Guo Xi, «Inicio de la primavera». Pintura sobre seda, 1072

Julián González Gómez

Primavera reciente (1072), de Guo Xi,Las escuelas chinas de pintura son variadas y muy distintas entre ellas, dependiendo del contexto social y la temporalidad. Podríamos afirmar que su variedad abarca más escuelas y tendencias que la pintura de otras tradiciones orientales, e incluso que la tradición occidental, que es para nuestro contexto cultural la más relevante.

Guo Xi, o Kuo Hsi fue uno de los representantes más importantes de la llamada Pintura Song Septentrional, que recibe su nombre de la dinastía gobernante en China entre los años 960 y 1279. Este período vio el florecimiento de una sofisticada sociedad, la más culta hasta entonces en la China medieval, un estado fuerte y burocrático, con funcionarios altamente calificados y algunas de las invenciones más importantes que se le deben a la cultura china como la pólvora, el uso del papel moneda y la primera brújula entre otros. El período Song se divide en dos etapas: la meridional y la septentrional. Durante la primera etapa, la septentrional o del Norte, la capital Song estuvo en la ciudad de Bianjing, conocida actualmente como Kaifeng y esta dinastía controlaba la mayor parte del interior de China, a lo cual se debe su esplendor. Más tarde, alrededor del año 1127 este imperio sufrió las invasiones de los pueblos del norte y se trasladó entonces al sur de China, fijando su capital en Lin’an, conocida actualmente como Hangzhou.

Las artes prosperaron en el período de la dinastía Song; desde el propio estado se patrocinaba la poesía, la pintura y la caligrafía. La pintura de este período se caracteriza por una nueva representación del paisaje, dejando atrás las antiguas fórmulas de figuración predominantemente simbólica por una visión más naturalista y la inclusión en el paisaje general de pequeños paisajes en miniatura, creando con ello un efecto similar al de los fractales, basados en la repetición a diversas escalas de elementos similares o iguales.

Guo Xi, del que se sabe muy poco de su vida, gozó de un estatus muy alto dentro de los círculos imperiales. Fue el artista más famoso de un nuevo y selecto grupo, el de los artistas letrados, elevados al nivel de los poetas y los literatos y ya no meros artesanos, como eran considerados hasta entonces. Los temas más conspicuos de estos artistas eran las flores y los pájaros; pero el tema principal, considerado de la más alta maestría era el del paisaje.

Fundada por el emperador Huizong, la Academia Imperial de Pintura era el órgano más importante de la difusión de este nuevo arte, que llegó a declararse oficial por decreto. Guo Xi fue profesor de este centro y publicó también el primer tratado de pintura de paisaje en esa época, libro imprescindible en el estudio del arte chino desde entonces. Fue el inventor de una nueva técnica representativa en la que mezclaba varias perspectivas simultáneas, que recibió el nombre de Ángulo Total, en la cual no hay un ángulo de visión, sino varios, creando así un efecto de multiplicidad armónica en la visión del espectador.

Este cuadro, llamado “Inicio de la primavera” representa un paisaje el cual, a pesar de su naturalismo, no es real, sino construido con base en el Ángulo Total, en el cual el artista reprodujo varios planos panorámicos y los unió a base del difuminado en los bordes donde se juntan. Pero esta técnica no solo abarca las porciones del paisaje, sino además diversos detalles y así podemos apreciar, por ejemplo, una roca o un árbol desde varios planos, los cuales están distribuidos en las distintas porciones mayores del paisaje total. El difuminado entre las distintas porciones produce un efecto tal que parece que algunas de ellas están flotando sobre las otras, como si estuviesen suspendidas en el aire.

Este resultado solo se puede obtener si la representación no está sujeta a las reglas de la perspectiva, la cual necesariamente “ataría” las diversas partes que componen la obra al plano desde el que se construye la imagen. En efecto, en el arte del oriente la perspectiva no fue conocida sino hasta el siglo XVI, gracias a diversos grabados que llevaron los europeos en las campañas de comercio, conquista y evangelización de estas culturas. Lo más cercano a la perspectiva que existía en estas tradiciones artísticas eran las representaciones de la arquitectura o construcciones volumétricas desde un ángulo tal que se parecían a las perspectivas isométricas occidentales, sin puntos de fuga.

Esta obra entonces no es una reproducción de una realidad tangible y observable en el mundo real. Es más bien una construcción en la cual el artista tomó uno o más elementos naturales y los transformó por su representación desde diversos puntos en un paisaje ideal, o si se quiere, imaginario. En la tradición china este tipo de paisaje está relacionado con lo que se denomina una “verdad interior”, propia y subjetiva del creador, a quien también podría llamársele en este caso “constructor”.

Existen algunos paralelismos a esta visión representativa en el arte occidental, específicamente en la tradición moderna, donde algunos artistas reprodujeron paisajes, personas y objetos desde varios ángulos simultáneos. En seguida salta a la vista el cubismo, que pretendía romper con la representación en perspectiva, pero las construcciones cubistas son eminentemente racionales y marcadamente angulares. Más cercana a esta visión subjetiva era la obra de Paul Klee, quien realizó diversos paisajes y bodegones mediante una desfiguración de las formas, reconstruyéndolas de manera evocadora de un sentimiento o de una sensación. Este aspecto de la pintura de Klee es el más poético y subjetivo de la misma y en este sentido se acerca a las construcciones de los artistas chinos de la dinastía Song.


Pierre-Auguste Renoir, Baile en el Moulin de La Galette. Óleo sobre tela, 1876

Julián González Gómez

Baile en el Moulin de la Galette, 1876En la época en que fue pintado este cuadro Montmartre era un pequeño lugar en las afueras de París, ubicado en un promontorio desde el que se dominaba la ciudad. No había sido tocado por las reformas de Haussman, que transformaron a la medieval París en la llamada “Ciudad Luz”, era un sitio pintoresco en el que vivían y trabajaban los artistas pobres y los bohemios y esto hizo que se convirtiera en un foco de atracción para la gente.

El lugar más famoso de Montmartre era el Moulin de La Galette, un salón de baile que abría los domingos por la tarde, en el que la gente bailaba y procuraba divertirse y pasarla bien hasta la madrugada. Se llamaba así por estar ubicado al pie de uno de los dos molinos que todavía quedaban en el lugar, antaño mucho más abundantes. Los dueños del molino, una familia de apellido Debray, decidieron techar un gran patio que estaba vacío y convertirlo en salón de baile, que tuvo de inmediato gran aceptación y se convirtió en el lugar de moda.

Pierre-Auguste Renoir nació en Limoges en 1841, en el seno de una familia humilde. Su padre era sastre y su madre costurera y la familia emigró a París en 1844 en busca de mejorar su situación económica. Renoir asistió a una escuela religiosa durante su niñez y en la adolescencia ingresó como aprendiz en un taller de pintura sobre porcelana, donde destacó por su habilidad. Su formación como artista fue irregular y pasó por varios talleres, hasta que en 1862 ingresó en el taller del pintor Charles Gleyre y aprobó el examen de ingreso a la Escuela de Bellas Artes. En el taller de Gleyre hizo amistad con otros jóvenes pintores que se convertirían en sus amigos y compañeros de aquí en adelante: Claude Monet, Alfred Sisley y Frédéric Bazille. Con ellos inició la costumbre de pintar al natural y a experimentar con la luz, dando así los primeros pasos que los llevarían más tarde al impresionismo.

Su historia lo llevó por múltiples experiencias junto a los demás pintores del grupo de los impresionistas y participó en los salones desde la primera vez que expusieron juntos. De condición muy pobre, apenas podía sostenerse de no ser por la ayuda de sus amistades y algunos marchantes que vieron en Renoir un gran portento en el campo del arte. Poco a poco logró destacar y se ganó la vida como retratista, al tiempo que sus pinturas impresionistas gustaban cada vez más. En 1872 se trasladó a Montmartre, el lugar más entrañable para él y al que estuvo ligado por el resto de su larga vida. Con el tiempo llegaron la fama y los recursos, hasta que se convirtió en uno de los artistas más venerados de Francia.

En 1890 se casó con Aline Charigot, con la que tuvo varios hijos, de los cuales el segundo, Jean, se convertiría con los años en uno de los directores de cine más importantes del siglo XX. Renoir murió de una neumonía en 1919, a los 78 años. Desde hacía tiempo la artritis le había deformado las articulaciones y esto le había impedido pintar con soltura y profusión. En un acto de profunda convicción y voluntad, se ató los pinceles a sus muñecas para seguir pintando y así trabajó los últimos años de su vida.

El Baile en el Moulin de La Galette fue pintado en 1876. Renoir, por ese entonces un pintor poco conocido fuera de los círculos impresionistas, era un asiduo asistente al Moulin, donde se animaban las tertulias de artistas y escritores al son de la música y las parejas de baile. Por ese entonces tenía 35 años y estaba en plena lucha por destacar con sus lienzos de hermoso y tierno colorido, al lado de otros artistas del impresionismo como Monet o Pisarro. Renoir vivía cerca del Moulin, en donde se divertía junto a sus amigos y, al parecer uno de éstos le sugirió pintar el lugar y la idea le gustó, por lo que se dedicó a tomar apuntes y hacer bocetos y comenzó la pintura en su estudio. Renoir realizó dos cuadros de esta escena, uno de grandes dimensiones y otro pequeño. No se sabe cuál hizo primero, aunque algunos investigadores aseguran que fue el pequeño, ya que era más fácil de transportar y por ello el artista podía llevarlo al Moulin para pintarlo in situ, como era la costumbre de los pintores impresionistas, mientras que el grande fue pintado después, ya enteramente en el estudio.

El cuadro grande fue expuesto al poco tiempo en la tercera exposición de los impresionistas en 1877, donde fue adquirido por el pintor  y coleccionista Gustave Caillebotte, que lo legó al estado francés y actualmente se encuentra en el Museo de Orsay en París. El cuadro pequeño ha tenido un periplo bastante agitado, pasando por varios coleccionistas privados. En 1990 fue vendido en Sotheby’s por un precio increíble, pagando el postor el segundo precio más elevado en la historia por una obra de arte. Luego, fue vendido otra vez y permanece oculto al público en la actualidad.

Con frecuencia se hace alusión a la sensualidad y hasta el claro erotismo que emana de este cuadro. Todos los protagonistas están enfrascados en diálogos abiertos o velados alusivos al contacto de los cuerpos y las miradas. Es un canto al goce y deleite de las personas en una soleada tarde de domingo, por lo que gran parte del atractivo del cuadro está en la representación de estas experiencias vitales. Todas las personas que aparecen en primer plano son retratos de los amigos y amigas del pintor, con los que se reunía cada domingo en el Moulin.

La estructura es simple y directa, con una superposición de planos que se genera por la perspectiva del observador, que está de pie frente a la escena. Por la parte izquierda, abajo, se abre un paso entre los respaldos de las bancas que nos permite acceder al espacio del área de baile y que se va cerrando conforme se adentra en las parejas que están evolucionando. El movimiento está representado por rápidas pinceladas que desdibujan ligeramente a las figuras, lo cual contrasta con la inmovilidad de las lámparas y los árboles, que parecieran también otros tantos observadores de la escena. Es la luz que pasa por estos uno de los elementos más sobresalientes del cuadro, matizando las figuras y proyectándose en tamiz sobre los rostros y ropajes, creando esa atmósfera tan especial que es propia de la pintura impresionista.

Sin embargo, toda esta alegría y vitalidad oculta algunos elementos oscuros que había en estos bailes y que Renoir se negó a representar. Entre estos estaba la prostitución, que era parte muy importante de la interacción entre los  hombres y mujeres que participaban en estos eventos. Detrás de la prostitución hay una serie de connotaciones bastante tristes y hasta trágicas si consideramos que estas jóvenes en su mayoría eran de condición sumamente humilde y apenas ganaban lo suficiente para sobrevivir. Debían recurrir al préstamo de sus servicios sexuales para ganar unos cuantos centavos más, ya que sus clientes eran en su mayoría artistas y bohemios pobres. Quizás en parte por ello es que otros artistas como Van Gogh, Toulouse-Lautrec y Picasso pintaron también el Moulin, pero con un carácter sombrío.

Renoir dejó estos aspectos aparte y nos legó esta maravillosa visión de las personas de su entorno inmersos en un ritual de vida y alegría. Es casi la representación más discreta de un amable rito dionisíaco que nos envuelve y nos lleva en directo a la vida idealizada del París de la Bélle Epoque.


Joseph Mallord William Turner, Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril del Oeste. Óleo sobre lienzo, 1844

Julián González Gómez

 

Turner, Lluvia vapor y velocidadUn pintor de mucho éxito que en sus últimos años se retira del mundo y vive como un excéntrico. Un romántico que reflejó en su arte aquellos aspectos más sublimes y a la vez caóticos de la naturaleza. Un visionario que se adelantó a la pintura impresionista más de treinta años. Todo eso fue Turner y en realidad hay mucho más en la vida y la obra de este genio inglés y universal. Su vida está plagada de anécdotas, como la de muchos otros artistas, aunque en realidad fue un hombre de su tiempo: un pintor profundamente romántico que se rodeó de un aura de cierto misterio.

En sus obras hay siempre cierta Terribilitá que nos hace asumir que somos muy poco ante la majestad de la naturaleza y que ésta nos hace sus juguetes cuando le place. En efecto, en las pinturas de Turner los seres humanos son siempre minúsculos monigotes sometidos a los embates de los elementos y hasta sus más importantes creaciones, como la arquitectura, las naves o las máquinas que los acompañan están sometidas a las mismas fuerzas. Parece como si el desastre fuese a acontecer en cualquier momento, o bien está aconteciendo. Turner se burlaba de la vanidad humana y sin ser un moralista, manifestaba que los afanes de los hombres por convertirse en dioses terminaban bruscamente ahí donde la verdadera grandeza residía: en el portento de las fuerzas imponentes de la naturaleza.

En este sentido se le puede considerar bajo el cliché de artista atormentado, en el que además confluía no sólo una profunda capacidad de observación, sino también una mirada plagada de ironía en lo que se refiere a las cualidades de sus semejantes. Turner siempre quiso saber muy poco de los seres humanos y no le gustaban la ciudad y la política. Tuvo siempre muy pocos amigos y a pesar de ser considerado un artista de primera importancia en la Inglaterra de su tiempo, siempre estuvo alejado de los salones y las tertulias y apenas se aparecía en público alguna vez. Terminó recluyéndose en su casa, viviendo una vida casi de misántropo, haciéndose pasar por un almirante retirado. Como era natural, se le empezó a considerar un loco y poco a poco su aislamiento se fue intensificando, hasta que murió solo y abandonado por todos. Eso sí, dejó una considerable fortuna que legó a una fundación para patrocinar a artistas jóvenes con talento.

Joseph Mallord William Turner nació en Londres en 1775, era hijo de un fabricante de pelucas que luego se volvió barbero. Su madre padecía una enfermedad mental, por lo que la familia se vio en la necesidad de internarla en una institución mental y murió en 1804. La condición mental de su madre siempre atormentó a Turner, que temía heredar la misma enfermedad, algo que sus contemporáneos aseguraban que sucedió cuando ya era un hombre maduro y vivía recluido.  Ahora sabemos que Turner no era un esquizofrénico, pero por ese entonces el estudio de las enfermedades de la mente era completamente inexistente. A los 15 años el joven Turner entró a estudiar a la prestigiosa Royal Academy of Art, después de haber pasado por un par de escuelas menores. El hecho de entrar a estudiar a la principal academia de arte de su país en edad tan temprana nos dice que era un artista precoz y altamente dotado.  Después de graduarse permaneció en la condición de académico durante el resto de su vida, por lo cual siempre fue sumamente respetado por el gremio de artistas y la sociedad en general. Su mentor fue el mismísimo Joshua Reynolds y durante sus años de estudio demostró sus altas cualidades, siendo escogida una de sus acuarelas para la exposición de verano de la Academia en 1790, cuando sólo tenía un año de haber ingresado a ella. Fue conocido no sólo como pintor de caballete, sino también como uno de los mejores exponentes de la pintura en acuarela, una especialidad en la que los artistas ingleses eran los más prestigiosos de Europa. Turner empezó a ganar una gran fortuna como pintor desde que se graduó y, cuando su holgada posición económica se lo permitió, retiró a su padre de su oficio de barbero y se lo llevó a vivir consigo, convirtiéndolo en su asistente y secretario por los siguientes treinta años, hasta que falleció.

Turner realizó diversos viajes a distintas partes de Europa, lo que le permitió conocer las obras de los grandes maestros. Por ejemplo, en su primer viaje a Francia descubrió las pinturas de Claudio de Lorena, quien lo impresionó por sus paisajes marinos de grandes horizontes y luces crepusculares, por lo que decidió pintar sus propias marinas, plagadas de luz y fuerza. Luego descubrió a Canaletto, que lo llevó a explorar las amplias perspectivas y los cielos inmensos. Como amante de la naturaleza y romántico empedernido, Turner hizo infinidad de bocetos y apuntes tomados in situ, que luego reproducía minuciosamente en su estudio. Impresionado por los efectos de la luz, su pintura se fue volviendo cada vez más esquemática y libre, llegando a aplicar la pintura con sus propias manos sobre el lienzo para alcanzar los efectos lumínicos que deseaba. También aplicó algunas de las técnicas propias de la acuarela en sus pinturas al óleo, pues rápidamente se dio cuenta que ambas tenían en común la transparencia y los focos difuminados. Nunca se contentó con las técnicas tradicionales que había aprendido en la academia y siempre estuvo anuente a la experimentación, pues lo que deseaba representar eran las luces y las atmósferas que captaban sus ojos. Poco a poco dejó de pintar al mundo esquematizado en la figuración naturalista y se concentró casi totalmente en la atmósfera matizada por la luz, haciendo que las formas se diluyeran y alcanzando un alto grado de abstracción.

Años después, los impresionistas estudiaron con esmero sus obras, sobre todo Claude Monet y no creo que fuese arriesgado afirmar que en cierto modo estos artistas lo imitaron, ya que sus preocupaciones figurativas y sus investigaciones iban por el mismo sendero que Turner abrió.

Precisamente esta búsqueda de la luz que Turner inició y que lo llevó a una cada vez más marcada abstracción fue el principal factor por el cual sus coetáneos lo empezaron a considerar un loco y lo marginaron de los salones de la academia durante los últimos años de su vida. Por aquel entonces a un artista se le podía perdonar que fuese un misántropo, o en todo caso un excéntrico, pero nunca se le podía perdonar que fuese un transgresor.  En octubre de 1851 enfermó de gravedad y el 19 de diciembre de ese año murió en su casa de Chelsea, Londres, donde había vivido prácticamente recluido desde hacía mucho tiempo.

La obra que aquí se presenta, llamada comúnmente Lluvia, vapor y velocidad, fue pintada por Turner en su última época, en la cual estaba embebido en la representación de la atmósfera y en la que había dejado de lado la figuración objetiva. Representa un ferrocarril que circula sobre el puente de Maidenhead. Aunque Turner era un entusiasta de la revolución industrial, este cuadro no constituye un homenaje a la misma, sino que eligió el ferrocarril para representar a un protagonista que está en movimiento. Pero lo grandioso aquí es que ese movimiento, que es lineal, se mezcla y confunde con el flujo y la oscilación de los fenómenos naturales: la niebla, la lluvia, el río y las nubes que plagan la atmósfera del cuadro con sus vibraciones lumínicas, desdibujando las formas y envolviéndolas. Un detalle contrastante es la pequeña barca que flota sobre el agua con un movimiento apenas perceptible, el cual sirve de contrapunto al movimiento impetuoso del tren. Es un puro deleite visual, en el que no cabe más que disfrutar de los colores y la agitación de la luz, que fluye con total espontaneidad y llega a envolvernos a nosotros mismos, que estamos fuera del cuadro, pero que nos sentimos dentro de él.


Bridget Riley, Llama. Acrílico sobre lienzo, 1962

 Julián González Gómez

 

Riley, llama 1962La abstracción dominó la escena mundial del arte durante toda la década de los años 50 y 60 del siglo pasado. Surgieron diversas tendencias y grupos que experimentaron con todo tipo de abstracción y entre ellas, una de las más conocidas fue el llamado Op Art, especialmente por su aspecto lúdico. Los artistas que idearon esta tendencia basaban su investigación en la creación de imágenes que provocaban espasmos ópticos y mediante campos de color o de tonos de blanco y negro generaban la ilusión de movimiento en el ojo del observador o de profundidades espaciales que no existían.

Algunos de los artistas más conocidos de esta tendencia fueron el húngaro Víctor Vasarely, el israelita Yaacov Agam, los venezolanos Jesús Rafael Soto y Carlos Cruz Díez y la inglesa Bridget Riley. Esta creaba sus ilusiones ópticas con base en medios reducidos a su mínima expresión: figuras geométricas simples, dibujos a partir de distintas líneas negras sobre fondo blanco y repetición del mismo patrón básico.

Riley creó algunas de las más famosas obras del Op Art a partir de los primeros años de la década de 1960 y causaron sensación al ser exhibidas en las galerías de la vanguardia londinense, cuyo público estaba inmerso en la cultura Mod que imperaba en los años previos a la psicodelia. Los miembros de esta sociedad, que eran generalmente jóvenes nacidos en los años en que Gran Bretaña estaba enfrascada en la Segunda Guerra Mundial y crecieron a la sombra de la posguerra, se consideraban gente sofisticada y moderna; escuchaban con deleite el jazz de Miles Davis y John Coltrane, leían a los autores de la generación Beat norteamericana y se vestían siempre a la moda. En su esquema urbano de clase media no irrumpía la evasión y la contracultura que vino poco después y la angustia del holocausto nuclear estaba superada. El arte de los expresionistas abstractos de Nueva York, o el Arte Povera, el Art Brut como lo llamaban los franceses, estaba muy lejos de sus miras, el arte Pop todavía no cuajaba. Las preocupaciones sociales pasaban por simpatizar con las nacientes independencias de las colonias africanas y del Caribe. Se veía el futuro con optimismo, con una identificación cada vez más cercana a cierta anarquía que las máquinas se encargarían de moderar. Los íconos visuales eran los más importantes y de ahí las imágenes más características de esos años como la modelo Twiggy, James Bond y las Vespas. El arte de Bridget Riley era simple, directo y rotundo, además de divertido y por ello se convirtió en uno de los íconos de esta época, que vio nacer a los Beatles y el Austin Mini Cooper.

Bridget Riley nació en 1931 en Londres; estudió en el colegio normal superior de Norwood entre los años 1949 a 1952 en donde se interesó especialmente por el dibujo. Unos años más tarde completó su instrucción en la Royal Academy. En la década de 1950 exploró las posibilidades del arte figurativo en distintas facetas, especialmente el puntillismo, mientras se mantenía como ilustradora de diversas agencias de publicidad. En 1958 visitó una exhibición de pinturas de Jackson Pollock que la motivó a trabajar en la abstracción. A partir de 1960 empezó a trabajar con patrones geométricos de gran dinamismo utilizaba, exclusivamente, el blanco y el negro. Su trabajo pronto la llevó a experimentar con las posibilidades de la desorientación de la vista al percibir estos patrones sinuosos y repetitivos, generando la ilusión de movimiento y así se inició en lo que después se llamó el Op Art.

Estos patrones y su aparente movimiento cuajaron muy bien en esa época como se dijo antes, pero su aparente simpleza en realidad oculta una enorme complejidad en su concepción. Para realizar cualquiera de estas obras se requería un extenuante proceso en su diseño y una nitidez exasperante en su ejecución, pues el más mínimo defecto demerita la totalidad de la obra. En cierto sentido, se puede afirmar que las pinturas Op Art de Bridget Riley son producto de una mente obsesiva y su ejecución un trabajo que requiere una ejecución perfecta. En esos años en los cuales las computadoras todavía no estaban al servicio de los artistas, su realización debió ser una tarea bastante trabajosa.

Otro aspecto importante de las pinturas de Riley es que a través de las ilusiones ópticas que generan hacen partícipe al observador en el proceso de apreciación y comprensión de la obra y ya no un mero espectador pasivo. Es en esta cualidad en la que se encuentra la conexión del Op Art con el arte conceptual que empieza a surgir por estos años, en la cual el público participa en la obra, tal como sucedía por ejemplo en los happenings.

La sencillez de las figuras geométricas puras con las que Riley se expresó son producto también de la búsqueda de una armonía análoga a la abstracción geométrica que años antes habían realizado artistas como Mondrian o Málevich. A través de la geometría se adentraban en un mundo cada vez más ajeno a la realidad y su búsqueda de pureza los llevaba, igual que a Riley, a deshacerse de todos aquellos elementos que no se consideraban imprescindibles. En las palabras de la propia artista:

Comencé a estudiar cuadrados, rectángulos, triángulos y las sensaciones que me generaban… No es cierto que mi obra dependa de impulsos literarios o que tenga intenciones ilustrativas. Las marcas sobre el lienzo son los agentes únicos y esenciales en una serie de relaciones que construyen la estructura de mi pintura

Es precisamente en la estructura en donde subyace la clave para interpretar estas construcciones geométricas y no en la ilusión óptica, que es solamente un producto sucedáneo del proceso.

Esta obra, que lleva el nombre de “Llama”, o también “Flama” fue realizada por Bridget Riley en los años más fecundos de su creación artística. Consiste en una estructura de nueve círculos cuyos centros, al estar ligeramente desfasados unos con respecto a los otros, crean una ilusión de la imagen de una espiral, aspecto que refuerzan las líneas diagonales con las que están construidos. Si se observa durante unos instantes parece como si la supuesta espiral está efectuando un movimiento girando sobre su centro. Es una muestra substancial en la que la suma de un complejo diseño, una ejecución de la mayor nitidez y la dualidad elemental entre el blanco y el negro producen una imagen de gran poder y presencia.


Francisco de Zurbarán, Martirio de San Serapio. Óleo sobre tela, 1628

Julián González Gómez

 

Zurbarán San Serapio, 1628Esta representación del martirio y muerte de San Serapio está muy lejos de las truculentas visiones de muchos pintores del barroco que embadurnaban de sangre las escenas de este tipo. Aquí está representado un hombre que está falleciendo y está acompañado únicamente por el espectador, que asiste como testigo de su último aliento. Su cabeza, ladeada a la derecha en un gesto de abandono, contrasta con los brazos que no han sido vencidos por el peso del cuerpo, lo cual nos indica que todavía hay un último hálito de resistencia y por lo tanto de vida, en el desafortunado protagonista.

Zurbarán resulta siempre un artista esquivo, difícil de interpretar y no porque sea ambiguo u oscuro, sino porque siempre que se le trata de encasillar es evidente que algo importante se omite y ese algo, que está en su obra, parece que fuera demasiado evidente como para haberlo obviado. Claro está que era un pintor barroco, realista y tenebrista como el que más y esas clasificaciones corresponden a lo que se podría llamar su estilo y temporalidad, pero hay en él algo muy propio, muy diferente de las demás otredades artísticas de su tiempo y ese algo es de una naturaleza muy difícil de describir. Al igual que el Greco o Rembrandt, se resiste a la clasificación taxonómica y estéril y no nos da margen para reducirlo a conceptos o a formas concretas.

Francisco de Zurbarán nació en 1598 en Fuente de Carlos, en la provincia de Badajoz en España. Era, por lo tanto, un año mayor que Velázquez, a quien conoció y se convirtió en su amigo cuando fue a completar sus estudios de pintura en Sevilla con Pedro Díaz de Villanueva y frecuentaba el taller de Francisco Pacheco. En Sevilla se relacionó también con otros jóvenes artistas como Alonso Cano y Sánchez Cotán, que eran por esos tiempos, junto a Velázquez, los pintores que más prometían en la ciudad. Sus estudios concluyeron en 1617 al casarse con una mujer diez años mayor que él y con quien se fue a vivir a Llerena, en Extremadura, donde nacieron sus hijos; enviudó a los pocos años y volvió a casarse en 1625. A estas alturas y a pesar de la interrupción de sus estudios, Zurbarán ya era un pintor reconocido. Regresó a Sevilla en 1626, donde se convirtió en un destacado pintor, cuyos mecenas fueron, sobre todo, las congregaciones de religiosos. En el transcurso de los siguientes años pintó gran cantidad de series de cuadros para los conventos de diversas órdenes y también envió bastantes obras a América. Cimentado su prestigio en la ciudad, Zurbarán se convirtió en el pintor más solicitado, especialmente para pintar temas sacros. Incluso el Consejo Municipal le propuso en 1629 que fijara su residencia definitiva en Sevilla, lo cual hizo.

Realizó su primer viaje a Madrid en 1634, donde visitó a su amigo Velázquez, quien lo introdujo en el mundo de la corte. Entonces pudo ver de primera mano las colecciones reales, donde estudió las pinturas de los maestros italianos, los cuales le generaron una fuerte impresión y desde ese momento abandonó parcialmente su tenebrismo caravaggiano para incorporar a su paleta una amplia gama de colores y dotar a sus cuadros de una luz más diáfana. Habiendo obtenido el título de “Pintor del Rey” regresó a Sevilla aún con más prestigio. Realizó innumerables encargos, siempre de temas sacros e históricos para sus mecenas, las órdenes religiosas, tanto para España, como para América. En 1650 realizó su segundo viaje a Madrid, donde realizó algunas obras destacadas. En esa ocasión testificó a favor de Velázquez para que este ingresara a la Orden de Santiago, que era su máxima aspiración. El resto de su vida se lo pasó viajando y pintando entre Sevilla y Madrid y fue en esta ciudad donde falleció en 1664.

El san Serapio fue pintado en 1628, durante el primer período de Zurbarán, caracterizado por ser el más tenebrista y por sus fuertes contrastes tonales. Este santo fue un mártir de la orden de los mercedarios, que murió en 1240 a manos de los piratas sarracenos, quienes seguramente lo torturarían antes de acabar con su vida. En esta obra maestra Zurbarán no pintó a los verdugos malignos y satisfechos, ni tampoco los instrumentos de la tortura o tan siquiera los vestigios del horror que este ser humano ha padecido antes de morir. No hay las acostumbradas manchas de sangre fresca o coagulada, no hay manos crispadas, mirada sufriente o boca que grita, no hay restos de las mutilaciones y las llagas; no hay, en fin, alimento para el morbo, para el deleite en contemplar el tormento que muchos disfrutan como espectáculo y con el que algunos miembros de la iglesia esperaban impresionar a los fieles. Y sin embargo esta pintura nos conmueve hondamente y no podemos sentir sino compasión por este pobre hombre que ya no tiene fuerzas y que está a punto de rendirse ante lo inevitable.

Es un retrato de la más absoluta soledad, no solo porque este moribundo no tiene a nadie cerca de él en el último momento, sino además porque ni siquiera aparece la compañía de los ángeles portando las palmas que garantizan la santidad por el martirio; solo hay negrura al fondo, la negrura de un calabozo húmedo donde ha sido torturado.

La técnica es la de un maestro consumado, a pesar de que este cuadro fue pintado cuando Zurbarán tenía 30 años. A primera vista, lo más destacado es el hábito, fuertemente drapeado y tratado con un virtuosismo técnico inigualable. Su forma está contenida en un elemento geométrico muy simple: un rectángulo que parece colgado de un cordel invisible por las manos. Un ejercicio interesante sería el contar cuántas tonalidades de crema existen en este hábito, que por su exacerbada tridimensionalidad no permite la competencia de otros elementos. Por eso la cabeza y las manos permanecen en el nivel superior de la imagen contra el fondo negro y el escapulario con el escudo mercedario, seguramente agregado por obligación, parece sobrepuesto y artificial. La economía de la imagen es sorprendente, ya que los ingredientes que componen el cuadro son muy pocos, reducidos a lo más esencial. Esta es una de las claves de Zurbarán, que difícilmente se puede dejar de lado. Este maestro siempre redujo sus composiciones a los mínimos elementos, que por lo mismo ganan en elocuencia. Zurbarán nunca pintó componentes accesorios, ni siquiera en los fondos de sus cuadros, que en general suelen ser monocromáticos y están en penumbra. Pocas veces creó escenarios espaciales para sus figuras, que saltan de la pintura y se nos aproximan hasta una distancia cercana, como dejando atrás el marco que las rodea.

Otra característica notable en su arte son las combinaciones cromáticas entre el color blanco y el ocre, que manejó con emotiva limpieza y que, en combinación con los fuertes contrastes tonales, crean una especie de “atmósfera” en sus cuadros. Su tenebrismo se intensifica por el uso del blanco en grandes zonas, creando la ilusión de que los modelos están bañados por una fuerte luz de media tarde, que penetra sutilmente en la escena por una pequeña ventana que nunca se puede ver.

El otro aspecto de Zurbarán que se ha discutido en muchas ocasiones es la espiritualidad de sus figuras, que no se produce porque sus protagonistas sean santos o beatos. La espiritualidad, o si se quiere, el misticismo de sus protagonistas, deviene de la dramática luz con la que están bañados, que proviene de esa pequeña ventana invisible que se mencionó antes. La ventana está siempre arriba y su luz simboliza la iluminación mística, tan preciada en el barroco. Una luz que proviene del cielo, tenue y delicada, al mismo tiempo que provoca los fuertes contrastes ensalzados por el blanco. Zurbarán dejó un legado de genio incuestionable que todavía hoy conmueve y convence por su sinceridad y simpleza, dos claves más en su pintura que lo han hecho célebre entre los pintores del barroco y de todas las épocas.     


Praxíteles, Hermes y Dionisos. Mármol, 350-330 a. C.

Julián González Gómez

Praxíteles, Hermes y Dionisos. Mármol, 350-330 a. C.

Praxíteles, Hermes y Dionisos. Mármol, 350-330 a. C.

Más de dos mil trescientos años después, el arte de Praxíteles nos sigue maravillando por esos múltiples atributos que muestran sus escasas y exquisitas obras. Su sensibilidad estaba muy alejada de los modelos que establecieron sus antecesores Fidias, Mirón o Policleto, que impregnaron sus obras de una vitalidad y fuerza contenidas que hacía de sus esculturas verdaderos templos de perfección estrictamente formal. Praxíteles no creaba dioses ni héroes, sino humanos que reflejaban virtudes divinas, que no es lo mismo. Para entender el alcance de su plástica no basta solo la razón, hay que observar estas formas como alguien que contempla a la amada o al amado: con el arrebato que surge del deseo y con la dulzura que confirma el corazón.

Praxíteles se expresaba a través de la piel y la carne; la primera siempre tersa y la segunda suave. Sus figuras no muestran drama, sino una especie de inconsciencia feliz que los transfigura  en seres dichosos que llevan una vida en la que al parecer nunca se sufre. Son individuos que están inmersos en un mundo de placeres sensuales, donde la vida transcurre plácida y no existe el dolor, la vejez y la muerte. En realidad así era la vida de los dioses, pero los hombres los hicieron soberbios e imponentes y así los alejaron de su verdadera esencia,  Praxíteles se propuso recuperar su candor. Nunca hubo dioses tan humanos y tan jóvenes e inocentes como los que creó este artista.

Y todo a base de la flexibilidad de las líneas que se tornan en suaves curvas de una riquísima expresividad plástica; verticales y sinuosas, son las curvas más sensuales del arte europeo de todos los tiempos y nadie las ha podido superar hasta hoy. La fórmula plástica de Praxíteles está implícita en la totalidad de las obras que se le han atribuido y es siempre la misma, sin excepciones, es como su “marca de fábrica” y a pesar de su repetición nunca cansa.   Las figuras reclinadas nos hablan de relajación y abandono, apoyadas en una pierna, mientras la otra se curva como una prolongación de las líneas directrices del tórax y el vientre. Las cabezas no están colocadas para ver de frente, sino que su dirección es diagonal y así prolongan las mismas curvas mencionadas antes hacia arriba. Los brazos juguetean con objetos o muestran una postura a la vez vivaz y distendida, pero nunca enérgica. Ni un solo músculo está esculpido de tal forma que nos sugiera tensión, ningún rostro nos muestra otra expresión que la de una dicha inconsciente, como la de un niño pequeño, o el abandono indolente.

La obra de este escultor  refleja el momento histórico en el que le tocó vivir: la Atenas del siglo IV a.C. que estaba en plena decadencia y vencida después de la guerra del Peloponeso y las conquistas de Filipo de Macedonia. Era esta una sociedad en crisis, que había dejado atrás los años de gloria y poder y que se estaba sumergiendo en el olvido y la incertidumbre. Eran los años dorados de los filósofos hedonistas y epicúreos, los cuales sostenían una doctrina de evasión a través del placer y el abandono. La sociedad no estaba para promover héroes ni salvadores, ya había pasado por esa etapa y solo quedaba la resignación pasiva, la evasión y los anti-valores, o bien lo que se podría llamar valores anti-clásicos. Praxíteles, como muchos de sus coetáneos, buscó las respuestas a sus interrogantes en los cultos mistéricos, una religiosidad espiritualista en la cual el individuo se abandonaba a sí mismo y estaba sujeto al poder misterioso de las deidades que encarnaban los atributos de la vida, la iniciación, la muerte ritual y el renacimiento, que era el atributo más importante; cultos dionisíacos diría Nietzsche. En el caso de este artista, se inició en los misterios de la diosa Démeter de la ciudad de Eleusis, cercana a Atenas. Los misterios eleusinos celebraban el regreso de Perséfone al lado de su madre Démeter -la diosa de la tierra- en la primavera y traía consigo la vida renovada que se expresaba en la germinación de las plantas, las flores y el apareamiento de las especies. La vitalidad continuaba durante el verano, donde se cosechaban los frutos, hasta que llegaba el invierno, en el cual Perséfone regresaba al Hades y se llevaba con ella todo el ciclo de la vida hasta su regreso en la próxima primavera. En resumen, era un culto a la vida, el apareamiento y el florecimiento, a la creación y las etapas vitales, muy alejado de los periplos de los dioses olímpicos. Las atractivas y refinadas figuras de Praxíteles reflejan la vida y la pureza juvenil de los misterios eleusinos, por eso son tan sensuales y hasta eróticas en cierto grado.

Poco se sabe de la vida de este artista, el más sobresaliente de su época en la Grecia previa al mundo helenístico. Se considera que nació en Atenas en el año 400 a.C., hijo del escultor Cefisódoto, con quien debe haberse formado. Su único biógrafo fue Plinio el viejo, quien se ocupó siglos después de conjuntar los escasos datos que había sobre él por ese entonces. Su obra y su figura llegaron a ser objeto de veneración por parte de los artistas que le sucedieron y las copias de sus esculturas circularon con profusión en Grecia y Roma. Ya desde la antigüedad fueron famosos sus amores con la cortesana Friné, quien le sirvió de modelo para su Afrodita y con quien sostuvo una larga relación. Al parecer poseía abundantes recursos materiales y no vivía de su trabajo, por lo que esculpía por puro placer, aunque su obra se vendía abundantemente, lo cual le debe haber procurado bastante riqueza. Se desconoce el año en que murió y tampoco se sabe si dejó descendencia. Apenas se le atribuyen una docena de obras y todas, salvo dos, se conocen por copias hechas en Grecia y Roma. Las únicas piezas que se consideran auténticamente realizadas por sus manos son un busto de Eubuleos, hallado en Eleusis y este Hermes y Dionisos, hallado en las excavaciones realizadas en la década de 1870 en Olimpia, entre las ruinas del templo de Hera, donde según el historiador Pausanias se encontraba desde la antigüedad.

La atribución de esta obra como un original de Praxíteles ha sido puesta en duda y algunos investigadores han asegurado que se trata de una copia del siglo I a.C. En todo caso, sea o no original de la mano de este artista no le resta valor en cuanto a su portentosa plástica en la que están representados dos hijos de Zeus: Hermes, que es un joven dotado de todas las características de la típica belleza griega con ocho cabezas como módulo de su cuerpo y Dionisos, que aquí se presenta como un pequeño recién nacido. Según el mito, Zeus encargó a su hijo Hermes que protegiese a Dionisos, que era huérfano de su madre Sémele, de los celos de su esposa Hera. Hermes se llevó a Dionisos para entregarlo a Atamante y su esposa Ino para que lo cuidaran y criaran. En esta representación, Hermes y Dionisos hacen una parada en el camino y aquel, apoyado en un árbol, parece estar distrayendo al pequeño con un objeto que portaba en su mano derecha, tal vez un racimo de uvas, al que se quiere abalanzar con hambre su medio hermano. La escultura se encontró fragmentada y no hay ninguna copia antigua, por lo que no se sabe qué elementos sostenía en sus manos Hermes, ni tampoco la posición de la mano izquierda de Dionisos. Antiguamente esta escultura, al igual que la mayoría, estaba pintada de vivos colores; actualmente sólo quedan algunos pequeños rastros de la misma. Pero el tiempo no ha podido borrar la expresión melancólica y abandonada de Hermes, que acentúa su postura, ni la sinuosidad de su cuerpo, esbelto y flexible. Es sin lugar a dudas una de las obras de arte más importantes que la antigüedad nos ha legado y que, como se dijo al principio de este texto, nos sigue fascinando, a pesar del largo tiempo que ha transcurrido desde su ejecución.     


Anónimo, Pantocrátor. Mosaico bizantino, 1261

Julián González Gómez

  

Pantocrátor. Mosaico bizantino, 1261.
Pantocrátor. Mosaico bizantino, 1261.

La grandiosa iglesia de Santa Sofía (Hagia Sofía) de Constantinopla, siendo ya de por sí uno de los más sublimes tesoros de la arquitectura de todos los tiempos, guarda además inestimables tesoros artísticos en su interior, que poco a poco se han ido revelando conforme se restauran sus paredes. Entre estos tesoros destacan los mosaicos, que los artistas bizantinos trabajaron con insuperable maestría empleando pequeñas piezas de piedra o vidrio llamadas Teselas.

Este Pantocrátor es la figura central del mosaico llamado de la «Deësis» (“Súplica” en griego)  y data probablemente del año 1261. Durante la cuarta Cruzada, a principios del siglo XIII, Constantinopla fue invadida por las tropas de Europa occidental, encabezadas por Venecia, que derrocaron al emperador y pusieron en su lugar a un nuevo monarca que abolió la iglesia ortodoxa de Bizancio e impuso el rito católico romano. La dominación duró 57 años, hasta que se reestableció de nuevo el catolicismo ortodoxo y una nueva estirpe de emperadores. Este mosaico no sólo conmemora el restablecimiento de la fe tradicional bizantina, sino además es considerado como el comienzo de un período de renacimiento en el arte pictórico del imperio. Ubicado en una de las galerías superiores de  Santa Sofía, se considera por muchos el mejor mosaico de esta iglesia. El artista que lo ejecutó, cuyo nombre no conocemos, era un maestro consumado en este arte, ya que logró efectos cromáticos y de profundidad que nunca antes habían podido representarse con esta técnica. Además, es evidente que se vio influenciado por el arte pictórico de los maestros sieneses de ese siglo, lo que se evidencia sobre todo en los difuminados de las formas. El mosaico completo contiene las figuras de la Virgen María y Juan el Bautista, que se muestran en escorzo e imploran la intercesión de Cristo  Pantocrátor en el día del juicio final. Sólo se conserva la parte superior del mosaico, ya que sufrió grandes daños al ser recubierto de estuco después de la ocupación de Constantinopla por los turcos en el siglo XV, y la iglesia de santa Sofía pasó a convertirse en mezquita.

La producción artística del imperio bizantino estaba regida por rígidas normas que establecían las características iconográficas de la representación y los elementos que debían contener. El Pantocrátor, que significa “todopoderoso” en griego, era una de las representaciones más extendidas y en su iconografía se muestra a Cristo de forma mayestática, bendiciendo con su mano derecha y con el evangelio sostenido por la mano izquierda, mientras nos mira fijamente de frente con expresión severa que impone respeto. Esta imagen imponía respeto y temor, ya que la expresión de Cristo era generalmente severa y circunspecta, a pesar del gesto misericordioso de la bendición. La aureola o nimbo que rodea su cabeza está complementada por la cruz orlada, que es el símbolo de su pasión y que en el arte bizantino estaba reservada únicamente para esta representación. A los lados del nimbo se han inscrito las tres letras griegas “ómicron, omega y ny” que significa: “El que es”, es decir, el equivalente al nombre sagrado de Dios, cuya persona nos ha sido revelada, pero cuya esencia permanece inaccesible, tal como aparece en las sagradas escrituras.

El Pantocrátor bizantino siempre iba vestido con una túnica de color púrpura, que estaba listada por una franja vertical de oro y todo él se ciñe con un manto azul. La púrpura y el oro eran atributos reservados en la antigüedad al Emperador y al ser representados en la imagen de Cristo ponen de manifiesto su realeza divina. También detrás de esta simbología de los colores se presentas otro significado más profundo: el misterio de la encarnación. De esta forma, la faja se inspira en la imagen del Apocalipsis que dice textualmente:

Al volverme, vi siete candeleros de oro, y en medio de los candeleros a un Hijo de Hombre, vestido de una túnica de talar, ceñido al talle con un ceñidor de oro”. – Ap. 1-13

El color azul del manto simboliza la naturaleza humana de Cristo y es además símbolo de la misericordia divina, en consonancia con el texto bíblico de los salmos:

 “Clemente y compasivo es Yahveh, tardo a la cólera y lleno de amor. Como se alzan los cielos por encima de la tierra, así de grande es su amor para los que le temen”. – Sal. 102-8, 11

La Patrística, que era la disciplina teológica proveniente de los padres de la primitiva iglesia cristiana,  a partir de los datos de las sagradas escrituras y mediante la interpretación de diversos conceptos de la filosofía helenística, estableció el concepto de Pantocrátor, en el cual se presentan cuatro elementos fundamentales: Omnipotencia, Omniconservación, Omnicomprensión y Omnipresencia. De esta forma, Dios es Pantocrátor porque domina todo lo creado, que es parte de él, y es además conservado en su ser, al abrazarlo y contenerlo todo en sí.

Las imágenes del Pantocrátor se solían ubicar en las cúpulas o medias cúpulas de las cabeceras absidiales de las iglesias, o bien en el tímpano de la entrada principal de las mismas, sobre todo en el arte románico de Europa occidental. En este último caso se le representaba en medio de una mandorla, con forma de almendra y rodeado por el tetramorfo, que es la representación de los cuatro evangelistas. La simbología de la mandorla reviste características especiales que se discutirán en otra ocasión, ya que en la imagen que aquí se muestra no la lleva. El concepto de Pantocrátor se relaciona también, sobre todo en la Europa románica, con el de Maiestas Domini o Cristo en Majestad. Cuando se representaba esa relación, Cristo se mostraba como el glorioso juez al final de los tiempos, durante la Parusía, proclamando su justicia para juzgar a vivos y muertos.


Alberto Durero. El caballero, la muerte y el demonio. Grabado al aguafuerte, 1513

Julián González Gómez

Durero 2Alberto Durero (Albrecht Dürer en alemán), es sin ninguna duda el artista más importante de Alemania en la última parte del siglo XV y la primera del XVI. Este artista es conocido no solo por su pintura, de la que llegó a ser un maestro consumado, sino también por sus grabados, realizados con una técnica exquisita nunca superada. Hombre del renacimiento, Durero exploró un sinnúmero de campos del saber y todos eran caminos que conducían al saber último y vital: el arte.

Nacido en Núremberg, el 21 de mayo de 1471, Durero era hijo de un orfebre de origen húngaro que emigró a esa ciudad y se estableció en ella con bastante éxito. Por ese entonces, Núremberg era una ciudad próspera y cosmopolita, con gremios de artesanos bien establecidos y cuya formación era muy rigurosa. Desde muy joven frecuentó el taller de Michel Wolgemut, uno de los grabadores más importantes de la ciudad, en donde aprendió no sólo el dibujo, sino también la xilografía para realizar grabados. Pintó su primer autorretrato a la edad de 13 años y en él ya se puede ver su aprecio por  la línea sinuosa, que sería su compañera por el resto de la vida. Durero acostumbraba dibujar todo aquello que le llamara la atención, con el fin de llegar a dominar la anatomía de los seres vivos y representar la naturaleza de la forma más naturalista posible. La influencia de los maestros flamencos del siglo XV es evidente en sus obras, ya que nunca perdió el sentido de la representación exacta del detalle y el dibujo preciso. En 1494 se casó con Agnes Frey, a quien había regalado un autorretrato en el que sostenía un cardo, símbolo de la fidelidad y que se considera el primer cuadro de la pintura europea en el cual el artista es el protagonista. Poco después realizó su primer viaje a Italia, en el cual tuvo un contacto directo con el arte del renacimiento por primera vez. Cuando regresó a Núremberg iba decidido a implementar los avances de la pintura italiana en Alemania y se aplicó al estudio sistemático de los principios de la proporción y la simetría.

Realizó varias series de grabados que le dieron una enorme fama, no solo en los estados alemanes, sino también en Flandes y hasta la misma Italia. País al que volvió entre 1505 y 1507 y en el que entró en contacto con varios artistas, sobre todo venecianos. De regreso otra vez a su ciudad, siguió aplicando sus estudios y conocimientos para publicar no solo nuevas series de grabados, sino además dos libros sobre teoría estética que serían publicados al final de su vida: Los Cuatro Libros de la Medida, publicado en 1525 y Los Cuatro Libros de la proporción humana, publicado en 1528.

Posteriormente, ya precedido por su fama, realizó un viaje a Flandes, en donde se entrevistó con el monarca Carlos I y luego a los Países Bajos. De este viaje dejó abundantes notas y comentarios, que lo revelan como un hombre sereno, inteligente y culto como el que más. Durero tuvo muchos méritos en vida y no sólo en el campo artístico: llegó a ser personaje principal de su ciudad y un próspero empresario de su propia obra, en especial de los grabados. Respetado y admirado en toda Europa, su influencia se dejó sentir en los artistas de varias generaciones, hasta el punto que el movimiento decimonónico de los Nazarenos reconoció en él a su maestro y mentor.

A pesar de su febril actividad, siempre encontró tiempo para pintar cuadros. En sus pinturas los colores son brillantes y aplicados con un sentido máximo de la economía y el valor preciso para lograr el efecto deseado, que siempre fue la representación exacta de lo que captaba su aguda mirada, entrenada por un sinnúmero de estudios. A veces se le ha achacado a Durero una pobre penetración en la psicología de sus personajes retratados, elemento que sacrificó en bien de la exactitud, pero basta ver los retratos que hizo de su maestro Wolgemut o el rápido esbozo del retrato de su madre anciana para desmentir este supuesto. Durero cabalgó siempre con un pie puesto en el gótico flamenco y el otro en el renacimiento italiano, pero a pesar de esa circunstancia, su pintura está revestida de una dignidad y originalidad pocas veces superada. Murió en su ciudad a los 54 años, colmado de honores.

Este grabado presenta varias imágenes simbólicas que en conjunto pretenden generar un mensaje edificante en el espectador, tomando en cuenta que el grabado tenía una mayor acogida que la pintura, ya que era más fácil de adquirir y era por lo mismo más accesible a personas de diversa condición económica. Así, el grabado tenía bastante difusión, ya que se podían reproducir gran cantidad de copias de la matriz original, la cual siendo metálica, como en este caso, era mucho más durable que las planchas de madera. Por ello, se precisaba ensalzar el carácter didáctico de las imágenes, con el propósito de difundir ideas moralizantes, aunque en otros casos también se empleó como vehículo de crítica política y social.

La figura central y dominante es la de un caballero que va al paso montado en un corcel con elegantes arreos. Va completamente armado y se nota que se dirige a la lucha y no viene de ella, de ahí su circunspección y el aplomo que presenta en su postura y gesto; es el guerrero que va en busca de su destino. A su lado va la muerte, con las carnes putrefactas y serpientes en el pelo. La horrorosa figura va montada en un caballo viejo de paso renqueante y porta un reloj de arena que marca el tiempo, que se acaba ineluctablemente para todo mortal. Atrás va el demonio, ser fantástico y sobrecogedor, que está compuesto por la combinación de varios animales y parece que no ha llamado la atención del caballero, que pasa a su lado sin conmoverse. En la parte inferior se puede ver a un perro, que sigue el paso del caballero y representa la fidelidad. Un lagarto, símbolo del alma que busca la luz, parece estar huyendo de la escena, como una premonición de que va a ocurrir un hecho terrible y oscuro, que acentúa la calavera tirada a la vera del camino. El paisaje rocoso y lóbrego nos remite también a una atmósfera de ominosos presagios, es al valle de la muerte al que está entrando el caballero y su aplomo nos indica que tiene una tarea que va a cumplir, a pesar de las visiones terribles que se le están apareciendo. Cada quien puede sacar las conclusiones que mejor le parezcan.   


Salvador Dalí, El gran masturbador. Óleo sobre tela, 1929

Dalí, El gran masturbador, 1929No es el cuadro más conocido de este famoso pintor, tampoco es tan espectacular como muchos otros que realizó para mantenerse en la cúspide del estrellato artístico durante tantos años. Sin embargo, este cuadro es, a mi juicio, el más representativo de su mejor época, cuando era un auténtico surrealista plagado de obsesiones y monstruos contra los que peleaba en una intensa lucha, de la que se declaró posteriormente perdedor. Dalí se construyó su propia aura de artista cuasi esquizofrénico, excéntrico en todo caso, que le puso en contra de mucha gente y a la vez le ganó admiradores a raudales. Él era esa faceta del arte que la gente quiere ver: una plástica figurativa fácilmente identificable, una fantasía torturada, una auto-referencialidad a prueba de circunspecciones y todo ello confinado en una personalidad que admitía sin el menor recato que era un genio, con todo y bigotes puntiagudos.

Salvador Dalí se unió al grupo surrealista que orbitaba en torno al sumo sacerdote de este movimiento, André Breton, que controlaba con mano de hierro a sus catecúmenos y discípulos, sin permitir la más mínima disidencia. Los surrealistas formaron a pesar de todo una alegre asociación entre artistas, poetas y escritores a la que se unieron antiguos miembros de Dadá como Max Ernst, André Masson y Man Ray y jóvenes artistas emergentes, entre los cuales se encontraban entre otros Joan Miró, Roberto Matta, Wilfredo Lam, Ives Tanguy, René Magritte y el propio Dalí. Hicieron sus correrías más importantes en el París de los años 20 y 30 para luego desperdigarse ante la amenaza de la segunda guerra mundial; el movimiento entonces perdió cohesión y sus miembros siguieron trabajando por su cuenta.  

Dalí era poseedor de una técnica admirable, adquirida en los estudios que realizó en la Academia de San Fernando de Madrid, de la cual fue expulsado en 1926 antes de su graduación al afirmar que no había en ella un profesor que fuese capaz de examinarlo. Admirador de los maestros del renacimiento y barroco, su técnica se asemeja a la de ellos, en especial a Velázquez, que era para él una figura de veneración. En los años en que estudió en San Fernando, se hospedó en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en donde hizo amistad con otros residentes como Luis Buñuel y el poeta Federico García Lorca, con quien sostuvo un apasionado romance que nunca llegó a consumarse, según indicó años más tarde. Ya desde esos tiempos era conocido por sus excentricidades y también hay que decirlo, por su maestría en la pintura, que casi nadie logró igualar en su tiempo. Posteriormente se trasladó a París con Buñuel y ambos entraron en la órbita de Breton y los surrealistas. En 1929 realizó con Buñuel la película “Un perro andaluz” en la cual se muestran muchas escenas del imaginario surrealista y ya aparecen las obsesiones de Dalí que nunca lo dejarían. En esa época se integró plenamente en el movimiento surrealista, en el cual se potenciaba el mundo onírico y el psicoanálisis, aderezado por el nihilismo y la provocación heredados de Dadá. De esta época son sus mejores cuadros surrealistas, entre los que destaca La persistencia de la Memoria. La influencia de su pintura en las obras de otros artistas del grupo es innegable, no sólo en lo que se refiere a la plástica y motivos, sino además porque creó un método que llamó “paranoico-crítico” para producir arte, por medio del cual se accedía al subconsciente y se liberaban las imágenes y energías que luego se representaban en las obras.  Por esa época también conoció a la que sería su esposa y musa, la célebre Gala, que era once años mayor que él y quien estaba por entonces casada con el poeta surrealista  Paul Éluard. A partir de su unión con Gala, Dalí se fue independizando cada vez más del grupo surrealista para montar sus propios espectáculos provocadores entre los que destaca el dibujo que presentó en París de un Sagrado Corazón en el que aparece la frase: “En ocasiones, escupo en el retrato de mi madre para entretenerme”, o la afrenta que hizo a su padre, entregándole un preservativo usado que contenía su propio esperma y diciéndole al mismo tiempo: “Toma. ¡Ya no te debo nada!”.

A partir de 1933 empezó a tener diferencias con algunos integrantes del grupo de los surrealistas, del que fue finalmente expulsado a finales de 1934. A partir de ese momento y siempre en compañía de Gala, inicia sus andanzas fuera de Francia, especialmente en Estados Unidos, donde gozaba de gran renombre. Fue entonces cuando Breton le puso el apodo con el que lo conocerían los surrealistas desde ese momento: “Avida Dollars”, que utiliza las mismas letras de su nombre. La fulgurante carrera de Dalí como artista y hombre-espectáculo continuó durante el resto de su vida, a pesar de que su actitud megalómana molestaba a muchos de sus admiradores, ya que su pintura tenía una calidad innegable. Murió en 1989 a los 84 años, en su casa de Portlligat sin abandonar jamás sus excentricidades y sus provocaciones.

El gran masturbador expresa admirablemente las mejores cualidades y los peores monstruos de este artista. La figura central y más grande de la composición representa una mineral cabeza de perfil volteada a la tierra, de donde proviene el ser humano, como un regreso a lo más básico de su esencia. Alrededor se acumulan figuras simbólicas propias del imaginario del artista como la langosta, las hormigas que representan la muerte, un anzuelo, que representa las ligaduras emocionales, una mujer que surge de la figura mayor y tiene su boca cerca de los genitales de un torso con calzoncillos ajustados, un lirio y fuera de la figura principal la figura de un hombre solitario y al centro una pareja que se abraza, en la cual la mujer se está metamorfoseando en roca. Todo ello en un paisaje vacío y desolado, con un cielo azul e infinito. Todo está colocado de acuerdo a una asociación libre y caótica, producto del automatismo psíquico que era empleado por los surrealistas. Gracias a ello, podemos establecer libremente distintas relaciones, de las cuales el título de la obra nos da sólo una de tantas que hay contenidas en esta pintura. El morbo es explotado con cierta contención, como si a los monstruos lascivos no se les permitiese expresarse con toda su carga procaz y en esto Dalí se muestra todavía timorato en este cuadro. La sugerencia es entonces sólo incompleta y no alcanza a ser más que un tímido vislumbre de la auténtica perversidad con la que Dalí placenteramente se dedicaba a autoflagelarse. Pero es un excelente ejemplo del arte surrealista, en su corriente más onírica, un buen principio para profundizar en los abismos en los cuales se sumergieron estos individuos, perseguidos por sus propias creaciones fantásticas y desdichadas.        


Katsushika Hokusai, La gran ola de Kanagawa. Grabado, 1830

Julián González Gómez

katsushika_hokusai_-_thirty-six_views_of_mount_fuji-_the_great_wave_off_the_coast_of_kanagawa_-_google_art_projectEl arte del ukiyo-e, elaborado en Japón a partir del siglo XVII contiene una frescura y una expresión de síntesis que en occidente solo fue posible realizar hasta el siglo XX, y además bajo la influencia de este modelo oriental. Con elementos llevados a su mínima expresión y con ello a su máxima expresividad, el Ukiyo-e claramente está ligado a la pintura caligráfica japonesa. Ukiyo-e literalmente significa “estampas del mundo flotante”, pero esta expresión tiene una connotación espacial en el contexto del arte japonés. El “mundo flotante” se refiere al entorno en el que vivían las personas de baja extracción social del Japón feudal. Entre estos figuraban los artistas, los mercaderes o los  rōnin, que eran los samuráis errantes que no tenían amo. En cierto modo, eran personas libres, dueños de su destino, el cual era siempre cambiante. En este sentido eran muy distintos de los nobles samuráis, para quienes estaba reservada una vida militar bajo estrictas reglas, al igual que los monjes. El poeta  Asai Ryōi en el año de 1661 definió al movimiento del ukiyo-e en su libro Ukiyo-monogatari de la siguiente forma:

«viviendo solo para el momento, saboreando la luna, la nieve, los cerezos en flor y las hojas de arce, cantando canciones, bebiendo sake y divirtiéndose simplemente flotando, indiferente por la perspectiva de pobreza inminente, optimista y despreocupado, como una calabaza arrastrada por la corriente del río»  

La influencia del budismo zen es innegable en estas personas, que llevaban una vida ajena a la rigidez de la disciplina del bushido de los samuráis, con toda su carga moral y disciplinaria. El ukiyo-e se hizo muy popular en Edo (actualmente Tokio) y los grabados hechos bajo este modelo se produjeron en gran cantidad, hasta el punto que llegaron a occidente en el siglo XIX, donde dejaron impresionados al público y sobre todo a los artistas de finales de ese siglo. Los pintores impresionistas y sus sucesores eran ávidos coleccionistas de las estampas del ukiyo-e y en el caso de Gauguin o Tolouse-Lautrec ejercieron una fuerte influencia en su propio arte.

Los temas favoritos de estos grabadores japoneses eran la vida de la gente común en las ciudades, especialmente en los distritos del placer, el paisaje, los actores del teatro kabuki y el sexo, expresado en vistas explícitas de alto contenido erótico, llamadas Shunga.  

Para producir estos grabados, primero era necesario que el artista, llamado eshi, realizara un dibujo a pincel sobre papel o seda.  Posteriormente el artista llevaba el dibujo a un horishi, o grabador, quien pegaba el dibujo sobre un panel de madera de cerezo, y tallaba cuidadosamente el panel para formar un relieve con las líneas del dibujo. Los colores se fijaban con otros paneles, uno por cada color que llevaría el grabado final. Finalmente, un surishi, o impresor, llevaba a cabo el trabajo de impresión colocando el papel de la impresión sobre las planchas consecutivamente de acuerdo a los colores. La impresión se realizaba frotando una herramienta llamada baren sobre el dorso de las hojas. Como no se usaba una prensa que distribuyese la presión de forma pareja como en occidente, la calidad de la impresión y los tonos podían cambiar ligeramente de una estampa a otra. Generalmente se hacía una gran cantidad de copias, que luego se vendían al público a precios bajos.

Hokusai nació en el año de 1760, en Katsushika, un distrito al este de Edo. Le fue puesto el nombre de Tokitarō y era hijo de un fabricante de espejos del shogun.  Mostró habilidades para el dibujo desde niño y a los dieciséis años entró como aprendiz al taller de un grabador, al mismo tiempo que empezó a pintar. Cuando tenía dieciocho años fue aceptado como discípulo del artista Katsukawa Shunshō, uno de los más grandes artistas de ukiyo-e de su tiempo. Después de un año de trabajar con este maestro, éste le dio el nombre de Shunrō, que empleó en la firma de sus primeros trabajos. Luego, al fallecer Shunshō, se dedicó a estudiar por su cuenta y se dedicó a dibujar surimono, que eran tarjetas de año nuevo, escenas de la vida diaria y paisajes. En el año 1800 publicó sus primeras series, que fueron unas vistas de la capital del este y ocho vistas de Edo. Es durante este período cuando empezó a utilizar el nombre de Hokusai. Como dato curioso, empleó más de 30 seudónimos a lo largo de su vida para firmar sus trabajos.

En 1804 se hizo famoso al hacer un dibujo del monje budista Daruma de 240 metros cuadrados. Ante su fama, el shōgun Tokugawa Ienari  lo mandó a llamar para competir contra otro pintor, al que venció. Después empezó a ilustrar libros, pero su actividad mermó y se vio en graves apuros económicos, por lo que publicó un método de dibujo. En 1814 publicó el primero de quince volúmenes de bocetos, llamados manga, en los que mostraba aspectos de la vida y personajes que eran de su interés. Durante los últimos años de la década de 1820 publicó su famosa serie Treinta y seis vistas del monte Fuji, la más popular de sus series. Otras series que publicó posteriormente fueron vistas de puentes famosos, cataratas y una nueva serie de vistas del monte Fuji. Falleció a la edad de 89 años, en el año de 1849.

La gran ola de Kanagawa pertenece a su segunda serie de vistas del monte Fuji, realizada en 1830. Probablemente es la estampa de ukiyo-e más conocida en el mundo por sus múltiples atributos, entre los cuales está la poética traza de líneas curvas que se encuentran unas a otras, formando espacios cóncavos de gran dinamismo. Está realizada en tres colores, que se complementan magistralmente con el blanco del fondo, dando una ligereza y frescura inigualables a la composición. Muestra la escena de unos pescadores en sus barcas que están luchando contra una mar embravecida, justo en el momento en que una gran ola va a caer sobre ellos. La inmediatez de la escena no nos permite avizorar cuál va a ser el desenlace de este drama, que es contemplado por la figura impasible del monte Fuji en la lejanía, al centro de la imagen. La simpleza y gracilidad de las líneas se resuelven en gráciles rizos representados en las crestas de las olas. De acuerdo a un estudio realizado hace unos años, Hokusai dibujó estos rizos en base a un modelo único y repetitivo bajo un mismo patrón, como si fuera un fractal.

Los seres humanos que aparecen en esta escena son diminutos, están indefensos ante el embate de la gran ola que los ha alcanzado. En este grabado se puede apreciar la desdichada condición del ser humano, cuya soberbia le hace pensar que puede dominar a las fuerzas que rigen el mundo. Aquí se comprueba lo contrario, los hombres están sometidos a una fuerza que es infinitamente más poderosa que todas sus pretendidas aspiraciones. No importa si estos pobres pescadores sobrevivirán o no ante esta bella manifestación de todo el poder de la naturaleza, lo verdaderamente esencial y presente es ella misma, aquí caracterizada en dos formas: la energía y la permanencia.


Hugo van der Goes, Adoración de los pastores. Óleo sobre tabla, 1478

Julián González Gómez

 

van_der_goesEn estas fechas en que se conmemora el nacimiento del Salvador, presentamos esta obra de Hugo van der Goes, uno de los mejores exponentes de la pintura flamenca del siglo XV, junto a Jan van Eyck o Roger van der Weiden. La Adoración de los Pastores es la sección central de un tríptico pintado por el artista entre 1479 y 1478 a petición de Tomasso Portinari, representante de los Médici en la ciudad de Brujas.

Una vez terminado fue llevado a Florencia, ya que fue encargado para la iglesia del hospital de Santa Maria Nuova. Expuesto al público causó sensación, especialmente entre los artistas, a quienes sorprendió el realismo de la composición y la acertada combinación de tonos pardos y azules en una atmósfera sombría, más apegada a las latitudes del norte que a la soleada Toscana. Desde Leonardo da Vinci, pasando por Filippino Lippi, hasta el propio Boticelli, el estudio de esta obra y su técnica dejaron profundas huellas en su trabajo. La influencia de este tríptico fue tal que el propio Ghirlandaio copió los pastores para un cuadro propio. Asombrados por la pintura al óleo, técnica que fue inventada en Flandes, la cual permitía obtener las más sutiles transparencias y pureza cromática, los artistas del renacimiento se enfrascaron por conseguir estos efectos que los pintores flamencos ya dominaban hacía mucho tiempo y lo lograron efectivamente después de mucho esfuerzo ¡y de exigir la importación de las pinturas al óleo desde Flandes! Así quedó desplazada a segundo término la pintura de caballete realizada al temple, patrimonio del primer renacimiento en Florencia, que era más opaca y de posibilidades expresivas más limitadas que la pintura al óleo.

Hugo van der Goes es uno de esos artistas que la historia ha descrito como “atormentados”, en base a su padecimiento mental, ya que sufría lo que en términos modernos se conoce como “bipolaridad”, que lo afectaba en tal grado que llegaba a perder el juicio. Hombre piadoso, ingresó como hermano lego al monasterio conocido como Rodeklooster (el Claustro Rojo), en las cercanías de Bruselas,  pensando que la vida pacífica entre los muros del recinto amortiguaría el sufrimiento que padecía. Se sabe muy poco de su vida; su nacimiento tuvo lugar en Gante, ciudad comercial y de amplia trayectoria artística, donde seguramente inició su formación como pintor, integrándose en el gremio de San Lucas, del que llegó a ser decano, señal de que era un artista de gran reputación en su ciudad. A pesar de ser famoso y de gozar de un patrimonio abundante, llevaba una vida más bien austera. Sus continuas crisis depresivas hacían infeliz su existencia, ya que cuando entraba en esos estados le era imposible trabajar. No se sabe si se casó, o si tuvo descendencia, ya que no consta en los archivos de la ciudad, así que su vida debe haber sido solitaria y tortuosa y parte de esas características se muestran en su trabajo.

Como ya habíamos dicho, ingresó al monasterio en busca de paz y alivio, esto fue en 1478, es decir, al poco de terminar el Tríptico Portinari. Sin embargo, sus crisis mentales prosiguieron con la misma intensidad, lo que hizo que intentara suicidarse en 1480 sin éxito. Murió en el monasterio dos años más tarde, a los 42 años, dejando escasas pinturas y, salvo el Tríptico, ninguna estaba autografiada.  Esto ha hecho muy difícil su investigación y en muchos casos, los expertos han debatido sobre su autoría en ciertas obras que se le atribuyen.

Esta Adoración de los Pastores es su obra más célebre y una de las cumbres del arte flamenco del siglo XV. Representa el episodio bíblico de la adoración del salvador por parte de los pastores de Belén, ante el aviso de su nacimiento. La figura central es la Virgen, representada por una joven flamenca rubia, ataviada con un vestido azul profundo, con sus manos juntándose en gesto de adoración al ver a su recién nacido, que está representado a tamaño natural respecto a la madre. Este pequeño está simplemente tendido en el suelo, tal y como si acabara de nacer y de su frágil cuerpo brotan rayos luminosos que apenas aclaran el contorno. La iconografía de la época obligaba a representar al Salvador en esta postura y abandono, a diferencia de la representación en brazos de su madre, propia de la presentación ante los Reyes Magos. Este ser aparentemente tan frágil y separado físicamente de su madre está rodeado por una cohorte de ángeles que lo adoran y protegen, la mayoría postrados de rodillas y varios más que flotan en el aire. Otro ángel que está flotando en el extremo superior derecho va anunciando a las gentes la buena nueva. A la izquierda se ve a San José en la misma actitud, pero está de pie.

Los pastores ocupan todo el cuarto superior derecho de la pintura. Tres de ellos han llegado a postrarse para adorar al niño y en sus rostros se pueden ver sus respectivas características psicológicas: el que está más bajo es un anciano todo bondad y gratitud, señal de ser un hombre de fe que junta sus manos para agradecer el advenimiento del Mesías; a su derecha un hombre joven denota incredulidad en su expresión y tal vez cierta hipocresía, como si hubiese acudido más por curiosidad que por fe; detrás de ellos un tercer pastor está pasando por un momento de supremo frenesí, con su boca entreabierta y sus ojos abriéndose en una mueca de arrebato que hace que su mano derecha se apriete con fuerza en el instrumento de labranza, mientras que su izquierda sostiene un sombrero que ha llevado al corazón. Más atrás otros pastores y campesinos están llegando presurosos ante el anuncio del ángel, mientras que dos jóvenes mujeres parecen ajenas a la historia, mientras caminan delante de una población.

Todos estos personajes revelan las distintas reacciones de los seres humanos ante el acontecimiento celestial y es precisamente en su representación en donde van der Goes pudo saltarse las fórmulas iconográficas preestablecidas para dar rienda suelta a su creatividad, no exenta de moralismo. En efecto, el agudo contraste entre la gravedad y el hieratismo de las figuras sacras y la emocionalidad de los personajes humanos nos presenta las contradicciones entre los dos mundos que eran evidentes en la época y el contexto en el que se creó esta obra. Jesús recién nacido está en el centro de ambos, todavía sin plena consciencia de su papel fundamental como eje alrededor del cual giran los cielos y la tierra, el universo en su totalidad. Su nacimiento viene a ser entonces el acontecimiento más importante de las historias de los cielos y la tierra, de acuerdo a las enseñanzas de San Agustín, a las cuales debe haber sido muy afecto van der Goes.  


Johann Heinrich Füssli, Silencio. Óleo sobre lienzo, 1800

Julián González Gómez

JohannHeinrichFussliSilenceFüssli era un personaje polifacético e inquieto, amante de un arte cuyas raíces se hundían en el pasado, pues para él, el presente era un vehículo para viajar hacia atrás y no precisamente retrocediendo. Pintor, dibujante, ilustrador, escritor, poeta y erudito, Füssli reunía muchas facetas para las cuales la vida de un solo ser humano no alcanzaría a cubrir. Sin embargo, en la suya propia no sólo abarcó todas, sino además con gran sensibilidad y grandeza. Pero no nos confundamos, no era un “hombre del renacimiento”, a pesar de que en su faceta de pintor y dibujante la influencia de esa época es fundamental, sobre todo del manierismo del siglo XVI al que profesó verdadera veneración.

Füssli era “hombre de la ilustración”, lo cual lo asemeja y lo aleja al mismo tiempo del renacimiento, pues si en este el saber era apreciado como una virtud vivencial, en la otra era casi una obligación espiritual, lo cual no es poco para una diferencia. En efecto, el hombre ilustrado pretendió emanciparse de los fantasmas absolutistas a través de la erudición y del conocimiento de la mecánica que gobierna el mundo, solo para darse cuenta que al final existe un nuevo principio y que la razón, que es su vehículo de descubrimiento, lo llevará a un callejón sin salida, a menos que la vista con los ropajes de una diosa y la venere en el plano espiritual, tal como le sucedió a Kant y a algunos poetas. Otros, como Voltaire, se convirtieron en unos cínicos y otros más, como Rousseau, en unos pesimistas. La visión ilustrada tuvo matices de toda índole: jurídicos, políticos, científicos y filosóficos, pero en el arte estos matices fueron de carácter frío, distante del sentimiento que abarca buena parte de la vida de todo ser humano. Por ello los espíritus que ya estaban inquietos se transformaron en exaltados y buscaron desesperadamente las respuestas en la contraparte de la razón: en la no-razón, en el mundo de la fantasía unos y en tornar la vista hacia atrás otros, buscando llenarse otra vez de la fe que perdieron. Pensándolo bien, quizás no era falta de fe, sino más bien una pérdida del sentido de lo inconmensurable, de lo que debería estar más allá y que aparentemente se había desvanecido a golpes de raciocinio y lógica deductiva. El miedo al vacío es primario y visceral, y por ese entonces todavía no había aparecido el fantasma del positivismo, mucho menos el materialismo histórico y sus consecuencias, que servirían para darle vía libre a las nuevas religiones que suplantaron la visión universal del cristianismo en la vida de las sociedades.

Buscar el escape al vacío a través de la exaltación de lo sublime, de lo fantástico, del mito de un pasado idealizado, he ahí la esencia del romanticismo. Pero la exaltación romántica tenía una base de firme conocimiento y de acumulación erudita de saber, no era un arrebato supersticioso o vacío.  El romántico, que era ante todo un poeta y un viajero, se adentraba en territorios cada vez más lejanos, tanto afuera como adentro de sí, a fin de descubrir las fuentes del conocimiento pleno, cuya existencia intuía.

Nacido en una familia de amplia cultura, en la ciudad de Zürich en 1741, Füssli tuvo contacto con el arte desde su nacimiento, ya que su padre era anticuario y además pintor. En su juventud se unió al grupo Sturm und Drang, un movimiento de origen alemán que exaltó la fantasía y las emociones en contraposición al racionalismo de la ilustración. Por medio de Sturm und Drang, Füsli aprendió que los instintos y las pasiones del hombre eran un campo fértil de expresión artística; pero aún más, entendió que esa postura debía abarcar no sólo el campo de la estética, sino la vida en su total. Encontró en el pasado la fuente de esas vivencias, en la poesía de Shakespeare y de Milton y en ellos la pasión que encendió la mecha de su propia creatividad. Pero también halló en la poesía un sentimiento trágico que nunca lo abandonaría, una visión pesimista sobre el propio ser humano que le hizo ahondar en las regiones más oscuras de la psique, en donde creía hallar el motivo fundamental y trascendente de la existencia.

Antes de dedicarse a la pintura, Füsli desarrolló la faceta de ilustrador de libros y también de dibujante. Todavía en Suiza hizo una serie dedicada, así, tal cual, a la “estupidez humana”, trabajados con grandes contrastes tonales y con una fuerte tendencia al erotismo. Unos años más tarde se tuvo que exiliar a Alemania por publicar un panfleto contra el gobierno de Zürich, y contactó con algunos escritores prerrománticos, que trabajaban en una línea parecida a la suya. En 1764 se estableció en Inglaterra, donde empezó a ilustrar algunos textos de Shakespeare y tradujo el Macbeth al alemán. En Inglaterra entró en contacto con los ambientes aristocráticos y llevó una vida más mundana, desenvolviéndose como escritor, dibujante e ilustrador. En esta época empezó a realizar dibujos de un carácter más fantástico, pero también más cruel y oscuro, fruto de su cada vez más fuerte convicción pesimista del ser humano. También empezó a considerar el arte como un campo que sólo debían cultivar los genios y debía ser asequible únicamente a las élites intelectuales, por lo cual algunos lo consideraron un reaccionario.

Entre 1770 y 1778 se estableció en Roma y entonces decidió dejar sus demás actividades y dedicarse únicamente al arte. En Italia conoció de primera mano las obras de los maestros que más admiraba, sobre todo Miguel Ángel y los manieristas, de los que copió diversas obras y tomó algunas de sus modalidades de pintura para su propia obra. De aquí viene su estilo severo y monumental, concentrado en fuertes valores de contraste y figuras estilizadas. En 1779 retornó a Inglaterra a dedicarse por entero a la pintura y por el resto de su vida gozó de fama en los ambientes cultos e intelectuales, que era el círculo en el que se desenvolvió hasta su muerte en 1825. Relegado al olvido durante bastante tiempo, su memoria fue rescatada primero por los expresionistas y luego por los surrealistas, que vieron en él a un predecesor de su propia expresión artística.

Esta obra, llamada “Silencio” fue pintada por Füsli en su madurez y muestra mucho del esquematismo y contraste característicos de su pintura. Es un cuadro prácticamente monocromo, con una única figura rotunda y luminosa que se sobrepone al oscuro fondo, en una postura que denota ambigüedad de sentimientos y que oscila entre el abandono y el ensimismamiento. Parece como si esta mujer de rubios cabellos y cuerpo grande está buscando en su interior una energía misteriosa que la proyectará hacia otro plano, o quizás la emancipe de esa oscuridad que la rodea. Tal vez esta mujer representa el espíritu romántico, tal vez representa al propio autor o quizás al espectador que pueda ver a través de ella la lucha interna que lo liberará de los fantasmas que lo aterrorizan.


Wasili Kandinsky, Composición, óleo sobre tela, 1913

Julián González Gómez

KANDINSKY_Improvisación con forma (fredde) 1913Los logros de Kandinsky son hoy reconocidos por todos aquellos que de una forma u otra aprecian el arte moderno, pero para él cada logro fue resultado de una lucha sin cuartel y un afán de experimentación que nunca cesó en el transcurso de su vida. Tal vez su mayor logro, que también fue su mayor descubrimiento: el arte abstracto, paradójicamente fue el resultado de una casualidad, de un accidente o quizás de la concatenación de diversos factores que cuajaron en un momento único e irrepetible. Según su propio testimonio, una mañana regresó a su estudio, en donde había dejado montado de cabeza en el caballete un cuadro que estaba en proceso de ejecución y al entrar y verlo así, al revés, sin una referencia que resultara familiar, de pronto se dio cuenta de la belleza de las manchas de color sin forma definida, de los trazos puros, del lenguaje de los colores agrupados sin un aparente sentido. Fue así como empezó a concebir el arte abstracto como aquel que no representara el mundo sensible tal como lo vemos habitualmente, o mejor aún, como lo entendemos habitualmente. Así, el arte abstracto sólo haría referencia a sí mismo, representando mundos desconocidos y no habituales, de acuerdo a las condiciones de la observación común que hacemos.

Esta nueva referencia establecería una sólida base conceptual para este arte, carente hasta entonces de la misma (estamos hablando de 1908) y sólo visto ocasionalmente como un juego o en todo caso una rareza, ya que la abstracción en el arte siempre ha existido. De esta forma, al contemplar un cuadro abstracto, el observador no está viendo una representación de la naturaleza en cualquiera de sus manifestaciones, sino una nueva naturaleza que el artista ha creado y representado sólo en el cuadro. Esto no satisfizo a muchos de los llamados “conocedores” que en su mayor parte alegaban que el ser humano no es capaz de representar nada que esté afuera de la naturaleza sensible, es decir, el mundo fenomenológico y por ello, este supuesto “arte” no es más que una impostura o, para ser más bondadosos, una visión “lírica” de la propia naturaleza y nada más. Kandinsky dedicó gran parte de su larga vida a desmentir estas aseveraciones y demostrar la validez de su postura desde diversos puntos de vista, incluyendo la filosofía y la espiritualidad. En un principio partió de un texto de Wilhelm Worringer “Abstracción y Empatía”, en el cual el autor discute la idea de que la representación plástica basada en la perspectiva renacentista no es válida para considerar el arte de otros pueblos, especialmente los nórdicos, cuya base fundamental de representación no es figurativa, sino abstracta. Kandinsky, que provenía de la cultura rusa y asiática y que se identificó con la cultura alemana tradicional se sintió plenamente identificado con este punto de Worringer, al que sumó sus propias opiniones.

La abstracción a la que llegó Kandinsky, llamada por algunos “Abstracción Lírica”, fue el resultado de un proceso que inició este en su natal Rusia desde finales del siglo XIX cuando decidió dejar los estudios universitarios y una cátedra para dedicarse por entero al arte. Kandinsky procedía de una familia acomodada y culta, en la cual el arte tenía un protagonismo especial. Nació en Moscú en 1866, su padre era un comerciante de té procedente de Kyakhta, población cercana a la frontera china en Siberia. Vivió un tiempo en Odessa, hasta que se trasladó definitivamente a Moscú para iniciar estudios de Derecho y Ciencias Económicas. Por esa época se casó con su primera mujer y en 1893 fue nombrado profesor en la Facultad de Derecho. Según sus palabras, hubo dos acontecimientos que marcaron su vida durante esta época: la exposición de los pintores impresionistas que se llevó a cabo en Moscú hacia 1895 y la representación de la ópera Lohengrin de Wagner en el teatro Bolshoi. Kandinsky sintió la necesidad de estudiar arte y dedicarse a esta actividad por el resto de su vida, pero en Rusia no había una academia que considerara lo suficientemente avanzada como para someterse a la disciplina, por lo cual decidió emigrar a Alemania. Por otra parte, dominaba la lengua alemana, lo cual era común dentro de las familias cultas de la Rusia zarista y a los treinta años decidió viajar a Munich para inscribirse en su Academia de Arte. Fue rechazado, por lo cual ingresó en una academia privada hasta que por fin en 1900 fue admitido en la Academia de Munich donde continuó sus estudios.

Posteriormente su preocupación principal estuvo asociada a la introducción del arte moderno en la ciudad, tarea nada fácil ya que Munich se caracterizaba por el conservadurismo de sus artistas. Más adelante fundó con August Macke y Franz Marc el grupo “El Jinete Azul”, al que se unieron posteriormente otros artistas de la vanguardia y se constituyó en el segundo grupo representativo del expresionismo alemán, después de “El Puente”, que había sido fundado en Dresde alrededor de 1906. La paleta de Kandinsky se caracterizó siempre por los colores brillantes y un sentido de síntesis que hacían que su arte se asemejara a los trabajos de los fauvistas franceses.

Kandinsky, poseedor de una fuerte vena espiritual y mística, compartía con otro de los pioneros de la abstracción, el holandés Piet Mondrian su afiliación a la Sociedad Teosófica, fundada por Mme. Blavatsky desde el siglo XIX. La Sociedad basaba sus creencias en el misticismo oriental en conjunción con el espiritualismo europeo que estaban en boga y sus miembros se sentían parte de una hermandad que buscaba las respuestas a las grandes interrogantes a través de las experiencias místicas. Tanto para Mondrian como para Kandinsky, la espiritualidad se hallaba en relación intrínseca con su quehacer artístico. En 1912 publicó “De lo Espiritual en el Arte”, texto fundamental para los artistas de las vanguardias y por el que se dio a conocer en Europa. Posteriormente empezó a desarrollar la abstracción de una forma sistemática y abandonó definitivamente toda referencia figurativa en sus pinturas, las cuales empezaron a adquirir un carácter cada vez más libre y auto referente, consolidándolo como el principal exponente de esta tendencia no sólo en Alemania, sino en toda Europa. Al iniciarse la guerra europea en 1914 regresó a Rusia y se involucró más tarde en los movimientos sociales que precipitaron la revolución de 1917. Al año siguiente, su afán por colaborar con el nuevo régimen y la consolidación de lo que veía como una nueva sociedad lo llevaron a trabajar en la política cultural y se dedicó a la enseñanza en el recién creado Instituto de Cultura Artística de Moscú. Más tarde, desencantado por los bolcheviques y su autoritarismo, aceptó la invitación de Walter Gropius para unirse como profesor en la Bauhaus de Weimar, donde enseñó durante varios años hasta su clausura en 1933, año en el que se marchó de Alemania para residir en París hasta su muerte, acaecida en 1944. En la Bauhaus Kandinsky investigó sobre la psicología del color y de la forma y se interesó en los problemas más complejos de la composición, siempre desde un punto de vista abstracto. La obra que realizó desde esta época denota sus investigaciones y la influencia del constructivismo.

La obra que aquí presentamos fue pintada en la época en que Kandinsky estaba consolidando su abstracción por medio de la experimentación libre de formas y combinaciones cromáticas. Al igual que la mayor parte de las pinturas que realizó por ese entonces no tienen un título individual, sino genérico y las llamó “composiciones” y en otros casos “improvisaciones” de acuerdo al método que empleó para realizarlas, unas veces más formal y otras más espontáneo. En este caso, al llamar a la pintura “Composición” Kandinsky nos dice que realizó diversos ensayos y bocetos previos para realizarla con un propósito específico. Aquí predominan los colores primarios: azul, rojo y amarillo, ligeramente matizados por las dos tonalidades básicas: blanco y negro. El equilibrio que trata de establecer está entonces en relación con el cromatismo el cual, al descartar los colores secundarios o terciarios y los tonos grises, busca un efecto de pureza cromática que se presenta a nuestros ojos en diversas combinaciones, pero en número limitado. En este sentido, las formas dejan de tener protagonismo e importancia pues son los colores los que dominan por completo el esquema total de la obra. En sí, además de ser una obra de arte, esta pintura, al igual que la mayoría que realizó, son un ejemplo de composición y una muestra de experimentación con un carácter eminentemente dinámico y sobre todo didáctico. Así, Kandinsky no sólo pintaba para agradar nuestros sentidos, sino sobre todo para mostrarnos ejemplos de ideas que se concretan en una expresión gráfica. Maestro y artista en una unión simbiótica que dejó algunas de las páginas más sobresalientes del arte de las vanguardias históricas del siglo XX.    


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