Marc Chagall, «Yo y la aldea». Óleo sobre tela, 1911
Julián González Gómez
Marc Chagall es un artista inclasificable dentro del mundo del arte moderno. Si bien se vio influido por algunas de las tendencias de su tiempo, siempre trabajó al margen de los programas y manifiestos que eran propios de las vanguardias junto a las cuales se desenvolvió de forma paralela. Tanto su temática como su técnica y sobre todo, los aspectos conceptuales de su pintura seguían su propio programa, intransferible a las metas que se fijaban de antemano por parte de los creadores de los distintos lenguajes plásticos vanguardistas. Aunque algunos lo han vinculado al surrealismo por la fuerte carga onírica de muchas de sus obras, en realidad nunca realizó obras que realmente se ajustaran a los principios de este movimiento. Durante toda su vida manejó casi los mismos temas, relacionados con su niñez y juventud en Vitebsk, su ciudad natal y sus costumbres, el mundo de las tradiciones judías y la simbología propia de una visión subjetiva y personal del mundo.
Yo y la aldea es una obra pintada en 1911 por parte de un Chagall recién llegado a París, habiendo dejado atrás su patria para buscar nuevos horizontes y reconocimiento en la que era por ese entonces la capital del arte. En esta pintura se pueden ver varios elementos representativos de una realidad que es enfocada desde el punto de vista de los recuerdos de la niñez del autor, combinados de tal manera que se puede hablas más bien de una evocación antes que de una realidad objetiva. Las ambigüedades que se presentan en base a un recuerdo se pueden ver en varios de los elementos del cuadro que pueden hacer equívocos algunos de sus contenidos.
En primer lugar se muestran dos rostros enfrentados y el de la derecha, pintado de verde, se ha identificado por algunos estudiosos como un autorretrato de Chagall que está mirando a la figura que lo enfrenta que es el rostro de una vaca, que también se ha podido identificar como una alusión a la figura de su madre. En la mejilla del rostro de la vaca se puede ver a una mujer que está ordeñando al animal. Si se mira fijamente y con atención el cuadro, se puede ver una fina línea que comunica los ojos de ambos personajes, lo cual simboliza el establecimiento de un nexo profundo entre ambos. Chagall, que lleva un gorro típico de Vitebsk, sostiene en su mano un ramo de flores, o tal vez una planta en flor de forma piramidal, la cual le está presentando al otro personaje. Un círculo que abarca ambos rostros es otro elemento que indica la relación profunda entre los dos. La primera ambigüedad se presenta en el supuesto autorretrato del artista, el cual, aunque de origen judío, lleva en su cuello una cadena con una cruz, alusión directa al cristianismo. Más atrás se puede ver una representación de un pequeño pueblo con algunos de sus edificios y un camino por el cual transita un campesino con una guadaña al hombro, quizás el padre de Chagall regresando de sus labores en el campo y enfrente de él una mujer que está recibiéndolo de cabeza. Las ropas de esta mujer guardan cierta similitud con las de la otra mujer que está ordeñando a la vaca, lo cual podría significar que son la misma, la madre de Chagall, quien aquí está recibiendo a su padre de forma festiva y alegre. El poner a las figuras de cabeza es un detalle muy común en las obras de Chagall, simbolizando que su estado de ánimo es jovial y feliz. El resto de elementos son accesorios como el cielo con nubes, la luna en cuarto menguante o las dos casas que también están de cabeza.
La composición es radial, teniendo su centro en el hocico de la vaca, del cual parten los demás elementos, muchos de ellos propios de una descomposición cubista de las figuras, lo cual no es de extrañar ya que en esa época el cubismo estaba en boga en París y Chagall frecuentaba sus círculos, con Picasso y Braque a la cabeza. El colorido, intenso e irreal, refuerza la visión subjetiva y evocativa del cuadro, dominado por el rojo y el blanco.
Marc Chagall, de verdadero nombre Moishe Segal, nació en Vitebsk, en el imperio ruso en 1887, proveniente de una familia judía. Tras pasar su niñez y adolescencia en su ciudad natal, se mudó a San Petersburgo en 1907 para estudiar en la escuela de la Sociedad de Patrocinadores del Arte y posteriormente, de 1909 a 1911 en la escuela de Elizaveta Zvántseva. Después de concluir sus estudios se marchó a París para buscar fortuna y llegó con muy pocos medios para subsistir pero entabló desde muy pronto contacto con los artistas que estaban impulsando las vanguardias. Tras unos años de pintar dentro de los círculos vanguardistas regresó a Vitebsk en 1914 para casarse con su prometida y se quedó en su país ante el estallido de la Primera Guerra Mundial. Participó activamente en la revolución de 1917 y gracias a esto fue nombrado Comisario de Arte para la región de Vítebsk y fundó una escuela de arte en esa ciudad. Su desacuerdo con la burocracia del partido y algunos problemas con Kazimir Malévich, quien era profesor de la escuela, se marchó a Moscú en 1920 para irse en 1923 a Francia de nuevo, estableciéndose definitivamente en París donde se integró muy pronto a los círculos de artistas de las nuevas expresiones de vanguardias, tal como había hecho en su estancia anterior.
Ante la ocupación alemana de Francia en 1940 y las deportaciones de judíos a los campos de concentración Chagall abandonó París y se trasladó a Marsella en forma clandestina, hasta que el periodista norteamericano Varian Fry le ayudó a escapar a Estados Unidos en 1941 junto a su familia. Permaneció en ese país hasta 1948, año en el que regresó a Francia para establecerse allí por el resto de su vida. Artista de mucho éxito, sus cuadros se cotizaron en muy alto valor y recibió numerosos homenajes y premios como la Legión de Honor de Francia y el Premio de la fundación Wolf de las Artes de Jerusalén. Realizó una numerosa obra de caballete, así como litografías, murales y vitrales para diferentes edificios e instituciones en diversos países. En 1964 le fue encargado el mural del techo de la Ópera de París. Tras una larga vida dedicada por entero al arte, murió en 1985 en el pueblo de Saint-Paul de Vence, cerca de Niza, donde residía por ese entonces y donde está enterrado.
Arshile Gorky, Un año el algodoncillo. Óleo sobre tela, 1944.
Julián González Gómez
Hay vidas que se identifican con la tragedia y la desesperación y la de Arshile Gorky es una de ellas. Siempre trató de encontrar su lugar en el mundo y nunca lo pudo hallar. Sobreviviente del genocidio que los turcos cometieron contra los armenios, su existencia siempre fue precaria y acabó en el suicidio después de una serie de eventos desafortunados que colmaron su angustia. En vida no fue reconocido como el gran artista que fue y solo después de su muerte trágica, los críticos se empezaron a fijar en su obra pionera.
Nació en la Armenia otomana en 1904, en un pueblo cercano a la ciudad de Van, hoy en Turquía. Su verdadero nombre era Vostanik Manoog Adoyan. Su padre era hijo de un gran terrateniente y su madre provenía de una extensa familia de sacerdotes apostólicos, ambos viudos de anteriores matrimonios. En 1910 su padre emigró a Estados Unidos para no ser reclutado por el Ejército turco que estaba masacrando a los armenios y la familia permaneció en Van pasando grandes penurias. Lograron escapar a territorio controlado por Rusia para no ser asesinados, pero la madre de Vostanik murió de hambre en sus brazos en 1919, dejándolo a él y a sus tres hermanas en el más completo abandono. Lograron ser acogidos en la ciudad de Ereván y Vostanik, junto a una de sus hermanas, lograron en 1920 viajar a Estados Unidos para reunirse con su padre.
Las relaciones entre padre e hijo no eran muy buenas, por lo que Vostanik dejó a su progenitor y se mantuvo con diversos empleos para poder salir adelante. En ese mismo año se inscribió en la Old Beacon Street School en Providence para estudiar arte. El joven armenio, sin conocer bien el inglés y con 16 años tuvo grandes problemas para desenvolverse en este medio y sus compañeros lo rechazaron, de tal manera que empezó a vivir en un aislamiento que jamás lo abandonaría. Por otra parte, el estilo de vida norteamericano no le sentaba bien y le era muy difícil desenvolverse con soltura en esta sociedad competitiva e impersonal, por lo que se marchó a vivir con su hermana en la ciudad de Watertown en Massachusetts.
Tratando de crearse un espacio en el arte, Vostanik se dedicó a pintar buscando tiempo en medio de los trabajos que tenía que hacer para sobrevivir. En 1922 se inscribió en la New School of Design en Boston, donde fue un alumno destacado por sus dotes naturales. Esto le valió para ser contratado como profesor de medio tiempo al principio, para luego convertirse en profesor a tiempo completo en esa institución. Por ese tiempo estaba influido en su pintura por la obra de Cézanne, pero luego derivó hacia el cubismo y otras expresiones de la vanguardia.
En 1935 contrajo matrimonio en plena crisis económica provocada por el crack de la bolsa de 1929 y perdió su trabajo. Ante esta situación adoptó la nacionalidad estadounidense para acogerse a un programa gubernamental de ayuda a los artistas. Por esta misma época decide cambiar de nombre, empezando a utilizar el de Arshile Gorky y haciéndose pasar por un emigrado ruso. Parece ser que incluso inventó que era pariente del escritor Máximo Gorky. El drama de este hombre era que nunca se sintió estadounidense, pero tampoco se podría decir que era completamente armenio y mucho menos ruso.
En su pintura de esa época se puede ver que había dejado atrás las experiencias cubistas y empezó a experimentar con el surrealismo. De los artistas de esta vanguardia Gorky tomó el automatismo psíquico como su base creativa y en la plástica se empieza a ver la influencia de Miró y Masson, de quienes había conocido varias de sus obras expuestas en Estados Unidos. Los cuadros de esta fase están fuertemente segmentados por gruesas líneas de color negro y consisten básicamente en escenas de gran dinamismo y agresividad, con muchas aristas en un lenguaje que se puede considerar prácticamente como abstracto, una tendencia que en esa época en Estados Unidos era casi desconocida. Posteriormente derivó hacia un lenguaje más colorista, en el cual se suavizaron las aristas y su abstracción alcanzó nuevas cotas, ya que pintaba sin ningún plan preconcebido, solo dejándose llevar por el automatismo. Con esto sentó las bases para el desarrollo posterior del expresionismo abstracto, la escuela que dominó la plástica a partir de los años cuarenta del siglo pasado. Gorky influenció con su obra a artistas que luego descollarían siguiendo la ruta que él trazó como Wilhelm de Kooning, Jackson Pollock o Mark Rothko.
Sus últimos años fueron trágicos. En 1938 lo abandonó su esposa, quien se fue de casa llevándose a los hijos del matrimonio. A principios de la década de los cuarenta se le detectó un cáncer en el colon, por lo que tuvo que ser operado y nunca se repuso del todo. Un tiempo después tuvo un grave accidente automovilístico en el que tuvo graves lesiones que le paralizaron el brazo derecho, que era el que usaba para pintar. Un incendio destruyó su estudio y finalmente, desesperado y deprimido hasta las últimas consecuencias, se ahorcó en su casa en Sherman, Connecticut en 1948, a los 44 años de edad.
Esta vida llena de dificultades no se refleja en sus cuadros, por el contrario, en ellos, gracias a su exuberante colorido, Gorky plasmó un universo que en muchos aspectos podemos juzgar como lúdico. La mayoría de sus cuadros llevaban extraños nombres, como este que presentamos aquí, pero eso es reflejo de su afán surrealista por desintegrar el contenido de la expresión, que es totalmente libre y espontánea. Un año el algodoncillo fue pintado en 1944, en medio de las fuertes crisis que agobiaron al artista en sus últimos años. En esta emotiva obra, la pintura parece adquirir vida propia, fluyendo y extendiéndose por el lienzo en potentes lavados, que forman un velo detrás del cual se pueden ver formas abstractas de naturaleza orgánica. Aquí encontramos un desliz que lo llevó muy cerca de las experiencias abstractas de Kandinsky. Pero en todo caso, la manera en que este cuadro fue ejecutado denota la más libre de las expresiones pictóricas que hicieron de Gorky un auténtico pionero, que abrió campo a nuevas experiencias en el hacer de los pintores que realizaron su obra después de él.
Francis Bacon, Tres estudios para una crucifixión. Tríptico, Óleo sobre tela, 1944-1988
Julián González Gómez
Bacon es un artista que no le gusta a mucha gente. Lo he podido comprobar a lo largo de varios años, ya que es uno de mis pintores favoritos y, cuando les he enseñado sus obras a diversas personas, la mayoría me han manifestado su rechazo, sobre todo por su crudeza.
Bacon no es un artista fácil o encantador, de esos “que le gustan a todo el mundo”, o por lo menos que no provoca una reacción instintiva de rechazo. La fuerte carga emotiva y existencial de su pintura se traduce en pocos símbolos, que repitió profusamente a lo largo de su carrera y que motivan una fuerte respuesta emocional. Pero la verdadera relación de un artista no es en última instancia con el espectador, sino con el mundo, con la vida y con la psique de quien se identifica con aquello que lo compromete y confronta. Por ello no trataba de quedar bien con nadie, ni siquiera con aquellos pocos allegados que lo acompañaron y lo alentaron a seguir adelante durante su ajetreada vida.
Quizás por haber sido un pintor cuya expresión era figurativa, las obras de Bacon han provocado el rechazo de más de uno, seguramente porque se puede identificar la siempre presente angustia de los personajes que están representados en ellas. Con muy pocos elementos, casi llegando al límite de la más económica concepción plástica, Bacon muestra la vida desnuda y solitaria de sus modelos, ubicados en un espacio abrumadoramente desierto y cuyos pocos accesorios están íntimamente relacionados con la condición del vacío existencial del cual son descarnados exponentes. Bacon es el pintor de la vacuidad más abrumadora, que es lo único que queda después de la destrucción de una vida en la que se ha luchado y perdido. Es tan implacable que ni siquiera nos muestra el consuelo existencial del absurdo, al que recurrieron Sartre y Camús como última respuesta a todos los “¿por qué?”.
Otro elemento constante en su obra es la ambigüedad de las situaciones y los personajes, reflejo directo de su propia contradicción, que se manifestó en los conflictos internos que padeció. En efecto, Bacon nació en un hogar conservador, con un padre autoritario, ausente y castrante que menospreciaba a su esposa y que nunca toleró la homosexualidad de su hijo. Bacon tuvo varias relaciones con otros hombres a lo largo de su vida y todas ellas estuvieron siempre plagadas de conflictos y a veces de violencia, pero como cosa poco común, generalmente fueron durables y se extendieron durante bastante tiempo, a pesar de ser excesivamente tormentosas.
Las deformaciones a las que sometía sus figuras respondían a la necesidad de expresar su carga emocional y el efecto de estar vivo y presente en el momento específico en el que transcurre la experiencia. Pero su distorsión no tiene el objetivo, tan caro por ejemplo a algunos artistas menores del barroco, de impresionar con la exageración del gesto y la pose. Bacon no esperaba una respuesta emocional, sino vivencial, casi visceral al contraponer en sus personajes la materialidad de sus masas corporales en contra del espacio vacío que los rodea y en el cual sólo hay uno o dos objetos que están en íntimo contacto con esas masas.
Se ha tratado de encasillar la pintura de Bacon en varios apartados específicos, pero en última instancia no encaja en ninguno de ellos. Durante sus primeras etapas como artista se relacionó parcialmente con el surrealismo, pero de ninguna manera se puede considerar un artista que aún en esos tiempos fuese surrealista. Otros lo han querido relacionar con el expresionismo, sobre todo por la enorme fuerza expresiva de sus obras, pero su plástica tiene poco que ver con esta tendencia. Bacon es único y un artista que escogió un derrotero de absoluta soledad, sin adherirse a una vanguardia o tendencia, sin compartir un programa o una enseñanza y comprometido con una búsqueda absolutamente personal e intransferible.
Nacido en Dublín en 1909, su familia era inglesa, por lo que se considera a Bacon ante todo como un pintor inglés. Su padre, un militar retirado, se dedicaba al entrenamiento de caballos de carrera, afición que Bacon jamás tuvo. Su niñez y primera juventud transcurrieron entre Irlanda e Inglaterra, con una estadía de la familia en Sudáfrica por algún tiempo. Bacon era asmático y por lo mismo su salud era muy frágil y siempre fue sobreprotegido por su madre, en contra de los deseos de su padre que deseaba que el chico se hiciese un hombre a toda costa. Nunca recibió instrucción artística, aunque estudió diseño por un tiempo y a esta actividad se dedicó brevemente. Tras unas estadías en Berlín y Francia, Bacon regresa a Inglaterra a finales de los años veinte con la idea de convertirse en artista y a la vez empieza su trabajo como diseñador. Pero sus diseños de muebles y objetos, a pesar de considerarse de vanguardia nunca tuvieron mucha aceptación en el público. Por esa época empieza a tomar clases de dibujo y pintura con el artista Roy De Maistre.
No es sino hasta 1944, cuando pinta los “Tres estudios para una crucifixión“ cuando su trabajo, inquietante y extraño, empieza a tomar forma y es reconocido por una minoría. Sin embargo, muchas personas, casi todas poco conocedoras de arte, rechazaron su propuesta por considerarla cruda y angustiante; esto no fue obstáculo para que algunos prestigiosos museos adquiriesen pinturas suyas, con lo cual Bacon ganó en pocos años un enorme reconocimiento internacional, aunque eso sí, no carente de polémica. Los temas que pintó fueron casi siempre los mismos: autorretratos, retratos de sus amigos, de sus amantes y varias series, las más famosas de las cuales fueron desarrolladas sobre el retrato del Papa Inocencio X que hizo Velázquez en el siglo XVII y otras series sobre Van Gogh. Ya en los años 70 del siglo pasado, Bacon era el pintor inglés más reconocido y sus obras alcanzaban altos precios en el mercado del arte. Su vida privada siempre estuvo marcada por su tendencia autodestructiva y los repetidos conflictos con sus amantes. Murió en Madrid en 1992.
Esta obra es una copia hecha por Bacon en 1988 del original pintado en 1944, que marcó un punto de inflexión en su carrera. Con frecuencia Bacon pintaba trípticos, mostrando en ellos tres versiones del mismo tema, o bien tres ángulos distintos de la misma escena, como para poder tener varias referencias que comentan sobre un hecho concreto. El fondo rojo de gran intensidad es una referencia directa, no simbólica, a la presencia de la sangre y nos dice que está sucediendo un hecho terrible en el que este fluido que da la vida se está desparramando por todo el espacio, delimitado y ortogonal, que circunda a las figuras, que no son signos ni emblemas, sino personificaciones de un ente que está sumido en un profundo dolor y desolación. Al tener en el título la palabra crucifixión, la mente inmediatamente nos lleva a pensar en el suplicio de Jesús de Nazaret, pero Bacon, con cierta ambigüedad, no hace referencia a ningún elemento religioso y por lo tanto puede tratarse aquí de la crucifixión de cualquier individuo. La presencia de las bocas, abiertas en dos de las vistas y mostrando los dientes, son alusivas al desgarramiento producido por el intenso dolor y su agresividad muestra una reacción visceral del condenado ante sus verdugos, que tal vez somos nosotros, los que estamos observando la pintura. Encontramos también que las figuras laterales están subidas sobre sendas mesas, pero la central está como en equilibrio sobre una especie de banco, lo cual, en el arte de Bacon no es más que una especie de “pose”, un elemento sobre el cual se pone en relieve a la figura, en la cual se centra la atención y a la vez la ubica en el espacio. Terrible o patético, el arte de Bacon es una fuente de experimentación de reacciones que nos invaden, nos confrontan y nos ubican en un mundo en el cual estamos trágicamente vivos.
Oskar Kokoschka, «La novia del viento». Óleo sobre tela, 1914
Julián González Gómez
Dos amantes que reposan después de hacer el amor, dos almas unidas por una tempestad que se desata alrededor de sus cuerpos y aun así parecen ajenos a ella. ¿Es una pasión que acaba de desbordarse y se acabó súbitamente con el clímax? Ella está dormida, recostada sobre el hombro de su amante y es la encarnación de la entrega satisfecha. Él tiene la mirada ausente, como si sus pensamientos no estuvieran ahí; entrecruza sus dedos en un gesto de pausada angustia. Este cuadro se puede interpretar de muchas formas, pero en todas ellas está presente el elemento central, el tema por decirlo así y es la angustia. El viento, una verdadera tempestad, ha barrido con todo, hasta con su amor.
El tormentoso y apasionado romance entre Alma Mahler y Oskar Kokoschka está aquí representado con toda su grandeza y también con toda su crueldad. El sexo fue el elemento que los unió, no hubo ternura, tampoco abandono sublime o todas esas fruslerías de las que hacen gala los amores de las películas o las novelas rosas. Por supuesto, el amor entre un hombre y una mujer no solo se expresa a través del sexo, aunque muchos solo así lo entienden y otros no lo puedan entender y aunque la industria del entretenimiento nos lo pretenda hacer creer así y los cándidos le hagan caso. El amor tiene muchas facetas y muchas más que hay que descubrir entre los dos amantes, pero aquí parece ser que ya están mucho más lejos del tiempo de la búsqueda y la aventura. Ya conocen todo sobre sí mismos, sobre el otro y sobre ambos.
Su amor se acaba, o ya se acabó, no hay más… y eso sólo puede ser trágico y angustioso. Cuando Kokoschka pintó este cuadro ya sabía lo que estaba pasando y seguramente Alma también, pero ella, a diferencia de la congoja que él muestra, ha decidido abandonarse a la inconsciencia, como para no afrontar amargamente esta realidad. Ambos son jóvenes, ya que Kokoschka tenía unos veintiocho años cuando lo pintó, mientras que Alma, que era algo mayor, tenía treinta y cinco años. Ella había dejado atrás un desdichado matrimonio con el gran compositor Gustav Mahler, quien era veinte años mayor y había fallecido en 1911 y él estaba en plena fase de expansión de sus metas artísticas, destacando cada vez más en los círculos de la sofisticada Viena.
Kokoschka nació en 1886 en Pöchlarn, Austria, en una familia humilde que vivía precariamente. Su padre, de origen checo, se dedicaba a la orfebrería. Desde la adolescencia mostró inclinaciones al arte y la literatura, pero necesitaba ganarse la vida y aplicó para inscribirse en la Escuela de Artes y Oficios de Viena. En 1904, a los 19 años ingresó en esta prestigiosa institución, donde estuvo hasta 1909. Al salir, su primer trabajo fue como delineante en la oficina del prestigioso arquitecto Josef Hoffmann y empezó a relacionarse con el ambiente intelectual y artístico de la capital del Danubio, por aquel entonces uno de los más vibrantes de Europa. El mismo año que entró a trabajar con Hoffmann publicó su primer libro de poemas, que él mismo ilustró y se llamó Los Muchachos soñadores. También realiza una serie de carteles y postales para los Talleres Vieneses, pero sus obras fueron mal acogidas, tanto por el público como por la crítica. Kokoschka ingresó por un tiempo al círculo de los allegados al que por entonces era el principal artista de la ciudad: Gustav Klimt, de quien aprendió sobre todo acerca del manejo del color y la textura como medios expresivos.
En 1909 conoce a otro importante arquitecto vienés: Adolf Loos, quien se convierte en su mecenas, ya que el arte de Kokoschka le pareció que abría las puertas a una nueva sensibilidad. Sus retratos, pintados de forma nerviosa y vibrante, fueron del gusto de los círculos intelectuales de la ciudad, por lo que empezó a tener éxito. Por esta época se estaba formando el expresionismo, aunque Kokoschka debía más al Judgenstihl austriaco y a la influencia de Klimt, que a los pintores de Dresde o Munich, abiertamente expresionistas. A partir de 1912 empezó el tormentoso romance con Alma Mahler, el cual continuó intermitentemente durante varios años, hasta que ella decidió romperlo, lo cual lo afectó profundamente. En el ínterin pintó este cuadro.
Al estallar la Primera Guerra Mundial Kokoschka se enlistó en el ejército y fue seriamente herido en el frente en 1915. Durante su larga recuperación mostró síntomas de desequilibrio mental a juicio de los doctores que lo atendían, pero se recuperó y al salir se reintegró a la vida artística vienesa, ya fuertemente mermada por la guerra. Posteriormente viajó por diversos países, donde su arte fue cada vez más apreciado y más comprometido con el expresionismo europeo. En cambio, sus obras de teatro fueron rechazadas por un público que veía en la crudeza expresionista el remanente de una guerra que se quería olvidar a toda costa.
Su arte, al igual que el de todas las vanguardias que por ese entonces se desenvolvían en Europa, fue considerado por los nazis como “degenerado”, por lo que fue retirado de todas las galerías donde estaba expuesto. Durante la Segunda Guerra Mundial, Kokoschka y su esposa, con la que contrajo nupcias en los años 20, se trasladaron a vivir a Inglaterra, país del cual obtuvo la nacionalidad en 1946. Desde 1947 vivió en Suiza, país en el cual desarrolló la última fase de su carrera y murió en 1980.
La novia del viento pertenece a la época en que Kokoschka estaba destacando en el ámbito vienés, inmediatamente previo a la Primera Guerra Mundial. El expresionismo que muestra lo liga con la búsqueda que por ese entonces estaban haciendo artistas como Schiele y Beckmann, ambos, al igual que Kokoschka, retirados de los círculos centrales del expresionismo de esa época. Aquí no se ven las alegorías de los miembros del grupo El Jinete Azul, o los tormentos de impetuoso color de Nolde y Pechstein. Kokoschka se había formado en los círculos cercanos a Klimt y por eso su paleta era más mesurada y su expresividad más contenida, aunque aquí se permite ciertas licencias en lo que se refiere a esto último.
Este cuadro está pintado con colores suaves y tiernos, donde predomina el azul, el color de la tristeza. El cuerpo de Alma muestra pinceladas suaves, como si fuese el único gesto de ternura que el autor dirigió hacia ella porque todo lo demás que hay está hecho a base de gestos bruscos. La armonía cromática está regida por los contrastes luminosos entre los rosas y amarillos con el azul predominante, del que hay un sinfín de variaciones. Aunque la composición parece a primera vista caótica, luego de observarla por un rato notamos que su estructura, a base de diagonales, delimita cinco grandes zonas en el cuadro. La expresividad de las pinceladas es el elemento plástico más impactante, pues se dirigen simultáneamente en todas direcciones. Es esta una pintura sublime y triste, muestra de los logros del expresionismo, encarnado aquí por Oskar Kokoschka, uno de sus mejores exponentes.
José Clemente Orozco, «Prometeo». Mural, técnica mixta, 1930
Julián González Gómez
De acuerdo con la mitología griega, Prometeo era un titán que engañó a Zeus al sacrificar un buey y partirlo en dos partes. En una de ellas guardó todas las vísceras y la carne; en la otra guardó los huesos, pero los cubrió de la grasa, que era muy apreciada. Le dio a escoger al padre de los dioses qué parte quería para sí mismo y este escogió la que tenía la grasa, al creerla más apetitosa, pero cuando se disponía a cocinarla se dio cuenta de que la grasa era sólo una capa que recubría los huesos. Desde entonces, los hombres quemaban los huesos para ofrecerlos en los sacrificios y se comían la carne. Zeus, enfurecido, les quitó el fuego a los hombres. Entonces Prometeo se propuso robarle el fuego, así que subió al monte Olimpo y lo cogió del carro de Helios o, según otra tradición, de la forja de Hefesto y se lo devolvió a los hombres, quienes así pudieron volver a calentarse.
La furia de Zeus hizo que decidiera vengarse de la humanidad y de Prometeo. Ordenó a Hefestos que hiciese una figura de arcilla de una mujer y entonces le infundió vida y la llamó Pandora. La mandó por medio de Hermes al hermano de Prometeo: Epimeteo, en cuya casa había una jarra, o según otros una caja, en la que se encontraban encerradas todas las desgracias. Prometeo advirtió a su hermano sobre el peligro de la presencia de Pandora en su casa, temiendo que fuese un truco del dios y este la rechazó. Entonces Zeus cogió de nuevo una gran ira por lo que Epimeteo, temeroso de su venganza, se casó con ella, con lo cual pudo acceder a la estancia donde estaba la caja y entonces la abrió. De esa forma se abatieron sobre la humanidad las plagas, las enfermedades, el crimen y todas las desgracias. Después Zeus llevó a Prometeo al Cáucaso y allí fue encadenado a una roca por Hefesto; entonces Zeus llevó un águila para que se comiera el hígado de Prometeo. Como el titán era inmortal, el hígado le crecía otra vez cada noche y el águila volvía a devorárselo cada mañana, así el suplicio se prolongó para siempre. Solo se libró del castigo del dios cuando Hércules lo liberó y entonces, agradecido, Prometeo le reveló el modo de obtener las manzanas de las Hespérides.
Prometeo, que se propuso lograr la redención de la humanidad, pagó con su suplicio la audacia de haber robado el fuego de los dioses. Sin el fuego, que en algunas culturas se identifica con el conocimiento, los hombres estaban condenados a vivir en la oscuridad perpetua. De esta forma, el fuego viene a significar que el ser humano adquiere con él la razón y mediante ella, la liberación de la opresión impuesta por los dioses. Esta anécdota era especialmente apreciada por los ilustrados del siglo XVIII que veían ejemplificada en ella la emancipación del hombre del despotismo de la religión y las supersticiones por medio de la razón y el conocimiento. Pero estos ilustrados, ingenuos o entusiastas al fin, no quisieron ver la contraparte de esta historia, ya que la ira de Zeus propició el desencadenamiento de los males que azotan a la humanidad y así, la liberación estaba encadenada al dolor y el tormento. El conocimiento libera, es cierto, pero también nos hace conscientes de la arbitrariedad del mal y nos quedamos sin dioses a quienes cuestionar sobre el por qué de esto.
Como también sucede en la realidad, no todos los seres humanos reciben este preciado regalo con una actitud de alegría o por lo menos positiva. Muchos desconfían y los más permanecen indiferentes y son precisamente esas actitudes diversas de los seres humanos las que representó Orozco junto a Prometeo en este soberbio mural que se encuentra en el Frary Hall del Pomona College en Claremont, California y que pintó en 1930, durante su segunda estancia en Estados Unidos.
José Clemente Orozco, uno de los artistas más destacados de México, es uno de los tres grandes pilares del muralismo mexicano junto a Rivera y Siqueiros. Orozco era el más dotado artísticamente de los tres y también el menos comprometido con una facción política, aunque nunca se retrajo de expresar su solidaridad con los oprimidos, que son los protagonistas de la revolución mexicana y que él representó mejor y de forma más realista que sus compañeros, quizás porque fue el único que vivió en carne propia los estragos de la revolución.
Nacido en Zapotlán, Jalisco en 1883, su familia era relativamente próspera ya que poseían tierras en la región, aunque no eran campesinos, sino propietarios. Mostró dotes para el dibujo y estudió artes en la Academia de San Carlos y también matemáticas. Inició estudios para hacerse ingeniero agrónomo, pero los abandonó para dedicarse a su pasión, que era el arte, decidiendo consagrarse exclusivamente a la pintura desde 1909. Para mantenerse realizó diversos trabajos, incluso el de caricaturista en algunas publicaciones y en la ciudad de México se dedicó a pintar acuarelas de los barrios marginales de la ciudad, las cuales le acarrearon cierta notoriedad. Logró superar los difíciles primeros años de la revolución y en 1922 se unió a Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y otros artistas para iniciar el movimiento muralista mexicano, que en su programa incluía poner en práctica la difusión pública del arte, llevando con él un mensaje de ideología claramente izquierdista. Mucho se ha discutido acerca de la ambigüedad de Orozco en cuanto a su compromiso político, ya que no se mostró tan combativo como Rivera y sobre todo Siqueiros. A diferencia de ellos, Orozco nunca cayó en el mesianismo fácil, populista y demagógico que caracterizaban sus obras, cuya plástica estaba puesta al servicio de un programa político. En un ambiente de revolución e inquietud ningún artista se puede substraer como individuo sensible que es y así asume una postura, pero a Orozco parecía más preocuparle el dolor y la condición humana que la doctrina y esto es lo que primordialmente expresó en sus murales y obras de caballete.
Este movimiento asumió una plástica naturalista que era fácil de ser interpretada por las masas a las que estaba dirigido y nunca recurrió a los lenguajes de las vanguardias europeas que eran sus contemporáneas y mucho menos a la abstracción. Pero Orozco, sin abandonar el naturalismo, se muestra mucho más afín al expresionismo tardío de los años 20 en Europa, con sus figuras distorsionadas y fuertemente expresivas, de coloras vivos y crudos. Después de haber sido reconocido en su país y en todo el continente, murió en la ciudad de México en 1949.
Este mural expresa, por medio de una plástica expresionista, el momento en el que Prometeo le presenta el fuego a los seres humanos. Lo porta sobre su gigantesco cuerpo de Titán, como regalo preciado que ha robado a los dioses y éste ilumina a las diversas figuras que representan a la humanidad. La atmósfera es angustiosa y claustrofóbica, representando la opresión que estaban padeciendo los humanos y muestra también las diversas reacciones de éstos ante el presente de Prometeo. Algunos están aterrorizados, otros se muestran entusiastas, algunos más caen en un éxtasis y otros permanecen indiferentes y hasta ausentes, sin consciencia de lo trascendental del momento.
Con ello Orozco, antes que el mito, a través de esta escena expresa más bien la condición humana. Esto hace de este mural una obra universal y uno de los grandes temas que nos involucra a todos, ya que en cierta medida es la consciencia la que nos hace humanos y nos libera de la oscuridad.
Giorgio de Chirico, Plaza de Italia. Óleo sobre tela, 1913
Julián González Gómez

Giorgio de Chirico, Plaza de Italia. Óleo sobre tela, 1913
Lugares vacíos, callados, inmóviles; perspectivas demasiado lejanas que muestran un mundo que se evade hacia una nada más allá. Las cosas, los objetos llevados a su mínima expresión solo para ser reconocidos como algo que nos es familiar y fantasmagórico. Durante esta etapa, que llamó de la “pintura metafísica”, de Chirico convirtió la arquitectura del norte de Italia en discurso de silencio y legó al arte algunas de sus más inquietantes visiones.
Giorgio de Chirico fue un directo predecesor del surrealismo, movimiento al cual varios de sus miembros trataron de incorporarlo, pero él se negó, ya que por esa época había abandonado la pintura metafísica y se había embarcado en una figuración academicista que lo alejó de las vanguardias. Si bien durante toda su carrera gozó de merecida fama y prestigio, fueron las pinturas que hizo entre 1909 y 1915 las que le garantizaron el reconocimiento internacional, equívocamente, como artista de lo fantástico.
Nació en Grecia, en 1888, en el seno de una familia italiana de gran cultura. Muy joven se inició en los estudios clásicos en Atenas y después, ya en Italia, en la ciudad de Florencia. La familia se trasladó a Alemania cuando Giorgio tenía dieciocho años y en Múnich ingresó en la Academia de Bellas Artes, mientras estudiaba al mismo tiempo la filosofía de Nietzsche y Schopenhauer, que le dejó una profunda huella durante toda su vida. De regreso a Italia en 1909, se estableció en Milán y luego en Florencia, donde estudió de primera mano la pintura de los artistas del renacimiento. Fue en Florencia donde pintó sus primeros cuadros de una serie llamada “Plazas Metafísicas” que ya anunciaban su futuro estilo particular. Decidido a experimentar las vanguardias y partió hacia París, pero en su viaje se detuvo en Turín durante algún tiempo y fue en esta ciudad donde tuvo la experiencia definitiva que marcó su plástica. Llegó a Turín a mediados del otoño y pudo ver la arquitectura de esa ciudad, sus plazas rodeadas de grandes arcadas y los amplios espacios entre las fuentes y estatuas, las cuales con la luz de la tarde otoñal proyectaban unas larguísimas sombras sobre los pavimentos. Los arcos, constantes y monótonos, proyectaban sombras fantasmales en los corredores internos y la vista de esta arquitectura y sus sombras le inspiraron los paisajes urbanos que desde ese momento empezó a pintar repetidamente.
En París entabló relación con los grupos de vanguardia, aunque no se hizo partícipe especial de ninguno de ellos, ni siquiera de los cubistas, que por ese entonces estaban en boga en la ciudad. De Chirico era tan intelectual como artista y no quiso renunciar a sus raíces mediterráneas de fuerte contenido figurativo y naturalista, por lo cual siguió pintando de esta forma a lo largo de esos años, bajo un esquema filosófico afín a cierta desidia expresiva que aprendió leyendo a sus queridos Nietzsche y Schopenhauer. Gracias a esta base conceptual, su trabajo le hizo experimentar con elementos imaginarios y convertir diversos objetos en inquietantes signos al sacarlos de su contexto, incluyendo bustos y estatuas clásicas, a las cuales colocaba en espacios vacíos donde proyectaban larguísimas sombras, semejantes a las que vio en Turín. Rara vez se veían seres humanos en sus pinturas y cuando alguna persona aparecía, dejaba de ser una representación de un sujeto para convertirse también en un objeto transformado en signo. No es de extrañar que su búsqueda lo llevara después a dejar de lado la representación de figuras humanas para ser suplidas por maniquíes, que estaban a medio camino entre lo real e imaginario y que resultaron muy poderosos como símbolos abstractos dotados de inquietantes connotaciones humanas, sin serlo en absoluto.
El poeta y escritor Guillaume Apollinaire se convirtió en un entusiasta de Chirico y se encargó de presentarlo en los círculos más exclusivos de las vanguardias como un artista muy distinto a cuanto se podía ver por entonces en el París de la preguerra. Inmediatamente su trabajo fue relacionado con los simbolistas, pero era a todas luces más atrevido, más onírico y totalmente exento del lastre sentimental de estos. Todavía no era la época de Dadá y el surrealismo, por lo que Chirico permaneció como una rareza, como ejemplar único de una especie nueva de artista que dejaba de lado el positivismo imperante en la época y se decantaba por el mundo del inconsciente y sus turbadoras y supuestamente irracionales asociaciones. En todo caso, su pintura metafísica, a pesar de establecer asociaciones aparentemente incongruentes entre las cosas que se presentan, el caso es que no se conjuntaban por una libre asociación sin mediación de la consciencia del artista, como pasaba con los surrealistas, sino más bien se perseguía lo contrario: hacer patente el aislamiento y la desconexión que existe entre lo que se da en la realidad y las asociaciones mentales que hacemos cuando la percibimos. Cada elemento que aparece en estas pinturas es un mundo en sí mismo, es como un retrato interno de la consciencia del que percibe y a la vez de lo que es percibido; por supuesto, este tipo de asociaciones no son de carácter dadá o surrealista en absoluto. Las largas sombras son las huellas o los atisbos de los objetos representados y al mismo tiempo son los caminos que nos conducen a ellos, que están paradójicamente presentes en medio del vacío, pero invisibles en cuanto a su esencia real.
En 1915 de Chirico fue llamado a filas y estuvo en el frente hasta 1917 en que fue herido. Durante su convalecencia conoció al artista Carlo Carrá, que había sido uno de los participantes del grupo de los pintores futuristas y con él formaron el primer y único grupo de artistas metafísicos, a los que se unió el hermano de Chirico, Andrea, que también se convirtió en un destacado pintor y que cambió su nombre por el de Alberto Savinio para diferenciarse de su hermano. Después de la guerra la pintura de Chirico empezó a cambiar y fue dejando atrás su experiencia metafísica para volver a un arte académico y neoclasicista más convencional, pero dotado de un siempre presente inconformismo en relación las escuelas tradicionalistas; su vena italiana y clásica triunfó al fin sobre su postura vanguardista. Continuó pintando a lo largo de su vida sin apartarse del camino que eligió y murió en 1978, respetado y admirado, aunque los surrealistas no le perdonaron su fuga. A pesar de todo, la pintura de varios de ellos está marcada definitivamente por su impronta, desde Dalí y Tanguy, que imitaron sus paisajes desolados y vacíos con largas sombras, pasando por Ernst y Masson, hasta el paradójico Magritte, que profundizó más en el camino de la angustia y el silencio interior.
Esta obra fue pintada en la etapa más fecunda de la pintura metafísica de Chirico y en ella están presentes los elementos que identifican este tipo de representación interior: los edificios con arcadas que no definen el espacio, sino aumentan más el vacío entre las partes, el horizonte lejano y casi infinito, las largas sombras que son proyectadas por una luz invisible, ácida y amarillenta en exceso para ser real, una fría estatua de una mujer acostada, un misterioso cubo en primer plano y una torre con dos templos clásicos de forma cilíndrica superpuestos. Existen algunas alusiones a objetos animados, como las figuras de los dos hombres que se dan la mano, como si se hubiesen encontrado casualmente en medio de este silencio, un ferrocarril que parece correr humeante en el fondo y los banderines de la torre, que se agitan ante un viento que no existe. No es posible aquí poder narrar una historia, ni encontrar algún mensaje. Gracias a Nietzsche, de Chirico no era ningún moralista, pero tampoco hizo profesión de nihilismo. Era demasiado sistemático como para permitirse dejar de lado cierta sensación de orden y control del caos. Este paisaje es lo que queda después de la apatía, del desánimo; a pesar de estar ocupado por objetos y formas, prevalece el silencio y el no estar. Los objetos no son reales, son los fantasmas que quedan cuando son reconocidos por la consciencia del observador.