Guido Reni, «Hipómenes y Atalanta». Óleo sobre tela, 1619

Julián González Gómez

Hipomenes_y_Atalanta_Guido ReniEn un ambiente poblado de colores terrosos y de altos contrastes entre luz y sombra, una pareja de jóvenes, hombre y mujer, están en plena acción corriendo de izquierda a derecha. Van desnudos, con lo cual se identifican con dioses de la antigüedad o seres míticos, no terrenales. La joven se ha detenido momentáneamente para recoger un fruto del suelo y el muchacho se voltea hacia ella y sin detenerse hace un gesto ambiguo con la mano derecha. Sus cuerpos están iluminados por una luz suave de color ámbar correspondiente a la luz general que ilumina la escena. Ambos cuerpos están apoyados principalmente en un solo pie y se puede observar que el artista abrió la composición hacia ambos lados por medio de la posición de los cuerpos y las diagonales que las determinan. Detrás de ellos, a modo de contraste estático y a cierta distancia, se pueden ver dos grupos de personas que observan la acción y están bañados parcialmente por la misma luz. El paisaje es árido y plano, carente de vegetación y accidentes y la semejanza cromática entre el suelo y el cielo es evidente.

Representa la historia de Hipómenes y Atalanta, narrada por varios autores como el Pseudo-Apolodoro, Ovidio, Sergio e Higinio. El mito decía que la ninfa Atalanta, cazadora y dotada de gran belleza, era deseada por muchos hombres, pero ella los rechazaba ya que su virginidad estaba consagrada a la diosa Artemisa y por fin, ante el asedio masculino, declaró que aquel que pudiese vencerla en una carrera podría casarse con ella. Atalanta era la corredora más rápida y siempre vencía a sus pretendientes que acababan siendo ejecutados, pero el único que pudo vencerla fue el héroe Hipómenes, hijo del arcadio Anfidamante y discípulo de Quirón. Para vencerla se valió de una artimaña ideada por Afrodita, a quien le disgustaba el rechazo de Atalanta por el amor. La estratagema consistió en darle a Hipómenes tres manzanas de oro del jardín de las Hespérides para que las dejara caer al suelo mientras se desarrollaba la competencia. A pesar que Atalanta fue capaz de recoger las dos primeras manzanas y aun así ir en la delantera, cuando Hipómenes arrojó la tercera Atalanta se agachó para recogerla también, pero quedó hechizada y entonces no se pudo recuperar a tiempo para ganar la carrera e Hipómenes así la venció. Se casaron después y fueron felices por un tiempo, pero en una ocasión copularon en el templo de la diosa Cibeles, quien debido a este agravio los convirtió en leones para que tirasen por siempre de su carruaje.

Guido Reni utilizó esta historia para elaborar uno de sus cuadros más célebres y en él están contenidas algunas de las principales características que identifican a la primera pintura italiana del barroco: altos contrastes tonales, que son herencia de Caravaggio, una composición de gran dinamismo en la que predominan los trazos reguladores en diagonal y un fondo oscuro y neutro que contrasta con la representación protagónica y le sirve como escenario para poner en relieve la acción que se está desarrollando. Pero el tratamiento de las figuras, a pesar de su gran dinamismo es todavía propio del manierismo, especialmente del veneciano, por lo cual no se puede identificar a esta obra como plenamente barroca.

Reni nació en Calvenzano di Vergato, cerca de Bolonia, el 4 de noviembre de 1575 en una familia de músicos. Se le considera uno de los principales maestros de la escuela boloñesa y romana del último manierismo clasicista y el primer barroco en un período que abarca desde finales del siglo XVI a las primeras décadas del siglo XVII.

En 1582, a los nueve años, entró como aprendiz en el taller de Denys Calvaert en Bolonia, donde conoció a otros dos aprendices: Albani y Domenichino. En 1595 los tres se marcharon del taller de Calvaert e ingresaron a otro taller llamado Accademia degli Incamminati (Academia de los «recién embarcados»), dirigida por Lodovico Carracci. Posteriormente siguieron al hermano de Lodovico, Annibale, a Roma para trabajar en las decoraciones al fresco del Palacio Farnesio. Después de estos encargos tuvieron varios mecenas en la ciudad hasta que en 1604 Reni recibió el encargo de un retablo de la crucifixión de San Pedro que se instalaría en la Basílica del mismo nombre, trabajo que no se realizó. Regresó por un breve período a Bolonia y de nuevo se trasladó a Roma para convertirse en pintor principal durante el papado de Pablo V de la familia Borghese, quien lo protegió hasta 1614. Reni realizó diversas obras destacadas durante este período como los frescos de la gran sala central del palacio del jardín, llamado Casino dell’Aurora, así como los frescos de la Capilla Paolina en Santa Maria Maggiore de Roma y las alas Aldobrandini del Vaticano.

Posteriormente se trasladó a Nápoles, donde recibió el encargo de pintar uno de los cielos de la capilla de San Gennaro, sin embargo, ante la abierta hostilidad de los principales pintores de la ciudad, muy celosos con los extranjeros, decidió abandonar el encargo y trasladarse de nuevo a Roma, donde estuvo por breve tiempo para finalmente asentarse de nuevo en su natal Bolonia donde abrió un exitoso taller, realizando diversos encargos de gran relevancia en edificios religiosos y civiles. Con él la escuela Boloñesa llegó a su cúspide. Murió en esta ciudad en 1642 y fue enterrado en la Capilla del Rosario de la Basílica de Santo Domenico, junto a la pintora Elisabetta Sirani, hija de su ayudante principal en el taller.


Frans Hals, «Rectores del asilo de ancianos de Haarlem». Óleo sobre tela, 1664

Julián González Gómez

Hals Rectores del asilo de HaarlemDurante el siglo XVII la próspera Holanda produjo una colección de artistas de primera línea que se han ubicado dentro de la cima de la pintura de todos los tiempos. Esta eclosión de grandes pintores se desenvolvió en el contexto de una nación que había obtenido su independencia de la corona española mediante una terrible y prolongada guerra que tuvo, además de grandes consecuencias políticas, ciertos matices religiosos que hicieron que fuese especialmente cruel. Las siete provincias norteñas de los Países Bajos eran casi en su totalidad protestantes, mientras que las diez del sur se mantuvieron fieles al catolicismo, por lo que de cierto modo el conflicto devino en una guerra civil, con el agravante de la presencia de las tropas de una España que se había erigido en la campeona de la iglesia católica y además detentadora de estos territorios por herencia real. Solucionado el conflicto mediante los tratados de Westfalia en 1648, las provincias protestantes se unieron creando la nueva nación que a partir de este momento se llamó Holanda. De todas formas, ya desde hacía bastantes años estas provincias funcionaban autónomamente con respecto a la corona española, convirtiéndose en una potencia comercial y marítima. Esto produjo un gran auge económico que hizo de sus ciudades principales como Rotterdam, Amsterdam, Haarlem, Delft y otras más, verdaderos emporios de riqueza.

Dentro de esta sociedad los artistas tenían un lugar destacado, sobre todo los pintores que, organizados en gremios desde la época medieval, producían gran cantidad de obras para el consumo, creando un mercado de gran valor económico que se incrementó enormemente desde la independencia. Así encontramos nombres como Rembrandt, Van Ruysdael, Ter Boch, Van Ostade, Teniers, Steen, Vermeer y el que nos ocupa aquí: Frans Hals, sin duda uno de los principales de entre toda esta gloriosa colección. Hals desarrolló toda su carrera en la ciudad de Haarlem y ocupó destacados cargos civiles y gremiales, siendo considerado como un importante vecino de la ciudad, además de ser el mejor artista de la misma durante su época. Nacido en Amberes en 1583, a los tres años abandona la ciudad con su familia, huyendo de las tropas españolas y se instalan en Haarlem. Hay pocos datos de sus primeros años, pero se sabe que en su adolescencia entró a trabajar como aprendiz en el taller del pintor flamenco Karel van Mander, quien seguía la escuela del manierismo.

En 1610 ingresó en la guilda de San Lucas, el principal gremio de artistas de Haarlem y se convirtió en pintor independiente, dedicándose preferentemente a los retratos. También en ese año contrajo matrimonio por primera vez, enviudando a los pocos años y volviéndose a casar al tiempo. Tuvo un total de catorce hijos, producto de sus dos matrimonios. Hals ha sido considerado el más importante de los retratistas holandeses del siglo XVII, principalmente debido a sus llamados schutterstukken, los retratos colectivos de los guardias pertenecientes a las milicias cívicas que por ese entonces abundaban en las ciudades holandesas. La fama le vino al recibir múltiples encargos de retratos individuales y colectivos, pero su situación económica fue siempre precaria. En efecto, Hals contrajo múltiples deudas a lo largo de su vida, lo cual lo mantuvo a él y su familia al borde de la pobreza. Algunos de sus biógrafos han aseverado que esta situación era consecuencia de que Hals se había convertido en un alcohólico y llevaba una vida disoluta, sin embargo el hecho de que fuera elegido presidente del gremio de artistas y el que fuese constantemente homenajeado por el municipio nos dice que esta no era su situación. Para tratar de mantenerse, además de pintar trabajó como marchante, restaurador de arte y maestro de pintura, abriendo un taller en 1650, pero al parecer no le fue bien y apenas dos años después se vio obligado a vender sus escasas pertenencias para pagar una deuda con un banquero. Los encargos empezaron a escasear y ante esta situación desesperada del anciano que ya contaba con setenta años la ciudad, en reconocimiento a sus méritos, le ayudó en el pago de sus gastos y le proporcionó una vivienda gratuita. En 1664 se le otorgó una anualidad de doscientos florines para que pudiera vivir con decencia. Murió en 1666, a los ochenta y cuatro años y fue enterrado en la Catedral de San Bavón de Haarlem. Su viuda murió al poco tiempo en un hospital de la caridad y fue enterrada en un panteón público.

La técnica de Hals fue innovadora y revolucionaria para su época. Pintaba de manera abocetada aplicando grandes pinceladas de óleo que cubrían las superficies con una especie de trama de múltiples direcciones. Los detalles y el colorido se resolvían mediante parches, líneas y otros elementos que se dejaban expresamente inacabados. Esto dotaba a su pintura de gran dinamismo y vitalidad, además de un fuerte carácter de improvisación que hace de Hals uno de los precursores del impresionismo que estaría en boga más de doscientos años después. Sus retratos son como instantáneas de un momento preciso que se expresa en un ambiente típico de la época: los limpios interiores de las casas holandesas, donde los retratados eran captados realizando las funciones que les correspondía en ese preciso instante, de ahí su vitalidad, a la que se sumaba la técnica antes descrita.

Este retrato múltiple fue realizado por Hals a los ochenta y dos años, cuando vivía en el asilo municipal de Haarlem, donde había sido internado por su ancianidad. No fue un encargo, sino que nuestro artista retrató a los rectores del asilo por propia decisión. Hals tenía el don de reflejar con exactitud la psicología de los personajes que pintaba y en este caso nos podemos dar cuenta de la multiplicidad de caracteres que se muestran en los rostros de los retratados, para quienes la compasión parece que les era extraña y que más que rectores parecen carceleros. Eran personas que ejercían sus labores de manera burocrática e impersonal, retratados por un anciano que vivió toda clase de decepciones y conocía a fondo la condición humana de quienes se han convertido en entes ajenos al dolor. El fondo oscuro nos trae a la mente ciertos tintes siniestros y las posturas disímiles y las miradas en varias direcciones nos hablan de una gran falta de congruencia y cometidos en común. Es una pintura de un ambiente lúgubre y hasta trágico, pero dotada de una increíble profundidad de contenido, obra de un anciano pintor que en ese momento alcanzó la más insondable, trascendente e intensa expresión de lo que se denomina Arte.


Michelangelo Merisi da Caravaggio, «El santo entierro». Óleo sobre tela, 1604

Julián González Gómez

Caravaggio el Santo Entierro 1604Esta semana tengo de nuevo la responsabilidad de presentar una obra de arte de uno de los más grandes pintores de todas las épocas y ha sido bastante difícil seleccionar una pintura de entre todas sus obras maestras. Este espacio es muy breve como para esbozar una imagen integral de Caravaggio y su supremo arte, ya que merecería un comentario mucho más extenso y profundo, pero se procurará reseñar algunos de sus atributos más importantes.

En principio, habría que decir que Caravaggio revolucionó la manera en que los pintores se expresaban desde el Renacimiento, dejando atrás la estricta dictadura de la perspectiva, los juegos de colores matizados y las rimbombantes representaciones alegóricas de los pintores manieristas. A la perspectiva opuso la luz y la sombra, a los colores matizados los fuertes contrastes cromáticos y a las representaciones alegóricas e idealizadas el realismo más patente. No transigió con el arte que en su tiempo estaba de moda y sin embargo, logró triunfar gracias a su genio. Tuvo una vida aventurera y sinnúmero de problemas personales, incluyendo graves problemas con la ley y aun así pudo seguir pintando para gloria del arte.

Se le puede considerar el primer pintor barroco, al que aportó una de sus manifestaciones más impresionantes y profundas: el tenebrismo. Este nombre responde a los fuertes contrastes de luces y sombras, donde éstas últimas, combinadas con las zonas de penumbra que son su consecuencia, invaden grandes porciones del plano de representación, haciendo que los positivos y negativos alcancen nuevos valores que son muy marcados. La penumbra es el gran protagonista del tenebrismo, ya que ensalza la profundidad de los fondos, proyectando las figuras más iluminadas hacia el frente, sin necesidad que medie la perspectiva para establecer su valor espacial. La influencia del tenebrismo de Caravaggio se extendió por toda Europa durante los siglos XVII y XVIII.

Pero Caravaggio no sólo fue el primer pintor tenebrista, sino que además hizo alarde de un realismo como no se había visto desde los tiempos de la pintura del gótico tardío de Flandes. Su realismo no admitía concesiones y procuraba representar exactamente aquello que sus ojos captaban. El caso es que, en general, en la pintura italiana del siglo XVI, lo que se intentaba representar no era estrictamente la realidad, sino un mundo poético e idealizado en el cual la belleza formal ocupaba el sitial de honor. Aquello que no se consideraba bello simplemente no se representaba, o bien se acentuaban sus características más repelentes para acentuar por contraste la belleza, como ocurría con algunos pintores venecianos y romanos. Caravaggio pintó el mundo real con todos sus detalles, a veces ensalzados por los fuertes contrastes. Sus modelos eran personajes de los bajos fondos, que eran los que solía visitar y era capaz de escoger como modelo a un mendigo harapiento para encarnar a un santo y así lo pintaba tal cual, sin ocultar sus rasgos groseros o la suciedad de sus pies. Esto le ganó numerosos enemigos, quienes criticaban que pintase a personajes considerados bajos para representar a los modelos de virtud cristiana. Se dice que cuando pintó la Muerte de la Virgen escogió como modelo el cadáver de una prostituta que había aparecido flotando en las aguas del Tíber, lo cual provocó un gran escándalo en la corte romana que rechazó su cuadro.

En cierto sentido, el realismo de Caravaggio nos recuerda la vieja discusión sobre la naturaleza de la belleza y si ésta se encuentra en la representación en sí o en los ojos del observador que la contempla. Esto es una dialéctica entre la normativa objetiva, que pretende establecer, entre otras cosas, las reglas para que algo sea bello y la visión subjetiva, que insiste en que la belleza es una cualidad relativa al contexto y el observador. Sin entrar a discutir estos puntos, se puede afirmar que la mayor parte de las pinturas de Caravaggio fueron criticadas en abundancia por aquellos que se consideraban los paladines y expertos sobre la belleza en el arte y aun así, se instalaron en iglesias y palacios donde fueron y son todavía admiradas. De los pomposos portadores de la verdad absoluta y la pureza estética ya nadie se acuerda; el gran arte está más allá de esas discusiones.

La vida de Caravaggio fue muy variada y llena de acontecimientos dramáticos. Nació en 1571 en Milán y fue bautizado con el nombre de Michelangelo Merisi. Su familia se instaló posteriormente en el pueblo cercano de Caravaggio, de donde le viene el sobrenombre. A los trece años entró a trabajar como aprendiz del pintor lombardo Simone Peterzano, quien había sido discípulo de Tiziano. Tras su formación inicial realizó un viaje a Venecia y posteriormente, en 1592, viajó a Roma para buscar fortuna. Extremadamente pobre, se ganaba la vida pintando bodegones en el taller de Giuseppe Cesari, pintor de cámara del entonces Papa Clemente VIII. Un tiempo después abandonó este taller y empezó a pintar por su cuenta, tratando poco a poco de abrirse camino, pues seguramente estaba consciente de su valía como pintor. Por medio de algunas relaciones sociales logró que sus cuadros fueran contemplados por el Cardenal Francesco María Del Monte, quien lo acogió dentro de su círculo, para el cual pintó numerosos cuadros. La mayor parte de los encargos que recibía eran de cuadros religiosos, muy importantes para la Roma contrarreformista de ese entonces. Sus obras llamaron la atención de la nobleza romana, que no sabía qué decir ante estas fulgurantes muestras de claroscuro y dramatismo, que igual eran admiradas y criticadas. Gracias a varios encargos importantes para algunas iglesias se hizo de renombre en Roma, no sin antes verse en la necesidad de retocar algunas figuras de sus cuadros, que fueron consideradas vulgares en exceso.

A pesar de los triunfos que estaba empezando a cosechar, su vida transcurría en las tabernas y garitos de las cercanías del Tíber. Era enfermizo, bebedor y pendenciero, lo cual le atrajo muchos problemas con gentes de muy diversa índole; incluso fue acusado de sodomía, lo cual le granjeó muy mala fama. Sus riñas en las tabernas eran constantes y solo sus mecenas le podían proteger contra los cargos que iba acumulando. Una noche, en mayo de 1606, mató a un hombre en una taberna y con una orden de aprensión en su contra huyó a Nápoles, donde creía que la justicia romana no lo alcanzaría. En esta ciudad vivió un período de gran esplendor en su arte, convirtiéndose en poco tiempo en el pintor más importante de la localidad, protegido por la familia de los Colonna. Pero Caravaggio finalmente no se sintió a salvo en esta ciudad y volvió a huir, esta vez a un lugar mucho más lejano: la isla de Malta.

En Malta pronto estableció relaciones con la orden de los caballeros hospitalarios, que tenían su más importante bastión en esta isla. Realizó allí un notable retrato del Gran Maestre, así como de otros miembros de la orden. Pero su vida de pendenciero le hizo inmiscuirse en una riña en la cual hirió a un caballero de gravedad, por lo cual fue expulsado. Entonces se estableció en Sicilia, donde su trabajo fue muy bien pagado, pero agobiado por su persecución decidió regresar de nuevo a Nápoles, desde donde pidió el perdón al nuevo papa de Roma, el cual se lo concedió posteriormente. Mientras esperaba la respuesta papal, fue nuevamente protagonista de un suceso oscuro y fue herido en el rostro, sin saber exactamente si fue en una riña o en un atentado. Esta última fase de su vida no está muy clara, ya que parece ser que logró embarcarse para Roma en 1610, pero el barco lo dejó en la pequeña población costera de Porto Ércole, donde murió a los 39 años.

Esta obra, llamada El Santo Entierro, fue pintada por Caravaggio durante su estancia en Roma, en los años donde se estaba gestando su fama en la ciudad. Además de ser una soberbia muestra del tenebrismo de este artista, la composición prefigura espacialmente las obras del barroco por medio de sus diagonales muy marcadas y la “cascada” que forman las figuras, que se van deslizando por una gran curva que domina la estructura del cuadro.


José de Ribera, «El patizambo». Óleo sobre tela, 1642

Julián González Gómez

Jose_de_Ribera_El patizamboConocido también como El niño mendigo o El pie varo, este pasmoso retrato de un infante pordiosero da muestra del realismo de la pintura de José de Ribera, llamado por los italianos Lo Spagnoletto (el españolito). Esta veracidad no admite ninguna disculpa, es tremendamente patética y se expresa por sí misma, sin ambigüedades ni falsas promesas de redención. Este chico padece una condición infame: no sólo es tremendamente pobre y se ve obligado a mendigar, sino además tiene un grave defecto en su pie derecho, lo cual le obliga a caminar cojo.

¿Quiere impresionarnos Ribera con este retrato? Tal vez, pero a pesar de la tragedia que estamos contemplando no hay ni una pizca de auto-conmiseración, ni tampoco un dramatismo truculento y lacrimoso. Este niño nos sonríe y con ese gesto nos muestra que todavía no ha perdido la alegría de vivir; quisiéramos creer que no se le han acabado los argumentos para sostener con humor el pesar de su existencia. Al abrir los labios muestra sus dientes podridos, lo cual refuerza el patetismo de la representación.

Como mendigo que es, en su mano izquierda lleva un papel con la leyenda en latín “Da mihi elimo/sinam propter amorem dei”, que significa  “Dadme una limosna por el amor de Dios”, lo cual ha hecho pensar a algunos que era mudo, pero en realidad este papel con la leyenda era un requisito que las autoridades del Reino de Nápoles exigían portar a cualquier individuo que se dedicara a la mendicidad por las calles. La muleta está apoyada sobre su hombro izquierdo y con la mano derecha sujeta un sombrero, el cual se ha quitado para posar.

El escueto paisaje campestre y la luz matinal nos indican que este niño vive en las afueras de la ciudad, tal vez en una vivienda de campesinos y se dirige por un camino vecinal a Nápoles, donde se quedaría el día entero a mendigar por sus calles, o en una plaza pública.

La estructura del cuadro es muy sencilla y de fácil interpretación, ya que está dividido en tres zonas claramente definidas. La zona superior, delimitada por el brazo extendido y la muleta, representados mediante una diagonal, separa la cabeza del resto del cuerpo y le da dinamismo a la composición. La zona intermedia, con el cuerpo del niño, está trazada por una ondulante línea curva que se prolonga hasta la tercera zona, la inferior, en donde está el pie deforme, para salir después por el ángulo inferior izquierdo. Esta última zona está marcada por la línea ascendente del paisaje, pintado en colores pardos y rojizos que armonizan con el color de la vestidura. Toda la composición establece una direccionalidad que se dirige hacia el lado derecho de la escena, donde confluyen las líneas en un punto que está fuera del formato.

En conjunto, la representación resulta monumental, sobre todo porque el punto desde el que se ve la figura del niño es bastante bajo con respecto a su estatura y esto le procura una gran dignidad a la pose. Por su dinámica composición y su realismo, esta pintura pertenece claramente al período barroco, del cual José de Ribera es uno de sus más conocidos exponentes.

Bautizado con el nombre de José de Ribera y Cucó, este notable pintor nació en Játiva, en el levante español en 1591. Algunos investigadores creen que se inició como pintor en el taller de Francisco Ribalta, un destacado artista levantino, pero se sabe que muy joven se marchó a Italia, donde inició un periplo que lo llevó, entre otros destinos, a Milán, Parma y a Roma, donde se encontró con la pintura de los grandes maestros del barroco italiano. En esos tiempos Ribera absorbió de manera muy profunda el tenebrismo de Caravaggio, el cual marcará una profunda huella en su carrera.

Al cabo de un tiempo, en 1616, decidió establecerse en Nápoles, por esa época virreinato español y potencia comercial del mediterráneo con fuertes nexos con el este de España (Valencia y Cataluña). Poco tiempo después de vivir en Nápoles contrajo nupcias con la hija de un pintor: Giovanni Azzolini, por lo cual está claro que empezó a hacer contactos con los artistas del medio desde muy temprano. Pronto empezó a darse a conocer en la ciudad y su clientela, compuesta sobre todo por comerciantes españoles, fue en aumento. Se dice que el apodo de lo spagnoletto le fue dado a Ribera por ser de muy corta estatura.

En Nápoles trabajó en el grabado, con lo que se dio a conocer en Europa por la alta calidad de sus trabajos con este medio. Pero su principal actividad siempre fue la pintura, de la cual llegó a ser un consumado maestro. Gracias a los pedidos de los comerciantes españoles en un principio y después de las autoridades virreinales, las pinturas de Ribera llegaron en gran cantidad a España, donde fueron admiradas por los artistas que por entonces estaban en los inicios de su labor como Velázquez, que siempre admiró a Ribera e incluso lo visitó en Nápoles durante su primer viaje a Italia.

La obra de Ribera pasó por varias etapas, siendo la mayor parte de ellas influidas por el tenebrismo de Caravaggio, el cual se basaba en el fuerte contraste entre luces y sombras, dando a las figuras una tridimensionalidad enérgica y dramática, gracias a las luces que se proyectaban en diagonal sobre las formas. Como dibujante era un consumado maestro, lo cual prueban sus grabados y la exquisita calidad de sus líneas, ondulantes y expresivas, totalmente barrocas. Durante las últimas etapas de su carrera, Ribera se vio influido por la pintura veneciana y el clasicismo, tornando su paleta más luminosa y su pintura menos dramática y más monumental. A esta etapa pertenece la obra que aquí se presenta.

Murió en Nápoles en 1652 y sus restos fueron enterrados en la iglesia de Santa María del Parto.


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