Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (VII)

Julián González Gómez

Egipto (Tercera parte)

En esta entrega continuamos con la descripción de aquellos aspectos fundamentales que identifican al arte egipcio antiguo; después de considerar en la entrega anterior la llamada “aspectiva” como el primero de ellos. Hoy nos ocuparemos de otros rasgos: la ley de la frontalidad, con sus atributos asociados: la simetría especular y el hieratismo, y finalmente la llamada “perspectiva jerárquica”.

La ley de la frontalidad, también llamada (inapropiadamente) frontalismo, consiste en un principio fundamental de composición en el arte arcaico y antiguo, especialmente en la escultura, utilizado desde el paleolítico en las culturas de la cuenca del Mediterráneo y en Eurasia. Las figuras se representan de manera predominantemente frontal, de cara al observador, por lo que las facetas laterales y la posterior carecen de importancia representativa y están siempre supeditadas a la principal; o bien, son inexistentes. La jerarquía de la frontalidad implica también que, tanto el cuerpo, como los miembros superiores e inferiores, son representados de forma rígida, carentes de flexión y supeditados a la simetría bilateral, con un eje que divide en dos partes iguales a la figura completa. Este tipo de representación en el arte egipcio antiguo estaba reservado generalmente a las esculturas de los dioses y los faraones, como una convención establecida desde la época predinástica, hasta los tiempos de la dominación romana, e incluso posteriormente.

Desde los inicios del estudio de la historia del arte y hasta hace poco tiempo, se ha considerado a este rasgo como de carácter “primitivo”, sobre todo porque se ha encontrado abundantemente en el arte arcaico proveniente de diversas civilizaciones. Incluso, algunos investigadores lo han denominado con el epíteto de “ingenuo”. Sin embargo, en el caso del arte egipcio antiguo, su empleo no es consecuencia de una falta de recursos técnicos y expresivos por parte de los artistas, sino más bien responde a los aspectos simbólicos que esa técnica potencializa y refuerza. La ley de la frontalidad tiene su fundamento en el principio del valor primordial de la firmeza y estabilidad de los dioses y los faraones, considerados seres imperecederos e inmutables, que gobiernan eternamente.   

Frontispicio del templo de Abu Simbel en el Alto Egipto, aprox. 1264 a.C.

En cuanto a la simetría bilateral, característica asociada siempre a la frontalidad, habría que aclarar algunos aspectos acerca de su condición como medio de representación. En primer lugar, la simetría bilateral no es el único tipo de simetría que existe, tanto en el arte, como en la naturaleza, de donde proviene, y que sus características se han determinado por medio de la matemática. El término “simetría” es claro y preciso: se refiere a una correspondencia exacta en forma, tamaño y posición de las partes de un todo. En la Grecia antigua se definió como “la correspondencia y relación de las partes entre sí y con la totalidad”, lo cual implica que existen diversas relaciones que están contenidas dentro de los límites de este concepto. Existen cinco tipos de simetría: la simetría bilateral o especular, la simetría de rotación o radial, la simetría de abatimiento, la simetría de traslación y la simetría de ampliación. Más adelante, en otro artículo, estudiaremos las características de la simetría en detalle. En el caso que ahora nos ocupa, el del arte antiguo de Egipto, la simetría que se manifiesta en sus obras es sobre todo la simetría bilateral, por lo que nos referiremos en exclusiva a ella por ahora.

En su forma elemental, la simetría bilateral es un tipo de composición que consiste en desplegar de forma idéntica la misma imagen a ambos lados de un imaginario eje o plano que pasa por el centro, como dos imágenes especulares que se unifican y complementan, de manera similar a como se presenta una imagen en un espejo. La tendencia hacia la simetría bilateral en la imaginería egipcia tiene que ver con la concepción dualista de su cosmología. Esta característica implicaba la necesidad de establecer equilibrios entre opuestos, la armonización de contrarios y la representación de la totalidad a través de lo dispar. Probablemente, esta visión dualista provenía en un principio de las propias condiciones geográficas de Egipto, dividido entre el Alto Egipto y el Bajo Egipto; la tierra fértil (Kemet, de donde viene la palabra “alquimia” y su derivación “química”) y el desierto (Deshret, o “tierra roja”, de donde proviene la palabra “desierto”); el valle del Nilo y el delta, etc. Como dualidad entendemos la reunión de dos caracteres distintos en una misma persona o cosa y como dualismo la concepción que supone que en el conjunto de la realidad hay dos principios que se oponen irreductiblemente, pero que son igualmente necesarios, eternos e independientes el uno del otro. En la religión egipcia se manifestaba también este dualismo: el bien, representado por Horus y el mal, representado por Seth; en la vida terrena y la vida ultraterrena: el Este (la vida) y el Oeste (la muerte), etc. Como principio regidor, el Maat establece entonces el equilibrio y la complementariedad de los opuestos, aunándolos en una totalidad armónica, y la simetría bilateral responde cabalmente ante estos requerimientos.

El hieratismo consiste en un recurso expresivo, estilo o ademán que presenta una gran solemnidad, y generalmente ha sido empleado en relación a los elementos sagrados, propios de una religión. El hieratismo implica en el arte el plasmar lo representado siguiendo la máxima solemnidad, para lo cual se elimina toda gestualidad o anécdota. De esa forma se alcanza un efecto de gran sobriedad y distanciamiento, propios de una idealización que ensalza a lo representado como figura de carácter sagrado. Los antiguos egipcios representaban a sus dioses y faraones mediante esta fórmula, mostrando al personaje inmóvil, pero con los músculos en tensión, el rostro inexpresivo, aunque apacible y en una actitud serena, imperturbable y dominante. Sus atributos se mostraban de una forma discreta y carente de ostentación, como si no necesitase de ellos para mostrar su poder y magnificencia, imponiéndose únicamente por su propia presencia.

Mediante el hieratismo los egipcios lograron plasmar con gran intensidad una amplia gama de contenidos, por lo que se convirtió en un recurso de gran efectividad expresiva. No obstante, en algunas ocasiones se manifestaron algunos matices que variaban este esquema tan rígido, permitiendo ciertas concesiones expresivas, haciéndolo más sutil. Por ejemplo, en algunas ocasiones se plasmó una ligera sonrisa en el rostro de un faraón, para “humanizarlo” levemente; o bien sus manos hacen un ligero ademán; o también su mirada no está totalmente dirigida al frente, mostrando cierta desviación lateral. En general, el hieratismo egipcio se muestra, como se señaló antes, preferentemente en las figuras de dioses o faraones, pero también se encuentra en las figuras de las tumbas de ciertos personajes de alto rango, como sacerdotes o funcionarios de alta categoría. En casi todos los casos las figuras hieráticas están solas, exentas, sin presentar una relación espacial o figurativa con un contexto específico, como un paisaje o un espacio. Por ejemplo, las grandes estatuas de Ramsés II que se encuentran en el frontispicio del templo de Abu Simbel en el Alto Egipto, no mantienen una relación orgánica con el edificio, están únicamente sobrepuestas, presidiendo la entrada con su presencia imponente.  La única excepción que se encuentra en relación a la regla del hieratismo representativo en el antiguo Egipto fue durante el período del reinado de Amenofis IV, llamado Akhenatón, quien estableció parámetros distintos, los cuales rompieron con la formalidad tradicional que se había mantenido durante miles de años.

Un último rasgo esencial del arte antiguo de Egipto lo constituye la llamada “perspectiva jerárquica”, la cual consiste en distorsionar el tamaño de las figuras para destacar determinados aspectos narrativos. Así, en una misma representación se encuentran distintos personajes interactuando en escalas dispares, unos de gran tamaño al lado de otros de tamaño más pequeño, o incluso minúsculo. Este recurso también ha sido utilizado en las representaciones de carácter artístico y narrativo desde el paleolítico hasta la actualidad. Por ejemplo, en el Renacimiento, época en la cual el naturalismo era la norma, Miguel Ángel distorsionó ciertas partes de la anatomía de algunas figuras con el objetivo de ensalzar determinados mensajes narrativos, como en el caso de las manos del David, o la relación de escalas entre el cuerpo de la Virgen y el de Cristo en la Piedad Vaticana.

En Egipto, la perspectiva jerárquica, al contrario de los que muchos creen, no se utilizó con la pretensión de destacar a unos personajes en relación a otros, de acuerdo a su rango o jerarquía social. Se utilizó más bien, como una conceptualización de carácter plástico. Las variaciones en el tamaño de los representados responden al énfasis que se le pretende dar a ciertos individuos para ensalzarlos visualmente, de acuerdo al marco que se consideraba adecuado y su trascendencia simbólica y mágica. Por consiguiente, al observar una escultura, un relieve o una pintura, los individuos representados con grandes dimensiones no son necesariamente los que tienen una mayor jerarquía social o religiosa, sino aquellos que en un contexto temático específico se les ha querido destacar por sobre otros.

Psicostasis del Libro de los Muertos de Horus, Imperio Nuevo. Museo Egipcio de Turín.

Por ejemplo, en una psicostasis (la pesa del alma del individuo en una balanza, tras su muerte, para decidir su futuro) del Libro de los Muertos, que se encuentra en el Museo Egipcio de Turín, el dios Osiris fue representado de un tamaño mayor que el resto de los dioses que en ella aparecen; mientras que, en el lado opuesto de la escena, se representa al difunto que accede a la sala del juicio de un tamaño también mayor al de los dioses, pero un poco menor al de Osiris. El tamaño más grande de ambos personajes no significa que necesariamente están en una escala superior al resto de los representados, sino más bien que ambos son los personajes fundamentales en la acción que se narra y que los demás representados son, en este caso,  secundarios. Osiris es quien tiene la máxima autoridad en el juicio y el enjuiciado, es decir, el muerto, es el protagonista principal.

Los rasgos descritos en el anterior artículo y en éste nos permiten visualizar y entender a cabalidad el arte egipcio de la antigüedad, tanto para enriquecer nuestros conocimientos, como para fomentar nuestra sensibilidad. En la próxima entrega, nos ocuparemos de aquellas manifestaciones heterodoxas dentro de la narrativa egipcia, y también de su arquitectura.


Agesandro, Polidoro y Atenodoro de Rodas, «Lacoonte y sus hijos atacados por las serpientes». Mármol, siglo I a.C.

Julián González Gómez

Este es uno de los grupos escultóricos más famosos de la historia del arte. Posiblemente esculpido por Agesandro, Polidoro y Atenodoro de Rodas en el siglo I a.C. en Grecia, en el período en el que el arte griego ya estaba en declive, representa la dramática escena en la cual el sacerdote troyano Lacoonte y sus hijos son atacados por dos serpientes que les darían muerte.

Dice la leyenda antigua que Lacoonte era el sacerdote troyano del dios Apolo y cuando los aqueos en retirada entregaron el famoso caballo a los troyanos, este sospechó y les dijo a sus conciudadanos que aquello no era más que una trampa. Incluso, le tiró una lanza al caballo que penetró por un costado. Ante esta respuesta, los dioses protectores de los aqueos se enfurecieron contra Lacoonte y, dependiendo de la fuente, fue Atenea o Poseidón quien envió a dos serpientes que salieron del mar para dar muerte a Lacoonte y sus hijos. Tras estrangularlos se los tragaron y así, los aqueos lograron mediante la trampa del caballo tomar la ciudad de Troya y ganar la guerra.

El grupo escultórico fue hallado en 1506 en una villa cercana a Roma. Desde tiempos antiguos se tenía noticia de esta obra, pero durante muchos siglos se le había dado por perdida. Al hallarse en el siglo XVI, los estudiosos la dieron por la auténtica y así pasó a ser conocida y venerada por las gentes del Renacimiento. Fue adquirida por el papa Julio II y colocada en los Palacios Vaticanos junto a otras esculturas famosas: el Apolo de Belvedere y la Venus Felix. Cuando fue hallada estaba incompleta, pues faltaba el brazo derecho de Lacoonte y de uno de sus hijos, así como diversas partes de las serpientes. Un grupo de varios artistas y estudiosos de la época recomendaron que fuese restaurada. Fue el propio Miguel Ángel quien realizó el brazo faltante, pero no se llegó a un consenso para instalárselo. Tras varias restauraciones provisionale,s al fin en 1905 se halló el brazo original en una tienda de Roma y fue agregado a la escultura tras una minuciosa restauración finalizada en 1957.

Este grupo presenta una composición piramidal, en la cual la escala de los protagonistas no es la misma pues el cuerpo de Lacoonte presenta un tamaño mucho mayor que el de sus hijos. El elemento más destacado es en sí el propio cuerpo del sacerdote que está excesivamente contorsionado en un paroxismo que quiere expresar la cercanía de la cruel muerte a la que serán sometido él y sus hijos. La cara de Lacoonte presenta el mismo estado de paroxismo, pero con el fuerte añadido de un sufrimiento que se diría que está más allá de la existencia de cualquier mortal. Este gesto además expresa la impotencia del padre al ver que no puede hacer nada por evitar la muerte de sus hijos. Ambos personajes juveniles voltean su cabeza hacia su padre como esperando que él pueda hacer algo por evitar el desenlace, pero todo será en vano. Para muchos este expresionismo y contorsión resultan exagerados y por lo mismo faltos de naturalidad y así han juzgado a la escultura como falta de verdadero valor artístico. Otros estudiosos han asegurado también que esta no es la obra original sino una copia romana hecha a partir del original que debió estar fundido en bronce.

Lo cierto es que hay que juzgarla en su contexto y por la época en que fue hecha, finales del período helenístico, era acostumbrado exagerar la expresión y así tratar de conmover al espectador. Por otra parte, es cierto que nada hay de clásico en esta obra y podría juzgarse en ese sentido como inferior al gran arte de Fidias, Lisipo o Praxíteles. En todo caso su fama se extendió por Roma, cuyos poetas la juzgaron como una obra de arte excelsa.

Agesandro, Polidoro y Atenodoro fueron tres escultores de Rodas, cuna de la famosa escuela de escultura del mismo nombre. Productora de gran cantidad de esculturas fue una de las escuelas más célebres del período helenístico frente a otras competidoras como la escuela de Delos. Parece ser que esta escuela entró en declive hacia el siglo I a.C. y por lo mismo el grupo de Lacoonte podría ser una obra de este período. La atribución a los tres artistas fue hecha por Plinio en su Naturalis Historia. No se sabe nada de la biografía de los tres artistas, pero se considera que Agesandro sí vivió en el período en el que fue hecho el Lacoonte por lo que se asume que Plinio estaba en lo correcto al afirmar su autoría.


Correggio, «Noli me tangere». Óleo sobre tabla, 1518

Julián González Gómez

Correggio_Noli_Me_TangereLa expresión latina que da nombre a esta pintura significa “no me toques” y es un texto que aparece en el evangelio de San Juan. De acuerdo con el evangelista, María Magdalena al llegar al sepulcro de Jesús, lo encontró vacío ya que había resucitado. En ese momento se le apareció Jesús, convertido en Cristo y aunque en un principio la Magdalena no lo reconoció, pronto supo que era el salvador y lo llamó “Maestro” e hizo ademán de tocarlo, entonces Cristo le dijo: “No me toques, pues todavía no he subido al Padre”.

Como motivo iconográfico ha sido reproducido por gran cantidad de artistas a lo largo de los siglos y aquí Correggio continúa esa tradición, interpretándola a su manera pero siguiendo ciertas pautas establecidas. Entre ellas el cuerpo de Cristo parcialmente cubierto con el lienzo del sudario, su gesto esquivo y la postura arrodillada de la Magdalena. Muchas de estas representaciones eran hechas de acuerdo a un patrón en diagonal y esta no es la excepción. Otra pauta común era que en la escena apareciesen algunos instrumentos de jardinero u hortelano de acuerdo al texto evangélico: “Ella, pensando que era hortelano, le dijo…”.

El paisaje campestre, idílico, sirve de fondo para esta escena de intimidad entre los dos protagonistas que muestran distintas reacciones ante la aparición. Cristo se representa revestido de una energía que proviene de la consciencia de lo trascendente y de la capital importancia de su misión en este mundo y Magdalena está a la vez sorprendida y arrobada ante la visión. Correggio la pintó con el brazo derecho hacia atrás, retirándolo ante la petición de Cristo, que reitera con el gesto de su brazo derecho sus palabras, a la vez que extiende su brazo izquierdo con la mano señalando hacia lo alto, hacia Dios Padre. El contraste entre las dos figuras no puede ser más evidente, no solo por las posturas de cada uno de los dos personajes, sino también por las expresiones de sus rostros, que están sometidos a una fuerte tensión, aunque de distinta naturaleza. Ambos se miran fijamente a los ojos, sellando con ello su relación que desde este momento será sobrenatural y mística.

La composición, centrada en la diagonal que establece a través de los brazos de Cristo es ensalzada por la posición de las piernas de Magdalena y su postura inclinada, que son como el punto de entrada de la lectura plástica de la obra. Hacia la derecha, el árbol se convierte también en un elemento que refuerza la diagonal, pero llevándola hacia la vertical, que es como el remate final de la lectura. El tono oscuro del cielo en esta posición añade un toque de misterio, en una alusión a las fuerzas sobrenaturales de las que está revestido Dios.

Correggio aprovechó la escena para pintar uno de sus más hermosos desnudos masculinos en el cuerpo de Cristo, cuyas proporciones son armónicas y simétricas. A diferencia de otros artistas de la época, el autor no representaba los cuerpos en base a proporciones heroicas sino los hacía más terrenales, acercándolos con ello más a nosotros, los mortales. Por eso este gran maestro era conocido como un artista dotado de un sentido profundamente humano y hasta tierno, destacando por la suavidad con la que pintaba las carnes y las pieles tersas de sus modelos. La perfección entonces para Correggio no estaba centrada en lo sobrehumano y gigantesco como en Miguel Ángel, sino en lo armónico de la realidad tangible de la materia terrenal, tal como la representaba su admirado Rafael.

Correggio, cuyo nombre de pila era Antonio Allegri nació en Correggio, cerca de Reggio Emilia, en 1489. Los datos de su vida son escasos y poco se sabe de sus primeros años, suponiéndose que inició su formación en su tierra natal. Se sabe que durante su juventud estuvo en Mantua perfeccionando su técnica y en esta ciudad debe haber podido contemplar algunas de las obras de Andrea Mantegna, que había sido el principal maestro de la localidad.

En 1517 estaba en Roma, ciudad en la que residió hasta 1520, recibiendo una sólida formación en el clasicismo propio de los grandes artistas que trabajaban allí por esa época, principalmente Miguel Ángel. Pero la mayor influencia la recibió de Rafael, cuyo colorido y tersura lo deben haber impactado pues desde entonces estas características se manifestaron en sus obras. Para 1530 trabajaba otra vez en Mantua para el duque Federico de Gonzaga, donde compartía sus labores con otro discípulo de Rafael que era Giulio Romano, quien por ese tiempo estaba encargado de edificar el Palacio del Té para el duque. De esta época datan sus cuadros más famosos, caracterizados por la suavidad de sus colores y texturas, especializándose en pintar niños, adolescentes y figuras femeninas. Se dice que Correggio empezó siendo un pintor eminentemente renacentista, para pasar después a convertirse en uno de los más destacados artistas del manierismo, e inclusive se afirma que, gracias a su delicado trabajo con la luz de sus obras anticipó el barroco.

Correggio no tuvo una carrera larga, murió en su ciudad natal a los cuarenta años en 1539, siendo un artista pobre que todavía no había podido destacar en la difícil época en la que vivió. Sin embargo, pocos años después de su fallecimiento su obra empezó a ser apreciada cada vez más, siendo considerado uno de los artistas más importantes del manierismo italiano, especialmente de la Escuela de Mantua.


Gianbologna, «El rapto de las sabinas». Mármol, 1582

Julián González Gómez

Giambologna El Rapto de las sabinasEl manierismo fue un estilo artístico que se desarrolló a partir de la mitad del siglo XVI en una Europa que se hallaba en transición hacia unos nuevos rumbos que, a partir del siglo XVII la conducirían al barroco. Con frecuencia se dice que el arte manierista era artificioso, elitista, antinatural, decadente y superficial. Ya habían pasado los tiempos heroicos propios de las experiencias del renacimiento y el prestigio del nuevo arte se había asentado gracias a la obra de gigantes como Miguel Ángel, Leonardo y Rafael.

En lo tocante a los aspectos sociales, el arte del manierismo se desenvolvió en medio del trauma que supuso la reforma protestante y sus consecuencias desastrosas, sobre todo en los estados alemanes y en Francia. Las sociedades estaban profundamente divididas y en aquellos lugares donde el catolicismo era predominante el celo religioso llegó a extremos casi inverosímiles, persiguiendo cualquier disensión, por mínima que fuera, con gran ferocidad, la cual llevó a la hoguera a decenas de miles de personas. En Italia, sede de los estados papales y profundamente católica, las persecuciones religiosas fueron muy pocas y en este contexto, la mayor preocupación de la gente era más bien la amenaza de los turcos, que dominaban todo el este del Mediterráneo.

Pero en esta época también se suplantó el sentido más profundo de la mentalidad de los estratos dominantes y su unión con el arte. Si el renacimiento había surgido en las ciudades estado italianas del siglo XV, cuya clase burguesa era el eje alrededor del cual giraban las actividades políticas y económicas y que adoptaron con entusiasmo las ideas del humanismo, desde mediados del siglo XVI este estrato fue desplazado por la aristocracia. Esta aristocracia, es decir, la nobleza, era un producto del mundo medieval, que en última instancia se identificó con el gótico como arte nacional, en el cual las virtudes guerreras y la religión eran sus principales valores, despreciando a los burgueses y su énfasis en el trabajo y la prosperidad obtenida por su propio esfuerzo. En Italia, la nobleza del siglo XVI no provenía primordialmente de los antiguos guerreros, como sucedía en otras regiones europeas, sino de los antiguos burgueses que adquirieron títulos y prestigio mediante su capacidad económica. Estos nuevos aristócratas no eran guerreros, eran sobre todo personas de gusto refinado y extravagante y su vida giraba en torno a los estímulos sensibles que sobre todo el arte podía proporcionar, anticipándose por más de un siglo a los aristócratas del resto de Europa, que adoptaron una disposición similar a partir del siglo XVII. Era en torno a esta aristocracia, por ser la clase de los principales mecenas del arte, donde triunfó el arte manierista y su nueva visión de una naturaleza artificial, caprichosa y amanerada, donde el gusto era más importante que el contenido y donde la pose era más apreciada que el mundo interior.

En general el arte pasó de ser esencialmente un medio de indagación acerca de la auténtica naturaleza del mundo y del ser, a un mero vehículo de evasión de la propia inclinación humana. El gesto grandilocuente suplantó al gesto natural, el discurso que sugería el estrecho vínculo de lo sobrenatural con lo terreno pasó a ser un manifiesto de exaltación de la afectación pietista y la búsqueda de las raíces del humanismo a través de la apreciación de la mitología antigua se convirtió en una mera narración vacía y rimbombante.

Esto no quiere decir que en el manierismo no existieran aspectos artísticos rescatables, o que no hubiese grandes artistas, pero a decir verdad fueron pocos en comparación con el renacimiento previo y el posterior barroco. Quizás lo más positivo fue que algunos de los medios de expresión que exploraron ciertos artistas del manierismo dieron paso con el tiempo a la determinación de algunas de las características que eclosionaron en el barroco. En todo caso, a riesgo de pecar de simplistas, podemos afirmar que el manierismo fue un período de transición, en el cual podemos encontrar múltiples vías de desarrollo.

Gianbologna fue uno de los escultores más destacados de este período, sobre todo por el preciosismo de su expresión, que resultó ser uno de los precedentes más importantes del gran genio del barroco que fue Bernini. Nacido en Douai, Flandes, en 1529, recibió el nombre de Jean Boulogne. Tras un período de formación en su tierra natal, se trasladó a Roma en 1550, donde completó sus estudios y se dejó seducir por la escultura de Miguel Ángel. En 1553 se asentó en Florencia, donde pasó el resto de su vida trabajando como escultor de la casa de los Médici, los antiguos burgueses banqueros que en esta época ya hacía tiempo que se habían convertido en nobles. Prácticamente realizó toda su obra en la ciudad toscana, donde murió en 1608.

Esta obra, cuya representación es del mito del rapto de las mujeres sabinas por los romanos, fue realizada por Gianbologna entre 1581 y 1582 no como un encargo, sino como una demostración de sus cualidades y virtuosismo como escultor. La obra fue admirada por Francisco I de Médici y ordenó su instalación en la Loggia dei Lanzi, en la plaza de la Señoría de Florencia. Es una escultura de grandes dimensiones, ya que tiene más de cuatro metros de altura y fue realizada en un solo bloque de mármol. Los tres personajes que se encuentran en ella son una joven mujer, quien representa a las mujeres sabinas y con gesto afectado muestra su estupor ya que está siendo raptada, un joven atlético, representante de los romanos, que la está levantando con sus brazos y un hombre mayor, que representa a los sabinos, que está postrado y muestra un gesto de desesperación. El joven romano se ha pasado por encima del hombre mayor, lo cual es una clara muestra de desprecio y prepotencia contrasta con la indefensión de los otros dos personajes. La composición está dominada por un esquema llamado serpentinata, que es una espiral que nos lleva alrededor de la escultura, permitiendo contemplarla desde todos sus ángulos y es una de las principales características del arte manierista. La serpentinata alienta el recorrido para la contemplación de la obra y con esto supuso un abandono de los puntos de vista fijos, que eran propios del arte del renacimiento y una anticipación al movimiento del barroco.

A pesar de lo estereotipado de las poses de los personajes, la obra goza de un admirable equilibrio y es una pieza maestra en lo que se refiere a composición y ejecución, colocando a Gianbologna en la cumbre de los más destacados artistas del siglo XVI y del manierismo.


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