De parte de la princesa muerta de Kenizé Murad

Confesiones de un devorador de libros

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

–I–

De ese anaquel mental en donde posan mis libros favoritos, esos a los que recurro constantemente desde su primera lectura; a los que siempre vuelvo por algún motivo, quizá de los favoritos (primmus inter pares), sea el de Kenizé Murad. Llegué a él gracias a mi tío Ramiro, otro devorador de libros, que espero que al igual que Borges se encuentre en el Paraíso en forma de biblioteca. Él estaba fascinado por la cultura árabe y el mundo musulmán; sus lugares favoritos del mundo, que recordaba una y otra vez eran Fez, Jerusalén, El Cairo y Estambul. En su biblioteca dormían muchos libros de viajes por el mundo árabe y dentro de ellos estaba el de Murad. Me lo citó varias veces en nuestras pláticas y luego me regaló un ejemplar. El resultado fue abrirme a otro mundo que pareciera surgido de un sueño.

Difícilmente encuentre uno un libro en el que una persona se encuentre de forma tan desproporcionada, tan desprotegida en su vulnerable individualidad ante la feroz maquinaria de la historia. Cierto, está Primo Levi y su dolorosísima trilogía del holocausto, Eli Wessel en su infierno de nieve de los campos de concentración, o Soljenitzin, ese hombre que transitó por décadas en los Gulags de Siberia, pero el caso de la princesa muerta es tan triste como el que más, porque ella está sola.

No vamos a trivializar los sucesos del siglo de la violencia, pero sí vamos a hablar (escribir) de las tristes hecatombes individuales como la que rescata la periodista hindo-francesa, Murad, hija de la protagonista; que es también el relato de la tragedia de una niña huérfana criada en el frío mundo de las instituciones públicas francesas hasta que a los 15 años descubre que es hija de la última princesa del Imperio otomano, Selma.

Así, su reconstrucción biográfrica atraviesa la primera mitad del siglo XX por tres escenarios, que bien podrían ser franjas de colores, como las que cubren en el fascinante cuento infantil al Monstruo de Colores: un dorado nostálgico, como luz suave de un sábado a las tres de la tarde para la primera parte, en la que relata la vida de su madre en Estambul, en plena efervescencia republicana y su posterior exilio en Líbano; un rojo fuego, como un lunes al mediodía en cualquier sitio de la banda tropical para la segunda parte, la que ocupa la vida de Selma, casada con un príncipe hindú, salvada por los pelos de un matrimonio de conveniencia que termina por fracasar y finalmente, un azul frío, como cualquier día de nieve y viento en la París ocupada por los nazis, que es en donde sucede la tercera parte de su relato, con su madre embarazada, huyendo, escondiéndose en este escenario de pesadilla que debió de ser la Francia de la Ocupación y de la Colaboración.

 

–II–

Quizás el reto más grande al hablar de esta obra, (investigación expuesta en forma novelada para no darnos la lata con un aparato excesivamente académico de una biografía en toda regla, tono necesario para quien al final, escribiéndola estaba conociendo a su madre, la princesa muerta), sea no estropearle al lector amable de esta reseña la lectura de esta fascinante obra, así que de forma muy tangencial nos vamos a acercar a ella hablando de los escenarios por los que discurre, y los detalles hermosos de su relato.

La historia arranca con su madre, Selma, que atraviesa los años de transición de la niñez a la adolescencia. Estambul en 1919 es un escenario convulso; la Gran Guerra ha terminado, contando al Imperio otomano dentro del bando de los perdedores. Es este el tercer Imperio que muere ante un nuevo orden político mundial, al que han sido llamadas las nuevas generaciones para conformarlo, dentro de las que destaca al líder de los Jóvenes Turcos, Mustafá Kemal, quien, tras un breve paréntesis de incertidumbre y caos, terminará por proclamar la fundación de la República de Turquía en 1921, basándose en el laicismo como el principal fundamento republicano. Esta decisión, la de liquidar el carácter religioso de la monarquía otomana, (recordemos que el emperador era a la vez el califa, de alguna manera el heredero de la autoridad religiosa del Profeta), tiene como resultado el ostracismo de la familia real, que queda prisionera en las fastuosas habitaciones del Palacio Topkapi, a orillas del Bósforo.

“El palacio, con la mayoría de las residencias de príncipes y princesas, es una antigua mansión de madera labrada, precaución necesaria en una ciudad dominada por los terremotos. Blanco y en medio de un parque rebosante de fuentes, de rosas y cipreses, el palacio domina el Bósforo, a esta hora iluminado por el crepúsculo. Sus balcones, sus escaleras, sus galerías y terrazas, adornadas de festones y arabescos, dan a la casa el aspecto de un encaje”.

 

O este valioso párrafo, sobre el contexto histórico de la primera parte:

“La esclava que le trae el pan tiene lágrimas en los ojos y, esta vez, no tiene empacho en responderle. No, el sultán no ha muerto, es mucho peor: los plenipotenciarios otomanos enviados a Francia no han podido convencer a las potencias aliadas. Se vieron obligados a firmar, en Sèvres, el tratado inicuo del que hablan desde hacía tres meses sin que nadie imaginara que pudieran concluirlo. Un tratado que consagra el desmembramiento total de Turquía…”.

 

Como una forma de garantizarle la vida a la princesa, que ya despunta en una hermosa mujer, y como fuera lastimosa tradición hasta hace no mucho, la casan con un príncipe de la India al que no conoce. El viaje para la boda estará lleno de miedos y expectativas, que chocarán con la realidad de una India en toda su vastedad, opulenta y miserable, que se debate también en un nuevo mundo en el que se habla o más bien se cuchichea en los callejones estrechos y hediondos de sus sobrepobladas ciudades de una idea prohibida: la independencia.

Si lo que Selma esperaba era un mundo de tigres de bengala y elefantes vestidos de joyas, apenas lo encontrará a medias. El mandato británico persiste más por su férreo control político que por la voluntad de sus súbditos, muertos a miles en los campos de la Europa Occidental tras el llamado a las armas de la “madre patria”. Pero el sacrificio no les retribuyó reformas económicas. Las autoridades británicas, bien aprovisionadas de ginebra y agua tónica para vencer la malaria y el hastío del calor en el subcontinente, pretenden que el sacrificio era un deber y que no les deben nada. Es una olla de presión calentándose lentamente, que hará explosión con toda su violencia en 1947, con su consecuente cauda de muertos contados a millares.

“Los vendedores de brocados, sedas y encajes vienen depués de los joyeros. En el salón, todo aquel mundillo se pone a cortar, a coser, a bordar. El ajuar de la novia, que habitualmente se prepara con años de adelanto, debe estar terminado en cinco días. Deben estar listas las ghararas de cola, los chikan kurtahs, esas túnicas de lino tan finas que pueden pasar a través de un anillo; listas las rupurtahs, estolas guarnecidas de oro y perlas, que disimulan las formas…”.

Esa boda, pensada para enaltecer uno de los cientos de principados que sobreviven en esa época, se celebra entre nubarrones de tormenta:

“…Hay que calmar la decepción de Selma, pero sobre todo no alarmarla. No decirle que en todo el norte de la India, los campesinos, alentados por el partido del Congreso, comienzan a rebelarse contra los grandes propietarios, en su mayoría hostiles a la política de Ghandi, a quien consideran un comunista”.

La India era entonces también un espacio en el que conviven, o se soportan, más bien dos religiones con millones de fieles, la hinduhista y el islam, que tras la independencia marcará una de las guerras civiles más mortíferas del siglo XX, que ya es decir mucho. El resultado desgarrará a millones de personas cuando los musulmanes huyan hacia oriente u occidente, buscando refugiarse en unos países creados ad-hoc por algún cartógrafo de mucha imaginación pero poco conocimiento, dando lugar a Pakistán oriental y Pakistán occidental, desde 1979 si no me falla la memoria, rebautizado como Bangladesh. La arbitrariedad de las líneas fronterizas, dibujadas desde la oscuridad de un despacho burocrático en Londres se haría más que evidente con un nuevo conflicto que aún al día de hoy le causa sobresaltos a los internacionalistas, ya que ha enfrentado en varias ocasiones a la India y a Pakistán, ambas potencias nucleares, en una esquina de los Himalaya: la Cachemira.

En este escenario de grandes contrastes vivirá la nueva princesa, con lujos pero profundamente infeliz, lejos de su familia, que empieza a morir de a pocos, y siempre soñando con sus años felices de la infancia en Estambul. El matrimonio fracasa y la princesa se autoexilia en París, dedicándose a cualquier oficio que le haga ganar un pan para ella y para Kenizé, pues ella habrá de nacer en la capital francesa. Aquí el relato es sin duda la parte más fría y cruda. Con alemanes de uniformes grises y su credo de odio, la desconfianza de los franceses y el invierno y sus nevadas, sufridas sin remedio en un piso sin calefacción. 

“En pocos días cambia la fisonomía de París. Se rodean los monumentos con sacos de arena para protegerlos y se pintan de azul los vidrios de las casas. Por doquier, mujeres de gorra galoneada, llevando brazaletes y carteras de cuero han reemplazado a los hombres que han partido al frente”.

El libro es la historia de una búsqueda. Su lectura deja una tristeza suave como la que queda cuando ha terminado de ver la portentosa película El último emperador de Bernardo Bertolucci. Es la sensación que deja haber acompañado a un individuo por muchos avatares, en una lucha ciega con la historia. Creo que también el libro de Ayn Rand, Los que vivimos, deja lejanamente la misma melancolía. Como no podemos develar los detalles, basta decir con que el hombre o mujer (vaya, odio estas diferenciaciones impuestas por la posmodernidad) que se enfrenta al torbellino de la Historia con mayúscula, difícilmente sale victoriosa, como alguna vez nos enseñó también Omar Shariff en las secuencias finales del doctor Zhivago: o se despedaza o se cambia la esencia. O se muere en el devenir histórico o se termina de jardinero, aferrándose al anonimato para vivir un día más. 

“Después, mucho después, quise comprender a mi madre. Preguntándole a los que la conocieron, consultando libros de historia, periódicos de la época y los archivos dispersos de la familia; demorándome allí donde ella había vivido, intenté reconstruir los diversos marcos de su existencia, hoy en día irremediablemente transtornados, y de volver a vivir lo que ella vivió…”.

 En el caso de la última princesa otomana, lo que queda es un relato hermoso, impregnado de amor y de piedad de una hija que partió de los cálidos despachos del Nouvel Observateur en busca de su madre y regresa con un hermoso libro que rebasa las 700 páginas en la edición que tengo en mi mesa en estos momentos y es, lo más valioso quizás, un vistazo de una mujer y su lucha por sobrevivir en pleno siglo de la violencia. Una joya para quien guste de una buena historia, pero también para aquellos amantes de las grandes biografías.


Jean Fautrier, El árbol verde. Técnica mixta sobre papel pegado a arpillera, 1942

Julián González Gómez

Fautrier_El arbol verde_1942Testimonio de una de las épocas más oscuras de la historia de la humanidad, las obras pictóricas que realizó Jean Fautrier en los años de la ocupación nazi de Francia, en plena Segunda Guerra Mundial, aún nos estremecen y nos conmueven. Por supuesto esta reacción solo cabe esperarla especialmente de dos grupos específicos de personas: quienes fueron testigos de ese tiempo en Europa y vivieron esa horrible experiencia, o bien aquellos que son sensibles a los aspectos más oscuros del ser humano, porque los han padecido. En nuestra época postmoderna de gustos ligeros y pequeños discursos como dijo Lyotard, este tipo de arte puede parecer desfasado o incluso ininteligible. Sin embargo, reducir esta expresión a un mero testimonio de las atrocidades que se cometieron es hacerle poca justicia, pues el verdadero arte trasciende las circunstancias particulares y gracias a ello es universal. Fautrier fue un artista incómodo para los mesurados, para los que prefieren voltear la cabeza y no ver y para los que piensan que el arte es ante todo evasión y no cuestionamiento.

Se da por hecho, y esta obra es prueba de ello, que no es una pintura que aspire a alcanzar ningún tipo de armonía formal y por lo tanto su belleza no radica en ese tipo de cualidades. Pero hay un aspecto más que hay que recalcar y es que, a un nivel muy sutil, este arte no pretende emitir ningún mensaje o programa. Lo que se ve es tal cual y nada más, no representa ningún suceso, ni tampoco pretende recrear algún aspecto de la realidad externa, a pesar de su título, cuyo contenido quizás es sólo un accidente. Como pasa tantas veces, la dialéctica entre el ángel y el demonio está aquí presente y en definitiva triunfa siempre el segundo, pues se requiere de un demonio interno muy fuerte para que se exteriorice semejante angustia.

Esta pintura se opone al racionalismo y a todo contenido previo al propio acto de creación. Aquí lo más importante es la poética del gesto, un gesto rápido, conciso y que no permite ningún tipo de corrección. Fautrier tomó conciencia de la capacidad expresiva de la pura materia pictórica, especialmente la materia que se puede denominar “pobre”. Para él todas nuestras vivencias se concretan en imágenes táctiles y además hace patente que la memoria es sobre todo materia. Los cuadros que pintó en este período, casi siempre con colores grises o pardos verdosos, apagados y sin brillo y en los que apenas se puede reconocer ninguna forma, son una meditación sobre la condición humana que consiste ante todo en un “existir” que no es un “vivir”, tal como lo describió Sartre en su obra La náusea. Ese “existir” implica una vida vacía, carente de contenido y por ende absurda, sin sentido. Por ello, lo esencial es la contingencia, que es la carencia de explicación. Es un planteamiento que no tiene solución y para algunos es el vacío absoluto. Pero Fautrier, gracias a su arte, logró superar ese vacío.

Fautrier supo ejemplificar como pocos el enorme sinsentido y el pesimismo implícito en la filosofía de Sartre. Recogió la angustia de la guerra, de la que estaba siendo testigo en esos momentos, mediante la opacidad, las cualidades de la materia y una rotunda presencia física, que está protagonizada por la densidad de lo que llamó “superficies construidas”. Las rudimentarias referencias a formas corporales y elementos de la naturaleza se combinan con ese cromatismo apagado para crear imágenes de un extraño realismo que se identifica con ellas y así el observador se siente frustrado en sus expectativas, ya que se ve atrapado en la división que produce el anuncio del tema y la imposibilidad de su representación reconocible.

Los críticos y los historiadores han establecido que la pintura de Fautrier se inscribe en el movimiento llamado informalismo, que surgió por esa época. El informalismo no fue una vanguardia en el sentido exacto de este término, ni un movimiento programático u organizado. Planteaba el problema del arte en términos concretos: la materia pictórica tiene una extensión pero no una estructura formal, su disponibilidad es múltiple e ilimitada, mediante su manipulación el artista establece una relación de identificación que otorga un contenido humano a su textura, a la calidad de su superficie. Este planteamiento se refiere únicamente al medio, que es la pintura, pero nunca al contenido ya que queda a juicio del artista su planteamiento formal y conceptual.

Jean Fautrier nació en París en 1898, muy joven perdió a su padre, por lo que se trasladó a Londres con su madre e ingresó en la Royal Academy en 1912. En 1917, en plena primera guerra mundial, fue llamado a movilización y se trasladó a Francia, donde se le envió al frente y fue gaseado, por lo que tuvo que ser retirado del ejército y permaneció durante un tiempo en varios hospitales hasta su recuperación. Después de la guerra decidió residir en París y dedicarse a pintar profesionalmente, realizando varias exposiciones sin mucho éxito. Trabajó también como grabador y escultor, dentro de los parámetros del arte post-cubista en boga por ese entonces, al igual que el surrealismo. Como no podía vender su obra, se tuvo que emplear como hostelero e instructor de esquí en Tignes durante cinco años, hasta que en 1937 se decidió a continuar trabajando en su vocación artística como escultor. Vivió los acontecimientos de la invasión alemana de Francia en 1940 y la toma de París y en 1943, ante la sospecha de su participación en la resistencia francesa fue detenido por la Gestapo y encarcelado. Logró escapar de la prisión y huyó de París, encontrando refugio en Châtenay-Malabry, donde comenzó a trabajar en sus cuadros de Otages (Rehenes). Al acabar la guerra, estos cuadros fueron expuestos en la Galería Drouin de París con gran éxito.

En los años siguientes Fautrier trabajó en las ilustraciones de varias obras literarias y pintó varias series de cuadros dedicados a los objetos familiares y cotidianos de su vida. También experimentó en la creación de una técnica mixta entre calcografía y pintura original que le ganó gran reputación entre el público. En 1960 obtuvo el gran premio de la Bienal de Venecia, donde expuso obras abstractas de pequeño formato, a las que en ese tiempo estaba dedicado. Murió en Châtenay-Malabry en 1964.

Finalmente, podemos afirmar que la obra de Fautrier es más bien opaca y poco vistosa, pero esto no impide reconocer en ella una gran profundidad en cuanto a su planteamiento de la problemática de la existencia y la profunda huella que la vida imprime en el ser humano sensible y que lo atraviesa. Esa huella se extiende no sólo a su psique, sino también a su más profundo subconsciente, impregnando su devenir solitario en un mundo en el cual el sentido del vivir hay que encontrarlo en lo trascendente, algo a lo que muchos aspiran y pocos encuentran y como se dijo antes, Fautrier logró esa trascendencia gracias a su arte.


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