Julián González Gómez
Egipto (Tercera parte)
En esta entrega continuamos con la descripción de aquellos aspectos fundamentales que identifican al arte egipcio antiguo; después de considerar en la entrega anterior la llamada “aspectiva” como el primero de ellos. Hoy nos ocuparemos de otros rasgos: la ley de la frontalidad, con sus atributos asociados: la simetría especular y el hieratismo, y finalmente la llamada “perspectiva jerárquica”.
La ley de la frontalidad, también llamada (inapropiadamente) frontalismo, consiste en un principio fundamental de composición en el arte arcaico y antiguo, especialmente en la escultura, utilizado desde el paleolítico en las culturas de la cuenca del Mediterráneo y en Eurasia. Las figuras se representan de manera predominantemente frontal, de cara al observador, por lo que las facetas laterales y la posterior carecen de importancia representativa y están siempre supeditadas a la principal; o bien, son inexistentes. La jerarquía de la frontalidad implica también que, tanto el cuerpo, como los miembros superiores e inferiores, son representados de forma rígida, carentes de flexión y supeditados a la simetría bilateral, con un eje que divide en dos partes iguales a la figura completa. Este tipo de representación en el arte egipcio antiguo estaba reservado generalmente a las esculturas de los dioses y los faraones, como una convención establecida desde la época predinástica, hasta los tiempos de la dominación romana, e incluso posteriormente.
Desde los inicios del estudio de la historia del arte y hasta hace poco tiempo, se ha considerado a este rasgo como de carácter “primitivo”, sobre todo porque se ha encontrado abundantemente en el arte arcaico proveniente de diversas civilizaciones. Incluso, algunos investigadores lo han denominado con el epíteto de “ingenuo”. Sin embargo, en el caso del arte egipcio antiguo, su empleo no es consecuencia de una falta de recursos técnicos y expresivos por parte de los artistas, sino más bien responde a los aspectos simbólicos que esa técnica potencializa y refuerza. La ley de la frontalidad tiene su fundamento en el principio del valor primordial de la firmeza y estabilidad de los dioses y los faraones, considerados seres imperecederos e inmutables, que gobiernan eternamente.

Frontispicio del templo de Abu Simbel en el Alto Egipto, aprox. 1264 a.C.
En cuanto a la simetría bilateral, característica asociada siempre a la frontalidad, habría que aclarar algunos aspectos acerca de su condición como medio de representación. En primer lugar, la simetría bilateral no es el único tipo de simetría que existe, tanto en el arte, como en la naturaleza, de donde proviene, y que sus características se han determinado por medio de la matemática. El término “simetría” es claro y preciso: se refiere a una correspondencia exacta en forma, tamaño y posición de las partes de un todo. En la Grecia antigua se definió como “la correspondencia y relación de las partes entre sí y con la totalidad”, lo cual implica que existen diversas relaciones que están contenidas dentro de los límites de este concepto. Existen cinco tipos de simetría: la simetría bilateral o especular, la simetría de rotación o radial, la simetría de abatimiento, la simetría de traslación y la simetría de ampliación. Más adelante, en otro artículo, estudiaremos las características de la simetría en detalle. En el caso que ahora nos ocupa, el del arte antiguo de Egipto, la simetría que se manifiesta en sus obras es sobre todo la simetría bilateral, por lo que nos referiremos en exclusiva a ella por ahora.
En su forma elemental, la simetría bilateral es un tipo de composición que consiste en desplegar de forma idéntica la misma imagen a ambos lados de un imaginario eje o plano que pasa por el centro, como dos imágenes especulares que se unifican y complementan, de manera similar a como se presenta una imagen en un espejo. La tendencia hacia la simetría bilateral en la imaginería egipcia tiene que ver con la concepción dualista de su cosmología. Esta característica implicaba la necesidad de establecer equilibrios entre opuestos, la armonización de contrarios y la representación de la totalidad a través de lo dispar. Probablemente, esta visión dualista provenía en un principio de las propias condiciones geográficas de Egipto, dividido entre el Alto Egipto y el Bajo Egipto; la tierra fértil (Kemet, de donde viene la palabra “alquimia” y su derivación “química”) y el desierto (Deshret, o “tierra roja”, de donde proviene la palabra “desierto”); el valle del Nilo y el delta, etc. Como dualidad entendemos la reunión de dos caracteres distintos en una misma persona o cosa y como dualismo la concepción que supone que en el conjunto de la realidad hay dos principios que se oponen irreductiblemente, pero que son igualmente necesarios, eternos e independientes el uno del otro. En la religión egipcia se manifestaba también este dualismo: el bien, representado por Horus y el mal, representado por Seth; en la vida terrena y la vida ultraterrena: el Este (la vida) y el Oeste (la muerte), etc. Como principio regidor, el Maat establece entonces el equilibrio y la complementariedad de los opuestos, aunándolos en una totalidad armónica, y la simetría bilateral responde cabalmente ante estos requerimientos.
El hieratismo consiste en un recurso expresivo, estilo o ademán que presenta una gran solemnidad, y generalmente ha sido empleado en relación a los elementos sagrados, propios de una religión. El hieratismo implica en el arte el plasmar lo representado siguiendo la máxima solemnidad, para lo cual se elimina toda gestualidad o anécdota. De esa forma se alcanza un efecto de gran sobriedad y distanciamiento, propios de una idealización que ensalza a lo representado como figura de carácter sagrado. Los antiguos egipcios representaban a sus dioses y faraones mediante esta fórmula, mostrando al personaje inmóvil, pero con los músculos en tensión, el rostro inexpresivo, aunque apacible y en una actitud serena, imperturbable y dominante. Sus atributos se mostraban de una forma discreta y carente de ostentación, como si no necesitase de ellos para mostrar su poder y magnificencia, imponiéndose únicamente por su propia presencia.
Mediante el hieratismo los egipcios lograron plasmar con gran intensidad una amplia gama de contenidos, por lo que se convirtió en un recurso de gran efectividad expresiva. No obstante, en algunas ocasiones se manifestaron algunos matices que variaban este esquema tan rígido, permitiendo ciertas concesiones expresivas, haciéndolo más sutil. Por ejemplo, en algunas ocasiones se plasmó una ligera sonrisa en el rostro de un faraón, para “humanizarlo” levemente; o bien sus manos hacen un ligero ademán; o también su mirada no está totalmente dirigida al frente, mostrando cierta desviación lateral. En general, el hieratismo egipcio se muestra, como se señaló antes, preferentemente en las figuras de dioses o faraones, pero también se encuentra en las figuras de las tumbas de ciertos personajes de alto rango, como sacerdotes o funcionarios de alta categoría. En casi todos los casos las figuras hieráticas están solas, exentas, sin presentar una relación espacial o figurativa con un contexto específico, como un paisaje o un espacio. Por ejemplo, las grandes estatuas de Ramsés II que se encuentran en el frontispicio del templo de Abu Simbel en el Alto Egipto, no mantienen una relación orgánica con el edificio, están únicamente sobrepuestas, presidiendo la entrada con su presencia imponente. La única excepción que se encuentra en relación a la regla del hieratismo representativo en el antiguo Egipto fue durante el período del reinado de Amenofis IV, llamado Akhenatón, quien estableció parámetros distintos, los cuales rompieron con la formalidad tradicional que se había mantenido durante miles de años.
Un último rasgo esencial del arte antiguo de Egipto lo constituye la llamada “perspectiva jerárquica”, la cual consiste en distorsionar el tamaño de las figuras para destacar determinados aspectos narrativos. Así, en una misma representación se encuentran distintos personajes interactuando en escalas dispares, unos de gran tamaño al lado de otros de tamaño más pequeño, o incluso minúsculo. Este recurso también ha sido utilizado en las representaciones de carácter artístico y narrativo desde el paleolítico hasta la actualidad. Por ejemplo, en el Renacimiento, época en la cual el naturalismo era la norma, Miguel Ángel distorsionó ciertas partes de la anatomía de algunas figuras con el objetivo de ensalzar determinados mensajes narrativos, como en el caso de las manos del David, o la relación de escalas entre el cuerpo de la Virgen y el de Cristo en la Piedad Vaticana.
En Egipto, la perspectiva jerárquica, al contrario de los que muchos creen, no se utilizó con la pretensión de destacar a unos personajes en relación a otros, de acuerdo a su rango o jerarquía social. Se utilizó más bien, como una conceptualización de carácter plástico. Las variaciones en el tamaño de los representados responden al énfasis que se le pretende dar a ciertos individuos para ensalzarlos visualmente, de acuerdo al marco que se consideraba adecuado y su trascendencia simbólica y mágica. Por consiguiente, al observar una escultura, un relieve o una pintura, los individuos representados con grandes dimensiones no son necesariamente los que tienen una mayor jerarquía social o religiosa, sino aquellos que en un contexto temático específico se les ha querido destacar por sobre otros.

Psicostasis del Libro de los Muertos de Horus, Imperio Nuevo. Museo Egipcio de Turín.
Por ejemplo, en una psicostasis (la pesa del alma del individuo en una balanza, tras su muerte, para decidir su futuro) del Libro de los Muertos, que se encuentra en el Museo Egipcio de Turín, el dios Osiris fue representado de un tamaño mayor que el resto de los dioses que en ella aparecen; mientras que, en el lado opuesto de la escena, se representa al difunto que accede a la sala del juicio de un tamaño también mayor al de los dioses, pero un poco menor al de Osiris. El tamaño más grande de ambos personajes no significa que necesariamente están en una escala superior al resto de los representados, sino más bien que ambos son los personajes fundamentales en la acción que se narra y que los demás representados son, en este caso, secundarios. Osiris es quien tiene la máxima autoridad en el juicio y el enjuiciado, es decir, el muerto, es el protagonista principal.
Los rasgos descritos en el anterior artículo y en éste nos permiten visualizar y entender a cabalidad el arte egipcio de la antigüedad, tanto para enriquecer nuestros conocimientos, como para fomentar nuestra sensibilidad. En la próxima entrega, nos ocuparemos de aquellas manifestaciones heterodoxas dentro de la narrativa egipcia, y también de su arquitectura.
Julián González Gómez
Este es uno de los grupos escultóricos más famosos de la historia del arte. Posiblemente esculpido por Agesandro, Polidoro y Atenodoro de Rodas en el siglo I a.C. en Grecia, en el período en el que el arte griego ya estaba en declive, representa la dramática escena en la cual el sacerdote troyano Lacoonte y sus hijos son atacados por dos serpientes que les darían muerte.
Dice la leyenda antigua que Lacoonte era el sacerdote troyano del dios Apolo y cuando los aqueos en retirada entregaron el famoso caballo a los troyanos, este sospechó y les dijo a sus conciudadanos que aquello no era más que una trampa. Incluso, le tiró una lanza al caballo que penetró por un costado. Ante esta respuesta, los dioses protectores de los aqueos se enfurecieron contra Lacoonte y, dependiendo de la fuente, fue Atenea o Poseidón quien envió a dos serpientes que salieron del mar para dar muerte a Lacoonte y sus hijos. Tras estrangularlos se los tragaron y así, los aqueos lograron mediante la trampa del caballo tomar la ciudad de Troya y ganar la guerra.
El grupo escultórico fue hallado en 1506 en una villa cercana a Roma. Desde tiempos antiguos se tenía noticia de esta obra, pero durante muchos siglos se le había dado por perdida. Al hallarse en el siglo XVI, los estudiosos la dieron por la auténtica y así pasó a ser conocida y venerada por las gentes del Renacimiento. Fue adquirida por el papa Julio II y colocada en los Palacios Vaticanos junto a otras esculturas famosas: el Apolo de Belvedere y la Venus Felix. Cuando fue hallada estaba incompleta, pues faltaba el brazo derecho de Lacoonte y de uno de sus hijos, así como diversas partes de las serpientes. Un grupo de varios artistas y estudiosos de la época recomendaron que fuese restaurada. Fue el propio Miguel Ángel quien realizó el brazo faltante, pero no se llegó a un consenso para instalárselo. Tras varias restauraciones provisionale,s al fin en 1905 se halló el brazo original en una tienda de Roma y fue agregado a la escultura tras una minuciosa restauración finalizada en 1957.
Este grupo presenta una composición piramidal, en la cual la escala de los protagonistas no es la misma pues el cuerpo de Lacoonte presenta un tamaño mucho mayor que el de sus hijos. El elemento más destacado es en sí el propio cuerpo del sacerdote que está excesivamente contorsionado en un paroxismo que quiere expresar la cercanía de la cruel muerte a la que serán sometido él y sus hijos. La cara de Lacoonte presenta el mismo estado de paroxismo, pero con el fuerte añadido de un sufrimiento que se diría que está más allá de la existencia de cualquier mortal. Este gesto además expresa la impotencia del padre al ver que no puede hacer nada por evitar la muerte de sus hijos. Ambos personajes juveniles voltean su cabeza hacia su padre como esperando que él pueda hacer algo por evitar el desenlace, pero todo será en vano. Para muchos este expresionismo y contorsión resultan exagerados y por lo mismo faltos de naturalidad y así han juzgado a la escultura como falta de verdadero valor artístico. Otros estudiosos han asegurado también que esta no es la obra original sino una copia romana hecha a partir del original que debió estar fundido en bronce.
Lo cierto es que hay que juzgarla en su contexto y por la época en que fue hecha, finales del período helenístico, era acostumbrado exagerar la expresión y así tratar de conmover al espectador. Por otra parte, es cierto que nada hay de clásico en esta obra y podría juzgarse en ese sentido como inferior al gran arte de Fidias, Lisipo o Praxíteles. En todo caso su fama se extendió por Roma, cuyos poetas la juzgaron como una obra de arte excelsa.
Agesandro, Polidoro y Atenodoro fueron tres escultores de Rodas, cuna de la famosa escuela de escultura del mismo nombre. Productora de gran cantidad de esculturas fue una de las escuelas más célebres del período helenístico frente a otras competidoras como la escuela de Delos. Parece ser que esta escuela entró en declive hacia el siglo I a.C. y por lo mismo el grupo de Lacoonte podría ser una obra de este período. La atribución a los tres artistas fue hecha por Plinio en su Naturalis Historia. No se sabe nada de la biografía de los tres artistas, pero se considera que Agesandro sí vivió en el período en el que fue hecho el Lacoonte por lo que se asume que Plinio estaba en lo correcto al afirmar su autoría.
Julián González Gómez
La expresión latina que da nombre a esta pintura significa “no me toques” y es un texto que aparece en el evangelio de San Juan. De acuerdo con el evangelista, María Magdalena al llegar al sepulcro de Jesús, lo encontró vacío ya que había resucitado. En ese momento se le apareció Jesús, convertido en Cristo y aunque en un principio la Magdalena no lo reconoció, pronto supo que era el salvador y lo llamó “Maestro” e hizo ademán de tocarlo, entonces Cristo le dijo: “No me toques, pues todavía no he subido al Padre”.
Como motivo iconográfico ha sido reproducido por gran cantidad de artistas a lo largo de los siglos y aquí Correggio continúa esa tradición, interpretándola a su manera pero siguiendo ciertas pautas establecidas. Entre ellas el cuerpo de Cristo parcialmente cubierto con el lienzo del sudario, su gesto esquivo y la postura arrodillada de la Magdalena. Muchas de estas representaciones eran hechas de acuerdo a un patrón en diagonal y esta no es la excepción. Otra pauta común era que en la escena apareciesen algunos instrumentos de jardinero u hortelano de acuerdo al texto evangélico: “Ella, pensando que era hortelano, le dijo…”.
El paisaje campestre, idílico, sirve de fondo para esta escena de intimidad entre los dos protagonistas que muestran distintas reacciones ante la aparición. Cristo se representa revestido de una energía que proviene de la consciencia de lo trascendente y de la capital importancia de su misión en este mundo y Magdalena está a la vez sorprendida y arrobada ante la visión. Correggio la pintó con el brazo derecho hacia atrás, retirándolo ante la petición de Cristo, que reitera con el gesto de su brazo derecho sus palabras, a la vez que extiende su brazo izquierdo con la mano señalando hacia lo alto, hacia Dios Padre. El contraste entre las dos figuras no puede ser más evidente, no solo por las posturas de cada uno de los dos personajes, sino también por las expresiones de sus rostros, que están sometidos a una fuerte tensión, aunque de distinta naturaleza. Ambos se miran fijamente a los ojos, sellando con ello su relación que desde este momento será sobrenatural y mística.
La composición, centrada en la diagonal que establece a través de los brazos de Cristo es ensalzada por la posición de las piernas de Magdalena y su postura inclinada, que son como el punto de entrada de la lectura plástica de la obra. Hacia la derecha, el árbol se convierte también en un elemento que refuerza la diagonal, pero llevándola hacia la vertical, que es como el remate final de la lectura. El tono oscuro del cielo en esta posición añade un toque de misterio, en una alusión a las fuerzas sobrenaturales de las que está revestido Dios.
Correggio aprovechó la escena para pintar uno de sus más hermosos desnudos masculinos en el cuerpo de Cristo, cuyas proporciones son armónicas y simétricas. A diferencia de otros artistas de la época, el autor no representaba los cuerpos en base a proporciones heroicas sino los hacía más terrenales, acercándolos con ello más a nosotros, los mortales. Por eso este gran maestro era conocido como un artista dotado de un sentido profundamente humano y hasta tierno, destacando por la suavidad con la que pintaba las carnes y las pieles tersas de sus modelos. La perfección entonces para Correggio no estaba centrada en lo sobrehumano y gigantesco como en Miguel Ángel, sino en lo armónico de la realidad tangible de la materia terrenal, tal como la representaba su admirado Rafael.
Correggio, cuyo nombre de pila era Antonio Allegri nació en Correggio, cerca de Reggio Emilia, en 1489. Los datos de su vida son escasos y poco se sabe de sus primeros años, suponiéndose que inició su formación en su tierra natal. Se sabe que durante su juventud estuvo en Mantua perfeccionando su técnica y en esta ciudad debe haber podido contemplar algunas de las obras de Andrea Mantegna, que había sido el principal maestro de la localidad.
En 1517 estaba en Roma, ciudad en la que residió hasta 1520, recibiendo una sólida formación en el clasicismo propio de los grandes artistas que trabajaban allí por esa época, principalmente Miguel Ángel. Pero la mayor influencia la recibió de Rafael, cuyo colorido y tersura lo deben haber impactado pues desde entonces estas características se manifestaron en sus obras. Para 1530 trabajaba otra vez en Mantua para el duque Federico de Gonzaga, donde compartía sus labores con otro discípulo de Rafael que era Giulio Romano, quien por ese tiempo estaba encargado de edificar el Palacio del Té para el duque. De esta época datan sus cuadros más famosos, caracterizados por la suavidad de sus colores y texturas, especializándose en pintar niños, adolescentes y figuras femeninas. Se dice que Correggio empezó siendo un pintor eminentemente renacentista, para pasar después a convertirse en uno de los más destacados artistas del manierismo, e inclusive se afirma que, gracias a su delicado trabajo con la luz de sus obras anticipó el barroco.
Correggio no tuvo una carrera larga, murió en su ciudad natal a los cuarenta años en 1539, siendo un artista pobre que todavía no había podido destacar en la difícil época en la que vivió. Sin embargo, pocos años después de su fallecimiento su obra empezó a ser apreciada cada vez más, siendo considerado uno de los artistas más importantes del manierismo italiano, especialmente de la Escuela de Mantua.
Julián González Gómez
Uno de los más importantes escultores del Renacimiento, además de gran pintor y artista multifacético, Andrea Verrochio también ha pasado a la historia como formador de artistas de la talla de Ghirlandaio, Perugino, Botticelli y sobre todo de Leonardo da Vinci. Sin duda fue uno de los grandes maestros que hicieron de la Florencia del siglo XV el principal centro de las artes de su tiempo.
Las claves de la obra de Verrocchio (“ojo de la verdad”, o también “ojo verdadero” en dialecto toscano) se encuentra en el absoluto dominio de los factores técnicos de su producción, los que trabajó con dedicado esmero y en la notable influencia del genio de Donatello, de quien asimiló un sereno clasicismo formal que encuadra la intensa vida interior de sus personajes. No fue considerado por casualidad el escultor más importante de Florencia y su obra se extendió a otras ciudades italianas, que lo reclamaban para realizar diversas obras públicas.
Verrocchio nació en Florencia en 1435 y fue bautizado con el nombre de Andrea di Michele di Francesco di Cioni. Su padre era fabricante de tejas y azulejos, trabajo que requería el empleo de distintas clases de arcillas y la utilización de hornos para realizarlo, por lo que desde niño tuvo contacto con estos materiales maleables, lo cual quizás lo predispuso para su futura carrera como escultor broncista, que requería primordialmente la realización de modelos en arcilla. Su primera formación fue en el taller del orfebre Giuliano Verrocchi, de quien tomó el apelativo y con el que aprendió dibujo y la realización de delicadas piezas de orfebrería. Más tarde pasó por el taller de otro orfebre: Alesso Baldovinetti y del escultor Antonio Rossellino, donde perfeccionó su técnica. Algunos investigadores aseguran que trabajó durante un tiempo con Donatello, aunque esto no se ha confirmado con total certeza. Donatello era por esa época, alrededor de la primera mitad de la década de 1460, el escultor más importante de la ciudad y aunque Andrea no haya trabajado en su taller, es indiscutible que el gran maestro ejerció su influencia sobre él. También por esos años inició su labor como pintor, trabajando con Filippo Lippi unos frescos en Prato.
Alrededor de 1465 se estableció en su propio taller y empezó a trabajar como escultor independiente, aunque también realizaba trabajos de pintura y orfebrería. Cuando Donatello murió en 1466 se convirtió en el escultor preferido de la familia Médicis, quienes le encargaron una obra de gran importancia, la construcción del mausoleo de Juan y Pedro de Médicis en la iglesia que era el panteón familiar: San Lorenzo. Andrea comenzó los trabajos alrededor de 1468 y los culminó en 1472 con una notable ornamentación de bronce y mármol. Los encargos de los Médicis parece que mantuvieron constante el trabajo de Andrea durante mucho tiempo y realizó diversos encargos para estos mecenas, lo cual le granjeó un gran reconocimiento en la ciudad de Florencia, cuyos ciudadanos notables y distintos gremios le encargaron diversas obras escultóricas, pictóricas y de orfebrería. Incluso fue contratado para realizar algunas piezas para otras ciudades italianas y flamencas.
La vida personal de Verrocchio nos es desconocida, pero sabemos que nunca se casó y que, gracias a sus elevados ingresos como artista mantuvo económicamente a diversos miembros de su familia. Al parecer en 1472 fue acusado de sodomía, lo cual nunca fue probado por lo que no se le encauzó legalmente. Ya hemos dicho que fue también reconocido como el mejor maestro de la ciudad y por su taller pasaron muchos aprendices que luego se convirtieron en los principales artistas de su tiempo. Murió en 1488 en Venecia, donde había acudido para fundir la notable escultura que aquí presentamos y que no pudo ver terminada.
Esta escultura, considerada por muchos como el mejor retrato ecuestre del renacimiento florentino fue un encargo de la República de Venecia en 1478 para conmemorar al condottiero Bartolomeo Colleoni, quien trabajó a las órdenes de la Venecia y que había muerto unos años antes. Un condottiero era un mercenario que estaba al servicio de una ciudad y que comandaba un ejército. Las repúblicas italianas, aún las más importantes como Florencia o Venecia, no poseían ejércitos profesionales propios y ante los inevitables conflictos con otras ciudades o estados acudían a contratar los servicios de estos mercenarios errantes para que combatieran en su nombre. Algunos de estos personajes se convirtieron con el tiempo en los dictadores de las ciudades ya que poseían el poder que dan las armas. Condottieros famosos que se convirtieron luego en dirigentes fueron, entre otros, Francesco Sforza en Milán, Federico de Montefeltro en Urbino y Pandolfo Malatesta en Rímini.
Volviendo a la obra que nos ocupa, cuando se la contempla es inevitable hacer la comparación con el otro gran monumento ecuestre del renacimiento: la estatua de Gattamelata de Donatello, realizada en Padua en 1453. En ambos monumentos ecuestres el personaje se halla investido de una fuerte presencia y autoridad y también en ambos el caballo levanta su pata delantera izquierda. Pero mientras que en la escultura de Donatello predomina cierta estaticidad, en la de Verrocchio hay un gran dinamismo y tridimensionalidad, girando su torso a la derecha en contraste con las piernas que están hacia el frente y la cabeza que mira hacia la izquierda. Por otra parte, esta escultura es notablemente más grande que la de Donatello. La inspiración de ambas se debe seguramente a la estatua ecuestre de Marco Aurelio que se encuentra en la colina capitolina de Roma y que era el único retrato ecuestre de bronce de la Roma de la antigüedad que existía todavía. La otra influencia se puede encontrar en los caballos de bronce que se encuentran en la Basílica de San Marcos de Venecia.
Verrocchio realizó primero el modelo de arcilla a escala y después vació un modelo de cera que llevó hasta Venecia. En esta ciudad comenzó la labor de hacer la gran escultura con el primer modelo en arcilla a escala real, pero durante el proceso murió. Entonces se le propuso la tarea a su alumno Lorenzo di Credi, que había acompañado a su maestro, pero rechazó el encargo. Finalmente el vaciado final del molde y la ejecución en bronce fueron realizados por Alessandro Leopardi, quien la culminó en 1490. Actualmente sigue emplazada en la plaza donde originalmente se le colocó, el campo de San Giovanni e Paolo, donde se encuentra la Scuola de San Marco de la ciudad de Venecia.