De parte de la princesa muerta de Kenizé Murad

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

–I–

De ese anaquel mental en donde posan mis libros favoritos, esos a los que recurro constantemente desde su primera lectura; a los que siempre vuelvo por algún motivo, quizá de los favoritos (primmus inter pares), sea el de Kenizé Murad. Llegué a él gracias a mi tío Ramiro, otro devorador de libros, que espero que al igual que Borges se encuentre en el Paraíso en forma de biblioteca. Él estaba fascinado por la cultura árabe y el mundo musulmán; sus lugares favoritos del mundo, que recordaba una y otra vez eran Fez, Jerusalén, El Cairo y Estambul. En su biblioteca dormían muchos libros de viajes por el mundo árabe y dentro de ellos estaba el de Murad. Me lo citó varias veces en nuestras pláticas y luego me regaló un ejemplar. El resultado fue abrirme a otro mundo que pareciera surgido de un sueño.

Difícilmente encuentre uno un libro en el que una persona se encuentre de forma tan desproporcionada, tan desprotegida en su vulnerable individualidad ante la feroz maquinaria de la historia. Cierto, está Primo Levi y su dolorosísima trilogía del holocausto, Eli Wessel en su infierno de nieve de los campos de concentración, o Soljenitzin, ese hombre que transitó por décadas en los Gulags de Siberia, pero el caso de la princesa muerta es tan triste como el que más, porque ella está sola.

No vamos a trivializar los sucesos del siglo de la violencia, pero sí vamos a hablar (escribir) de las tristes hecatombes individuales como la que rescata la periodista hindo-francesa, Murad, hija de la protagonista; que es también el relato de la tragedia de una niña huérfana criada en el frío mundo de las instituciones públicas francesas hasta que a los 15 años descubre que es hija de la última princesa del Imperio otomano, Selma.

Así, su reconstrucción biográfrica atraviesa la primera mitad del siglo XX por tres escenarios, que bien podrían ser franjas de colores, como las que cubren en el fascinante cuento infantil al Monstruo de Colores: un dorado nostálgico, como luz suave de un sábado a las tres de la tarde para la primera parte, en la que relata la vida de su madre en Estambul, en plena efervescencia republicana y su posterior exilio en Líbano; un rojo fuego, como un lunes al mediodía en cualquier sitio de la banda tropical para la segunda parte, la que ocupa la vida de Selma, casada con un príncipe hindú, salvada por los pelos de un matrimonio de conveniencia que termina por fracasar y finalmente, un azul frío, como cualquier día de nieve y viento en la París ocupada por los nazis, que es en donde sucede la tercera parte de su relato, con su madre embarazada, huyendo, escondiéndose en este escenario de pesadilla que debió de ser la Francia de la Ocupación y de la Colaboración.

 

–II–

Quizás el reto más grande al hablar de esta obra, (investigación expuesta en forma novelada para no darnos la lata con un aparato excesivamente académico de una biografía en toda regla, tono necesario para quien al final, escribiéndola estaba conociendo a su madre, la princesa muerta), sea no estropearle al lector amable de esta reseña la lectura de esta fascinante obra, así que de forma muy tangencial nos vamos a acercar a ella hablando de los escenarios por los que discurre, y los detalles hermosos de su relato.

La historia arranca con su madre, Selma, que atraviesa los años de transición de la niñez a la adolescencia. Estambul en 1919 es un escenario convulso; la Gran Guerra ha terminado, contando al Imperio otomano dentro del bando de los perdedores. Es este el tercer Imperio que muere ante un nuevo orden político mundial, al que han sido llamadas las nuevas generaciones para conformarlo, dentro de las que destaca al líder de los Jóvenes Turcos, Mustafá Kemal, quien, tras un breve paréntesis de incertidumbre y caos, terminará por proclamar la fundación de la República de Turquía en 1921, basándose en el laicismo como el principal fundamento republicano. Esta decisión, la de liquidar el carácter religioso de la monarquía otomana, (recordemos que el emperador era a la vez el califa, de alguna manera el heredero de la autoridad religiosa del Profeta), tiene como resultado el ostracismo de la familia real, que queda prisionera en las fastuosas habitaciones del Palacio Topkapi, a orillas del Bósforo.

“El palacio, con la mayoría de las residencias de príncipes y princesas, es una antigua mansión de madera labrada, precaución necesaria en una ciudad dominada por los terremotos. Blanco y en medio de un parque rebosante de fuentes, de rosas y cipreses, el palacio domina el Bósforo, a esta hora iluminado por el crepúsculo. Sus balcones, sus escaleras, sus galerías y terrazas, adornadas de festones y arabescos, dan a la casa el aspecto de un encaje”.

 

O este valioso párrafo, sobre el contexto histórico de la primera parte:

“La esclava que le trae el pan tiene lágrimas en los ojos y, esta vez, no tiene empacho en responderle. No, el sultán no ha muerto, es mucho peor: los plenipotenciarios otomanos enviados a Francia no han podido convencer a las potencias aliadas. Se vieron obligados a firmar, en Sèvres, el tratado inicuo del que hablan desde hacía tres meses sin que nadie imaginara que pudieran concluirlo. Un tratado que consagra el desmembramiento total de Turquía…”.

 

Como una forma de garantizarle la vida a la princesa, que ya despunta en una hermosa mujer, y como fuera lastimosa tradición hasta hace no mucho, la casan con un príncipe de la India al que no conoce. El viaje para la boda estará lleno de miedos y expectativas, que chocarán con la realidad de una India en toda su vastedad, opulenta y miserable, que se debate también en un nuevo mundo en el que se habla o más bien se cuchichea en los callejones estrechos y hediondos de sus sobrepobladas ciudades de una idea prohibida: la independencia.

Si lo que Selma esperaba era un mundo de tigres de bengala y elefantes vestidos de joyas, apenas lo encontrará a medias. El mandato británico persiste más por su férreo control político que por la voluntad de sus súbditos, muertos a miles en los campos de la Europa Occidental tras el llamado a las armas de la “madre patria”. Pero el sacrificio no les retribuyó reformas económicas. Las autoridades británicas, bien aprovisionadas de ginebra y agua tónica para vencer la malaria y el hastío del calor en el subcontinente, pretenden que el sacrificio era un deber y que no les deben nada. Es una olla de presión calentándose lentamente, que hará explosión con toda su violencia en 1947, con su consecuente cauda de muertos contados a millares.

“Los vendedores de brocados, sedas y encajes vienen depués de los joyeros. En el salón, todo aquel mundillo se pone a cortar, a coser, a bordar. El ajuar de la novia, que habitualmente se prepara con años de adelanto, debe estar terminado en cinco días. Deben estar listas las ghararas de cola, los chikan kurtahs, esas túnicas de lino tan finas que pueden pasar a través de un anillo; listas las rupurtahs, estolas guarnecidas de oro y perlas, que disimulan las formas…”.

Esa boda, pensada para enaltecer uno de los cientos de principados que sobreviven en esa época, se celebra entre nubarrones de tormenta:

“…Hay que calmar la decepción de Selma, pero sobre todo no alarmarla. No decirle que en todo el norte de la India, los campesinos, alentados por el partido del Congreso, comienzan a rebelarse contra los grandes propietarios, en su mayoría hostiles a la política de Ghandi, a quien consideran un comunista”.

La India era entonces también un espacio en el que conviven, o se soportan, más bien dos religiones con millones de fieles, la hinduhista y el islam, que tras la independencia marcará una de las guerras civiles más mortíferas del siglo XX, que ya es decir mucho. El resultado desgarrará a millones de personas cuando los musulmanes huyan hacia oriente u occidente, buscando refugiarse en unos países creados ad-hoc por algún cartógrafo de mucha imaginación pero poco conocimiento, dando lugar a Pakistán oriental y Pakistán occidental, desde 1979 si no me falla la memoria, rebautizado como Bangladesh. La arbitrariedad de las líneas fronterizas, dibujadas desde la oscuridad de un despacho burocrático en Londres se haría más que evidente con un nuevo conflicto que aún al día de hoy le causa sobresaltos a los internacionalistas, ya que ha enfrentado en varias ocasiones a la India y a Pakistán, ambas potencias nucleares, en una esquina de los Himalaya: la Cachemira.

En este escenario de grandes contrastes vivirá la nueva princesa, con lujos pero profundamente infeliz, lejos de su familia, que empieza a morir de a pocos, y siempre soñando con sus años felices de la infancia en Estambul. El matrimonio fracasa y la princesa se autoexilia en París, dedicándose a cualquier oficio que le haga ganar un pan para ella y para Kenizé, pues ella habrá de nacer en la capital francesa. Aquí el relato es sin duda la parte más fría y cruda. Con alemanes de uniformes grises y su credo de odio, la desconfianza de los franceses y el invierno y sus nevadas, sufridas sin remedio en un piso sin calefacción. 

“En pocos días cambia la fisonomía de París. Se rodean los monumentos con sacos de arena para protegerlos y se pintan de azul los vidrios de las casas. Por doquier, mujeres de gorra galoneada, llevando brazaletes y carteras de cuero han reemplazado a los hombres que han partido al frente”.

El libro es la historia de una búsqueda. Su lectura deja una tristeza suave como la que queda cuando ha terminado de ver la portentosa película El último emperador de Bernardo Bertolucci. Es la sensación que deja haber acompañado a un individuo por muchos avatares, en una lucha ciega con la historia. Creo que también el libro de Ayn Rand, Los que vivimos, deja lejanamente la misma melancolía. Como no podemos develar los detalles, basta decir con que el hombre o mujer (vaya, odio estas diferenciaciones impuestas por la posmodernidad) que se enfrenta al torbellino de la Historia con mayúscula, difícilmente sale victoriosa, como alguna vez nos enseñó también Omar Shariff en las secuencias finales del doctor Zhivago: o se despedaza o se cambia la esencia. O se muere en el devenir histórico o se termina de jardinero, aferrándose al anonimato para vivir un día más. 

“Después, mucho después, quise comprender a mi madre. Preguntándole a los que la conocieron, consultando libros de historia, periódicos de la época y los archivos dispersos de la familia; demorándome allí donde ella había vivido, intenté reconstruir los diversos marcos de su existencia, hoy en día irremediablemente transtornados, y de volver a vivir lo que ella vivió…”.

 En el caso de la última princesa otomana, lo que queda es un relato hermoso, impregnado de amor y de piedad de una hija que partió de los cálidos despachos del Nouvel Observateur en busca de su madre y regresa con un hermoso libro que rebasa las 700 páginas en la edición que tengo en mi mesa en estos momentos y es, lo más valioso quizás, un vistazo de una mujer y su lucha por sobrevivir en pleno siglo de la violencia. Una joya para quien guste de una buena historia, pero también para aquellos amantes de las grandes biografías.


Tierra de hombres. Antoine de Saint-Exupéry

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

-I-

Uno de los héroes de mi infancia fue sin duda Antoine de Saint Exupéry, de quien leí sin entender mucho, (debo decir), su cuento infantil El principito, pero de quien me quedó una impresión general de prosa bien pulida, de frases cortas, bien construidas. Me pareció que era un hombre de pocas palabras, lo que se me confirmó luego con la lectura de sus aventuras a partir de un volumen de la magnífica editorial PLESA que publicaba hermosos libros ilustrados, en los que abordaba temas históricos, geográficos y científicos para niños. En un hermoso capítulo tocaban un tema tan cotidiano como el correo, y en un cajón tipo cómic, explicaban que uno de los personajes más importantes para el desarrollo de sus rutas aéreas había sido este piloto y escritor. En la ilustración, un biplano rojo echando humo caía en picada en el desierto bajo la atenta mirada de un beduino.

Esa fue la puerta de entrada para conocer los detalles de este interesante autor y su ajetreada vida, que continuó con la lectura de uno de esos libros condensados en la revista Selecciones, que me parece que fue de la versión inglesa de Tierra de hombres, acompañada de hermosas ilustraciones del desierto. Se sumaron con el tiempo la magnífica novela breve Vuelo nocturno, piloto de guerra; una antología de escritos bajo el evocador título de El sentido de la vida, y el que nos ocupa en esta ocasión, Tierra de hombres. En cada una de las lecturas siempre me atrapó el estilo narrativo de Saint-Ex, como le decimos sus amigos. Sus páginas parecieran más que leídas, contadas a viva voz. Con ese tono intimista con el que narra los detalles de su historia, hace partícipe al lector de una experiencia de la que difícilmente se sale igual. Dentro de un relato de meras aventuras de un piloto aviador en los primeros tiempos, se mezclan reflexiones y recuerdos de otras épocas, logrando crear una atmósfera propia que administra de forma sabia a lo largo de todo el libro.

“Era 1926. Acababa de entrar como joven piloto de línea de la Sociedad Latécoère que aseguró, antes de la Aeropostal –luego la Air France–, la línea Toulouse-Dakar. Allí yo aprendía el oficio. A mi vez, como los demás camaradas, sufría yo el noviciado que los jóvenes soportan antes de tener el honor de pilotear en la línea (…) A los veteranos los hallábamos en el restaurante; bruscos, un poco distantes, dándonos consejos, validos de su superioridad…”[1]

 

Era la época en la que se empezaba a darle utilidad práctica civil a la aviación, luego de las carnicerías de la Gran Guerra. Francia desarrollaba sus líneas de correo de la Metrópoli con sus colonias, y de esas aventuras, se irían materializando en los mapas de navegación aérea, las líneas llenas o punteadas de las distintas rutas de correo que como en Roma, tenían un mismo final: París.

Eran los tiempos de los biplanos y de las cabinas abiertas, en las que era preciso tener un buen ojo y una buena memoria. Sobresale por lo extraño, casi exótico un paraje en el que Saint-Ex, asignado por primera vez a realizar la línea Toulouse-Dakar, se sienta con Guillaumet, un veterano quien despliega sus mapas de la ruta y le va dando una singular clase de geografía al novel piloto:

“…No me hablaba ni de hidrografía, ni de poblaciones, ni de arrendamientos. No me hablaba del Guádix sino de los tres naranjos que cerca del Guádix bordean un campo: ‘Desconfía de ellos, márcalos en el mapa…’ Y los tres naranjos tenían más importancia en el mapa que la Sierra Nevada. No me hablaba de Lorca sino de una simple granja cerca de Lorca. De una granja viviente. Y de su granjero. Y de su granjera. Y esa pareja adquiría, perdida en el espacio, a quinientos kilómetros de nosotros, una desmesurada importancia. Bien instalados en la pendiente de la montaña, semejantes a guardianes en un faro, se hallaban listos, bajo sus estrellas, a socorrer a los hombres (…) Y, poco a poco, la España de mi mapa se transformaba bajo la lámpara en un país de cuentos de hadas. Balizaba con una cruz los refugios y las trampas…”.

Este pasaje me remitió a alguna lectura anterior de la que no logro recordar si fue de Conrad o de London, en donde se narran los avatares de un navío que, dedicado a la navegación de cabotaje en un rincón perdido del planeta, es contratado para levantar los mapas de los contornos de las costas que visita. Porque en estos tempranos años de la aviación, los vuelos más se parecían a la navegación de cabotaje (nunca más allá del punto en el que se pierde de vista la línea de costa), que a los extensos vuelos a los que estamos acostumbrados hoy. O estábamos acostumbrados hasta la irrupción del Covid-19 y sus consecuencias, que aún hoy, estamos muy lejos de poder comprender.

Dada la precariedad de estos vuelos, comprendemos que Saint-Ex tuviera al menos cuatro accidentes aéreos[2], que aportan un tono de serena confesión en ciertas partes de su obra, que es en esencia, la fugacidad de la vida del hombre en la tierra, y el reto humano de vivir ese tiempo acorde a valores universales. Su obra es un discurso vital y ético, de cómo el hombre debe de asumir su existencia, pues desde su perspectiva, vista la humanidad desde miles de pies de altura: “…navegar (…) por encima de mares de nubes, es muy elegante, pero… pero recuerde: por debajo de los mares de nubes está la eternidad…”, máxima que le van recordando las muertes de sus compañeros que van dejando en distintos párrafos la amargura del veterano que aún no ha encontrado su cita con el destino. Estos recuerdos aparecen desperdigados y son breves, casi lacónicos, “…recuerdo un regreso de Bury, que se mató, tiempo después en Corbières…” o bien, “…Lécrivain no solamente no había aterrizado sino que jamás aterrizaría en ninguna parte…” o, por último ese hermoso homenaje a su maestro Mermoz, el hombre que abrió las rutas de correo desafiando por aire los mismos Andes que San Martín, un siglo antes, había desafiado por caminos de cabras, transportando todo un ejército. El discurrir de la prosa de Saint-Ex no carece de emoción, como los varios sucesos que narra cuando cruza tormentas de arena sobre el Sahara o tormentas de hielo en Sudamérica, pero es en esencia una reflexión, en la que continuamente hace de lado la faceta heroica de su trabajo civil: “Alguna vez te fastidiarán las tormentas, la bruma, la nieve. Piensa entonces en todos los que han conocido eso antes de ti y dite simplemente: ‘lo que otros han logrado siempre se puede lograr´…” Así, las angustiosas páginas de su recuento de un vuelo en el que se extravían buscando Casablanca, terminan con unas líneas tranquilas, sin afectación alguna, en las que él y su mecánico, Néri, descienden por fin en la ciudad y “… al alba, ya se encuentran pequeños bares abiertos… Néri y yo nos sentaríamos a la mesa, ya en seguridad, riéndonos de la pasada noche ante las medias lunas calientes y el café con leche. Néri y yo recibiríamos ese regalo matinal de la vida…”.

Los accidentes aéreos que sufrió Saint-Ex, a lo largo de su carrera como piloto de aviación, tuvieron diversas causas, mecánicas algunas, humanas otras, accidentes que obvio decirlo, tuvieron un serio impacto en la vida del piloto, del que saldrá con heridas y cicatrices, pero en el penúltimo de ellos saldrá con una idea genial que lo haría famoso internacionalmente.

 

-II-

Relata su autor en Tierra de hombres, que realizaba un vuelo París-Indochina en 1935, en compañía de su amigo y colega Prévot, cuando su avión es envuelto por una tormenta y lo estrella contra una duna en el desierto de Libia, cerca de la frontera con Egipto. “Ni creo haber sentido otra cosa que un formidable crujido que sacudió nuestro mundo sobre sus bases. A doscientos setenta kilómetros por hora habíamos martillado contra el suelo.” Saint-Ex hace un interesante recuento de las circunstancias que sufre un piloto que ha caído en tierra incógnita, en donde todo puede pasar. El avión ha quedado destrozado, y el agua, como en todo buen relato de aventuras en el desierto, es escasa. “¡El agua vale un peso en oro, el agua cuya menor gota extrae la arena la chispa verde de una brizna de hierba! Si ha llovido en algún lugar un gran éxodo anima el Sahara. Las tribus van hacia la hierba que brotará trescientos kilómetros más lejos…”.

Durante tres días deambularán por el desierto entre la fatiga, la sed y angustiosos espejismos. Como no tienen la menor idea de en dónde se encuentran, usan el avión como centro de operaciones y parten de él hacia los puntos cardinales para buscar ayuda. En total, Saint-Ex hará el recuento de merodear sin rumbo en el desierto por casi 350 kilómetros, experiencia angustiante, pero que luego le servirá de excusa ideal para hacerse necesario a las Fuerzas Francesas Libres y regresar al Ejército durante la Segunda Guerra Mundial. “He amado mucho el Sahara. He pasado noches en terreno rebelde. He despertado en esa extensión rubia donde el viento marca su oleaje como sobre el mar. He esperado allí el auxilio durmiendo bajo las alas…”. A cada tanto ven una silueta, alguien que les ofrece ayuda, que se aleja a medida que avanzan, hasta desvanecerse. Son los espejismos. “Los beduinos, los viajeros, los oficiales coloniales enseñan que se resisten diecinueve horas sin beber. Después de veinte horas los ojos se llenan de luz y el fin comienza: la marcha de la sed es fulminante”.

Porque cabe decir, haciendo un paréntesis, que Saint-Ex es un experto en el desierto. Es un hombre que sabe leer los menores indicios para interpretar el enorme silencio caprichoso de estos infinitos parramos. En este sentido, de estos hombres que en la paz estudiaron la geografía de la tierra y pusieron sus conocimientos al servicio de sus naciones en la Segunda Guerra Mundial, recuerdo la enigmática figura del Barón Lazlo de Álmasy, que trabajó en varias expediciones como piloto y fotógrafo de la Real Sociedad Geográfica del Reino Unido, y del que el ceilandés Michel Ondaatje escribió una hermosa novela, superada con creces por su versión cinematográfica.[3] Fue acusado de vender mapas e información a la Alemania Nazi, supuestos aportes para la sorprendente campaña del desierto desarrollada por el mariscal Rommel y sus Afrika Korps.

Decíamos que Saint-Ex era un experto en el desierto, gracias a las largas jornadas compartidas con los beduinos y los bereberes de las aldeas de Marruecos y de Mauritania. También gracias a sus vuelos de abastecimiento de los fuertes coloniales franceses dispersos por el inmenso mar de arena. Ante estas experiencias, el menor suceso hace saltar las alarmas, como ese día en que se está rasurando, ritual previo a salir en vuelo:

“… Pero oigo un chasquido: una libélula ha chocado contra mi lámpara. Sin que sepa por qué siento una punzada en el corazón.

Salgo otra vez y miro: todo es puro. Un murallón que bordea el terreno se destaca sobre el cielo como si fuera de día. En el desierto reina una gran mariposa verde y dos libélulas que tropiezan contra mi lámpara y experimento, nuevamente un sordo sentimiento que es quizás alegría, quizás temor, pero que llega desde lo hondo de mí mismo aún tan oscuro que apenas se anuncia. Alguien me habla desde muy lejos. ¿Es instinto? Salgo otra vez: el viento ha desaparecido totalmente. Continúa el fresco. Pero he recibido una advertencia. Adivino, creo adivinar lo que aguardo: ¿tengo razón? Ni el cielo ni la arena me han hecho ninguna señal, pero las dos libélulas me han hablado y asimismo una mariposa verde (…) esos insectos me muestran que una tempestad de arena está en marcha, una tempestad del Este y que ha expulsado a las verdes mariposas de sus palmerales lejanos. Su espuma me ha rozado…”.

En este fragmento uno casi puede sentir esa calma siniestra que impera antes de que llegue la tormenta. Ese silencio profundo del desierto más allá del muro. Estas señales del desierto bien pudieron detonar la creatividad del escritor, durante sus largas caminatas  por el desierto, en busca de ayuda. Para engañar a la sed y al cansancio piensa, imagina, recuerda, entreteniendo al cerebro para que no se dé por vencido, que no se desconecte. Así, se fija en un detalle curioso:

“¿De qué viven esos animales en el desierto? Se trata, sin duda, de ‘fenechs’ o zorros de arenales, pequeños carnívoros gruesos como conejos y con enormes orejas. No resisto mi deseo de seguir las huellas de uno de ellos. Me llevan hasta un estrecho río de arena donde todos los pasos se imprimen claramente. Admiro la linda palma que forman tres dedos en abanico. Imagino a mi amigo trotando suavemente al alba y lamiendo el rocío de las piedras. Aquí las huellas se espacian: mi fenech ha corrido. Aquí un compañero ha venido a juntársele y han trotado juntos. Asisto, así, con extraña alegría a ese paseo matinal. Amo estas señales de vida. Y olvido un poco que tengo sed…”

Uno casi puede asegurar que ese fenech es ese peculiar zorro que se cuela entre las páginas del cuento posterior de Saint-Ex, que le pide a su joven amigo que lo domestique. Otros símbolos y significados más densos se pueden encontrar en el interesante estudio escrito por Luz Méndez de la Vega, Saint-Exupéry: Secretos de Amor y de Guerra en El Principito, que de seguro le cambiarán por completo la lectura de este cuento infantil, enriqueciéndola y surgiendo nuevas dudas, que es lo más importante del aporte de doña Luz.

Al calor y a la sed del desierto hay que sumarle el frío. Por las noches, las temperaturas se derrumban hacia las cercanías del 0, sumando un terror más a la pesadilla del accidente. “El viento carga sobre mí como una caballería en terreno abierto. Giro en redondo para huirle. Me acuesto y me vuelvo a levantar. Acostado o de pie estoy expuesto a este látigo de hielo…”

Como no es un secreto para nadie dada su obra posterior, y su muerte por accidente aéreo en el Mediterráneo en 1944, puedo adelantar que, en el desierto de Libia, en 1935 los salva un beduino. Un hombre del desierto los encuentra a punto de desvanecerse en la arena y entregarse a la muerte. Con esa solidaridad esperada entre los hombres en las tierras de climas extremos, y además por orden de su propia religión el hombre los resucita dándoles de beber.

“Agua: no tienes gusto, ni color, ni aroma, no se te puede definir, se te gusta sin conocerte. No eres necesaria para la vida: eres la vida misma. Nos penetras de un placer que no se explica por los sentidos. Contigo vuelven a nosotros todos los poderes a los que habíamos renunciado. Por tu gracia se abren en nosotros todas las fuentes secas de nuestro corazón…” 

Aunque el libro no termina aquí, pues siguen otros recuerdos y meditaciones. Pero para no alargar más esta reseña, termino con las últimas líneas del capítulo VII, que contiene su recuento del avionazo en Libia, dedicadas al anónimo beduino que los salvó de morir en el desierto: “Todos mis amigos, todos mis enemigos, en ti marchan hacia mí, y no tengo ya un solo enemigo en el mundo.”

[1] Saint-Ex no era en realidad un piloto primerizo como afirma con toda modestia en su libro. Para cuando ingresa en Aéropostale, ya había terminado su servicio militar en el ala de aviación, de donde es dispensado del servicio con el grado de subteniente, el 5 de junio de 1923; luego de haber estado destacado desde 1921 en el 37 regimiento de aviación, acantonado a pocos kilómetros de Casablanca, Marruecos.

[2] El biógrafo de Saint-Ex, Virgil Tanase, informa de esta época, en que el escritor se suma al plantel de la Aéropostale: “…Didier Daurat necesita pilotos: sobre los ciento veintiséis contratados por la Compañía, entre 1923 y 1926, cincuenta y cinco la habían abandonado, y siete estaban muertos…”

[3] The English Patient, film de 1996 dirigido por Anthony Minghella, protagonizada por Ralph Fiennes, Christine Scott Thomas, Juliette Binoche, Willem Defoe y Collin Firth, ganadora de 4 premios Óscar de la Academia.


Umberto Boccioni, Formas únicas de continuidad en el espacio. Bronce, 1913

Julián González Gómez

800px-'Unique_Forms_of_Continuity_in_Space',_1913_bronze_by_Umberto_BoccioniEl futurismo fue un movimiento de vanguardia que surgió en París alrededor de 1910 y sus principales exponentes eran todos de origen italiano. Estos artistas eran fanáticos de la técnica y del progreso, en el que creían ciegamente y pensaban que conduciría a la humanidad hacia fronteras cada vez más altas. No podían prever que, unos años más tarde, la Primera Guerra Mundial acabaría abruptamente con esos sueños y despertaría en la sociedad la polarización y un sentimiento de desengaño. Mientras tanto, los futuristas crearon un arte vanguardista de gran alcance y sus investigaciones los llevaron a descubrir anticipadamente los aspectos más sobresalientes de la cinemática y la plasmación del movimiento de los objetos.

Esta escultura representa una figura humana que está moviéndose, caminando, y la vemos desde su perfil izquierdo. Conforme se mueve, va dejando en el espacio tras de sí las formas de diversas partes de su anatomía que están como quedándose rezagadas y se van diluyendo. Es como si se tomara una fotografía de un objeto en movimiento con el objetivo abierto. La figura es de un gran dinamismo no solo por esta plasmación de continuidad, sino además porque algunos otros componentes se están adelantando en simultaneidad a las partes que se están quedando atrás, por ejemplo la rodilla derecha, los brazos y partes de la cabeza. El resultado es una asombrosa combinación de elementos sintetizados y una dinámica continuidad espacial, tal y como su nombre lo expresa. Algunos han comparado las formas de esta escultura con una bandera ondeando al viento y es que en la continuidad de los diversos planos la luz también juega un papel fundamental, revelando la complejidad del desarrollo de las superficies en el espacio visible.

Aunque la distorsión de la figura es evidente, todavía es fácilmente reconocida como una figura humana y es que los futuristas heredaron del cubismo la necesidad de mantener inteligibles los elementos que representaban, aunque tenga que ser la mente la que los reconstruya mediante diversas referencias. Hay que decir que posteriores desarrollos del arte futurista derivaron hacia senderos que se acercaron a la abstracción pura, pero en todo caso su punto de partida fue siempre la representación del movimiento de formas del mundo real y nunca estuvo en su programa representar aquello que perteneciese a otro tipo de esferas, aún las conceptuales, como sucedió con el neoplasticismo o el suprematismo.

Boccioni realizó la escultura original en yeso en 1913 y fue expuesta en Italia poco después. Posteriormente se realizaron diversas copias en bronce, las cuales actualmente son parte de las colecciones de varios museos alrededor del mundo. Boccioni nunca llegó a ver su obra fundida, pero indudablemente pensó que esta escultura debía realizarse en metal, ya que solo de esta forma se pueden revelar los inquietantes juegos de luz que la animan y que complementan a la perfección su emotiva plástica.

Actualmente, esta es la obra escultórica más célebre del futurismo y se ha convertido en un ícono de las vanguardias de los primeros años del siglo XX, no faltando nunca en cualquier reseña artística. Muchos artistas de épocas posteriores desarrollaron su escultura con base en los caminos abiertos por esta obra.

Umberto Boccioni nació en Regio de Calabria en 1882. Tras sus primeros años estudiando arte en su tierra natal, se marchó a Milán donde entabló amistad con varios artistas de un movimiento vanguardista llamado divisionismo. Sin embargo, el encuentro más crucial de su carrera ocurrió cuando conoció a Filippo Tommaso Marinetti, poeta y artista plástico que lo inició en el movimiento futurista junto a otros pintores como Gino Severini, Giacomo Balla y Carlo Carrá. Todos ellos emigraron a París, que era la meca de las artes por ese tiempo y en esa ciudad publicaron en 1910 el Manifiesto del movimiento futurista. De acuerdo a sus principios, el artista moderno debía dejar atrás el esquema figurativo del pasado para centrarse en lo contemporáneo que está en continua evolución y movimiento. Para ellos, eran los automóviles y la ciudad caótica los modelos en los cuales basarse para desarrollar una auténtica expresión contemporánea.

Para Boccioni fue inevitable sentirse influenciado por el cubismo, aunque criticaba lo que consideraba un excesivo énfasis de esa vanguardia en la línea recta y por ello siempre realizó sus obras con base en curvas y superficies ondulantes, representando movimiento y dinamismo espaciales. Fue uno de los pocos artistas futuristas que experimentaron con la escultura, para la cual utilizó siempre materiales que consideraba modernos como el hierro, el cemento o el cristal. Su vida oscilaba entre París e Italia, en la cual se estableció definitivamente al iniciarse la Primera Guerra Mundial.

Boccioni fue reconocido además como notable teórico al desarrollar conceptos claves del futurismo como el de líneas-fuerza, compenetración de planos, simultaneidad y expansión de los cuerpos en diversas superficies. De acuerdo a los conceptos que desarrolló se advierte que la idea fundamental de todos ellos es la reciprocidad de las relaciones que existe entre los objetos y entre éstos y el ambiente que los circunda.

Su carrera y su vida se vieron truncadas cuando tuvo un accidente al caerse de un caballo en Verona en 1916.


Pierre-Auguste Renoir, Baile en el Moulin de La Galette. Óleo sobre tela, 1876

Julián González Gómez

Baile en el Moulin de la Galette, 1876En la época en que fue pintado este cuadro Montmartre era un pequeño lugar en las afueras de París, ubicado en un promontorio desde el que se dominaba la ciudad. No había sido tocado por las reformas de Haussman, que transformaron a la medieval París en la llamada “Ciudad Luz”, era un sitio pintoresco en el que vivían y trabajaban los artistas pobres y los bohemios y esto hizo que se convirtiera en un foco de atracción para la gente.

El lugar más famoso de Montmartre era el Moulin de La Galette, un salón de baile que abría los domingos por la tarde, en el que la gente bailaba y procuraba divertirse y pasarla bien hasta la madrugada. Se llamaba así por estar ubicado al pie de uno de los dos molinos que todavía quedaban en el lugar, antaño mucho más abundantes. Los dueños del molino, una familia de apellido Debray, decidieron techar un gran patio que estaba vacío y convertirlo en salón de baile, que tuvo de inmediato gran aceptación y se convirtió en el lugar de moda.

Pierre-Auguste Renoir nació en Limoges en 1841, en el seno de una familia humilde. Su padre era sastre y su madre costurera y la familia emigró a París en 1844 en busca de mejorar su situación económica. Renoir asistió a una escuela religiosa durante su niñez y en la adolescencia ingresó como aprendiz en un taller de pintura sobre porcelana, donde destacó por su habilidad. Su formación como artista fue irregular y pasó por varios talleres, hasta que en 1862 ingresó en el taller del pintor Charles Gleyre y aprobó el examen de ingreso a la Escuela de Bellas Artes. En el taller de Gleyre hizo amistad con otros jóvenes pintores que se convertirían en sus amigos y compañeros de aquí en adelante: Claude Monet, Alfred Sisley y Frédéric Bazille. Con ellos inició la costumbre de pintar al natural y a experimentar con la luz, dando así los primeros pasos que los llevarían más tarde al impresionismo.

Su historia lo llevó por múltiples experiencias junto a los demás pintores del grupo de los impresionistas y participó en los salones desde la primera vez que expusieron juntos. De condición muy pobre, apenas podía sostenerse de no ser por la ayuda de sus amistades y algunos marchantes que vieron en Renoir un gran portento en el campo del arte. Poco a poco logró destacar y se ganó la vida como retratista, al tiempo que sus pinturas impresionistas gustaban cada vez más. En 1872 se trasladó a Montmartre, el lugar más entrañable para él y al que estuvo ligado por el resto de su larga vida. Con el tiempo llegaron la fama y los recursos, hasta que se convirtió en uno de los artistas más venerados de Francia.

En 1890 se casó con Aline Charigot, con la que tuvo varios hijos, de los cuales el segundo, Jean, se convertiría con los años en uno de los directores de cine más importantes del siglo XX. Renoir murió de una neumonía en 1919, a los 78 años. Desde hacía tiempo la artritis le había deformado las articulaciones y esto le había impedido pintar con soltura y profusión. En un acto de profunda convicción y voluntad, se ató los pinceles a sus muñecas para seguir pintando y así trabajó los últimos años de su vida.

El Baile en el Moulin de La Galette fue pintado en 1876. Renoir, por ese entonces un pintor poco conocido fuera de los círculos impresionistas, era un asiduo asistente al Moulin, donde se animaban las tertulias de artistas y escritores al son de la música y las parejas de baile. Por ese entonces tenía 35 años y estaba en plena lucha por destacar con sus lienzos de hermoso y tierno colorido, al lado de otros artistas del impresionismo como Monet o Pisarro. Renoir vivía cerca del Moulin, en donde se divertía junto a sus amigos y, al parecer uno de éstos le sugirió pintar el lugar y la idea le gustó, por lo que se dedicó a tomar apuntes y hacer bocetos y comenzó la pintura en su estudio. Renoir realizó dos cuadros de esta escena, uno de grandes dimensiones y otro pequeño. No se sabe cuál hizo primero, aunque algunos investigadores aseguran que fue el pequeño, ya que era más fácil de transportar y por ello el artista podía llevarlo al Moulin para pintarlo in situ, como era la costumbre de los pintores impresionistas, mientras que el grande fue pintado después, ya enteramente en el estudio.

El cuadro grande fue expuesto al poco tiempo en la tercera exposición de los impresionistas en 1877, donde fue adquirido por el pintor  y coleccionista Gustave Caillebotte, que lo legó al estado francés y actualmente se encuentra en el Museo de Orsay en París. El cuadro pequeño ha tenido un periplo bastante agitado, pasando por varios coleccionistas privados. En 1990 fue vendido en Sotheby’s por un precio increíble, pagando el postor el segundo precio más elevado en la historia por una obra de arte. Luego, fue vendido otra vez y permanece oculto al público en la actualidad.

Con frecuencia se hace alusión a la sensualidad y hasta el claro erotismo que emana de este cuadro. Todos los protagonistas están enfrascados en diálogos abiertos o velados alusivos al contacto de los cuerpos y las miradas. Es un canto al goce y deleite de las personas en una soleada tarde de domingo, por lo que gran parte del atractivo del cuadro está en la representación de estas experiencias vitales. Todas las personas que aparecen en primer plano son retratos de los amigos y amigas del pintor, con los que se reunía cada domingo en el Moulin.

La estructura es simple y directa, con una superposición de planos que se genera por la perspectiva del observador, que está de pie frente a la escena. Por la parte izquierda, abajo, se abre un paso entre los respaldos de las bancas que nos permite acceder al espacio del área de baile y que se va cerrando conforme se adentra en las parejas que están evolucionando. El movimiento está representado por rápidas pinceladas que desdibujan ligeramente a las figuras, lo cual contrasta con la inmovilidad de las lámparas y los árboles, que parecieran también otros tantos observadores de la escena. Es la luz que pasa por estos uno de los elementos más sobresalientes del cuadro, matizando las figuras y proyectándose en tamiz sobre los rostros y ropajes, creando esa atmósfera tan especial que es propia de la pintura impresionista.

Sin embargo, toda esta alegría y vitalidad oculta algunos elementos oscuros que había en estos bailes y que Renoir se negó a representar. Entre estos estaba la prostitución, que era parte muy importante de la interacción entre los  hombres y mujeres que participaban en estos eventos. Detrás de la prostitución hay una serie de connotaciones bastante tristes y hasta trágicas si consideramos que estas jóvenes en su mayoría eran de condición sumamente humilde y apenas ganaban lo suficiente para sobrevivir. Debían recurrir al préstamo de sus servicios sexuales para ganar unos cuantos centavos más, ya que sus clientes eran en su mayoría artistas y bohemios pobres. Quizás en parte por ello es que otros artistas como Van Gogh, Toulouse-Lautrec y Picasso pintaron también el Moulin, pero con un carácter sombrío.

Renoir dejó estos aspectos aparte y nos legó esta maravillosa visión de las personas de su entorno inmersos en un ritual de vida y alegría. Es casi la representación más discreta de un amable rito dionisíaco que nos envuelve y nos lleva en directo a la vida idealizada del París de la Bélle Epoque.


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