpe de Estado que fracasó en Brasil por culpa del denso tránsito de Río de Janeiro, en donde los tanques y los transportes de tropas se quedaron varados, fracasando la intentona. Allí leí también un comentario risueño de un brasileño entrevistado por él, quien comentó con sabiduría latina (aplicable para todo nuestro continente): “Brasil progresa de noche, cuando los políticos duermen”. Muchos años después, justo el Lunes santo de esta Semana Mayor que recién nos deja, me topé en la siempre llena de sorpresas librería Marquense, con otro libro de Gunther, ‘El drama de América Latina’, en el que para mi sorpresa y deleite escribe de su paso por la Guatemala de Ubico en 1941 (primera parte del capítulo VIII). Le cedo entonces la palabra al periodista norteamericano:

 

General Jorge Ubico

“Uno de los caracteres más notables de las Américas –y uno de los menos conocidos– es el del general Jorge Ubico, de sesenta y tres años de edad ‘Presidente Constitucional de Guatemala’. Así es como se auto titula el general Ubico, pero en realidad es un perfecto dictador. Por primera vez en este libro, aunque no será la última, analizaremos un país que está totalmente dominado por un solo hombre.

Del mismo modo entramos en un nuevo reino de lo pintoresco matizado con crueldad. Circula una anécdota acerca de uno de los predecesores de Ubico, un presidente de Guatemala que falleció hace algunos años, según la cual uno de sus ministros fue a entrevistarlo para comunicarle secretamente que doce hombres proyectaban asesinarlo. El informante admitía abiertamente que él mismo era uno de ellos, pero pedía clemencia arguyendo que ponía en descubierto la conspiración. El presidente ordenó que lo fusilaran en seguida… ¿Por qué?… ¡Porque era uno de los doce conspiradores y el último de ellos que había ido a revelar la noticia! Y, por consiguiente, debió ser castigado en primer término.

La sabiduría poco segura del general Ubico, su completo dominio de las cosas –y la forma en que magnetiza todo lo que está a su alcance en el país– son probablemente tan notables como los atributos similares de su predecesor. Además, Ubico sabe también cómo ser cruel. Una versión, posiblemente apócrifa, describe una conspiración dirigida contra él en 1934, y que abortó. Según la misma, Ubico hizo ejecutar a quince de los conspiradores en la forma normal, pero otros tres fueron fusilados por la espalda, porque habían sido sus amigos.

En diciembre de 1940, doce sediciosos fueron acusados de preparar una rebelión, e inmediatamente se los puso delante de un pelotón de fusilamiento. Guatemala casi no tiene delincuentes. Es un país donde impera el orden porque aun los rateros pueden ser fusilados si son detenidos.

Cuando los ministros del gabinete son llamados por el increíblemente severo general Ubico, permanecen de pie ante el presidente. Cuando el general sale en jira por el interior del país –lo que sucede a menudo–, las autoridades de los distritos enmudecen de terror hasta que él ha pasado. El general Ubico usa una motocicleta que corre a gran velocidad mientras efectúa su gira de inspección. Si encuentra a un gobernador holgazán descansando en un automóvil, le quita el vehículo y le da en cambio una motocicleta. En tal caso le gusta decir:

-Pruebe esto por un año y verá cómo le sacude los riñones.

Una vez, yendo yo en automóvil por las calles de la ciudad de Guatemala, se me dijo que el presidente debería estar a punto de salir de su palacio porque la policía de tráfico –hay un agente en cada esquina– había retirado sus plataformas y sombrillas, a fin de dejar el paso libre a la briosa caballería del general. En esta ocasión supe otras cosas de Guatemala. Mi compañero, después de encender un cigarrillo, puso cuidadosamente el fósforo usado en su bolsillo, en vez de arrojarlo a la calle. La capital de Guatemala es la más limpia que yo he visto jamás. Esto se debe a Ubico.

El general Jorge Ubico y Castañeda nació el 10 de noviembre de 1868 y desciende de europeos. Una de las versiones que circula es que sus antepasados vinieron no precisamente de España sino de Dorsetshire, Inglaterra, y que el nombre original de la familia era Wycoff o Wykam. Pasó muchos años como oficial y jefe político en varias provincias, fue jefe de Estado Mayor y ministro de Guerra antes de llegar a ser presidente en 1931. En teoría, pertenecía al partido liberal progresista o anticlerical, si bien ha restablecido las relaciones con el Vaticano y permitió regresar al país a los jesuitas, expulsados anteriormente. La Constitución contenía la cláusula corriente que establece que el mandatario del país no puede ser reelegido en dos períodos consecutivos, por lo cual Ubico debía retirarse en 1937, pero logró, con bastante facilidad, modificar dicha cláusula, y así su período presidencial fue ampliado hasta 1943. El gobierno en Guatemala es ejercido, naturalmente, mediante decretos de Ubico. El Congreso se reúne de vez en cuando para ‘confirmar’ las leyes de aquél. Si alguien pregunta cuáles son los partidos opositores, la gente lo mira perpleja.

Ubico de paseoEl general Ubico llegó a la presidencia en circunstancias un tanto confusas, lo que contribuyó indirectamente a causar una alteración importante en la política exterior de Estados Unidos. Anteriormente, en 1907, las cinco repúblicas de la América Central firmaron un tratado en el que se estipulaba que ninguno de los países signatarios reconocería a ningún gobierno de los otros países que asumiera el poder por la violencia o mediante una revolución. Esto fue confirmado por un nuevo tratado en 1923. Esta ‘doctrina de no reconocimiento’ tuvo un gran significado, porque sirvió para mantener en el poder a un gobierno determinado. Negando el reconocimiento a un gobierno revolucionario, Estados Unidos podía cortarle el crédito y arruinar su prestigio. No obstante, reconocimos el régimen de Ubico en 1931 y la doctrina de no reconocimiento quedó desvirtuada. El tratado de 1923 está todavía, teóricamente, en vigencia pero Estados Unidos, en la práctica, reconoce actualmente a cualquier gobernante que pruebe que es capaz de mantener un gobierno efectivo.

El presidente Ubico, dictador en todo el sentido de la palabra, tiene un sorprendente parecido físico con Napoleón, y como éste lleva caído sobre la frente un mechón de cabellos. Trabaja como un impaciente castor y contesta todos los telegramas y cartas que recibe, una o dos horas después. Se cuenta que todo lo hace a las 5: se levanta a las 5 y sale de la oficina a las 5. Tiene muy pocos amigos –uno de ellos es un comerciante norteamericano llamado Alfredo Denby– y ningún consejero íntimo. A un lado de la silla presidencial se ve el gran sello de Guatemala, a manera de adorno, y la palabra democracia en el otro. Tiene espías y agentes en todas partes, y conoce en forma sorprendente los menores detalles de los negocios privados de cada persona. No cae en Guatemala un alfiler sin que él lo sepa.

Ubico en 1941Las fuentes de poder del general Ubico son manifiestas. Una es su intenso sentido de la disciplina y orden agregado a su exacto conocimiento del país. Otra, su absoluta rectitud e integridad. Dícese que su padre, un rico abogado, amenazó con fusilarlo si alguna vez recibía un centavo en calidad de soborno, y que agregó que sabiendo que no podía vivir de su sueldo como funcionario auxiliar del gobierno, le asignaría una pequeña renta para completarlo. Ubico detesta el soborno sobre todas las cosas. Inspecciona los libros del país en todas partes, y cualquiera que sea hallado culpable de corrupción es instantáneamente castigado. Una de sus primeras reformas fue la introducción de una ley que obliga a todo servidor público a declarar su estado financiero antes y después de hacerse cargo de su puesto.

Sin embargo, Ubico tiene una sana consideración por el dinero. Su sueldo es enorme: algo así como ciento cincuenta mil dólares por año. Hace algunos años hizo que el Congreso votara una asignación adicional de doscientos mil dólares por sus servicios al país. Mantiene varias casas, incluso una finca (una plantación de café) en San Agustín, cerca del lago de Amatitlán. Su esposa –su matrimonio no tiene hijos– conserva un chalet en las montañas sobre el camino que va a la Antigua. Ubico gusta de los receptores de radio, de las cámaras fotográficas, de la pesca (clasifica cuidadosamente sus docenas de cañas), de las lanchas a motor (de las que tiene seis o siete) y de las motocicletas. Es un decidido entusiasta de la radiotelefonía y ha dado al país el mejor sistema radiotelefónico de la América Central. Emite por este medio sus órdenes a los gobernadores de provincia, haciéndolo a menudo en un lenguaje rabelesiano. A veces estas transmisiones radiotelefónicas son captadas por aficionados de Panamá y de otras partes, que sonríen irónicamente o empalidecen de sorpresa.

En dos ocasiones Ubico se ha irritado por noticias publicadas en Norteamérica respecto a su persona. Una afirmaba que la poderosa colonia alemana de Guatemala quería suplantarlo. Ubico protestó airado, declarando que todos los alemanes del país temblaban bajo su férula, lo que en realidad es cierto. Otra vez se afirmó que Ubico había declarado que podía invadir y apoderarse de México cuando se le antojara. Puede ser que el general haya dicho esto, pero era embarazoso hacerlo público. Time publicó la noticia, e inmediatamente Ubico prohibió la circulación de dicho diario dentro del país.

Guatemala teme y detesta a México (y del otro lado de la frontera México teme en realidad a los duros guatemaltecos), pero en estos días las relaciones entre ambos países son completamente satisfactorias.

Durante muchos años Ubico creyó que México era bolchevique, y temió que se produjeran actividades subversivas por parte de los exiliados mexicanos en su territorio. Algunos afirman que el presidente de Guatemala permitió que fuera designado un nuncio apostólico ante su gobierno, principalmente para impedir que el embajador mexicano de ese entonces fuese el decano del cuerpo diplomático.

Se simpatice o no con Ubico, debe admitirse que su obra ha sido considerable. Redujo la deuda pública a la mitad, equilibró el presupuesto, estableció un orden político completo, saneó el país e inició un programa de obras públicas cuyo exponente es la impresionante y nueva aduana de la ciudad de Guatemala. Abolió el encarcelamiento por deudas –aunque los peones pueden ser obligados a trabajar en los caminos en lugar de pagar impuestos– y construyó carreteras. No es ningún amigo de los indios, como Cárdenas, pero su tarea en lo que a higiene y educación pública se refiere ha beneficiado a aquellos. Lo que Ubico busca es incorporar a Guatemala al mundo moderno, darle una forma política y hacerla producir. No hay duda de que es el hombre más notable de la América Central, y que dadas las condiciones locales, ha realizado muchísimo… ”.


Lecturas de verano, tres libros sobre un mismo destino: Grecia

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Grecia1Por alguna extraña razón, siempre he relacionado a Grecia con el verano. Quizá se deba a las descripciones hermosas que leí en Indro Montanelli, o más avanzado el tiempo, en el maravilloso libro de Javier Reverte, El corazón de Ulises. Pero de lo que estoy seguro es que no puedo pensar en el verano, en el descanso, en el calor, sin pensar en el cielo helénico… no obstante tener pendiente el deseo de conocer sus islas. Mientras se cumple el sueño, que espero no tarde mucho, me queda la literatura, que buen consuelo es, y comparto con ustedes tres libros que considero deben estar en su mesa de noche en estas vacaciones, si se es de esas personas a las que les gusta viajar o bien, viajar por las experiencias de terceros. Tomar un libro cualquiera es iniciar un viaje, así que nada mejor si el destino es descrito con inteligencia, con amor, con lucidez, con belleza…

 

-I-

La Grecia Eterna. Enrique Gómez Carrillo

Portada de "La Grecia Eterna", publicada por la editorial del Ministerio de Educación Pública, José de Pineda Ibarra, en 1964, como parte de la Biblioteca de cultura popular “15 de septiembre”.

Portada de «La Grecia Eterna», publicada por la editorial del Ministerio de Educación Pública, José de Pineda Ibarra, en 1964, como parte de la Biblioteca de cultura popular “15 de septiembre”.

El libro es hermoso desde el prólogo, escrito ni más ni menos que por el poeta padre del simbolismo, Jean Moreas, amigo de su autor y que por fortuna descansa a menos de veinte metros de nuestro compatriota en el Cementerio Pére Lachaise, en el corazón de París. Desde cada esquina del bloque de tumbas en que ambos se encuentran, imagino que en la noche wallpurgis han de levantarse a hablar del cielo y la luz griegas, entre otras cosas. Moreas, con un ejemplar bajo el brazo ha de abrir La Grecia Eterna en la segunda página del prólogo, y con voz estentórea se pondrá a leer, para que lo escuche también Oscar Wilde, quien no tarda en levantarse, a pocos pasos también:

“Yo conozco en una roca azotada por el mar Ático una minúscula capilla llena de flores. A su puerta, en una mesa, se ven, en una fuente, algunos cirios labrados, blancos y amarillos. Visitando esa capilla, los marineros de la costa de Falero encienden los cirios devotamente, y tal vez piensan en agregar las ofrendas de sus abuelos: anzuelos, cañas largas, remos, redes y anclas…”.

El libro, publicado originalmente en 1908, narra el viaje de uno de los periodistas más leídos de su tiempo en lengua española, Enrique Gómez Carrillo, por Grecia. El libro tiene una virtud: su narrativa tiene más que ver con las sensaciones y las impresiones que el paisaje deja en su alma que con las descripciones en sí. Con pluma maestra nos traslada imperceptiblemente del mundo físico a las ensoñaciones que las vistas le causan en el espíritu, siendo el libro por lo tanto, de ligera lectura, que muchos críticos han confundido con superficialidad. Hasta el gran Miguel de Unamuno tuvo que salir a defender el libro, alabando la capacidad de su autor de hacerlo viajar sin salir de su estudio. Por ello es que se puede releer incontables veces, porque uno descubre siempre una nueva emoción, porque el escritor guatemalteco apela en cada momento al lector, para involucrarlo en el viaje, haciéndolo partícipe de la aventura. Ponemos un ejemplo, su entrada al país heleno, que es el primer párrafo del libro:

“Acabamos de entrar en el mar de la Odisea. A nuestra izquierda, las últimas costas latinas recortan sin acantilados en un fondo de tinieblas. A la derecha, la blanca playa de Mesina, con su faro antiguo, aparece envuelta en vapores color de plomo. En vez de respirar el perfume de los naranjos sicilianos que embalsaman este ambiente durante las noches de primavera, sentimos el acre olor de la tempestad. Nuestro barco se estremece y gime en su lucha contra las olas. A lo lejos, el cielo y el agua se confunden en una nube que la lluvia raya con sus dardos diagonales…”.

Así abre la narración de uno de sus más hermosos libros. Carrillo sabe bien de qué habla, pues al final de su vida habrá sobrevivido a tres naufragios, por lo que el incidente griego no es menor, al menos ya había naufragado una vez antes. Sin embargo, la tormenta no es más que una excusa para prender la atención del lector, pues avanzados un par de párrafos, ya el tono ha cambiado, anunciando la delicia de las casi trescientas páginas siguientes en las que no cabe más que la alegría, la sorpresa y la maravilla, acaso también la nostalgia: “En días de luz, nadie se explica que su azul serenidad haya podido infundir tal pánico a los antiguos navegantes”.

De sus impresiones de la mujer griega dejó constancia Gómez Carrillo: “…Yo apenas he tenido aún el tiempo de verlas pasar, gorjeantes y rítmicas; apenas he podido, en dos o tres salones literarios, respirar el ligero aroma de violetas que sus cabelleras negras exhalan y perseguir las chispas que se encienden, se apagan, huyen y vuelven a encenderse, en sus pupilas negras, apenas he besado, respetuoso, sus manos desnudas. Pero no importa. Estos breves días me bastan para hacerme la dulce ilusión de que las conozco en la intimidad…”.

Enrique Gómez Carrillo

De sus impresiones de la mujer griega dejó constancia Gómez Carrillo: “…Yo apenas he tenido aún el tiempo de verlas pasar, gorjeantes y rítmicas; apenas he podido, en dos o tres salones literarios, respirar el ligero aroma de violetas que sus cabelleras negras exhalan y perseguir las chispas que se encienden, se apagan, huyen y vuelven a encenderse, en sus pupilas negras, apenas he besado, respetuoso, sus manos desnudas. Pero no importa. Estos breves días me bastan para hacerme la dulce ilusión de que las conozco en la intimidad…”.

El viaje, en el que visita Atenas, el Peloponeso y las islas, discurre con un ánimo proclive a la felicidad, pues “Los dioses marinos nos protegen. Las libaciones del almuerzo comenzaron a calmar sus enfados, y las libaciones de la cena les hacen sonreír…” Ninguna de sus páginas tiene desperdicio, y no quiero seguir citando para no correr el riesgo de enseñar demasiado la hermosa historia que guardan sus páginas. No quiero romper la maravilla de leer a Gómez Carrillo, y este breve texto no pretende ser más que una contundente recomendación para tumbarse en donde sea, y disfrutarse al magnífico escritor guatemalteco por el que seguimos luchando para que no caiga en el olvido.

 

-II-

El Coloso de Marusi. Henry Miller

Henry Miller llega a Grecia huyendo de las nieblas parisinas y de la opresión de la guerra. Busca un cambio de ambiente y encuentra un escenario que parece arder de luz. Esa es quizá la constante del libro de Miller, la constante maravilla por la luz mediterránea. También se deja conquistar por el ouzo, el aguardiente tradicional que según Miller los griegos se beben como si fuera agua mineral. Sorprendentemente, en sus páginas no hay sexo, cosa extraña en él, pero que nos dice mucho, pues el libro es una completa alucinación en la que rompe con la prosa anterior de sus Trópicos. Sigue estando presente el humor, las situaciones ridículas que le son tan queridas, pero impera siempre el asombro y la felicidad. 

Henry Miller, en la isla de Hidra.

Henry Miller, en la isla de Hidra.

Henry Miller, en la isla de Hidra. De su viaje griego escribió: “…¡Cristo, qué feliz era!, y por primera vez en mi vida me sentía feliz con plena conciencia de mi felicidad. Es bueno ser feliz simplemente; es un poco mejor saber que se es feliz; pero comprender la felicidad y saber por qué y cómo, en qué sentido, a causa de qué sucesión de hechos o circunstancias se ha logrado tal estado, y seguir siendo feliz, feliz de serlo y saberlo, eso está más allá de la felicidad, eso es la gloria…”. Su rostro lo dice todo.

“De no haber sido por una muchacha llamada Betty Ryan que vivía en la misma casa que yo en París, nunca hubiera ido a Grecia. Una tarde, ante un vaso de vino blanco, comenzó a charlar sobre sus experiencias de trotamundos. Siempre la escuché con gran atención, no sólo porque sus experiencias eran singulares, sino porque narraba con tal arte que parecía uno estar viviendo lo descrito: sus relatos se grababan en mi mente como si fueran perfectos lienzos pintados de mano maestra. La conversación de esa tarde fue muy peculiar; empezamos hablando de China y del idioma chino, que ella había empezado a estudiar. Pronto nos encontramos en el norte de África, en el desierto, entre gentes de las que nunca había oído hablar. Y luego, de repente, se quedó sola, caminando junto a un río, y la luz era intensa y yo la seguía bajo el sol cegador, pero se perdió y me encontré vagando en una tierra extraña, escuchando un idioma que jamás había oído hasta ese momento. La muchacha no es precisamente una escritora, pero, es de todas formas una artista, ya que nadie ha sabido darme el ambiente de un lugar tan a fondo como ella me lo dio de Grecia. Mucho tiempo después me enteré de que fue cerca de Olimpia donde se perdió, y yo con ella, pero entonces Grecia sólo era para mí un mundo de luz como nunca lo había soñado ni esperaba ver…”.

Desde la isla de Corfú, su amigo Lawrence Durrell le había estado insistiendo que lo visitara, que el paisaje era algo que valía la pena ver. Así, meses antes de estallar la guerra, Miller hace las maletas y se va a la tierra de la luz en 1939, embarcándose en Marsella ignorando que el viaje se habría de extender por casi un año, que agota en un delicioso vagabundeo por toda la geografía griega. Allí conocerá al coloso de Marusi, que es el poeta griego Katzimbalis, uno de esos amigos intelectuales a los que conoce Miller durante su extenso viaje, y con quien se bebe ríos de ouzo y ron. Pero contrario a lo que se podría pensar, el libro no se enfoca exclusivamente en esa amistad, sino es más bien, la puerta para toda la experiencia milleriana en el amplio espacio mediterráneo. Por sus páginas desfilan personas, lugares, sueños, reflexiones, ajustes de cuentas y la nostalgia por los amores perdidos. Sus páginas contienen escenas hermosas y frases de oro, como “En Kalamata los días pasaban como una canción”, que me parece es una de las más hermosas de la literatura.

Portada inglesa del libro de Miller. El libro, como toda obra maestra, se antoja más a un sueño que a un relato.

Portada inglesa del libro de Miller. El libro, como toda obra maestra, se antoja más a un sueño que a un relato.

El sueño se interrumpe cuando la guerra lo alcanza hasta los peñascos sobre el Egeo en donde se pasaba horas columpiando las piernas bajo el incandescente sol. Se le vence el pasaporte y obligado por la burocracia que rige al mundo se presenta al consulado estadounidense en Atenas para renovarlo. En cambio, recibe un billete de barco y la orden de salir de Grecia lo más pronto posible porque los italianos han cruzado la frontera de Albania y los alemanes amenazan con invadir desde el norte. Miller no podrá quedarse a testificar la derrota británica ni la penosa evacuación de Creta. Cuando los alemanes hacen ondear la bandera con su svástica sobre la acrópolis, él ya está en los muelles de Nueva York llorando por la Europa perdida.

“…Al salir de París me había prometido no hacer nada durante un año. Eran mis primeras vacaciones verdaderas en veinte años, y estaba dispuesto a que lo fueran de verdad. Todo me parecía perfecto. El tiempo ya no existía; sólo existía yo, llevado por un lento barco, dispuesto a conocer a todos los que se presentasen, dispuesto a aceptar todo lo que viniera. Saliendo del mar, como si el mismo Homero lo hubiera arreglado para mí, las islas emergían, solitarias, desiertas, misteriosas en la luz mortecina. No podía pedir más, ni deseaba nada más. Tenía todo lo que un hombre puede desear, y lo sabía. Sabía también que tal vez nunca tendría un momento igual. Sentía aproximarse la guerra cada día un poco más…”.

 

-III-

The Olive Grove. Katherine Kizilos

 Kizilos es escritora de planta de la revista Cosmos, la revista de difusión científica líder de Australia, así que tiene experiencia transmitiendo sus pensamientos y sus investigaciones para un público amplio. Su libro, publicado originalmente en 1997 por la editorial de Lonely Planet, está divido en dos partes: la primera es un delicioso vagabundeo por las islas del mar Egeo y la segunda es una visita de la autora a la aldea originaria de donde su familia emigró, ubicada en las montañas fronterizas con Albania. En consecuencia, la segunda parte tiene un tono más intimista, más dado a la reflexión sobre la cultura griega y las razones del multitudinario éxodo griego de postguerra que llevó a sus compatriotas a costas tan lejanas como Australia, como sus padres y tíos.

Grecia6El tono del libro es suave, como el ritmo de los ferrys que la llevan de una isla a otra, de tal forma que sus páginas se deslizan casi sin notarlo hasta que el libro se ha agotado y nos deja con ganas de más. Lastimosamente habrá que suscribirse a Cosmos para seguir gozando de la voz lenta pero soleada de Kizilos, pues éste es hasta la fecha, su único libro publicado.


Lecturas de verano: «Cuentos de Joyabaj», Francisco Méndez

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Cuentos de Joyabaj. Volumen 4 de la colección narrativa guatemalteca siglo XX, de la Editorial Cultura. Segunda edición, ilustración de portada de Blanca Niño Norton.

Cuentos de Joyabaj. Volumen 4 de la colección narrativa guatemalteca siglo XX, de la Editorial Cultura. Segunda edición, ilustración de portada de Blanca Niño Norton.

“Dicen que cuando el tecolote canta el indio muere y por eso la muerte viene de su buche –el buche del tecolote es la casa de la Pelona- y viene vestida de plumas y de hojas secas y untada de la miel negra de los barrancos, lo mismo que Hojarasquín del Monte. Renca de una pierna, manca de un brazo, zonta de una oreja, tuerta de un ojo sale la muerte de su casa, el buche del tecolote, y se viene para las casas del pueblo, a tiempo para apagar de un soplido la llamita miedosa de las candelas de sebo, y a tiempo para chirriar en las cerraduras de las puertas y las ventanas, y a tiempo para botar escalofríos al suelo desde la espalda de las mesas y las patas de las sillas y la panza de los cofres…”.

 

Quien habla es Francisco Méndez en el tercer párrafo de arranque del maravilloso libro Cuentos de Joyabaj, que es una mezcla de recuerdos, tradiciones y supersticiones unidas por el hilo narrativo de los recuerdos de su niñez. La primera parte, con el título Trasmundo, es un viaje a la noche rural del altiplano guatemalteco, con sus bosques cubiertos de neblina y sus caminitos serpenteantes, con sus aparecidos, sus animales míticos, los encuentros de la vida y la muerte que luchan en las tinieblas por las almas de los hombres, que en su sueño son ajenos a esa guerra. Así, Trasmundo es un largo corredor de entrada a un libro que juega con la frontera de lo maravilloso, en un espacio rodeado de una naturaleza que guarda secretos destinados a ser comprendidos sólo por los indígenas y que irremediablemente se les escapan a los ladinos. O al menos esa es la explicación que le da Juan Ralios Tebalán al autor siendo niño, cuando le explica la naturaleza mágica de las cosas. A cada explicación agrega: “Los ladinos no lo miran”.

Joyabaj es entonces ese mundo en el que conviven tanto los ladinos como los indígenas, y que van mezclando su visión de las cosas, hasta crear un mundo mágico en el que se pasa de la realidad a la fantasía en cuestión de líneas. “Es pecado agarrar al cangrejo, patroncito. ¿No mirás que el Tata castiga si agarrás el cangrejo? Como sos ladino, no sabés que el cangrejo hace l’agua, patrón, y por eso es pecado cogerlo. Vas a decir, como sos ladino, que l’agua sale de la piedra o que viene del suelo; pero nosotros los naturales miramos la verdá, patrón: los cangrejos son los que hace l’agua…”.

Descubrí esta hermosa colección de cuentos en el colegio, en tercero primaria, cuando don Julio, el profesor de Estudios Sociales nos leía los viernes al último período, unas páginas, las suficientes para picarnos la curiosidad y dejarnos esperando una semana entera. La emoción de los cuentos se mezclaba con la forma en que nuestro profesor las leía. O vivía. Porque le gustaba tanto el libro que casi hasta actuaba las páginas. Cambiaba de voz, se agachaba, saltaba, y nos envolvía con la neblina de la Joyabaj de inicios del siglo XX. Aún me maravilla en el recuerdo cómo lograba que 28 muchachitos desesperantes nos mantuviéramos en vilo escuchando, por ejemplo, la increíble historia del cicimite omnipresente, el último día de la semana en el último período, que otros profesores destinaban a disciplinarnos dándonos reglazos, coscorrones o jalones de patillas. Pasado bastante tiempo desde entonces, he comprobado con los amigos de aula, que la mayoría recuerdan invariablemente los mentados cuentos. Todos, los recordamos con especial cariño.

“-Sólo los naturales lo miramos. Es ansinita, del tamaño del burrión, del tzunún; chulo es el Cicimite, patrón. Allí se’stá zangoloteando ahora en la jamaca que tiene abajo el reló. Tiene su cuchiate colorado, su calzón blanco, el zute colorado en la cabeza, el caite nuevo. Yo lo miré cuando se montó en la jamaca, cuando tu tata el Man Pancho la meneó, y cuando se subió p’arriba a tocar la campana. Daba miedo verdaderamente…”.

Ya cursando el bachillerato mi papá llegó a casa un día con una caja de la Tipografía Nacional. La dejó en mi puesto de la mesa del comedor, para que cuando regresara del colegio la viera. Cuando la abrí, varios volúmenes de la hermosa “Colección narrativa guatemalteca siglo XX” estaban apilados. De su fondo surgieron, uno por uno, los cuentos de Rosendo Santa Cruz, los oscuros pero magistrales de José María López Valdizón (La vida rota), dos novelas de Rafael Arévalo Martínez entre otros, y el volumen 4, un libro grueso, con un tecolote a lápiz en la portada: Los Cuentos de Joyabaj. Recuerdo que ya venía Semana Santa, así que me embolsé el libro en esas vacaciones que pasé con mi hermano Miguel entre las frías aguas de Las Islas en San Pedro Carchá, y el recién inaugurado balneario de Talpetate, en Cobán. Allí devoré el libro y lo he devorado con el mismo cariño y admiración al menos media docena de veces. Desde entonces soy un admirador incondicional de don Francisco Méndez, de quien también se debe recomendar su poesía y un interesante volumen póstumo Papeles Encontrados, editados recientemente por Alfaguara.

Los cuentos de Méndez son hermosos por la misma razón que el libro de Navarrete que recomendamos en el texto pasado lo es: porque es auténtico. Porque Méndez era originario de Joyabaj, en donde nació el 3 de mayo de 1907, y en su condición de ladino en un pueblo predominantemente indígena a principios del siglo XX, habrá escuchado con la misma maravilla con que las escribió, las historias de la tradición local. Esto le permite escribir de cosas increíbles como si tal cosa, y también por eso repite la forma de hablar del indígena, que lucha con el idioma adoptivo para hacerse entender, logrando una voz auténtica que no deja de tener cierto ritmo. También pulió su estilo las décadas que se desempeñó como periodista en el mítico El Imparcial, en donde sería maestro de otros grandes escritores, como Irma Flaquer.

Méndez de joven se desempeñó primero en oficios ajenos por completo a la literatura, cabe apuntar que ni siquiera tuvo acceso a la educación secundaria. Fue por ejemplo, piloto de camión, oficinista, maestro rural, secretario municipal, hasta que se traslada a Quetzaltenango, en donde ingresa a los periódicos La Tarde y La Idea. Asentado en dicha ciudad, envía colaboraciones a El Imparcial. En 1932 es invitado por el director de este diario, Alejandro Córdova para establecerse en la capital, como reportero de planta. Ascendió hasta ser el jefe de redacción en 1944, puesto en el que permaneció hasta su muerte, el 11 de abril de 1962.

Francisco Méndez, miembro de la generación de 1930 (Grupo Tepeus), compartió tiempo y espacio con otras grandes figuras como Mario Monteforte Toledo y el historiador Samayoa Chinchilla. Se desempeñó por muchos años como periodista de "El Imparcial".

Francisco Méndez, miembro de la generación de 1930 (Grupo Tepeus), compartió tiempo y espacio con otras grandes figuras como Mario Monteforte Toledo y el historiador Samayoa Chinchilla. Se desempeñó por muchos años como periodista de «El Imparcial».

Los 17 cuentos que integran el volumen, fueron publicados en distintos medios en la década de los cincuenta, y permanecieron desperdigados hasta que milagrosa y afortunadamente fueron reunidos y publicados en la colección Guatemala, en 1984, y reeditados por Francisco Alvizúrez Palma, Gustavo Wyld y Juan Fernando Cifuentes en 1988, complementados con interesantes textos introductorios de Enrique Rafael Hernández Herrera, Francisco Alvizúrez Palma, René Leiva y Francisco Morales Santos. La Editorial Cultura lanzó en años recientes una nueva reedición.

 

“Los niños deben dormirse cuando hay luna y canta el tecolote, porque entonces andan sueltos los tacuacines y las comadrejas. Los tacuacines son muchachitos que se comen las tapas de rapadura a escondidas de mamá y papá. En lo negro de la rapadura está oculto el secreto que los vuelve tacuacines. Se les empiezan a picar los dientes, les van creciendo lombrices en la barriga, y por el hoyito de las muelas entra el tacuacincito, y las lombrices se van volviendo la colita del tacuacincito y las orejas del tacuacincito. Los muchachitos que no se duermen cuando hay luna y cata el tecolote, oyen de repente que del barranco los llama la voz de la tacuacina: -Vení tacuacín chiquitín, que aquí en la tacuacinera te entacuacinaré. La tacuacina trepa al aguacate y busca el aguacate más grande. Las pepitas del aguacate son los huevos de donde salen los tacuacines.

-Yo me comí el cuarterón de rapadura, pero no me quiero volver tacuacín –decía mi hermano menor-. Mamita, yo no me quiero volver tacuacín y ya se me están picando las muelas y ya siento que me caminan las lombrices en la barriga.

-Con sólo irte durmiendo poco a poco. Te dejas ir en el sueño, te dejas caer. Vas diciendo palabra por palabra: tacuacín comí, tacuacín cené, con que tacuacín me desentacuazinaré…”.

Pagada mi deuda con Francisco Méndez, por tantas horas de lectura placentera, sólo me queda desearles lo mismo a ustedes, lectores, si se deciden adquirirlo.


Lecturas de verano: «Los arrieros del agua»

Los arrieros del agua. Carlos Navarrete

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

‘Hombre precavido, vale por dos’, dice el refrán, por eso con bastante tiempo de anticipación les recomendaremos en las próximas semanas lecturas imperdibles que se pueden llevar a su lugar de descanso para la próxima Semana Santa, o bien, para leer tumbado en el sillón cómodo de su predilección, si es de los que opta por quedarse en casa y evitar las aglomeraciones.

-I-

Portada de una de las ediciones mexicanas de la novela de Navarrete. La editorial Cultura, del Ministerio de Cultura y Deportes y la editorial Magna Terra lanzaron en conjunto una edición para el mercado guatemalteco.

Portada de una de las ediciones mexicanas de la novela de Navarrete. La editorial Cultura, del Ministerio de Cultura y Deportes y la editorial Magna Terra lanzaron en conjunto una edición para el mercado guatemalteco.

Leí por primera vez la novela Los arrieros del agua, del arqueólogo y antropólogo guatemalteco Carlos Navarrete allá por el año 1997, cuando la editorial Praxis lanzó la segunda edición y pude adquirir mi ejemplar a un precio altísimo (Q85) en aquel entonces, en la añorada Librería DelPensativo, en el Centro Comercial La Cúpula. Ese mes de septiembre la leí de un tirón dos veces y me dejó alucinado. La maravilla que me causó la historia y el ritmo del narrador solo la puedo comparar con el terremoto mental que me causó la lectura de Pedro Páramo, de Juan Rulfo. El gusto de leerlo y releerlo solo tuvo su igual muchos años antes, cuando descubrí los Cuentos de Joyabaj, de Francisco Méndez, al que terminé por deshojar de tanto releerlo. El libro se le escurre a uno entre los dedos, y es preciso leerlo despacio, para gozarse esa voz remota, que parece provenir de un mundo sepia, de los arrieros que recorrían Chiapas y el altiplano guatemalteco en los años previos a las carreteras. Es un libro que terminado, deja la impresión de haber sido un sueño. Con mano hábil, Navarrete va deslizando entre protagonistas y paisajes tradiciones orales, canciones, ritos remotísimos, leyendas y demás datos para crearnos un entramado que no se puede abarcar en una sola lectura. He olvidado ya cuantas veces he regresado a sus páginas, pero lo maltrecho de mi ejemplar testifica que han sido muchas, lo mismo que los distintos medios que he usado para señalar sus pasajes: lápiz, marcador amarillo, lapicero y esquinas dobladas.

Hace unos pocos días tuve una sorpresa inesperada. Asistí a la actividad de una asociación cultural a la que pertenezco y al ser recibido por don Jorge Carro, me presentó a una pareja que conversaba muy sonriente con otro amigo, el profesor Sergio Reyes. Mi alegría no pudo ser mayor al escuchar la voz de don Carlos presentarse él y a su esposa, una arqueóloga mexicana. Justo estaba contando, antes de mi interrupción, sus aventuras por la región chiapaneca en busca de otros “Cristos Negros”, no relacionados con el venerado en la Basílica de Esquipulas, pero también Cristos de piel oscura. Su voz suave y rostro sonriente relataba una ceremonia que se celebra a orillas de un río en el altiplano chiapaneco, con los asistentes con la corriente hasta las rodillas. Su relato me pareció sacado de las páginas de su novela y se lo comenté. Don Carlos solo pudo sonreír un poco turbado, sobre todo cuando le agradecí haber escrito su novela, por las incontables horas de placer que me regaló su investigación de esta particular profesión hoy muerta y enterrada. El amable lector se podrá reír, pero para mí conocer a Navarrete fue un golpe de suerte que le agradeceré a la vida en lo que me resta.

Arrieros mexicanos preparan su patacho en el patio de una hacienda. “…Y ahí están sus cosas, para quien quiera venir a ver cómo vivió y lo que le gustaba de la vida…”.

Arrieros mexicanos preparan su patacho en el patio de una hacienda. “…Y ahí están sus cosas, para quien quiera venir a ver cómo vivió y lo que le gustaba de la vida…”.

¿Y de qué va la novela? Pues es una excusa de la que se aferra don Carlos Navarrete para transmitirnos, sin el tedio del tono académico de la mayoría de los investigadores, para contarnos los resultados de sus investigaciones antropológicas. Por eso transitan por sus páginas los ritos a la muerte, al famoso San Pascual Bailón, (al que pude ver coronado y rodeado de flores en una capilla a la orilla del camino en La Libertad, Petén, hará cosa de unos veinte años), a las vidas mínimas de los jornaleros, a la cotidianeidad de los pueblos del altiplano, la violencia de la guerra de los cristeros. Transitan por entre los patachos de mulas, aparecidos, migrantes estacionales que bajan del altiplano para las fincas de la bocacosta guatemalteca y mexicana, compartiendo comida, sufrimientos y hasta leyendas, porque: “…salían por las noches sólo en grupo, siempre hablando de aparecidos y de que no había que regresar tarde porque se mantenían rondando el Cadejo y la Ciguanaba…”, y sale a relatarnos cómo esos personajes que solemos situar en los empedrados de La Antigua, resultaron también rondando por las quebradas chiapanecas: “Fue mi padrino el que nos explicó que había una bola de seres que venían de Guatemala; que los chapines los trajeron y son espantos de tierra fría…” Así, el tono casual reconstruye los andares antropológicos del autor, y nos va soltando sus investigaciones, como quien no quiere la cosa, tono que utiliza incluso para dejarnos regados, como al pasar, refranes populares. Recuerdo uno: “de la sombra suele nacer la envidia”.

Las imágenes se desgranan como brotando a trompicones de un cinematógrafo antiguo, a la luz tenue de los patios de café en donde a principios de siglo se proyectaban las películas para la jornalada en las paredes blancas de los beneficios. “Aquí está el mero cabro negro de la media noche, decía un diablo patigallo pintado en una celda, siempre repleta de velas de los que buscaban provocar a los licenciados a darle salida a sus asuntos; los ratas lo chicoteaban para que les trajera al cómplice que se había quedado con la paga. Le rezaban a un San Verde…” y como el cinematógrafo rural es tradición común en los caminos polvorientos de toda la América Latina, Navarrete también nos regala con otros datos, que parecieran salidos a hurtadillas de una novela de García Márquez o de las páginas de los ríos profundos de José María Arguedas: “…La marimba era el alma. Antes de comenzar se oía el platillo y los músicos se arrancaban con un paso doble; las luces se iban apagando y la película principiaba al terminar la pieza. El director cuidaba que cada trozo de música le quedara al pelo a lo que estaba viendo: si era de tristeza tocaban Corazón de madre; si era paisaje entraba La flor del café o le hacían el redoblito de una de esas piezas largas que no tienen letra ni se bailan. Con los balazos se iban a marcha volada, cuantimás con los agarrones de la gran guerra…”

La historia gira alrededor de un viejo que se pone a recordar, al que nos imaginamos con gesto cansino, pues las palabras, leídas en voz alta son lentas: “Como cuando uno se acuesta y sabe que se acostó, pero en el momentito, en el soplo en que se queda dormido, nadie puede decir ‘Ya me dormí’. Y así como el sueño, llegan la muerte y la desgracia…”, ¿puede leerse esa frase tan hermosa de forma rápida, sin redondear cada palabra para que se nos grabe para siempre?, sería un desperdicio sin duda, no regodearse en estas palabras andantes y sonoras, perfectas. La novela, por lo tanto, debe leerse pausadamente. El recuerdo del viejo que habla es un recurso gastado si se quiere, pero que la ágil voz de Navarrete nos lleva a un viaje por el tiempo y le da tal convicción al personaje que lo escuchamos con toda atención. Si lo tuviéramos enfrente, estaríamos todo el tiempo sentados a la orilla de la silla, para no perdernos una sola palabra, ni uno de sus gestos:

“Me faltaron amigos, porque desde los nueve años en que entré al oficio hasta los veintitrés en que lo abandoné, solamente mis cinco compañeros se dieron cuenta de mi cambio a hombre; las confianzas se me fueron perdiendo en el crecer y los golpes recibidos me criaron el recelo, que tiene por malos hijos la boca callada y el pensamiento juilón”.

La voz nos lleva desde el interior de los morrales de los arrieros, “llevábamos carne salada en tasajo, pescado seco, frijol, arroz y café, y pan dulce (…) pishtones, unas tortillotas gruesas, que se vendían a dieciséis por cuarenta centavos…”, hasta las esforzadas jornadas, por caminos de herradura, durmiendo en donde se pudiera; “…en el monte en aviaderos conocidos (…) mesones con pesebre y patio suficiente…” Los viajes, nos cuenta el protagonista, se extendían por 18 días, con tres de descanso y vuelta a comenzar, cargando las mulas con nuevos productos de intercambio.

La vida, tal y como la conocieron tantas generaciones de arrieros terminó de pronto, a causa de motivos lejanos, del otro lado del mundo. Así lo cuenta el testigo que nos desgrana su vida: “En el año cuarenta y dos, a causa de una guerra que tenía México contra los alemanes, comenzó a construirse el camino que desde Oaxaca se perdía por los altos, rumbo a Guatemala. Como el sueldo era de primera, me decidí a dejar el trabajo de machetero para comodarme en la brecha de la Panamericana…”, así los trenes de mulas y su caminar tranquilo, vacilante, dejó lugar a los camiones y a los trenes. Se esfumó, de una brecha de tractor, todo un mundo de aparecidos y pícaros que poblaban las veras de los caminos. La velocidad mató el romance de los campamentos rodeados de oscuridad, miedo y cigarras.

Grabado mexicano de un patacho de mulas subiendo a la sierra, sin fecha. Relata Navarrete: “…mencioné la zozobra que asalta a las bestias en los potreros donde los caballerangos las dejan pastando. Si ese algo, que mentaban Sisimite, se sube en un andante lo enloquece, desbocándolo a la luz de la luna. Yo he visto un caballo al día siguiente: está cansado, los ijares sangrantes, nervioso huilón. Como prueba le deja trencitas en las crines, costosas de desenredar. Una vez conté hasta siete en un retinto y le vi los ojos todavía ariscos…”.

Grabado mexicano de un patacho de mulas subiendo a la sierra, sin fecha. Relata Navarrete: “…mencioné la zozobra que asalta a las bestias en los potreros donde los caballerangos las dejan pastando. Si ese algo, que mentaban Sisimite, se sube en un andante lo enloquece, desbocándolo a la luz de la luna. Yo he visto un caballo al día siguiente: está cansado, los ijares sangrantes, nervioso huilón. Como prueba le deja trencitas en las crines, costosas de desenredar. Una vez conté hasta siete en un retinto y le vi los ojos todavía ariscos…”.

Navarrete hace gala de su conocimiento del habla de la gente del campo. Salta en cada párrafo a la vista que se ha pasado cientos de horas escuchándolos, a la luz de las fogatas, bajo el foquillo moribundo de los largos corredores de las fincas. Su voz entonces no suena a impostura sino a completa naturalidad. Es quizá uno de los pocos libros que puedo decir se deben leer en voz alta, porque su ritmo es casi musical. Los arrieros del agua es un libro para ser leído y escuchado. No sé si habrá sido un homenaje a esta gente anónima, analfabeta, que compartió sus historias con el antropólogo o si de natural le salió así, más dicho que escrito, pero sus páginas son, de más está decirlo, un monumento más de la literatura nacional, justamente reconocido cuando le dieron a su autor el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias en el 2005. ¿Qué más puedo decir? Libro perfecto para leerlo en estas vacaciones, si es que necesita alguna excusa para sumergirse en la belleza de sus imágenes.

 


Un relato interesante

El asesinato del brigadier Sotero Carrera, en las páginas de la Revista de Guatemala

Rodrigo Fernández Ordóñez

En las páginas de la mítica Revista de Guatemala[1] (1946) me he topado con un relato interesante sobre el asesinato del hermano de Rafael Carrera, Sotero, en las calles de la Antigua Guatemala, relato que es triplemente interesante: lo recoge el escritor guatemalteco Carlos Wyld Ospina[2], novelista y ensayista, testigo de la Revolución Mexicana a donde partió muy joven para trabajar como periodista y en donde conoció y trabó amistad con el poeta colombiano Porfirio Barba-Jacob; está contenido en las páginas de la Revista de Guatemala, que fue un importante esfuerzo del escritor Luis Cardoza y Aragón por dotar al país de una revista de alto contenido cultural y que duró apenas un destello, para dejar hermosas páginas y plumas de mucho peso, tanto nacionales, como el propio Wyld Ospina como extranjeros de talla mundial, como el erudito mexicano Alfonso Reyes; por último, interesa el relato en sí mismo por los detalles que aporta sobre el sonado crimen, hoy perdido e ignorado por este hermoso país de cortísima memoria.

 RevistaGuatemala

 

-I-

La Revista de Guatemala

No es mi intención agotar en esta oportunidad la historia de la Revista de Guatemala, que se me antoja un interesante tema para abordar más adelante, de forma mucho más exhaustiva, sin embargo, por ser parte de mis manías (entre otras), la de andar atando cabos para comprender la historia de Guatemala en una mejor forma, coincidió mi lectura de la revista con la relectura de El placer de corresponder: correspondencia entre Cardoza y Aragón, Muñoz Meany y Arriola (1945-1951)[3], libro en el que en la primera lectura, dejé subrayado un fragmento que nos puede servir para contextualizar dicha publicación, de mano de don Luis Cardoza y Aragón, en una carta dirigida a Jorge Luis Arriola, fechada el 2 de mayo de 1946 y escrita desde el Hotel Nacional de Moscú, sede de la Embajada de Guatemala ante la Unión Soviética:

“Necesitamos que nos envíe, lo más pronto posible, algún trabajo para Revista de Guatemala. Se han publicado ya cuatro números. Supongo que Ud. habrá visto los tres primeros. Con todo y sus deficiencias, forzosas por el medio, es un trabajo de importancia. Los compatriotas no ayudan: hacen mas bien, lo posible porque la revista no viva mucho tiempo y porque no sea guatemalteca. Además, tenemos muy poca gente. La mayor parte es tan poco interesante, tan gris, tan cursi, tan indefinida y abúlica que no sé cómo ha ido saliendo la revista con nombres guatemaltecos. Habrá que ir repitiendo los nombres mientras surgen nuevos. De los otros en otras partes, es mejor no solo no esperar nada, sino no invitarlos: viejos sinvergüenzas y estúpidos, oportunistas de todas clases, vulgares plumíferos sin pasión, buenos para registrar archivos, -pero no para aprovecharlos- delincuentes, fofos, politicones locales, gendarmes en el alma o boticarios, guisaches, orejas voluntarios, farsantes, liberales o conservadores, fauna de tercera categoría, moluscos o batracios, pobladores de nuestra grotesca y trágica Arca de Noé chapina, resblandecida y violenta, perezosa, sensual e intrascendente…”[4]

La desesperación de Cardoza y Aragón con respecto a la obtención de talentos que publiquen en las páginas queda patente leyendo las páginas de El placer de corresponder… cuando el fundador de la revista le insiste no menos de seis veces al escritor guatemalteco César Brañas que le remita algún texto que se pueda publicar, accediendo finalmente a remitirle sus famosos diarios. Los resultados de la perseverancia de don Luis brillan en los sumarios de los números publicados, en el que tengo frente a mí resaltan, por ejemplo, el ya citado Carlos Wyld Ospina, el poeta español Miguel Hernández, el historiador mexicano José Mancisidor, el escritor guatemalteco Rafael Arévalo Martínez y el escritor Mario Monteforte Toledo.

 

-II-

El relato

El escritor guatemalteco Carlos Wyld Ospina.

El escritor guatemalteco Carlos Wyld Ospina.

Prometo en un futuro abundar en comentarios sobre esta interesante publicación que fue la Revista de Guatemala, pero por ahora dejo constancia que hojeando el tomo correspondiente a 1946 que atesorara mi papá, encontré este texto que me pareció urgente recobrar para que circule en las memorias nuevas, para ser un ladrillo más del muro de nuestra historia, prometiendo que si en el transcurso de mis lecturas encontrara más información sobre el incidente, se reflejará al instante en una de éstas publicaciones semanales.

Dejo entonces, la palabra a Wyld Ospina:

 “…Según se sabe, el brigadier Sotero Carrera, de firme entronque en el gobierno del temible guerrillero, su hermano Rafael- era hombre de temperamento díscolo y temerario, y habíase constituído en el cacique de la Antigua, con el cargo de gobernador del Corregimiento de Sacatepéquez. Parece que, por motivos que no especifican las crónicas, vejó y perjudicó a una familia de la localidad apellidada Morales, que vivía en el barrio de El Jute. La animosidad del gobernador se enconaba especialmente contra uno de los miembros de aquella familia, Julián Morales, sujeto de índole pacífica y enemigo de las camorras. Pero a tanto llegó Carrera en su afán de provocarle, que cierta vez le echó encima el caballo que montaba, arrojando a Morales por tierra, medio descalabrado. El ánimo del ofendido, agua mansa en lo habitual, se tornó bravío, y dispuso poner fin, de una vez por todas, a las acometividades de su agresor. Armóse con un pistolón de dos cañones –arma usual en aquellos tiempos- y se situó al amparo de un pilar del Cabildo, ubicado al norte de la Plaza Real y que era un edificio de doble arcada de piedra de sillería, todo de bóveda y con dos órdenes de arquitectura. Morales esperó allí al señor brigadier. Al filo de las cuatro de la tarde, Carrera desembocó en la plaza a lomos de un brioso equino, como tenía por costumbre; se detuvo frente al cuartel y cruzó algunas palabras con el oficial de guardia, mientras éste le presentaba armas. Morales cogió la ocasión por los cabellos y disparó certeramente su pistola contra el barbarócrata provinciano. Este, al sentirse herido, hizo una mueca que debe de haber parecido luciferina, y abrió desmesuradamente los ojos, al decir del cronista, aunque es probable que nadie atendiese a estos detalles ni pudiera precisar los gestos del agredido, así fue de rápido e inesperado el ataque. Pero, hombre de pelo en pecho como era el brigadier, no profirió queja ni exclamación algunas, y espoleando a la cabalgadura, galopó hacia la calle de Santa Catarina con rumbo hacia su domicilio particular. No valióle el arresto, porque a unos veinte pasos cayó muerto sobre el pavimento. Morales, que ha de haber sido listo además de pacífico, percatóse de las ventajas que para huir le ofrecía la confusión consiguiente entre soldados, vecinos y transeúntes, y deslizóse en sinuosa fuga por el dédalo de tenderetes que ocupaban la plaza. Algunos soldados, a las órdenes de un cabo, separáronse de la guardia en persecución del fugitivo; pero éste ya se había esfumado como un trasgo, nadie supo por donde. Días después ganó la frontera salvadoreña, e internóse, sano y salvo, en el Estado limítrofe. A los pocos años ya estaba de vuelta en Cuilapa, donde residió con nombre falso, sin reincidir en ninguna hazaña truculenta. Y así fue como, a escasa distancia del histórico palacio de los capitanes generales, se consumó uno de los crímenes más sonados de la época, moviendo a más y mejor las lenguas de la gente de todo linaje, entregada al monótono ritmo de una existencia en que se prolongaba la rutina colonial. A guisa de apéndice, nos advierte el narrador que hubo de circular otra versión acerca de los móviles del suceso: díjose que el asesino no obró por cuenta propia sino como ejecutor de los designios de una banda de conspiradores, a la cual él perteneció, y que tenía interés de quitar de en medio al famoso caballista y alto jefe del ejército”.

 

[1] Publicación Trimestral, Tipografía Nacional de Guatemala, número 2, año II, volumen VI (octubre-diciembre), Guatemala: 1946.

[2] El ensayo se titula La metrópoli guatemalense y su éxodo por tierras y siglos, ocupa las páginas 20 al 51 de la citada revista. Quien ubica a Carlos Wyld Ospina en el México del torbellino revolucionario es Fernando Vallejo, en su libro El Mensajero, en el que explora la vida del poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, ubicando al guatemalteco como periodista del periódico El Churubusco, del bando del general Victoriano Huerta. Lastimosamente hasta la fecha no he podido encontrar más información sobre la aventura de nuestro compatriota en la guerra vecina. Wyld Ospina nació en Antigua Guatemala el 19 de junio de 1891 y falleció en Quetzaltenango el 19 de junio de 1956.

[3] Editorial Universitaria, Universidad de San Carlos de Guatemala, Guatemala: 2004. Prólogo, selección y notas de Arturo Taracena, Arely Mendoza y Julio Pinto.

[4] Por el placer de corresponder… Op. Cit. Página 39.

 

 


Maudslay, arqueólogo, fotógrafo y viajero

Rodrigo Fernández Ordóñez

A mi hermano Miguel Luna

 

Maudslay, en su improvisada residencia y taller de trabajo instalados en el interior de un edificio de Chichén Iztá, 1889.

Maudslay, en su improvisada residencia y taller de trabajo instalados en el interior de un edificio de Chichén Iztá, 1889.

Alfred Percival Maudslay (1850-1931), inglés, pasó sus años de formación en los mares del Sur, como se conocía entonces al Océano Pacífico, como oficial menor de la Oficina Colonial del Imperio Británico, desempeñándose en la administración de los territorios coloniales en Fiji, Queensland (Australia), Tonga y Samoa. A los 31 años, en un viaje de mera curiosidad, desembarca en Guatemala por primera vez, y regresará en otras ocasiones, fascinado por los vestigios de la cultura maya, perdidos en la espesura de las selvas del norte del país, entre los años de 1881 y 1894. Durante sus viajes, financiados por él mismo, realiza trabajos de investigación para la monumental obra Biología Centrali-Americana y para el Museo Peabody de Arqueología y Etnología de la Universidad de Harvard. Donó toda su colección al Museo Victoria y Alberto, ahora resguardada en el Departamento de Etnografía. También hay objetos suyos en el Museo Británico de Historia Natural y en el Museo de la Universidad de Harvard. A Mauslay se deben las primeras fotografías de las estructuras mayas de Quiriguá y Tikal, entre otros sitios.

 

-I-

La monumental Biología Centrali-Americana

 

De 1889 a 1902, se publicaron en Londres 63 volúmenes que constituyen un monumento a la época dorada de la exploración y la investigación científica victoriana y una obra de incalculable valor para Guatemala: la Biología Centrali-Americana o contribuciones para el conocimiento de la fauna y flora de México y Centroamérica, edititada por Frederick DuCane Godman y Osbert Salvin para el Museo Británico de Historia Natural. Esta obra enciclopédica contiene las contribuciones de medio centenar de científicos de la época, como el naturalista George C. Champion (al que le dedicamos ya una cápsula), el secretario de la Sociedad Linneana, Edward R. Alston, Eduard von Martens, miembro extranjero de la Sociedad Zoológica de Londres o William Botting Hensley, asistente para la India del Jardín Botánico y Herbario de Londres. En total, la obra contiene 1677 litografías que representan 18,587 objetos. Se recolectaron para ella 50,263 especies diferentes de fauna y flora, descubriéndose 9,263 especies nuevas.

Originalmente el proyecto constaba de 58 volúmenes, pero gracias a los descubrimientos arqueológicos de la época se aumentaron 5 volúmenes más, al cuidado del arqueólogo y especialista en la civilización maya, Alfred Percival Maudslay. Maudslay publicó 4 Atlas de gran tamaño con fotografías y grabados de las estructuras mayas y un volumen narrativo con el recuento de sus expediciones por México y Guatemala, de donde hemos tomado las fotografías que ilustran este texto. Posteriormente, y como complemento, los editores publicaron en 1899 un diario de viaje del arqueólogo titulado Una mirada sobre Guatemala y algunas notas sobre los antiguos monumentos de Centro América, escrito en colaboración con su esposa Anne Cary Maudslay, libro del que hemos conseguido una copia y la estamos leyendo, para ofrecerles más adelante la correspondiente reseña.

Sobre la Biología Centrali-Americana, he podido averiguar que Guatemala adquirió una colección completa usada, propiedad de una biblioteca británica allá por los años veinte, a instancias de la entonces llamada Sociedad de Geografía e Historia de Guatemala, hoy Academia, y entregada a la Biblioteca Nacional para formar parte de su fondo de consulta. Como parte de la preparación de este texto me comuniqué con la sección de libros antiguos de la Biblioteca Nacional y me informaron que en su catálogo no aparece dicha colección, informándome que para una búsqueda exhaustiva debía presentarme en dicho plantel para buscarla en los leitz físicos que tienen. Me queda como tarea ir a la Biblioteca, esperando poder acariciar dichos volúmenes, que mientras tanto, pueden ser consultados en su versión electrónica en el sitio www.biodiversitylibrary.org.

-II-

Notas de campo de Maudslay

 

En la prestigiosa revista Mesoamérica[1], publicada por el Centro de Investigaciones Regionales de Mesoamérica –CIRMA-, con sede en Antigua Guatemala, me encontré con un extracto de las notas de campo de Maudslay, durante sus trabajos en Quiriguá, Izabal, traducido y anotado por otro estudioso de nuestra historia Ian Graham. Por razones de espacio reproducimos apenas un fragmento del artículo, que cubre el viaje realizado por el arqueólogo de Quiriguá a Cobán y viceversa, en el que se recogen datos interesantes del viaje, y de las condiciones de la Guatemala sometida a la dictadura del general Justo Rufino Barrios:

“…Martes 13 de marzo. Estando en Ysabal al atardecer recibí un telegrama de Owen desde Lívingston para decir que el ‘Esperanza’ quedaría en puerto por tres semanas así que averigüé por una canoa para remontar el río. Empaqué yeso para Quiriguá.

Miércoles 14 de marzo. Arreglé con el botero $14 para llevarme a Pansós. Potts sale mañana también para su mina en La Libertad en el Motagua.

Jueves 15 de marzo. Salimos en la canoa con Gorgonio, tres boteros, un niño y un ladino que pidió un pasaje. Salimos a las 4 de la mañana, cruzamos el extremo del lago y entramos al río cerca de las 10. Miles de mosquitos venían de la orilla siempre que pasábamos cerca de las barrancas. Río muy crecido. No había playas secas, entonces tuvimos que atracar en la barranca y cortar un poco de la maleza antes que pudiéramos hacer un fuego para preparar té, etc. Éramos muchos en la canoa pero tuvimos que dormir en ella lo mejor que pudimos ya que era imposible dormir en las orillas húmedas y plagadas de mosquitos. Pasé mala noche, los hombres remaron tanto como pudieron, entonces descansaron amarrando en un árbol lo más lejos posible de la orilla, durmieron y descansaron así hasta que los mosquitos se pusieron insoportables, entonces remaron de nuevo. Luna hasta poco después de media noche. Buen tiempo.

Viernes 16 de marzo. Esperábamos llegar a Pansós hoy pero el río estaba demasiado crecido y la corriente era tan fuerte que fue imposible, los hombres trabajaron muy bien. Ninguna playa de arena sin agua; llegamos a la boca de Cajabón [Cahabón] cerca de las 11 de la noche. Gorgonio sorprendió a un cocodrilo poniendo huevos y recogió un gran número. Otra vez la misma suerte de noche en la canoa.

Sábado 17 de marzo. Llegamos a Pansós alrededor de las 10 de la mañana, difícil conseguir mozos para llevar mis cosas. Envié por mula y caballo pertenecientes a Gorgonio, dejé a Carlos en Pasós y más o menos a las 3 de la tarde salí con un mozo, otros dos nos seguirían con las cosas. Camino bastante malo; llegamos a Telemán cerca de las 5 y tuve bastante dificultad en conseguir un mozo para llevar mi pequeño bulto a la La Tinta, por miedo a tigres, etc., sin embargo prometiendo no alejarme de él y ofreciendo un poco más de pago persuadimos a un hombre a venir con nosotros y salimos de Telemán a la caída del sol. Hermosa noche de luna. Ambos estábamos cansados y con sueño después de dos noches malas y 27 millas a caballo; llegamos a La Tinta a las 10.30 de la noche. Había fiesta. Dormimos en forma en el cabildo.

Domingo 18 de marzo. Mi cumpleaños. Salimos de Telemán a las 9 de la mañana [Maudslay se confunde, salen de La Tinta]. Nuevamente dificultad para conseguir mozo para llevar mi bulto ya que el alcalde estaba muy borracho y también muchos mozos; después de amenazar al alcalde borracho con toda clase de castigos, encontró un mozo. Cuando nos acercábamos a San Miguel encontramos a Boyd Ellis y las carretas de mulas. Me dio una carreta de Sarg. Paramos una hora en San Miguel, conseguimos un nuevo mozo y entonces seguimos a Tamahú, adonde llegamos alrededor de las 10.30 de la noche. Dormimos confortablemente en lo de Don Luciano.

Lunes 19 de marzo. Gorgonio me despertó con la mala noticia de que la mula y el caballo habían escapado en la noche. Perdimos algunas horas enviando mozos a buscar los animales, al fin nos resignamos y pedí prestado a Luciano un caballo para mí, conseguí un mozo para llevar la montura de Gorgonio, él fue a pie y salimos para Taltic [Tactic] cerca de las 10, llegamos a la 1.30, desayunamos en lo de Agapita, entonces después de cierto atraso encontramos una mula para Gorgonio y salimos a las 3 de la tarde bastante cansados, me sentí enfermo en el camino por no haber comido. Llegamos cerca de las 9.

20 y 21 (22 fuimos de pic-nic a la finca de Scott). El 21 Gorgonio fue a visitar a su gente a Cajabón ya que ningún mozo podría ser inducido a ir hasta después de la Semana Santa. Visité al Jefe[2] con Sarg, dio las órdenes necesarias para mozos y nos trató bien.

Campamento de Maudslay en Quiriguá, 1883. De allí parte rumbo a Cobán para reclutar a 20 mozos que lo ayuden en los trabajos de limpieza y documentación del sitio arqueológico.

Campamento de Maudslay en Quiriguá, 1883. De allí parte rumbo a Cobán para reclutar a 20 mozos que lo ayuden en los trabajos de limpieza y documentación del sitio arqueológico.

19 de marzo. Llegué bien a Cobán y como siempre fue cálidamente recibido por los Sarg al día siguiente. Gorgonio fue a San Pedro [Carchá] para averiguar sobre mozos. Nada podría hacerse hasta después de la Semana Santa ya que todos querían ir a las fiestas. Gorgonio entonces pidió permiso para ir a Cajabón para ver a su mujer, volvió el miércoles 28. El jueves fui a San Pedro de nuevo pero los mozos no estaban listos, el alcalde dijo que deberían estar listos, el alcalde dijo que deberían estar listos el lunes temprano en Cobán, así que Gorgonio fue de nuevo el domingo 1ro de abril a la noche y trajo seis con él y me dijo que otros seis estaban encerrados en la cárcel para que no se escaparan. Pensaba ir a Pansós por Sanajú [Senahú] pasando por San Pedro así el lunes 2 de abril me despedí de los Sarg y salí para S an Pedro a caballo con mis seis mozos llevando carga. En San Pedro encontré los seis mozos en la cárcel listos para mí, pero ellos no tenían magapalis [mecapal] o cacustis [cacaste] y no tenían su comida con ellos. Uno por uno fueron sacados de la prisión a cargo de uno mayor para juntar sus cosas. ¡Pero no había rastros de los otros ocho para completar los veinte que habían sido contratados y pagados! Tomamos un voluntario en el pueblo y casi convenzo a uno de los mozos que estuvo conmigo el año pasado para ir nuevamente, pero estaba empleado en el cabildo. Mientras estaban esperando llego un ladino de Cobán y reclamó dos de mis mozos diciendo que él los había contratado antes que yo y que tenía una carta del Jefe para eso. Todo el asunto era una pura trata de esclavos, al fin me cansé y volví otra vez a Cobán dejando a Gorgonio para arreglárselas con el alcalde y diciendo que iba a ver al Jefe otra vez, llevé conmigo a todos los mozos que pude recoger, recogí mi carga y resolví volver a Pansós por el viejo camino. Me encontré con el Jefe cuando llegué a Cobán y prometió enviar otra orden (ya había enviado tres) a la mañana siguiente y ver qué podía hacer por mí, así que volví y dormí en lo de los Sarg.

 

Campamento de Maudslay a orillas del río Usumacinta, durante una de sus exploraciones por el norte de Guatemala. En similares condiciones habrá acampado a orillas del lago de Izabal y del río Cahabón rumbo a Cobán.

Campamento de Maudslay a orillas del río Usumacinta, durante una de sus exploraciones por el norte de Guatemala. En similares condiciones habrá acampado a orillas del lago de Izabal y del río Cahabón rumbo a Cobán.

Martes 3 de abril. Salí a caballo para encontrar a Gorgonio y lo encontré justo llegando a Cobán, había conseguido que el Alcalde enviara gente para buscar mozos y estaba regresando a San Pedro para llevarlos a Cobán antes de la noche. Me trajo alguna cerámica antigua de San Pedro.

Miércoles 4 de abril. Gorgonio vino a lo de los Sarg a la mañana con algunos mozos más y un voluntario Pedro, que habla español y era un antiguo sirviente de la familia López. Inmediatamente fue hecho Caporal y recibió pago extra. Uno de mis mozos había escapado de la casa de los Sarg a la noche dejando su cacusti y provisiones, así que con Pedro había dieciocho indios en total. Otra vez me despedí y al anochecer llegamos a Tactic y dormimos en la casa de Agapita.

[Jueves] 5 de abril. De Tactic a un campamento en el camino justo pasando San Miguel, el tiempo muy bueno. Mozos van muy despacio. Uno (viejo e inútil) escapó en la noche.

[Viernes] 6. Del campamento, almorzamos en el puente de hierro y nos bañamos. A través de La Tinta a un campamento cerca de Telemán. Era evidente que algunos de los mozos intentarían escapar, uno de ellos se había adelantado con su carga y era claro que quería dejarla y echar a correr donde el camino de Sanaju [Senahú] se encuentra con el nuestro, pero G. y yo fuimos demasiado listos para él, fuimos adelante, paramos justo del otro lado del cruce de caminos, miró horriblemente disgustado cuando nos vió esperándolo. Arreglé con Gorgonio para vigilar por turnos durante la noche, así que no me acosté hasta casi la una. Nuestra vigilancia era necesaria porque nuestro amigo se mantuvo despierto toda la noche esperando la oportunidad de escapar.

 

Campamento de mozos indígenas en Tikal, contratados por Maudslay para la limpieza del sitio. En sus notas de campo resalta las condiciones en que se “contrataba” a estos hombres, puestos en la cárcel por los Jefes Políticos para obligarlos a trabajar para el arqueólogo.

Campamento de mozos indígenas en Tikal, contratados por Maudslay para la limpieza del sitio. En sus notas de campo resalta las condiciones en que se “contrataba” a estos hombres, puestos en la cárcel por los Jefes Políticos para obligarlos a trabajar para el arqueólogo.

 

[Sábado] 7 de abril. Llegamos a Pansós. No había canoa o bote lo suficientemente grande para llevar a toda la partida, así que enviamos a los mozos que pensamos que más querían escaparse río abajo en una lancha que estaba llevando café a una goleta en el lago. Dormimos en el cabildo de Pansós.

8 de abril domingo. Dejamos Pansós en canoa con Gorgonio y ocho mozos. Remamos muy despacio y alcanzamos la boca del río a medianoche, pasando la lancha en el camino.

9 de abril. Cerca de las seis de la mañana cruzamos el lago, paramos para tomar café en la orilla y bañarnos. A las once llegamos a Ysabal. La canoa regresó para traer los otros mozos de la lancha. Visité a la señora Potts, desayuné con ellos y retiré mis cartas. Comenzamos a caminar cerca de las 2 de la tarde con los mozos y dormimos en el camino a Quiriguá.

10 de abril. Llegamos a Quiriguá cerca de las diez, encontré a Carlos en la casa de Onofre enfermo con fiebre, me enteré que los tres mozos habían estado enfermos, pero que Giuntini y Charlie Blockley habían estado bien. Don Onofre insistió en que me quedara a desayunar, luego salí para las ruinas. Encontré al mozo viejo en el camino, se veía bastante mal y estaba yendo a su casa. Le dije que parara en Quiriguá esa noche y yo le enviaría su dinero, nos dimos la mano y pareció muy contento de verme; llegué a las ruinas, encontré a Giuntini y Charlie quienes se alegraron mucho de verme. G. ha hecho adelantos con el gran ídolo. Nicko está trabajando en el lugar de Carlos. Pagué a los dos mozos Domingo y San Jago [Santiago] y les dije que podían ir a su casa al día siguiente…”.

[1] Maudslay, Alfred P. Notas de Alfred P. Maudslay en Quiriguá, 1883 (Ian Graham). Mesoamérica. Centro de Investigaciones Regionales de Mesoamérica (CIRMA). Año 3, diciembre 1982.

[2] Se refiere al Jefe Político del Departamento de la Verapaz.


Historia mínima

Los recuerdos que vale la pena rescatar

 

Rodrigo Fernández Ordóñez

A Mónica Pérez, por regalarme la idea

memoriesHace unos días, una tarde de cielo brillante sin una nube, conversábamos con mi querida amiga y colega Mónica Pérez Yat sobre esa memoria que muere con cada persona que nos deja. Abuelos, padres, tíos, amigos, esas personas que nos han antecedido en la vida en este mundo, y que para dolor nuestro nos han antecedido también en el camino a la muerte. Hablábamos sobre lo hermoso que sería poder rescatar esos fragmentos de memoria, para dejarlos constar en algún rincón, para rescatar ese pequeño momento de historia para los que vienen, o en un acto más egoísta, para nosotros, los que atesoramos esas anécdotas.

Sobre la cuestión del pasado, la memoria y la literatura escribía Patrick Modiano, el premio nobel de literatura en su discurso de recepción del premio el año pasado: “…Me parece, desgraciadamente, que la búsqueda del tiempo perdido ya no puede hacerse con la fuerza y la franqueza de Marcel Proust. La sociedad que describía aún era estable, una sociedad del siglo XIX. La memoria de Proust hace resurgir el pasado en sus menores detalles, como un cuadro vivo. Tengo la impresión que hoy en día la memoria es mucho menos segura de sí misma y que debe luchar sin cesar contra la amnesia y contra el olvido. A causa de esa capa, de esa masa de olvido que recubre todo, no logramos captar sino fragmentos del pasado, huellas interrumpidas, destinos humanos huidizos e inaprensibles…”.

 

-I-

Presentación e invitación

La intención es invitar a todos los lectores de estas cápsulas de historia para que compartan esos recuerdos, esas anécdotas, esas escenas de la historia que ya sea hemos presenciado directamente o bien, nos han sido contadas por alguna persona, para evitar que se pierdan. La intención es también, si esta convocatoria tiene éxito en los lectores, dejar guardadas esas historias en el portal del Departamento de Educación para que los curiosos o los académicos puedan navegar por esos fragmentos y puedan ir reconstruyendo, como si de un mosaico bizantino se tratara, la larga historia de nuestro país. Resultaría útil también, poder ir completando los relatos que alguien deje a medias, o se complemente la información de esas anécdotas, si resultaran comunes.

En estos tiempos que corren, nos quedan al menos, como afirma Modiano, esos “…fragmentos del pasado, huellas interrumpidas, destinos humanos huidizos e inaprensibles…”. Y en honor de esos seres queridos o no queridos que nos han abandonado, pero que nos regalaron pedazos de su memoria, los invitamos a todos pues, para sumar su aporte a este proyecto, al que he arrastrado, inevitablemente, a mi buena amiga Claudia Marves, y a los amigos del Departamento de Educación.

 

-II-

El formato 

El formato es dejar hablar a los recuerdos de lo que nos contaron:

  • Mi abuela decía, por ejemplo, que el mejor remedio para el hipo era pegarse al cielo del paladar una cucharilla para azúcar. A mí me provocaba vomitar, incluso en el recuerdo mientras escribo esto, pero no logro recordar si el hipo se iba.
  • Memories2Mi papá me contaba que en los lejanos años de la Segunda Guerra Mundial, cuando él era apenas un niño de cuatro o cinco años, se juntaban todos los pequeños alrededor de una casa importante de Cobán en esos años, debajo de la ventana de la sala. El dueño acercaba su aparato de radio a la ventana y subía el volumen a eso de las tres de la tarde. Era la hora en que se narraban las hazañas de Sandokán, el tigre de Malasia.
  • Hilario, un joven que llegó a trabajar a la casa de guardián, a la hora de la cena me contaba historias de su pueblo, Todo Santos Cuchumatán, Huehuetenango. Me contó que en una ocasión con unos amigos hacía guardia en uno de los puentes de entrada al pueblo. Eran los años de la guerra y a él le obligaban a hacer rondas como parte de las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC). En esa ocasión, en horas de la madrugada y con el frío cortante que hace en esas alturas, oyeron a la Llorona, su gemido venía de muy lejos. Aún recuerdo sus ojos de alucinado, brillantes de miedo, porque según dice la leyenda, cuando sus lamentos se oyen lejos, es que ella ronda cerca…
  • Memories3Me contaba mi amiga Mónica Pérez que su tía le narró que en un año indeterminado hubo una epidemia de sarampión negro que azotó el poblado de San Cristóbal Verapaz, y que a los que cayeron víctimas de la enfermedad los enterraron en un campo en las afueras del pueblo, cerca del estadio actual. Según su tía, el campo quedó yermo y nadie lo utilizó para agricultura nunca. El sarampión negro es el llamado también sarampión hemorrágico, que provoca pequeñas hemorragias bajo la piel, causando unas tenebrosas manchas en el cuerpo del enfermo. Su visión habrá resultado tan horrible como los bubones de la peste europea…
  • Me contó alguna vez mi papá, originario de San Pedro Carchá, Alta Verapaz, que cuando Ubico declaró la guerra a Alemania y decretó la expropiación de sus fincas, hubo una terrible hambruna en todo el departamento. Contaba que su madre, les daba de comer tortillas con polvo de chile y un poco de sal. Recordaba también remotamente, aunque una sola vez se lo escuché y luego nunca más quiso ampliar el recuerdo, una visión terrible de una horda de campesinos en harapos, trabajadores de las fincas cerradas por la medida del dictador, que recorrían los campos y los poblados pidiendo comida. Me contó también que una imagen lo dejó muy impresionado de niño: una familia entera de indígenas que, completamente borrachos, dormían en la cuneta de la carretera que une a Cobán con Carchá. Eran esos terribles años del control del indígena por medio del aguardiente…

 

-III-

Tus anécdotas y recuerdos

¿Deseas compartir una historia? Escríbela y envíala al correo electrónico: erasmus@ufm.edu.


Al que no es perro, sino patriota… II parte

Rodrigo Fernández Ordóñez

Al licenciado Carlos Alfonso Álvarez-Lobos, querido maestro y amigo.

 

Miguel Ángel Asturias, esa inagotable fuente de orgullo para los guatemaltecos, en su insuperable novela Viernes de dolores, a la que ya nos hemos referido ampliamente en textos anteriores, apuntaba reconstruyendo la Huelga de Dolores de 1928: “Otro cartelón. Lo traían un grupo de estudiantes disfrazados de perros. Aullaban… aullaban… AQUÍ, AL QUE NO ES PERRO, SINO PATRIOTA, SOLO LE QUEDA ENCIERRO, DESTIERRO O ENTIERRO. Aullaban… aullaban… aullaban…” Alguien llamó, (no logro recordar en donde lo leí), a esta frase, la inefable ley de la política centroamericana, y como si quisiera validar ambas afirmaciones, me encontré, durante mis lecturas de fin de año, con las memorias del Doctor Pedro Molina Flores, quien sufriera como castigo el destierro, publicadas en dos entregas en la Revista de la Academia Guatemalteca de Estudios Genealógicos, Heráldicos e Históricos, en sus números 5-6 y 8, correspondientes a los años 1973 y 1983. Se respeta al igual que en la Revista en donde se publicó originalmente, la ortografía original.

Espectacular fotografía de la Isla de Flores, aproximadamente de 1930. No habría cambiado mucho su aspecto desde que el Doctor Molina Flores deambuló por sus calles matando el tiempo durante su destierro en 1888. (Fotografía propiedad Guillermo Fion).

Espectacular fotografía de la Isla de Flores, aproximadamente de 1930. No habría cambiado mucho su aspecto desde que el Doctor Molina Flores deambuló por sus calles matando el tiempo durante su destierro en 1888. (Fotografía propiedad Guillermo Fion).

-II-

La expulsión

 La segunda parte de las memorias del exilio del doctor Pedro Molina Flores están contenidas en dos cartas escritas por el médico a su esposa, Agustina Molina Zea, en las que a manera de diario relata sus aventuras y desventuras. Esta segunda parte es más personal, quizá por la sorpresiva sucesión de hechos y es más detallada que la primera.

El castigo impuesto al doctor Molina Flores, inició el 16 de agosto de 1888, con su confinamiento a la remota isla de Flores, en el departamento de Petén, lugar en donde permaneció hasta el mes de diciembre de ese año, cuando las cosas cambiaron nuevamente. El lunes 3 de diciembre, relata el doctor Molina, se encontraban haciendo la sobre mesa en casa de su amigo Federico Arthés, recibió con sus amigos exiliados la orden de presentarse a la “Mayoría de la Plaza”. Los esperaba un grupo de 30 soldados, apostados a un costado de la iglesia y que al acercarse ellos los rodearon y “…con armas cargadas i bayonetas caladas presenciaron el registro que un capitán, un teniente, Mariano Enríquez, vestido de paisano con revólver en mano, i el alcaide de la cárcel nos hicieron para ver si cargábamos armas prohibidas…” Las autoridades peteneras también ordenaron el cateo de la casa de los exiliados y los pusieron en prisión. Las medidas, severas y sorpresivas, afectaron lógicamente los ánimos del autor de esos recuerdos y de sus compañeros de desgracias, sobre todo por lo repentino de la situación.

“La prisión de Flores, que sarcasmo histórico y escrito, es hedionda, inmunda, oscura i sumamente húmeda. Esta mal techada con hojas de guano i cuando llueve caen goteras por todos lados, así es que el cuarto dia en que hubo un temporal de mas de 24 horas, tuvimos necesariamente que mojarnos. Como no se nos permitió cama, teníamos que dormir en el suelo i la humedad que pasaba a la ropa de dormir a la que teníamos puesta, pues nos acostábamos vestidos, no nos dejaba conciliar el sueño mas que poquísimos instantes…”.

Se ordenó la completa incomunicación de los prisioneros. Los prisioneros, que tenían vista a la plaza desde su celda, sólo podían ver que la vida continuaba para los que estaban afuera. Así pasaron cinco días, hasta que en la noche del viernes 7, un guardia se acercó para informarles que saldrían de la isla al día siguiente, a las 5 de la mañana, sin darles mayor explicación, ni del origen de la orden, ni de su destino. Al final, la columna de prisioneros y guardias salió de la cárcel el día sábado 8 de diciembre a eso de las 8 de la noche, y tras una conmovedora despedida de los vecinos de la isla que salieron a la calle para despedirlos y regalarles cosas para su viaje, los subieron en lanchas, y se dirigieron a El remate. La carta abunda en detalles de su penoso viaje a pie, atravesando la selva, en condiciones sumamente difíciles, que a la distancia todavía provocan admiración. Por ejemplo, copio la descripción del viaje de Macanché a Yaxhá:

“…Salimos de Macanché a las 6 de la mañana, atravesando por caminos tan cerrados i fangosos, que las bestias se iban hasta el vientre i nosotros apartando ramas con i sin espinas, bejucos i escapando contra los troncos de los árboles las rodillas i sufriendo además las molestias de los zancudos i mosquitos, caminamos 12 leguas, llegando con las rodillas golpeadas i la cara i las manos rayadas por las espinas a la laguna de Xarjá a las 8 de la noche en donde hacía un frío bastante molesto, i una luna tan blanca i tan clara que convidaba a contemplarla toda la noche, a pesar de las mil fatigas de esa penosa jornada…”.

El relato del viaje y sus dificultades va adornado de sus impresiones al atravesar la cerrada selva y los comentarios que le provocan los guardias, pues la tropa es amistosa y atenta con los tres exiliados, mientras que los oficiales tratan de endurecer el trato e interrumpir la relación entre los desafortunados prisioneros y sus guardianes. Sin embargo, pese a estos esfuerzos, los sencillos soldados montaban las hamacas y compartían sus magras raciones con Molina, Valladares y Pomaroli. También nos da interesantes detalles de su captura en ciudad de Guatemala y de su expulsión hacia Petén:

“…De la misma manera que se nos puso presos e incomunicados en las bartolinas de la Penitenciaría de Guatemala, sin que se nos dijera porqué, ni de orden de quien; que se nos sacó en la oscuridad de la noche solo con la ropa que teníamos puesta i se nos mandó montados en unos machos i con una escolta de 25 soldados para el Petén, de la misma manera, de la noche del 3 al 8 del corriente mes, se nos tuvo presos, incomunicados i sufriendo toda clase de molestias i privaciones…”.

Por órdenes del Jefe Político de Petén, Juan Monge, la columna de soldados los dejó en la aldea Plancha de Piedra, a “…un cuarto de legua de la frontera de Honduras Británica…”. Allí se despide el oficial al mando y los exiliados, por sus propios medios llegan a la última población del lado guatemalteco, Río Viejo, en donde cruzaron para Belice. En total, el viaje desde Flores hasta la frontera les tomó 5 días.

 

-III-

Belice

 

Del lado beliceño está la población de Benque Viejo, en donde tuvieron la agradable sorpresa de ser bien recibidos por el alcalde, Ponciano Rioverde, quien incluso ordenó habilitar para dormitorio una de las piezas de la Municipalidad. Esa noche, relata el doctor Molina, la temperatura cayó, haciendo un frío intenso que lo mantuvo despierto toda la noche: “…yo no pegué los ojos ni un minuto, pues envuelto en mi capa de hule me pasé la noche entera andando de un lado al otro del corredor de la Municipalidad para ver si con el ejercicio me calentaba un poco…”. 

A propósito de Benque Viejo escribió el doctor Molina: “…es un pueblo pequeño mui parecido en todo a Flores por la construcción de las casas i las costumbres de sus habitantes puesto que está formado, -en su mayor parte-, de gentes que han emigrado del Petén, molestados i perseguidos por las despóticas autoridades de ese desgraciado Departamento, i en busca de la recta justicia i de la amplia libertad de que se goza bajo el amparo de las leyes inglesas…” (Fotografía publicada en skyscrappercity, foro Belice).

A propósito de Benque Viejo escribió el doctor Molina: “…es un pueblo pequeño mui parecido en todo a Flores por la construcción de las casas i las costumbres de sus habitantes puesto que está formado, -en su mayor parte-, de gentes que han emigrado del Petén, molestados i perseguidos por las despóticas autoridades de ese desgraciado Departamento, i en busca de la recta justicia i de la amplia libertad de que se goza bajo el amparo de las leyes inglesas…” (Fotografía publicada en skyscrappercity, foro Belice).

Benque Viejo era una típica población de frontera, habitada tanto por guatemaltecos como por súbditos de su majestad británica, pero que funcionaba como un eficiente centro de comercio al que acudían los peteneros para abastecerse de “los principales productos que consumen”, en palabras del doctor Molina. Allí no solo fueron bien recibidos por la autoridad municipal, sino también por los ciudadanos comunes y corrientes, resaltando un mexicano originario de Yucatán, Felipe Novelo, propietario de una gran tienda de abastos en la población, que los llenó de regalos. Allí permanecieron apenas dos días y tras enterarse que los caminos no eran adecuados para un viaje, decidieron continuar su ruta navegando los ríos del país, con rumbo a la ciudad de Belice. Así, desde Benque Viejo, hasta el Cayo y desde allí hasta la capital de la Honduras Británica realizaron el viaje en balsas, agregándole un tono de aventura al doloroso viaje al destierro. El dolor se vio atenuado un poco por el buen trato que les dispensaron las autoridades británicas, “…con su amabilidad, finura i excelente educación, atraen a todo el que tiene que tocar con ellas…”.

En contraste con las groserías y prepotencias de las autoridades republicanas de Guatemala.

En Benque Viejo se embarcaron en un bote de regular tamaño, en aguas del río Macal, que una legua río abajo se unía con el Río Viejo. En total, la navegación por los ríos interiores hasta ciudad de Belice les tomaría 4 días, y en su carta va dejando constancia de los lugares por los que van pasando, algunos caseríos, otros un mero grupo de ranchos y otros unas meras monterías abandonadas, en donde paraban a comer o acampar para pasar la noche. El exiliado describe así las condiciones de su viaje: “…El pipante en que nos embarcamos tiene unas 18 o 20 varas de largo por cerca de 5 cuartas de ancho en su parte media, donde para cubrirnos del sol nos pusieron lo que los bogas llaman carroza, que no es mas que una especie de cubierta de lona parecida a la de ciertos camajes de Melgarejo, -al en que salen los toreros-, sostenida por tres columnitas de madera con su barandita de una a otra columna, i con lienzos que se pueden recojer i soltar en los cuatro lados de la carroza que apenas tendrá vara i media de longitud i en cuyo reducido espacio, íbamos los tres nosotros, con el bueno del amigo Terán…”

Del viaje que narra nuestro paisano, llama la atención la soledad de los parajes. La mayoría de los puntos que tocan hasta la capital de la posesión británica (Peñalocote, Asinchiguac, Benque Satridecric, Catincric, Racondra, Mariduchampa, etc.), son meras referencias de paso, pero no poblaciones en sí mismas. Algunos no son más que bocas de playa a la orilla de la corriente en donde amarraron para pasar la noche. Es la misma sensación que uno tiene de leer Viaje sin mapas, de Graham Green, por las costas del Golfo de Guinea, por ejemplo, testimonio del paso por una tierra remota y virgen, en donde la novedad es una cascada, una familia de lagartos o un lejano y olvidado naufragio. Parece un paso por tierra muerta. Del viaje río abajo, nos deja su impresión: “El río Viejo desde donde su junta con el Macal, hasta Taloba, compensa en mucha parte las infinitas molestias del viaje por agua, porque es bellísimo, con agua tan limpia, pura i cristalina, que aun en lugares mui hondos se alcanza a ver su asiento que es formado, en toda su extensión, de piedras de diversos colores…”.

 

Postal coloreada a mano de El Cayo, Belice, de principios del siglo XIX. Por este lugar pasó el doctor Pedro Molina Flores en su camino rumbo al exilio. Seguramente presenció alguna escena similar. En su carta cuenta: “…como a las 6 de la mañana me dí una buena lavada con aquella agua fresca i sabrosa, del hermoso y cristalino rio por donde venimos a Belize el día que nos embarcamos en el Cayo…” o este otro fragmento interesante: “…El Cayo es como una hacienda, i es propiedad de Mr. John Waights en cuya casa estuvimos alojados, comimos ese día, dormimos en la sala de su casa sobre el piso de madera, -porque las hamacas no son de nuestro agrado-, tomamos café al siguiente día i almorzamos dos horas después, i cuando le preguntamos cuanto le debíamos, no solo nos dijo que absolutamente nada, sino que, si el viaje se demoraba, podíamos permanecer en su casa el tiempo que quisiéramos…” (Fotografía publicada en skyscrappercity, foro Belice).

Postal coloreada a mano de El Cayo, Belice, de principios del siglo XIX. Por este lugar pasó el doctor Pedro Molina Flores en su camino rumbo al exilio. Seguramente presenció alguna escena similar. En su carta cuenta: “…como a las 6 de la mañana me dí una buena lavada con aquella agua fresca i sabrosa, del hermoso y cristalino rio por donde venimos a Belize el día que nos embarcamos en el Cayo…” o este otro fragmento interesante: “…El Cayo es como una hacienda, i es propiedad de Mr. John Waights en cuya casa estuvimos alojados, comimos ese día, dormimos en la sala de su casa sobre el piso de madera, -porque las hamacas no son de nuestro agrado-, tomamos café al siguiente día i almorzamos dos horas después, i cuando le preguntamos cuanto le debíamos, no solo nos dijo que absolutamente nada, sino que, si el viaje se demoraba, podíamos permanecer en su casa el tiempo que quisiéramos…” (Fotografía publicada en skyscrappercity, foro Belice).

 

Navegación por los ríos interiores de Belice, imagen de finales del siglo XIX. Apuntó el doctor Pedro Molina en su carta-memoria: “…a las 3 en punto de la tarde, con un sol que quemaba nos embarcamos en un pipante de Don Felipe Novelo fletado por Dn. Vicente Góngora, con 6 bogas, tres negros i tres blancos, i el capitán un negro, joven, cantador, Juan Crisóstomo Requena, que entiende perfectamente el castellano i lo habla mui regular…” (Fotografía publicada en skyscrappercity, foro Belice).

Navegación por los ríos interiores de Belice, imagen de finales del siglo XIX. Apuntó el doctor Pedro Molina en su carta-memoria: “…a las 3 en punto de la tarde, con un sol que quemaba nos embarcamos en un pipante de Don Felipe Novelo fletado por Dn. Vicente Góngora, con 6 bogas, tres negros i tres blancos, i el capitán un negro, joven, cantador, Juan Crisóstomo Requena, que entiende perfectamente el castellano i lo habla mui regular…” (Fotografía publicada en skyscrappercity, foro Belice).

 

De su narración por las aguas de los ríos interiores de la Honduras Británica (como conoció él a Belice), no puedo resistir compartirles este hermoso fragmento, que me regresó a mis lecturas Rodríguez Macal, recordándome un pasaje de su hermosa novela Guayacán, cuando Valentín, el héroe del libro, tiene que dedicarse a largartear en las lagunas peteneras para sobrevivir:

“…En sus riberas [del Río Viejo] se ven árboles parecidos a los que se encuentran a orillas del rio de la Pasión. En este caudaloso río uno de los más grandes de la República, no vimos lo que en rio Viejo, muchos lagartos grandes i pequeños en sus márjenes, que los bogas se divertían en hacerles fuego con un par de escopetas que llevaban tirándoles con postas gruesas. Hasta aquí vine a saber que no es, pegándoles en el cuerpo ni en la cabeza como se les mata o se les deja impotentes, sino en el tronco de la cola como lo hacían nuestros cazadores de Africa, con éxito incierto según la distancia i el tamaño del animal. También vimos muchas higuanas asoleándose en los árboles de las orillas del río que llamaban mucho la atención de los bogas…”.

 La navegación fluvial terminó el día martes 18 de diciembre de 1888, cuando alcanzaron las aguas del río Taloba, sobre cuyos márgenes ya pudieron divisar en horas de la madrugada de ese día, “…el rastro de los cerdos, la casa de la pólvora i en seguidas, de uno i otro lado del río, canalisado, los astilleros i las preciosas y pintorescas casas de la población, a donde llegamos como a las 7 de la mañana…”.

Ciudad de Belice (finales del siglo XIX). Relata el Doctor Flores: “Los Chalet del Hipódromo, inclusive el de Nacho Barraza que es el de mejor gusto, de los construidos en Guatemala, serían aquí una irrisión, comparados con las mui bonitas i caprichosísimas casas de madera que por todas las calles hai en Belize, de dos, i hasta de tres pisos (…) lo precioso de los edificios i las casas, así como de lo pintoresco del mar visto desde el puente, desde donde siempre se contemplan multitud de embarcaciones de todas clases…” (Fotografía publicada en skyscrappercity, foro Belice).

Ciudad de Belice (finales del siglo XIX). Relata el Doctor Flores: “Los Chalet del Hipódromo, inclusive el de Nacho Barraza que es el de mejor gusto, de los construidos en Guatemala, serían aquí una irrisión, comparados con las mui bonitas i caprichosísimas casas de madera que por todas las calles hai en Belize, de dos, i hasta de tres pisos (…) lo precioso de los edificios i las casas, así como de lo pintoresco del mar visto desde el puente, desde donde siempre se contemplan multitud de embarcaciones de todas clases…” (Fotografía publicada en skyscrappercity, foro Belice).

 

La narración se suspende por 10 días, retomándola el viernes 28 de diciembre, en donde hace un recuento de los pasatiempos en que ha matado la ociosidad del exilio. Ya se detecta, a partir de esta fecha cierto hastío, cansancio de no hacer nada, e inquietud por el futuro, producto seguramente de las fechas, llenas de recuerdos familiares y fiestas de alegrías lejanas. “Por la mañana salimos a recorrer la ciudad para que la conociera José, i por la tarde fuimos a ver las carreras de caballos i un juego de palos i pelota, -mui del gusto de estas gentes-, que tiene lugar en una calle ancha cubierto el piso de grama, situada al sud-oeste de la población, entre el cementerio i el mar, calle de nuestros tristes paseos…”

A partir de su llegada a la ciudad de Belice se empieza a quejar nuestro memorioso de roces con sus compañeros de infortunio. Se queja de que Pomaroli y Valladares fuman mucho, hablan mucho, son muy desordenados, se olvidan de escribir a sus familias, y el colmo (para él): “…i hasta me hacen ruido, me menean la mesa i se ponen a charlar alrededor de esta con el puro i el cigarro en la boca, en los momentos en que yo escribo…”. Al fin, las tensiones se vuelven insoportables y Pomaroli decide irse de Belice hacia Puerto Cortés, para probar suerte en Tegucigalpa. Para colmo la temperatura empieza a subir y “…esto está como en los días mas calientes del Petén, que sin ser mui fuertes, nos hacían sudar noche i dia, lo mismo que allá nos mantenemos en mangas de camisa, de dia cuando estamos en la casa, i de noche dormimos apenas con una sábana o sin ella…”, no es difícil imaginarse que la convivencia se volviera un asunto muy delicado, sumando la tristeza, la incertidumbre del futuro y la rabia de la injusticia de verse expulsados de su propio país. El 1 de enero el doctor da rienda suelta a su tristeza y deja escrito: “Lo mismo que la Pascua, este día primero del año ha sido uno de los más tristes de mi vida. ¿Qué será de los 364 que faltan?”

La ciudad de Belice es un lugar tranquilo, en donde al igual que en Flores, los acontecimientos dignos de mencionar son las borracheras que los habitantes se ponen los días sábado. Para colmo de males, los que traen las noticias son los vapores que atracan en su puerto, pero una fuerte tormenta azota la ciudad el día 2 de enero, rompiendo el vínculo de la ciudad con el mundo exterior. El caso de Pomaroli roza el dramatismo, por ejemplo. Había decidido tomar el siguiente vapor para Puerto Cortés, con el fin de establecerse en Honduras, pero el barco, el Mac-Gregor se retrasa, dando lugar a los rumores más increíbles: “…Unos dicen que se perdió, otros que se incendió, quien que se fue a pique, i otros que está encallado en tal o cual escollo, varado en tal o cual arrecife o banco, en esta o en aquella costa, sin que haya habido ninguna otra nave o embarcación que traiga alguna noticia…”

Y la incertidumbre de la espera, o la necesidad de matar el tiempo hacen que el doctor Molina recorra la ciudad evaluando la situación del sistema de salud, al que califica de deficiente, afirmando (para nuestra sorpresa), que el guatemalteco de 1889 era muy superior al beliceño. Afirma: “La Medicina i la Farmacia aquí están en pañales”. Sólo identifica a un médico, con el doctor Federico Gane, hondureño con estudios en Irlanda, como figura competente. Se entrevista con otros profesionales (los doctores Van Tuyl y Thompson), “…i que ambos se parecen al Dr. del Fausto, en lo viejo, i por que entre retortas i frascos de diferentes tamaños, figuras i colores, colocados en una estantería de mal gusto i mugrienta, -que es lo que constituye su incompleto botiquín-, en vez de buscar el remedio para los enfermos que les consultan, o de descubrir los arcanos de la naturaleza, solo tratan de sacarles las monedas de las bolsas a los clientes que caen en sus manos…” Los califica de curanderos y médicos de pacotilla, y afirma que ni todos los medicamentos juntos que existen en toda la ciudad, “…valen juntas, el frente de la Farmacia de Sierra, Monge, Saravia, Avila, etc…”

Para el día 5 de enero no se tenían noticias aún del vapor Mac Gregor, pero el doctor Molina ha decidido, por lo que parece desprenderse de sus cartas, quedarse en ciudad de Belice a ejercer la medicina mientras pasa el aguacero del exilio.[1] Le pide a su esposa que a vuelta de correo le remita su título de médico, “unos recetarios de Defresne”, y algunos libros de consulta. Mientras tanto, su compañero de destierro, Carlos Pomaroli, parte de la ciudad de Belice el día 8 de enero por la mañana a bordo del vapor Wanderes, rumbo a Puerto Cortés. Este vapor les llevó la noticia del encallamiento del Mac-Gregor en la bahía de Asunción. Lo despide la noche anterior, dando un paseo dominical por las desiertas calles de Belice: “…Este es el día mas triste en Belize, pues solo se oyen por las iglesias cantos relijiosos en coro, sermones, lecturas i pláticas en la mañana, en la tarde i en la noche…”.

Desgraciadamente, la carta del 8 de enero termina sin más información, por lo que desconocemos el destino del doctor Molina Flores y su otro compañero de destierro, Luis Valladares y Jonama. Tampoco los editores de la revista abundaron en notas sobre el final del exilio del médico y su amigo, por lo que deberemos buscar en libros y diarios de la época para conocer cómo termina esta historia, tarea que dejaremos para cuando el tiempo abunde. De momento, nos quedamos con una suave nostalgia, queriendo creer que las cosas le fueron mejor al doctor con la subida a la presidencia de otro aprendiz de dictador, el general José María Reina Barrios y la satisfacción de habernos podido asomar, por dos semanas, a un pasado remotísimo de nuestra historia.

 

Otra hermosa vista de la ciudad de Belice. El Saint Johns College, en Loyola Park. (Fotografía publicada en skyscrappercity, foro Belice).

Otra hermosa vista de la ciudad de Belice. El Saint Johns College, en Loyola Park. (Fotografía publicada en skyscrappercity, foro Belice).

 

[1] El no tendría como saberlo, pero ya para 1892 Guatemala estrenaría presidente, e imaginamos que el destierro habría terminado para nuestro compatriota ya para esas fechas.


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