Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (XIV)

Julián González Gómez

 

La antigua Grecia (quinta parte)

Aunque nunca se ocupó directamente de los problemas relacionados con las ideas sobre el arte, Platón sí los trata parcialmente en La república y las leyes. De acuerdo a lo afirmado en el escrito anterior, las ideas de Platón acerca del arte y la representación establecen que su apreciación no provoca más que una ilusión, engañosa y no veraz sobre lo que es la realidad del mundo. Entonces, la Aísthesis, es decir, la percepción, no basta por sí sola para proveernos de las herramientas necesarias para procurarnos del verdadero conocimiento.

Kouros primitivo, s. VIII a. C.

Sin embargo, el filósofo sí se ocupó de las características de la belleza en sí misma y también en lo referente a su apreciación a través de la representación. Pretendía alcanzar una interpretación objetiva de lo bello, o más bien, de lo que la belleza es en sí misma, la idea “pura” de la belleza. Belleza y placer no eran equiparables según sus ideas, por lo que la belleza no se limita a los objetos sensibles, sino que es una propiedad objetiva de las cosas que son bellas por sí mismas. En El banquete se refirió a la belleza como algo por lo que vale la pena vivir, por lo que su interés en este campo se refiere más bien a aquellos aspectos éticos de la belleza. Platón equiparaba la belleza a la verdad y a la bondad, sin elevarla por encima de ellas. En otro diálogo, el Hipias, Platón consideró cinco definiciones de lo bello: lo conveniente, lo útil, lo que sirve para lograr lo bueno, lo que da placer a la vista y oídos, y la grata utilidad. Platón aceptó la definición de su maestro Sócrates de que lo bello es lo conveniente, lo que es apto para su fin; pero somete esta definición a dos objeciones: primero, lo que es adecuado puede llegar a ser un medio para lograr lo bueno, pero no constituye lo bueno en sí mismo, mientras que lo bello siempre es bueno, y la segunda es que entre los objetos y formas hermosas algunos los apreciamos por su utilidad, pero otros los valoramos en sí mismos, y a estos últimos, la definición de Sócrates les resulta insuficiente.

El sentido de lo bello es algo innato y no un efímero sentimiento de placer. En otras palabras, no todo lo que nos gusta resulta bello de verdad, sino que a veces sólo lo aparenta; tal es el caso de las representaciones artísticas. Platón asume y amplía la concepción pitagórica de la belleza, basada en el orden, la proporción y la armonía (aspectos que se definen fundamentalmente por la matemática y su derivada: la geometría), donde la medida es el elemento fundamental. Pitágoras diferenciaba lo que él llamaba el “buen arte”, que estaba basado en la medida, del “mal arte”, que se apoyaba en las reacciones sensoriales y emotivas. Pero para Platón la belleza no se puede limitar a los cuerpos, sino que es una propiedad de las almas y las ideas. Si, por ventura, los cuerpos y las almas son bellos, es porque son semejantes a las ideas y el grado de belleza de las cosas depende de su mayor o menor distancia respecto a la idea de lo bello. Estas ideas tuvieron una importancia fundamental en las artes de la Edad Media y posteriormente en el Renacimiento, como vamos a ver más adelante. Sobre el concepto pitagórico de la medida, Platón prefiere utilizar el término Justedad, que se refiere a lo oportuno, acertado, conveniente y sin desviaciones hacia los extremos. Cálculo y medida garantizan la justedad y se manifiesta en la disposición adecuada de los elementos de una obra, su orden interno y la conveniencia entre las partes y el todo, en otras palabras, lo que se conoce como Simetría.

Kouros de Anavyssos, s. VI a. C.

Si bien Platón mantenía la idea generalizada entre los griegos de su tiempo, en el sentido de que las obras propias de la representación eran apropiadas y hermosas si estaban producidas con habilidad (Techne) y tenían algún fin, no veía vínculo alguno que las uniera con la belleza, tal y como él la concebía. En la época de Platón el arte había alcanzado un esplendor y virtud representativas de muy altas cotas, tanto en la pintura, como también en la escultura y la arquitectura, mediante la representación naturalista e idealizada de la realidad, haciendo patente el concepto de la Mímesis, la imitación de la naturaleza. Platón entendía la Mímesis como la reproducción del aspecto de las cosas y creía que el pintor o el escultor, al imitar al hombre, no crean otro hombre parecido, sino sólo su imagen. De acuerdo a esta idea, el artista crea una imagen irreal, sólo parecida a la realidad y nunca la realidad por sí misma. Al referirse a la imitación, es decir, a la copia, se le debe considerar un engaño, una falsedad. Para Platón, la Mímesis sólo puede cumplir su objetivo cuando se libre del ilusionismo.

Como conclusión, se puede afirmar que Platón, en lo que respecta al arte de su tiempo, tenía una opinión más bien negativa. Tanto por su ilusionismo, como por su deformación y por representar sólo el aspecto exterior de las cosas y no las cosas en sí mismas. Buscando las ideas puras, el predominio de la razón sin corromperse y las virtudes más profundas en las esencias, Platón vio al mundo sensible como un reflejo imperfecto de ese otro mundo, el perfecto, el de las ideas puras; el cual no se puede alcanzar más que por los mecanismos de la razón.

Si nos enfocamos en el arte del tiempo de Platón, antes mencionamos que alcanzó por esta época su esplendor clásico, con obras que se consideran entre las mejores y más elevadas de la historia del arte, producto de las dotes y habilidades de artistas como Apeles, Fidias, Policleto, etc. Pero la excelencia que se refleja en su contemplación, es producto de una evolución que previamente pasó por varias etapas, aunque siempre guiadas por la idea constante de representar las virtudes propias de la cultura helena, centradas en el ser humano. Desde los tiempos del período llamado por los historiadores “Arcaico” hubo una serie de características que definieron una ética propia de la naturaleza de las obras de arte, no sólo en lo que se refiere a su ejecución, sino también a su contemplación.

En ellas, el culto al hombre es equivalente, aunque no igual, al culto a los dioses. Esto se manifiesta por la veneración a los héroes; quienes, aunque no son dioses en sí, son semejantes por sus virtudes. En este sentido, Platón diría que los héroes son, a lo sumo, reflejos imperfectos de las virtudes que sólo los dioses pueden tener. El culto al héroe tiene dos clases de protagonistas: los héroes míticos como Herakles, Jasón, Aquiles, etc. Y los héroes que han vivido, entre ellos algunos guerreros y, sobre todo, atletas olímpicos. El culto al héroe implica la representación de su figura de una forma idealizada; creando así un arquetipo, que es un modelo original de cualquier manifestación de la realidad. El arquetipo heleno representa los más caros ideales de su civilización, lo que se llaman las virtudes cardinales. Al Dios se le adora; al héroe, se le venera.

Por ello, desde el período arcaico se veneraban públicamente las figuras de los héroes, manifestados por figuras en bulto o en relieve de los protagonistas. Pero no eran retratos de ellos, sino una idealización estereotipada, basada en determinadas fórmulas de expresión. Son los llamados Kouroi, figuras de jóvenes en la plenitud de su desarrollo físico; mostrando así su potencia corporal y también su bondad interna. La mayoría se representó en la escultura griega de época arcaica, influenciada notablemente por la egipcia, que se caracterizó por rasgos originales, como la sonrisa llamada “arcaica”, su frontalidad y estaticidad. Estos rasgos se fueron transformando, al final del periodo (últimas décadas del siglo VI y primeras del V a. C.), en un estilo de transición al clasicismo denominado estilo severo, estimulado finalmente por la necesidad de renovar la decoración escultórica de los templos destruida durante la invasión persa. En general las figuras eran hieráticas y carentes de expresiones y rasgos psicológicos. Las figuras masculinas (kouroi, en singular kuros) y femeninas (korai, en singular kore) podían representar tanto a seres humanos como a dioses, muestra de la antropomorfización de estos y de la elevación al rango semidivino o heroico de aquellos.

Kore de Eutídico, s. V a. C.

Además de las posibilidades texturales que ofrecen los distintos materiales y técnicas de acabado, aprovechadas de forma limitada en la época arcaica, fue la policromía aplicada sobre las esculturas la que las dotó de luminosidad y sensación de vida. Los antiguos griegos no hubieran concebido que una escultura se dejase sin pintar, la considerarían imperfecta o inconclusa. Incluso la inevitable pérdida de los colores por el paso del tiempo, que el gusto romántico considera un incremento del interés estético, era considerada como un deterioro esencial.

El paso al arte clásico heleno vendría de la nueva conciencia que de su cultura alcanzarían los helenos tras las guerras contra los persas. Si bien la cultura helénica como tal se empezó a manifestar desde el siglo VIII a. C por el nacimiento de la Polis como ciudad estado, y su diversa evolución  política: de monarquías se pasarán a tiranías y de estas a gobiernos de los ciudadanos (democracias u oligarquías); tras las guerras se potenció la firmeza y vitalidad de sus instituciones, tanto políticas, como culturales y su pensamiento, dando paso al esplendor clásico.


Mirón, «El Discóbolo». Original de bronce, siglo V a.C.

Julián González Gómez

Discobolo MironLa mayoría de las estatuas griegas que han llegado hasta nuestros días provienen de copias romanas hechas en la antigüedad y el famoso Discóbolo, no es una excepción. La escultura original se realizó casi seguramente en bronce pero la mayoría de copias romanas que de ella se hicieron son de mármol, así que su percepción queda un poco distorsionada por la naturaleza del material. Unas cuantas reproducciones romanas se hicieron en bronce y de una de ellas que sobrevivió a la historia es la que aquí presentamos.

Correspondiente al período clásico de la escultura griega, el Discóbolo es la representación de un joven atleta heleno en el momento en el que se dispone a lanzar el disco en una de las antiguas pruebas de atletismo que se llevaban a cabo en Grecia, por ejemplo en los juegos olímpicos. El cuerpo, representado en un estado de máxima tensión, se arquea en dos marcadas curvas que se forman una con el tronco arqueado hacia adelante y la otra con las piernas flexionadas. Un tercer arco muy marcado lo establecen los dos brazos, el izquierdo apoyado en una de las rodillas y el derecho portando el disco que se va a lanzar. La cabeza está girada hacia atrás, como contemplando el disco que está a punto de lanzar. El cuerpo muestra un cuidadoso estudio de la anatomía de un joven atleta en la máxima expresión de una musculatura de gran firmeza que es producto de una intensa actividad física y su entrenamiento. Por cierto, parece ser que en las primeras olimpíadas modernas, realizadas en Grecia en 1896, en donde el lanzamiento del disco fue una de las pruebas de atletismo, los atletas se inspiraron en esta escultura para realizar la técnica del lanzamiento. Posteriormente evolucionó hacia otras posiciones más efectivas para alcanzar mayores distancias y en la actualidad ya no es así exactamente, pero la postura de los lanzadores de disco se parece todavía un poco a la del Discóbolo.

La escultura griega clásica mostraba sus modelos con figuras idealizadas las cuales, aunque partían de la naturalidad de modelos reales, se debían ajustar a determinados cánones de proporciones y las reglas de la simetría para así acercarse al ideal de belleza que se deseaba. La belleza lo era todo para los artistas griegos y a lo largo de un buen número de años y varios creadores de por medio se establecieron las normas y los cánones que podemos admirar en las creaciones escultóricas de este período. Por ello, la escultura griega no mostraba el cuerpo humano tal como era el modelo, sino tal como debía ser para ajustarse a los cánones de la belleza. El modelo real siempre tendría algún defecto, pero el modelo idealizado carecía de ello, debía ser lo más perfecto posible de acuerdo a las capacidades del artista. Recordemos la dualidad de Platón que declaró que este mundo sólo es un reflejo imperfecto del mundo perfecto de las ideas y la belleza pura.

La evolución de la escultura griega clásica pasó por varias etapas, todas ellas de una gran importancia, pero el elemento central, el que las unificaba, era el establecimiento de aquellas normas que acercaran a sus creaciones al ideal máximo de belleza. Se consideraba el cuerpo de un joven pletórico en sus facultades físicas como el mejor ejemplo de este ideal, relegando el cuerpo femenino a un segundo término. Así el joven atleta representaba el máximo logro de la perfección y también por eso se representaba a los principales dioses bajo ese canon. Al fin y al cabo los dioses debían ser perfectos.

Por ello el Discóbolo, si bien no representa a un dios, representa al héroe olímpico con todas sus nobles características físicas desarrolladas al máximo. También por eso es una de las esculturas de la Grecia clásica más conocida y su autor Mirón uno de los artistas más célebres de este período.

Mirón de Priene, conocido mayoritariamente sólo como Mirón nació en Eléuteras en fecha desconocida del siglo V a.C. No se sabe nada de su vida ni de su formación, pero estuvo activo desde el 480 hasta el 440 de ese siglo. Según Plinio, Agéladas de Argos fue su maestro.

Como casi todos los escultores griegos de su tiempo trabajó preferentemente con el bronce realizando figuras de diferente tipo, sobre todo de dioses y héroes, pero se hizo famoso especialmente por sus esculturas de atletas, muy novedosas para su tiempo, en las cuales era un factor esencial la naturalidad de la postura, que se consideraba exacta a la original, pero eso sí, sometida a la simetría necesaria para obtener un todo armonioso. Su rival fue Policleto y Plinio considera que Mirón lo superó por sus proporciones más armoniosas. Esencialmente, el genio de Mirón consistió en la capacidad extraordinaria que mostró para captar el movimiento. Según algunos cronistas antiguos, aunque Mirón ejecutó obras admirables de rito y dinamismo, no tuvo el mismo éxito en mostrar las emociones y los procesos mentales de sus modelos.


Policleto, «Doríforo». Copia romana en mármol, siglo V a.C.

Julián González Gómez

El Doriforo (el que lleva sobre  sí la lanza), de Policleto.Policleto realizó el original de esta escultura en bronce y se ha perdido, pero afortunadamente se conservan varias copias romanas realizadas en la antigüedad y aquí presentamos una de ellas. Representa a un joven de no más de unos 18 a 20 años en la plenitud de su belleza y poder físicos. Seguramente era un guerrero de infantería ligera, todavía demasiado joven como para pertenecer a la categoría de los hoplitas, que eran los componentes de la infantería pesada, armados con yelmo, escudo y lanza y eran el elemento central y más importante de los ejércitos griegos.

El cuerpo está ligeramente arqueado debido a la postura, ya que parece como si se hubiese detenido de pronto cuando estaba caminando. Todo el peso del cuerpo descansa sobre la pierna derecha, mientras que la izquierda, que está doblada ligeramente hacia atrás, hace de contrapeso. El brazo derecho se deja caer relajado, mientras que el izquierdo sostenía una lanza que se apoyaba en el mismo hombro (Doríforo quiere decir “el que porta la lanza”). Los hombros están completamente alineados y rectos y sobre ellos la poderosa cabeza se tuerce ligeramente hacia la derecha, como si observara algo que le llama la atención, esbozando una tenue sonrisa.

Esta escultura claramente desciende de las antiguas figuras de los kuroi griegos arcaicos, que se mostraban también con la pierna derecha adelantada respecto de la izquierda en una postura que rompía parcialmente con su hieratismo. Otro aspecto que denota lo afirmado anteriormente es la predominante frontalidad de la figura, que está hecha para verse desde delante, dejando los demás ángulos como supeditados a esta traza. Sin embargo, a través de la curvatura que describe el cuerpo, Policleto logró de una forma extraordinaria romper con la rigidez de los kuroi, dotando además a la figura de un dinamismo hasta entonces inédito en el mundo de las convenciones artísticas griegas de la época. A pesar de ello, todavía hay algunas trazas de arcaísmo en esta figura como la rigidez de las caderas, su marcada delineación y los músculos pectorales demasiado planos.

Con el Doríforo, Policleto estableció la regla proporcional que rigió los cánones del arte griego del siglo V a.C. fijando la figura con un alto total de siete cabezas. Así, la altura de la cabeza es de un séptimo de la altura total del cuerpo. Este canon no fue establecido por capricho, sino mediante una aguda observación de las proporciones del cuerpo humano, tomando como ejemplos paradigmáticos los aspectos físicos de los atletas más sobresalientes de la época y combinando estas proporciones con un modelo matemático que procurase la mayor armonía y simetría. El arte griego antiguo no era realista, sino idealista. No se representaban los defectos que todos los cuerpos podían tener, sino que se ajustaban las características a modelos armónicos predeterminados. Así, toda representación artística, aunque era esencialmente mimética, era una idealización porque no representaba la realidad tal cual es, sino tal cual debía ser, de acuerdo con los valores establecidos de antemano. Después del canon de siete cabezas que estableció Policleto, se fijó, un siglo después, un nuevo canon de ocho cabezas para el cuerpo humano, haciendo las figuras más altas, esbeltas y estilizadas, pero alejándolas aún más de la representación de la realidad.

Así, el Doríforo quedó como una escultura paradigmática del mundo antiguo, reproducida una y otra vez y gozando de una fama imperecedera que se extendió hasta el mundo romano, varios siglos después. De ella viene también la fama de su autor, Policleto, reconocido como uno de los más grandes artistas de la Grecia clásica, a la altura de otros sobresalientes escultores como Fidias, Mirón y Crésilas.

Policleto nació seguramente en Argos en el siglo V a.C. en fecha desconocida, quizás en el año 480. No se conocen los detalles particulares de su vida, pero seguramente se formó como escultor en su propia ciudad, donde existía una famosa tradición de artistas del bronce. Jenócrates escribió un catálogo en el siglo IV a.C., hoy desaparecido, donde describió la vida y las obras de los más importantes artistas helénicos y en él aparecía Policleto como un escultor de la misma importancia y fama que Fidias, aunque de una época ligeramente posterior. Este catálogo sirvió de base para algunos de los estudios históricos de Plinio, quien argumentó también sobre la fama y maestría de Policleto y gracias a estos escritos es que hoy conocemos su obra. Ninguna de sus esculturas originales ha pervivido y solo se conocen las más famosas por las copias helenísticas y romanas, casi todas realizadas en mármol.

Plinio describe como sus obras más célebres el propio Doríforo, el Diadumeo, que es otra figura de un joven atleta y la grandiosa escultura de la diosa Hera, que estaba destinada al culto en el Hereo de Argos, que era su templo particular.


Anónimo, «Victoria de Samotracia». Mármol, S. II A.C.

Julián González Gómez

 

Victoria de SamotraciaMás que un ideal estético es una belleza patente, con una fina tela que se pega al cuerpo de esta magnífica mujer. Unos senos que se alzan al viento que los electriza, las alas que todavía sostienen parcialmente su peso y la pierna derecha adelantada para imponer su presencia mientras se posa sobre la proa de un barco delatan a Niké, la victoria griega. A diferencia de su desaparecida hermana ateniense: la Niké áptera que esculpió Fidias y cuyo templo se encuentra en la Acrópolis, las alas de esta victoria la han traído a esta nave para quedarse en ella para siempre y no necesita que se las corten para evitar que vuele como le pasó a la otra, que quedó prisionera.

Descubierta en la isla griega de Samotracia en 1863 por Charles Champoiseau, cónsul francés que era además arqueólogo aficionado, lo que quiere decir que era por una parte amante de la antigüedad y por otra, un poco ladrón. La historia de su desenterramiento y posterior traslado a Francia es digna de una novela. Cuando se encontró parcialmente enterrada, la escultura estaba fragmentada en muchos pedazos y solo fue posible contemplarla con cierta congruencia cuando fue reconstruida en París para ser exhibida en el Louvre y desde entonces se convirtió en uno de sus principales tesoros. Nunca se encontraron la cabeza y los brazos, pero esas carencias no han hecho sino aportarle magia y misterio. En cierta ocasión Cézanne dijo que no necesitaba ver su cabeza para imaginar su mirada.

No se conoce su autor y se ha especulado con varios escultores, pero no existen pruebas fidedignas de quién fue su creador y al parecer ese dato quedará también en el misterio. Pocos años después de su descubrimiento por Champoiseau un grupo de arqueólogos austríacos excavó en el mismo lugar y encontró un grupo de grandes bloques de mármol gris los cuales, debidamente ensamblados, representaban la proa de un barco. Este descubrimiento se asoció con la existencia de varias monedas helenísticas en las que aparece grabada una Victoria sobre la proa de un barco y claramente vincularon estos restos con la estatua hallada varios años antes. Champoiseau hizo todo lo posible por trasladar las partes del barco a París y lo logró, ensamblándolas con la estatua de la Victoria Alada y así se expuso desde entonces en el Louvre.

Se especula que la Niké de Samotracia fue donada por los ejércitos de Rodas al santuario de esa isla a raíz de la victoria naval que obtuvieron en Side, una ciudad de la costa mediterránea del sur de la actual Turquía, frente al rey Antíoco III de Siria, alrededor del año 190 a.C. Esta victoria les supuso el control de grandes comarcas en Licia y Caria y la alianza de varias ciudades próximas. La Niké era la figura preponderante en un conjunto escultórico que abarcaba no solo a la escultura y la proa del barco, sino además una gran fuente y otras esculturas alegóricas, todas en el frente de un templo votivo.

No solo las fechas, sino también la sinuosidad del cuerpo femenino, así como los exuberantes pliegues del ropaje que simula estar agitado por una corriente de viento, nos revelan que esta estatua pertenece al período helenístico, en el cual los escultores abandonaron la severidad clásica de Fidias o Policleto, en favor de una expresión más personal y sensual de los volúmenes. El efecto de los pliegues que se ciñen a las formas como si fuesen de una tela que está mojada nos retraen a Fidias, quien había sido el iniciador de este motivo escultórico, por demás imitado en toda la Grecia antigua. Pero el maestro que esculpió esta Victoria tuvo un especial cuidado en revelar muy sutilmente los detalles anatómicos del cuerpo, poniéndolos en relieve mediante las transparencias. Es tal el virtuosismo de este desconocido escultor que solo al verla podemos experimentar que estamos tocándola y sentimos nuestra mano temblorosa de emoción mientras acariciamos cada pliegue y cada parte de esa tersa piel bajo la transparente tela.

La postura sinuosa del cuerpo es también consecuencia de que el escultor pretendió retratar a esta Victoria justo después del momento en el que se acababa de posar sobre la proa del barco. Proveniente del cielo, Niké, en vuelo rasante, se ha asentado sobre una nave que se bambolea por las olas marinas y que se agita por el viento, en ese momento adelanta la pierna derecha para afirmarse en su proa, coronando la victoria obtenida en la batalla que acaba de concluir.

Esta gran obra de arte ha sido recientemente restaurada y limpiada, recuperando el satinado blanco del mármol de Esteagira en el que fue esculpida. En las bodegas del Louvre se encontraban treinta fragmentos de la escultura que no se habían podido ensamblar y en esta restauración se lograron encajar trece de estos pedazos, incluyendo algunas plumas al ala derecha. Después de la limpieza se encontraron algunos vestigios casi invisibles de un pigmento de color azul egipcio con el que debía estar coloreada la parte baja del manto y demuestra que la escultura estaba pintada en la antigüedad. También se retiró el pedestal que se había colocado debajo de la escultura en la tercera década del siglo XX supuestamente para ensalzarla y ahora se exhibe tal y como se supone que estaba en su santuario: directamente sobre la nave de mármol gris.

Esta es una de aquellas obras de arte más emblemáticas y conocidas de toda la historia, capaz de conmovernos todavía más de dos mil años después de haber sido creada y que nos recuerda que el gran arte siempre será intemporal, al igual que el genio de sus creadores.


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