Michelangelo Merisi da Caravaggio, «El santo entierro». Óleo sobre tela, 1604

Julián González Gómez

Caravaggio el Santo Entierro 1604Esta semana tengo de nuevo la responsabilidad de presentar una obra de arte de uno de los más grandes pintores de todas las épocas y ha sido bastante difícil seleccionar una pintura de entre todas sus obras maestras. Este espacio es muy breve como para esbozar una imagen integral de Caravaggio y su supremo arte, ya que merecería un comentario mucho más extenso y profundo, pero se procurará reseñar algunos de sus atributos más importantes.

En principio, habría que decir que Caravaggio revolucionó la manera en que los pintores se expresaban desde el Renacimiento, dejando atrás la estricta dictadura de la perspectiva, los juegos de colores matizados y las rimbombantes representaciones alegóricas de los pintores manieristas. A la perspectiva opuso la luz y la sombra, a los colores matizados los fuertes contrastes cromáticos y a las representaciones alegóricas e idealizadas el realismo más patente. No transigió con el arte que en su tiempo estaba de moda y sin embargo, logró triunfar gracias a su genio. Tuvo una vida aventurera y sinnúmero de problemas personales, incluyendo graves problemas con la ley y aun así pudo seguir pintando para gloria del arte.

Se le puede considerar el primer pintor barroco, al que aportó una de sus manifestaciones más impresionantes y profundas: el tenebrismo. Este nombre responde a los fuertes contrastes de luces y sombras, donde éstas últimas, combinadas con las zonas de penumbra que son su consecuencia, invaden grandes porciones del plano de representación, haciendo que los positivos y negativos alcancen nuevos valores que son muy marcados. La penumbra es el gran protagonista del tenebrismo, ya que ensalza la profundidad de los fondos, proyectando las figuras más iluminadas hacia el frente, sin necesidad que medie la perspectiva para establecer su valor espacial. La influencia del tenebrismo de Caravaggio se extendió por toda Europa durante los siglos XVII y XVIII.

Pero Caravaggio no sólo fue el primer pintor tenebrista, sino que además hizo alarde de un realismo como no se había visto desde los tiempos de la pintura del gótico tardío de Flandes. Su realismo no admitía concesiones y procuraba representar exactamente aquello que sus ojos captaban. El caso es que, en general, en la pintura italiana del siglo XVI, lo que se intentaba representar no era estrictamente la realidad, sino un mundo poético e idealizado en el cual la belleza formal ocupaba el sitial de honor. Aquello que no se consideraba bello simplemente no se representaba, o bien se acentuaban sus características más repelentes para acentuar por contraste la belleza, como ocurría con algunos pintores venecianos y romanos. Caravaggio pintó el mundo real con todos sus detalles, a veces ensalzados por los fuertes contrastes. Sus modelos eran personajes de los bajos fondos, que eran los que solía visitar y era capaz de escoger como modelo a un mendigo harapiento para encarnar a un santo y así lo pintaba tal cual, sin ocultar sus rasgos groseros o la suciedad de sus pies. Esto le ganó numerosos enemigos, quienes criticaban que pintase a personajes considerados bajos para representar a los modelos de virtud cristiana. Se dice que cuando pintó la Muerte de la Virgen escogió como modelo el cadáver de una prostituta que había aparecido flotando en las aguas del Tíber, lo cual provocó un gran escándalo en la corte romana que rechazó su cuadro.

En cierto sentido, el realismo de Caravaggio nos recuerda la vieja discusión sobre la naturaleza de la belleza y si ésta se encuentra en la representación en sí o en los ojos del observador que la contempla. Esto es una dialéctica entre la normativa objetiva, que pretende establecer, entre otras cosas, las reglas para que algo sea bello y la visión subjetiva, que insiste en que la belleza es una cualidad relativa al contexto y el observador. Sin entrar a discutir estos puntos, se puede afirmar que la mayor parte de las pinturas de Caravaggio fueron criticadas en abundancia por aquellos que se consideraban los paladines y expertos sobre la belleza en el arte y aun así, se instalaron en iglesias y palacios donde fueron y son todavía admiradas. De los pomposos portadores de la verdad absoluta y la pureza estética ya nadie se acuerda; el gran arte está más allá de esas discusiones.

La vida de Caravaggio fue muy variada y llena de acontecimientos dramáticos. Nació en 1571 en Milán y fue bautizado con el nombre de Michelangelo Merisi. Su familia se instaló posteriormente en el pueblo cercano de Caravaggio, de donde le viene el sobrenombre. A los trece años entró a trabajar como aprendiz del pintor lombardo Simone Peterzano, quien había sido discípulo de Tiziano. Tras su formación inicial realizó un viaje a Venecia y posteriormente, en 1592, viajó a Roma para buscar fortuna. Extremadamente pobre, se ganaba la vida pintando bodegones en el taller de Giuseppe Cesari, pintor de cámara del entonces Papa Clemente VIII. Un tiempo después abandonó este taller y empezó a pintar por su cuenta, tratando poco a poco de abrirse camino, pues seguramente estaba consciente de su valía como pintor. Por medio de algunas relaciones sociales logró que sus cuadros fueran contemplados por el Cardenal Francesco María Del Monte, quien lo acogió dentro de su círculo, para el cual pintó numerosos cuadros. La mayor parte de los encargos que recibía eran de cuadros religiosos, muy importantes para la Roma contrarreformista de ese entonces. Sus obras llamaron la atención de la nobleza romana, que no sabía qué decir ante estas fulgurantes muestras de claroscuro y dramatismo, que igual eran admiradas y criticadas. Gracias a varios encargos importantes para algunas iglesias se hizo de renombre en Roma, no sin antes verse en la necesidad de retocar algunas figuras de sus cuadros, que fueron consideradas vulgares en exceso.

A pesar de los triunfos que estaba empezando a cosechar, su vida transcurría en las tabernas y garitos de las cercanías del Tíber. Era enfermizo, bebedor y pendenciero, lo cual le atrajo muchos problemas con gentes de muy diversa índole; incluso fue acusado de sodomía, lo cual le granjeó muy mala fama. Sus riñas en las tabernas eran constantes y solo sus mecenas le podían proteger contra los cargos que iba acumulando. Una noche, en mayo de 1606, mató a un hombre en una taberna y con una orden de aprensión en su contra huyó a Nápoles, donde creía que la justicia romana no lo alcanzaría. En esta ciudad vivió un período de gran esplendor en su arte, convirtiéndose en poco tiempo en el pintor más importante de la localidad, protegido por la familia de los Colonna. Pero Caravaggio finalmente no se sintió a salvo en esta ciudad y volvió a huir, esta vez a un lugar mucho más lejano: la isla de Malta.

En Malta pronto estableció relaciones con la orden de los caballeros hospitalarios, que tenían su más importante bastión en esta isla. Realizó allí un notable retrato del Gran Maestre, así como de otros miembros de la orden. Pero su vida de pendenciero le hizo inmiscuirse en una riña en la cual hirió a un caballero de gravedad, por lo cual fue expulsado. Entonces se estableció en Sicilia, donde su trabajo fue muy bien pagado, pero agobiado por su persecución decidió regresar de nuevo a Nápoles, desde donde pidió el perdón al nuevo papa de Roma, el cual se lo concedió posteriormente. Mientras esperaba la respuesta papal, fue nuevamente protagonista de un suceso oscuro y fue herido en el rostro, sin saber exactamente si fue en una riña o en un atentado. Esta última fase de su vida no está muy clara, ya que parece ser que logró embarcarse para Roma en 1610, pero el barco lo dejó en la pequeña población costera de Porto Ércole, donde murió a los 39 años.

Esta obra, llamada El Santo Entierro, fue pintada por Caravaggio durante su estancia en Roma, en los años donde se estaba gestando su fama en la ciudad. Además de ser una soberbia muestra del tenebrismo de este artista, la composición prefigura espacialmente las obras del barroco por medio de sus diagonales muy marcadas y la “cascada” que forman las figuras, que se van deslizando por una gran curva que domina la estructura del cuadro.


Francisco de Zurbarán, Martirio de San Serapio. Óleo sobre tela, 1628

Julián González Gómez

 

Zurbarán San Serapio, 1628Esta representación del martirio y muerte de San Serapio está muy lejos de las truculentas visiones de muchos pintores del barroco que embadurnaban de sangre las escenas de este tipo. Aquí está representado un hombre que está falleciendo y está acompañado únicamente por el espectador, que asiste como testigo de su último aliento. Su cabeza, ladeada a la derecha en un gesto de abandono, contrasta con los brazos que no han sido vencidos por el peso del cuerpo, lo cual nos indica que todavía hay un último hálito de resistencia y por lo tanto de vida, en el desafortunado protagonista.

Zurbarán resulta siempre un artista esquivo, difícil de interpretar y no porque sea ambiguo u oscuro, sino porque siempre que se le trata de encasillar es evidente que algo importante se omite y ese algo, que está en su obra, parece que fuera demasiado evidente como para haberlo obviado. Claro está que era un pintor barroco, realista y tenebrista como el que más y esas clasificaciones corresponden a lo que se podría llamar su estilo y temporalidad, pero hay en él algo muy propio, muy diferente de las demás otredades artísticas de su tiempo y ese algo es de una naturaleza muy difícil de describir. Al igual que el Greco o Rembrandt, se resiste a la clasificación taxonómica y estéril y no nos da margen para reducirlo a conceptos o a formas concretas.

Francisco de Zurbarán nació en 1598 en Fuente de Carlos, en la provincia de Badajoz en España. Era, por lo tanto, un año mayor que Velázquez, a quien conoció y se convirtió en su amigo cuando fue a completar sus estudios de pintura en Sevilla con Pedro Díaz de Villanueva y frecuentaba el taller de Francisco Pacheco. En Sevilla se relacionó también con otros jóvenes artistas como Alonso Cano y Sánchez Cotán, que eran por esos tiempos, junto a Velázquez, los pintores que más prometían en la ciudad. Sus estudios concluyeron en 1617 al casarse con una mujer diez años mayor que él y con quien se fue a vivir a Llerena, en Extremadura, donde nacieron sus hijos; enviudó a los pocos años y volvió a casarse en 1625. A estas alturas y a pesar de la interrupción de sus estudios, Zurbarán ya era un pintor reconocido. Regresó a Sevilla en 1626, donde se convirtió en un destacado pintor, cuyos mecenas fueron, sobre todo, las congregaciones de religiosos. En el transcurso de los siguientes años pintó gran cantidad de series de cuadros para los conventos de diversas órdenes y también envió bastantes obras a América. Cimentado su prestigio en la ciudad, Zurbarán se convirtió en el pintor más solicitado, especialmente para pintar temas sacros. Incluso el Consejo Municipal le propuso en 1629 que fijara su residencia definitiva en Sevilla, lo cual hizo.

Realizó su primer viaje a Madrid en 1634, donde visitó a su amigo Velázquez, quien lo introdujo en el mundo de la corte. Entonces pudo ver de primera mano las colecciones reales, donde estudió las pinturas de los maestros italianos, los cuales le generaron una fuerte impresión y desde ese momento abandonó parcialmente su tenebrismo caravaggiano para incorporar a su paleta una amplia gama de colores y dotar a sus cuadros de una luz más diáfana. Habiendo obtenido el título de “Pintor del Rey” regresó a Sevilla aún con más prestigio. Realizó innumerables encargos, siempre de temas sacros e históricos para sus mecenas, las órdenes religiosas, tanto para España, como para América. En 1650 realizó su segundo viaje a Madrid, donde realizó algunas obras destacadas. En esa ocasión testificó a favor de Velázquez para que este ingresara a la Orden de Santiago, que era su máxima aspiración. El resto de su vida se lo pasó viajando y pintando entre Sevilla y Madrid y fue en esta ciudad donde falleció en 1664.

El san Serapio fue pintado en 1628, durante el primer período de Zurbarán, caracterizado por ser el más tenebrista y por sus fuertes contrastes tonales. Este santo fue un mártir de la orden de los mercedarios, que murió en 1240 a manos de los piratas sarracenos, quienes seguramente lo torturarían antes de acabar con su vida. En esta obra maestra Zurbarán no pintó a los verdugos malignos y satisfechos, ni tampoco los instrumentos de la tortura o tan siquiera los vestigios del horror que este ser humano ha padecido antes de morir. No hay las acostumbradas manchas de sangre fresca o coagulada, no hay manos crispadas, mirada sufriente o boca que grita, no hay restos de las mutilaciones y las llagas; no hay, en fin, alimento para el morbo, para el deleite en contemplar el tormento que muchos disfrutan como espectáculo y con el que algunos miembros de la iglesia esperaban impresionar a los fieles. Y sin embargo esta pintura nos conmueve hondamente y no podemos sentir sino compasión por este pobre hombre que ya no tiene fuerzas y que está a punto de rendirse ante lo inevitable.

Es un retrato de la más absoluta soledad, no solo porque este moribundo no tiene a nadie cerca de él en el último momento, sino además porque ni siquiera aparece la compañía de los ángeles portando las palmas que garantizan la santidad por el martirio; solo hay negrura al fondo, la negrura de un calabozo húmedo donde ha sido torturado.

La técnica es la de un maestro consumado, a pesar de que este cuadro fue pintado cuando Zurbarán tenía 30 años. A primera vista, lo más destacado es el hábito, fuertemente drapeado y tratado con un virtuosismo técnico inigualable. Su forma está contenida en un elemento geométrico muy simple: un rectángulo que parece colgado de un cordel invisible por las manos. Un ejercicio interesante sería el contar cuántas tonalidades de crema existen en este hábito, que por su exacerbada tridimensionalidad no permite la competencia de otros elementos. Por eso la cabeza y las manos permanecen en el nivel superior de la imagen contra el fondo negro y el escapulario con el escudo mercedario, seguramente agregado por obligación, parece sobrepuesto y artificial. La economía de la imagen es sorprendente, ya que los ingredientes que componen el cuadro son muy pocos, reducidos a lo más esencial. Esta es una de las claves de Zurbarán, que difícilmente se puede dejar de lado. Este maestro siempre redujo sus composiciones a los mínimos elementos, que por lo mismo ganan en elocuencia. Zurbarán nunca pintó componentes accesorios, ni siquiera en los fondos de sus cuadros, que en general suelen ser monocromáticos y están en penumbra. Pocas veces creó escenarios espaciales para sus figuras, que saltan de la pintura y se nos aproximan hasta una distancia cercana, como dejando atrás el marco que las rodea.

Otra característica notable en su arte son las combinaciones cromáticas entre el color blanco y el ocre, que manejó con emotiva limpieza y que, en combinación con los fuertes contrastes tonales, crean una especie de “atmósfera” en sus cuadros. Su tenebrismo se intensifica por el uso del blanco en grandes zonas, creando la ilusión de que los modelos están bañados por una fuerte luz de media tarde, que penetra sutilmente en la escena por una pequeña ventana que nunca se puede ver.

El otro aspecto de Zurbarán que se ha discutido en muchas ocasiones es la espiritualidad de sus figuras, que no se produce porque sus protagonistas sean santos o beatos. La espiritualidad, o si se quiere, el misticismo de sus protagonistas, deviene de la dramática luz con la que están bañados, que proviene de esa pequeña ventana invisible que se mencionó antes. La ventana está siempre arriba y su luz simboliza la iluminación mística, tan preciada en el barroco. Una luz que proviene del cielo, tenue y delicada, al mismo tiempo que provoca los fuertes contrastes ensalzados por el blanco. Zurbarán dejó un legado de genio incuestionable que todavía hoy conmueve y convence por su sinceridad y simpleza, dos claves más en su pintura que lo han hecho célebre entre los pintores del barroco y de todas las épocas.     


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