Hombres de papel de Oswaldo Salazar

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

-I-

Entré en el mundo asturiano desde la puerta de Leyendas de Guatemala, esos maravillosos sueños-historias como las calificara el citado hasta el cansancio Paul Válery. Todavía recuerdo el asombro al leer el texto Guatemala, que abre el volumen, la contundencia de las imágenes que evoca, el camino polvoriento por el que nos introduce en esa ciudad atrasada y melancólica como lo era la capital del país a principios del siglo XX. “Las primeras voces me vienen a despertar; estoy llegando. ¡Guatemala de la Asunción, tercera ciudad de los Conquistadores! Ya son verdad las casitas blancas sorprendidas desde la montaña como juguetes de nacimiento. Me llena de orgullo el gesto humano de sus muros (…) me entristecen los balcones cerrados y me aniñan los zaguanes abuelos. Ya son verdad las carretas de los rapaces que se persiguen por las calles…”. La maravilla del texto que apenas cito, es la suave cadencia de sus palabras que inicia con la primera frase: “La carreta llega al pueblo rodando…” y que termina en “… ¡Mi pueblo! ¡Mi pueblo!”, es realidad ese viaje en carreta por esos caminos antañones que terminaban en las desportilladas puertas de la ciudad, ya fuera por el barranco del Guarda, del Incienso, o bien por el descampado del Guarda Viejo… es quizá la reconstrucción en la memoria asturiana de ese regreso a la ciudad cuando la familia abandonó el exilio interno de Salamá o los viajes que narraban por las noches en su casa del barrio La Parroquia los arrieros que se hospedaban en el tercer patio, y en el que se escabullía para escuchar sus historias.

Ese ritmo suave de la ensoñación del recuerdo, o del cansancio del viajero que ve acercarse bajo el sol y dentro del polvo la ciudad, fue para mis ojos de niño lector, una absoluta revelación. Las leyendas, unas más, otras menos me impresionaron… como la leyenda del volcán que me pareció el relato de un sueño, o la de la Tatuana, extrañas imágenes de una duermevela.

Llegué luego al mundo asturiano desde las páginas de El señor presidente, recuerdo que en una poco amigable edición de la editorial EDUCA –que para la sorpresa de cualquiera hoy en día, adquirí en un supermercado–. A pesar de estar impresa en letra pequeña, en papel periódico, el libro me causó la sensación de haber leído una historia color sepia, confusa, como si el telón de fondo fuera un inmenso mundo sumergido en agua sucia. El primer capítulo, el de los pordioseros, el Pelele que en un arranque de histeria asesina al hombre de la mulita, un temido militar de la dictadura, es de esos textos que no he podido olvidar desde aquella tarde de sábado a los 13 años que la leí por primera vez. He releído la obra otro buen par de veces, y la impresión sigue nítida. La suciedad, la atmósfera agobiante de la miseria, la ciudad provinciana cerrada a todos, de espaldas al mundo.

La tercera gran impresión que tuve del mundo asturiano fue su poesía, sobre todo ese hermoso canto a Tecún Umán, con una línea que vale por todo el poema, que de por sí vale mucho: “¿A quién llamar sin agua en las pupilas?”, que en mi memoria al día de hoy aún resuena en la voz de mi papá, que en su primera época solía compartir textos, frases, párrafos, páginas que le gustaban con quien quisiera escucharlos. Lo recuerdo leyendo el poema en una edición en cartilla de Educación Cívica, recitando el poema con amplios gestos, como se enseñaba antes a declamar. Mi papá fue un gran admirador de Miguel Ángel Asturias y siempre lo tuvo dentro de sus favoritos, incluso la impenetrable y para mí (perdonen la confesión) aburridísima Hombres de maíz, llena de afectaciones y retruécanos para forzar una historia, siguiendo el consejo de Isle D’Adam, de si no ser interesantes, por lo menos ser oscuros.

La reivindicación de mis lecturas asturianas vino con Viernes de Dolores, magnífica novela en la que ya había alcanzado su madurez narrativa. Gracias a su portentosa memoria, los hechos que lo forzaron a salir al exilio a Londres primero y luego a París en los primeros años de la década de los veinte, se transformaron en un libro que pendula de la desesperación a la risa burlona. El drama del estudiante asesinado en un tumulto dentro del tranvía amarillo contrasta con el gozo despreocupado de los estudiantes que escriben en desorden los versos de La Chalana. Están presentes las cantinas y el ominoso murallón del Cementerio General, la ciudad se antoja menos desesperanzada que la ciudad de paredes ciegas que protagoniza la historia de El señor presidente, pero sigue siendo una ciudad de alegrías de muros para adentro. Afuera el sol, la pobreza, el polvo y el nuevo dictador, Rapadura, que con cólera, batonazos y disparos, pretende acabar con las burlas y las sonoras carcajadas prorrumpid, ja, ¡ja!

 

-II-

Todo lo anterior para decir que con gran placer inicié la lectura de la poderosa novela de Oswaldo Salazar, en la que nos va desgranando por capítulos intercalados dos historias. Una, la historia de Miguel Ángel Asturias, el estudiante que aspira a ser escritor sin siquiera haber encontrado una voz propia que aplana calles en el París de los locos años 20, acompañado de la pandilla de los que serían pronto los precursores del llamado Boom Latinoamericano: Arturo Uslar Pietri y Alejo Carpentier, entre ellos. La segunda, la historia del hijo mayor del escritor, traumatizado por el divorcio de sus padres y empeñado en culpar al padre del fracaso matrimonial, hombre distante al que ama y desprecia al mismo tiempo. Cuenta además esa búsqueda de la atención del padre. Ese desesperado intento de abrazar la violencia revolucionaria para ganarse la tan deseada aprobación.

Hábilmente narrada, en capítulos cargados de muchos datos y mucha emoción, la novela nos lleva de tal forma absortos que sus 354 páginas se agotaron ante mis ojos en apenas 3 días. Es de esos libros, valga el cliché, en el que uno siempre se perdona seguir leyendo un par de páginas más a pesar de que la madrugada ya despunta por la ventana. Con apenas uno o dos errores de bulto que devienen intrascendentes, está construida sobre una investigación acuciosa. La vida en ese París despreocupado, las pláticas de los artistas entregados a la bohemia en los cafés de moda, denotan que Salazar se ha dejado horas en bibliotecas, archivos y hemerotecas.

Del mismo modo, sus atrevidos capítulos en los que la realidad trastoca en sueño no suenan impostadas, como tampoco las frases del mismo Miguel Ángel Asturias que su novelista va insertando aquí y allá, aportando al texto una sonoridad propia de la obra asturiana, pero que también denotan a un gran lector de la obra de nuestro famoso escritor.

Me parece lo más interesante de su obra el empeño en retratarnos al escritor en busca de una voz, que espera y desespera en trabajitos de juzgados y salas de redacción, siempre soñando, imaginando que está destinado a dejar una gran obra, a no morir, para seguir viviendo en la mente de sus lectores. Esa obsesión, tratada de acallar bajo el alcohol nos llevan a ese Miguel Ángel del que todo guatemalteco ha escuchado anécdotas, la mayoría malintencionadas, en el que entre borracheras siderales pasa los días, rebotando de cantina en cantina, bebiendo hasta la ingominia, como dijo alguien de otro de sus pares, Juan Rulfo; “…en Guatemala sólo se puede vivir borracho, no metiéndose en nada y haciéndose el baboso…”, pues ¿qué es El señor presidente sino un larguísimo delirium tremens, en el que el lector se retuerce en el fondo de un basurero, completamente incapaz de ayudar a Camila en su triste destino?

En paralelo se desdobla la historia de ese guerrillero apropiado de un personaje salido de la mente de su padre –que según Salazar fue idea de Haydeé Santamaría, en La Habana–, siempre peleando por un lugar en el cual protagonizar la historia, negada por la sombra de su padre. Gaspar Ilom, perdido en las discusiones bizantinas de la teoría revolucionaria que lo llevó a romper con las FAR históricas e irse a fundar su propio y minúsculo ejército revolucionario: la ORPA; fundida luego en la sombra de la URNG por obra y gracia de Fidel Castro. Rodrigo Asturias terminaría su vida de esfuerzos y ensueños de poder en la piscina de su casa, según cuentan algunos, devuelto a la sombra luego del oprobioso incidente del secuestro y muerte y de doña Olga Novella, escándalo del que inexplicablemente pudo evitar la prisión, pero desliz criminal que le hizo imposible participar como candidato en las elecciones presidenciales de 1999.

Del otro lado del Atlántico, acompañamos al Gran Moyas en sus vagabundeos por París; Ciudad de Guatemala, escondiendo el libro detrás de un ladrillo y por ciudad de México, con su manuscrito tocado y retocado por espacio de quince años, hasta que encuentra quien se lo publique. “Imagínate, quince años de chinearla de aquí para allá, revisando, repitiendo, queriendo publicarla y también quemarla.” Porque Hombres de papel es una especie de novela sobre la novela, el proceso de construcción de ese grito larguísimo en el que vierte todas sus entrañas el hombre que fue niño, adolescente y joven durante una dictadura que parecía no terminar nunca, no terminar nunca sus maldades, no tener límite su mano oscura, como lo podría atestiguar el general Manuel Lisandro Barillas, apuñalado por dos sicarios en la ciudad de México, bajo la sombra de la espalda de la catedral, o el general ecuatoriano Plutarco Bowen, secuestrado en Tapachula por otro esbirro cabrerista y fusilado a toda velocidad en el parque central de San Marcos.

De esa opresión salta a la completa libertad de París. Que para mayor inri bullía en esa época de todas las vanguardias, imperaba el exceso propio de esa generación que sobrevivió a los horrores del lodazal pestífero de Verdún, Noyón, Yprés, Gallípoli… la ciudad en donde Josephine Baker se paseaba desnuda en compañía de su pantera negra, y en donde el jazz retumbaba en los bajos de los cafés de las calles secundarias. “Tú no tienes la experiencia, y por eso no te puedes imaginar la diferencia que hay entre una noche bulliciosa de Montparnasse hablando de libros hasta el amanecer, y escuchar desde la cama el silbato de un policía que cruza la noche y la calle vacías. Sí, ya nunca fui el mismo”, por fortuna agregaría yo, porque sería esta experiencia europea y el contacto con las vanguardias artísticas y las leyendas americanas descubiertas, vea usted, de manos de estudiosos franceses.

Luego, gracias a las imprudencias de los especuladores de caras anónimas y la caída de la bolsa de valores, Asturias debió regresar a Guatemala en 1932, luego de una década afuera, una larga década de inestabilidad política, cuartelazos y borracheras castrenses que terminaron de pronto, con la sobriedad autoritaria del nuevo caudillo, Jorge Ubico. Allí, en esta ciudad del hastío, volvió a atestiguar:

“… cómo en las cercanías de la metrópoli empobrecen los pequeños campesinos, cómo pierden su sostén y en los barrios sórdidos de miseria se extinguen sus vidas como las brasas de carbón. Y así, finalmente, deben migrar desde la meseta del altiplano hasta las plantaciones de la costa tropical, donde pronto enferman, mueren o vegetan, tísicos, sifilíticos o alcohólicos. Acertaste, he vuelto a mis fuentes francesas: leo mucho Hugo y más Zola. Y te puedo asegurar una cosa: con esto voy a dejar en la literatura guatemalteca…”.

 

Queda claro porqué Asturias escribió lo que escribió, su trilogía bananera y sus sueños-historias que desgranan una Guatemala dura, hermosa, que nos duele, como diría en sus versos Manuel José Arce. En fin, si no me detengo les termino transcribiendo esta magnífica historia, que vale la pena leerse de un tirón, imaginándose este dolorso parto literario que desembocaría en esa noche de gloria de 1967, en la fría capital sueca, en un capítulo alucinante, de los mejores y más convincentes del libro. Ceremonia que estuvo a punto de no suceder, porque el presidente del comité que decide el ganador anual del Premio Nobel de Literatura, Anders Osterling, no estaba de acuerdo con elegir a Miguel Ángel Asturias, pues sus preferencias se inclinaban hacia Graham Greene, que nunca lo ganó. Osterling opinaba que Asturias era “…demasiado limitado para elegir sus personajes literarios…”, veto que fue superado por los votos favorables al guatemalteco de los académicos Eyvind Johnson, Henry Olsson y Erik Lindergren, justificando su elección: “… por sus vívidos logros literarios, fuertemente arraigados en los rasgos y tradiciones de los pueblos indígenas de América Latina…”; y que llegaron incluso a proponer que el premio se les diera compartido a Miguel Ángel Asturias y a Jorge Luis Borges, acto que sí hubiera resultado revolucionario, y que no hubiera permitido la vergüenza de castigar al gran Borges por la imprudencia de sentarse a almorzar con el general Rafael Videla gesto que, para mayor deshonra, fue malinterpretado por la Academia Sueca.[1]

En fin, no se diga más, gócese usted también esta maravilla de Hombres de papel.

 

 

 

[1] Brenda Martínez. Asturias casi no gana el Nobel. Prensa Libre, 21 de enero de 2018. Páginas 16-18.

 

 


Lecturas de verano: «Los arrieros del agua»

Los arrieros del agua. Carlos Navarrete

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

‘Hombre precavido, vale por dos’, dice el refrán, por eso con bastante tiempo de anticipación les recomendaremos en las próximas semanas lecturas imperdibles que se pueden llevar a su lugar de descanso para la próxima Semana Santa, o bien, para leer tumbado en el sillón cómodo de su predilección, si es de los que opta por quedarse en casa y evitar las aglomeraciones.

-I-

Portada de una de las ediciones mexicanas de la novela de Navarrete. La editorial Cultura, del Ministerio de Cultura y Deportes y la editorial Magna Terra lanzaron en conjunto una edición para el mercado guatemalteco.

Portada de una de las ediciones mexicanas de la novela de Navarrete. La editorial Cultura, del Ministerio de Cultura y Deportes y la editorial Magna Terra lanzaron en conjunto una edición para el mercado guatemalteco.

Leí por primera vez la novela Los arrieros del agua, del arqueólogo y antropólogo guatemalteco Carlos Navarrete allá por el año 1997, cuando la editorial Praxis lanzó la segunda edición y pude adquirir mi ejemplar a un precio altísimo (Q85) en aquel entonces, en la añorada Librería DelPensativo, en el Centro Comercial La Cúpula. Ese mes de septiembre la leí de un tirón dos veces y me dejó alucinado. La maravilla que me causó la historia y el ritmo del narrador solo la puedo comparar con el terremoto mental que me causó la lectura de Pedro Páramo, de Juan Rulfo. El gusto de leerlo y releerlo solo tuvo su igual muchos años antes, cuando descubrí los Cuentos de Joyabaj, de Francisco Méndez, al que terminé por deshojar de tanto releerlo. El libro se le escurre a uno entre los dedos, y es preciso leerlo despacio, para gozarse esa voz remota, que parece provenir de un mundo sepia, de los arrieros que recorrían Chiapas y el altiplano guatemalteco en los años previos a las carreteras. Es un libro que terminado, deja la impresión de haber sido un sueño. Con mano hábil, Navarrete va deslizando entre protagonistas y paisajes tradiciones orales, canciones, ritos remotísimos, leyendas y demás datos para crearnos un entramado que no se puede abarcar en una sola lectura. He olvidado ya cuantas veces he regresado a sus páginas, pero lo maltrecho de mi ejemplar testifica que han sido muchas, lo mismo que los distintos medios que he usado para señalar sus pasajes: lápiz, marcador amarillo, lapicero y esquinas dobladas.

Hace unos pocos días tuve una sorpresa inesperada. Asistí a la actividad de una asociación cultural a la que pertenezco y al ser recibido por don Jorge Carro, me presentó a una pareja que conversaba muy sonriente con otro amigo, el profesor Sergio Reyes. Mi alegría no pudo ser mayor al escuchar la voz de don Carlos presentarse él y a su esposa, una arqueóloga mexicana. Justo estaba contando, antes de mi interrupción, sus aventuras por la región chiapaneca en busca de otros “Cristos Negros”, no relacionados con el venerado en la Basílica de Esquipulas, pero también Cristos de piel oscura. Su voz suave y rostro sonriente relataba una ceremonia que se celebra a orillas de un río en el altiplano chiapaneco, con los asistentes con la corriente hasta las rodillas. Su relato me pareció sacado de las páginas de su novela y se lo comenté. Don Carlos solo pudo sonreír un poco turbado, sobre todo cuando le agradecí haber escrito su novela, por las incontables horas de placer que me regaló su investigación de esta particular profesión hoy muerta y enterrada. El amable lector se podrá reír, pero para mí conocer a Navarrete fue un golpe de suerte que le agradeceré a la vida en lo que me resta.

Arrieros mexicanos preparan su patacho en el patio de una hacienda. “…Y ahí están sus cosas, para quien quiera venir a ver cómo vivió y lo que le gustaba de la vida…”.

Arrieros mexicanos preparan su patacho en el patio de una hacienda. “…Y ahí están sus cosas, para quien quiera venir a ver cómo vivió y lo que le gustaba de la vida…”.

¿Y de qué va la novela? Pues es una excusa de la que se aferra don Carlos Navarrete para transmitirnos, sin el tedio del tono académico de la mayoría de los investigadores, para contarnos los resultados de sus investigaciones antropológicas. Por eso transitan por sus páginas los ritos a la muerte, al famoso San Pascual Bailón, (al que pude ver coronado y rodeado de flores en una capilla a la orilla del camino en La Libertad, Petén, hará cosa de unos veinte años), a las vidas mínimas de los jornaleros, a la cotidianeidad de los pueblos del altiplano, la violencia de la guerra de los cristeros. Transitan por entre los patachos de mulas, aparecidos, migrantes estacionales que bajan del altiplano para las fincas de la bocacosta guatemalteca y mexicana, compartiendo comida, sufrimientos y hasta leyendas, porque: “…salían por las noches sólo en grupo, siempre hablando de aparecidos y de que no había que regresar tarde porque se mantenían rondando el Cadejo y la Ciguanaba…”, y sale a relatarnos cómo esos personajes que solemos situar en los empedrados de La Antigua, resultaron también rondando por las quebradas chiapanecas: “Fue mi padrino el que nos explicó que había una bola de seres que venían de Guatemala; que los chapines los trajeron y son espantos de tierra fría…” Así, el tono casual reconstruye los andares antropológicos del autor, y nos va soltando sus investigaciones, como quien no quiere la cosa, tono que utiliza incluso para dejarnos regados, como al pasar, refranes populares. Recuerdo uno: “de la sombra suele nacer la envidia”.

Las imágenes se desgranan como brotando a trompicones de un cinematógrafo antiguo, a la luz tenue de los patios de café en donde a principios de siglo se proyectaban las películas para la jornalada en las paredes blancas de los beneficios. “Aquí está el mero cabro negro de la media noche, decía un diablo patigallo pintado en una celda, siempre repleta de velas de los que buscaban provocar a los licenciados a darle salida a sus asuntos; los ratas lo chicoteaban para que les trajera al cómplice que se había quedado con la paga. Le rezaban a un San Verde…” y como el cinematógrafo rural es tradición común en los caminos polvorientos de toda la América Latina, Navarrete también nos regala con otros datos, que parecieran salidos a hurtadillas de una novela de García Márquez o de las páginas de los ríos profundos de José María Arguedas: “…La marimba era el alma. Antes de comenzar se oía el platillo y los músicos se arrancaban con un paso doble; las luces se iban apagando y la película principiaba al terminar la pieza. El director cuidaba que cada trozo de música le quedara al pelo a lo que estaba viendo: si era de tristeza tocaban Corazón de madre; si era paisaje entraba La flor del café o le hacían el redoblito de una de esas piezas largas que no tienen letra ni se bailan. Con los balazos se iban a marcha volada, cuantimás con los agarrones de la gran guerra…”

La historia gira alrededor de un viejo que se pone a recordar, al que nos imaginamos con gesto cansino, pues las palabras, leídas en voz alta son lentas: “Como cuando uno se acuesta y sabe que se acostó, pero en el momentito, en el soplo en que se queda dormido, nadie puede decir ‘Ya me dormí’. Y así como el sueño, llegan la muerte y la desgracia…”, ¿puede leerse esa frase tan hermosa de forma rápida, sin redondear cada palabra para que se nos grabe para siempre?, sería un desperdicio sin duda, no regodearse en estas palabras andantes y sonoras, perfectas. La novela, por lo tanto, debe leerse pausadamente. El recuerdo del viejo que habla es un recurso gastado si se quiere, pero que la ágil voz de Navarrete nos lleva a un viaje por el tiempo y le da tal convicción al personaje que lo escuchamos con toda atención. Si lo tuviéramos enfrente, estaríamos todo el tiempo sentados a la orilla de la silla, para no perdernos una sola palabra, ni uno de sus gestos:

“Me faltaron amigos, porque desde los nueve años en que entré al oficio hasta los veintitrés en que lo abandoné, solamente mis cinco compañeros se dieron cuenta de mi cambio a hombre; las confianzas se me fueron perdiendo en el crecer y los golpes recibidos me criaron el recelo, que tiene por malos hijos la boca callada y el pensamiento juilón”.

La voz nos lleva desde el interior de los morrales de los arrieros, “llevábamos carne salada en tasajo, pescado seco, frijol, arroz y café, y pan dulce (…) pishtones, unas tortillotas gruesas, que se vendían a dieciséis por cuarenta centavos…”, hasta las esforzadas jornadas, por caminos de herradura, durmiendo en donde se pudiera; “…en el monte en aviaderos conocidos (…) mesones con pesebre y patio suficiente…” Los viajes, nos cuenta el protagonista, se extendían por 18 días, con tres de descanso y vuelta a comenzar, cargando las mulas con nuevos productos de intercambio.

La vida, tal y como la conocieron tantas generaciones de arrieros terminó de pronto, a causa de motivos lejanos, del otro lado del mundo. Así lo cuenta el testigo que nos desgrana su vida: “En el año cuarenta y dos, a causa de una guerra que tenía México contra los alemanes, comenzó a construirse el camino que desde Oaxaca se perdía por los altos, rumbo a Guatemala. Como el sueldo era de primera, me decidí a dejar el trabajo de machetero para comodarme en la brecha de la Panamericana…”, así los trenes de mulas y su caminar tranquilo, vacilante, dejó lugar a los camiones y a los trenes. Se esfumó, de una brecha de tractor, todo un mundo de aparecidos y pícaros que poblaban las veras de los caminos. La velocidad mató el romance de los campamentos rodeados de oscuridad, miedo y cigarras.

Grabado mexicano de un patacho de mulas subiendo a la sierra, sin fecha. Relata Navarrete: “…mencioné la zozobra que asalta a las bestias en los potreros donde los caballerangos las dejan pastando. Si ese algo, que mentaban Sisimite, se sube en un andante lo enloquece, desbocándolo a la luz de la luna. Yo he visto un caballo al día siguiente: está cansado, los ijares sangrantes, nervioso huilón. Como prueba le deja trencitas en las crines, costosas de desenredar. Una vez conté hasta siete en un retinto y le vi los ojos todavía ariscos…”.

Grabado mexicano de un patacho de mulas subiendo a la sierra, sin fecha. Relata Navarrete: “…mencioné la zozobra que asalta a las bestias en los potreros donde los caballerangos las dejan pastando. Si ese algo, que mentaban Sisimite, se sube en un andante lo enloquece, desbocándolo a la luz de la luna. Yo he visto un caballo al día siguiente: está cansado, los ijares sangrantes, nervioso huilón. Como prueba le deja trencitas en las crines, costosas de desenredar. Una vez conté hasta siete en un retinto y le vi los ojos todavía ariscos…”.

Navarrete hace gala de su conocimiento del habla de la gente del campo. Salta en cada párrafo a la vista que se ha pasado cientos de horas escuchándolos, a la luz de las fogatas, bajo el foquillo moribundo de los largos corredores de las fincas. Su voz entonces no suena a impostura sino a completa naturalidad. Es quizá uno de los pocos libros que puedo decir se deben leer en voz alta, porque su ritmo es casi musical. Los arrieros del agua es un libro para ser leído y escuchado. No sé si habrá sido un homenaje a esta gente anónima, analfabeta, que compartió sus historias con el antropólogo o si de natural le salió así, más dicho que escrito, pero sus páginas son, de más está decirlo, un monumento más de la literatura nacional, justamente reconocido cuando le dieron a su autor el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias en el 2005. ¿Qué más puedo decir? Libro perfecto para leerlo en estas vacaciones, si es que necesita alguna excusa para sumergirse en la belleza de sus imágenes.

 


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