Paul Signac, “El pino en Saint-Tropez”. Óleo sobre tela, 1909

Julián González Gómez

Paul Signac, 1909, The Pine Tree at Saint Tropez, oil on canvasUn cielo nublado pero luminoso, de fuerte textura pictórica, envuelve con su luz el paisaje veraniego del sur de Francia cuyo protagonista es este magnífico y antiguo pino. Dada la técnica con la que este paisaje fue pintado, si se observara de cerca no se verían más que manchas de colores muy vivos sin ninguna forma, pero cuando uno se aleja empieza a cobrar sentido y se manifiesta el esplendor de esta imagen.

Las cualidades matéricas de este cuadro se expresan claramente por medio del espesor de la pintura, que genera un marcado volumen y por los trazos breves y rotundos del pincel, que fijó el artista de una forma que parece abrupta, pero que sigue un meticuloso procedimiento en todas sus partes. Mucho de este cuadro se lo debe Signac a los impresionistas que lo antecedieron y aún más a la pintura puntillista de Seurat, que fue su amigo y maestro. En efecto, este se puede denominar con toda exactitud un cuadro puntillista, pero el autor conjuga este procedimiento de una manera muy distinta a la que hizo Seurat. En primer lugar, no utilizó los colores puros y primarios para obtener todos los tonos, sino que seleccionó una gama de colores secundarios tal como salían del tubo de pintura y los aplicó en puntos bastante grandes para que el ojo los perciba en toda su armonía. Estos puntos resultaban en Signac bastante más grandes que los de Seurat y por consiguiente la cualidad de “mancha” de los mismos se expresa mucho más que si hubiesen sido aplicados en puntos pequeños. En segundo lugar, y como elemento derivado en parte del anterior punto, los colores de Signac, secundarios y matizados, no pretenden representar la realidad objetiva de lo que sus ojos están captando, sino una gama subjetiva de colores que sirven para enfatizar determinadas partes o para crear un efecto de profundidad. Las sombras, que usualmente se utilizan para generar volumen, han desaparecido y su lugar lo han tomado los colores.

En esta obra, la sensación de profundidad, delimitada por los colores se acentúa por la posición de los elementos que la componen. Por ejemplo, los arbustos que están en primer término crean un primer plano de aproximación al interior. El espacio amplio y abierto que está en segundo término es como el tablado de un escenario en el que se asienta como protagonista el gran pino y finalmente los árboles y arbustos que delimitan el tercer plano se manifiestan no solo como marco espacial, sino como complemento cromático del follaje del árbol. El cielo, por fin, marca la “atmósfera” del cuadro brindándole además una neutralidad cromática que ensalza los colores.

No es de extrañar que Matisse y Derain, creadores del fauvismo, sintieran gran admiración por las obras de Signac, sobre todo por la viva gama de colores de sus pinturas, colores que se juntaban unos con otros siguiendo las reglas de los complementarios y de ahí su radiante luminosidad, provocada por la vibración del color y su mezcla en la retina. La gran diferencia es que Signac pretendía recrear con cierta objetividad el tema que pintaba y lo reflejaba por medio de los puntos de colores, mientras que los fauvistas se decantaron por los campos amplios de color aplicado con un criterio más ligado al sentimiento propio del artista que a la objetividad de la representación.

Por otra parte, Signac es más conocido por la gran cantidad de marinas que pintó, aprovechando los efectos lumínicos del agua para recrearlos por medio de estos grandes puntos de color que son como su marca personal. Aquí hemos elegido una obra distinta para enfatizar más que el paisaje la técnica que empleó en un tema tan difícil de tratar con ella.

Paul Signac nació en París en 1863 proveniente de una familia de comerciantes acomodados. En 1883 ingresó en la Escuela de Artes Decorativas donde aprendió a dibujar e hizo sus primeras pinturas, al mismo tiempo asistía al taller del pintor Bin en Montmartre. En esta época se dejó influenciar por el arte de los impresionistas, que estaban en apogeo en París, sobre todo Monet, Pisarro y Renoir. Esa influencia nunca la perdería a lo largo de su carrera. En 1884 conoció a Georges Seurat con quien empezó a pintar con la técnica del puntillismo, pero con una menor rigurosidad pues le interesaba más que la técnica, la expresión de la luz y el color.

En 1884 colaboró en la creación de la Société des Artistes Indépendants, de la que en 1903 fue vicepresidente y en 1909 presidente. En 1886 participó en la IX Exposición de los Impresionistas junto a Degas, Pisarro, Gauguin y Seurat. Como teórico de la pintura publicó en 1899 la obra De Eugène Delacroix al neoimpresionismo, que era una defensa de los procedimientos técnicos adoptados por los pintores postimpresionistas, sobre todo su énfasis en el color y la luminosidad.

Tras la muerte de Seurat se trasladó a Saint-Tropez, al sur de Francia con su familia, donde vivió hasta 1911 pintando los paisajes de la región. Signac fue conocido también por su afición a los viajes por mar y en varios de estos conoció gran parte de las costas y ciudades del Mediterráneo. Poco a poco su técnica fue evolucionando hasta ir dejando atrás las reglas del puntillismo y concentrándose cada vez más en los valores lumínicos de sus trabajos.

A partir de 1913 empezó largas estancias en Antibes, donde montó finalmente su estudio y siguió trabajando en sus lumínicas pinturas inspiradas en este lugar, pero manteniendo también un estudio en París, donde trabajaba durante algunas temporadas del año. Falleció en esta ciudad en 1935 y su cuerpo fue enterrado en el Cementerio de Père-Lachaise.


Camille Pisarro, «Boulevard Montmartre, tarde de primavera». Óleo sobre tela, 1897

Julián González Gómez

Camille_Pissarro_-_Boulevard_Montmartre,_Spring_-_Google_Art_ProjectEn una amplia perspectiva cuya fuga se extiende hacia el infinito, la avenida parisina de Montmartre está abarrotada de carruajes y transeúntes en pleno movimiento. La escena está dotada de una gran vivacidad y parece que todo el mundo se dirige de un lado al otro, hasta los que están parados viendo a los demás muestran gran animación, la vida del París de la Belle Epoque. Contrario a lo que su nombre sugiere, esta avenida no está situada en las colinas de Montmartre, sino que es una extensión hacia el Este del Boulevard Haussmann y está ubicada en una de las secciones más céntricas de la ciudad, de ahí su gran afluencia. Producto de las reformas urbanísticas que llevó a cabo el intendente de París, el barón Haussmann, entre 1852 y 1870 por órdenes de Napoleón III. Este boulevard tiene amplias visuales, acompasadas por los edificios de entre cuatro y cinco plantas con mansardas en sus remates y su gran anchura responde a varios requerimientos entre los que se encuentran la capacidad de sostener un alto tránsito en amplias calles y capacidad de locomoción de muchos transeúntes en sus anchas aceras. Pero también se contempló el crear estas dilatadas avenidas para facilitar el transporte de tropas que respondiesen rápidamente ante cualquier sublevación y su ancho no hacía fácil la construcción de barricadas, lo cual permitiría un eficiente control por parte del ejército y la policía. Las insurrecciones de 1830 y 1848 lograron un gran éxito en buena parte porque los sublevados de París levantaron efectivas barricadas en las estrechas y tortuosas calles medievales en la ciudad, interrumpiendo el accionar de las tropas que necesitaban de más espacio para sus maniobras. Napoleón III tomó nota de esto y ordenó crear un plan en el que las avenidas fuesen ante todo anchas y rectas y Haussmann así lo hizo, demoliendo grandes zonas de la ciudad para la construcción de estas reformas.

La escena urbana está retratada en horas de una tarde de primavera, a eso de las 5:00, bajo un luminoso cielo de nubes algodonosas. La mitad derecha, que está ubicada en la sombra por la dirección de la luz vespertina, muestra numerosos detalles, sobre todo en los remates de los edificios con muchas chimeneas, aunque la mayor parte de esta sección la ocupa el follaje de los árboles, que dejan ver parcialmente la parte más cercana de la acera. Del lado opuesto y bañados por una suave luz, los edificios se encuentran en una perspectiva más cerrada debido al punto de vista desde el que fue pintado este paisaje urbano. En esta parte destacan los parasoles, que proveen de sombra a los transeúntes que contemplan los escaparates.

La paleta que utilizó Pisarro para este cuadro es más bien austera, con pocos colores, aunque los que están presentes contienen numerosas variantes tonales, todas ellas manejadas por la mano de un maestro de la pintura impresionista que resolvió con gran eficacia la dificultad más grande que muestra la escena: la de representar convincentemente el follaje de los árboles que están en la sombra y alejándose de la vista del espectador y lo logró utilizando ínfimas variaciones de verde, amarillo y gris. Debido a las cualidades de los matices de la luz vespertina, Pisarro bañó todo el panorama de un tenue amarillo, muy diluido, que tiñe los abundantes grises que de otra forma opacarían la visión general. Pese a todo, el cuadro es casi monocromático, salvo por los luminosos verdes de los árboles y algunos pequeños toques de dorados en los carruajes y los faroles. Las pinceladas son ágiles y apenas esbozan las numerosas figuras que carecen de detalle y aun así están lo suficientemente bien dispuestas como para reflejar acertadamente cada individualidad dentro del conjunto. Es un cuadro sintético y luminoso, una instantánea de un momento preciso y único en el que el artista llevó al límite las cualidades del impresionismo.

Jacob Abraham Camille Pissarro nació en Saint Thomas, isla de las Antillas que por ese entonces pertenecía a Dinamarca, en 1830. Era hijo de un próspero comerciante judío sefardí proveniente de Burdeos y de su esposa, de origen dominicano. Enviado a estudiar a Francia por sus padres, Camille retornó a Saint Thomas en 1847 para ayudar en el negocio familiar, pero ya traía el gusto por el dibujo y la pintura, que seguramente adquirió en sus años de estudio y prefirió dedicarse a cultivar su talento artístico antes que a los negocios para consternación de su padre. Debido a la oposición de su familia a que se dedicase a ser pintor como pretendía, abandonó Saint Thomas en 1852 y se trasladó a Venezuela acompañado por su profesor. Residió en Caracas y La Guaira llevando una vida de aventurero, en la que sin embargo encontró tiempo para realizar numerosos paisajes y escenas de costumbres.

En 1855 se trasladó a Francia de nuevo, esta vez a la localidad de Passy, en la Alta Saboya, donde se inscribió en la Escuela de Bellas Artes local. En esta escuela recibió una formación clásica de marcado carácter conservador en la cual los modelos eran las obras de artistas como Delacroix y sobre todo Ingres. Pisarro se adhirió más a la pintura de autores como Millet y Courbet, de marcado carácter realista, alejado de los modelos académicos y comenzó a pintar paisajes rurales al estilo de Corot. Dejó la Academia y se instaló por un tiempo en el taller de Anton Melbye y después, en 1859 se marchó a París para inscribirse en la academia del padre Suisse, donde conoció a Monet, Guillaumin y Cézanne, con quienes le unió una entrañable amistad que se prolongó a lo largo de toda su vida y con los que comenzó a pintar en comunidad. Montó un taller de humilde condición y expuso en los salones de 1864 y 1865 sin mayor resonancia. Por esta época empezó a frecuentar los círculos anarquistas, de los que se hizo partidario y después activista.

Cuando estalló la guerra franco prusiana en 1870 abandonó Francia y se instaló en Londres con Monet, pintando numerosas escenas de la ciudad y dando forma al movimiento que después se llamaría impresionismo. A su regreso a Francia participó en la primera exposición impresionista en París en 1874 y fue el único pintor que participó en todas las exposiciones de este grupo hasta 1886. Pisarro, a pesar de su amistad y trabajo conjunto con otros artistas, fue más bien un solitario anarquista al que el campo llamaba insistentemente, por lo que la mayor parte de su vida en los siguientes años la pasó en el ambiente rural pintando paisajes de varias regiones, en medio de una situación económica siempre precaria. En la década de 1880 participó por un tiempo en los experimentos puntillistas que llevaban a cabo por ese entonces Seurat y Signac, pero luego abandonó este estilo. En 1895 contrajo una enfermedad ocular, por lo que se vio obligado a vivir en París y comenzó a pintar series de paisajes urbanos, a una de las cuales pertenece la obra que presentamos aquí. Pisarro murió en París en 1903, siendo reconocido como uno de los más importantes pintores impresionistas.


Pierre-Auguste Renoir, Baile en el Moulin de La Galette. Óleo sobre tela, 1876

Julián González Gómez

Baile en el Moulin de la Galette, 1876En la época en que fue pintado este cuadro Montmartre era un pequeño lugar en las afueras de París, ubicado en un promontorio desde el que se dominaba la ciudad. No había sido tocado por las reformas de Haussman, que transformaron a la medieval París en la llamada “Ciudad Luz”, era un sitio pintoresco en el que vivían y trabajaban los artistas pobres y los bohemios y esto hizo que se convirtiera en un foco de atracción para la gente.

El lugar más famoso de Montmartre era el Moulin de La Galette, un salón de baile que abría los domingos por la tarde, en el que la gente bailaba y procuraba divertirse y pasarla bien hasta la madrugada. Se llamaba así por estar ubicado al pie de uno de los dos molinos que todavía quedaban en el lugar, antaño mucho más abundantes. Los dueños del molino, una familia de apellido Debray, decidieron techar un gran patio que estaba vacío y convertirlo en salón de baile, que tuvo de inmediato gran aceptación y se convirtió en el lugar de moda.

Pierre-Auguste Renoir nació en Limoges en 1841, en el seno de una familia humilde. Su padre era sastre y su madre costurera y la familia emigró a París en 1844 en busca de mejorar su situación económica. Renoir asistió a una escuela religiosa durante su niñez y en la adolescencia ingresó como aprendiz en un taller de pintura sobre porcelana, donde destacó por su habilidad. Su formación como artista fue irregular y pasó por varios talleres, hasta que en 1862 ingresó en el taller del pintor Charles Gleyre y aprobó el examen de ingreso a la Escuela de Bellas Artes. En el taller de Gleyre hizo amistad con otros jóvenes pintores que se convertirían en sus amigos y compañeros de aquí en adelante: Claude Monet, Alfred Sisley y Frédéric Bazille. Con ellos inició la costumbre de pintar al natural y a experimentar con la luz, dando así los primeros pasos que los llevarían más tarde al impresionismo.

Su historia lo llevó por múltiples experiencias junto a los demás pintores del grupo de los impresionistas y participó en los salones desde la primera vez que expusieron juntos. De condición muy pobre, apenas podía sostenerse de no ser por la ayuda de sus amistades y algunos marchantes que vieron en Renoir un gran portento en el campo del arte. Poco a poco logró destacar y se ganó la vida como retratista, al tiempo que sus pinturas impresionistas gustaban cada vez más. En 1872 se trasladó a Montmartre, el lugar más entrañable para él y al que estuvo ligado por el resto de su larga vida. Con el tiempo llegaron la fama y los recursos, hasta que se convirtió en uno de los artistas más venerados de Francia.

En 1890 se casó con Aline Charigot, con la que tuvo varios hijos, de los cuales el segundo, Jean, se convertiría con los años en uno de los directores de cine más importantes del siglo XX. Renoir murió de una neumonía en 1919, a los 78 años. Desde hacía tiempo la artritis le había deformado las articulaciones y esto le había impedido pintar con soltura y profusión. En un acto de profunda convicción y voluntad, se ató los pinceles a sus muñecas para seguir pintando y así trabajó los últimos años de su vida.

El Baile en el Moulin de La Galette fue pintado en 1876. Renoir, por ese entonces un pintor poco conocido fuera de los círculos impresionistas, era un asiduo asistente al Moulin, donde se animaban las tertulias de artistas y escritores al son de la música y las parejas de baile. Por ese entonces tenía 35 años y estaba en plena lucha por destacar con sus lienzos de hermoso y tierno colorido, al lado de otros artistas del impresionismo como Monet o Pisarro. Renoir vivía cerca del Moulin, en donde se divertía junto a sus amigos y, al parecer uno de éstos le sugirió pintar el lugar y la idea le gustó, por lo que se dedicó a tomar apuntes y hacer bocetos y comenzó la pintura en su estudio. Renoir realizó dos cuadros de esta escena, uno de grandes dimensiones y otro pequeño. No se sabe cuál hizo primero, aunque algunos investigadores aseguran que fue el pequeño, ya que era más fácil de transportar y por ello el artista podía llevarlo al Moulin para pintarlo in situ, como era la costumbre de los pintores impresionistas, mientras que el grande fue pintado después, ya enteramente en el estudio.

El cuadro grande fue expuesto al poco tiempo en la tercera exposición de los impresionistas en 1877, donde fue adquirido por el pintor  y coleccionista Gustave Caillebotte, que lo legó al estado francés y actualmente se encuentra en el Museo de Orsay en París. El cuadro pequeño ha tenido un periplo bastante agitado, pasando por varios coleccionistas privados. En 1990 fue vendido en Sotheby’s por un precio increíble, pagando el postor el segundo precio más elevado en la historia por una obra de arte. Luego, fue vendido otra vez y permanece oculto al público en la actualidad.

Con frecuencia se hace alusión a la sensualidad y hasta el claro erotismo que emana de este cuadro. Todos los protagonistas están enfrascados en diálogos abiertos o velados alusivos al contacto de los cuerpos y las miradas. Es un canto al goce y deleite de las personas en una soleada tarde de domingo, por lo que gran parte del atractivo del cuadro está en la representación de estas experiencias vitales. Todas las personas que aparecen en primer plano son retratos de los amigos y amigas del pintor, con los que se reunía cada domingo en el Moulin.

La estructura es simple y directa, con una superposición de planos que se genera por la perspectiva del observador, que está de pie frente a la escena. Por la parte izquierda, abajo, se abre un paso entre los respaldos de las bancas que nos permite acceder al espacio del área de baile y que se va cerrando conforme se adentra en las parejas que están evolucionando. El movimiento está representado por rápidas pinceladas que desdibujan ligeramente a las figuras, lo cual contrasta con la inmovilidad de las lámparas y los árboles, que parecieran también otros tantos observadores de la escena. Es la luz que pasa por estos uno de los elementos más sobresalientes del cuadro, matizando las figuras y proyectándose en tamiz sobre los rostros y ropajes, creando esa atmósfera tan especial que es propia de la pintura impresionista.

Sin embargo, toda esta alegría y vitalidad oculta algunos elementos oscuros que había en estos bailes y que Renoir se negó a representar. Entre estos estaba la prostitución, que era parte muy importante de la interacción entre los  hombres y mujeres que participaban en estos eventos. Detrás de la prostitución hay una serie de connotaciones bastante tristes y hasta trágicas si consideramos que estas jóvenes en su mayoría eran de condición sumamente humilde y apenas ganaban lo suficiente para sobrevivir. Debían recurrir al préstamo de sus servicios sexuales para ganar unos cuantos centavos más, ya que sus clientes eran en su mayoría artistas y bohemios pobres. Quizás en parte por ello es que otros artistas como Van Gogh, Toulouse-Lautrec y Picasso pintaron también el Moulin, pero con un carácter sombrío.

Renoir dejó estos aspectos aparte y nos legó esta maravillosa visión de las personas de su entorno inmersos en un ritual de vida y alegría. Es casi la representación más discreta de un amable rito dionisíaco que nos envuelve y nos lleva en directo a la vida idealizada del París de la Bélle Epoque.


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