Epistolario 1512-1527. Nicolás Maquiavelo.

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

– I –

Allá, a finales de los años 80 y principios de los 90, en una televisión que apenas tenía 13 opciones de canales, llenas a la mitad para elegir, había una serie que se llamaba “The Making of…”, que desvelaba las maravillas de los efectos especiales de las mejores películas del momento. Así, mis contemporáneos y yo pudimos ver cómo la batalla de los Ewoks y los rebeldes en contra de las tropas imperiales en El retorno del Jedi, fue en realidad una maqueta magníficamente ejecutada en la que muñecos a escala representaban los combates, con choques espectaculares y explosiones incluidas; o cómo una maqueta fue en realidad la que rompe con la barrera del tiempo/espacio en vez de un Delorian real en Volver al futuro. ¡Claro! Notarán que era una época en la que los títulos de las películas se traducían, no siempre con resultados afortunados. Vimos en la pantalla chica cómo se hizo Indiana Jones y el Arca Perdida, o La Joya del Nilo también.

Traigo a colación estos recuerdos remotos sin cable y sin Netflix (¡horror de horrores, cuasi prehistóricos tiempos!), porque la recopilación epistolar que de Nicolás Maquiavelo realizó Stella Mastrangelo y publicó el Fondo de Cultura Económica en su serie negra de historia, es una especie de “The making of El Príncipe”. Es increíble pensar que hace mucho, mucho tiempo, hubo un mundo sin la obra capital del pensador florentino, tan manoseada como incomprendida, como mal citada.

No recuerdo cuándo hice mi primer intento de leer esta obra, pero sí recuerdo que fue en la versión que publicó la editorial Austral, en su serie amarilla de pensamiento político, esa en la que la constelación de Capricornio está representada por un carnero con cola de pez, que en su momento le sugirió al dueño de la editorial el mismísimo Jorge Luis Borges, y que hasta la fecha se sigue reinventando y editando obras de magnífica calidad. En la edición que menciono, El Príncipe venía comentado por el mismísimo Napoleón Bonaparte y por la reina Cristina de Suecia. Cito a la segunda con duda, pues no tengo el ejemplar en mis manos, perdido irremisiblemente en la niebla de las mudanzas domiciliares. Desde entonces he leído el pensamiento de Maquiavelo en otras ediciones y empezado a comprenderlo a raíz y gracias infinitas al curso de Historia del Pensamiento Político que recibí del admirado profesor Glenn Cox, quien de propina me dejó para la vida la otra obra capital del florentino, Discursos sobre la primera década de Tito Livio.

– II –

El esfuerzo de Mastrangelo no solo es de traducir, editar y elaborar las notas al texto del hermoso epistolario, sino también una útil introducción, breve y precisa en lo que la editora desea puntualizar de la obra de Maquiavelo, además de unas útiles aclaraciones (sobre la hora, el calendario y el dinero en la época del pensador), amén de una exhaustiva cronología, en paralelo con la historia italiana, para que uno no se pierda en las múltiples referencias contemporáneas que desgrana Maquiavelo a lo largo de sus cartas y unos útiles mapas para comprender la complejísima situación política en la que se encontraba sumergida la península italiana en la época. Es un esfuerzo intelectual sublime el realizado por la editora, de entregarnos un volumen sólido, hermosamente editado con la calidad acostumbrada del FCE, pero sobre todo, con el aparato crítico y académico necesario para gozarse cada una de las líneas que contiene.

El prologuista nos informa que Maquiavelo escribió su manual de ciencia política durante 1513, pero que este no se publicaría sino hasta 1527, después de la muerte de su autor. Mastrangelo complementa: “…quien entregó a los editores, después de la muerte del autor, los originales de El Príncipe, los Discursos sobre la primera década de Tito Livio y las Historias florentinas fue Giovanni di Taddeo Gaddi, florentino nacido en 1493 y muerto en 1542, que fue clérigo de cámara apostólica, rico, humanista, mecenas y poseedor de una espléndida biblioteca…”, Gaddi, sin embargo, comenta la editora, no aparece nunca citado en las obras de Maquiavelo, y apenas existe un documento que los relacione: cuando Antonio Blado, primer editor de la obra del florentino afirmara que Gaddi fuera gran amigo de Maquiavelo. De esa forma minuciosa, la editora va guiándonos por la lectura, con abundantes notas y extensas explicaciones y necesarias contextualizaciones, pero con tal carga de academicismo objetivo que nunca pretende pelear lugar con Maquiavelo. Todo lo contrario, enriquece la experiencia de la lectura, cosa que no siempre logran los glosadores de ciertas obras. La carga académica y el amor por el detalle minucioso me recordaron a las dolorosamente escasas publicaciones que dejara el admirado historiador Ramiro Ordóñez Jonama, quien en sus notas al pie o sus dos tomos de la Bibliografía Genealógica, derrocha un conocimiento histórico sin pretensiones, guiando al lector sin perderlo en el rumbo.

Para ubicar intelectualmente a Nicolás Maquiavelo, en su cronología encontramos: “…1469… En el medio siglo anterior se había terminado en la ciudad la cúpula de Santa María del Fiore, donde en 1468 el eminente físico y astrónomo Paolo del Pozzo Toscanelli había instalado su famoso gnomon –primer instrumento astronómico utilizado en Europa–  con el que realizó importantes observaciones del movimiento aparente del sol y la oblicuidad de la eclíptica, mucho más exactas que todas las anteriores…”, así como que en 1471 aparecen los primeros libros impresos en Florencia, tres obras de Leon Batista Alberti, y el orfebre Bernardo Cennini, “…estaba fundiendo los delicados tipos romanos con que compuso el magnífico in folio con el comentario de Servio a la obra de Virgilio…”.

– III –

La primer carta está fechada en 1512, cuando Maquiavelo es comisionado a Pisa, para defender a la ciudad. A partir de esta epístola, dirigida a “una dama noble”, vamos a acompañar al florentino no solo por sus viajes por el centro de Europa, sino que iremos conociendo a sus corresponsales, mujeres, amigos, embajadores, familiares y amantes. Llama la atención que en su puño siempre se usa el mismo tono cómplice con quien se cartea, apenas es más solemne cuando trata temas oficiales. La única excepción es cuando aborda la situación política italiana y realiza sus análisis; son las partes más densas de su correspondencia, pero podemos atestiguar cómo sus ideas políticas van surgiendo y consolidándose a partir de situaciones o hechos que desfilan ante sus ojos, lo que nos permite hacernos un retrato de un hombre atento a su tiempo y los sucesos, con una gran capacidad de síntesis y una abrumadora objetividad para trasladar in abstracto, a frases teóricas, los grandes sucesos del choque de la historia que atestigua. Pero no es una experiencia traumática, a diferencia de otros autores que no soportan la vista de la realidad, la soledad del hombre frente a la historia, sino que para él es un gozo: “Así vamos pasando el tiempo entre estas universales felicidades, gozando este resto de vida, que me parece soñarla…”.

Resalta el tono intimista que adopta cuando le escribe a su colega y amigo, Franceso Vettori, al que cariñosamente llama “compadre”, como los buenos amigos de la Guatemala rural de hoy, que se llaman así más como muestra de cariño fraternal que como un verdadero lazo religioso. Con Vettori, que era colega suyo de la Cancillería florentina, las plabras nos suenan más relajadas, más personales, hay más referencias a la vida cotidiana, a los problemas económicos, incluso a las decepciones de la vida profesional. “Excúseme el estar yo con el ánimo ajeno a todas estas pláticas, como lo prueba el haberme venido a la quinta y alejado de todo rostro humano, y el no saber las cosas que suceden alrededor, de modo que tengo que discurrir a oscuras, y he fundado todo en los avisos que vos me dais…”, porque Vettori no solo es su amigo, sino un cómplice intelectual que lo interroga y pide su opinión y lo pone a pensar. Su papel es sumamente activo en esta correspondencia, es el hombre que pese a los ires y venires de su compadre, no lo deja apartarse de la vida política de su ciudad, completamente consciente de que su amigo no vive si no es para Florencia y la política, con todos sus riegos, como cuando le relata a otro colega, Juan Vernacci: “…antes más bien un milagro que esté yo vivo, porque me han quitado el cargo y he estado por perder la vida, la cual Dios y mi inocencia me han salvado; todos los demás males, de prisión y otros, los he soportado…”, Maquiavelo es acusado de traición y puesto en prisión y torturado en consecuencia, en 1513.

Sin embargo, pese a la azarosa vida de nuestro pensador, vemos que el tono de las cartas no es el de un hombre amargado. Encuentra espacio para enamorarse y lanzar al viento una que otra epístola amorosa, y a tramos se refugia en la vida familiar, que crecerá con 4 o 5 hijos, a la que llamará cariñosamente “su brigada”, incluyendo a Juan Vernacci, a quien adopta como hijo, dedicándole hermosas cartas de un padre amoroso aconsejándolo (“Y cuando hayas terminado tus asuntos y regreses, mi casa estará siempre a tus órdenes, como lo ha estado en el pasado, aunque pobre y desdichada…”). Pero nada lo separa de la reflexión política, y podemos ir atestiguando cómo en las líneas de sus cartas van sonando ciertas frases con cierto retintín a eternidad, como cuando escribe: “… en los hombres y máxime en las repúblicas, y veréis que a los hombres primero les basta con poder defenderse a sí mismos y no ser dominados por otros, y de eso ascienden después a ofender y querer dominar a otros…”.

Puestos a elegir, y sin pretender en ningún momento ser un espoiler, la carta más hermosa a mi juicio de toda la recopilación es la número 23, dirigida, cómo no, a su compadre Francisco Vettori, a la sazón enviado como embajador a Roma. Es una larga carta escrita con un ritmo suave, como el de una canción, en la que le relata con minucioso detalle la rutina a que se ha entregado en el exilio de su finca cerca de Florencia, pero lo suficientemente lejos para que no se pueda inmiscuir en política, castigo que sufre en dosis de minuto el gran pensador florentino. 

“Abandonado el bosque, me voy a una fuente, y de ahí a un terreno donde tengo tendidas mis redes para pájaros. Llevo un libro conmigo, Dante o Petrarca o alguno de esos poetas menores, como Tibulo, Ovidio y otros: leo sus pasiones amorosas y sus amores, me acuerdo de los míos, y me deleito un buen rato en esos pensamientos. Me traslado después a la vera del camino a la hostería, hablo con los que pasan, les pido noticias de sus pueblos, oigo diversas cosas y noto diversas fantasías de los hombres. Llega en esto la hora de comer, en que con mi brigada me nutro con los manjares que esta pobre quinta y este parco patrimonio comportan. Después de comer regreso a la hostería; ahí esté el hostero, y habitualmente un carnicero, un molinero y dos panaderos. Con estos me encanallo todo el día jugando cricca, trictrac y poi, de lo cual nacen mil conflictos e infinitos incidentes de palabras injuriosas, que las más de las veces se apuestan un cobre y sin embargo los gritos se oyen desde San Casiano…”.

Y cuando llega la noche, se encierra en la soledad de su estudio, para dialogar con los grandes:

“… donde no me averguenzo de hablar con ellos y preguntarles por la razón de sus acciones, y ellos por su humanidad me responden y no siento por cuatro horas de tiempo molestia alguna, olvido todo afán, no temo a la pobreza, no me asusta la muerte: todo me transfiere a ellos. Y como dice Dante que no hay ciencia sin el retener lo que se ha entendido, he anotado todo aquello de que por la conversación con ellos he hecho capital, y he compuesto un opúsculo De principatibus…”.

Las cartas 27, 28 y 29 son dos documentos hermosos en los que el pensador italiano se nos presenta en toda su humanidad, perdida por tanto bronce y tanta tinta con la que se le ha ido recubriendo en 500 años de estudio de sus escritos. Son dos cartas en las que se enfrasca con su amigo Vettori, su compadre, en reflexiones a propósito del amor, resultando un retrato del amor en el Renacimiento que bien vale leer y releer. Llenas ambas cartas (invitación, réplica y dúplica) de hermosas frases y de un intento mutuo de estimular la razón sobre un tema tan azaroso como escurridizo puede serlo el amor: “…Quitad pues la albarda, quitadle el freno, cerrad los ojos y decid: Haz tú amor, guíame tú, condúceme tú: si salgo bien, tuyas sean las alabanzas; si mal, tuyo sea el vituperio: yo soy tu siervo: no puedes ganar nada más con maltratarme, antes pierdes, maltratando lo tuyo…”.

La virtud principal del esfuerzo de Mastrangelo es que nos presenta al complejo Maquiavelo en toda su humanidad. Al serio y sesudo pensador político, a ese padre y hermano amoroso, al buen amigo, al enamorado y sobre todo a ese profundo conocedor de la naturaleza humana. Entre carta y carta su figura va tomando volumen, carne y sangre, hasta casi conformar una presencia, en el buen sentido intelectual claro, no es cosa de jugar ouija, por supuesto. Es un hombre dado a hablar (escribir) abiertamente, que no rehúye dar consejos a quien se los pide, como cuando citando a un paisano, incita a su amigo Vettori: “…porque yo creo, creí y creeré siempre que es verdad lo que dice Bocaccio: que es mejor hacer y arrepentirse, que no hacer y arrepentirse”, que es la versión renacentista de la moderna conseja que dice que es mejor pedir perdón que pedir permiso.

En la carta 37, ya para ir cerrando esta entusiasta recomendación, Maquiavelo se nos descubre como un escritor puro, que no teme afrontar el tema que sea y trasladarlo a los signos de la palabra. Es un momento profundamente humano de este hombre que ha vivido dolores, frustraciones y esperanzas, es el momento en que descubre el amor:

“…estándome en la quinta, he conocido a una criatura tan gentil, tan delicada, tan noble, por naturaleza y por accidentes, que no podría yo tanto alabarla, ni tanto amarla, que no mereciese más. Habría que decir, como vos a mí, los principios de este Amor, con qué redes me atrapó, donde las tendió, de qué calidad fueron; y veríais que fueron redes de oro, tendidas entre flores, tejidas por Venus y tan suaves y gentiles que aun cuando un corazón villano hubiera podido romperlas, yo no quise, y me gocé en ellas un rato, tanto que los hilos tiernos se han vuelto duros, y enclavijado con nudos irresolubles. Y no creáis que utilizó el Amor para cazarme de modos ordinarios, porque conociendo que no le habrían bastado, usó vías extraordinarias, de las cuales yo no supe ni quise guardarme…”.

 

¡Ah, el amor! Ese sentimiento que hace del más serio pensador un hombre cursi y meloso… lejos del hombre sumergido en la política italiana del momento que nos retrató Marcel Brion o de ese intrigante de inteligencia tan vasta como su cultura que nos delinearon sus otros biógrafos Maurizio Viroli (La sonrisa de Maquiavelo) o Sebastián de Grazia (Maquiavelo en el infierno), que me han acompañado expectantes durante esta reseña en mi mesa de trabajo, Maquiavelo, por propia mano se dibuja tal cual, desnudo ante el embate de las pasiones humanas. Quién diría que el mismo que escribió: “…el que ayuda a otro a hacerse poderoso causa su propia ruina…”, tan aferrado a la realidad y al raciocinio, sea el mismo hombre que en la bruma de los sentimientos más nobles y hermosos escribiera también: “…Y son las que me ha puesto cadenas tan fuertes, que en todo desespero de la libertad y ni siquiera puedo pensar en cómo habré de desencadenarme: que aún cuando la suerte o cualquier artificio humano me abriesen un camino para salir de ellas, por ventura no querría entrar por él, tanto que parecen ya dulces, ya ligeras, ya graves esas cadenas, y todo se mezcla de modo que juzgo no poder vivir contento sin esta calidad de vida…”.

Afortunadamente contamos con la carta 126, de Jacobo de Felipe a Nicolás Maquiavelo, del 5 de agosto de 1526, en que nos deja un regalo de información:

“…Por lo cual apenas recibí la vuestra fui a ver a dicha Barbera, y ya os había escrito, y creo la habéis recibido; y no pude contenerme de decirle una sarta de villanías, de modo que me respondió que se maravillaba de mí, y que no había hombre a quien estimase más y de quien estuviese más a las órdenes, pero que bien os hacía alguna travesura para ver si vos la amabais. Y desearía que estuvieseis cuanto antes en Florencia, porque cuando vos estáis ahí le parece dormir con vuestros ojos…”.

Maquiavelo era correspondido en el amor, y Barbera no se quedaba atrás a la hora de construir hermosas frases también.

Este Espistolario es una delicia de pasta a pasta, nos hace un viaje al pasado del que cuesta desprendernos y del que nos separamos nostálgicos, pero definitivamente con otra visión del denostado Nicolás Maquiavelo, quien a partir de leer sus cartas nos parece que estamos listos para regresar a sus reflexiones políticas, para compenderlo mucho, mucho mejor.


El amor en los tiempos del Renacimiento

Nicolás Maquiavelo. Epistolario 1512-1527

A María Mercedes, por estos 13 años de risas cómplices

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Maquiavelo

Retrato de Nicolás Maquiavelo, por Santi di Tito.

A Nicolás Maquiavelo le pasó lo que al pintor Van Gogh: su celebridad vino cuando él ya no estaba vivo para gozarla. Cuando en la vida uno se topa con El Príncipe, lejos se está de adivinar que su autor no tuvo la fortuna de ver su magnífico manual debidamente editado. Se le conoció casi clandestinamente, gracias a que uno de sus amigos incondicionales, Biagio Buonaccosi, se dio a la tarea de copiarla y distribuirla entre sus conocidos, poniendo a circular estos ejemplares de mano en mano. Tan solo El Arte de la Guerra pudo verla impresa, cuando en 1521 el editor florentino Filippo di Giunta, la publicó. Así, el grueso de sus obras, salvo la Mandrágora, (que incluso llegó a ver puesta en escena), se fueron publicando paulatinamente de forma póstuma. Ahora, gracias al Fondo de Cultura Económica tenemos acceso a sus documentos privados, las cartas que se intercambió con sus hijos, su sobrino y sus mejores amigos, haciendo surgir un nuevo Maquiavelo lejano de la pose de mármol. Es un hombre con preocupaciones domésticas, con perennes estrecheces económicas, quejas matrimoniales, enredos amorosos e intrigas políticas, que no rehúye a la reflexión profunda pese a que se ocupa de problemas cotidianos. El epistolario que reseñamos hoy es una hermosa ventana a un hombre y una época fascinantes de la historia: el Renacimiento y uno de sus mejores representantes, que podría hacer suya la frase de Terencio, “Hombre soy; nada de lo humano me es ajeno”.

 El libro abarca la parte más interesante de la vida de Maquiavelo, los años de su exilio y soledad, en donde alejado por la fuerza de las intrigas de toda actividad pública, se retira a una pequeña propiedad familiar cercana a la ciudad de Florencia, en Sant’Andrea in Percussina, al que llamaba “il Albergaccio”. Allí, desde un bosque y campos de cultivo, el genio renacentista se sienta a escribir documentos que logran conmover al lector más reacio a condescender con Maquiavelo. Por su pluma se deslizan todo tipo de temas, desde el mismo proceso creativo, al que le dedica hermosas líneas, hasta cosas tan vanas y comunes como la falta de dinero o el sexo en el que busca el consuelo de su fracaso en la vida pública. Maquiavelo es un hombre casado, con una mujer de infinita paciencia, Marietta, con quien tendrá varios hijos, pero en el contexto histórico del Renacimiento, no nos debería sorprender que busque el amor fuera de la pareja, muchas veces impuesta. El amor dentro del matrimonio es un invento más bien moderno, que surge más o menos dentro del proceso de la revolución industrial en el que la mujer, independiente económicamente y fuera de los estrechos lazos comunitarios de la aldea o pueblo de origen y extrañada a los inmensos barrios de trabajadores que sitian las ciudades, puede tomar la decisión de casarse o no, y de con quién se casa o a quién rechaza para los efectos.

Los ánimos de Maquiavelo varían según el momento. Así, en una carta fechada el 18 de marzo de 1513 a su entrañable amigo Francisco Vettori, expresa, en un tono liviano, despreocupado: “…Toda la compañía se os encomienda, empezando por Tomás del Bene y yendo hasta nuestro Donato, y todos los días vamos a la casa de alguna muchacha para recuperar las fuerzas, y aun ayer estuvimos viendo pasar la procesión en casa de Sandra de Pero. Así vamos pasando el tiempo entre estas universales felicidades, gozando este resto de vida, que me parece soñarla…”, hermosa la última frase que nos regala un vistazo de ese Maquiavelo al que apodaban “il Macchia”, centro de las fiestas y de la bohemia del grupo de amigos florentinos. Del tono festivo pasa al nostálgico, en una carta fechada el 29 de abril de 1513: “…Excúseme el estar yo con el ánimo ajeno a todas estas pláticas, como lo prueba el haberme venido a la quinta y alejado de todo rostro humano, y el no saber las cosas que suceden alrededor, de modo que tengo que discurrir a oscuras, y he fundado todo en los avisos que vos me dais…”, le habla a su amigo Vettori un Maquiavelo ya desengañado, condenado a no alejarse de su ciudad y prohibido poner un pie siquiera en el Palacio Vecchio por un año. En respuesta, el hombre rompe con la ciudad, que le habrá fastidiado, y se recluye en su quinta, en las afueras de la ciudad. El tono, conforme pasan los días, se torna sombrío. El 26 de junio de 1513 escribe: “…antes más bien es un milagro que esté yo vivo, porque me han quitado el cargo y he estado por perder la vida, la cual Dios y mi inocencia me han salvado; todos los demás males, de prisión y otros, los he soportado…”, Maquiavelo, recién liberado de la prisión del Bargello hace recuento de daños a su sobrino Giovanni Vernacci, en Estambul, luego de semanas de prisión y de tortura. Poca consideración podrá tener nuestro amigo del hombre, luego de lo visto y lo vivido.

No es mi intención agotar todo el contenido de las más de 500 páginas de constructiva lectura, pero sí señalar algunas líneas que me parecen particularmente hermosas, como esa carta que le envía a sus amigo Francisco Vernacci, fechada el 10 de diciembre de 1513, en el que narra su rutina en la finca, regalándonos todo un retrato de la intimidad cotidiana de tan magnífico pensador, permitiendo a los simples mortales, acercarnos a esa existencia triste y dura del hombre al que el destino le ha negado la gloria ante sus propios ojos. Dice Maquiavelo (solo copiaré unas líneas, aunque la carta es todo un fresco de la vida rural renacentista): “…Abandonado el bosque, me voy a una fuente, y de ahí a un terreno donde tengo tendidas mis redes para pájaros. Llevo un libro conmigo, Dante o Petrarca o alguno de esos poetas menores, como Tibulo, Ovidio y otros: leo sus pasiones amorosas y sus amores, me acuerdo de los míos, y me deleito un buen rato en esos pensamientos. Me traslado después a la vera del camino de la hostería, hablo con los que pasan, les pido noticias de sus pueblos, oigo diversas cosas y noto diversas fantasías de los hombres…”. Pero hagamos un alto para releer una frase que nos atrapa la atención, que nos planta de frente a un hombre y sus nostalgias: “…leo sus pasiones amorosas y sus amores, me acuerdo de los míos, y me deleito un buen rato en esos pensamientos…”, hermosa y sabia actitud ésta: ante la adversidad, consolarse con el pasado hermoso e irrecuperable.

Pero a continuación de la nostalgia pone manos a la obra, como desperezándose, y en la misma carta narra que una vez agotada la jornada diurna, y acabadas las tareas que la granja y el aburrimiento le exige, “…regreso a casa y entro en mi escritorio, y en el umbral me quito la ropa cotidiana, llena de fango y de mugre, me visto paños reales y curiales, y apropiadamente revestido entro en las antiguas cortes de los antiguos hombres donde, recibido por ellos amorosamente, me nutro de ese alimento que solo es el mío, y que yo nací para él: donde no me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles por la razón de sus acciones, y ellos por su humanidad me responden; y no siento por cuatro horas de tiempo molestia alguna, olvido todo afán, no temo la pobreza, no me asusta la muerte: todo me transfiero a ellos. Y como dice Dante que no hay ciencia sin el retener lo que se ha entendido, he anotado todo aquello de que por la conversación con ellos he hecho capital, y he compuesto un opúsculo De Principatibus, donde profundizo todo lo que puedo en las meditaciones sobre este tema, disputando qué es principado, de cuáles especies son, cómo se adquieren, cómo se mantienen, por qué se pierden…”. Estamos ante el propio proceso creativo del genio político, quien fabula de forma maravillosa sobre las reflexiones que sus lecturas le inspiran, encarnando a sus autores favoritos, sentándolos frente a la chimenea, imaginando una tertulia política como la que va a sostener años después en los jardines de la familia Ruccelai, logrando un texto que uno de sus biógrafos no duda en calificar como la más hermosa carta escrita en italiano.

En otras ocasiones, Maquiavelo se aferra al momento. Deja a un lado el pasado y vive la vida, e invita a sus amigos a agotarla. Me parece especialmente interesante un fragmento en el que describe al amor, regalándonos otra vez una instantánea de cómo se entendía este sentimiento en la Italia de hace cinco siglos. Dice Nicolás: “…recordando lo que me han hecho las flechas de Amor, me veo obligado a deciros cómo me he gobernado con él. En verdad, yo lo he dejado hacer y lo he seguido por valles, bosques, barrancos y llanos, y he encontrado que me ha mostrado más predilección que si lo hubiera maltratado. Quitad pues la albarda, quitadle el freno, cerrad los ojos y decid: Haz tú, Amor, guíame tú, condúceme tú; si salgo bien, tuyas sean las alabanzas; si mal, tuyo sea el vituperio; yo soy tu siervo: no puedes ganar nada más con maltratarme, antes pierdes, maltratando lo tuyo. Y con tales y similares palabras, que traspasarían un muro, podréis volverlo piadoso. Así que, patrón mío, vivid contento: no temáis, volved la cara a la fortuna y seguid las cosas que las vueltas del cielo, las condiciones de la tierra y de los hombres os ponen por delante, y no dudéis de que romperéis todos los lazos y superaréis todas las dificultades. Y si quisieseis darle una serenata, yo me ofrezco a ir allí con algún hallazgo eficaz para hacerla enamorar…”, consejos que escritos el 4 de febrero de 1514 a su amigo Vettori nos parecen modernos, salidos de la mente de un vitalista. Esta impresión se nos confirma más adelante, cuando un 25 de febrero de 1514, remata una carta para su amigo Vettori con el siguiente consejo: “Os ruego que sigáis a vuestra estrella, y no dejéis perder la mínima cosa por nada del mundo, porque yo creo, creí y creeré siempre que es verdad lo que dice Bocaccio: que es mejor hacer y arrepentirse, que no hacer y arrepentirse…”.

Para Maquiavelo, como verdadero hombre renacentista, pocos temas se escapan a sus reflexiones. Así, el amor tiene su lugar en sus cartas, como un hermoso relato de sus amores clandestinos en su forzoso retiro rural: “…estándome en la quinta, he conocido a una criatura tan gentil, tan delicada, tan noble, por naturaleza y por accidentes, que no podría yo tanto alabarla, ni tanto amarla, que no mereciese más. Habría que decir, como vos a mí, los principios de este Amor, con qué redes me atrapó, donde las tendió, de qué calidad fueron; y veríais que fueron redes de oro, tendidas entre flores, tejidas por Venus y tan suaves y gentiles que aun cuando un corazón villano hubiera podido romperlas, yo no quise, y me gocé en ellas un rato, tanto que los hilos tiernos se han vuelto duros, y enclavijado con nudos irresolubles. Y no creáis que utilizó Amor para cazarme modos ordinarios, porque, conociendo que no le habrían bastado, usó vías extraordinarias, de las cuales yo no supe ni quise guardarme…”. La colección es sin duda uno de los mejores exponentes del género epistolar, a mi gusto desafiados apenas por unas cuantas colecciones que bien valen su peso en oro. La de Maquiavelo comparable apenas quizá con la colección epistolar entre John y Abigail Adams, o las de Simón Bolivar a Manuela Sáenz, editadas por Villegas Vergara, o incluso ese hermoso volumen de la editorial Siruela de las cartas entre Henry Miller y Anaïs Nin.

En fin, para no agotar con citas y dejar espacio para el asombro, cierro con un último fragmento, en esta ocasión de Vettori para Maquiavelo, reflexionando sobre sus vidas, adoptando el tono melancólico de los amigos con los que se ha compartido tanto que las experiencias mutuas se vuelven consuelo en la vejez: “…pero nosotros de vez en cuando acusamos a la naturaleza como si fuera una madrastra, mientras que más bien deberíamos acusar a nuestros padres o a nosotros mismos: tú, si te hubieras conocido bien, jamás te hubieras casado; mi padre, si hubiera ligado a una mujer, como hombre a quien la naturaleza había engendrado para los juegos y las chanzas, sin tener que preocuparse por el dinero ni prestar la menor atención a los problemas familiares. Pero mi esposa, hijo mío, terminará por obligarme a cambiar mi modo de ser, cosa que a nadie puede ocurrirle sin daño…”, contenido en un borrador, no sabemos si finalmente enviado y recibido por Nicolás, sin fecha, pero adivinándose ya ambos viejos y dados a ver al pasado con resignación, e incluido en la colección que de los documentos privados de Maquiavelo hiciera su amoroso nieto Giulianno de Ricci, hijo de Bartolomea.


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