Paul Delaroche, «La joven mártir». Óleo sobre tela, 1855

Julián González Gómez

La joven martir, Paul Delaroc he (1855) Musée du Louvre.La escena, nocturna y cavernosa, parece propicia para un drama cuya inspiración a primera vista se antoja mórbida: una joven yace boca arriba flotando sobre el agua con las manos atadas. Está evidentemente muerta y una pequeña y brillante aureola flota sobre su cabeza ladeada a la izquierda. Una suave, muy suave luz baña su cuerpo y ropajes blancos, cuyas tonalidades se funden sutilmente con las de las pequeñas olas, que parecen acariciar la figura. Como contraste, el fondo es muy oscuro, como si aludiera al carácter fúnebre de la escena y en él se abre una oquedad a través de la cual se puede ver un atardecer. En esta misma cavidad se encuentran las siluetas de tres personas: una pareja joven y un anciano, que son a la vez testigos y víctimas del suceso. Los dos jóvenes se apoyan en el anciano como buscando consuelo.

La muerte de la joven está representada con extremada suavidad y ternura, ha muerto ahogada y su cuerpo no ha sido mancillado, solo ha sido tocado suavemente por el líquido que ahora la acaricia. La aureola es una alusión a su santidad y sus manos atadas aluden al hecho de que en algún momento previo fue hecha prisionera. El nombre completo de esta pintura es “Joven mártir ahogada en el Tíber durante el reinado de Diocleciano”, por lo cual nos podemos ubicar en un tiempo y circunstancia específicos. Durante el reinado del emperador Diocleciano se incrementaron las persecuciones contra los cristianos, que culminaron con la muerte de gran cantidad de ellos, siendo después considerados mártires. Esta joven muerta es entonces una santa y casta joven cristiana que murió, no a manos de los verdugos, sino por un desdichado accidente relacionado con la persecución que sufrió a causa de su fe.

Por otra parte, el rostro de la joven que aparece en este cuadro coincide con el de un retrato que Delaroche hizo de su esposa Anne Louise, muerta unos diez años antes de que se realizara esta obra y de la cual nunca se repuso, sumiéndolo en una profunda melancolía hasta el día de su muerte, acaecida pocos años después de su realización. Por lo mismo, podríamos inferir que el inconsolable Delaroche pintó a esta joven yaciente como un tierno homenaje a la desaparición de aquella a quien consideró como el amor de su vida.

Paul Delaroche ha sido calificado como un pintor romántico y academicista, un artista que gozó de fama y fortuna durante su vida, pero luego fue olvidado, tal como les ha pasado a muchos. El olvido de Delaroche se puede entender como un fenómeno ligado a la falta de interés de parte del público y la crítica de la segunda mitad del siglo XIX por un arte que en el rápido transcurrir del tiempo y los cambios en las tendencias se quedó desfasado, siendo reemplazado por el realismo y el positivismo que encontraron en otros artistas su realización. Delaroche era un exponente tardío de los románticos que veneraban la historia y el pasado desde un punto de vista sentimental, totalmente subjetivo y no exento de un conmovedor dramatismo que hacía suspirar a quien contemplase sus obras, sumiéndolo en un estado de tétrica melancolía. Vale la pena recordar que otros pintores románticos como Delacroix lograron trascender su época gracias no solo a su genio creador sin límites, sino también a su exuberancia y fantasía que hacían de la contemplación de sus cuadros una intensa y catártica experiencia. Delaroche no poseía este genio y aunque fue un importante retratista por encargo, sus cuadros históricos no poseían las cualidades suficientes para que permaneciesen como íconos del romanticismo. Yo diría que la excepción a sus propias limitaciones es precisamente La joven mártir, en la que Delaroche, siempre comedido, fue capaz de expresar sus más profundos sentimientos trágicos.

Paul Delaroche nació en París en 1797, en plena resaca de la revolución y provenía de una familia burguesa. Fue bautizado con el nombre de Hippolyte, el cual cambió después por el de Paul. En su juventud entró como aprendiz en el taller de Antoine-Jean Gros, destacado pintor que inició su carrera como artista neoclásico, pero luego se decantó por el romanticismo. Delaroche llegó a ser el mejor alumno de Gros, quien le abrió las puertas de los principales círculos sociales y académicos de París, empezando a destacar como pintor de temas históricos, tendencia que había absorbido plenamente de las enseñanzas de su maestro. Si bien algunos criticaron su técnica, muy ligada al clasicismo, la teatralidad de sus escenas históricas lo convirtieron en un artista muy popular entre el público. En estas escenas Delaroche no se mostraba tan interesado en la fidelidad de los sucesos o en la verosimilitud de los elementos representados, sino más bien en el realismo de las expresiones de los personajes, que son más actores que protagonistas.

Sin embargo sus retratos muestran no solo una meticulosa técnica, llevada casi a la perfección de un Ingres, sino también una profunda penetración psicológica, muy afín a los estados anímicos de los personajes retratados. Muchos de sus cuadros fueron transferidos a grabados, por lo cual se convirtió en un pintor muy popular entre el público. En 1832 obtuvo el cargo de profesor en la Escuela Superior de Bellas Artes de París, por lo cual su prestigio social y académico se incrementó notablemente. Como docente de la más importante escuela de arte de Francia, Delaroche tuvo a su cargo a numerosos estudiantes que con el tiempo se convirtieron en destacados artistas como Boulanguer, Gérôme y otros.

En 1835 se casó con Anne Louise, hija del pintor Horace Vernet, con la que compartió su vida hasta el fallecimiento de esta en 1845, siendo muy joven todavía. Delaroche murió catorce años después, en 1859, en el momento en que la popularidad de su obra sufría un pronunciado descenso, a tal grado que, tal como se mencionó antes, fue prácticamente olvidado y su figura solo fue resarcida hasta el siglo XX.

Esta obra, La joven mártir, está expuesta en una de las salas del Louvre como homenaje no solo a las cualidades de un artista como Delaroche, digno ejemplo del romanticismo pictórico, sino también a una de las expresiones más profundas de la ternura y el amor que se han realizado.


Caspar David Friedrich, Caminante sobre un mar de nubes. Óleo sobre lienzo, 1818

Julián González Gómez

Caspar_David_Friedrich. l caminante sobre el mar de nubes 1817-1818.Arthur Schopenhauer empieza su obra capital, El mundo como voluntad y representación, con la frase: “El mundo es mi representación”; proclama que lo identifica como un subjetivista acérrimo. Es el sujeto el que contempla al mundo como una proyección de sí mismo y lo identifica solo mediante sus propias ideas, sentimientos e ilusiones. Esta bien puede ser la doctrina de todo artista romántico, que apela antes al sujeto que al objeto.

En este cuadro, el hombre contempla el mundo delante de él como prolongación de su propio ser, bajo una perspectiva amplia y serena que roza con lo sublime. El paisaje, que representa metafóricamente el espíritu del que lo contempla, es elocuente en su dramatismo y grandiosidad y se deja contemplar en toda su magnificencia. Solo un espíritu sensible, afín a un paisaje tan extraordinario, es capaz de apreciarlo profundamente, porque es él en sí mismo, es su esencia metafísica.

Los artistas románticos se rebelaron contra los dictados de la razón, propios del siglo XVIII, llamado “siglo de las luces”, proclamando la supremacía del sentimiento y la subjetividad frente a la razón fría y calculadora, que juzgaron estéril. Para ellos el ser humano es ante todo una manifestación de las fuerzas naturales, de las cuales no puede desprenderse, de ahí su amor a la naturaleza, que en este cuadro se manifiesta como la gran protagonista, pero que no tiene sentido si no es observada y a la vez admirada por el sujeto.

Se han hecho muchas interpretaciones de esta obra y en casi todas se advierte sobre el simbolismo de los elementos que aparecen en ella. El hombre, que contempla el paisaje y no tiene identificación particular por estar de espaldas, podría ser el propio Friedrich. Su postura y el bastón que lleva revelan que es un caminante que ha llegado a una eminencia del lugar y se ha quedado ahí para admirar el sublime panorama. Está solo, pues solamente en este estado se es capaz de estar en comunión con el mundo que lo rodea, sin la presencia de otra ánima. Se apoya en una fuerte roca, que representa fortaleza y las convicciones firmes, al igual que las demás escarpas rocosas, que junto a las altas montañas del fondo, son también una representación de las fuerzas telúricas que gobiernan la naturaleza. Las nubes que se levantan, que tienen un carácter etéreo en contraposición con las rocas, bien pueden representar las fuerzas sutiles que emanan de la sublimidad natural.

Otras interpretaciones han visto representaciones de carácter religioso en este cuadro, por ejemplo: las rocas y las montañas son el símbolo de la vida terrena, mientras que las nubes representan la vida eterna y el hombre está en medio de ambas vidas como sujeto terrenal y a la vez como criatura que desciende de la divinidad. También se ha dicho que las rocas representan la fe y las montañas del fondo el paraíso y el hombre se está diluyendo en una totalidad cósmica. Sea como fuere, las interpretaciones nos llevan siempre hacia esta imagen de elevación y grandiosidad espirituales. En contraposición a las obras de otros artistas de su época, e incluso a otras de sus pinturas, en este caso no se aprecia ninguna alusión a elementos tenebrosos y sombríos, también muy del gusto de los románticos. Es un canto claro a la inmensidad y suprema sublimidad de la creación.

Técnicamente, esta pintura es de una manufactura propia de un maestro consumado, destacando las delicadas tonalidades azules, por cierto un color bastante difícil de tratar, combinadas con los tenues rosas que le dan una asombrosa armonía cromática. El contraste con estas tonalidades lo dan los tonos marrones de las rocas, estableciendo una dialéctica cromática entre ambas gamas de tonalidades dominantes. Las nubes están pintadas con una apariencia algodonosa y delicada, también en claro contraste con las recias texturas de las rocas.

Friedrich fue un extraordinario pintor de paisajes, pero no trabajó este tema como sujeto de estudios figurativos, ni de expresión vindicativa y autónoma, sino como representación de la subjetividad y la emoción que contemplaba en ellos. Para él la naturaleza era ante todo una expresión de la más profunda espiritualidad, que bien se enlaza con el panteísmo de muchos otros artistas románticos, sobre todo los alemanes. Se ha llegado a considerarlo el pintor alemán más importante del romanticismo y gozó de gran fama y estima durante su larga vida, a excepción de sus últimos años.

Nacido en la ciudad portuaria de Greifswald, al nordeste de Alemania en 1774, hijo de un fabricante de jabones y velas. En 1781 murió su madre y posteriormente en el transcurso de varios años murieron dos de sus hermanas y un hermano en un trágico accidente, situaciones que marcaron en su carácter una abrumadora fijación por la muerte. Su familia era devota protestante y la educación de Caspar David fue mediada por unos estamentos religiosos estrictos e inflexibles. En torno a 1790 inició sus estudios de arte, bajo la tutela de Johann Gottfried Quistorp, quien era profesor de dibujo en la Universidad de Greifswald. También por esta época conoció al poeta y pastor Gotthard Ludwig Theobul Kosegarten, quien influyó notablemente en el joven con sus ideas panteístas y románticas. Entre 1794 y 1798 estudió en la Academia Real de Bellas Artes de Dinamarca, que por entonces era una famosa escuela de formación artística. Al acabar sus estudios se trasladó a la ciudad de Dresde, por ese entonces un centro importante del romanticismo alemán, en donde ingresó a la Academia de Bellas Artes de la ciudad, donde realizó su primera exposición en 1799.

En Dresde entabló relación con numerosos artistas, poetas y filósofos del romanticismo, cuyos principios adoptó con entusiasmo, no solo en lo que respecta a los valores estéticos, sino también en lo referente a los valores políticos, siendo durante toda su vida un ferviente defensor de los ideales republicanos y nacionalistas. La fama le llegó al ganar un concurso que había organizado Goethe en Weimar en 1805, en el que presentó dos paisajes dibujados a la sepia. Pocos años después pintó un cuadro que en su momento produjo gran controversia, pero que finalmente fue admirado: La cruz en la montaña, en el cual se fijan las bases para su posterior desarrollo de la pintura de paisajes. Admirado por Novalis y von Kleist, dos de los más importantes poetas de su tiempo, Friedrich se estableció definitivamente en Dresde, desde donde fue ganando cada vez más adeptos. El período de las guerras napoleónicas supusieron para Friedrich una reafirmación de sus convicciones políticas y en 1814 participó en una exposición que conmemoraba la liberación de Dresde del dominio francés.

En 1818 Friedrich se casó con la joven Christiane Caroline Bommer, con quien tuvo dos hijas y un hijo. Su vida transcurría entre la ciudad y algunos viajes que realizó sobre todo a la región del Báltico, donde encontraba grandes paisajes que lo inspiraban para realizar su obra. Tuvo una intensa amistad con Goethe, que terminó con una disputa entre ambos, lo cual lo afectó profundamente. Se recluyó en su estudio y abandonó la vida social para dedicarse por entero a pintar. En 1824 padeció una seria enfermedad que lo dejó inhabilitado parcialmente para nunca recuperarse del todo. Los acontecimientos políticos en Europa lo afectaron durante sus años de madurez, así como una creciente depresión que le hacía padecer estados de gran desesperación. A ello se suma que a partir de la mitad de la década de 1820 su popularidad se vio mermada, lo que le indujo a escribir sus Observaciones sobre la contemplación de una colección de pinturas de 1830. En junio de 1835 padeció un ataque de apoplejía, que le dejó inhábil, pero aun así siguió dibujando. Cada vez más solo y abandonado, murió en Dresde en mayo de 1840.


William-Adolphe Bouguereau, «El rapto de Psique». Óleo sobre tela, 1895

 

Julián González Gómez

El rapto de PsiqueLos pintores academicistas suelen tener una técnica impecable, no así sus imitadores. Esto ha sido así porque la academia siempre procuró que sus miembros expusieran un alto nivel de perfección formal y su destreza debía pasar por largos períodos de prueba, antes que el artista fuese “consagrado” como tal. Los imitadores, en cambio, copian las destrezas de los maestros y así recrean una pintura o una escultura que pretende pasar por académica, cuando en realidad no es más que un burdo intento de un “querer ser”; moraleja: para ser un buen artista de la academia hay, ante todo, que dominar a la perfección la técnica de la expresión artística, o mejor dedicarse a otra cosa.

Si queremos ver el lado positivo del academicismo y de las llamadas Escuelas de Bellas Artes, podemos afirmar que estas entidades velaban porque el bien hacer fuese siempre la principal premisa y también el más importante fin del arte. Gracias a las enseñanzas y a la dura disciplina de la academia muchos artistas lograron una alta calidad en la ejecución de sus obras que hoy todavía se admiran en los numerosos museos que las exponen con legítimo orgullo. Esta vigilia no solo se limitaba a la enseñanza de las materias del arte, sino además se extendía a la carrera profesional del artista que egresaba de sus escuelas y luego pasaba a formar parte del cuerpo selecto de académicos. No cabe duda de que las Academias y las escuelas de Bellas Artes han hecho un aporte capital en bien de la disciplina y perfección artísticas.

Pero también podemos apuntar aquí el lado que podríamos llamar oscuro del academicismo y es que, desde el punto de vista histórico, las academias han sido instrumentos de poder y dominación dogmática del quehacer artístico. Para empezar, los miembros de las academias se procuraron, con el aval de las autoridades de turno, la prerrogativa de definir qué era arte y qué no lo era. Este punto siempre ha sido materia de debates, ya que muchas de las más grandes obras, que a todas luces se pueden considerar como obras de arte, producidas a lo largo de los años en que las academias estuvieron vigentes, no cumplían con los requerimientos que éstas imponían como condición para adjudicarles tal categoría. Como ejemplo podemos citar, entre otros, muchas de las pinturas de Goya, o de Gainsborough, Watteau, o del mismo Fragonard. En otras palabras y a la luz de la historia, los académicos se convirtieron en dictadores del gusto artístico y se dedicaron a condenar con vehemencia cualquier disidencia a sus normas, impidiendo la libre creatividad del artista y coartando su capacidad de experimentar para llevar las fronteras del arte más allá de lo establecido. Esto es natural, ya que la academia siempre ha sido conservadora por su misma esencia continuista. Ni siquiera las luces de la ilustración pudieron aportar un espíritu más libre y experimental al academicismo, que por cierto en esta época se volvió aún más conservador.

Por otra parte, el arte académico ha sido también instrumento de control y propaganda, tanto del absolutismo de los siglos XVII, XVIII y XIX, como en el siglo XX y hasta la actualidad del totalitarismo. A través de las academias se fijaban las políticas de control del arte para evitar disidencias o franca subversión. Es notorio el papel que el arte académico jugó en el régimen nazi de Alemania, con el neoclasicismo pomposo de Arno Brecker y Albert Speer. También es notorio el papel del arte académico en el llamado “Realismo Socialista” que regímenes totalitarios como los de Stalin, Mao y sus sucesores impulsaron como arte oficial.

Hoy por hoy, el arte académico tiene su cabida, como una alternativa más en el mundo del arte y gracias a que el dogmatismo ha sido dejado de lado, ha podido salir del anonimato en el que estuvo sumido por muchos años, sobre todo después de la segunda guerra mundial. Dentro del arte académico de la actualidad hay obras realistas, ligadas sobre todo a la temática del ser humano y su lugar en el mundo; o bien idealistas, estas últimas ligadas al neoclasicismo, que todavía está vigente en ciertos ambientes.

William-Adolphe Bouguereau era uno de los más famosos artistas del academicismo del siglo XIX en Francia. Con frecuencia se le ha asociado al llamado realismo burgués, ya que sus pinturas eran especialmente apreciadas en el ámbito de la burguesía urbana de la segunda mitad del siglo XIX; época en cuyos últimos años los impresionistas y los post impresionistas estaban desarrollando los nuevos derroteros del arte, a los cuales por supuesto Bourguereau y sus colegas nunca se unieron.

Nacido en La Rochelle, en el año de 1825 en una familia de clase media. Estudió en Burdeos y en la Escuela de Bellas Artes de París y fue becado a Italia por sus altas capacidades académicas, demostradas al ganar el Grand Prix de Rome, por lo que fue enviado a Italia y se alojó en la Villa Médici, cerca de Florencia. En 1876 Bourguereau fue elegido miembro de la Academia Francesa de Bellas Artes, cargo que le procuraba la fama y una enorme distinción artística y social. Cuando se fundó la Sociedad de Artistas Franceses, en 1881 fue elegido como el primer presidente de esta asociación en la rama de la pintura. A lo largo de sus últimos años recibió numerosas distinciones, entre ellas el grado de “Gran Oficial” de la Legión de Honor. Murió en su tierra natal en 1905, dejando como legado gran cantidad de pinturas de notable ejecución y maestría.

Bourguereau no ha sido muy bien tratado por algunos historiadores del arte, ya que han juzgado su obra pomposa, hipócrita, claramente reaccionaria y algunos hasta lo han llamado mediocre. En cierto modo se podrían compartir estos epítetos al juzgar su trayectoria como enemigo acérrimo de los pintores más progresistas, pero hay que considerar que su arte es un producto claramente influenciado por el contexto social en el que se desenvolvió. La burguesía decimonónica era victoriana, tradicionalista y conservadora; estaba llena de prejuicios, sobre todo acerca de todo aquello que significase una ruptura con lo establecido y Bourguereau complacía su gusto hipócrita y su doble moral. Pero esto no impide reconocer sus altas dotes como pintor y la impecable ejecución de sus obras.

Esta pintura describe el episodio mitológico del rapto de Psique, hija menor de un rey de Anatolia por Eros, también llamado Cupido. La historia dice que Venus, llena de celos por la belleza de Psique, le pide a su hijo Cupido que le lance una flecha para que caiga rendida de amor por el hombre más feo y ruin que encontrase, pero Cupido, ya muy cerca de Psique se flecha a si mismo accidentalmente y entonces se enamora de la bella joven, a quien rapta para llevársela consigo a su palacio.

En el cuadro, Psique se ve como una jovencita que acaba de desarrollar sus dotes femeninas y está llena de amor y entrega, viste una larga túnica que se extiende en vuelo hacia atrás, como una estela vaporosa. Lleva alas de mariposa, lo cual significa que con este rapto ha alcanzado la inmortalidad. Cupido es también muy joven, es un adolescente que encarna el amor juvenil, que suele ser decidido e idealista. Quizás lo más notable de la obra sea la magnífica armonía cromática entre los azules, púrpuras y dorados, que le dan un aire irreal y melancólico. Tal vez sea cursi y un poco amanerada, pero de todos modos es una pintura notable, de perfecta ejecución académica.


Georges Seurat, Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte. Óleo sobre tela, 1884

Georges_Seurat_031Cada vez que Georges Seurat iniciaba el trabajo de pintar un cuadro, sabía que le tomaría bastante tiempo realizarlo, y es que la técnica que desarrolló, llamada puntillismo, requiere tener una paciencia y una dedicación absolutas. Esta técnica se basa en la aplicación de pequeños puntos de color puro en la medida exacta para que el ojo los mezcle y capte los diferentes matices y tonalidades. Por ejemplo, si queremos obtener un verde, entonces hay que mezclar azul y amarillo, pero no al azar, ya que existen infinitas variedades de verdes y en algunos casos hay que aplicar también un poco de rojo para lograr el color deseado. El balance cuantitativo entre azul y amarillo es al final el que determina la calidad del color verde que se desea. El blanco y el negro apenas si se aplican, ya que pueden distorsionar la tonalidad y en ningún caso encontramos un color puro, ya que éstos no nos dan un resultado convincente en relación con la luz y la atmósfera de la escena a representar.

Seurat no fue el primero en emplear el puntillismo en la pintura, ya lo había hecho Vermeer más de doscientos años antes, pero de una forma intuitiva. Seurat, que era un artista plenamente identificado con las tendencias artísticas y científicas de su tiempo, se basó en las teorías sobre la composición de los colores del químico Eugéne Chevreul, que los pintores impresionistas habían adoptado para mezclar sus colores. Seurat llevó hasta sus últimas consecuencias la idea de la mezcla de color realizada en la retina del observador mediante su versión del puntillismo. No sólo había que aplicar puntos del color sobre la tela, sino además controlar el tamaño y la densidad de éstos, lo que seguramente requeriría hacer diversas pruebas previas hasta obtener el resultado deseado. Además, una vez aplicados los puntos en la superficie, era necesario alejarse de ella constantemente para verificar si el resultado era el correcto. En fin, el método de trabajo de Seurat podía llegar a ser desesperante para alguien carente de paciencia. Era al mismo tiempo ciencia y arte y no se podía improvisar nada sobre la tela, por lo que al ver un cuadro de este pintor, estamos observando la culminación de un proceso meticuloso y racional en el que todo ha sido calculado y determinado con anticipación. Sin embargo, el resultado dista mucho de ser frío y distante, como se esperaría de un producto de carácter científico; al contrario, los cuadros de Seurat tienen la capacidad de seducirnos y hasta sorprendernos. Una experiencia muy interesante es acercarse lo más que se pueda a un cuadro de Seurat y ver sólo puntos de color que forman manchas y alejarse poco a poco, hasta que a cierta distancia se nos revela la composición y, por así decirlo, la “lógica” de este método. Ciertamente, se puede hacer lo mismo con las obras de muchos otros pintores, sobre todo con las de los impresionistas, pero en los cuadros de Seurat –y también en los de otros pintores puntillistas como Signac- es más evidente esta cualidad.

Georges Pierre Seurat nació en París en 1859, a los dieciséis años ingresó en la Escuela Municipal de Dibujo y trabajó con el escultor  Justin Lequien. En 1878 ingresó en la Escuela de Bellas Artes de París, donde fracasó y se retiró de ella un año más tarde para estudiar por su cuenta las obras de los maestros en el Louvre y se familiarizó con las teorías científicas del color, sobre todo con las de Chevreul. Después de haber cumplido con el servicio militar, compartió un pequeño estudio con otros dos artistas y empezó a trabajar en el dibujo y la experimentación de las propiedades físicas del color, fuertemente influido por las ciencias positivas.

Esta formación, un tanto heterodoxa con respecto a la de los artistas de su tiempo, hizo que Seurat se pusiera a la vanguardia de las tendencias post-impresionistas, ya que ni era un pintor de academia, ni tampoco un pintor impresionista como Monet o Renoir, que pintaban al aire libre. Para Seurat el estudio era esencial, ya que este espacio era ante todo un laboratorio en el cual experimentar con la fusión entre arte y ciencia. Realizaba numerosos bocetos del natural, sólo para empaparse de la atmósfera y la composición estructural de la representación, pero todos sus cuadros fueron hechos en el estudio, construidos poco a poco. A diferencia de los impresionistas, que mediante la improvisación y el trazo rápido pretendían captar lo instantáneo del momento, Seurat construía la realidad haciendo una especie de mapa mental de la representación, que iba progresando poco a poco en su contextura y complejidad. Así sus cuadros, a pesar de que pretendiera lo contrario, no reflejan una realidad concreta, ni una impresión de la misma, sino más bien un esquema sintético que es propio y original. En esto consiste el verdadero arte de Seurat, en su singularidad como representación al margen de cualquier tendencia artística y teoría científica.

En vida no logró cosechar triunfos y siempre estuvo marginado de los salones artísticos. Se le consideraba un mal pintor y un pésimo dibujante y parece ser que solo pudo vender un cuadro. La polémica en lo referente a su estilo continuó hasta su temprana muerte, a los 32 años, en 1891 a causa de una difteria. Sólo años después sus cuadros alcanzaron la fama y se cotizaron como grandes obras de arte. Por ello, Seurat comparte la maldición de los pioneros que tuvieron que sufrir como él la incomprensión y hasta la burla: Van Gogh, Gauguin o Tolouse-Lautrec entre otros, todos contemporáneos en un tiempo y lugar en los que la sociedad autosatisfecha e intolerante les dio la espalda.

Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte es una pintura bastante grande: dos por tres metros, lo cual es a propósito para lograr efectivamente la mezcla de los puntos de color en relación a la complejidad de su representación. La Grande Jatte era un parque que estaba ubicado en las afueras de París, donde los citadinos solían pasar sus días de campo y pasear a las orillas del Sena, un tema banal y afín a los impresionistas. Seurat estuvo trabajando en esta obra por más de dos años, diariamente y con esmero. En él están representados diversos personajes arquetípicos de la sociedad parisiense que se daban cita en este lugar y seguramente ninguno de ellos es un retrato. El método aquí es más importante que la representación y por ello las figuras parecen estatuas, todas perfectamente individualizadas y a la vez rodeadas por una atmósfera completamente invadida por la luz de la tarde. Todo el cuadro está compuesto por superficies que en los bordes se difuminan suavemente de cerca y que a la distancia parecen perfectamente marcadas, a excepción de los vaporosos árboles que dominan la parte superior, los cuales se funden entre sí y con el cielo. Es curioso, pero los árboles más lejanos aparecen menos difuminados que los que están más cerca. El agua del río y los reflejos están pintados de una manera absolutamente magistral, prueba de los numerosos estudios que Seurat había hecho de las costas de Brest mientras cumplía su servicio militar. La yerba es casi monocroma, al igual que las potentes sombras que se esparcen sobre ella, producto del empleo del azul que se ha aplicado con bastante densidad. El balance perfecto de los colores cálidos y fríos nos revela que Seurat era ante todo un colorista y que, a pesar de las apariencias, toda la composición está sometida a este balance, incluyendo el modelado y el dibujo de las formas.

En mi opinión, Seurat logró mejores resultados en algunas de sus obras posteriores, lo cual nos hace pensar que si no hubiese muerto tan joven habría llegado a dominar la difícil técnica que se había impuesto y que seguro habría mejorado el modelado de sus figuras, pero esto es mera especulación. Quedan sus pinturas como testimonio de la búsqueda de una fusión armoniosa entre arte y ciencia que aquí se muestra con todo su candor y belleza.   


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