Julián González Gómez
Un cielo nublado pero luminoso, de fuerte textura pictórica, envuelve con su luz el paisaje veraniego del sur de Francia cuyo protagonista es este magnífico y antiguo pino. Dada la técnica con la que este paisaje fue pintado, si se observara de cerca no se verían más que manchas de colores muy vivos sin ninguna forma, pero cuando uno se aleja empieza a cobrar sentido y se manifiesta el esplendor de esta imagen.
Las cualidades matéricas de este cuadro se expresan claramente por medio del espesor de la pintura, que genera un marcado volumen y por los trazos breves y rotundos del pincel, que fijó el artista de una forma que parece abrupta, pero que sigue un meticuloso procedimiento en todas sus partes. Mucho de este cuadro se lo debe Signac a los impresionistas que lo antecedieron y aún más a la pintura puntillista de Seurat, que fue su amigo y maestro. En efecto, este se puede denominar con toda exactitud un cuadro puntillista, pero el autor conjuga este procedimiento de una manera muy distinta a la que hizo Seurat. En primer lugar, no utilizó los colores puros y primarios para obtener todos los tonos, sino que seleccionó una gama de colores secundarios tal como salían del tubo de pintura y los aplicó en puntos bastante grandes para que el ojo los perciba en toda su armonía. Estos puntos resultaban en Signac bastante más grandes que los de Seurat y por consiguiente la cualidad de “mancha” de los mismos se expresa mucho más que si hubiesen sido aplicados en puntos pequeños. En segundo lugar, y como elemento derivado en parte del anterior punto, los colores de Signac, secundarios y matizados, no pretenden representar la realidad objetiva de lo que sus ojos están captando, sino una gama subjetiva de colores que sirven para enfatizar determinadas partes o para crear un efecto de profundidad. Las sombras, que usualmente se utilizan para generar volumen, han desaparecido y su lugar lo han tomado los colores.
En esta obra, la sensación de profundidad, delimitada por los colores se acentúa por la posición de los elementos que la componen. Por ejemplo, los arbustos que están en primer término crean un primer plano de aproximación al interior. El espacio amplio y abierto que está en segundo término es como el tablado de un escenario en el que se asienta como protagonista el gran pino y finalmente los árboles y arbustos que delimitan el tercer plano se manifiestan no solo como marco espacial, sino como complemento cromático del follaje del árbol. El cielo, por fin, marca la “atmósfera” del cuadro brindándole además una neutralidad cromática que ensalza los colores.
No es de extrañar que Matisse y Derain, creadores del fauvismo, sintieran gran admiración por las obras de Signac, sobre todo por la viva gama de colores de sus pinturas, colores que se juntaban unos con otros siguiendo las reglas de los complementarios y de ahí su radiante luminosidad, provocada por la vibración del color y su mezcla en la retina. La gran diferencia es que Signac pretendía recrear con cierta objetividad el tema que pintaba y lo reflejaba por medio de los puntos de colores, mientras que los fauvistas se decantaron por los campos amplios de color aplicado con un criterio más ligado al sentimiento propio del artista que a la objetividad de la representación.
Por otra parte, Signac es más conocido por la gran cantidad de marinas que pintó, aprovechando los efectos lumínicos del agua para recrearlos por medio de estos grandes puntos de color que son como su marca personal. Aquí hemos elegido una obra distinta para enfatizar más que el paisaje la técnica que empleó en un tema tan difícil de tratar con ella.
Paul Signac nació en París en 1863 proveniente de una familia de comerciantes acomodados. En 1883 ingresó en la Escuela de Artes Decorativas donde aprendió a dibujar e hizo sus primeras pinturas, al mismo tiempo asistía al taller del pintor Bin en Montmartre. En esta época se dejó influenciar por el arte de los impresionistas, que estaban en apogeo en París, sobre todo Monet, Pisarro y Renoir. Esa influencia nunca la perdería a lo largo de su carrera. En 1884 conoció a Georges Seurat con quien empezó a pintar con la técnica del puntillismo, pero con una menor rigurosidad pues le interesaba más que la técnica, la expresión de la luz y el color.
En 1884 colaboró en la creación de la Société des Artistes Indépendants, de la que en 1903 fue vicepresidente y en 1909 presidente. En 1886 participó en la IX Exposición de los Impresionistas junto a Degas, Pisarro, Gauguin y Seurat. Como teórico de la pintura publicó en 1899 la obra De Eugène Delacroix al neoimpresionismo, que era una defensa de los procedimientos técnicos adoptados por los pintores postimpresionistas, sobre todo su énfasis en el color y la luminosidad.
Tras la muerte de Seurat se trasladó a Saint-Tropez, al sur de Francia con su familia, donde vivió hasta 1911 pintando los paisajes de la región. Signac fue conocido también por su afición a los viajes por mar y en varios de estos conoció gran parte de las costas y ciudades del Mediterráneo. Poco a poco su técnica fue evolucionando hasta ir dejando atrás las reglas del puntillismo y concentrándose cada vez más en los valores lumínicos de sus trabajos.
A partir de 1913 empezó largas estancias en Antibes, donde montó finalmente su estudio y siguió trabajando en sus lumínicas pinturas inspiradas en este lugar, pero manteniendo también un estudio en París, donde trabajaba durante algunas temporadas del año. Falleció en esta ciudad en 1935 y su cuerpo fue enterrado en el Cementerio de Père-Lachaise.
Cada vez que Georges Seurat iniciaba el trabajo de pintar un cuadro, sabía que le tomaría bastante tiempo realizarlo, y es que la técnica que desarrolló, llamada puntillismo, requiere tener una paciencia y una dedicación absolutas. Esta técnica se basa en la aplicación de pequeños puntos de color puro en la medida exacta para que el ojo los mezcle y capte los diferentes matices y tonalidades. Por ejemplo, si queremos obtener un verde, entonces hay que mezclar azul y amarillo, pero no al azar, ya que existen infinitas variedades de verdes y en algunos casos hay que aplicar también un poco de rojo para lograr el color deseado. El balance cuantitativo entre azul y amarillo es al final el que determina la calidad del color verde que se desea. El blanco y el negro apenas si se aplican, ya que pueden distorsionar la tonalidad y en ningún caso encontramos un color puro, ya que éstos no nos dan un resultado convincente en relación con la luz y la atmósfera de la escena a representar.
Seurat no fue el primero en emplear el puntillismo en la pintura, ya lo había hecho Vermeer más de doscientos años antes, pero de una forma intuitiva. Seurat, que era un artista plenamente identificado con las tendencias artísticas y científicas de su tiempo, se basó en las teorías sobre la composición de los colores del químico Eugéne Chevreul, que los pintores impresionistas habían adoptado para mezclar sus colores. Seurat llevó hasta sus últimas consecuencias la idea de la mezcla de color realizada en la retina del observador mediante su versión del puntillismo. No sólo había que aplicar puntos del color sobre la tela, sino además controlar el tamaño y la densidad de éstos, lo que seguramente requeriría hacer diversas pruebas previas hasta obtener el resultado deseado. Además, una vez aplicados los puntos en la superficie, era necesario alejarse de ella constantemente para verificar si el resultado era el correcto. En fin, el método de trabajo de Seurat podía llegar a ser desesperante para alguien carente de paciencia. Era al mismo tiempo ciencia y arte y no se podía improvisar nada sobre la tela, por lo que al ver un cuadro de este pintor, estamos observando la culminación de un proceso meticuloso y racional en el que todo ha sido calculado y determinado con anticipación. Sin embargo, el resultado dista mucho de ser frío y distante, como se esperaría de un producto de carácter científico; al contrario, los cuadros de Seurat tienen la capacidad de seducirnos y hasta sorprendernos. Una experiencia muy interesante es acercarse lo más que se pueda a un cuadro de Seurat y ver sólo puntos de color que forman manchas y alejarse poco a poco, hasta que a cierta distancia se nos revela la composición y, por así decirlo, la “lógica” de este método. Ciertamente, se puede hacer lo mismo con las obras de muchos otros pintores, sobre todo con las de los impresionistas, pero en los cuadros de Seurat –y también en los de otros pintores puntillistas como Signac- es más evidente esta cualidad.
Georges Pierre Seurat nació en París en 1859, a los dieciséis años ingresó en la Escuela Municipal de Dibujo y trabajó con el escultor Justin Lequien. En 1878 ingresó en la Escuela de Bellas Artes de París, donde fracasó y se retiró de ella un año más tarde para estudiar por su cuenta las obras de los maestros en el Louvre y se familiarizó con las teorías científicas del color, sobre todo con las de Chevreul. Después de haber cumplido con el servicio militar, compartió un pequeño estudio con otros dos artistas y empezó a trabajar en el dibujo y la experimentación de las propiedades físicas del color, fuertemente influido por las ciencias positivas.
Esta formación, un tanto heterodoxa con respecto a la de los artistas de su tiempo, hizo que Seurat se pusiera a la vanguardia de las tendencias post-impresionistas, ya que ni era un pintor de academia, ni tampoco un pintor impresionista como Monet o Renoir, que pintaban al aire libre. Para Seurat el estudio era esencial, ya que este espacio era ante todo un laboratorio en el cual experimentar con la fusión entre arte y ciencia. Realizaba numerosos bocetos del natural, sólo para empaparse de la atmósfera y la composición estructural de la representación, pero todos sus cuadros fueron hechos en el estudio, construidos poco a poco. A diferencia de los impresionistas, que mediante la improvisación y el trazo rápido pretendían captar lo instantáneo del momento, Seurat construía la realidad haciendo una especie de mapa mental de la representación, que iba progresando poco a poco en su contextura y complejidad. Así sus cuadros, a pesar de que pretendiera lo contrario, no reflejan una realidad concreta, ni una impresión de la misma, sino más bien un esquema sintético que es propio y original. En esto consiste el verdadero arte de Seurat, en su singularidad como representación al margen de cualquier tendencia artística y teoría científica.
En vida no logró cosechar triunfos y siempre estuvo marginado de los salones artísticos. Se le consideraba un mal pintor y un pésimo dibujante y parece ser que solo pudo vender un cuadro. La polémica en lo referente a su estilo continuó hasta su temprana muerte, a los 32 años, en 1891 a causa de una difteria. Sólo años después sus cuadros alcanzaron la fama y se cotizaron como grandes obras de arte. Por ello, Seurat comparte la maldición de los pioneros que tuvieron que sufrir como él la incomprensión y hasta la burla: Van Gogh, Gauguin o Tolouse-Lautrec entre otros, todos contemporáneos en un tiempo y lugar en los que la sociedad autosatisfecha e intolerante les dio la espalda.
Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte es una pintura bastante grande: dos por tres metros, lo cual es a propósito para lograr efectivamente la mezcla de los puntos de color en relación a la complejidad de su representación. La Grande Jatte era un parque que estaba ubicado en las afueras de París, donde los citadinos solían pasar sus días de campo y pasear a las orillas del Sena, un tema banal y afín a los impresionistas. Seurat estuvo trabajando en esta obra por más de dos años, diariamente y con esmero. En él están representados diversos personajes arquetípicos de la sociedad parisiense que se daban cita en este lugar y seguramente ninguno de ellos es un retrato. El método aquí es más importante que la representación y por ello las figuras parecen estatuas, todas perfectamente individualizadas y a la vez rodeadas por una atmósfera completamente invadida por la luz de la tarde. Todo el cuadro está compuesto por superficies que en los bordes se difuminan suavemente de cerca y que a la distancia parecen perfectamente marcadas, a excepción de los vaporosos árboles que dominan la parte superior, los cuales se funden entre sí y con el cielo. Es curioso, pero los árboles más lejanos aparecen menos difuminados que los que están más cerca. El agua del río y los reflejos están pintados de una manera absolutamente magistral, prueba de los numerosos estudios que Seurat había hecho de las costas de Brest mientras cumplía su servicio militar. La yerba es casi monocroma, al igual que las potentes sombras que se esparcen sobre ella, producto del empleo del azul que se ha aplicado con bastante densidad. El balance perfecto de los colores cálidos y fríos nos revela que Seurat era ante todo un colorista y que, a pesar de las apariencias, toda la composición está sometida a este balance, incluyendo el modelado y el dibujo de las formas.
En mi opinión, Seurat logró mejores resultados en algunas de sus obras posteriores, lo cual nos hace pensar que si no hubiese muerto tan joven habría llegado a dominar la difícil técnica que se había impuesto y que seguro habría mejorado el modelado de sus figuras, pero esto es mera especulación. Quedan sus pinturas como testimonio de la búsqueda de una fusión armoniosa entre arte y ciencia que aquí se muestra con todo su candor y belleza.