Julián González Gómez
El tenebrismo, tendencia pictórica del barroco, tuvo su origen en la revolucionaria pintura de Caravaggio, el gran maestro italiano de finales del siglo XVI y principios del XVII. En España, el barroco pictórico se desarrolló durante todo el siglo XVII mediante la obra de varios destacados artistas entre los que figuran Velásquez, Zurbarán o Murillo, que son quizás los más conocidos y todos ellos se vieron influidos por el tenebrismo. Pero hay toda una serie de artistas de ese tiempo que desarrollaron su obra destacadamente y que gozaron de gran reconocimiento, para después ser olvidados y finalmente haber recuperado la fama en tiempos recientes mediante estudios que han llevado a cabo destacados investigadores. Juan de Valdés Leal es uno de ellos.
Fue sobre todo en Andalucía donde el tenebrismo español tuvo su más destacada trayectoria y tuvo en la Iglesia católica su más importante impulsor. En efecto, los encargos de las diferentes instituciones religiosas propiciaron el desarrollo de un arte que estaba destinado a los retablos y altares de múltiples iglesias, colegios, conventos y hospitales. La obra que aquí se presenta le fue encargada a Valdés Leal por la Hermandad de la Santa Caridad de Sevilla para la iglesia del hospital que regentaba en la ciudad. El encargo consistió en dos pinturas de gran formato, las cuales llevarían los títulos de In Icto Oculi, que significa “en el parpadeo de un ojo” y Finis Gloriae Mundi, cuya traducción sería “fin de la gloria mundana”. Aquí presentamos sólo la primera.
La pintura, de terrible impacto, presenta un esqueleto que representa la muerte, que se muestra con la guadaña y un féretro que siega las vidas de los mortales y está enseñoreándose por encima de un globo terráqueo. Este es un tema recurrente en el barroco que recibía el nombre de Vánitas, que significa “vanidad” y pretende mostrar la brevedad de la vida en contraste con los placeres mundanos. El tema fue repetido muchas veces por distintos artistas, y en diversas ocasiones se presentaba al esqueleto o una calavera con un péndulo o un reloj de arena indicando que el tiempo corre, o en otras, con burbujas que representan la brevedad de la vida. El fin es moralizante y pretende impactar al hombre piadoso haciéndolo reflexionar sobre la poca valía de todo lo que se puede acumular en este mundo, pues la muerte llega y nada se podrá llevar al más allá. Así la gloria, el poder, el dinero, las posesiones y los amores son mera vanidad.
Por ello aparecen en el cuadro diversos objetos que representan la gloria y el lujo, tales como una mitra papal, joyas, coronas, capas, púrpuras, espadas, etc. En el frente aparece abierto un libro con un grabado de un arco triunfal, motivo arquitectónico con el que se solía recibir en las ciudades a los triunfadores de las batallas. Para el autor, todo ello no tendrá ninguna valía ante la presencia de la terrible muerte. La sentencia In Ictus Oculi aparece encima de la mano esquelética que sostiene una lámpara apagada.
La atmósfera del cuadro es oscura y tenebrosa, con un fondo por demás oscuro y tétrico. Todos los objetos aparecen bañados por una tenue luz lateral que ensalza los contrastes entre luces y sombras. Todo ello es típico del tenebrismo, pero Valdés Leal lo llevó quizás hasta sus últimas consecuencias. La estructura compositiva aparece equilibrada, sobre todo en el diálogo que se establece entre el esqueleto y la leyenda con la lámpara colgando. Todos los demás elementos del cuadro forman una base sobre la que se desarrolla el drama, lo cual nos parece bastante teatral.
Juan de Valdés Leal nació en Sevilla en 1622. Su primera formación parece que la recibió en su ciudad natal, en el taller de Francisco de Herrera el Viejo. Muy joven se marchó con su familia a Córdoba, donde continuó su formación con Antonio del Castillo. Radicado en esa ciudad, abrió el taller donde empezó a hacerse cargo de sus primeras pinturas y se casó. En 1649 la peste hizo que abandonara Córdoba con su familia y se trasladó a Sevilla, donde continuó su trabajo. Un tiempo más tarde se marchó a Madrid, pero decidió finalmente establecerse en Sevilla.
Con gran éxito en la ciudad bética, Valdés Leal se dedicó a trabajar en infinidad de encargos para diversas instituciones y clientes particulares, destacando sus ciclos religiosos para varias iglesias de la ciudad. Tras la muerte de Murillo en 1682, Valdés Leal se convierte en el pintor más importante de Sevilla. Por su taller circularon una gran cantidad de discípulos que continuaron con su estilo y crearon incluso una verdadera escuela pictórica. Murió en 1690 y fue enterrado en la iglesia de San Andrés, de la que era feligrés. En el siglo XVIII su obra fue olvidada, situación que se prolongó hasta el siglo siguiente, hasta que ya en el siglo XX se redescubrió su gran aporte y fue revalorizado como uno de los pintores barrocos más importantes de España.
Julián González Gómez
La imagen de Cristo crucificado, objeto de devoción para los creyentes, se sobrepone a un fondo de penumbras intensas y un cielo tormentoso, ajustándose así a la escritura que dice que en el momento en que murió, el cielo se oscureció y se produjo una intensa tormenta. A los pies de la cruz aparece una calavera que simboliza a la muerte terrenal, pero en este caso simboliza el triunfo de Cristo sobre la muerte, ya que resucitó al tercer día de este suceso. Es notorio que ninguno de los Evangelios mencione la presencia de la calavera, pero este tema es una licencia que se tomaron numerosos artistas del barroco para resaltar las cualidades trascendentales del momento representado. Así pues, en esta composición, que podríamos denominar “minimalista” aparecen sólo aquellos elementos esenciales que describen la situación: el crucificado Cristo y su soledad en este momento culminante, la cruz que es el objeto por el que se consumó su suplicio, la muerte que yace a sus pies y la naturaleza, que está acongojada y al mismo tiempo colérica por el suceso.
Todo cuadro de una crucifixión frontal, tiene una estructura característica muy bien definida en la que predominan las verticales y las divisiones que establecen los cuatro segmentos. Esta rigidez compositiva no permite hacer grandes variaciones estructurales y de perspectiva, por lo que el artista se debe concentrar más bien en los elementos anatómicos que definen el cuerpo de Cristo para hacerlo más convincente a los ojos del espectador. Cuando en la escena aparecen de acuerdo con las sagradas escrituras otros personajes, se pueden hacer más variaciones que adjudiquen más dinamismo a la composición. Pero cuando solo debe aparecer Cristo crucificado el resultado es más difícil de prever y en muchos casos la disposición, en atención a su rigidez, suele ser bastante estática.
Muchos artistas del barroco se enfrentaron a este reto con diversos resultados. En el caso de Murillo, en este resolvió brillantemente el problema creando una tridimensionalidad lumínica y compositiva en la cual hay distintas profundidades de campo, matizadas por distintas penumbras. Con ello creó un marco espacial en profundidad en el que predomina el eje que va desde el fondo de la imagen hacia el espectador, rompiendo así con la rigidez que exige la representación frontal del tema. Haciendo un uso muy competente de las cualidades del tenebrismo barroco hizo que la figura de Cristo emergiese del oscuro fondo y se acercase a los ojos del observador. Sobre su cuerpo se proyecta una suave luz que lo ilumina por la izquierda resaltando su tridimensionalidad. Por otra parte, Murillo le hizo un leve torcimiento a los maderos con lo cual introdujo otra variante que establece sutilmente un dinamismo que rompe con la rigidez.
Otro elemento que vale la pena destacar es la ausencia de la sangre por el suplicio, limitándose ésta a la que brota de la herida del costado. Muchos cuadros e imágenes religiosas de la época hacen ostentación de gran cantidad de sangre, como un elemento que exalta la atrocidad cometida, pretendiendo provocar así la piedad. Pero en este caso no hay nada de esos alardes y sólo predomina la soledad del crucificado.
Bartolomé Esteban Murillo es uno de los artistas más populares del barroco español del siglo XVII. Nació en Sevilla en 1617, siendo el menor de catorce hermanos. Su padre era barbero y cirujano y gozaba de buen renombre en la ciudad. Por esos años Sevilla era la ciudad más próspera de España y una de las capitales más cosmopolitas del continente ya que era el centro del comercio con América.
Bartolomé quedó huérfano de su padre a los nueve años y su madre murió apenas seis meses después, por lo que una de sus hermanas mayores lo acogió en su casa y le brindó los cuidados necesarios para su sustento. Empezó a frecuentar el taller de un pintor local, Juan del Castillo, con quien aprendió el dibujo y la pintura al óleo, pero parece que su educación artística nunca fue más allá y fue su natural talento y la observación de las pinturas de los maestros lo que le hizo sobresalir a lo largo de su carrera.
Ya para 1630 trabajaba como pintor independiente en Sevilla con su propio taller y en 1645 recibió su primer encargo importante, una serie de lienzos destinados al claustro del convento de San Francisco el Grande. Con estos lienzos vino una gran cantidad de encargos, los cuales no cesarían a lo largo de su carrera permitiéndole llevar una vida desahogada gracias a una buena posición económica. En ese mismo año contrajo matrimonio con Beatriz Cabrera, con quien procreó nueve hijos. Unos años después se empezó a especializar en la pintura de dos temas específicos que le dieron gran fama: La Virgen con el Niño y la Inmaculada Concepción. Aunque la mayoría de sus encargos eran sobre temas religiosos, Murillo también se dedicó a la pintura de género, en especial los retratos de niños abandonados que vivían en las calles de Sevilla, por los cuales es grandemente reconocido hasta la actualidad.
En 1658 se marchó a Madrid, donde vivió cerca de su amigo y coterráneo Velázquez, gracias al cual pudo ver y estudiar las colecciones reales de arte. Intervino en la fundación de la Academia de Pintura, de la cual fue director durante un tiempo, hasta su regreso a Sevilla en 1660. Algunos investigadores aseguran que también visitó Italia por esa época, pero de este viaje no ha quedado constancia ninguna. Durante el resto de su vida residió en su ciudad natal realizando importantes encargos, hasta que la muerte lo sorprendió en 1682, cuando se cayó de un andamio.