William-Adolphe Bouguereau, «El rapto de Psique». Óleo sobre tela, 1895

 

Julián González Gómez

El rapto de PsiqueLos pintores academicistas suelen tener una técnica impecable, no así sus imitadores. Esto ha sido así porque la academia siempre procuró que sus miembros expusieran un alto nivel de perfección formal y su destreza debía pasar por largos períodos de prueba, antes que el artista fuese “consagrado” como tal. Los imitadores, en cambio, copian las destrezas de los maestros y así recrean una pintura o una escultura que pretende pasar por académica, cuando en realidad no es más que un burdo intento de un “querer ser”; moraleja: para ser un buen artista de la academia hay, ante todo, que dominar a la perfección la técnica de la expresión artística, o mejor dedicarse a otra cosa.

Si queremos ver el lado positivo del academicismo y de las llamadas Escuelas de Bellas Artes, podemos afirmar que estas entidades velaban porque el bien hacer fuese siempre la principal premisa y también el más importante fin del arte. Gracias a las enseñanzas y a la dura disciplina de la academia muchos artistas lograron una alta calidad en la ejecución de sus obras que hoy todavía se admiran en los numerosos museos que las exponen con legítimo orgullo. Esta vigilia no solo se limitaba a la enseñanza de las materias del arte, sino además se extendía a la carrera profesional del artista que egresaba de sus escuelas y luego pasaba a formar parte del cuerpo selecto de académicos. No cabe duda de que las Academias y las escuelas de Bellas Artes han hecho un aporte capital en bien de la disciplina y perfección artísticas.

Pero también podemos apuntar aquí el lado que podríamos llamar oscuro del academicismo y es que, desde el punto de vista histórico, las academias han sido instrumentos de poder y dominación dogmática del quehacer artístico. Para empezar, los miembros de las academias se procuraron, con el aval de las autoridades de turno, la prerrogativa de definir qué era arte y qué no lo era. Este punto siempre ha sido materia de debates, ya que muchas de las más grandes obras, que a todas luces se pueden considerar como obras de arte, producidas a lo largo de los años en que las academias estuvieron vigentes, no cumplían con los requerimientos que éstas imponían como condición para adjudicarles tal categoría. Como ejemplo podemos citar, entre otros, muchas de las pinturas de Goya, o de Gainsborough, Watteau, o del mismo Fragonard. En otras palabras y a la luz de la historia, los académicos se convirtieron en dictadores del gusto artístico y se dedicaron a condenar con vehemencia cualquier disidencia a sus normas, impidiendo la libre creatividad del artista y coartando su capacidad de experimentar para llevar las fronteras del arte más allá de lo establecido. Esto es natural, ya que la academia siempre ha sido conservadora por su misma esencia continuista. Ni siquiera las luces de la ilustración pudieron aportar un espíritu más libre y experimental al academicismo, que por cierto en esta época se volvió aún más conservador.

Por otra parte, el arte académico ha sido también instrumento de control y propaganda, tanto del absolutismo de los siglos XVII, XVIII y XIX, como en el siglo XX y hasta la actualidad del totalitarismo. A través de las academias se fijaban las políticas de control del arte para evitar disidencias o franca subversión. Es notorio el papel que el arte académico jugó en el régimen nazi de Alemania, con el neoclasicismo pomposo de Arno Brecker y Albert Speer. También es notorio el papel del arte académico en el llamado “Realismo Socialista” que regímenes totalitarios como los de Stalin, Mao y sus sucesores impulsaron como arte oficial.

Hoy por hoy, el arte académico tiene su cabida, como una alternativa más en el mundo del arte y gracias a que el dogmatismo ha sido dejado de lado, ha podido salir del anonimato en el que estuvo sumido por muchos años, sobre todo después de la segunda guerra mundial. Dentro del arte académico de la actualidad hay obras realistas, ligadas sobre todo a la temática del ser humano y su lugar en el mundo; o bien idealistas, estas últimas ligadas al neoclasicismo, que todavía está vigente en ciertos ambientes.

William-Adolphe Bouguereau era uno de los más famosos artistas del academicismo del siglo XIX en Francia. Con frecuencia se le ha asociado al llamado realismo burgués, ya que sus pinturas eran especialmente apreciadas en el ámbito de la burguesía urbana de la segunda mitad del siglo XIX; época en cuyos últimos años los impresionistas y los post impresionistas estaban desarrollando los nuevos derroteros del arte, a los cuales por supuesto Bourguereau y sus colegas nunca se unieron.

Nacido en La Rochelle, en el año de 1825 en una familia de clase media. Estudió en Burdeos y en la Escuela de Bellas Artes de París y fue becado a Italia por sus altas capacidades académicas, demostradas al ganar el Grand Prix de Rome, por lo que fue enviado a Italia y se alojó en la Villa Médici, cerca de Florencia. En 1876 Bourguereau fue elegido miembro de la Academia Francesa de Bellas Artes, cargo que le procuraba la fama y una enorme distinción artística y social. Cuando se fundó la Sociedad de Artistas Franceses, en 1881 fue elegido como el primer presidente de esta asociación en la rama de la pintura. A lo largo de sus últimos años recibió numerosas distinciones, entre ellas el grado de “Gran Oficial” de la Legión de Honor. Murió en su tierra natal en 1905, dejando como legado gran cantidad de pinturas de notable ejecución y maestría.

Bourguereau no ha sido muy bien tratado por algunos historiadores del arte, ya que han juzgado su obra pomposa, hipócrita, claramente reaccionaria y algunos hasta lo han llamado mediocre. En cierto modo se podrían compartir estos epítetos al juzgar su trayectoria como enemigo acérrimo de los pintores más progresistas, pero hay que considerar que su arte es un producto claramente influenciado por el contexto social en el que se desenvolvió. La burguesía decimonónica era victoriana, tradicionalista y conservadora; estaba llena de prejuicios, sobre todo acerca de todo aquello que significase una ruptura con lo establecido y Bourguereau complacía su gusto hipócrita y su doble moral. Pero esto no impide reconocer sus altas dotes como pintor y la impecable ejecución de sus obras.

Esta pintura describe el episodio mitológico del rapto de Psique, hija menor de un rey de Anatolia por Eros, también llamado Cupido. La historia dice que Venus, llena de celos por la belleza de Psique, le pide a su hijo Cupido que le lance una flecha para que caiga rendida de amor por el hombre más feo y ruin que encontrase, pero Cupido, ya muy cerca de Psique se flecha a si mismo accidentalmente y entonces se enamora de la bella joven, a quien rapta para llevársela consigo a su palacio.

En el cuadro, Psique se ve como una jovencita que acaba de desarrollar sus dotes femeninas y está llena de amor y entrega, viste una larga túnica que se extiende en vuelo hacia atrás, como una estela vaporosa. Lleva alas de mariposa, lo cual significa que con este rapto ha alcanzado la inmortalidad. Cupido es también muy joven, es un adolescente que encarna el amor juvenil, que suele ser decidido e idealista. Quizás lo más notable de la obra sea la magnífica armonía cromática entre los azules, púrpuras y dorados, que le dan un aire irreal y melancólico. Tal vez sea cursi y un poco amanerada, pero de todos modos es una pintura notable, de perfecta ejecución académica.


Joseph Mallord William Turner, Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril del Oeste. Óleo sobre lienzo, 1844

Julián González Gómez

 

Turner, Lluvia vapor y velocidadUn pintor de mucho éxito que en sus últimos años se retira del mundo y vive como un excéntrico. Un romántico que reflejó en su arte aquellos aspectos más sublimes y a la vez caóticos de la naturaleza. Un visionario que se adelantó a la pintura impresionista más de treinta años. Todo eso fue Turner y en realidad hay mucho más en la vida y la obra de este genio inglés y universal. Su vida está plagada de anécdotas, como la de muchos otros artistas, aunque en realidad fue un hombre de su tiempo: un pintor profundamente romántico que se rodeó de un aura de cierto misterio.

En sus obras hay siempre cierta Terribilitá que nos hace asumir que somos muy poco ante la majestad de la naturaleza y que ésta nos hace sus juguetes cuando le place. En efecto, en las pinturas de Turner los seres humanos son siempre minúsculos monigotes sometidos a los embates de los elementos y hasta sus más importantes creaciones, como la arquitectura, las naves o las máquinas que los acompañan están sometidas a las mismas fuerzas. Parece como si el desastre fuese a acontecer en cualquier momento, o bien está aconteciendo. Turner se burlaba de la vanidad humana y sin ser un moralista, manifestaba que los afanes de los hombres por convertirse en dioses terminaban bruscamente ahí donde la verdadera grandeza residía: en el portento de las fuerzas imponentes de la naturaleza.

En este sentido se le puede considerar bajo el cliché de artista atormentado, en el que además confluía no sólo una profunda capacidad de observación, sino también una mirada plagada de ironía en lo que se refiere a las cualidades de sus semejantes. Turner siempre quiso saber muy poco de los seres humanos y no le gustaban la ciudad y la política. Tuvo siempre muy pocos amigos y a pesar de ser considerado un artista de primera importancia en la Inglaterra de su tiempo, siempre estuvo alejado de los salones y las tertulias y apenas se aparecía en público alguna vez. Terminó recluyéndose en su casa, viviendo una vida casi de misántropo, haciéndose pasar por un almirante retirado. Como era natural, se le empezó a considerar un loco y poco a poco su aislamiento se fue intensificando, hasta que murió solo y abandonado por todos. Eso sí, dejó una considerable fortuna que legó a una fundación para patrocinar a artistas jóvenes con talento.

Joseph Mallord William Turner nació en Londres en 1775, era hijo de un fabricante de pelucas que luego se volvió barbero. Su madre padecía una enfermedad mental, por lo que la familia se vio en la necesidad de internarla en una institución mental y murió en 1804. La condición mental de su madre siempre atormentó a Turner, que temía heredar la misma enfermedad, algo que sus contemporáneos aseguraban que sucedió cuando ya era un hombre maduro y vivía recluido.  Ahora sabemos que Turner no era un esquizofrénico, pero por ese entonces el estudio de las enfermedades de la mente era completamente inexistente. A los 15 años el joven Turner entró a estudiar a la prestigiosa Royal Academy of Art, después de haber pasado por un par de escuelas menores. El hecho de entrar a estudiar a la principal academia de arte de su país en edad tan temprana nos dice que era un artista precoz y altamente dotado.  Después de graduarse permaneció en la condición de académico durante el resto de su vida, por lo cual siempre fue sumamente respetado por el gremio de artistas y la sociedad en general. Su mentor fue el mismísimo Joshua Reynolds y durante sus años de estudio demostró sus altas cualidades, siendo escogida una de sus acuarelas para la exposición de verano de la Academia en 1790, cuando sólo tenía un año de haber ingresado a ella. Fue conocido no sólo como pintor de caballete, sino también como uno de los mejores exponentes de la pintura en acuarela, una especialidad en la que los artistas ingleses eran los más prestigiosos de Europa. Turner empezó a ganar una gran fortuna como pintor desde que se graduó y, cuando su holgada posición económica se lo permitió, retiró a su padre de su oficio de barbero y se lo llevó a vivir consigo, convirtiéndolo en su asistente y secretario por los siguientes treinta años, hasta que falleció.

Turner realizó diversos viajes a distintas partes de Europa, lo que le permitió conocer las obras de los grandes maestros. Por ejemplo, en su primer viaje a Francia descubrió las pinturas de Claudio de Lorena, quien lo impresionó por sus paisajes marinos de grandes horizontes y luces crepusculares, por lo que decidió pintar sus propias marinas, plagadas de luz y fuerza. Luego descubrió a Canaletto, que lo llevó a explorar las amplias perspectivas y los cielos inmensos. Como amante de la naturaleza y romántico empedernido, Turner hizo infinidad de bocetos y apuntes tomados in situ, que luego reproducía minuciosamente en su estudio. Impresionado por los efectos de la luz, su pintura se fue volviendo cada vez más esquemática y libre, llegando a aplicar la pintura con sus propias manos sobre el lienzo para alcanzar los efectos lumínicos que deseaba. También aplicó algunas de las técnicas propias de la acuarela en sus pinturas al óleo, pues rápidamente se dio cuenta que ambas tenían en común la transparencia y los focos difuminados. Nunca se contentó con las técnicas tradicionales que había aprendido en la academia y siempre estuvo anuente a la experimentación, pues lo que deseaba representar eran las luces y las atmósferas que captaban sus ojos. Poco a poco dejó de pintar al mundo esquematizado en la figuración naturalista y se concentró casi totalmente en la atmósfera matizada por la luz, haciendo que las formas se diluyeran y alcanzando un alto grado de abstracción.

Años después, los impresionistas estudiaron con esmero sus obras, sobre todo Claude Monet y no creo que fuese arriesgado afirmar que en cierto modo estos artistas lo imitaron, ya que sus preocupaciones figurativas y sus investigaciones iban por el mismo sendero que Turner abrió.

Precisamente esta búsqueda de la luz que Turner inició y que lo llevó a una cada vez más marcada abstracción fue el principal factor por el cual sus coetáneos lo empezaron a considerar un loco y lo marginaron de los salones de la academia durante los últimos años de su vida. Por aquel entonces a un artista se le podía perdonar que fuese un misántropo, o en todo caso un excéntrico, pero nunca se le podía perdonar que fuese un transgresor.  En octubre de 1851 enfermó de gravedad y el 19 de diciembre de ese año murió en su casa de Chelsea, Londres, donde había vivido prácticamente recluido desde hacía mucho tiempo.

La obra que aquí se presenta, llamada comúnmente Lluvia, vapor y velocidad, fue pintada por Turner en su última época, en la cual estaba embebido en la representación de la atmósfera y en la que había dejado de lado la figuración objetiva. Representa un ferrocarril que circula sobre el puente de Maidenhead. Aunque Turner era un entusiasta de la revolución industrial, este cuadro no constituye un homenaje a la misma, sino que eligió el ferrocarril para representar a un protagonista que está en movimiento. Pero lo grandioso aquí es que ese movimiento, que es lineal, se mezcla y confunde con el flujo y la oscilación de los fenómenos naturales: la niebla, la lluvia, el río y las nubes que plagan la atmósfera del cuadro con sus vibraciones lumínicas, desdibujando las formas y envolviéndolas. Un detalle contrastante es la pequeña barca que flota sobre el agua con un movimiento apenas perceptible, el cual sirve de contrapunto al movimiento impetuoso del tren. Es un puro deleite visual, en el que no cabe más que disfrutar de los colores y la agitación de la luz, que fluye con total espontaneidad y llega a envolvernos a nosotros mismos, que estamos fuera del cuadro, pero que nos sentimos dentro de él.


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