Confesiones de un devorador de libros
Rodrigo Fernández Ordóñez
-I-
Creo pertenecer a esa última generación que tuvo la dicha de complementar su educación con lecturas de las páginas de los periódicos, esa “insólita herramienta de aprendizaje”, como le llamara Vera Brittain. Al hacer un poco de memoria, recuerdo por ejemplo los formidables artículos sobre la historia de Guatemala que los domingos, en la Revista Domingo de Prensa Libre (que hoy languidece como mero panfleto para gente que lee poco y no le interesa nada, con el reducido título de Revista D), publicaba el fallecido Guillermo Poroj. Recuerdo también las lecciones de historia que desde su columna impartía don Álvaro Contreras Vélez o la cultísima María del Rosario Molina, que sabía jugar con lecciones de lenguaje e historia de forma tan hábil que su recopilación de textos ocupa hoy en día un lugar preferencial en mi biblioteca.
Los periódicos de aquel entonces contenían extensos artículos en los que uno podía zambullirse a conciencia y emerger de sus páginas un poquito menos ignorante. Recuerdo aún el magnífico texto de Poroj sobre el polémico tratado de límites entre Guatemala y México, que en dos entregas nos narró a sus lectores los entretelones de dicha negociación, o bien los textos de don Pedro Santacruz Noriega, en los que perfilaba la figura de Justo Rufino Barrios que luego acumulara en 4 tomos invaluables que también me esperan a cada poco para regresar a ellos cuando preparo las clases de historia.
Recuerdo que, en esos años, era un placer leer los periódicos. Por ejemplo, el diario El Gráfico, complementaba sus noticias con unas infografías maravillosas capaces de resumir una nota en un vistazo, narrando un golpe de Estado en las Filipinas o el fraccionamiento de la antigua Yugoslavia. Ese diario tenía una sección cultural desde la cual se derramaban lecturas nuevas por descubrir, gracias a las entrevistas a autores o reseñas literarias. Lo mismo pasaba con Prensa Libre y su sección cultural, que sobrevivió hasta hace unos pocos años con una calidad excepcional hasta que los diarios digitales vinieron a darle un carpetazo definitivo.
También se podía recurrir a las páginas de las revistas, entre las que destaca dignamente Crónica, bajo la dirección de don Francisco Pérez de Antón y los criterios editoriales de Haroldo Shetemul, gracias a los cuales pudimos leer textos de historiadores y académicos de renombre como Ramiro Ordóñez Jonama o Regina Wagner. Su sección cultural era un verdadero placer, pues abarcaba todas las artes y de la que recuerdo con especial aprecio la sección literaria, escrita por León Aguilera Radford, a quien le debo el haber descubierto por nombrar un par, a sir Vidia Naipaul y Naguib Mahfuz, y que la vida me permitió agradecérselo acodados en la barra de Shakespeare’s.
Luego vino la era de las pantallas y la lectura se fue al carajo. La lectura como Dios manda, quiero decir, en papel oloroso y crujiente y se nos vino encima ese mundillo aséptico de las pantallas luminosas y la memoria fugaz en la que tratan aún de sobrevivir ciertos periodistas culturales que, día a día, luchan por hacerse escuchar en este mundo embobado en sinsentidos y cosas sin trascendencia como la vida de las Kardashian o los enredos amorosos de seres sin alma como los que pueblan los mal llamados reality shows.
-II-
No obstante este mundo tecnológico indescifrable, aún saltan sorpresas en los magros diarios que llegan a mi mesa día a día o en revistas que se resisten a esa ola de simpleza que avasalla a nuestras sociedades. Todavía periodistas y escritores de la lucidez de Francisco Méndez, Julie López (en su muy particular área de especialización), Méndes Vides, Luis Aceituno y Marta Sandoval nos sorprenden con sus textos bien investigados y sobre todo bien escritos, desafiando la bobalización.
En este sentido, los textos de Marta Sandoval resultan especialmente enriquecedores, pues además de tratar temáticas variadas, con marcada preferencia por la historia, nos trasladan a escenarios de los que salimos satisfechos, pues en definitiva somos menos tontos que cuando nos adentramos en ellos. En FILGUA 2019[1] tuvimos la agradable sorpresa de ver publicado un primer libro recopilatorio de sus textos publicados originalmente en elPeriódico. Ya fuera en las páginas normales del diario en las de la magnífica y lamentablemente breve revista dominical El Acordeón, Marta ha tratado temas por demás disímiles entre sí, pero investigados con profesionalismo, resultando textos profundos y serios que, diría yo, son ejemplo del periodismo de investigación al que los lectores comunes le debemos tanto.
Así, un libro como ¿Cuántos soldados se necesitan para enterrar a un conejo? es todo un acontecimiento, pues constituye un esfuerzo de recuperación de textos valiosos que de otra forma quedarían entregados al olvido por la fugacidad de su continente. Esos periódicos que desechamos a diario, a menos que sea usted como yo, un animal prehistórico que todavía se dé a la tarea de recortar y atesorar los artículos y textos que le parecen interesantes, publicados en estos medios cada vez más escasos de contenido y circulación.
Así, la suerte ha querido que yo pueda prescindir de la colección de textos de Marta Sandoval recortados de los diarios que guardaba y los pueda volver a apreciar en una relectura, ahora en el formato de libro. Aclaro que el trabajo de Marta no me es ajeno, pues incluso utilicé algunos de esos recortes para documentar mi biografía periférica de Gómez Carrillo, y contribuí con ella cuando dirigió la sección cultural de la revista ContraPoder, con textos históricos. La suerte ha querido que volvamos a conversar ahora que colabora con sus formidables textos en una nueva revista a la que le deseamos larga vida, ConCriterio.
Me entusiasmó volver a leer su maravilloso texto Eso lo toqué ayer, una emocionante investigación de la vida y destino de un músico guatemalteco, saxofonista genial que sucumbió a los demonios del alcohol y el olvido en la Guatemala ingrata de los años setenta, o ese texto magníficamente logrado en el que nos lleva al lago de Atitlán, a una comunidad que ha sido “poseída”, y en la que se sumerge Marta como todo buen periodista para relatarnos la vida diaria de una comunidad en la que el demonio se ha empeñado en dominar. La colección de textos es variada, así que promete unas horas de entretenida lectura, gracias a una prosa limpia que invita a leer una página más, y otra, y otra, hasta agotar el libro de pasta a pasta. Un afortunado acontecimiento, su publicación.
[1] Cabe apuntar que cosa extraña para un país que uno creería de pocos lectores, el libro de Marta se agotó apenas presentado en el marco de la feria. La explicación que varios amigos libreros ofrecieron, fue que un gran grupo de guatemaltecos jóvenes, rama rebelde de los incomprensibles millennials, leen de forma activa y continua y que gastan una buena parte de sus ingresos en –¡oh, increíble sorpresa!–, libros.
Rodrigo Fernández Ordóñez
Durante las vacaciones de fin de año, época en que regularmente puedo dedicarme a mis lecturas fuera de las obligaciones académicas, estuve deleitándome con los recuerdos que el periodista Federico Hernández de León dejó para nosotros en los dos voluminosos tomos de su Gentes que conocí, publicado en 1958. En mis incursiones regulares por las librerías de usados del Centro Histórico, nunca he visto hasta la fecha un ejemplar completo de esta obra, mucho menos los dos tomos juntos, razón que me lleva a compartir con los lectores ciertos datos que pueden servir al investigador o al simple interesado en la historia de nuestro país. Aunque sean sujetos a confirmación con investigaciones más amplias, son pistas que nos pueden ayudar para llenar ciertos vacíos en diferentes áreas.
Estudio Fotográfico Prado, 1910
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Para la historia de la fotografía
Cuenta don Federico que los primeros daguerrotipos vinieron al país en tiempos del doctor Mariano Gálvez. Afirma que en los días del mariscal Vicente Cerna arribaron a Guatemala los Herbruger, padre e hijo, que organizaron la primer sala de fotografía, y a quienes le siguió don Félix Muñiz y Cano, fundador de la fotografía El Siglo XX, y poco tiempo después el norteamericano E. J. Kildare estableció El Palacio de Artes.
Fotografía de Valdeavellano, ejemplo de sus imágenes etnográficas.
A propósito de don Alberto G. Valdeavellano, apunta que realizó estudios en los Estados Unidos y Europa, estableciéndose a finales del siglo XIX en el taller del señor Kildare, en la novena calle oriente, estudio que adquirió posteriormente. En ese estudio se formó otro fotógrafo, que el periodista llama “fotógrafo de los humildes”, don José García Sánchez. En este estudio trabajaba otro estadounidense, A. F. Rouse, como decorador, él coloreaba y ampliaba las fotografías, “…imaginaba los marcos, arreglaba las decoraciones y era, dentro de las faenas fotográficas, un eficiente colaborador”. Pero Valdeavellano no realizó únicamente fotografía de estudio, “…fue de los primeros en ofrecer panoramas y paisajes y, lo mismo se trasladaba a las orillas del lago de Amatitlán, que a las selvas, entonces tupidas, de Quiriguá o a las apartadas regiones del Polochic…”, dejó también una amplísima colección de tipo etnográfico, en el que quedaron retratados cientos de indígenas guatemaltecos. Su ambición era realizar una gran colección de postales numeradas en que quedara registrada la gran variedad étnica que enriquecía y enriquece a Guatemala.
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Para la historia del Teatro Colón
Cuando relata la vista de la artista María Guerrero, que actuó en el escenario del desaparecido Teatro Colón un lejano año de 1909, y a quien pudo entrevistar en su camerino, don Federico nos deja además de una interesante anécdota, datos interesantes que aportan un granito para abundar en el conocimiento de este templo del entretenimiento, mandado a derrumbar por el simplón José María Orellana. Apunta con delicioso detalle el periodista:
Frontispicio del Teatro Nacional, (antes Teatro Rafael Carrera y luego Teatro Colón), fotografía de Eadward Muybridge, 1875.
“El Teatro Colón resultaba asaz reducido para el movimiento que se operó en el ánimo público. Tenía nuestro gran coliseo hasta cuatrocientas cuatro lunetas, dos sistemas de palcos, altos y bajos; en los altos cabían hasta sesenta asientos y en los bajos, cuarenta. La galería daba alojamiento para cien asistentes. Los precios señalados eran de vente pesos por asiento de palco bajo y quince por palcos altos y lunetas, en moneda nacional. El cambio sobre el dólar estaba más o menos al quince por ciento. Abierto el abono, pronto se llenó y pudo señalarse una alteración muy interesante. Hasta los días de la llegada de doña María Guerrero, no había dama que se aventurara a ocupar un asiento en luneta. Para las mujeres estaban los palcos. Entonces se convino en que se rompiera la costumbre establecida y por primera vez, se vio el lunetario embellecido con las mujeres y varones, para corresponder, asistían de smoking en tanto que, en los palcos vestían de frac…”.
Sobre el alojamiento de estos artistas, señala:
“En la primera década del siglo, nuestra capital era un pueblón desapacible, mal empedrado, peor alumbrado por las noches y sucio a todas horas. Algún extranjero chistero, llamó a nuestra ciudad, la ciudad del zopilote. Aunque funcionaba el Gran Hotel y el Hotel Unión, se consideró que no eran sitios aparentes para dar cobijo a tan elevada gente como eran los Guerrero-Díaz de Mendoza y se acudió a una casa de la octava avenida sur, en donde hoy están las oficinas centrales de las autoridades de la Ley Agraria. Esa casa había sido de don Feliciano García, último Ministro de Fomento del General Reyna y, por esos días, secretario particular y perpetuo de la viuda del general Barros. Se decoró lo mejor posible la casona y allí se albergaron los esposos Díaz de Mendoza, los dos hijos del matrimonio, los ayos, las azafatas, la servidumbre, los preceptores de los infantes y el resto de criados y servidores…”.
Hermosa fotografía del Hotel Unión, con tranvías de mulas al frente, año y autor desconocidos.
Y más adelante nos regala unos datos más, para reconstruir la historia del ocio y de las convenciones sociales de la lejana Guatemala:
“En la citada noche de despedida de la compañía, se ofreció a los esposos Díaz de Mendoza-Guerrero y a sus acompañantes, un baile en la sala Excélsior, sala que servía para salón de cine, para comedero de banquetes oficiales, para juntas de los clubs liberales, para auditorium de conciertos, para sitio de conferencias…”.
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Para la historia de la industria guatemalteca
Cuando esboza el “perfil” de don José María Samayoa, rescata del olvido las siguientes líneas:
“…Por el año 66, en días del gobierno inalterable del Mariscal Cerna, don José María Samayoa, padre, adquirió las ruinas de la iglesia y convento de la Compañía de Jesús, en la Antigua y plantó en ellas una fábrica de telas, para esos días, de alcances extraordinarios (…) Se llamó esa fábrica “La Manufactura” y puede asegurarse que es uno de los primeros exponentes en materia de manufactura; es decir, de la obra que se hace a mano y con intervención de maquinaria. Las unidades de máquinas fueron traídas de la Gran Bretaña y expertos ingleses armaron los singulares talleres, movidos por una caldera de vapor. Algo inusitado. Había llegado hasta nosotros, en el conocimiento de personas de estudio y observación, las noticias sobre la lucha desarrollada en Europa acerca del maquinismo, sobre todo en Inglaterra, en donde se creía que las máquinas desplazarían la obra de los trabajadores…”.
Cuenta don Federico que cuando él estudió en la Escuela Normal de la Antigua, que ocupó ese mismo edificio de la Compañía de Jesús, se podía ver en uno de sus patios, “…partes de la gigantesca caldera y muchos ejes y poleas que resistían en los patios, inclemencias del abandono…”, posteriormente a la aventura de la hilanduría del señor Samayoa, el vasto edificio fue convertido en una herrería propiedad de un señor Herrera, terminando por albergar a los estudiantes de la mencionada escuela normal.
Fotografía del general Justo Rufino Barrios, acompañado de don José María Samayoa, fotografía del estudio de Emilio Herbruger e hijos.
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Sobre la historia de los masones guatemaltecos
Cuenta don Federico que durante la época del general Rafael Carrera la masonería agonizó hasta casi desaparecer, y que fue la Revolución de 1871 la que trajo nuevos bríos, principalmente a la que seguía el rito escocés, llegando a su pináculo con el arribo a la presidencia del general José María Reina Barrios, quien ostentaba el grado 33, la más alta jerarquía, llamado también Soberano Gran Inspector General. Ignorante como soy del rito masónico y su organización, sólo transcribo los datos que me parecen interesantes ser rescatados para reconstruir un aspecto más de la historia patria, pues hasta cierto punto demuestra y aclara para las nuevas generaciones, que Guatemala a pesar de su remota ubicación, siempre estuvo al día de las grandes corrientes de pensamiento y filosofías que estaban en boga en el “mundo exterior”.
Con el ascenso del dictador Estrada Cabrera, la masonería empieza su repliegue, aunque por los años 1900 y 1901, Julio Bianchi y Eduardo Aguirre Velásquez trataron de mantenerla a flote, aunque fue desfalleciendo sólo para retomar impulso durante el gobierno del general José María Orellana: “El movimiento masónico volvió con mayores empujes: el Presidente y los miembros de su gabinete, con excepción del general Ubico, fueron masones. Lo fue el director de la policía que podía atraer muchos adeptos y los masones se sintieron felices, nadando en aguas propicias…”.
El general José María Orellana con espada envainada en mano (al centro), fotografiado alrededor de su gabinete y altos mandos del ejército.
Entre los recuerdos que nos regala Hernández de León, que a medida que avanza uno en la lectura de sus dos tomos, se nos va antojando al Funes, memorioso del cuento de Borges, relata que en 1929, durante la presidencia del general Lázaro Chacón, se anunció la visita de un teósofo masón que venía de la India para compartir su sabiduría y las enseñanzas de Krishnamurti a los hermanos guatemaltecos, el doctor Jinarajadasa. Los problemas empezaron cuando la mayoría de salas, teatros y cines disponibles para celebrar la actividad se rehusaron a recibir al sabio, por obvias razones religiosas, obligando a que la conferencia inicial la impartiera el doctor en las estrecheces de la sede del Templo Masónico, ubicado en el Callejón Manchén. La segunda conferencia ya fue más holgada, gracias a que el rector de la Universidad Nacional, licenciado Alvarado Tello, entusiasta masón cediera para ello hermoso edificio del Paraninfo de la Universidad.
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Para la historia de la ciudad de Guatemala
Doña Algeria Benton de Reina Barrios, fotografía de Valdeavellano.
Cuando esboza don Federico la figura de don Manuel Estrada Cabrera nos regala otros datos invaluables, especialmente interesantes para el historiador urbano pero también para quien, como el que esto escribe, se interesa por caminar y gozarse las calles de la ciudad de Guatemala. Cuenta el periodista que conoció a don Manuel en una fiesta campestre celebrara en el garden party, de la Finca Oakland, propiedad de don Salvador Herrera, que celebraba en honor del presidente Reina Barrios y su esposa doña Algeria Benton, en lo que entonces era el municipio de Ciudad Vieja.
La fiesta tuvo por ocasión la clausura de la famosa Exposición Centro Americana, en octubre de 1897, y cuyos campos y pabellones se instalaron en tierras de Ciudad Vieja, en lo que fuera el parque de La Reforma, abrazando el boulevard 30 de junio. Cuenta el memorioso: “…Para llegar a Oakland debía hacerse uso de caballos o coches, siguiendo la nueva rúa de la Exposición o la salida al otro Estado, venciendo la hondonada de la Barranquilla. Aquello parecía muy lejos: hoy la urbanización ha hecho el milagro de abreviar aparentemente las distancias…” Todavía quedan por esa colonia vestigios de muros de adobe y algunas columnas que parecieran anunciar un portalón de entrada. Cuando uno camina por esas callejuelas sombreadas por inmensos árboles, no puedo uno evitar imaginarse que ese mismo viento entre las ramas las escucharon aquellos personajes en una de esas fiestas campestres, y que quizá patearon también esa piedrecilla que se aleja de uno, rebotando entre el pasto…
Dejo por el momento tranquilo a don Federico Hernández de León, pero regresaremos a sus páginas a cada tanto, para seguir entresacando datos que nos permitan seguir reconstruyendo esa hermosa Guatemala de ayer.
Rodrigo Fernández Ordóñez
A mi querido amigo Rodrigo Arias, con quien compartí horas de charla, burlándonos del poder y la historia.
Nuestros abuelos también tenían sentido del humor, y no lo callaban. En la misma tónica jocosa y ofensiva de los textos que se publicaron en los periódicos estudiantiles de finales del siglo XIX, repartidos en los corredores de las facultades de Derecho y Medicina, los padres de esos estudiantes rebeldes también hicieron lo suyo, burlándose e insultando a las figuras políticas del momento en panfletos y volantes anónimos. En un fascinante texto publicado en la revista «Anales» de la Academia de Geografía e Historia, en su tomo XLIII, el historiador Enrique del Cid Fernández publicaba algunos de estos poemas satíricos, de los cuales copiamos dos, escritos entre 1871 y 1872, conmemorando así, a nuestro modo los 143 años del triunfo de la Revolución Liberal.
Hermosa fotografía de la columna dedicada al general Miguel García Granados al inicio del boulevard 30 de junio (hoy avenida Reforma), pintada a mano según la costumbre de la época, monumento que aún sobrevive en su sitio original.
-I-
Antecedentes
El día lunes de la semana pasada se conmemoraron 143 años del triunfo de la Revolución Liberal, que terminó con la larga dominación del partido Conservador en Guatemala, iniciada con el triunfo del general Rafael Carrera sobre las fuerzas de Morazán en el ya para entonces lejano 19 de marzo de 1840. Todos hemos leído en los libros de historia y escuchado en nuestras clases de educación primaria acerca de la lucha desencadenada por un caudillo rural de la zona occidental, llamado Justo Rufino Barrios quien enfrentó a las tropas guatemaltecas en varias batallas en su ruta hacia la ciudad de Guatemala, derrotándolas definitivamente en la batalla de los llanos de San Lucas, Sacatepéquez, el 29 de junio de 1871, triunfo que le entregó la somnolienta ciudad de Guatemala en bandeja de plata. Hemos leído (o escuchado) también que Vicente Cerna “Huevo Santo”, que carecía del carisma y del liderazgo de Rafael Carrera no logró sostener el apoyo de su Gobierno, y que se enfrentó con un ejército mal entrenado y mal equipado a una fuerza pequeña y eficaz, que gracias a las gestiones realizadas por Miguel García Granados, venía equipada con armas de última generación, compradas al señor F. W. Kelly, a través de su representante Diego Meany, consistentes en 1,000 fusiles de repetición Remington y 30 carabinas Winchester modernas.
La realidad que había enfrentado Huevo Santo en el país cuyo Gobierno heredaba, en medio de acusaciones de fraude electoral, lo superó totalmente. Guatemala era para la segunda mitad del siglo XIX un país que reclamaba cambios. El cultivo del café había desplazado a la cochinilla y a diferencia de esta, su cultivo exigía más tierra, más mano de obra, mejores vías de comunicación, créditos bancarios e inversión extranjera. Aunque el primer período de la presidencia de Cerna (1865-1869) se había desarrollado sin mayores inconvenientes, su reelección agitó las aguas políticas. En estas elecciones se le enfrentó como candidato opositor, el prestigioso mariscal José Víctor Zavala, veterano de la Campaña Nacional contra los Filibusteros, apoyado por el ala moderada de los liberales, pero fue derrotado. El resultado electoral causó descontento y tras rumores de fraude electoral sucedieron disturbios en la ciudad de Guatemala hasta que se tuvo que sacar a las calles al Ejército para imponer el orden.
Mientras tanto en el interior del país, el panorama también se iba complicando. Una rebelión acaudillada por el eterno disidente general Serapio Cruz “Tata Lapo”, había estallado en la cercana población de Sanarate, tomando armas del cuartel local. Un segundo movimiento tuvo lugar en occidente, liderado por Francisco Cruz, conmocionó al país, pues terminó con la larga Pax Carreriana. Francisco Cruz fue capturado y fusilado en San Marcos. Serapio fue derrotado tras un encuentro con el general Gregorio Solares y huyó a México, volvió al país en 1869.
El general Cruz regresó al país gracias a la ayuda de un hacendado cafetalero de San Marcos, Justo Rufino Barrios, quien lo introdujo por Huehuetenango con una pequeña fuerza con la que trataron de tomar la cabecera, pero fueron rechazados. Barrios resultó herido en la refriega y regresó a su hacienda El Malacate, ubicada en el departamento de San Marcos y fronteriza con México, mientras que el general Cruz se internó en la zona central del país, aprovechando su terreno montañoso. La aventura de “Tata Lapo” terminó el 23 de enero de 1870, en la población de Palencia, en donde fue sorprendido por el general Antonino Solares, mientras desayunaba con el párroco local.En la refriega que siguió resultó muerto el general Cruz, cuando intentaba romper el cerco. Su cadáver fue decapitado y la cabeza fue despachada a ciudad de Guatemala como prueba del triunfo de Solares.[1] Su cabeza fue expuesta en la puerta del Hospital San Juan de Dios.[2]
Eliminada la amenaza del general Cruz, Cerna decidió endurecer la posición frente a los liberales y ordenó la captura de sus líderes más visibles: el mariscal Zavala y Miguel García Granados, quien era diputado de la Asamblea y que destacaba por su honradez y por las acusaciones directas que hacía desde el piso de la Asamblea de estancamiento del régimen conservador. García Granados logró huir y asilarse en la Legación de la Gran Bretaña, en donde recibió protección en todo su camino hasta el Puerto de San José, en donde fue embarcado en un vapor rumbo a los Estados Unidos primero y México después.
García Granados buscó una alianza con Barrios, el caudillo fronterizo, y le envió un parque de armas modernas, al que ya hemos hecho alusión. Las tropas rebeldes se internaron en territorio guatemalteco a finales de marzo de 1871 y ya para el 2 de abril tomaban la población de Tacaná. El 8 de mayo ocuparon San Marcos. Desde allí publicaron un manifiesto denunciando a Vicente Cerna por su campaña ilegal de represión.
Sello postal emitido por Guatemala en conmemoración del centenario del nacimiento del general Miguel García Granados, líder de la Revolución Liberal que tomó el poder el 30 de junio de 1871.
El avance de los rebeldes resultó virtualmente imparable. Para el 3 de junio las tropas ocupaban la población de Patzicía, Chimaltenango, en donde los jefes y oficiales del ejército rebelde, reunidos en Consejo, firmaron un acta en la que desconocieron al gobierno del general Vicente Cerna y nombraron como presidente provisional al general Miguel García Granados y se le encomendó la convocatoria para una Asamblea Constituyente que decretara una Carta Fundamental. Los líderes de la revolución tomaron una medida que roza lo genial: enviaron copias del Acta de Patzicía, como se denominó al documento, a las municipalidades del país, para esperar la adhesión de las comunidades al nuevo régimen político. En un virtual golpe de Estado, las municipalidades fueron remitiendo su adhesión al plan de Patzicía, legitimando en cierta forma el movimiento liberal, y desconociendo la autoridad del general Cerna.
En uno de los escritos que publicó el historiador Del Cid Fernández en el ensayo mencionado arriba, se hace una fuerte crítica al Acta de Patzicía, en la que se leen estos interesantes versos:
“En un triste poblado
Que los indios llaman Patzicía,
Juntóse un gran atajo
De léperos en torno a García.
Y llamando consejo
A aquella escandalosa borrachera,
Por más pícaro y viejo
Le proclamó la turba bochinchera.
En corro nauseabundo,
Motu proprio empuñaban la limeta,
Y alzar al más inmundo
Juraron por el sable y la escopeta
De Jefes y Oficiales
Despachos se asignaron al
Capricho,
Subiendo a Generales
El vil Rufino y el malvado bicho,
Tan criminal acuerdo,
Acta de Patzicía nominado,
Con gruñidos de cerdo
Lo publicaron súbito por bando…”[3]
El general Miguel García Granados tenía en esos momentos 62 años, y era en concordancia con su edad y experiencia, un liberal del ala moderada, mientras que Justo Rufino Barrios, por su juventud, encabezaba lo que podríamos llamar la facción radical del movimiento. En este sentido, es esclarecedor un párrafo escrito por David J. McCreery, en el que esboza a ambos cabecillas de la Revolución Liberal:
“El presidente provisional Miguel García Granados, un anciano liberal de la época post-independiente que había actuado por largos años en la oposición legislativa, tenía una visión esencialmente política de la reforma. Su apoyo provenía principalmente de una rama liberal de la élite criolla tradicional, que concebía un régimen oligárquico ilustrado según el modelo de Portales. El líder de la facción ‘radical’, un próspero cafetalero de la frontera con México, fue Justo Rufino Barrios, principal competidor de García Granados…”[4]
Por su parte el ala radical, explica McCreery en su interesante ensayo, buscaba modificar la composición y la orientación política de la élite política nacional, es decir, que intentaban abrirse espacio en esta estructura de participación política, pero sin tratar de revolucionarla. Era más una cuestión de acceso a la toma de decisiones, razón por la cual Wyld Ospina critica acremente en su ensayo El Autócrata, que se le llame Revolución Liberal, a lo que él considera una mera “escaramuza” por el poder. Así, según el norteamericano: “…Las reformas que buscaban los radicales iban dirigidas a facilitar la producción y la exportación del café dentro del sistema existente de relaciones económicas y sociales (…) no revolucionando fundamentalmente las estructuras de clase y producción…”[5]
Impresionante fotografía de la fachada principal del Mercado Central, que antes de ser inaugurado sirvió como cuartel de las tropas liberales que ocuparon ciudad de Guatemala el día 30 de junio de 1871, tras derrotar a las fuerzas del general Vicente Cerna en la batalla de los llanos de San Lucas el día anterior.
Esta brecha no se habría de manifestar sino hasta la llegada al poder. Los cautos movimientos del presidente provisorio causaron exasperación en la rama radical de los liberales y terminaron con la renuncia de Miguel García Granados de la primera magistratura. Pero en el momento en que nos encontramos todavía no se había escindido el movimiento, y mientras se firmaba y se hacía circular el Acta de Patzicía, el presidente provisional tomaba las primeras medidas ejecutivas de gobierno, regresando a la ciudad de Quetzaltenango que ocuparon casi sin resistencia. Allí dictó sus primeros decretos de gobierno, habilitando el Puerto de Champerico, estableciendo aduana en la ciudad de Retalhuleu y nombrando al primer Jefe Político, rompiendo con la tradicional estructura de Gobierno interior colonial que utilizaba la figura del corregidor.
Las tropas rebeldes y las leales al general Cerna se enfrentan en las batallas de Coxón y Tierra Blanca, en el altiplano y en la batalla de San Lucas, que será la última de la campaña. Cerna, tras su derrota, huye del país. Las tropas liberales ocupan la ciudad de Guatemala el día 30 de junio de 1871.
-II-
El poema satírico
Como cualquier otro estado centroamericano que se precie, a la llegada de García Granados, el presupuesto estaba en trapos de cucaracha, y para afrontar la crisis y empujar el plan de “progreso” de la facción triunfante era necesario obtener fondos. Se hace necesario recordar aquí que el nuevo régimen se proponía romper lazos con el pasado, y prometía asimismo un tipo de “salto hacia adelante”, un esfuerzo mediante el cual Guatemala se insertaría en el mapa del mundo, en posición de gozar de la bonanza del comercio internacional. El nuevo régimen no tuvo un plan ideológico claro, más allá de las exigencias políticas que expuso en su momento García Granados al momento de asumir la presidencia provisional. Sobre este sustento ideológico señala el citado autor McCreery:
“Su administración nunca produjo una declaración coherente de ideología liberal, sino que obtuvo sus ideas acerca del desarrollo nacional de una serie de fuentes; experiencias personales como productores y explotadores de productos agrícolas; los programas reformistas de la época de Gálvez y de la Reforma mexicana, y ciertos dogmas vulgarizados del positivismo y darwinismo social, corrientes que en esa época (prevalecían) entre la élite ilustrada de Hispanoamérica.”[6]
Sin embargo, para cumplir con la modernización del país y cumplir con los sueños de prosperidad y civilización era necesario dinero. Y sabemos todos, gracias al venerable Benjamín Franklin, que en la vida solo dos cosas son inevitables: la muerte y los impuestos.
Conmemoración del triunfo de la Revolución Liberal a los pies del monumento de la Patria al general Miguel García Granados, y que continúa decorando el inicio de la Avenida Reforma en nuestros días. Al fondo del boulevard se puede ver la silueta del Palacio de la Reforma, hermosa construcción totalmente destruida por los terremotos de 1917-1918. (Fotografía de Valdeavellano).
Así que para financiar esos caminos adecuados, esos ferrocarriles que cruzarían de cabo a rabo el mapa patrio, esos muelles a los que llegarían innumerables vapores de todos los rincones del planeta con sus productos a intercambiarlos por los nuestros, era necesario meter las manos en los bolsillos de los buenos y pacíficos ciudadanos guatemaltecos. Así, el nuevo régimen se vio inmerso en la tarea de reformular el sistema fiscal, heredado del anacrónico sistema conservador, que aún guardaba reminiscencias coloniales. Las reformas fiscales causaron como hoy, molestia en la población que, sin poder oponerse de otra forma a las medidas respaldadas por el triunfo de las armas, tuvo que desahogarse en el papel, consignando sus protestas y sentimientos en la soledad de la hoja en blanco.
“Adelantáronse veinte y siete años a los fundadores e impulsadores del famoso ‘No nos tientes’, aparecido hasta 1898. Encerrados en grandes casonas, aprovechando el silencio de la noche, llevaron al papel íntimas situaciones y juicios que ayudan hoy a comprender mejor las conveniencias políticas sociales posteriores a la Revolución del 71…”[7]
De esos deseos de desahogo salieron entonces esos escritos publicados por Del Cid Fernández que rescatamos hoy, escritos en los que: “Delinearon con amenidad versificada y profundo conocimiento, las intrigas dignas de apuntarse en aquella Guatemala de hace cien años, cuyo ambiente de por sí se prestaba a ellos. Sagaces, burlescos, seguros de sus asentamientos…”
Así, sin abundar más en las justificaciones y en el trasfondo de la protesta para no agobiar al lector, ni abusar de su paciencia, transcribo el texto íntegro de uno de esos curiosos escritos, respetando la ortografía original, tal y como apareció publicado en Anales:
LEY DE CONTRIBUCIONES[8].
Yo don Chafandín[9] primero
Por arte de los infiernos
Coronado con dos cuernos
Símbolo de Libertad
Al pueblo Guatemalteco
Porque con servil bajeza,
Agachando la cabeza
Adora mi magestad:
Por encanto estoy investido
De Omnímodas facultades
Para hacer barbaridades
Hasta ya más no poder;
Y no alcanzando las rentas
Para tantos olgazanes
Carnívoros gavilanes
Que es forzoso mantener;
Y siendo por otra parte
Muy equitativo y justo
Que a los que les dimos gusto
Nos den ellos de cenar,
He juzgado conveniente
Decretar, y ahora decreto,
Que a todo diablo o sugeto
Algún Pellisco he de dar.
Que el dueño de tienda o casa
Afloje un cinco por ciento
Por ahora, y quede contento
De que no le arranco más.
Estando la agricultura
Tan triste y tan abatida
Le daremos su mordida
Porque no se quede atrás.
Los fanáticos y viejas
Que vayan a Catedral,
Desenbuchen medio real
Cuando entren, y uno al salir.
No habrá otra contribución
Para sostener al clero,
Ni arrancar ya el dinero
Al que a misa quiera ir.
Si antes íbamos despacio
Ahora vamos más que al trote
No ha de quedar monigote,
Ni fraile, ni sacristán.
Los sitiaremos por hambre,
El diezmo ya está abolido;
Así alzarán el volido
Y libres nos dejarán.
Llegó la hora del progreso
Y todo debe volar
Las casas se han de pintar
En hora y media o en dos.
Que los vecinos sus frentes
Los enlocen por encanto
Y que forjen cal y canto
Por un milagro de Dios.
Si acaso no encuentran piedras
Ni canteros, ni albañiles,
Los zambumbias concejiles
Tienen otra testuz.
Y si no que nos lo diga
El impolítico Jefe,
El insulso mequetrefe
Gran bribón de Antonio Cruz.
¡Oh, que leyes tan famosas
Las que pasa el Provisorio!
Tienen un tacto tan notorio
Que no le iguala el de un buey.
No hay cosa más liberal
Que obligar a un ciudadano
A que atrinchere a su hermano
Y así lo manda esta ley.
Señores Capitalistas,
Banqueros o Comerciantes,
Fotografía del monumento al General Miguel García Granados, publicada en la revista «La Ilustración Española», en 1897.
No piensen irse como antes,
Que ya los ordeñaré.
Mas vivan todos seguros
Que aquellos que me mantengan
En dándome cuanto tengan
Muy felices los haré.
Verán que buenos caminos
Ferrocarriles y puentes,
Alamedas, parques y fuentes
Y cuanto quieran habrán.
Que ya todo lo está haciendo
De papel pintado y cera
Don Juliancito Rivera
Y en la pascua se verá.
Yo he de contentar a todos
Hasta el exijente Murga
Que ya lo apura la purga
Que le dimos a vever.
Y pide con mucha urgencia
Que le arrimen luego el Banco
Uno celestito y blanco
Le mandaremos hacer,
Y se lo pondrá con tiento
El Ministro de Fomento.
1] Santa Cruz Noriega, Pedro. El gobierno del General Miguel García Granados 1871-1873. Serviprensa, Guatemala: 1978. Página 25.
[2] Información dada por Ramiro Ordóñez en comunicación electrónica.
[3] Del Cid Fernández, Enrique. Humorismo, Sátira y Resentimiento Conservadores hacia los Jefes de la Revolución de 1871, y la Nueva Sociedad. Revista Anales de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala, Tomo XLIII. Enero a diciembre de 1970. Página 147.
[4] McCreery, David J. La estructura del desarrollo en la Guatemala Liberal: Café y Clases Sociales. Revista Anales de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala, Tomo LVI. Enero a diciembre de 1982. Página 213.
[5] McCreery. Op. Cit. Página 213.
[6] McCreery, Op. Cit. Página 213.
[7] Del Cid Fernández. Op. Cit. Página 132.
[8] Se respeta la ortografía original publicada en la revista Anales.
[9] De las notas originales de don Enrique del Cid publicadas en su ensayo:
“Chafa, Chafandín, Chafarote, Diente de Ajo y Huevo Tibio –aplicados indistintamente al Capitán General y Presidente Provisorio don Miguel García Granados.
Chafa- diminutivo de chafandín.
Chafandín- Chisgarabís, títere.
Chafarote- Ordinario, grosero en sus modales. Quien lleve sable o espada ancha. Hacia 1729 ‘alfanje’, que deriva de una variante árabe safra-, pronunciada chafa…”