Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (VII)

Julián González Gómez

Egipto (Tercera parte)

En esta entrega continuamos con la descripción de aquellos aspectos fundamentales que identifican al arte egipcio antiguo; después de considerar en la entrega anterior la llamada “aspectiva” como el primero de ellos. Hoy nos ocuparemos de otros rasgos: la ley de la frontalidad, con sus atributos asociados: la simetría especular y el hieratismo, y finalmente la llamada “perspectiva jerárquica”.

La ley de la frontalidad, también llamada (inapropiadamente) frontalismo, consiste en un principio fundamental de composición en el arte arcaico y antiguo, especialmente en la escultura, utilizado desde el paleolítico en las culturas de la cuenca del Mediterráneo y en Eurasia. Las figuras se representan de manera predominantemente frontal, de cara al observador, por lo que las facetas laterales y la posterior carecen de importancia representativa y están siempre supeditadas a la principal; o bien, son inexistentes. La jerarquía de la frontalidad implica también que, tanto el cuerpo, como los miembros superiores e inferiores, son representados de forma rígida, carentes de flexión y supeditados a la simetría bilateral, con un eje que divide en dos partes iguales a la figura completa. Este tipo de representación en el arte egipcio antiguo estaba reservado generalmente a las esculturas de los dioses y los faraones, como una convención establecida desde la época predinástica, hasta los tiempos de la dominación romana, e incluso posteriormente.

Desde los inicios del estudio de la historia del arte y hasta hace poco tiempo, se ha considerado a este rasgo como de carácter “primitivo”, sobre todo porque se ha encontrado abundantemente en el arte arcaico proveniente de diversas civilizaciones. Incluso, algunos investigadores lo han denominado con el epíteto de “ingenuo”. Sin embargo, en el caso del arte egipcio antiguo, su empleo no es consecuencia de una falta de recursos técnicos y expresivos por parte de los artistas, sino más bien responde a los aspectos simbólicos que esa técnica potencializa y refuerza. La ley de la frontalidad tiene su fundamento en el principio del valor primordial de la firmeza y estabilidad de los dioses y los faraones, considerados seres imperecederos e inmutables, que gobiernan eternamente.   

Frontispicio del templo de Abu Simbel en el Alto Egipto, aprox. 1264 a.C.

En cuanto a la simetría bilateral, característica asociada siempre a la frontalidad, habría que aclarar algunos aspectos acerca de su condición como medio de representación. En primer lugar, la simetría bilateral no es el único tipo de simetría que existe, tanto en el arte, como en la naturaleza, de donde proviene, y que sus características se han determinado por medio de la matemática. El término “simetría” es claro y preciso: se refiere a una correspondencia exacta en forma, tamaño y posición de las partes de un todo. En la Grecia antigua se definió como “la correspondencia y relación de las partes entre sí y con la totalidad”, lo cual implica que existen diversas relaciones que están contenidas dentro de los límites de este concepto. Existen cinco tipos de simetría: la simetría bilateral o especular, la simetría de rotación o radial, la simetría de abatimiento, la simetría de traslación y la simetría de ampliación. Más adelante, en otro artículo, estudiaremos las características de la simetría en detalle. En el caso que ahora nos ocupa, el del arte antiguo de Egipto, la simetría que se manifiesta en sus obras es sobre todo la simetría bilateral, por lo que nos referiremos en exclusiva a ella por ahora.

En su forma elemental, la simetría bilateral es un tipo de composición que consiste en desplegar de forma idéntica la misma imagen a ambos lados de un imaginario eje o plano que pasa por el centro, como dos imágenes especulares que se unifican y complementan, de manera similar a como se presenta una imagen en un espejo. La tendencia hacia la simetría bilateral en la imaginería egipcia tiene que ver con la concepción dualista de su cosmología. Esta característica implicaba la necesidad de establecer equilibrios entre opuestos, la armonización de contrarios y la representación de la totalidad a través de lo dispar. Probablemente, esta visión dualista provenía en un principio de las propias condiciones geográficas de Egipto, dividido entre el Alto Egipto y el Bajo Egipto; la tierra fértil (Kemet, de donde viene la palabra “alquimia” y su derivación “química”) y el desierto (Deshret, o “tierra roja”, de donde proviene la palabra “desierto”); el valle del Nilo y el delta, etc. Como dualidad entendemos la reunión de dos caracteres distintos en una misma persona o cosa y como dualismo la concepción que supone que en el conjunto de la realidad hay dos principios que se oponen irreductiblemente, pero que son igualmente necesarios, eternos e independientes el uno del otro. En la religión egipcia se manifestaba también este dualismo: el bien, representado por Horus y el mal, representado por Seth; en la vida terrena y la vida ultraterrena: el Este (la vida) y el Oeste (la muerte), etc. Como principio regidor, el Maat establece entonces el equilibrio y la complementariedad de los opuestos, aunándolos en una totalidad armónica, y la simetría bilateral responde cabalmente ante estos requerimientos.

El hieratismo consiste en un recurso expresivo, estilo o ademán que presenta una gran solemnidad, y generalmente ha sido empleado en relación a los elementos sagrados, propios de una religión. El hieratismo implica en el arte el plasmar lo representado siguiendo la máxima solemnidad, para lo cual se elimina toda gestualidad o anécdota. De esa forma se alcanza un efecto de gran sobriedad y distanciamiento, propios de una idealización que ensalza a lo representado como figura de carácter sagrado. Los antiguos egipcios representaban a sus dioses y faraones mediante esta fórmula, mostrando al personaje inmóvil, pero con los músculos en tensión, el rostro inexpresivo, aunque apacible y en una actitud serena, imperturbable y dominante. Sus atributos se mostraban de una forma discreta y carente de ostentación, como si no necesitase de ellos para mostrar su poder y magnificencia, imponiéndose únicamente por su propia presencia.

Mediante el hieratismo los egipcios lograron plasmar con gran intensidad una amplia gama de contenidos, por lo que se convirtió en un recurso de gran efectividad expresiva. No obstante, en algunas ocasiones se manifestaron algunos matices que variaban este esquema tan rígido, permitiendo ciertas concesiones expresivas, haciéndolo más sutil. Por ejemplo, en algunas ocasiones se plasmó una ligera sonrisa en el rostro de un faraón, para “humanizarlo” levemente; o bien sus manos hacen un ligero ademán; o también su mirada no está totalmente dirigida al frente, mostrando cierta desviación lateral. En general, el hieratismo egipcio se muestra, como se señaló antes, preferentemente en las figuras de dioses o faraones, pero también se encuentra en las figuras de las tumbas de ciertos personajes de alto rango, como sacerdotes o funcionarios de alta categoría. En casi todos los casos las figuras hieráticas están solas, exentas, sin presentar una relación espacial o figurativa con un contexto específico, como un paisaje o un espacio. Por ejemplo, las grandes estatuas de Ramsés II que se encuentran en el frontispicio del templo de Abu Simbel en el Alto Egipto, no mantienen una relación orgánica con el edificio, están únicamente sobrepuestas, presidiendo la entrada con su presencia imponente.  La única excepción que se encuentra en relación a la regla del hieratismo representativo en el antiguo Egipto fue durante el período del reinado de Amenofis IV, llamado Akhenatón, quien estableció parámetros distintos, los cuales rompieron con la formalidad tradicional que se había mantenido durante miles de años.

Un último rasgo esencial del arte antiguo de Egipto lo constituye la llamada “perspectiva jerárquica”, la cual consiste en distorsionar el tamaño de las figuras para destacar determinados aspectos narrativos. Así, en una misma representación se encuentran distintos personajes interactuando en escalas dispares, unos de gran tamaño al lado de otros de tamaño más pequeño, o incluso minúsculo. Este recurso también ha sido utilizado en las representaciones de carácter artístico y narrativo desde el paleolítico hasta la actualidad. Por ejemplo, en el Renacimiento, época en la cual el naturalismo era la norma, Miguel Ángel distorsionó ciertas partes de la anatomía de algunas figuras con el objetivo de ensalzar determinados mensajes narrativos, como en el caso de las manos del David, o la relación de escalas entre el cuerpo de la Virgen y el de Cristo en la Piedad Vaticana.

En Egipto, la perspectiva jerárquica, al contrario de los que muchos creen, no se utilizó con la pretensión de destacar a unos personajes en relación a otros, de acuerdo a su rango o jerarquía social. Se utilizó más bien, como una conceptualización de carácter plástico. Las variaciones en el tamaño de los representados responden al énfasis que se le pretende dar a ciertos individuos para ensalzarlos visualmente, de acuerdo al marco que se consideraba adecuado y su trascendencia simbólica y mágica. Por consiguiente, al observar una escultura, un relieve o una pintura, los individuos representados con grandes dimensiones no son necesariamente los que tienen una mayor jerarquía social o religiosa, sino aquellos que en un contexto temático específico se les ha querido destacar por sobre otros.

Psicostasis del Libro de los Muertos de Horus, Imperio Nuevo. Museo Egipcio de Turín.

Por ejemplo, en una psicostasis (la pesa del alma del individuo en una balanza, tras su muerte, para decidir su futuro) del Libro de los Muertos, que se encuentra en el Museo Egipcio de Turín, el dios Osiris fue representado de un tamaño mayor que el resto de los dioses que en ella aparecen; mientras que, en el lado opuesto de la escena, se representa al difunto que accede a la sala del juicio de un tamaño también mayor al de los dioses, pero un poco menor al de Osiris. El tamaño más grande de ambos personajes no significa que necesariamente están en una escala superior al resto de los representados, sino más bien que ambos son los personajes fundamentales en la acción que se narra y que los demás representados son, en este caso,  secundarios. Osiris es quien tiene la máxima autoridad en el juicio y el enjuiciado, es decir, el muerto, es el protagonista principal.

Los rasgos descritos en el anterior artículo y en éste nos permiten visualizar y entender a cabalidad el arte egipcio de la antigüedad, tanto para enriquecer nuestros conocimientos, como para fomentar nuestra sensibilidad. En la próxima entrega, nos ocuparemos de aquellas manifestaciones heterodoxas dentro de la narrativa egipcia, y también de su arquitectura.


Paul Signac, “El pino en Saint-Tropez”. Óleo sobre tela, 1909

Julián González Gómez

Paul Signac, 1909, The Pine Tree at Saint Tropez, oil on canvasUn cielo nublado pero luminoso, de fuerte textura pictórica, envuelve con su luz el paisaje veraniego del sur de Francia cuyo protagonista es este magnífico y antiguo pino. Dada la técnica con la que este paisaje fue pintado, si se observara de cerca no se verían más que manchas de colores muy vivos sin ninguna forma, pero cuando uno se aleja empieza a cobrar sentido y se manifiesta el esplendor de esta imagen.

Las cualidades matéricas de este cuadro se expresan claramente por medio del espesor de la pintura, que genera un marcado volumen y por los trazos breves y rotundos del pincel, que fijó el artista de una forma que parece abrupta, pero que sigue un meticuloso procedimiento en todas sus partes. Mucho de este cuadro se lo debe Signac a los impresionistas que lo antecedieron y aún más a la pintura puntillista de Seurat, que fue su amigo y maestro. En efecto, este se puede denominar con toda exactitud un cuadro puntillista, pero el autor conjuga este procedimiento de una manera muy distinta a la que hizo Seurat. En primer lugar, no utilizó los colores puros y primarios para obtener todos los tonos, sino que seleccionó una gama de colores secundarios tal como salían del tubo de pintura y los aplicó en puntos bastante grandes para que el ojo los perciba en toda su armonía. Estos puntos resultaban en Signac bastante más grandes que los de Seurat y por consiguiente la cualidad de “mancha” de los mismos se expresa mucho más que si hubiesen sido aplicados en puntos pequeños. En segundo lugar, y como elemento derivado en parte del anterior punto, los colores de Signac, secundarios y matizados, no pretenden representar la realidad objetiva de lo que sus ojos están captando, sino una gama subjetiva de colores que sirven para enfatizar determinadas partes o para crear un efecto de profundidad. Las sombras, que usualmente se utilizan para generar volumen, han desaparecido y su lugar lo han tomado los colores.

En esta obra, la sensación de profundidad, delimitada por los colores se acentúa por la posición de los elementos que la componen. Por ejemplo, los arbustos que están en primer término crean un primer plano de aproximación al interior. El espacio amplio y abierto que está en segundo término es como el tablado de un escenario en el que se asienta como protagonista el gran pino y finalmente los árboles y arbustos que delimitan el tercer plano se manifiestan no solo como marco espacial, sino como complemento cromático del follaje del árbol. El cielo, por fin, marca la “atmósfera” del cuadro brindándole además una neutralidad cromática que ensalza los colores.

No es de extrañar que Matisse y Derain, creadores del fauvismo, sintieran gran admiración por las obras de Signac, sobre todo por la viva gama de colores de sus pinturas, colores que se juntaban unos con otros siguiendo las reglas de los complementarios y de ahí su radiante luminosidad, provocada por la vibración del color y su mezcla en la retina. La gran diferencia es que Signac pretendía recrear con cierta objetividad el tema que pintaba y lo reflejaba por medio de los puntos de colores, mientras que los fauvistas se decantaron por los campos amplios de color aplicado con un criterio más ligado al sentimiento propio del artista que a la objetividad de la representación.

Por otra parte, Signac es más conocido por la gran cantidad de marinas que pintó, aprovechando los efectos lumínicos del agua para recrearlos por medio de estos grandes puntos de color que son como su marca personal. Aquí hemos elegido una obra distinta para enfatizar más que el paisaje la técnica que empleó en un tema tan difícil de tratar con ella.

Paul Signac nació en París en 1863 proveniente de una familia de comerciantes acomodados. En 1883 ingresó en la Escuela de Artes Decorativas donde aprendió a dibujar e hizo sus primeras pinturas, al mismo tiempo asistía al taller del pintor Bin en Montmartre. En esta época se dejó influenciar por el arte de los impresionistas, que estaban en apogeo en París, sobre todo Monet, Pisarro y Renoir. Esa influencia nunca la perdería a lo largo de su carrera. En 1884 conoció a Georges Seurat con quien empezó a pintar con la técnica del puntillismo, pero con una menor rigurosidad pues le interesaba más que la técnica, la expresión de la luz y el color.

En 1884 colaboró en la creación de la Société des Artistes Indépendants, de la que en 1903 fue vicepresidente y en 1909 presidente. En 1886 participó en la IX Exposición de los Impresionistas junto a Degas, Pisarro, Gauguin y Seurat. Como teórico de la pintura publicó en 1899 la obra De Eugène Delacroix al neoimpresionismo, que era una defensa de los procedimientos técnicos adoptados por los pintores postimpresionistas, sobre todo su énfasis en el color y la luminosidad.

Tras la muerte de Seurat se trasladó a Saint-Tropez, al sur de Francia con su familia, donde vivió hasta 1911 pintando los paisajes de la región. Signac fue conocido también por su afición a los viajes por mar y en varios de estos conoció gran parte de las costas y ciudades del Mediterráneo. Poco a poco su técnica fue evolucionando hasta ir dejando atrás las reglas del puntillismo y concentrándose cada vez más en los valores lumínicos de sus trabajos.

A partir de 1913 empezó largas estancias en Antibes, donde montó finalmente su estudio y siguió trabajando en sus lumínicas pinturas inspiradas en este lugar, pero manteniendo también un estudio en París, donde trabajaba durante algunas temporadas del año. Falleció en esta ciudad en 1935 y su cuerpo fue enterrado en el Cementerio de Père-Lachaise.


Imágenes para soñar

Rodrigo Fernández Ordóñez

Antes de irnos de vacaciones y con la intención de que aprovechemos bien esta temporada de fin de año, estrenamos hoy, siempre dentro del espacio de la Cápsula de Historia una nueva sección: recomendación de cine, en la que trataremos que las cintas giren siempre alrededor de temas históricos. No tenemos la magistral pluma de Guillermo Cabrera Infante, que sentó cátedra en este género desde las páginas de ‘Arcadia todas las noches’ o ‘Cine o sardina’, pero tenemos buen gusto, buenos amigos que nos han hecho llegar sus consejos y muchas ganas de compartir recomendaciones.

 

 

-I-

La película: 

Mediterráneo. Gabriele Salvatores

 

Mediterráneo, Gabriel SalvatoresDe las cosas que uno se entera cuando investiga un poco… Esta obra de arte del cine italiano, ganadora del Óscar a la mejor película extranjera en 1991, fue coproducida por el vilipendiado Silvio Berlusconi. (Algo bueno debía tener este tipo). La película tiene varias virtudes: la fotografía en primer lugar, en la que impera el hábil uso de la luz, y aprovecha muy bien las locaciones, que se venden solitas, como lo son las islas griegas (fue filmada en la isla griega de Kastelorizo). Además, los actores, y sobre todo, la original historia.

Es el año de 1941. Italia participa en la Segunda Guerra Mundial al lado de los nazis, y escoge como debut bélico dos escenarios buscados para repetir viejas glorias romanas: Albania y Grecia. Así, en la cinta, un pelotón de soldados italianos es enviado en misión de avanzada a una pequeña isla del mar Egeo. El giro original de la historia es que no trata de la clásica historia de ocupación, porque los soldados italianos son olvidados por el ejército en su remoto puesto de observación, así que para sobrevivir deben integrarse a la vida de los isleños. Unos con más facilidad que otros, en un ambiente de desconfianza y de noticias de violencia indescriptible mientras se asolean en magníficas playas o salen de pesca a transparentes bahías. Los griegos deciden adoptar a sus desamparados “invasores” y la radio de campaña, que es el vínculo de los soldados con el mundo en guerra se arruina, alejándolos así definitivamente de la contienda. Permanecen en la isla tres años, durante los cuales, van aflorando en la monotonía del uniforme militar, los caracteres individuales de los italianos. Uno, el oficial, es un historiador del arte que resulta restaurando los frescos de una iglesia, otros descubren el amor, otro, la música. La historia resulta entonces, de una liviandad como el aire, o la luz. También ilumina la cinta la música, y el ligero tratamiento de la guerra que le da su director, debo decir que con un hermoso toque de humor, típicamente italiano, que roza lo picaresco, como la huida del soldado Farina ante la inminente captura de los ingleses.

Mediterraneo2Para los que también son amantes de la literatura debo hacerles unas cuantas referencias cruzadas, para aprovechar al máximo este magnífico largometraje. Algunas escenas, como las de las playas y las salidas a nadar recuerdan irremediablemente las páginas de El Coloso de Marussi, de Henry Miller, y algunas escenas del interior, un libro hermoso y lastimosamente poco conocido, editado por Lonely Planet hace unos años titulado The olive grove, de Katharine Kizilos, en el que la neoyorkina autora viaja a varias islas griegas en busca de sus antepasados. La película en fin, no tiene desperdicio y es cierto que en lo que a las escenas del aprendiz de bailarín, el gruñón sargento Lorusso respecta, se hace un hermoso homenaje a la bien recordada película Zorba, el griego, protagonizada por Anthony Quinn.

Con menor fortuna pero con rescatables escenas y buena fotografía se rodó posteriormente una película titulada La mandolina del capitán Corelli, protagonizada por Nicholas Cage y una guapísima Penélope Cruz, que no logra la poesía de Mediterráneo y que no logra acabar bien las escenas del libro homónimo en el que se inspiró, guiado por la voz de Pelagia. Sin embargo, los paisajes de Cefalonia no dejan caer la película en el olvido.

-II-

Reflexiones finales

 

A Mediterráneo la fui a ver al cine, en 1992, año que ya ahora se me antoja remoto, pues era un mundo en el que la televisión por cable era apenas una novedad, y ¡oh, horror!, no existía el Internet. Parece la prehistoria. Recuerdo que la fuimos a ver a la desmejorada sala del Cine Lux, sobre la sexta avenida, en lo que hoy en día es el espléndido espacio del Centro Cultural de España. Fuimos con mi hermano Martín, cosa extraña, llevados por mi papá, que refunfuñó toda la película, disgustado por el papel de la prostituta Vassilissa (Vanna Barba) y por el cariz romántico de la cinta. Imagino que llevaba la idea de ver una película sobre la guerra en el Mediterráneo, y no esa empalagosa historia de paz en medio de la guerra. Salió decepcionado, cosa comprensible para el fan número uno de la trilogía de El Padrino.

Mediterraneo3Para terminar, la nostalgia que me suscitó el recomendar y volver a ver esta película para recomendarla, debo repasar mi relación con el cine, que empezó en los lejanos días de las secciones Pantalla de Oro y Domingo Estelar, de Canal 3, otra vez, cuando no existía el cable. Los días jueves daban Pantalla de Oro, recuerdo especialmente el permiso extraordinario que me dieron mis papas de “desvelarme” de 8 a 10 de la noche para ver Patton, protagonizada por George C. Scott, en el soberbio personaje del general norteamericano, al que recuerdo nítidamente arengando a sus tropas gritando “¡vamos a patearles los malditos traseros!”, o las dos ocasiones en que otra vez, logré el permiso especial de desvelarme dos semanas seguidas para ver El día más largo, sobre la invasión aliada a Normandía, basada en la obra homónima de Cornelius Ryan.

Las películas de Domingo Estelar eran más adecuadas para nosotros, según mis papás. Allí vi el estreno, con diez años de diferencia —creo— del estreno original, de Indiana Jones y los cazadores del Arca Perdida o un clásico hoy olvidado, Los Goonies. Como las películas eran de 6 a 8 de la noche, no merecían una moratoria al toque de queda impuesto en la casa. Lo cierto es que desde entonces, el espacio negro del cine o la comodidad de mi sillón y los brazos de Mercedes son el palco de lujo para soñar, para escapar a esas magníficas historias que gracias a Dios, nos siguen contando las grandes imaginaciones, llámese Pantaleón y las visitadoras, o la terrible hazaña espilberguiana en blanco y negro de la Lista de Schindler, pasando por la hermosa El tigre y la nieve de Roberto Begnini o la tristeza de la vida de la hermosa Juliette Binoche en la cinta Azul.

Para terminar, sólo me queda decir, ¡feliz película!


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