Mark Tobey, «Ritual». Tinta sobre papel de arroz, 1957

Julián González Gómez

Tobey.Space.Ritual.1957.Sumi ink on Japanese paperUna obra de arte no tiene que decir necesariamente nada, ni contar anécdotas, hacer analogías o relatar historias. Una obra de arte puede ser silencio, un espacio donde el vacío se expresa en quietud; el lugar donde mora aquello que es inefable y eterno.

Se puede contemplar una pintura solo con los ojos y entonces nos puede decir algo; se puede contemplar también con los ojos y la mente y entonces tal vez nos diga más. Se puede contemplar con los ojos, la mente y el corazón y en esta ocasión nos puede impactar profundamente. Pero esta pintura no hay que verla con los atributos antes mencionados, se necesita verla con algo más. Este “algo más” consiste en la contemplación más pura, aquella que proviene de la consciencia y no del intelecto o los sentimientos. Es la consciencia que mora en el vacío: la del observador que no evalúa, no se apega y no juzga. Es la sensación en su estado más prístino y más ecuánime, la sensación que cuando se vuelve permanente significa que el que la ha alcanzado es un iluminado.

Estos conceptos que provienen del budismo, especialmente del Zen, son la fuente de la que bebió un artista como Mark Tobey. La técnica es mínima: tinta blanca sobre papel de arroz. La ejecución también es muy simple, son simples rayas trazadas aleatoriamente conformando una superficie a la vez densa y ligera. Son vectores que se proyectan en todas direcciones y se entrelazan, dejando entre ellos el espacio negativo de la tonalidad del fondo. No puede haber algo más carente de sofisticación. Pero lo mejor de todo es que, tal como como se mencionó antes, aquí no se quiere expresar absolutamente nada y precisamente la nada es su esencia, además de su temática. Por eso no creemos que se pueda comentar mucho sobre esta obra. Es mejor contemplarla sin evaluarla y dejar que nos inunde la mente con su vacío.

Tobey llamó a estas pinturas “escritos blancos” y casi todas ellas consisten en una red de signos caligráficos reducidos a su mínima expresión y al ligar unos con otros en redes se vuelven abstractos y neutros. Aunque Tobey fue asociado al expresionismo abstracto, su pintura difiere de esta escuela, sobre todo de la action painting en cuanto a su elocuencia, ya que las obras de esta tendencia solían poseer un carácter muy expresivo y dinámico como es el caso de Pollock y De Kooning, pero Tobey no pintaba por impulso y no improvisaba; todo lo contrario, sus pinturas suelen tener un carácter reposado y silencioso, libre de estridencias.

Mark George Tobey nació en Centerville, Estados Unidos en 1890. Cuando tenía dos años, su familia se trasladó a Chicago y desde muy joven se inscribió en el Instituto de Arte de esa ciudad. En 1911 se marchó a Nueva York donde realizó diversos trabajos como dibujante de retratos y delineante de una casa de modas. Su primera exposición la realizó en 1917 en la galería Knoedler y pasó prácticamente desapercibida para los críticos. Las noticias sobre los horrores de la Primera Guerra Mundial que por entonces estaba desgarrando Europa lo afectaron profundamente y le hicieron decepcionarse de la cultura occidental, que juzgaba destructiva y aberrante y por eso puso sus ojos en la filosofía de las culturas orientales. Se convirtió entonces a la fe Bahai, en la cual predominan elementos místicos y orientales, que adoptó con gran vehemencia.

Habiéndose trasladado a Seattle en 1922, un año después conoció a un pintor chino llamado Teng Kuei quien le enseñó los principios de la caligrafía, arte que después de mucho tiempo y empeño logró dominar. En 1925 realizó un viaje por Europa y Oriente Medio, viviendo un tiempo en París, luego en Barcelona y finalmente en Estambul, Beirut y Haifa. En estos lugares se despertó en él un profundo interés por la cultura islámica. Después de este viaje regresó a Seattle donde participó en la fundación Free and Creative Art School. Posteriormente, inició una serie de viajes que lo llevaron a distintas regiones del mundo. Residió en China para perfeccionar su caligrafía y después vivió por un tiempo en Kioto, Japón, en un templo budista Zen.

Después de ese periplo, a partir de 1937, empezó a trabajar en sus “escritos blancos” que, con el tiempo, le otorgaron una gran celebridad y lo consagraron como un artista de gran misticismo. Después de la Segunda Guerra Mundial realizó múltiples exposiciones en Europa y Estados Unidos; en 1956 recibió el Premio Internacional Guggenheim y poco después, el Gran Premio de pintura en la Bienal de Venecia.

En 1960 se estableció en Basilea, Suiza, donde continuó su obra cada vez con más ímpetu y recibió además varios premios internacionales. Murió en esta ciudad en 1976, a los ochenta y seis años.


René Magritte, «La condición humana». Óleo sobre tela, 1935

Julián González Gómez

En un recinto luminoso, se abre una puerta conLa_Condicion_Humana_Magritte un arco de medio punto viendo al océano desde una playa. En este recinto hay un caballete con un cuadro en el que se puede ver pintada la continuación del paisaje, como una prolongación del mismo. Una enigmática esfera de tono oscuro está posada sobre el piso de color azafrán y muy cerca del umbral de la puerta. Hay en esta pintura un silencio casi absoluto, dentro del cual ni siquiera las olas del océano emiten un lejano sonido. Sin embargo, a pesar del silencio, la imagen despierta una profunda turbación y extrañeza.

El título es enigmático: La condición humana y cuando lo interpretamos nos surge una pregunta: ¿a qué condición se refiere esta imagen? o bien, ya presos de cierta angustia: ¿qué quiere decir esto? Si nos atenemos a que Magritte por la época en que pintó este cuadro había estado asociado cercanamente al grupo de los surrealistas podríamos contestar: “no quiere decir nada, absolutamente nada”. Pero este artista era quizás el más surrealista de todos, o tal vez el menos dogmático del grupo. Su preocupación giraba en torno a la comunicación que establecían las imágenes y en este sentido resultan siempre ambiguas, pero nunca carentes de sentido. Un sentido que es demasiado sutil para interpretarlo de un solo vistazo.

¿Es posible proyectar nuestras propias angustias y miedos en este cuadro? depende de nosotros y de nuestras carencias o excesos. Por supuesto, no pueden faltar sensibilidades poco desarrolladas a las que les parezca todo esto ridículo y carente de sentido, dan media vuelta y se olvidan de la imagen; a ellos no está dirigido este texto.

Para interpretar a un artista como Magritte se necesita poseer la cualidad de cuestionar todo, incluso lo que estamos interpretando como evidente. Magritte nos engaña con su técnica hiperrealista, la cual permite que creamos estar viendo algo conocido y común, pero si somos cuidadosos no deja de desconcertarnos ese lienzo que aparece en el caballete. Parece una ventana que amplía más el horizonte, el cual aparece constreñido entre los límites de la puerta. No es una ventana, es una pintura en la cual se representa el paisaje como una prolongación del mismo, es decir, es una mímesis de lo que está afuera del recinto. El mar está vacío, también el cielo y en la playa no hay nada, por consiguiente no es una pintura representativa de ninguna anécdota o en todo caso una historia. Aquí aparecen solo cuatro protagonistas: el paisaje, el recinto, la pintura y la bola oscura. Pero si nos limitamos a esta cuantificación dejamos de lado un quinto elemento: nosotros, que somos los que estamos viendo la pintura. ¿Quiénes somos nosotros? ¿Quién soy yo? Y con estas preguntas empieza el cuestionamiento que nos llevará, si somos lo suficientemente perspicaces, a la respuesta que plantea este desconcertante cuadro.

Una clave está en el título: La condición humana. ¿Es que acaso somos lo suficientemente humanos para cuestionar nuestra propia interpretación del mundo? La respuesta es que eso depende de nuestra propia condición: ¿Somos una ventana o solo somos una imagen que creemos que es una ventana? Por otra parte, siguiendo el mismo patrón podríamos preguntar: ¿somos el mundo o creemos que somos solo una representación de él? Y finalmente: ¿qué demonios significa esa bola?

Todas las preguntas que pueden surgir plantean la misma problemática acerca de lo que es nuestra propia identidad y el sentido que le damos a lo que creemos ver. Pero no nos confundamos, en este cuadro no hay ningún discurso moralista, ni tampoco ningún señalamiento acerca del destino o el pasado, no hay planteamientos metafísicos. Es desconcertantemente ambiguo y está plagado de ironía.

René Magritte nació en Lessines, Bélgica, en el año de 1898. Era hijo de un sastre y comerciante de telas y su madre padecía de serios problemas psicológicos que al final la llevaron a suicidarse en 1912, cuando René tenía trece años. Su primer aprendizaje en arte lo realizó en la Escuela de Châtelet para después, en 1916, inscribirse en la Academia de Bellas Artes de Bruselas, donde permaneció hasta 1918. Sus primeros cuadros muestran la influencia de las distintas vanguardias que por ese entonces estaban en boga, sobre todo el cubismo y el orfismo. En 1920 expuso por primera vez en el Centro de Arte de Bruselas y tres años después participó, junto a varias figuras como Lissitky, Moholy-Nagy y Feininger, en una exposición en el Círculo Real Artístico.

El giro fundamental de su obra se verificó en 1922 cuando vio una reproducción del cuadro La canción de amor de Giorgio de Chirico, el padre de la pintura metafísica, que fue un precedente del surrealismo. En 1927 viajó a París con su esposa Georgette y se estableció en la ciudad, entablando inmediatamente contacto con los miembros del grupo surrealista, que encabezaba André Breton. Participó en diversas exposiciones del grupo pero en 1930 regresó a Bruselas, ante el distanciamiento que había tenido con Breton y otros miembros y también escapando de las polémicas que por ese entonces se manifestaban en el ambiente artístico parisino.

Se estableció en Bruselas, donde vivió el resto de su carrera junto a su mujer y siendo considerado el pintor belga más destacado de su tiempo. Murió en esta ciudad en 1967 víctima del cáncer.


Guido Reni, «Hipómenes y Atalanta». Óleo sobre tela, 1619

Julián González Gómez

Hipomenes_y_Atalanta_Guido ReniEn un ambiente poblado de colores terrosos y de altos contrastes entre luz y sombra, una pareja de jóvenes, hombre y mujer, están en plena acción corriendo de izquierda a derecha. Van desnudos, con lo cual se identifican con dioses de la antigüedad o seres míticos, no terrenales. La joven se ha detenido momentáneamente para recoger un fruto del suelo y el muchacho se voltea hacia ella y sin detenerse hace un gesto ambiguo con la mano derecha. Sus cuerpos están iluminados por una luz suave de color ámbar correspondiente a la luz general que ilumina la escena. Ambos cuerpos están apoyados principalmente en un solo pie y se puede observar que el artista abrió la composición hacia ambos lados por medio de la posición de los cuerpos y las diagonales que las determinan. Detrás de ellos, a modo de contraste estático y a cierta distancia, se pueden ver dos grupos de personas que observan la acción y están bañados parcialmente por la misma luz. El paisaje es árido y plano, carente de vegetación y accidentes y la semejanza cromática entre el suelo y el cielo es evidente.

Representa la historia de Hipómenes y Atalanta, narrada por varios autores como el Pseudo-Apolodoro, Ovidio, Sergio e Higinio. El mito decía que la ninfa Atalanta, cazadora y dotada de gran belleza, era deseada por muchos hombres, pero ella los rechazaba ya que su virginidad estaba consagrada a la diosa Artemisa y por fin, ante el asedio masculino, declaró que aquel que pudiese vencerla en una carrera podría casarse con ella. Atalanta era la corredora más rápida y siempre vencía a sus pretendientes que acababan siendo ejecutados, pero el único que pudo vencerla fue el héroe Hipómenes, hijo del arcadio Anfidamante y discípulo de Quirón. Para vencerla se valió de una artimaña ideada por Afrodita, a quien le disgustaba el rechazo de Atalanta por el amor. La estratagema consistió en darle a Hipómenes tres manzanas de oro del jardín de las Hespérides para que las dejara caer al suelo mientras se desarrollaba la competencia. A pesar que Atalanta fue capaz de recoger las dos primeras manzanas y aun así ir en la delantera, cuando Hipómenes arrojó la tercera Atalanta se agachó para recogerla también, pero quedó hechizada y entonces no se pudo recuperar a tiempo para ganar la carrera e Hipómenes así la venció. Se casaron después y fueron felices por un tiempo, pero en una ocasión copularon en el templo de la diosa Cibeles, quien debido a este agravio los convirtió en leones para que tirasen por siempre de su carruaje.

Guido Reni utilizó esta historia para elaborar uno de sus cuadros más célebres y en él están contenidas algunas de las principales características que identifican a la primera pintura italiana del barroco: altos contrastes tonales, que son herencia de Caravaggio, una composición de gran dinamismo en la que predominan los trazos reguladores en diagonal y un fondo oscuro y neutro que contrasta con la representación protagónica y le sirve como escenario para poner en relieve la acción que se está desarrollando. Pero el tratamiento de las figuras, a pesar de su gran dinamismo es todavía propio del manierismo, especialmente del veneciano, por lo cual no se puede identificar a esta obra como plenamente barroca.

Reni nació en Calvenzano di Vergato, cerca de Bolonia, el 4 de noviembre de 1575 en una familia de músicos. Se le considera uno de los principales maestros de la escuela boloñesa y romana del último manierismo clasicista y el primer barroco en un período que abarca desde finales del siglo XVI a las primeras décadas del siglo XVII.

En 1582, a los nueve años, entró como aprendiz en el taller de Denys Calvaert en Bolonia, donde conoció a otros dos aprendices: Albani y Domenichino. En 1595 los tres se marcharon del taller de Calvaert e ingresaron a otro taller llamado Accademia degli Incamminati (Academia de los «recién embarcados»), dirigida por Lodovico Carracci. Posteriormente siguieron al hermano de Lodovico, Annibale, a Roma para trabajar en las decoraciones al fresco del Palacio Farnesio. Después de estos encargos tuvieron varios mecenas en la ciudad hasta que en 1604 Reni recibió el encargo de un retablo de la crucifixión de San Pedro que se instalaría en la Basílica del mismo nombre, trabajo que no se realizó. Regresó por un breve período a Bolonia y de nuevo se trasladó a Roma para convertirse en pintor principal durante el papado de Pablo V de la familia Borghese, quien lo protegió hasta 1614. Reni realizó diversas obras destacadas durante este período como los frescos de la gran sala central del palacio del jardín, llamado Casino dell’Aurora, así como los frescos de la Capilla Paolina en Santa Maria Maggiore de Roma y las alas Aldobrandini del Vaticano.

Posteriormente se trasladó a Nápoles, donde recibió el encargo de pintar uno de los cielos de la capilla de San Gennaro, sin embargo, ante la abierta hostilidad de los principales pintores de la ciudad, muy celosos con los extranjeros, decidió abandonar el encargo y trasladarse de nuevo a Roma, donde estuvo por breve tiempo para finalmente asentarse de nuevo en su natal Bolonia donde abrió un exitoso taller, realizando diversos encargos de gran relevancia en edificios religiosos y civiles. Con él la escuela Boloñesa llegó a su cúspide. Murió en esta ciudad en 1642 y fue enterrado en la Capilla del Rosario de la Basílica de Santo Domenico, junto a la pintora Elisabetta Sirani, hija de su ayudante principal en el taller.


Cimabue, «Maestà di Santa Trinitá». Témpera y lámina de oro sobre tabla, 1286

Julián González Gómez

Cimabue. Madonna and Child Enthroned with Eight Angels and Four Prophets (Maestà). 1280. Tempera on panelLa figura de la Virgen con el niño Jesús simboliza, dejando aparte los aspectos doctrinales y teológicos, la profunda entrega que una madre hace de su amor por aquel que ha nacido de ella y lo muestra al mundo con la felicidad que emana del más entrañable de los nexos. Por su parte el niño, todavía inconsciente de su destino, nos bendice con su manita como queriendo hacernos partícipes de esta felicidad. Esta tabla, pintada por Cimabue en plena edad media, constituye una entrañable escena llena de la ternura que solo los espíritus más elevados pueden vislumbrar.

Pintada a la manera bizantina, sigue las pautas de ese arte en casi todos sus aspectos. Está representada como una Odighitria, que en griego significa “la que muestra el camino” y era una de las tres formas iconográficas de representar a la Virgen María. Las otras dos eran el ícono de la Ternura de la Madre de Dios y el ícono de la Intercesión de la Madre de Dios. La Odighitria representa a María sosteniendo al niño Jesús en sus brazos y señalándolo para indicar a los fieles que la verdad se encuentra en su persona. Muchas veces el niño porta un pergamino en su mano en el que está escrita la frase “Yo soy el camino, la verdad y la vida” del evangelio de San Juan.

En esta iconografía, María está envuelta en un clámide de color púrpura, color que se identificaba con la realeza, mientras el niño viste los colores blanco y naranja o solamente naranja, siendo el blanco el símbolo de la pureza y la luz de la Transfiguración y el naranja la Verdad y el fuego del Espíritu Santo.

Cimabue pintó la escena siguiendo casi todas las pautas de la iconografía bizantina y además agregó varios elementos novedosos como los ocho ángeles que rodean el trono divino, colocados en planos superpuestos y en la base representó una edificación que se funde en su parte superior con la base del trono. En este edificio puso a cuatro profetas de la antigüedad: Jeremías, Abraham, David e Isaías con las sagradas escrituras en sus manos. El fondo dorado no solo enriquece el cuadro, sino además pone en especial relieve a las figuras.

Pero no toda la representación está hecha a la manera bizantina, y esto lo notamos observando con cierto detenimiento. Si bien la parte superior muestra el típico hieratismo de los íconos y la yuxtaposición de planos, la parte inferior, con el trono y el edificio, muestra una tridimensionalidad y una profundidad que anticipa la perspectiva renacentista. Además, los rostros de todos los personajes carecen de la severidad característica de las representaciones bizantinas, mostrando una notable expresividad en sus rostros, manos y posturas.

Esta obra se encuentra actualmente en la Galería Uffizi de Florencia, pero en la antigüedad estaba instalada en la iglesia de la Santa Trinidad de la misma ciudad y por esa razón recibe su nombre. Algunas fuentes afirman que es una pintura característica del gótico toscano, pero en realidad se le puede considerar una obra de transición entre las formas bizantinas, presentes en Italia desde la alta Edad Media, y las nuevas corrientes que preludian el arte del siglo XIV, con su búsqueda de las tres dimensiones, el claroscuro y el naturalismo.

Las formas bizantinas están presentes en la mayor parte de las obras de Cimabue y esto no es extraño ya que en su juventud se formó con artistas de esa nacionalidad, situación muy frecuente en el arte europeo por ese entonces en que se consideraba al arte bizantino como el más elevado y digno de imitar.

Nacido con el nombre de Cenni di Pepo en Florencia en 1240, recibió más tarde el sobrenombre de Cimabue, por el que es conocido. De sus primeros años no se tiene noticia alguna ya que no existen documentos que prueben los acontecimientos de esta época. En realidad, no se sabe casi nada de su vida y lo poco que se conoce fue descrito doscientos años más tarde por Giorgio Vasari en su libro Vidas de los más famosos pintores, escultores y arquitectos, una fuente que se ha demostrado que es poco fiable. En todo caso Vasari menciona su educación con pintores bizantinos, lo cual es evidente contemplando su obra. Se sabe que estuvo en Roma en 1272 y en Pisa en el año de 1301 y, mientras pintaba un encargo en esta ciudad, murió al año siguiente.

Dante mencionó a Cimabue en la Divina Comedia y lo ensalzó como el más grande pintor de su época y como maestro de Giotto. Esta aseveración también fue hecha un siglo más tarde por Ghiberti y Antonio Billi. Vasari confirma este hecho, lo cual colocaría a Cimabue como el padre del arte florentino del siglo XIV y antecesor del Renacimiento. Al parecer fue un pintor de gran renombre y consideración y sus obras catalogadas son muy pocas. Pero en todas ellas se advierte una nueva sensibilidad y un alejamiento de las formas tradicionales que hacen de Cimabue un auténtico innovador en el arte.


Duane Hanson, «Mujer en el supermercado». Fibra de vidrio, resina de poliéster, ropa, carro metálico, productos diversos, 1969

Julián González Gómez

Duane-Hanson-supermarketladyEsta imagen, colmada de humor sardónico, está dotada a la vez de una viveza tan lúcida y de un realismo tan crudo que nos puede provocar, o bien una sonrisa irónica, o tal vez una mueca de desagrado, o quizás ambas a la vez si esto es posible. Duane Hanson no escatimó ningún detalle para representar sin ambages a esta mujer gorda realizando una actividad que se antoja común en nuestra habitual rutina: la visita periódica al supermercado para comprar aquellos productos que son necesarios para alimentarnos, mantener la higiene, limpiar nuestra casa y darle de comer a la mascota.

La visión se nos antoja grotesca y vulgar, muy alejada de los modelos heroicos del pasado que presentan al ser humano en sus facetas más trascendentes, algo que desde el arte del realismo en el siglo XIX había sido dejado de lado para representar a la gente en tareas habituales, propias de su condición y cultura. Esta mujer es la anti-heroína por antonomasia. Aquí no hay espacio para la ensoñación ni para establecer ningún tipo de analogía por medio de la cual podamos realizar distintos tipos de lecturas. Esta es una de las condiciones más importantes del arte llamado hiperrealista, una versión del Pop en la cual se representa la realidad de una manera exacerbada, llena de detalles y de un realismo que va más allá de las posibilidades de la fotografía, en la cual se basa sólo como punto de partida. La mayor parte del arte hiperrealista, vigente desde mediados de la década de 1960, ha consistido en imágenes pintadas o aplicadas sobre distintos soportes en dos dimensiones.

Hanson practicaba el hiperrealismo en tres dimensiones, mediante un lenguaje que solo parcialmente podríamos llamar escultórico. Esta obra no pretende ser una representación y por ello no es exactamente una escultura. Al contrario, pretende ser la propia realidad, como si esta mujer y los objetos que la acompañan existiesen y de alguna forma se hayan detenido en el espacio y el tiempo para que los podamos apreciar o despreciar. También tal vez podemos eternizar en nuestra memoria esta imagen tal como lo hacemos con la vida misma y los sucesos que acontecen en ella. Arte y vida se pueden catalogar en un mismo esquema vivencial, tal y como admitía Josef Beuys por la misma época en la que fue hecha esta pieza.

Para el público en general, la visión de una obra de estas características puede provocar asombro por su realismo, pero recordemos que este realismo no es una copia de la realidad en sí, es, o por lo menos pretende ser, la realidad tal cual, una realidad en sí misma extraída de las imágenes mentales que nosotros asumimos como realidad. Además está afuera del contexto que podríamos asumir como el que debería ser común para tal imagen: un pasillo o una caja de un supermercado, o al menos su estacionamiento. Está expuesta en un ambiente neutro, el de una galería o un museo, está exenta de cualquier alusión a un contexto que no sea el de la exposición en sí y por ello, entre otras cosas, está aislada y por lo mismo se puede decir que, gracias a esta condición, se ha convertido en un ícono de múltiples connotaciones, característica que es también propia del arte Pop. La descontextualización permite visualizar nuevas relaciones entre lo que visualizamos y nuestros propios conceptos, que al fin y al cabo son ideas y pertenecen al ámbito de la mente consciente de cualquier individuo. Así esta imagen y su aparente realismo nos confronta y nos hace cuestionar nuestras creencias sobre la naturaleza de lo que consideramos como “realidad”, sin alusiones metafísicas o morales.

Duane Hanson perteneció a ese grupo de artistas cuya trayectoria temporal los ubicó en la transición entre la abstracción dominante en la década de 1950 y principios de la siguiente y el arte Pop, que subvirtió las bases de la creación artística, relegando al arte abstracto a un protagonismo menor en las galerías de Nueva York, su centro de difusión. Hanson, nacido en Estados Unidos, específicamente en Minnesota en 1925, era hijo de inmigrantes suecos. Recibió su educación artística en el Cranbrook Academy of Art en Bloomfield Hills, escuela de la que se graduó en 1951. Su trayectoria artística se inició con la elaboración de esculturas abstractas en diversos materiales, en concordancia con las tendencias más importantes en ese momento. Mediada la década de 1960 Hanson se decantó por la figuración, dejando de lado el arte abstracto. Sus obras empezaron a mostrar un realismo cada vez más patente, que se evidenció en esculturas a escala real de sucesos de gran impacto y brutalidad como un accidente de moto, abortos o un grupo de policías blancos golpeando salvajemente a un afro-americano. Se podría decir que su realismo pretendía abarcar tópicos delicados de gran controversia en su tiempo, no exentos de denuncia social. Pero el arte de Hanson dio un nuevo giro a partir de la elaboración de la imagen que aquí se presenta, la Mujer en el supermercado, en la cual su crítica se hizo más sutil e inteligente.

Las nuevas obras de este artista presentaban las imágenes de la gente común realizando tareas o teniendo actitudes propias de su vida cotidiana, con lo cual conseguía establecer un nuevo vínculo con el público observador basado en el discurso del espejo, en el cual la gente se veía reflejada tal cual era y permitía de esa manera cuestionar, siempre que fuese pertinente, los valores propios de la vida moderna. Para conseguir el máximo realismo elaboraba sus figuras con resina de poliéster sobre una estructura de fibra de vidrio y les agregaba pelo y vello natural, así como ropa y otros objetos reales, no figurados. Por lo mismo su argumentación artística se ubicaba a medio camino entre lo representativo y lo conceptual, con evidentes alusiones a la instalación, en donde vida, verdad y arte se conjugan.

Con gran aceptación del público y de la crítica, Hanson realizó innumerables exposiciones y sus obras se encuentran en las colecciones de los más importantes museos de arte contemporáneo. Falleció en su casa de Florida en 1996, dejando un gran vacío en el mundo del arte norteamericano e internacional.


Hieronymus Bosch (el Bosco), El jardín de las delicias. Óleo sobre tabla, 1480-1490.

Julián González Gómez

Este tríptico desde siempre ha suscitado muchas preguntas y muy pocas respuestas. Todas estas preguntas se refieren al verdadero carácter de la obra y cuál es su oscuro propósito. Si tomamos en cuenta ante todo la época en la que fue realizada, podríamos afirmar que en sí se asemeja hasta cierto punto a las representaciones del bestiario medieval, que pretendían moralizar a través de lo grotesco. Pero por otra parte, es innegable que aquí se expresa una sofisticada fantasía plagada de detalles fabulosos y también oníricos, que han dado pie a algunos estudiosos para afirmar que Bosch fue un predecesor de los surrealistas. La conclusión a la que han llegado la mayoría de historiadores del arte es que esta obra tiene un carácter ante todo religioso y moralizante, cuyo propósito es la condena de los placeres de la carne, apuntando que el panel izquierdo es una clara representación del paraíso, el central es una representación del mundo y el de la derecha representa al infierno. Claro y tajante, pero no del todo satisfactorio si observamos con más detenimiento esta detallada y alucinante pintura.

El jardin de las delicias

Cuando lo observamos por primera vez destaca el gran panel central en el que están escenificados los placeres del mundo, especialmente aquellos relacionados con el sexo y la venalidad, las fantásticas representaciones nos asombran por su innegable ingenio y en algunos casos hasta su comicidad. La lujuria, la sensualidad y la carne se dan la mano, personificadas por jóvenes y viejos que se solazan en un entorno idílico, pero que en el fondo es precario. Los animales que acompañan a los humanos en este carnaval lujurioso participan junto con ellos de la dicha y danzan al unísono con los sonidos de la música profana que se esparce por todo el ambiente. Sin embargo, a diferencia de los humanos que se ven aquí practicando sexo heterosexual, homosexual y el onanismo, ningún animal está copulando, por lo menos abiertamente. Todo el ambiente está plagado por una atmósfera que parece ser frágil y cuya característica común es la inconsciencia, como si todos los protagonistas estuvieran participando de una bacanal alucinógena que en cualquier momento puede terminar abruptamente. ¿Querrá decirnos Bosch, quien se tomó la molestia de pintar con todo detalle las supuestas perversiones que aquí se muestran, que el pecado es consecuencia de llevar una vida inconsciente, que termina más pronto o más tarde?

La respuesta puede ser un sí, si tomamos en cuenta el panel derecho, donde se puede ver el infierno como consecuencia del pecado. Pero este panel no tiene continuidad espacial con el central, lo que sí ocurre con el panel izquierdo, que representa el jardín del edén. También podríamos decir que tanto en el panel central como en el izquierdo la arquitectura está representada por una serie de edificaciones fantásticas y en cambio, en el panel derecho, se puede ver una ciudad ardiendo con edificios claramente similares a los de cualquier población de la época. En este mismo panel podemos ver en la parte central a los seres humanos cometiendo actos similares a los del panel central, pero aquí se ven atormentados, como si hubieran despertado de la alucinación que los poseía. En la parte inferior de este mismo panel se muestran las condenas, que son terribles, en especial en la que se puede ver la presencia del demonio, que tiene cara de pájaro y que se come a los pecadores para luego defecarlos en un oscuro agujero. ¿Acaso este agujero representa un lugar aún más tétrico y horripilante que el propio infierno?

No tenemos espacio aquí para detallar todas las características de esta obra y su compleja simbología, pero nos parece que la lectura moralista que se mencionó antes se queda corta y estamos en disposición de afirmar que hay muchas más alusiones y contenidos que se pueden demostrar haciendo un análisis en profundidad. Lo mismo sucede con otras obras de Hieronymus Bosch, un pintor de muchos más alcances que la mayoría de sus coetáneos.

Nacido en 1450 en la ciudad de Bolduque, Flandes, en el idioma flamenco esta ciudad se conoce con el nombre de Den Bosch y de ahí su sobrenombre, ya que fue bautizado como Jeroen van Aken. Provenía de una familia de pintores por varias generaciones y de ahí se deduce que recibió instrucción artística en el taller familiar y poco más. La mayor parte de los detalles de su vida se desconocen, pero se sabe que estaba activo en 1480 y era conocido como “Jerónimo el pintor”. En 1481 se casó con la rica heredera de una de las familias más influyentes de la ciudad, por lo que pudo ascender socialmente, convirtiéndose en un burgués. Esto le permitió tener independencia para realizar sólo aquellas obras que escogía pintar, sin tener que someterse a ningún mecenazgo e imposición. Parece ser que era muy afín a las lecturas esotéricas y también perteneció a algunas sociedades religiosas de la época previa a la reforma, que se caracterizaban por su pietismo, lo cual influyó determinantemente en su obra.

Según algunos de sus biógrafos, Bosch viajó a Italia entre 1500 y 1504, donde pudo contemplar de primera mano la pintura renacentista, de cuya escuela debió haber tomado ante todo el método de la perspectiva, aunque también es muy posible que la aprendiera de los grabados de Durero, a quien apreciaba especialmente. Durante los años siguientes seguramente se dedicó a su oficio de pintor en su ciudad, en la que falleció en el año de 1516.

Su obra pictórica se halla esparcida en diferentes museos y colecciones, entre las que destaca la del Museo del Prado de Madrid, que posee entre otras el tríptico que aquí se presenta. Las obras que se encuentran en España provienen todas de la colección que legó el rey Felipe II, un entusiasta de su pintura y que las instaló en el monasterio de El Escorial. Se sabe que Felipe II era también afín a los temas esotéricos y por ello se esforzó en adquirir las pinturas de este misterioso artista, quien seguramente ejerció una especial fascinación en el también misterioso monarca.


Camille Pisarro, «Boulevard Montmartre, tarde de primavera». Óleo sobre tela, 1897

Julián González Gómez

Camille_Pissarro_-_Boulevard_Montmartre,_Spring_-_Google_Art_ProjectEn una amplia perspectiva cuya fuga se extiende hacia el infinito, la avenida parisina de Montmartre está abarrotada de carruajes y transeúntes en pleno movimiento. La escena está dotada de una gran vivacidad y parece que todo el mundo se dirige de un lado al otro, hasta los que están parados viendo a los demás muestran gran animación, la vida del París de la Belle Epoque. Contrario a lo que su nombre sugiere, esta avenida no está situada en las colinas de Montmartre, sino que es una extensión hacia el Este del Boulevard Haussmann y está ubicada en una de las secciones más céntricas de la ciudad, de ahí su gran afluencia. Producto de las reformas urbanísticas que llevó a cabo el intendente de París, el barón Haussmann, entre 1852 y 1870 por órdenes de Napoleón III. Este boulevard tiene amplias visuales, acompasadas por los edificios de entre cuatro y cinco plantas con mansardas en sus remates y su gran anchura responde a varios requerimientos entre los que se encuentran la capacidad de sostener un alto tránsito en amplias calles y capacidad de locomoción de muchos transeúntes en sus anchas aceras. Pero también se contempló el crear estas dilatadas avenidas para facilitar el transporte de tropas que respondiesen rápidamente ante cualquier sublevación y su ancho no hacía fácil la construcción de barricadas, lo cual permitiría un eficiente control por parte del ejército y la policía. Las insurrecciones de 1830 y 1848 lograron un gran éxito en buena parte porque los sublevados de París levantaron efectivas barricadas en las estrechas y tortuosas calles medievales en la ciudad, interrumpiendo el accionar de las tropas que necesitaban de más espacio para sus maniobras. Napoleón III tomó nota de esto y ordenó crear un plan en el que las avenidas fuesen ante todo anchas y rectas y Haussmann así lo hizo, demoliendo grandes zonas de la ciudad para la construcción de estas reformas.

La escena urbana está retratada en horas de una tarde de primavera, a eso de las 5:00, bajo un luminoso cielo de nubes algodonosas. La mitad derecha, que está ubicada en la sombra por la dirección de la luz vespertina, muestra numerosos detalles, sobre todo en los remates de los edificios con muchas chimeneas, aunque la mayor parte de esta sección la ocupa el follaje de los árboles, que dejan ver parcialmente la parte más cercana de la acera. Del lado opuesto y bañados por una suave luz, los edificios se encuentran en una perspectiva más cerrada debido al punto de vista desde el que fue pintado este paisaje urbano. En esta parte destacan los parasoles, que proveen de sombra a los transeúntes que contemplan los escaparates.

La paleta que utilizó Pisarro para este cuadro es más bien austera, con pocos colores, aunque los que están presentes contienen numerosas variantes tonales, todas ellas manejadas por la mano de un maestro de la pintura impresionista que resolvió con gran eficacia la dificultad más grande que muestra la escena: la de representar convincentemente el follaje de los árboles que están en la sombra y alejándose de la vista del espectador y lo logró utilizando ínfimas variaciones de verde, amarillo y gris. Debido a las cualidades de los matices de la luz vespertina, Pisarro bañó todo el panorama de un tenue amarillo, muy diluido, que tiñe los abundantes grises que de otra forma opacarían la visión general. Pese a todo, el cuadro es casi monocromático, salvo por los luminosos verdes de los árboles y algunos pequeños toques de dorados en los carruajes y los faroles. Las pinceladas son ágiles y apenas esbozan las numerosas figuras que carecen de detalle y aun así están lo suficientemente bien dispuestas como para reflejar acertadamente cada individualidad dentro del conjunto. Es un cuadro sintético y luminoso, una instantánea de un momento preciso y único en el que el artista llevó al límite las cualidades del impresionismo.

Jacob Abraham Camille Pissarro nació en Saint Thomas, isla de las Antillas que por ese entonces pertenecía a Dinamarca, en 1830. Era hijo de un próspero comerciante judío sefardí proveniente de Burdeos y de su esposa, de origen dominicano. Enviado a estudiar a Francia por sus padres, Camille retornó a Saint Thomas en 1847 para ayudar en el negocio familiar, pero ya traía el gusto por el dibujo y la pintura, que seguramente adquirió en sus años de estudio y prefirió dedicarse a cultivar su talento artístico antes que a los negocios para consternación de su padre. Debido a la oposición de su familia a que se dedicase a ser pintor como pretendía, abandonó Saint Thomas en 1852 y se trasladó a Venezuela acompañado por su profesor. Residió en Caracas y La Guaira llevando una vida de aventurero, en la que sin embargo encontró tiempo para realizar numerosos paisajes y escenas de costumbres.

En 1855 se trasladó a Francia de nuevo, esta vez a la localidad de Passy, en la Alta Saboya, donde se inscribió en la Escuela de Bellas Artes local. En esta escuela recibió una formación clásica de marcado carácter conservador en la cual los modelos eran las obras de artistas como Delacroix y sobre todo Ingres. Pisarro se adhirió más a la pintura de autores como Millet y Courbet, de marcado carácter realista, alejado de los modelos académicos y comenzó a pintar paisajes rurales al estilo de Corot. Dejó la Academia y se instaló por un tiempo en el taller de Anton Melbye y después, en 1859 se marchó a París para inscribirse en la academia del padre Suisse, donde conoció a Monet, Guillaumin y Cézanne, con quienes le unió una entrañable amistad que se prolongó a lo largo de toda su vida y con los que comenzó a pintar en comunidad. Montó un taller de humilde condición y expuso en los salones de 1864 y 1865 sin mayor resonancia. Por esta época empezó a frecuentar los círculos anarquistas, de los que se hizo partidario y después activista.

Cuando estalló la guerra franco prusiana en 1870 abandonó Francia y se instaló en Londres con Monet, pintando numerosas escenas de la ciudad y dando forma al movimiento que después se llamaría impresionismo. A su regreso a Francia participó en la primera exposición impresionista en París en 1874 y fue el único pintor que participó en todas las exposiciones de este grupo hasta 1886. Pisarro, a pesar de su amistad y trabajo conjunto con otros artistas, fue más bien un solitario anarquista al que el campo llamaba insistentemente, por lo que la mayor parte de su vida en los siguientes años la pasó en el ambiente rural pintando paisajes de varias regiones, en medio de una situación económica siempre precaria. En la década de 1880 participó por un tiempo en los experimentos puntillistas que llevaban a cabo por ese entonces Seurat y Signac, pero luego abandonó este estilo. En 1895 contrajo una enfermedad ocular, por lo que se vio obligado a vivir en París y comenzó a pintar series de paisajes urbanos, a una de las cuales pertenece la obra que presentamos aquí. Pisarro murió en París en 1903, siendo reconocido como uno de los más importantes pintores impresionistas.


Henri Rousseau, «La gitana dormida». Óleo sobre tela, 1897

Julián González Gómez

la-gitana-dormida-henri-rousseauDurante una clara noche de luna llena, en un paisaje desértico, carente de vegetación y de alguna señal de vida, bañado por un tranquilo mar, una mujer de piel oscura yace dormida, totalmente inconsciente de lo que está ocurriendo a su alrededor. La mujer, que está acostada sobre una manta de diseño a rayas y lleva un vestido con ese mismo patrón, porta un pequeño báculo, quizás un bastón, en su mano derecha y a su lado hay dos extraños y disímiles objetos: una bandola y un jarrón de cerámica. Un león macho, de cabellera muy clara, se ha colocado a su lado y parece husmear el cuerpo de la mujer. El león muestra curiosidad pero parece inofensivo, nada indica que pueda estar a punto de atacar.

La escena es de una gran paz, acentuada por el suave colorido pastel de todos los elementos que hay en el cuadro. El color azul del claro cielo invade la totalidad de la parte superior, creando un agradable contraste cromático con los tonos terrosos que abarcan la parte inferior. El león parece ser el nexo entre estas dos mitades verticales, como si perteneciera a dos mundos, el terreno y el celestial. En cambio la mujer, tendida en el suelo, parece pertenecer únicamente al ámbito terrenal. La luna parece observar y sancionar la escena, como único testigo del suceso que está aconteciendo.

Se puede asumir con relativa seguridad que la bandola pertenece a la mujer y se dedica a tocar este instrumento como razón de vida, al fin y al cabo y según lo expresa el título es una gitana. En cambio la jarra resulta más engañosa en cuanto a su simbología, bien podría contener agua o quizás una poción mágica. Con muy pocos elementos, se diría que los mínimos, el artista ha construido un universo total y centrado en sí mismo. En todo caso, la poética de la imagen es de gran intensidad, muestra un mundo que parece ser a la vez onírico y real. No es de extrañar que unos treinta años después de que este cuadro fue pintado los surrealistas lo admirasen y tuviesen a su autor como uno de los precursores de su movimiento.

En la época en que Henri Rousseau desarrolló su obra, esta era considerada como primitiva e ingenua por la crítica. Rousseau era un pintor de una tendencia que después se llamó “arte naif” o también “arte ingenuo”, ya que nunca había recibido una educación formal en artes e ignoraba el uso de las sofisticaciones que eran propias de los pintores profesionales como la perspectiva, el tratamiento de los escorzos o las adecuadas técnicas relativas al manejo del dibujo y el color entre otras. En general se consideraba al arte naif como una tendencia menor y se caracterizaba por la ingenuidad y espontaneidad con las que se afronta el hecho de pintar. En esta tendencia domina el autodidactismo, así como los colores brillantes y contrastados y la perspectiva captada por intuición. Muchos consideran que el arte naif está ubicado en una categoría similar a la del arte infantil.

Sin embargo, a lo largo del siglo XX el arte naif fue revalorizado por las vanguardias y colocado en un sitial de gran prestigio por sus innegables cualidades y también fue considerado entre algunos artistas, con Picasso a la cabeza, como el único arte auténtico, ya que estaba libre por definición de los prejuicios academicistas. Rousseau se convirtió en una celebridad en el mundo de las primeras vanguardias, que celebraron con gran entusiasmo sus obras llenas de cálidos y encantadores colores y de exóticos paisajes, muchos de ellos de densas selvas tropicales. Este cuadro en particular, fue pintado por Rousseau en 1897 y fue expuesto en el XII Salón de los artistas independientes, luego intentó vendérselo sin éxito al alcalde de su ciudad natal, Laval. El cuadro fue a parar a la colección de un comerciante de París y en 1924 fue descubierto por un crítico de arte, Louis Vauxcelles, que escribió una columna donde lo alababa por su gran poética. Ese mismo año fue adquirido por el marchante Daniel-Henry Kahnweiler y en 1939 fue adquirido por el millonario Simon Guggenheim, quien se lo llevó a Estados Unidos y luego lo cedió al Museo de Arte Moderno de Nueva York.

A todo esto, Rousseau había muerto muchos años antes, sumido en la pobreza y, salvo por el reconocimiento de los fauvistas y los cubistas, olvidado por todos. Henri Julien Félix Rousseau nació en Laval, en las cercanías del Loira, en mayo de 1844. Su padre se dedicaba a la hojalatería y al parecer tenía un negocio en el que le iba bien, pero en 1855 se vio en la quiebra y la familia se quedó prácticamente en la calle. Henri, que tenía por entonces once años y estaba en la escuela, tuvo que combinar sus estudios con diversos trabajos sencillos que realizaba para ayudar a su familia a sobrevivir. Al terminar la escuela trató de matricularse en la Facultad de Derecho de su ciudad natal, pero solo pudo estudiar durante un breve período, incapaz de hacer frente a los costos de una educación universitaria. Su primer trabajo formal fue como pasante en un bufete en la ciudad de Angers, pero al tiempo fue despedido. Más tarde, en 1863, se unió al ejército y durante los siguientes cuatro años estuvo destacado en un regimiento de infantería, donde parece que conoció a algunos de los veteranos de la expedición francesa en México, que le hablaban de los exóticos paisajes y gentes de esa tierra lejana, lo que hizo que su imaginación empezara a concebir los paisajes que después plasmó en sus cuadros.

Al salir del ejército, en 1868 se casó y formó un hogar en el que con el tiempo nacieron siete hijos, de los que solo una niña llegó a la adultez. Ese mismo año se trasladó con su esposa a París, donde consiguió un trabajo en la Oficina de Recaudación de Arbitrios, donde se convirtió en recaudador de aduanas. Fue por ese trabajo que llegó a ser conocido en el mundo del arte como “el aduanero”. Rousseau había empezado a pintar por su cuenta después de cumplir cuarenta años y se fue tomando cada vez más en serio esta ocupación, al grado de que en 1893 se retiró de su puesto en el Estado para dedicarse de lleno a la pintura. Como nunca tuvo una educación en artes, pintaba aquello que su inspiración le dictaba y utilizaba como modelos diversos elementos que veía en museos y exposiciones, entre estas animales disecados y objetos de tierras lejanas y exóticas que encendían su imaginación.

En 1888 falleció su esposa y Rousseau, en situación precaria, fue acogido en la casa del escritor Alfred Jarry. En 1899 volvió a contraer matrimonio y se fue a vivir con su nueva esposa, pero su situación económica siguió siendo difícil. Se relacionó con gran cantidad de los artistas que por ese entonces había en las calles y vecindarios de París y logró hacer algunas exhibiciones de sus cuadros, sin gran éxito. Terminó vendiendo sus obras en las calles parisinas por unos pocos francos, cuando lo descubrió Picasso, que hizo una fastuosa fiesta en su honor. Murió en París en París, a los 66 años.


Arshile Gorky, Un año el algodoncillo. Óleo sobre tela, 1944.

Julián González Gómez

Gorky un-ano-el-algodoncillo-1944Hay vidas que se identifican con la tragedia y la desesperación y la de Arshile Gorky es una de ellas. Siempre trató de encontrar su lugar en el mundo y nunca lo pudo hallar. Sobreviviente del genocidio que los turcos cometieron contra los armenios, su existencia siempre fue precaria y acabó en el suicidio después de una serie de eventos desafortunados que colmaron su angustia. En vida no fue reconocido como el gran artista que fue y solo después de su muerte trágica, los críticos se empezaron a fijar en su obra pionera.

Nació en la Armenia otomana en 1904, en un pueblo cercano a la ciudad de Van, hoy en Turquía. Su verdadero nombre era Vostanik Manoog Adoyan. Su padre era hijo de un gran terrateniente y su madre provenía de una extensa familia de sacerdotes apostólicos, ambos viudos de anteriores matrimonios. En 1910 su padre emigró a Estados Unidos para no ser reclutado por el Ejército turco que estaba masacrando a los armenios y la familia permaneció en Van pasando grandes penurias. Lograron escapar a territorio controlado por Rusia para no ser asesinados, pero la madre de Vostanik murió de hambre en sus brazos en 1919, dejándolo a él y a sus tres hermanas en el más completo abandono. Lograron ser acogidos en la ciudad de Ereván y Vostanik, junto a una de sus hermanas, lograron en 1920 viajar a Estados Unidos para reunirse con su padre.

Las relaciones entre padre e hijo no eran muy buenas, por lo que Vostanik dejó a su progenitor y se mantuvo con diversos empleos para poder salir adelante. En ese mismo año se inscribió en la Old Beacon Street School en Providence para estudiar arte. El joven armenio, sin conocer bien el inglés y con 16 años tuvo grandes problemas para desenvolverse en este medio y sus compañeros lo rechazaron, de tal manera que empezó a vivir en un aislamiento que jamás lo abandonaría. Por otra parte, el estilo de vida norteamericano no le sentaba bien y le era muy difícil desenvolverse con soltura en esta sociedad competitiva e impersonal, por lo que se marchó a vivir con su hermana en la ciudad de Watertown en Massachusetts.

Tratando de crearse un espacio en el arte, Vostanik se dedicó a pintar buscando tiempo en medio de los trabajos que tenía que hacer para sobrevivir. En 1922 se inscribió en la New School of Design en Boston, donde fue un alumno destacado por sus dotes naturales. Esto le valió para ser contratado como profesor de medio tiempo al principio, para luego convertirse en profesor a tiempo completo en esa institución. Por ese tiempo estaba influido en su pintura por la obra de Cézanne, pero luego derivó hacia el cubismo y otras expresiones de la vanguardia.

En 1935 contrajo matrimonio en plena crisis económica provocada por el crack de la bolsa de 1929 y perdió su trabajo. Ante esta situación adoptó la nacionalidad estadounidense para acogerse a un programa gubernamental de ayuda a los artistas. Por esta misma época decide cambiar de nombre, empezando a utilizar el de Arshile Gorky y haciéndose pasar por un emigrado ruso. Parece ser que incluso inventó que era pariente del escritor Máximo Gorky. El drama de este hombre era que nunca se sintió estadounidense, pero tampoco se podría decir que era completamente armenio y mucho menos ruso.

En su pintura de esa época se puede ver que había dejado atrás las experiencias cubistas y empezó a experimentar con el surrealismo. De los artistas de esta vanguardia Gorky tomó el automatismo psíquico como su base creativa y en la plástica se empieza a ver la influencia de Miró y Masson, de quienes había conocido varias de sus obras expuestas en Estados Unidos. Los cuadros de esta fase están fuertemente segmentados por gruesas líneas de color negro y consisten básicamente en escenas de gran dinamismo y agresividad, con muchas aristas en un lenguaje que se puede considerar prácticamente como abstracto, una tendencia que en esa época en Estados Unidos era casi desconocida. Posteriormente derivó hacia un lenguaje más colorista, en el cual se suavizaron las aristas y su abstracción alcanzó nuevas cotas, ya que pintaba sin ningún plan preconcebido, solo dejándose llevar por el automatismo. Con esto sentó las bases para el desarrollo posterior del expresionismo abstracto, la escuela que dominó la plástica a partir de los años cuarenta del siglo pasado. Gorky influenció con su obra a artistas que luego descollarían siguiendo la ruta que él trazó como Wilhelm de Kooning, Jackson Pollock o Mark Rothko.

Sus últimos años fueron trágicos. En 1938 lo abandonó su esposa, quien se fue de casa llevándose a los hijos del matrimonio. A principios de la década de los cuarenta se le detectó un cáncer en el colon, por lo que tuvo que ser operado y nunca se repuso del todo. Un tiempo después tuvo un grave accidente automovilístico en el que tuvo graves lesiones que le paralizaron el brazo derecho, que era el que usaba para pintar. Un incendio destruyó su estudio y finalmente, desesperado y deprimido hasta las últimas consecuencias, se ahorcó en su casa en Sherman, Connecticut en 1948, a los 44 años de edad.

Esta vida llena de dificultades no se refleja en sus cuadros, por el contrario, en ellos, gracias a su exuberante colorido, Gorky plasmó un universo que en muchos aspectos podemos juzgar como lúdico. La mayoría de sus cuadros llevaban extraños nombres, como este que presentamos aquí, pero eso es reflejo de su afán surrealista por desintegrar el contenido de la expresión, que es totalmente libre y espontánea. Un año el algodoncillo fue pintado en 1944, en medio de las fuertes crisis que agobiaron al artista en sus últimos años. En esta emotiva obra, la pintura parece adquirir vida propia, fluyendo y extendiéndose por el lienzo en potentes lavados, que forman un velo detrás del cual se pueden ver formas abstractas de naturaleza orgánica. Aquí encontramos un desliz que lo llevó muy cerca de las experiencias abstractas de Kandinsky. Pero en todo caso, la manera en que este cuadro fue ejecutado denota la más libre de las expresiones pictóricas que hicieron de Gorky un auténtico pionero, que abrió campo a nuevas experiencias en el hacer de los pintores que realizaron su obra después de él.  


Matthias Grünewald, «Retablo de Isenheim». Temple y óleo sobre madera de Tilo, 1512-1516

Julián González Gómez

 

Grunewald Altar de IsenheimUna de las pestes que asoló Europa desde la antigüedad fue la llamada Peste de Fuego, también conocida como “mal de los ardientes”. Esta enfermedad, cuyo origen era desconocido, era en realidad causada por el hongo llamado Cornezuelo del Centeno, que crecía en el pan corrompido. La muerte era atroz ya que los enfermos sufrían de graves y dolorosas llagas en brazos, piernas y pies, padecían de grandes fiebres y morían en medio de alucinaciones terroríficas. En el siglo X se fundó la orden de los Antonianos, con el propósito de asistir y curar a los enfermos del mal de los ardientes y así se fundaron gran cantidad de conventos de la orden por toda Europa. Este retablo fue hecho para el convento de la orden ubicado en Isenheim, en Alsacia. De acuerdo con la tradición, San Antonio, anacoreta del siglo IV, tenía el poder de curar el mal de los ardientes. Por ello, el Altar de Isenheim fue un encargo para ser utilizado como retablo sanador en la capilla del hospital de la orden.

El altar consta de nueve paneles, distribuidos en forma de tríptico con tres aperturas y una predela en la parte inferior. Las distintas aperturas del políptico estaban relacionadas con el culto y los períodos litúrgicos de acuerdo con las fiestas correspondientes. En este espacio se presentan únicamente los paneles de la primera apertura. En ella, el panel central representa la crucifixión de Cristo sobre un fondo de tinieblas en que se alza la cruz con su cuerpo torturado por el suplicio atroz, que refuerza la torsión del madero central y la del madero horizontal. Representa el momento preciso en el que Cristo expira y se hace la noche en pleno día. Es notable el dramatismo de la representación de Cristo por sus heridas y la sangre, junto con los miembros descoyuntados. A su izquierda se encuentra la figura de María Magdalena que alza los brazos con desesperación; detrás de ella, San Juan Evangelista sostiene el cuerpo desfalleciente de la Virgen María. A la derecha se encuentra San Juan Bautista, quien profetizó la venida de Jesús y porta un libro. Sobre él una inscripción que dice: “Es preciso que él crezca y que yo disminuya”, representa pues al Antiguo Testamento que debe hacer lugar al Nuevo, representado por san Juan Evangelista. El cordero, evoca el sacrificio que limpia los pecados, la sangre vertida en el cáliz representa el sacrificio de Cristo que se renueva en el Altar. En esta Crucifixión es el cuerpo de Cristo el que ordena la composición, la cruz está ubicada a la derecha para que la apertura de las alas no corte el cuerpo del Salvador. El ordenamiento sigue una geometría rigurosa trazada por las verticales y las diagonales de los brazos de Cristo. Las manos son grandes protagonistas y tienen un papel fundamental en todo el panel. Todos los personajes que aparecen aquí están provistos de unas manos evocadoras que hacen alusión al trágico momento que se está representando.

En la predela se encuentra el entierro de Cristo, con la corona de espinas en primer plano, la tumba vacía y la Virgen, San Juan y Nicodemo presas de una enorme tristeza y desolación. En el panel izquierdo está San Sebastián, santo protector de las pestes, en el momento de su martirio por las flechas. En el panel derecho se encuentra San Antonio con su báculo; al fondo un demonio hembra rompe una ventana en alusión a las tentaciones padecidas por el santo en el desierto.

Tanto en el panel central como en la predela se encuentran claramente alusiones a la desesperación y las tinieblas, como un equivalente al Juicio Final. Pero la alusión también se relaciona con la vida de los enfermos de peste, quienes pasaban por grandes tormentos y desesperación debida a su padecimiento. El mensaje a los enfermos era que sus sufrimientos repetían los del martirio de Cristo o de San Sebastián y sus temores eran equivalentes a los sufridos por San Antonio. Todas estas cualidades eran entonces las pruebas que debían pasar para su propia redención.

Aunque no se muestran aquí, vale la pena mencionar que en la primera apertura se pueden ver cuatro escenas: la Anunciación, el Concierto de los ángeles, la Natividad y la Resurrección y en la segunda apertura se encuentra un conjunto escultórico, realizado unos años antes por el escultor Nicolas de Haguenau, con las figuras de San Antonio, San Agustín y San Jeremías, además de dos paneles laterales pintados por Grünewald con la visita de San Antonio a san Pablo de Tebas y las tentaciones de San Antonio.

Matthias Grünewald nació en 1470 en Wurzburgo, actual Alemania. Su nombre real era Mathis Gothart Neithardt, y a veces se le mencionó como Maestro Mathis o Mathis el Pintor. No se sabe nada de su infancia y juventud, pero en 1509 fue nombrado en Wurzburgo pintor oficial y experto en hidráulica de la corte. Como pintor tuvo una destacada trayectoria realizando escenas religiosas y se sabe que trabajó sucesivamente para dos obispos de Maguncia hasta 1525. Al parecer, en ese año tuvo que abandonar su puesto por su adhesión a la revuelta de los campesinos contra los señores y también por su conversión al protestantismo. De sus últimos años no se tienen noticias y murió en Halle en 1528.

Como artista, Grünewald se vio atraído por las nuevas ideas del Renacimiento que desde su juventud penetraron en Alemania. Esto se refleja en las composiciones de sus escenas y el trabajo en los escorzos de sus personajes. Pero en otros aspectos era un pintor inmerso en el mundo del gótico, sobre todo por su linearidad y la utilización del colorido, más afín a los maestros flamencos del siglo XV que a los italianos. Grünewald pues, representa en la historia del arte alemán la transición entre el gótico y el Renacimiento, lo cual lo ubica en un sitial un tanto apartado de su contemporáneo Alberto Durero, el gran introductor del Renacimiento en el arte alemán del siglo XVI.


Anónimo, «Escriba sentado». Piedra caliza policromada, 2600-2500 a.C.

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Con su mirada atenta y la mano lista para dejar plasmada una sentencia o una frase, el Escriba sentado es una de las esculturas más célebres de la antigüedad y actualmente se encuentra en el Louvre. Esta pequeña figura, de 53 centímetros de altura, fue hallada en las excavaciones que la misión francesa realizaba en la necrópolis de Saqqara en Egipto, en 1850. Saqqara, muy cercana a la antigua ciudad de Menfis, era el lugar donde se rendía culto a los muertos durante el Imperio Antiguo y su monumento más importante es el complejo funerario del faraón Zoser, con la primera pirámide escalonada que se erigió durante esa época.

El Escriba sentado se halló en una tumba cercana al complejo de Zoser, lo que ha hecho especular que se trata de la imagen de un alto funcionario de la IV dinastía y que su propósito era presidir el lugar donde se depositaban las ofrendas para los difuntos. Su estado de conservación es muy bueno, con la policromía original que muestra a un hombre de cabello negro y piel de color ocre oscuro, tal como se representaban las figuras masculinas en ese tiempo. Está vestido con un sencillo faldellín blanco y en su mano derecha portaba un cálamo, ahora desaparecido. Sobre sus piernas cruzadas se extiende un rollo de papiro en el que está presto a realizar una anotación.

Como la pieza no tiene inscripciones, no es posible saber el nombre de este personaje ni su rango social, pero seguramente era un importante funcionario de la burocracia palacial quien, orgulloso de su trabajo, deseó ser retratado realizando su labor. Su rostro está realizado de forma muy detallada, de forma que se realzan sus facciones huesudas de pómulos y barbilla bastante marcados. Los finos labios están acompañados por tensas comisuras. El pelo corto permite ver unas orejas bien definidas y magníficamente esculpidas. Pero el rasgo más llamativo son sus espectaculares ojos de cristal de roca, con perfil de cobre que, asemejándose al maquillaje que se usaba por entonces, los realza y destaca. Estos ojos están tan bien realizados y es tal su vivacidad y expresividad que parece como si en verdad nos estuviese observando. Las negras pupilas, hechas en obsidiana, están algo descentradas y bajas, lo cual incrementa más lo penetrante de esa mirada.

Ese rostro anguloso, de facciones marcadas contrasta notablemente con un torso relleno y fláccido, propio de un hombre que está entrado en carnes, luciendo incluso unos pechos hipertróficos, cuyo realismo está acentuado por el uso de pequeñas incrustaciones de madera que dan forma a los pezones. Además muestra una prominente barriga que se extiende ligeramente sobre el faldellín. En cambio sus brazos, de poca musculatura, están representados de forma poco frecuente en el arte egipcio de esa época, ya que están separados del torso, cuando era la costumbre representarlos pegados a él. Esta separación hace ver que su postura es natural y relajada, lo cual le brinda gran verosimilitud a la escultura.

No se conoce el nombre del escultor, pero indudablemente poseía una gran habilidad y oficio. Una muestra de su maestría es la capacidad para forzar ciertos elementos con el objetivo de conseguir una mayor intensidad expresiva. Esto es evidente en el ensalzamiento de la zona plana sobre las rodillas, lo que consiguió creando una suave desproporción tanto en la zona de las caderas como en las piernas, dando así amplitud y énfasis al espacio en el que se condensa la acción. Dicha desproporción permite generar una profundidad espacial que a su vez dirige la atención hacia las manos, que son la más auténtica herramienta de cualquier escriba. También, para conseguir ensalzar las manos se consideró alterar la representación de los pies. En efecto, si se mostrara correctamente la posición de los pies y al mismo tiempo se quisiera verlos, es necesario generar una superficie en declive sobre las rodillas, limitando las posibilidades del espacio. En este caso, el conflicto fue resuelto cambiando la proporción de la parte inferior del cuerpo del personaje y además se incrementó el efecto forzando de manera efectista la representación de las extremidades eliminando dos dedos de los pies, es decir, se esculpieron únicamente tres dedos. De haberse hecho cinco dedos en cada pie, necesariamente se habría cambiado la postura de las piernas y por lo tanto, se habría ladeado la superficie entre las rodillas. En todo caso, la falta de estos dos dedos no se hace notar, sobre todo si se considera que la escultura está hecha de tal manera que se le observe desde una posición que está más arriba y frontal.

La espalda recta y la posición de sus ojos parecen decirnos que este escriba se encuentra en un momento de reflexión o quizás en el momento de levantar la mirada para concentrarse en alguien que le está dictando lo que escribe, tal vez el faraón. No podemos saber que está pasando por su mente, pero lo podemos intuir y la respuesta está en cada uno de nosotros, en nuestra propia expectativa. Esta obra, sencilla y sobria, es magistral tanto en su factura como en sus características no evidentes. Nos habla sobre la gran calidad y naturalismo de la escultura del Imperio Antiguo, un período de gran florecimiento artístico el cual, después de más de cuatro milenios y medio nos sigue asombrando.


Paul Gauguin, Arearea (jovialidad o diversiones). Óleo sobre tela, 1892

Julián González Gómez

Paul_Gauguin AreareaUna escena del paraíso, seres humanos y naturaleza en comunión armoniosa, la música habita en el paisaje y en el corazón de las personas e incita la curiosidad de un perro anaranjado que se acerca. Dos mujeres de piel cobriza están sentadas a la sombra de un frondoso árbol, rodeadas de flores y plantas silvestres; una de ellas toca la flauta y la otra la escucha mientras nos mira a los ojos con una tenue sonrisa. Más atrás, otras tres mujeres danzan enfrente de un gran ídolo que parece como si las observara impasible. Un río teñido de tonos rojos se desplaza a lo largo de todo el cuadro, flanqueado por una playa arenosa y un claro en el bosque de oscuros árboles. No hay temporalidad, tampoco drama ni condición alguna que se aparte de una serena paz. Nada amenaza a este edén.

Gauguin, quien muy a su pesar era en el fondo un místico, encontró en Tahití el entorno adecuado para expandir su espíritu hacia el infinito. Cansado, decepcionado del mundo, pudo constatar que la naturaleza salvaje y primitiva se encontraba más cerca del ideal de vida que siempre había querido alcanzar, sin importar el costo que había que pagar por ello. Ese ideal pasaba por un encuentro con los aspectos más esenciales de la condición humana, con la autenticidad del ser que afronta la existencia desde una perspectiva desde la cual se sabe parte de algo que es más grande que él mismo. Consciencia de la finitud ante lo inconmensurable sin agregados de una civilización que sabe superflua e inconsistente. Armonía con la creación, sin más pretensión que la de expresar las ideas como lo haría un niño.

La construcción de Arearea es muy simple y básica, con las figuras ocupando grandes porciones del cuadro. Las figuras fueron primeramente trazadas con un color ocre oscuro, luego se trataron con colores planos, solo los cuerpos de las dos mujeres llevan ligeras sombras que les otorgan relieve. La vista es frontal y la línea del horizonte se sitúa a la altura de los ojos de la mujer que lleva vestido blanco, lo que insinúa que estamos en la posición de alguien que está sentado enfrente de ella. Los colores, densos y de una amplia gama cromática, fueron realizados con pigmentos mezclados con cera, lo cual le brinda más brillantez a la pasta. Gauguin aplicó los colores directamente sobre el grueso tejido de cáñamo, sin aplicar primero una imprimación y esto hace que cuando se contempla el cuadro se puedan ver gran cantidad de brillos que se reflejan en el relieve de la tela. En la parte inferior derecha se puede ver el título del cuadro y también la firma de Gauguin, que luego borró parcialmente.

El tratamiento del paisaje es más complejo, ya que Gauguin ha trabajado los elementos en forma de superficies coloridas y abstractas y no como la representación objetiva de un paisaje. Su pretensión era la de generar ideas en la mente del observador solamente a través de líneas, planos y superficies que no representaban absolutamente nada, pero que se podían asociar con pensamientos, tal como lo hace la música. Las dos mujeres protagonistas del cuadro han suscitado muchas preguntas por parte de los investigadores, sobre todo la que lleva vestido blanco. Está sentada en posición de flor de Loto y su mano derecha toca la tierra en un gesto simbólico de unión con la tierra. Esta posición hace que su figura se asemeje a la de algunas esculturas de Buda, sobre todo una que se encuentra en un relieve del templo de Borobudur en Indonesia, del que Gauguin tenía una fotografía. Lo que sugiere es que quizás la figura de la mujer representa la pureza. Por otra parte, el color anaranjado del perro recuerda al color del hábito de los monjes budistas, lo cual refuerza la anterior hipótesis.

Por supuesto, la cultura tahitiana que Gauguin pudo observar ya había perdido gran parte de su originalidad desde que se inició la colonización francesa a principios del siglo XIX. Se impuso la religión cristiana y se obligó a abandonar los antiguos cultos animistas. Hombres y mujeres debieron tapar su desnudez y no mostrar las partes sexuales de su anatomía. Sus danzas, de fuerte contenido erótico, fueron prohibidas por los misioneros. Su organización social también se vio desmoronada ante la imposición de un gobierno foráneo. Sin embargo, Gauguin se interesó por rescatar aquellos elementos más originales de la cultura polinesia que todavía podían rescatarse. En ese sentido, la gran escultura ante la cual bailan las tres mujeres en Arearea es la diosa lunar Ina, que se unió con Taharoa, el dios del mar y así dieron origen al universo. Esta búsqueda de las raíces culturales de los tahitianos hizo que Gauguin realizara diversas esculturas y relieves alusivos a los dioses tradicionales y que a su segundo regreso a las islas desde Francia, emigrara a un entorno más primitivo, en las islas Marquesas, donde murió.

Gauguin, nació en París en 1848, provenía de una familia de clase media y por parte de su madre era descendiente de una antigua familia de Perú. De pequeño viajó con sus padres a ese país, en el que residió durante varios años, hasta que retornó a Francia donde estudió en varias escuelas para su formación básica. Al graduarse de secundaria se enroló en la marina mercante y tres años después se unió a la marina francesa, donde sirvió durante otros dos años. Al regresar de su aventura por los mares entró a trabajar en la Bolsa de París, donde se convirtió en un empresario de gran éxito con abundantes ganancias. Se casó a los 25 años con una danesa, Mette-Sophie Gad, con la que tuvo cinco hijos. Cuando los negocios en la bolsa empezaron a ir mal, se trasladó con su familia a Copenhague, donde trató de convertirse en comerciante de lonas, pero fracasó así que fue entonces su esposa la que tuvo que llevar la carga económica dando clases de francés. Gauguin era pintor aficionado y había tenido contacto con varios artistas, especialmente Pisarro, que lo animó a pintar más y poco a poco se convenció de que debía dedicarse a vivir del arte y hacerse pintor profesional, lo cual fue rechazado por su mujer y la familia de esta, por lo que se marchó a París en 1885.

Había perdido sus contactos y pasó bastante pobreza durante este tiempo, produjo algunas pinturas sin mucho éxito. Posteriormente se marchó a Pont-Aven en Bretaña, donde había una colonia de artistas. En ese tiempo hizo gran cantidad de dibujos y cuadros de paisajes y de las gentes de la región. Gauguin regresó varias veces a Pont-Aven, donde al parecer se sentía bastante a gusto con la escuela de pintura local. En 1887 se embarcó y viajó por Panamá y Martinica, donde siguió pintando y regresó al año siguiente, agobiado por la pobreza. Fue entonces cuando conoció a Vincent van Gogh y se marchó con éste a Arlés, en el sur de Francia para pintar los paisajes de la región. Pronto hubo desavenencias entre ambos artistas y esto provocó la inestabilidad de van Gogh, quien en un arranque de locura se cortó parte de la oreja. Gauguin dejó Arlés y regresó a París, donde entabló amistad con el artista Émile Bernard, que lo introdujo a los círculos post impresionistas y Gauguin, admirador del arte primitivo y sintético, empezó a desarrollar una nueva tendencia que aunaba estas facetas con una expresión fuertemente cargada de simbolismo que lo llevó a plantear una nueva dimensión en el arte representativo de su tiempo, pero sin éxito en los círculos parisinos.

En 1891 se trasladó por primera vez a Tahití, buscando nuevas sensaciones y esperando encontrar un paraíso que para él se había perdido. Tras un regreso a Francia, donde estuvo poco menos de dos años, retornó a Tahití y luego se marchó a las islas Marquesas, viviendo en la mayor pobreza, con grandes carencias y enfrentado con las autoridades coloniales. Murió en este lugar en 1903 y fue enterrado en una sencilla tumba. Sus pinturas, dibujos y los libros que había escrito fueron trasladadas a Francia, donde el galerista y crítico Vollard las empezó a exhibir, obteniendo un gran éxito económico y también sentando las bases para la expresión de un nuevo arte que emergería bajo su influencia de la mano de artistas como Picasso y Matisse.


Andrea Verrocchio, Retrato ecuestre de Bartolomeo Colleoni. Bronce, 1488

Julián González Gómez

Andreqa Verrochio, Bartolomeo ColleoniUno de los más importantes escultores del Renacimiento, además de gran pintor y artista multifacético, Andrea Verrochio también ha pasado a la historia como formador de artistas de la talla de Ghirlandaio, Perugino, Botticelli y sobre todo de Leonardo da Vinci. Sin duda fue uno de los grandes maestros que hicieron de la Florencia del siglo XV el principal centro de las artes de su tiempo.

Las claves de la obra de Verrocchio (“ojo de la verdad”, o también “ojo verdadero” en dialecto toscano) se encuentra en el absoluto dominio de los factores técnicos de su producción, los que trabajó con dedicado esmero y en la notable influencia del genio de Donatello, de quien asimiló un sereno clasicismo formal que encuadra la intensa vida interior de sus personajes. No fue considerado por casualidad el escultor más importante de Florencia y su obra se extendió a otras ciudades italianas, que lo reclamaban para realizar diversas obras públicas.

Verrocchio nació en Florencia en 1435 y fue bautizado con el nombre de Andrea di Michele di Francesco di Cioni. Su padre era fabricante de tejas y azulejos, trabajo que requería el empleo de distintas clases de arcillas y la utilización de hornos para realizarlo, por lo que desde niño tuvo contacto con estos materiales maleables, lo cual quizás lo predispuso para su futura carrera como escultor broncista, que requería primordialmente la realización de modelos en arcilla. Su primera formación fue en el taller del orfebre Giuliano Verrocchi, de quien tomó el apelativo y con el que aprendió dibujo y la realización de delicadas piezas de orfebrería. Más tarde pasó por el taller de otro orfebre: Alesso Baldovinetti y del escultor Antonio Rossellino, donde perfeccionó su técnica. Algunos investigadores aseguran que trabajó durante un tiempo con Donatello, aunque esto no se ha confirmado con total certeza. Donatello era por esa época, alrededor de la primera mitad de la década de 1460, el escultor más importante de la ciudad y aunque Andrea no haya trabajado en su taller, es indiscutible que el gran maestro ejerció su influencia sobre él. También por esos años inició su labor como pintor, trabajando con Filippo Lippi unos frescos en Prato.

Alrededor de 1465 se estableció en su propio taller y empezó a trabajar como escultor independiente, aunque también realizaba trabajos de pintura y orfebrería. Cuando Donatello murió en 1466 se convirtió en el escultor preferido de la familia Médicis, quienes le encargaron una obra de gran importancia, la construcción del mausoleo de Juan y Pedro de Médicis en la iglesia que era el panteón familiar: San Lorenzo. Andrea comenzó los trabajos alrededor de 1468 y los culminó en 1472 con una notable ornamentación de bronce y mármol. Los encargos de los Médicis parece que mantuvieron constante el trabajo de Andrea durante mucho tiempo y realizó diversos encargos para estos mecenas, lo cual le granjeó un gran reconocimiento en la ciudad de Florencia, cuyos ciudadanos notables y distintos gremios le encargaron diversas obras escultóricas, pictóricas y de orfebrería. Incluso fue contratado para realizar algunas piezas para otras ciudades italianas y flamencas.

La vida personal de Verrocchio nos es desconocida, pero sabemos que nunca se casó y que, gracias a sus elevados ingresos como artista mantuvo económicamente a diversos miembros de su familia. Al parecer en 1472 fue acusado de sodomía, lo cual nunca fue probado por lo que no se le encauzó legalmente. Ya hemos dicho que fue también reconocido como el mejor maestro de la ciudad y por su taller pasaron muchos aprendices que luego se convirtieron en los principales artistas de su tiempo. Murió en 1488 en Venecia, donde había acudido para fundir la notable escultura que aquí presentamos y que no pudo ver terminada.

Esta escultura, considerada por muchos como el mejor retrato ecuestre del renacimiento florentino fue un encargo de la República de Venecia en 1478 para conmemorar al condottiero Bartolomeo Colleoni, quien trabajó a las órdenes de la Venecia y que había muerto unos años antes. Un condottiero era un mercenario que estaba al servicio de una ciudad y que comandaba un ejército. Las repúblicas italianas, aún las más importantes como Florencia o Venecia, no poseían ejércitos profesionales propios y ante los inevitables conflictos con otras ciudades o estados acudían a contratar los servicios de estos mercenarios errantes para que combatieran en su nombre. Algunos de estos personajes se convirtieron con el tiempo en los dictadores de las ciudades ya que poseían el poder que dan las armas. Condottieros famosos que se convirtieron luego en dirigentes fueron, entre otros, Francesco Sforza en Milán, Federico de Montefeltro en Urbino y Pandolfo Malatesta en Rímini.

Volviendo a la obra que nos ocupa, cuando se la contempla es inevitable hacer la comparación con el otro gran monumento ecuestre del renacimiento: la estatua de Gattamelata de Donatello, realizada en Padua en 1453. En ambos monumentos ecuestres el personaje se halla investido de una fuerte presencia y autoridad y también en ambos el caballo levanta su pata delantera izquierda. Pero mientras que en la escultura de Donatello predomina cierta estaticidad, en la de Verrocchio hay un gran dinamismo y tridimensionalidad, girando su torso a la derecha en contraste con las piernas que están hacia el frente y la cabeza que mira hacia la izquierda. Por otra parte, esta escultura es notablemente más grande que la de Donatello. La inspiración de ambas se debe seguramente a la estatua ecuestre de Marco Aurelio que se encuentra en la colina capitolina de Roma y que era el único retrato ecuestre de bronce de la Roma de la antigüedad que existía todavía. La otra influencia se puede encontrar en los caballos de bronce que se encuentran en la Basílica de San Marcos de Venecia.

Verrocchio realizó primero el modelo de arcilla a escala y después vació un modelo de cera que llevó hasta Venecia. En esta ciudad comenzó la labor de hacer la gran escultura con el primer modelo en arcilla a escala real, pero durante el proceso murió. Entonces se le propuso la tarea a su alumno Lorenzo di Credi, que había acompañado a su maestro, pero rechazó el encargo. Finalmente el vaciado final del molde y la ejecución en bronce fueron realizados por Alessandro Leopardi, quien la culminó en 1490. Actualmente sigue emplazada en la plaza donde originalmente se le colocó, el campo de San Giovanni e Paolo, donde se encuentra la Scuola de San Marco de la ciudad de Venecia.


Gerhard Richter, Abstracto (613-3). Óleo sobre tela, 1986

Julián González Gómez

gerhard-richter-abstract-painting-613-3-1986-webDe acuerdo, el arte abstracto no es del gusto de muchas personas que tienen la decencia de aceptarlo, pero admito que nuestra sociedad no lo valora en su justa medida simplemente porque no lo conoce con propiedad. Mi maestro Dani Schafer afirmaba rotundamente que este país era primordialmente “figurativo”, apelativo al que en algunas ocasiones añadía el de “barroco” para describir el gusto de las personas que rechazaban la abstracción y estoy convencido de que tenía razón. Sin desmerecer el arte figurativo y mucho menos el arte barroco, que siguen siendo los más aceptados, es notable que la historia de la abstracción por estos rumbos ha sido apenas esbozada por un pequeño grupo de artistas, muchos de ellos también dedicados a la figuración, porque esta última se vende mejor dentro del público que acude a eventos y galerías. Hay que admitirlo, los artistas tienen que sobrevivir y por esta razón la creación de imágenes abstractas ha sido casi siempre un renglón marginal dentro de su quehacer.

Si lo que queremos apreciar en un cuadro, una escultura u otro tipo de arte visual es la narración de una historia, entonces el arte abstracto no tiene sentido. Tampoco lo tiene si queremos encontrar en él una alusión a un paisaje, a rostros, a figuras u otros motivos que correspondan a la noción que tenemos de la realidad tal y como es procesada por nuestro cerebro. Sin entrar en detalles conceptuales, el arte abstracto (dentro del cual hay muchas tendencias) fundamentalmente apela a nuestra percepción en su estado más puro al combinar manchas, campos, colores y formas de tal manera que sugiera un mundo que no tiene referencias alusivas a la realidad externa de las cosas. La abstracción resulta del acto de abstraer, que viene del latín abstrahĕre, que significa extraer, resumir lo más sustancial y por lo tanto la abstracción en el arte constituye un lenguaje que es independiente de la representación naturalista y cuya expresividad reside en el valor y la organización de sus elementos. Esto quiere decir que el arte abstracto es más bien conceptual y no representativo y por ello resulta que muchas veces es más indeterminado y si se quiere también más alejado de nuestro universo cotidiano. Tal vez sea por eso que no es apreciado por las personas que son más afines a la expresión figurativa.

Sin embargo, el arte abstracto ha estado presente desde siempre en nuestra historia y no hay mejor ejemplo de un arte abstracto que el de la música. La música, que se vale del sonido como medio de expresión, es capaz de comunicarnos infinidad de cosas sin recurrir a una forma figurativa. Por supuesto, aquí me refiero a la música pura, que es únicamente instrumental y no la que está acompañada por una letra, la cual generalmente está ligada a la poesía representativa y metafórica. El arte abstracto entonces se encuentra a lo largo de la historia expresado de distintas formas y en diferentes contextos culturales. En la época contemporánea su desarrollo se debe a pintores como Kandinsky, Klee, Malevich o Mondrian. A partir de mediados del siglo XX el arte abstracto sufrió una metamorfosis que lo hizo evolucionar desde un esquema alusivo a la metáfora hacia la formulación de un lenguaje que carecía de un contenido que se expresase más allá de lo concreto, sin alusiones de ningún tipo que fuesen externas a la propia obra. Esa tendencia continúa incluso hasta la actualidad, en donde el arte conceptual generalmente tiene un carácter más abstracto que figurativo, aún cuando hace alusión a la relación entre la vida y su representación.

Es dentro de este contexto altamente conceptualizado donde se encuentra la obra de Gerhard Richter, quien es considerado uno de los más importantes artistas del mundo contemporáneo, aunque su forma de manifestarse sea todavía a través de medios que se pueden considerar como tradicionales. Richter se presenta como un pintor abstracto, al mejor modo de los pintores de la época del expresionismo abstracto o el tachismo. Nacido en Dresde en 1932, vivió en su niñez los horrores de la Segunda Guerra Mundial y la caída de Alemania, pero refleja mejor que nadie el renacimiento de su nación después de esa catástrofe. Educado en una escuela de bellas artes, la Academia de Arte de Dresde entre 1952 y 1956, al graduarse se inclinó por las vanguardias más contemporáneas y entre 1961 y 1963 estudia en la Academia de Düsseldorf, donde la tendencia vigente era la abstracción tachista. Tras unos principios figurativos, derivó hacia la abstracción y luego se vio parcialmente influido por el arte Pop, movimiento dentro del cual realizó diversas obras de carácter hiperrealista y también se dedicó a la fotografía. También el movimiento Fluxus dejó huella en su obra, dotándola durante un tiempo de un carácter más ligado a la protesta social y el arte conceptual. Pintó buena cantidad de murales en diversas ciudades alemanas, pero encontró después su camino artístico allá donde lo había dejado en sus orígenes: en la abstracción pura y dura. A partir de mediados de la década de 1970 y hasta la actualidad este ha sido su medio de expresarse, a pesar de que su arte en realidad no pretenda expresar absolutamente nada. Sus pinturas abstractas han alcanzado altísimos precios, siendo el pintor vivo más cotizado actualmente. Richter ha protestado por esta situación y ha realizado exhaustivos esfuerzos por substraerse del mercado artístico especulativo, pero sus cuadros se siguen vendiendo a precios exorbitantes. Hace poco, una de sus pinturas abstractas se vendió en una subasta por más de cuarenta millones de Dólares.

Richter trabaja a base de una técnica muy simple, en la cual esparce la pintura al óleo en diversas capas en amplios campos de color y luego las raspa con un cepillo de alambre para obtener las texturas que desea. Esta técnica es en realidad muy fácil, por lo cual ha sido muy imitada por otros pintores, pero sin el éxito que él ha tenido porque su valor no reside en el cómo se realiza el cuadro, sino en la fuerza de la evocación de las formas inciertas y la combinación de los colores que se muestran en esos cuadros. Paralelamente a su obra pictórica en color, Richter también realizó durante varios años cuadros monocromos con la misma técnica, obteniendo resultados similares, pero más sutiles. Si consideramos las tendencias más recientes, podríamos decir que la obra de Richter es en cierto modo un anacronismo, pero aquí se demuestra que más allá del carácter temporal y limitado de un estilo, el gran arte no tiene nada que ver con períodos o formas de hacer, sino que se impone por sí mismo independientemente de la temporalidad y el gusto.


Remedios Varo, «Tránsito en espiral». Óleo sobre tela, 1962

Julián González Gómez

Varo, Transito espiral, 1962Remedios Varo ha sido una de las más famosas exponentes del surrealismo en la segunda mitad del siglo XX y también la más destacada representante de su género en ese campo artístico. Sus obras están dotadas de una magia y dinamismo que las hace sumamente agradables a la vista y son también una fuente de profunda reflexión sobre la naturaleza interna del ser humano, un campo del que nos abrió sus puertas este movimiento que se inició en el París de los años 20 y que en algunos aspectos sigue vigente todavía.

En sus obras predomina un dibujo preciosista, lleno de rasgos estilizados y elegantes, que es acompañado por suaves tonalidades de color que se hacen visibles gracias a la luz matizada que baña figuras y entorno. Siempre hay protagonistas de carácter humanoide cuyo estiramiento responde a la necesidad de la pintora de substraer del campo de la realidad los elementos, que por otra parte asumen un carácter simbólico y se expresan con todo detalle. Es notorio en gran parte de su obra el carácter medieval de la arquitectura en la que están enmarcadas sus figuras y también su goticismo estilizado que nos retrae a un pasado mítico y olvidado que el tiempo ha dejado atrás.

Esta pintora nació en la población de Anglés, en Gerona, España en 1908. Desde niña mostró su predilección por el arte del dibujo y la expresión artística y por eso su padre la animó a formarse en este campo. En 1924, a la edad de 15 años ingresó a la Academia de San Fernando de Madrid como estudiante de pintura. En la Academia destacó sobre todo en el dibujo, campo en el que era una de las mejores exponentes entre sus compañeros. Aprendió no solo dibujo y pintura, sino también dibujo técnico y comercial, con el que esperaba ganarse la vida en una sociedad poco proclive a que una mujer fuese reconocida como artista de valía. En 1930, recién graduada de la Academia y casada con uno de sus compañeros de estudio, se marchó con este a París para probar fortuna. Sin embargo las cosas no funcionaron y ambos regresaron a España, estableciéndose en Barcelona como dibujantes comerciales. En 1935 se separó de su esposo y comenzó a frecuentar los ambientes artísticos de la ciudad, donde se relacionó especialmente con el grupo de los surrealistas que residían allí. Realizó algunos viajes cortos a París y en una de esas ocasiones conoció a André Breton, que se encargó de presentarla al grupo surrealista donde estaban entre otros Ernst, Masson, Tanguy, Miró, Domínguez y un Dalí que estaba en vías de separarse del grupo. Las ideas que daban vida al surrealismo, sobre todo el carácter experimental del psicoanálisis calaron poco en Remedios, quien se inclinó por una vía distinta y más metafísica que respondía mejor a su innata vena mística. De regreso a Barcelona empezó a desarrollar su labor surrealista caminando por la ruta que se había trazado cuando en 1936 estalló la guerra civil española.

Identificada políticamente con el bando de los republicanos, Remedios vivió los embates de la guerra como militante antifascista y así conoció a Benjamín Peret, otro militante con quien se marchó a París a finales de 1938 cuando se comprobó claramente que las tropas comandadas por el general Franco iban a triunfar en la contienda. Esta segunda estadía prolongada en la ciudad del Sena fue para Remedios una experiencia triste y amarga pues no logró ningún éxito en su arte. Para colmo, en 1939 estalló la segunda guerra mundial y en 1940 las tropas nazis invadieron Francia, tomando París poco tiempo después. Gracias a varios contactos con los refugiados españoles, Remedios y su compañero lograron salir de Francia en 1941 para trasladarse a México, país que acogió a gran cantidad de exiliados españoles después de la guerra civil y los primeros tiempos de la contienda mundial. En México se integraron a los círculos de refugiados, donde había gran cantidad de artistas e intelectuales que pronto fueron promovidos para realizar muchas y diversas labores culturales en esta nueva tierra. Remedios empezó a trabajar como artista comercial e ilustradora, campos en los que pronto descolló en el medio, siendo contratada en 1947 como artista de ilustración de insectos en la Misión Científica Francesa de América Latina que se dirigió a Venezuela. Al terminar su labor en esta misión, regresó a México donde se convirtió en una cotizada ilustradora de publicidad, mientras tanto, siguió pintando por su cuenta pero sin realizar ninguna exposición.

En esos años conoce a la pintora inglesa Leonora Carrington quien vivía en México desde la segunda guerra mundial, con quien la unió una entrañable amistad hasta su muerte. Carrington, surrealista como ella, la animó a pintar con más dedicación, pasando largos períodos juntas realizando sus respectivos trabajos. En 1953 Remedios se casó con un diplomático austríaco y fue entonces cuando tomó la decisión de dedicarse exclusivamente a su realización artística. En 1955 expone en una muestra colectiva y al año siguiente realiza su primera exposición individual en la ciudad de México con gran éxito. Siendo reconocida como la principal pintora surrealista en su momento y con varias exposiciones en diversos países, falleció de un infarto el 8 de octubre de 1963 en la ciudad de México, a los 54 años.

Esta obra, llamada Circulación en espiral, pintada un año antes de su muerte, es una muestra de su más lograda plástica surrealista con toques de misterio y temporalidad. La gran espiral que organiza todo el espacio, es en realidad una espiral doble compuesta por una primera espiral que contiene una ciudad de marcado carácter medieval y una segunda espiral que es el canal que recorre la misma ciudad. Hay aquí entonces dos vías, pues los edificios de la ciudad están interconectados y avanzan ondulantemente hasta llegar a la alta torre central donde habita un ser etéreo que parece estar prisionero en ella. El canal es recorrido por extrañas barcas y personajes que recuerdan a las fantasías de El Bosco y todo el ambiente está envuelto en una tenue niebla que le da a este paisaje un toque de profundo misterio y misticismo. Este surrealismo está basado más en una visión interior de profundas connotaciones místicas que en un carácter onírico e irracional, propio de los adeptos de Breton. Es una alusión a la búsqueda de la propia visión del mundo interior que representa el personaje encerrado en la torre y también un homenaje a alguien que, como hizo Remedios Varo, se apartó de la vía establecida para buscar su propia ruta al interior de su ser.


Chaim Soutine, «El joven carnicero». Óleo sobre tela, 1919

Julián González Gómez

Soutine, joven carnicero 1919El expresionismo bebe de las fuentes de la autenticidad y el carácter, por lo cual no siempre es bien recibido por parte de los cultores de un arte hedonista y amable. En general, el término expresionismo se refiere a aquellas manifestaciones que anteponen lo intenso y sincero de una expresión a los aspectos formales del arte. Su carácter es intemporal y por lo tanto válido para calificar ciertas obras y hasta ciertos períodos de la historia que han mostrado esta tendencia, o bien a ciertas fases creativas de un artista. Podemos decir que son expresionistas, por ejemplo, la escultura del románico, las pinturas de El Greco, los dibujos y grabados de Blake o ciertas obras de Goya. En todos los casos se trata de deformar la realidad con gran dramatismo para obtener determinadas respuestas emotivas por parte del observador.

A partir de la primera década del siglo XX el adjetivo expresionista se comenzó a utilizar efectivamente para definir la vanguardia en todas sus variantes, incluyendo el fauvismo, el cubismo y el futurismo. En las artes plásticas los creadores expresionistas encontraron su inspiración en algunas esculturas de Rodin, la pintura de Van Gogh o la de Ensor y Munch. Todos ellos crearon obras de gran dramatismo visual que impactaron, positiva o negativamente, a artistas, críticos y público. En general estos precedentes rompieron con el impresionismo para proyectarse a nuevos ámbitos en los que la subjetividad de los sentimientos del creador prevalecía sobre la representación del mundo que le rodeaba.

Pero no fue sino hasta 1914 cuando este término se concretó en sentido particular para definir y calificar exclusivamente el arte experimental y contestatario que surgió en Alemania en los primeros años del siglo, a través de la obra de los artistas del grupo Die Brüche (El Puente) que surgió en Dresde y se extendió posteriormente a otras ciudades alemanas en diversos movimientos como el grupo Der Blaue Reiter (El Jinete Azul) y otros artistas afines. El así llamado Expresionismo Alemán constituyó más una actitud ante la creación artística que un estilo propiamente dicho, en el cual el compromiso consistía en la oposición al positivismo materialista imperante en la época y en su lugar la propuesta de una nueva visión de la sociedad y la cultura que estaba impregnada por la filosofía de Nietzsche. La búsqueda entonces se centró en aquellos aspectos que se consideraban esenciales atendiendo exclusivamente al sentimiento vital y sin someterse a ninguna regla. En esta propuesta se comprometieron diversos artistas y literatos, además de otros creadores, entre los cuales los cineastas tuvieron una destacada participación y la búsqueda se extendió desde Alemania a otros países europeos en los que cuajó esta visión. En Francia el más destacado de los pintores expresionistas de esa época fue sin duda Chaim Soutine.

Soutine no era francés, nació en Smilóvichi, una ciudad de la provincia de Minsk en la actual Bielorrusia en 1893. Llamado Jaím Solomónovich Sutín, provenía de una familia judía y su padre era sastre, fue el décimo hijo de un total de once hermanos. Desde niño mostró una marcada tendencia al arte, por lo que se propuso ser pintor a pesar de los deseos de su familia que siendo judíos ortodoxos no estaban de acuerdo con la representación de imágenes, que estaban prohibidas por su fe. Aun así, en 1909 se trasladó a Minsk para estudiar pintura y se inscribió en una academia local. Al año siguiente ingresó en la Escuela de Bellas Artes de Vilna, donde se formó hasta 1913. Al terminar sus estudios y ante las noticias de que París era la capital artística por ese entonces, decidió viajar a la ciudad del Sena para dedicarse a su pasión. Pobre y sin contactos, recaló en Montparnasse, el barrio de los artistas y empezó a pintar. En este ambiente donde imperaba la bohemia y la disolución se empezó a relacionar con algunos de los personajes más destacados del medio, sobre todo con Amedeo Modigliani, para quien posó en diversas ocasiones.

Fue en este ambiente en el que se empezó a decantar por una expresión fuertemente subjetiva y emocional, coincidiendo en estos aspectos con la pintura de los expresionistas alemanes, de quienes seguramente había visto muchas de sus obras. Soutine, que era la versión francesa de su apellido, se volvió una referencia obligada en el medio artístico de Montparnasse, siendo conocido por su incapacidad de poder pintar de memoria, por lo que le era necesario tener siempre un modelo enfrente para poder reproducirlo. Se dice que recorría siempre el mercado local para buscar modelos que pintar y le gustaba especialmente la sección de las carnicerías, donde encontraba motivos lo suficientemente impactantes como para llevárselos a su estudio y pintarlos varias veces. Pero la fama y las ganancias lo esquivaban y Soutine era tanto o más pobre que otros artistas como Modigliani o Utrillo, lo cual lo desmoralizaba en gran medida y más teniendo ya de por sí de un carácter atormentado. Pasó la guerra en París y de alguna forma logró sobrevivir y continuar pintando, hasta que en 1923 un coleccionista norteamericano que visitaba la ciudad le compró un gran número de sus obras. Esto hizo que mejorase su condición y que siguiera pintando con gran entusiasmo, al punto que en 1927 celebró por fin su primera exposición individual en la galería de su amigo Henri Bing. A partir de este momento se dio a conocer en otros ámbitos y pudo por fin vivir con cierto desahogo, hasta que estalló la Segunda Guerra Mundial. En 1940 París fue invadido por las tropas nazis y Soutine, por su condición de judío, corría un grave riesgo, por lo que escapó de la ciudad y se trasladó a un pequeño poblado en las cercanías de Tours. Sin embargo su seguridad estaba en una situación muy precaria, la angustia hizo presa de él y sus problemas de salud se agravaron. En 1943 se le perforó una úlcera y hubo necesidad de operarlo de emergencia pero murió en la mesa de operaciones, sumándose así a la inmensa lista de los fallecidos a causa de la guerra.

Este óleo es un retrato de un carnicero del mercado de Montparnasse que pintó Soutine en los años más oscuros de su labor artística, cuando era pobre y desconocido. La fuerza de la expresión radica en el color rojo que impregna todo el campo de visión y los mínimos elementos de la imagen. Es un retrato hecho con pinceladas rápidas y espontáneas y los trazos de la espátula son groseramente evidentes. No hay concesiones, es como si el artista hubiera vomitado la pintura y ésta hubiese formado la imagen al desparramarse sobre la tela. Los grandes y profundos ojos, realizados con poco más que unos borrones de pintura nos miran directa y cínicamente, como retándonos. Su boca es silenciosa y no tiene expresión ninguna en el torso. Este personaje se manifiesta viendo al espectador y contándole en silencio de su condición de ser humano, transfigurado por la visión de un artista cuyo tormento se expresa de una forma gráfica y directa, tal como son los sentimientos más profundos de un artista.


Jean Fautrier, El árbol verde. Técnica mixta sobre papel pegado a arpillera, 1942

Julián González Gómez

Fautrier_El arbol verde_1942Testimonio de una de las épocas más oscuras de la historia de la humanidad, las obras pictóricas que realizó Jean Fautrier en los años de la ocupación nazi de Francia, en plena Segunda Guerra Mundial, aún nos estremecen y nos conmueven. Por supuesto esta reacción solo cabe esperarla especialmente de dos grupos específicos de personas: quienes fueron testigos de ese tiempo en Europa y vivieron esa horrible experiencia, o bien aquellos que son sensibles a los aspectos más oscuros del ser humano, porque los han padecido. En nuestra época postmoderna de gustos ligeros y pequeños discursos como dijo Lyotard, este tipo de arte puede parecer desfasado o incluso ininteligible. Sin embargo, reducir esta expresión a un mero testimonio de las atrocidades que se cometieron es hacerle poca justicia, pues el verdadero arte trasciende las circunstancias particulares y gracias a ello es universal. Fautrier fue un artista incómodo para los mesurados, para los que prefieren voltear la cabeza y no ver y para los que piensan que el arte es ante todo evasión y no cuestionamiento.

Se da por hecho, y esta obra es prueba de ello, que no es una pintura que aspire a alcanzar ningún tipo de armonía formal y por lo tanto su belleza no radica en ese tipo de cualidades. Pero hay un aspecto más que hay que recalcar y es que, a un nivel muy sutil, este arte no pretende emitir ningún mensaje o programa. Lo que se ve es tal cual y nada más, no representa ningún suceso, ni tampoco pretende recrear algún aspecto de la realidad externa, a pesar de su título, cuyo contenido quizás es sólo un accidente. Como pasa tantas veces, la dialéctica entre el ángel y el demonio está aquí presente y en definitiva triunfa siempre el segundo, pues se requiere de un demonio interno muy fuerte para que se exteriorice semejante angustia.

Esta pintura se opone al racionalismo y a todo contenido previo al propio acto de creación. Aquí lo más importante es la poética del gesto, un gesto rápido, conciso y que no permite ningún tipo de corrección. Fautrier tomó conciencia de la capacidad expresiva de la pura materia pictórica, especialmente la materia que se puede denominar “pobre”. Para él todas nuestras vivencias se concretan en imágenes táctiles y además hace patente que la memoria es sobre todo materia. Los cuadros que pintó en este período, casi siempre con colores grises o pardos verdosos, apagados y sin brillo y en los que apenas se puede reconocer ninguna forma, son una meditación sobre la condición humana que consiste ante todo en un “existir” que no es un “vivir”, tal como lo describió Sartre en su obra La náusea. Ese “existir” implica una vida vacía, carente de contenido y por ende absurda, sin sentido. Por ello, lo esencial es la contingencia, que es la carencia de explicación. Es un planteamiento que no tiene solución y para algunos es el vacío absoluto. Pero Fautrier, gracias a su arte, logró superar ese vacío.

Fautrier supo ejemplificar como pocos el enorme sinsentido y el pesimismo implícito en la filosofía de Sartre. Recogió la angustia de la guerra, de la que estaba siendo testigo en esos momentos, mediante la opacidad, las cualidades de la materia y una rotunda presencia física, que está protagonizada por la densidad de lo que llamó “superficies construidas”. Las rudimentarias referencias a formas corporales y elementos de la naturaleza se combinan con ese cromatismo apagado para crear imágenes de un extraño realismo que se identifica con ellas y así el observador se siente frustrado en sus expectativas, ya que se ve atrapado en la división que produce el anuncio del tema y la imposibilidad de su representación reconocible.

Los críticos y los historiadores han establecido que la pintura de Fautrier se inscribe en el movimiento llamado informalismo, que surgió por esa época. El informalismo no fue una vanguardia en el sentido exacto de este término, ni un movimiento programático u organizado. Planteaba el problema del arte en términos concretos: la materia pictórica tiene una extensión pero no una estructura formal, su disponibilidad es múltiple e ilimitada, mediante su manipulación el artista establece una relación de identificación que otorga un contenido humano a su textura, a la calidad de su superficie. Este planteamiento se refiere únicamente al medio, que es la pintura, pero nunca al contenido ya que queda a juicio del artista su planteamiento formal y conceptual.

Jean Fautrier nació en París en 1898, muy joven perdió a su padre, por lo que se trasladó a Londres con su madre e ingresó en la Royal Academy en 1912. En 1917, en plena primera guerra mundial, fue llamado a movilización y se trasladó a Francia, donde se le envió al frente y fue gaseado, por lo que tuvo que ser retirado del ejército y permaneció durante un tiempo en varios hospitales hasta su recuperación. Después de la guerra decidió residir en París y dedicarse a pintar profesionalmente, realizando varias exposiciones sin mucho éxito. Trabajó también como grabador y escultor, dentro de los parámetros del arte post-cubista en boga por ese entonces, al igual que el surrealismo. Como no podía vender su obra, se tuvo que emplear como hostelero e instructor de esquí en Tignes durante cinco años, hasta que en 1937 se decidió a continuar trabajando en su vocación artística como escultor. Vivió los acontecimientos de la invasión alemana de Francia en 1940 y la toma de París y en 1943, ante la sospecha de su participación en la resistencia francesa fue detenido por la Gestapo y encarcelado. Logró escapar de la prisión y huyó de París, encontrando refugio en Châtenay-Malabry, donde comenzó a trabajar en sus cuadros de Otages (Rehenes). Al acabar la guerra, estos cuadros fueron expuestos en la Galería Drouin de París con gran éxito.

En los años siguientes Fautrier trabajó en las ilustraciones de varias obras literarias y pintó varias series de cuadros dedicados a los objetos familiares y cotidianos de su vida. También experimentó en la creación de una técnica mixta entre calcografía y pintura original que le ganó gran reputación entre el público. En 1960 obtuvo el gran premio de la Bienal de Venecia, donde expuso obras abstractas de pequeño formato, a las que en ese tiempo estaba dedicado. Murió en Châtenay-Malabry en 1964.

Finalmente, podemos afirmar que la obra de Fautrier es más bien opaca y poco vistosa, pero esto no impide reconocer en ella una gran profundidad en cuanto a su planteamiento de la problemática de la existencia y la profunda huella que la vida imprime en el ser humano sensible y que lo atraviesa. Esa huella se extiende no sólo a su psique, sino también a su más profundo subconsciente, impregnando su devenir solitario en un mundo en el cual el sentido del vivir hay que encontrarlo en lo trascendente, algo a lo que muchos aspiran y pocos encuentran y como se dijo antes, Fautrier logró esa trascendencia gracias a su arte.


Niocolas Poussin, «La muerte de Germánico». Óleo sobre tela, 1628

Julián González Gómez

Nicolas_Poussin_-_La_Mort_de_GermanicusSi hay un pintor al que se le debe un arte que muestre las mejores características del clasicismo sin amaneramientos, ese es Poussin. Venerado por artistas de la talla de David y hasta algunos modernos como Cézanne, Poussin dejó un legado de espléndidas obras en las que se puede encontrar la afortunada combinación de un dibujo que raya la perfección, junto a sublimes efectos de luz y un colorido sobrio pero intenso. Era un artista que cultivó un clasicismo de gran depuración, fruto de su propia capacidad y de los numerosos bocetos que realizaba para la elaboración de sus imágenes, las cuales se nos muestran en toda su estudiada naturalidad, dejando de lado las poses grandilocuentes que han envilecido a tantos de sus imitadores.

Esta obra, dedicada a la muerte del general y cónsul romano Germánico, el gran militar y pacificador de la región de Germania, hecho por el cual se le puso este apelativo, cuya misteriosa muerte, posiblemente por envenenamiento, constituyó una gran tragedia para la sociedad romana, pues se rumoreaba que sería el próximo emperador. Germánico murió en Siria mientras atendía una misión diplomática y entró en conflicto con el gobernador Cneo Calpurnio Pisón, a quien ordenó dejar su cargo por órdenes imperiales y quien fue acusado de envenenar a Germánico por esta razón; más tarde se rumoró que fue el propio emperador Tiberio el que dio la orden de asesinarlo, ya que resentía su fama y su posible nombramiento para sucederle en el trono. Aquí aparece el héroe postrado en su último lecho, rodeado por su familia y sus más fieles amigos, todos pertenecientes a la casta militar romana. Su esposa Agripina llora desconsoladamente y a su lado aparece el pequeño Calígula, su hijo y futuro emperador, que contempla la escena como si no entendiera el alcance de lo que está sucediendo. La espléndida arquitectura que sirve de fondo para la escena está pintada por completo con tonos sepias y gracias a los efectos de la iluminación lateral se matiza en suaves gradaciones que ensalzan sus cualidades tridimensionales, sobre todo la profundidad de sus planos.

Podríamos decir que lo más barroco de Poussin es su luz y los efectos graduales y sutiles de la misma que se fijan en la tela a través de la armonía cromática. En efecto, a pesar de que en esta obra los contrastes tonales están evidentemente marcados y bien diferenciados, Poussin no utilizó los dramáticos efectos que aplicaron otros artistas del barroco como Caravaggio y los tenebristas para expresar estos contrastes y en eso radica su aporte y su magia. La luz lo evidencia todo y lo que aquí se ve es algo que sólo podríamos llamar “verdad” en su sentido más literal. No es una verdad dicha a medias, como la que practican aquellos que remiendan su conciencia afirmando que así no mienten, sino una afirmación clara y rotunda que no oculta detalles. Esta verdad pictórica nos muestra el contraste de tonos, que en sus zonas más luminosas: la espalda del soldado apostado a la izquierda, la porción de la capa azul sobre el hombro del oficial, la camisa del moribundo Germánico y el cuerpecito de Calígula, contrastan con la profundidad penumbrosa de la gran cortina azul y el resto de la capa del oficial, estableciendo un equilibrio que matizan los rojos y ocres, aplicados con un valor similar al del tono superior de la estancia donde se desenvuelve la escena. Gracias a cuadros como este, Poussin es considerado el gran pintor francés de la primera mitad del siglo XVII.

Nicolás Poussin nació en 1594 en Les Andelys, Normandía. Era miembro de una pudiente familia de provincia y gracias a esto recibió una esmerada educación. Desde muy joven mostró aptitudes para el dibujo y la pintura y se convirtió en discípulo de un pintor local. En 1612 viajó a París y se puso a trabajar en los talleres de dos pintores de segunda línea, por lo cual no pudo demostrar su valía en ese tiempo. Su transformación llegó de la mano de un matemático: Alexandre Courtois, quien poseía una colección de grabados de maestros italianos realizada por Raimondi. Estos grabados, copiados por el joven Poussin, se convirtieron en su verdadera iniciación como gran artista, transformándose en un devoto admirador del arte italiano, por lo que trató infructuosamente de visitar Italia en dos ocasiones. Poussin no se sentía a gusto en París y se marchó a Lyon, donde se hizo amigo del poeta Giambattista Marino, con quien por fin pudo ir a Italia en 1624.

En Roma, a través de varios contactos de Marino, logró conocer al que sería su principal mecenas en el futuro, el cardenal Francesco Barberini. Para éste y su familia, Poussin pintó numerosos cuadros, al tiempo que estudiaba las obras de los grandes maestros italianos, desde Correggio hasta Tiziano, sintiéndose a sus anchas en la ciudad del Tíber. Por esta época trabajaban en Roma algunos de los más destacados artistas del barroco como Bernini y Cortona, el arquitecto Borromini y otro gran pintor francés de la época: Claude Lorrain. Poussin se asoció con algunas personalidades que formaban diversos círculos de discusión en torno al arte de su época. Se mostró contrario a los efectos del tenebrismo de Caravaggio, siendo más afín al delicado arte de Guido Reni, pero evidentemente no fue ajeno a los efectos de la nueva iluminación y atmósfera propios del barroco. Reconocido y respetado como gran maestro en Roma, su fama llegó hasta París, donde el principal promotor de las disciplinas artísticas era por ese entonces el cardenal Richelieu, quien creó la primera academia de las artes en su tiempo y lo llamó para trabajar en la capital francesa.

Al poco de llegar, Poussin fue nombrado Primer pintor de la corte por el mismísimo rey Luis XIII y se dedicó a elaborar varias pinturas para las capillas reales, el Louvre y algunos cartones para la fábrica de tapices real. Pero París y la corte nunca fueron lugares en los que se sintiera a gusto Poussin, por lo cual en 1642 retornó a Roma. En los años siguientes realizó numerosos encargos en esta ciudad, por lo cual su prestigio llegó a su punto máximo, pero a partir de 1650 su salud empezó a deteriorarse, lo cual hizo que su trabajo fuera cada vez menos abundante, hasta casi desaparecer en sus últimos tiempos. Viudo desde hacía varios años y sin hijos, murió en su querida Roma en 1665 y fue enterrado en la Basílica de San Lorenzo in Lucina.


Piero della Francesca, «Sacra Conversación». Óleo sobre tabla, 1474

Julián González Gómez

Piero della Francesca madonna_20and_20child_20with_20saintsLas obras de Piero della Francesca son siempre serenas, pulcras y dotadas de una majestuosidad clásica que las hace ejemplos de la máxima perfección formal. Esto se debe a los rigurosos estudios geométricos que este artista realizaba previo a la ejecución de las mismas, ejemplificando con ello su adhesión al principio fundamental que rige el arte del primer Renacimiento: la construcción geométrica del espacio inmutable.

Este espacio, generado por la aplicación literal de los principios de la geometría de Euclides y pregonado por Platón dentro del mundo ideal se convirtió en el paradigma de todos los espíritus creadores desde la segunda mitad del siglo XV en Italia y posteriormente en otras regiones de Europa, generando con ello el fenómeno que hoy conocemos como el Renacimiento. El espacio inmutable es, como su nombre lo indica, un espacio invariable, contenido en sí mismo, conformado por relaciones matemáticas generadoras de patrones geométricos, cuyo fundamento es la proporción y la simetría y cuyo propósito es la belleza formal. El espacio inmutable es un espacio que se ha construido de acuerdo a ideas y principios matemáticos puros y por lo tanto es una representación de un mundo ideal cuya belleza radica precisamente en la perfección de su geometría.

Por otra parte, la perspectiva se consideraba el medio más adecuado para representar esta belleza formal, siendo un vehículo científico y por lo tanto juzgado como objetivo para su realización. En todo caso, la realidad de la percepción del ojo humano se distancia de la perspectiva, ya que ésta supone un único punto de vista y es esencialmente plana, además el ojo humano tiene una visión estereoscópica que capta el mundo en tres dimensiones. Pero, a pesar de sus limitaciones, la perspectiva renacentista se convirtió prácticamente en el único medio de representación del espacio desde el renacimiento hasta el siglo XX, a pesar de algunas tentativas de buscar otros medios como ocurrió con algunos artistas del barroco.

Piero della Francesca no solo era pintor, sino también geómetra y perspectivista, estudió matemáticas y se interesó por desarrollar estos conocimientos hasta donde era posible en su época. Oriundo de Sansepolcro, en Toscana, se desconoce el año de su nacimiento, pero se calcula que fue entre 1415 y 1420. Piero era hijo de un rico comerciante de la localidad y de una dama de la nobleza de Umbría. Recibió una esmerada educación y seguramente fue iniciado en el negocio familiar por su padre, sin embargo se desconocen las razones por las cuales no se dedicó al comercio, decidiéndose por la carrera artística. De su primera formación no se tienen detalles, especulando que fue en su ciudad natal con un pintor, o bien en Umbría. La primera noticia segura de su educación artística proviene de una fuente que lo ubica en 1439 en Florencia, trabajando como aprendiz en el taller del pintor Domenico Veneziano.

Florencia era por ese entonces una ciudad en la que las manifestaciones artísticas se encontraban en una franca eclosión: Brunelleschi estaba trabajando en distintos edificios de la ciudad, sobre todo en la construcción de la cúpula de la catedral, Ghiberti elaboraba la Puerta del Paraíso del baptisterio y pintores como Ucello, Castagno, Fra Angélico, Lippi y Veneziano seguían los caminos que había abierto poco antes el fallecido Masaccio. Nuevas obras, nuevos lenguajes y un incesante estímulo hicieron que Florencia se convirtiera en ese tiempo la ciudad de las artes, situación que perduraría por muchos años más. Piero se sumergió en este nuevo mundo y empezó a estudiar con ahínco los principios de la geometría euclidiana y el método de la perspectiva lineal, que por entonces estaba en su punto máximo de desarrollo. La huella florentina perduró en Piero durante el resto de su vida, manifestándose en prácticamente toda su obra.

Después de su estancia en la ciudad toscana llevó una vida itinerante, que le hizo viajar por muchas regiones de Italia, donde siempre se le consideró como uno de los artistas más importantes de su época. Dejó testimonios pictóricos en Ferrara, Ancona, Arezzo, Bolonia y Rímini, donde conoció a Alberti, que hacía poco había escrito su tratado de pintura y perspectiva. Estuvo en Roma trabajando para dos Papas y en 1469 llegó a la ciudad de Urbino, donde sus servicios fueron requeridos por el duque Federico de Montefeltro, para quien trabajó en el nuevo Palacio Ducal. Fue en esta ciudad donde realizó algunas de sus más importantes obras y donde entabló nuevas relaciones con artistas y geómetras como Melozzo da Forli, Pedro Berruguete, Luca Pacioli y un joven que ya se hacía llamar Bramante, que por ese entonces trabajaba como aprendiz de pintor perspectivista.

En 1477, con una fama bien adquirida, regresó definitivamente a residir en Sansepolcro, siendo considerado un ciudadano destacado y donde formó parte del consejo comunal de la ciudad. Tras una breve estancia en Rímini y afectado por una grave enfermedad de la vista, volvió a su ciudad, donde dedicó los últimos años a dictar su obra teórica sobre matemáticas, geometría y perspectiva. Considerado el más importante geómetra de su tiempo, murió en 1492 en Sansepolcro y enterrado con honores.

Esta Sacra Conversación es considerada una de las obras maestras de Piero della Francesca. Aunque no está fechada, se supone que fue terminada en 1474 o quizás 1475, encargada por el duque Federico de Montefeltro para decorar la iglesia de San Donato degli Osservanti de Urbino. Se dice que cuando el duque la vio, quedó tan complacido que pidió que a su muerte fuese enterrado cerca de ella. Es un ejemplo de lo mejor que puede dar un artista en la cima de su desempeño, cuando ha alcanzado la maestría. El tema de la Sacra Conversación es propio del siglo XV y se refiere a una composición en la cual diversos personajes sagrados conversan con algunos comitentes, generalmente el donante del cuadro y su familia.

En la tabla, de una composición espacial de gran profundidad y perfecto equilibrio, la Virgen y el Niño Jesús ocupan el lugar central. Alrededor de sus figuras se encuentran diversos santos y ángeles, que forman un semicírculo. Entre los santos se encuentran San Juan Bautista, San Francisco y San Bernardino de Siena, que están relacionados con la familia del duque. Éste ocupa un lugar frontal, aparte del grupo circular y se encuentra en oración, siendo representado siempre de su perfil izquierdo, ya que perdió su ojo derecho en un torneo. El espacio, simétrico y clásico, es el perfecto elemento acompañante de las figuras serenas y majestuosas que se encuentran en él. Representa el ábside de una iglesia con una bóveda de cañón con casetones y el remate de una media cúpula en forma de concha, de la cual cuelga un huevo de avestruz. Es una arquitectura propia de los tiempos del clasicismo renacentista. La presencia de la concha y el huevo, además de la pulsera de coral que lleva el Niño Jesús, representan la fertilidad y el nacimiento. La perspectiva cónica de este cuadro tiene su punto de fuga en la cabeza de la Virgen y está perfectamente construida, como corresponde a un consumado maestro de este arte. La luz que baña las figuras y el entorno es cálida y diáfana, como si surgiera de la propia bóveda celeste y es un elemento que dota a los personajes de la mayor dignidad y magnificencia. Después de estar expuesta en Urbino por varios siglos, en 1811 fue trasladada a Milán, a la Pinacoteca de Brera por orden de Napoleón y desde entonces es considerada una de las más grandes joyas de esta colección, llamándola la Pala de Brera. Una magnífica y suprema creación de uno de los más grandes artistas del renacimiento.


Alexander Archipenko, “Mujer peinándose”. Bronce, 1914

Julián González Gómez

woman-combing-her-hair-femme-debout-1914-archipenkoEl cubismo tuvo numerosos seguidores desde que surgió como una corriente artística derivada de las experiencias de Picasso y Braque. Esta nueva concepción de la representación espacial, radical en su enfoque antiacademicista, atrajo la atención no solo de los pintores, sino también la de numerosos escultores que se sintieron entusiasmados por trabajar bajo sus parámetros. Dentro de ellos, el ucraniano Alexander Archipenko jugó un papel destacado, pues no solo ejecutó sus obras dentro del esquema cubista de alternancia de planos simultáneos, sino además incorporó como protagonista el espacio negativo, que es el que queda en medio de los planos sólidos y configura una nueva sucesión de formas y contenidos que complementan el total. Esta lección debió de aprenderla de la observación de algunos ilustres antecesores suyos, sobre todo de Bernini, quienes también incorporaban a sus obras el espacio negativo, elevándolo a un plano equitativo con la forma. La escultura clásica, tanto la de la antigüedad como la del renacimiento, prestaba atención casi exclusivamente al volumen, desplazando al espacio a las zonas periféricas que únicamente definían la silueta de la forma; los escultores neoclásicos, casi todos ellos imitadores de esta corriente, no aportaron nada nuevo. Pero en el ínterin que constituyó el barroco, los escultores se desplazaron por ese espacio que no sólo encerraba a la figura, sino que además interactuaba con ella en una dinámica dialéctica, en la cual el entrelazamiento entre forma y vacío definía plenamente la plástica de la composición.

Archipenko construyó espacios y volúmenes sometidos a la disciplina cubista bajo la óptica de una representación más bien figurativa, con pocos acercamientos a la abstracción, que era la última consecuencia del cubismo analítico. Por ello está mucho más relacionado con la corriente subsiguiente: la del cubismo sintético, en el cual la figuración es todavía el tipo de representación dominante. En efecto, el cubismo analítico se convirtió en cierto momento en un callejón sin salida para aquellos artistas que habían apostado por la representación figurativa, ya que poco a poco las composiciones se iban caracterizando por una mayor fragmentación, la cual hacía que se perdiese la forma del objeto representado hasta hacerla prácticamente irreconocible y esto era contradictorio con la idea de que las cualidades objetivas de lo representado debían ser evidentes, aunque fuese en cuanto a detalles mínimos. El cubismo sintético resolvió este problema presentando ante todo las cualidades de las formas de los objetos o paisajes mediante una descomposición selectiva de los planos y además hizo un mayor énfasis en la composición formal, que era otro elemento necesario para apoyar las cualidades figurativas de lo representado.

Las formas de las figuras de Archipenko son fáciles de reconocer, ya que ante todo su obra se concentró en la figura humana, la cual exploró en múltiples facetas, todas ellas dotadas de una tensión interna que les brinda una cualidad de gran expresión espacial. Su trabajo, con muy raras excepciones, siempre fue figurativo, pero estilizando las formas hasta llegar a expresar la naturaleza más elemental de la anatomía. Se deleitaba con una suave curva que describía un torso en equilibrio, la trayectoria de un brazo en el espacio, el entrelazamiento de líneas de unas piernas que se entrecruzan o el giro de un cuello que sostiene una cabeza apenas esbozada. Nunca llevó a cabo encargos monumentales, sus esculturas tienen la escala del cuerpo humano o más pequeño y eso hace que se relaciones con nosotros de una manera más cercana, casi íntima.

Alexander Archipenko nació en Kiev. Ucrania en 1887. Estudió durante un tiempo en la escuela local de arte, para trasladarse varios años después a Moscú, donde prosiguió su formación. En Ucrania y Rusia tomó contacto con el arte bizantino y los íconos de la religión cristiana ortodoxa, caracterizados por su fina estilización de las figuras, las cuales reprodujo en numerosos estudios. Tras darse cuenta que en Rusia sus posibilidades eran limitadas emigró a París en 1908, donde tomó contacto con las vanguardias y sus creadores como Picasso, Braque y Apollinaire. Asistió durante un tiempo a la Escuela de Bellas Artes, para abandonarla y dedicarse a la experimentación cubista y a someterse a una rígida disciplina dibujando obras egipcias, asirias, griegas arcaicas y góticas en el Louvre. Precisamente, esos estudios dieron base a una estilización casi arcaizante en sus figuras, característica que siempre lo acompañó. Desde el año de 1909 hasta 1914 residió en una colonia de artistas llamada La Ruche, cerca de Ramboulllet, a unos cuarenta kilómetros de París, fundada por un anarquista y en la cual se encontraban algunos artistas rusos emigrados a Francia. En 1910 exhibió sus esculturas cubistas en el Salón de los Independientes de París y en 1912 realizó su primera exposición en el Museo Folkwang Hagen en Alemania. En cierta ocasión afirmó que «La escultura puede empezar en el punto en el que el espacio es rodeado por la materia.», lo cual revela la clave para interpretar la conexión que realzaba entre espacio vacío y figura. Su incesante actividad lo llevó a participar como profesor en diversas academias de arte, como la del grupo Section d’Or, donde participó junto a Braque, Léger, Duchamp y Picasso entre otros. Su primera exposición en Estados Unidos se realizó en el Armory Show en Nueva York en 1913. Posteriormente participó durante un tiempo en las publicaciones de los futuristas y otros grupos de vanguardia. Después de la guerra realizó numerosos viajes para exponer sus obras y entre otros lugares visitó la Bienal de Venecia, Ginebra, Zurich, Londres, Bruselas y Atenas. Se estableció en Alemania desde 1921 y en 1923 se trasladó a Estados Unidos, país en el que residió por el resto de su vida.

En Estados Unidos participó en numerosas experiencias artísticas, sobre todo académicas y siempre ligadas con las vanguardias en diversas ciudades como Nueva York, Los ängeles o Chicago, donde incluso participó en la efímera nueva Bauhaus que creó en esa ciudad Moholy Nagy. Las numerosas esculturas de Archipenko que se encontraban en Alemania fueron confiscadas por los nazis después de su advenimiento al poder, para ser recuperadas nuevamente después de la guerra. Durante el resto de su trayectoria experimentó con numerosas técnicas y nuevas tecnologías, creando esculturas cinemáticas y también dotadas de luz. Murió en Nueva York en 1964, después de haber recorrido una intensa carrera que lo llevó a abrir numerosas posibilidades de expresión dentro de la escultura contemporánea.

Esta obra, de 1914 representa el período de experimentación de Archipenko con las últimas etapas del cubismo sintético y sus derivaciones. La elegante figura, estilizada mediante una fina curva que recorre verticalmente su cuerpo, consiste en la suma de los espacios de figura y fondo que en relación mutua y dependiente definen su arquitectura. La cabeza es un espacio vacío, negativo, que sugiere una postura lateral, la cual se acentúa por la posición del largo cabello que se extiende hasta otra zona vacía: el pecho, que está sugerido mediante una concavidad, como si fuese un espacio contenedor. Los brazos, el izquierdo realizado sólo hasta poco debajo del hombro, describen una curva que arranca desde la parte superior de la cabeza y se bifurca en el brazo derecho y el pelo, hasta llegar al brazo izquierdo apenas esbozado, como permitiendo al observador determinar el fin de su trayectoria. En el torso y el vientre se advierten las formas cónicas, que se encuentran en la estrecha cintura y estabilizan la masa total del cuerpo. De esta escultura hay numerosas reproducciones que se encuentran en distintos museos y sigue siendo una de sus obras más admiradas. Archipenko fue uno de los más grandes escultores de su época por sus evidentes cualidades plásticas de gran belleza y estilización, que admiramos y rendimos homenaje en esta página.


André Derain, «Paisaje de Chatou». Óleo sobre tela, 1904

Julián González Gómez

Derain landscape-near-chatou-1904-Es este un caso típico de un artista cuya trayectoria estuvo marcada por una constante experimentación que lo llevó por distintos derroteros y una gran variedad de expresiones. Derain inició su carrera en medio de la vorágine parisina de principios del siglo XX, época marcada por las derivaciones que prosiguieron a las experiencias de los impresionistas y posimpresionistas. Pero no solo se dedicó a su carrera artística como pintor, sino que sus múltiples intereses y una voraz dedicación a la lectura lo llevaron a cultivar el conocimiento erudito en distintas áreas como las ciencias y la filosofía, siendo poseedor de una vasta y enciclopédica cultura.

Se dio a conocer en los primeros años del siglo al unirse al grupo de los fauves, pintores que, agrupados alrededor de la figura de Henry Matisse, desarrollaron un lenguaje en el cual el color se convirtió en el principal protagonista de sus obras. Los pintores fauvistas ensalzaron la autonomía del color sobre cualquier otro elemento y lo utilizaron de forma expresiva y provocativa. No pretendían representar las cosas de una forma realista, al contrario, su arte se basaba en un idealismo que se manifestaba en la primacía de la expresión antes que en la mímesis y para ello el color jugaba un papel fundamental. Se aplicaba de forma pura, tal cual salía del tubo, sin mezclas y se hacían combinaciones cromáticas de manera tal que los colores primarios y secundarios se complementaban de tal forma que aumentasen su vibración al ser percibidos y con ello se creaba un efecto de gran intensidad. Los fauvistas no aplicaban el color de acuerdo a la correspondencia del color de los elementos que representaban, sino que se dejaban llevar por su fantasía y libremente aplicaban un color cualquiera sobre una superficie cuyas formas recordaban las de un objeto y luego establecían las correspondencias entre todos los elementos. En este sentido, su pintura se relaciona con la de sus contemporáneos expresionistas del grupo Die Brüche de Dresde, quienes experimentaron con los colores también de una forma libre. La pintura fauvista no pretendía otra cosa que expresar las cualidades de los colores de una manera lúdica y juguetona, estando exenta de cualquier juicio moral o estético tradicionalista; por ello sus cuadros resultan sumamente atractivos y nos llaman la atención de forma inmediata.

André Derain nació en Chatou, en el extrarradio de París en 1880 y provenía de una familia de clase media. Buen estudiante en la escuela, se preparó especialmente en matemáticas para seguir la carrera de ingeniería en la Escuela Politécnica de París, pero finalmente se decidió por la carrera artística. En 1895 empezó a pintar y se volvió un asiduo visitante del Museo del Louvre, donde estudiaba las obras de los antiguos maestros. Entre 1898 y 1899 asistió a la Academia Camillo de París, donde conoció a Matisse y a Rouault, quienes luego serían sus compañeros del fauvismo. En 1900 conoció a Maurice de Vlaminck y compartieron un estudio en Chatou. Por esa época descubrió la pintura de Van Gogh y se volvió un asiduo lector de Nietzsche, cuyo nihilismo ejerció en él una profunda influencia, provocando una transformación en su manera de ver el mundo y el arte.

Pronto se unió con sus amigos Matisse, Rouault y Vlaminck a pintar bajo los esquemas que dieron lugar al fauvismo y presentaron en conjunto sus pinturas en el Salón de Otoño de París de 1905. La reacción no se hizo esperar y las pinturas de este grupo causaron un verdadero escándalo. Un crítico, Louis Vauxcelles, se refirió a estos pintores como fauves (fieras en francés), lo cual dio pie a que fuesen llamados con ese nombre despectivo. Para ellos este apelativo constituyó un gusto y un honor y desde entonces empezaron a llamarse a si mismos bajo el nombre de fauvistas, lo cual no deja de ser a la vez cómico e irónico. En realidad, los fauvistas inauguraron en Francia la primera vanguardia histórica, a la que posteriormente seguirían muchas más, todas caracterizadas por el establecimiento de unos puntos comunes de desarrollo de su trabajo y una intención estética definida. Todavía no se redactó un manifiesto, tema común en las vanguardias posteriores, que declarase de manera más o menos coherente las intenciones del grupo.

Los fauvistas siguieron trabajando de acuerdo a sus ideas durante unos cuantos años más, apoyados por diversos intelectuales como Apollinaire y marchantes como Kahnweiler. Pero nunca constituyeron un grupo que ejercitase un trabajo en común, ya que todos ellos tenían diversos intereses éticos y de expresión, por eso el fauvismo fue efímero y sus integrantes se dispersaron al poco tiempo, desarrollando su obra individualmente. Luego de un viaje a Londres, Derain se empezó a relacionar con los cubistas, especialmente con Braque, aunque nunca adoptó totalmente sus principios. Derain siempre había estado preocupado por desarrollar las formas a la vez que el color y en este sentido, la pintura de Cézanne jugó un papel crucial e influyente en su obra. A partir de 1912 inició lo que se ha llamado su “período gótico” caracterizado por un incipiente neoclasicismo que combinó ingeniosamente con algunos principios cubistas. Realizó diversas exposiciones en Europa y los Estados Unidos y se estaba dando a conocer muy satisfactoriamente cuando se produjo la primera guerra mundial. Derain estuvo en el frente durante un tiempo y logró salir vivo de la contienda. Para ese entonces empezó a experimentar con máscaras de influencia africana y esculturas, desviándose de su trayectoria original. En realidad estaba más preocupado por la solución de la representación de las formas antes que por su expresividad y de ahí su constante búsqueda de medios. Al final se decantó por un arte más afín al neoclasicismo academicista, lo cual le granjeó numerosas críticas de parte de los artistas de vanguardia, lo cual no le preocupó y siguió adelante ilustrando numerosas publicaciones y pintando. En la década de 1930 sus ideas políticas se radicalizaron, quizás por la influencia que Nietzsche había ejercido en él y se relacionó con algunos grupos de extrema derecha de Francia. Durante la guerra visitó Alemania, invitado por los nazis que admiraban su obra y al final del conflicto fue acusado de colaboracionismo, aunque nunca fue llevado a juicio. Su última época se caracterizó por llevar una vida relativamente retirada de los círculos artísticos e intelectuales de París, aunque realizó algunas escenografías para ballet y teatro. Murió en Garches en 1954.

Este paisaje de 1904 representa el período fauvista más fructífero de Derain, en el cual el juego de intensos colores se combina con una serie de expresivas y aparentemente espontáneas pinceladas que nos provocan un deleite visual sin igual. Derain intensificó los matices para que los colores se manifestaran en toda su plenitud, a la vez que sus combinaciones acrecientan su luminosidad, ensalzando las formas carentes de perspectiva. El campo se muestra plagado de efectos lumínicos y de ahí su encantadora cualidad vital que revitaliza el tema, que vibra con una luz propia e intensa, alejándose de la luz natural para penetrar en el mundo de la luz intrínseca de las cosas.


José Luis Cuevas, Sin título. Tinta china y acuarela, 1980

Julián González Gómez

Cuevas-Jose-LuisPara aquellos a quienes les parece que el arte debe ser siempre “bonito”, el trabajo de José Luis Cuevas debe parecerles algo así como una bofetada. Cuevas recrea sus emociones a través de la representación de algunos de los más oscuros elementos de la sociedad mexicana: vagos, prostitutas, proxenetas, drogadictos y otros personajes por el estilo. Pero lejos de mostrarlos como caricaturas grotescas, su sensibilidad hace que nos parezcan familiares y hasta entrañables, tal como figuran realmente para nosotros cuando nos despojamos de la máscara de la hipocresía y no los juzgamos.

¿Quién no ha sido alguna vez compañero del “bolito” de la esquina y al menos se ha puesto a platicar sobre copas con él? Solo aquel que es un farsante niega que no ha sido capaz de cruzarse en alguna ocasión con el “mariguano” del barrio y le ha dicho por lo menos “¿qué onda vos”, para no ignorarlo? ¿Y dónde se deja a las putas en esta sociedad de doble moral, en la cual desde que somos jovencitos se nos incita a iniciarnos en el sexo con ellas y les entregamos de lleno nuestra intimidad?

Solo aquellos que durante algún período, oscuro o claro de nuestra vida, nos dejamos llevar por el mundo de la bohemia, o quizás todavía permanecemos en él, somos capaces de reconocer lo cercanos que son todos ellos. Luego, nos convertimos en personas “honorables” y los negamos, haciendo una mueca de desprecio si pasan a nuestro lado. Para los que nunca se dieron permiso de afrentar la oscuridad de la madrugada, estas palabras no tienen sentido y tampoco les preocupan; nunca se expusieron, nunca naufragaron en la senda de la derrota.

Cuevas nos está señalando a la cara a través de sus personajes, nos lanza el reto de reconocerlos, de abrazarlos y hasta de identificarnos con ellos. No son bichos raros, no son “otros”, son nosotros. Hombres y mujeres de la calle, dueños de la noche, peligrosos para las señoras de buenas costumbres y desagradables e incómodos para los caballeros distinguidos.

Mediante trazos nerviosos y ágiles, Cuevas resalta aquellos elementos esenciales que atañen a su significado, prefiriendo el dibujo y el grabado debido a su esquematismo natural, el cual no permite distraerse en las sutilidades del color, ni en las cualidades de la luz. Es un mensaje expresado de forma directa y ruda, hasta feroz, acorde al carácter de lo representado. Apenas hay algunas alusiones a ciertas texturas, que más que realzar ciertos detalles, destacan la improvisación de la ejecución. No hay intención alguna de construir un retrato, sino más bien un arquetipo, el cual por otra parte es típicamente mexicano en su fisonomía y por ello, nos guste o no, es muy parecido a nosotros, que somos parte de la totalidad de esa amalgama que se llama América Latina.

José Luis Cuevas nació en la ciudad de México en 1931, proveniente de una familia de clase media. Su formación como artista fue prácticamente autodidacta, ya que nunca se sometió a una formación sistemática. Apenas tomó algunos cursos en la Escuela de la Esmeralda, para después inscribirse durante un tiempo en el México City College, donde tomó algunas clases de grabado.

Tras unos comienzos un tanto precarios, empezó a ser reconocido a mediados de la década de 1950, con el sobrenombre de “el güerito pintor”. Trabajó retratando a los borrachos de las calles e incluso a los enfermos mentales del manicomio, a donde lo llevó su hermano, que era psiquiatra. Se involucró con diversas técnicas de expresión, además del dibujo y el grabado realizó escenografías e ilustraciones; incluso incursionó en el campo de la literatura. Pronto se dio a conocer como un artista de ruptura con la tradición del muralismo y las ideas acerca del nacionalismo exacerbado de artistas e intelectuales. Por ello se le denominó como el “niño terrible” de la plástica mexicana, algo que por supuesto a él lo honraba, ya que siempre fue un transgresor. Durante la década de 1960 su fama se extiende globalmente, realizando exposiciones en Europa y los Estados Unidos, provocando siempre reacciones encontradas entre la crítica y el público. A mediados de la década de 1970 decide desarraigarse de México y emigra a París, donde adquiere nuevos aires. Resentido con su país natal, en donde siempre sintió que no era comprendido, realizó en Europa nuevas exploraciones que le llevaron a experimentar por primera vez con la escultura. Años después regresó a México, colmado de honores y merecimientos que le fueron otorgados en diversos países y también en su tierra natal. Los años de ancianidad de Cuevas se han desarrollado por medio de algunas incursiones en pintura y sobre todo por una multiplicidad de galardones y homenajes que han hecho de él quizás el artista vivo más reconocido de México y uno de los mayores de América Latina.

Esta obra sin título, forma parte de una de las series que dibujó durante su estadía en Europa. El trazo grosero y violento contrasta con el desánimo de las expresiones de estas dos mujeres, cuya relación no está clara y tan solo están compartiendo una bebida en una mesa apenas esbozada. La misma ambigüedad de las expresiones y poses se prestan a un sinfín de lecturas, por lo que podemos sentirnos libres de mirarlas como espejos en los cuales se refleja nuestra propia condición. Como se dijo en el principio de este artículo, aquí la intención estética no pasa por la representación de la belleza u otras virtudes, sino más bien la sinuosidad de unas vidas anodinas, quizás vacías, pero siempre profundamente humanas. En este sentido la plástica de Cuevas puede ser comparada a la de los expresionistas, que representaron mucho de esas situaciones, en las cuales el absurdo de la existencia no se puede evadir más que por medio de la negación temporal de lo cotidiano, sumergiéndose por un rato en el oscuro panorama de la noche que nos consuela.


Georges Braque, “Guitarra”. Óleo sobre tela, 1910

Julián González Gómez

800px-Georges_Braque,_1909-10,_La_guitare_(Mandora,_La_Mandore),_oil_on_canvas,_71.1_x_55.9_cm,_Tate_Modern,_LondonEl cubismo rompió con todos los esquemas de la representación a base de la perspectiva que habían sido establecidos desde el Renacimiento y eran considerados, hasta su advenimiento, como inamovibles en el ámbito de la pintura y la escultura. Georges Braque y Pablo Picasso fueron los iniciadores de esta revolución en el arte, que causó escándalo y repudio entre los “entendidos” y también entre el público en general. No puedo dejar de sentir cierto placer morboso al imaginar la indignación de aquellos emperifollados caballeros y los gestos de las damas del mejor gusto ante la visión de las pinturas de estos artistas, colgadas de la pared como si se tratase de obras de arte, que para ellos no lo eran. Aquellos cultores de la belleza y el bien hacer, inmersos en un ámbito en el que la presencia del academicismo más anquilosado era la única vía para expresar la realidad del arte, primero se mofaron y después se indignaron con estas muestras de barbarie, fruto de mentes y espíritus salvajes que no hallaban otra manera de vomitar su incivilizada condición. Lo mejor del caso es que todavía hoy, a más de cien años de aquellos sucesos, aún hay por ahí algunos dinosaurios que no entienden, o tal vez no quieren entender, que el arte evoluciona al igual que lo hace la sociedad y la cultura y que, por lo menos en lo que se refiere al quehacer artístico, la norma y la academia enquistan y fosilizan la creatividad y a la larga la aniquilan.

El cubismo, al igual que muchas otras vanguardias, nació entre un grupo de gente que era considerada como “marginal”, personajes oscuros y execrables de la sociedad. Bohemios echados a la perdición, borrachos y drogadictos, incapaces de trabajar con la corrección debida y con una técnica depurada. Tan solo fueron aplaudidos y apoyados por algunos personajes que eran también severos críticos de la sociedad, entre los que se encontraban otros artistas, poetas, escritores y unos cuantos marchantes de arte que pudieron sustentarlos mientras realizaban sus experimentos. Los críticos decían que por no poder pintar “bien”, solo eran capaces de realizar estos garabatos que no contenían ningún mensaje artístico. Sin embargo, tanto Picasso como Braque recibieron una educación artística de la mejor clase que se podía recibir por esos tiempos en las escuelas de Bellas Artes, entonces, ¿cómo es posible que, con los conocimientos y técnicas que habían aprendido y demostrado su dominio, se expresaran de esta manera tan poco ortodoxa que negaba todo lo que supuestamente habían asimilado?

La respuesta quizás haya que expresarla por medio de la famosa frase de Picasso: “Todo acto de creación es en primer lugar un acto de destrucción”, en la cual señala sin ambages que para crear algo que sea realmente nuevo es necesario deshacerse de todo aquello que le antecedió, es decir, destruir aquello que ate o ligue al creador a un pasado que ya no existe. En cierta forma, podríamos decir en contra de esta frase que todo creador se apoya en lo que ya ha acumulado, pero hay que señalar que la frase fue dicha en un contexto en el cual los artistas construían sus ejecuciones en torno a la impuesta escuela academicista, que veneraba la tradición por sobre cualquier otro elemento.

También podemos decir que para hacer cubismo, Picasso y Braque utilizaron como medio una especie de destrucción de la figura, para dividirla en diferentes partes y luego agruparlas en una amalgama creada a partir de sus propios elementos conjuntados en una nueva sintaxis. El problema que se plantearon estos artistas partió del hecho que la perspectiva no permitía poder visualizar completamente a la figura real con todos sus elementos, sino solo aquellos que eran visibles desde un determinado punto de vista y había que buscar una manera de poder representar la figura tal cual era, con todos sus planos visibles. El ojo humano no ve en perspectiva y para poder visualizar completamente un objeto o un paisaje, hay que moverse y así poder ver todas sus partes, con lo cual se completa la precepción. En el cubismo, para facilitar la descomposición del todo, se reducen sus formas a los elementos geométricos más simples y luego se descomponen para después recomponerlos y así tener una visión completa. Los cubistas partieron de las experiencias de Cézanne, quien en su última etapa empezó a sintetizar las formas, reconstruyéndolas por medio de las figuras geométricas, pero nunca llegó a descomponerlas.

Braque le debió su fama inicial a sus experiencias cubistas, que realizó junto a Picasso entre 1908 y el inicio de la Primera Guerra Mundial. Nació en Argenteuil-sur-Seine, Francia, en 1882, en una familia de artesanos. Su infancia la pasó en la ciudad portuaria de Le Havre, donde estudió en su Escuela de Bellas Artes desde 1897 hasta 1899. En 1900 se trasladó a París para seguir estudiando arte y se inscribió en la Academia Humbert, para pasar después a la prestigiosa Academia de Bellas Artes de la capital francesa. En 1905 asistió a la exposición de los fauvistas, sintiéndose atraído por este movimiento, dentro del cual empezó a pintar. Posteriormente, en 1907, conoció a Picasso y desde entonces se entabló una amistad y una colaboración que han sido de las más importantes en lo que se refiere al ámbito del arte moderno y las vanguardias. Por esa época, Picasso acababa de pintar Las señoritas de Aviñón, cuadro que marca un punto de inflexión en el arte moderno. Braque se sumerge en este nuevo lenguaje y trabaja junto a Picasso en la creación del cubismo, desarrollando una pintura en la cual es muy difícil diferenciar las creaciones de uno o el otro. Como la experimentación era la norma para estos artistas, Braque empezó en determinado momento a aplicar diversos materiales en sus obras y con ello creó el collage, utilizando diversos tipos de papel o de tapices, creando novedosos efectos y texturas. En 1912 hizo una incursión en el mundo de la tridimensionalidad, desarrollando diversas esculturas en papel.

En 1914 fue movilizado al frente de batalla y fue gravemente herido al año siguiente, regresando a París para pasar su convalecencia. No fue sino hasta 1917 cuando empezó de nuevo a pintar, pero en esta época el cubismo ya era historia. Aun así, el desarrollo de su obra estuvo fijado por la síntesis cubista, dedicándose sobre todo a pintar naturalezas muertas. Posteriormente su obra se fue haciendo menos geométrica y más cargada de lírica, aunque siempre impregnada de una gran austeridad formal y cromática. En 1961 el Museo del Louvre organizó una exposición retrospectiva de su trabajo, convirtiéndose así en el primer pintor vivo cuya obra se exhibió en el famoso museo. Murió en París en 1963, a los 81 años.

Esta obra, llamada “Guitarra” pertenece a su período de intensa experimentación en el cubismo, en los años que trabajó junto a Picasso. El instrumento musical está claramente sugerido a pesar de la gran cantidad de quiebres a los que ha sido sometido por el pintor. Figura y fondo se ligan, creando una totalidad cerrada en sí misma en la cual parece como si la forma se estuviese desintegrando en el espacio. Los colores son a la usanza de esta época, la del cubismo analítico, dominando los tonos pardos y grises para resaltar ante todo las formas del objeto representado, sin ninguna distracción cromática que impregne con ningún tipo de atmósfera el objeto en sí. En el cubismo analítico el color solo juega un papel secundario y la descomposición se llevó hasta sus límites más extremos, de manera que los objetos representados fueran descompuestos, pero sin perder la figuración porque de lo contrario se hubiesen convertido en representaciones abstractas. En algún momento, quizás entre 1909 y 1910, Picasso y Braque se dieron cuenta de que esta descomposición llevaba necesariamente hacia la abstracción y no querían esto. Para ellos la representación no debería prescindir de las cualidades visuales de lo representado, así que hubo que empezar a investigar en otros aspectos, lo que llevaría al cubismo sintético, en el cual los collages de Braque jugaron un papel esencial.


Maestro Mateo, «Pórtico de la Gloria», Catedral de Santiago de Compostela. Piedra caliza, 1188

Julián González Gómez

Portico de la gloriaSi exceptuamos el período moderno, acaso sea en el románico cuando el arte occidental evidentemente se configuró de acuerdo a un lenguaje basado en elementos codificados de tal manera que expresasen un mensaje unívoco, sin dar cabida a posibles interpretaciones que escapasen a un esquema planteado de antemano. Las representaciones artísticas del románico se apoyaban fundamentalmente en la noción de que cualquier manifestación material es meramente una imagen distorsionada e imperfecta de una realidad que subyace más allá de las impresiones, lo cual las remite a los conceptos neoplatónicos y gnósticos afianzados en el pensamiento de los primeros siglos del cristianismo. Por consiguiente, la figuración naturalista quedaba descartada y se substituía por una representación esquematizada, la cual en algunos casos se redujo hasta su consecuencia más sintética: el símbolo.

Por otra parte, la vocación didáctica de estas representaciones, mediadas por un carácter absolutamente centrado en los aspectos religiosos, obligaba a los ejecutores a plantear una solución formal que no se podía completar sólo en sí misma, sino que debía estar acompañada por el texto o las palabras interpretativas, emitidos de acuerdo a los dogmas establecidos. La representación religiosa era así concebida como el complemento de la doctrina y la prédica de una salvación dentro de un mundo acaparado por la imperfección y el pecado, un mundo a fin de cuentas de transición. Al artista del románico no se le pedía que representase el mundo tal cual es, ni siquiera tal cual debía ser; al artista se le pedía que representase el edificio sobre el que se asentaba el mundo celestial, relegando al mundo a la categoría de un medio para alcanzar la salvación o la condenación y no un fin en sí mismo.

La Jerusalén celestial, las visiones del Apocalipsis con Cristo en majestad presidiendo el juicio final y la salvación o la condenación de las almas son los motivos recurrentes de este arte que se planteó el problema de representar aquello que no se puede ver en este mundo, tan sólo se puede avizorar. En este sentido, el Pórtico de la Gloria es una de las más altas cimas alcanzadas en la consecución de ese propósito. Ubicado en la portada de la Catedral de Santiago de Compostela, el principal sitio de peregrinación de Europa durante el medievo, su elaboración se debe al maestro Mateo y su taller. Mateo fue uno de los pocos escultores del románico de los que se conoce su nombre y se sabe que trabajó en diversos edificios a lo largo del Camino de Santiago, pero su obra magna la desarrolló en este templo, esculpiendo el Pórtico de la Gloria durante veinte años, desde su inicio en 1168 hasta su finalización en el año 1188.

Condicionado por el contexto arquitectónico al que debía adaptarse, Mateo dividió el pórtico en tres partes claramente diferenciadas y jerarquizadas. Estos tres componentes se complementan entre si formando una unidad iconográfica y conceptual, dividiendo formal y cronológicamente los acontecimientos contenidos en las sagradas escrituras. El Pórtico se hizo con el propósito de brindar al peregrino una visión teológica global de aquellas afirmaciones y aspiraciones que la iglesia propugnaba en bien de la consecución del fin último de la existencia, la salvación, expresada a través de un camino que la misma iglesia había recorrido desde el inicio de los tiempos. Este viaje que había emprendido la iglesia se correspondía con la propia peregrinación que el individuo había realizado a través de los caminos que conducían a Santiago de Compostela con el fin de hacer méritos para su propia salvación. Así, medio y fin se unifican, al igual que la institución eclesiástica y el individuo en un todo indisoluble.

La puerta central de la portada está dedicada a la salvación y su lectura se desarrolla de abajo hacia arriba. En el parteluz de la puerta, que es la columna que la divide en dos partes se halla representado el árbol de Jesé, que identifica la genealogía de Jesús. En su base se halla la representación de Adán, el primer ser humano, flanqueado por dos leones y en la parte posterior se halla la figura del propio maestro Mateo arrodillado como si entrara al templo como un peregrino más. Esta base entonces representa al ser humano en el mundo. La figura dominante del parteluz, ubicada sobre el fuste, es la del apóstol Santiago, patrono del templo y quien simbólicamente da la bienvenida a los peregrinos. El capitel contiene una representación de la Santísima Trinidad, que además es el apoyo simbólico de los acontecimientos que se narran más arriba, en el tímpano.

El tímpano está dedicado al Apocalipsis y las figuras que hay en él aluden literalmente a la escritura. En la arquivolta están representados los veinticuatro ancianos con coronas de oro que tañen instrumentos musicales en una muda sinfonía que preconiza el fin de los tiempos. Al centro, aparece la figura triunfante de Cristo resucitado con las heridas de la Pasión, quien regresa para juzgar a vivos y muertos. Curiosamente, la figura de Cristo no está encerrada dentro de una Mandorla, como es usual en el arte románico. Rodeando la figura del Salvador se encuentran Los ocho ángeles de la Pasión y los elegidos. Así mismo, Una de las visiones de San Juan en el capítulo IV del Apocalipsis habla de “cuatro seres vivientes” que en la edad media se identificaron con las formas simbólicas de los evangelistas, conocidas como el Tetramorfos, que aquí están representados cada uno de ellos llevando en el regazo su símbolo: el león para San Marcos, el buey para San Lucas, el águila para San Juan y el hombre para San Mateo.

Debajo, en la jamba o columna izquierda representa al Antiguo Testamento. Los cuatro profetas mayores sostienen pergaminos con sus nombres. Jeremías aparece apesadumbrado, pues fue lapidado y profetizó la Pasión, mientras que Daniel aparece feliz, pues tuvo la visión de la venida de Cristo. La jamba o columna derecha representa al Nuevo Testamento con los cuatro apóstoles como sostén de la iglesia. En la base hay esculpidos monstruos, simbolizando que el mal queda aplastado por la iglesia.

A los lados de esta sección central se encuentran dos puertas con sus respectivos arcos. El arco izquierdo representa la expectación mesiánica, los tiempos del Antiguo Testamento en el que la figura central es Dios, rodeado por todos los personajes antiguos. El arco derecho representa los tiempos finales después de la venida de Cristo: el Juicio Universal. Cristo está en el centro presidiendo el juicio, a sus lados los justos y los pecadores y debajo de él el Arcángel Gabriel.

A través de la representación artística, el Pórtico de la Gloria se convierte en un elemento que enseña no sólo el camino a seguir para alcanzar la gracia, sino también en la representación del modelo teológico universal en el que se basan los fundamentos de la iglesia. El edificio eclesiástico, que es a fin de cuentas la construcción del mundo y de sus principios universales, se encuentran aquí representados en un todo congruente con una visión salvífica, que era el centro alrededor del cual giraba la vida en el medievo, tiempo de claridad y oscuridad que encuentra en este pórtico una de sus luces más brillantes.


Jean-Auguste-Dominique Ingres, «Retrato de monsieur Bertin». Óleo sobre lienzo, 1832

Julián González Gómez

ingres-monsieur-louis-francois-bertin-1832-dvdbashIngres es un pintor poco comprendido y por lo mismo es en ocasiones infravalorado o bien sobrevalorado, el caso opuesto. Muchos lo relacionan con el frío neoclasicismo academicista, pero durante la mayor parte de su carrera trató de distanciarse de esta escuela, adoptando en cambio muchas de las novedades temáticas del más puro romanticismo, pero con ciertas características especiales que hacen difícil compararlo con el adalid de la pintura francesa de este movimiento: Eugéne Delacroix.

Lo que pasa con este gran artista francés es que su dibujo es de tal virtuosismo y calidad que se destaca sobradamente sobre los aspectos meramente pictóricos de sus obras, incluso los opaca. Ingres era ante todo un excelso dibujante y por debajo de esta cualidad se ubica su matiz, tono y colorido. Por otra parte, sus pinturas muestran una obsesión por el detalle como pocas veces se ha visto a lo largo de la historia. Nada se escapaba a su ojo clínico, hasta el último rizo de un cabello o hasta el más insignificante brillo que se proyecta sobre una superficie. Como ejemplo, notemos en esta pintura el reflejo de una ventana abierta que se proyecta sobre el respaldo de la silla en la que está sentado en personaje retratado. Si uno se acerca lo suficiente podrá ver que el artista reprodujo hasta los detalles del marco de la ventana, exactamente con la pequeña distorsión provocada por la curvatura del propio respaldo.

La cualidad fotográfica de las pinturas de Ingres es producto de un minucioso trabajo, que se prolongaba por muchos meses o años, hasta que el resultado fuera satisfactorio ante su ojo hipercrítico. Esta cualidad, en una época anterior al advenimiento de la fotografía, es aún más notable si tomamos en cuenta que nuestro artista fue imitado en infinidad de ocasiones por la mayor parte de los pintores academicistas de los siglos XIX y XX, pero nunca pudo ser superado, a pesar de que los imitadores contaban con mejores recursos ópticos para reproducir con precisión los detalles, como la propia fotografía.

Los que han criticado a Ingres por considerarlo académico y poco imaginativo no se han detenido a pensar que fue él precisamente el creador de un lenguaje de la más pura objetividad en el arte. La gran diferencia entre Ingres y los academicistas posteriores a él no sólo está en la calidad de su dibujo y la meticulosidad en la reproducción de los detalles, sino además en la economía de los medios y los temas. En ningún cuadro de este maestro vamos a encontrar detalles superfluos, manieristas o pomposos. Era un artista de una notable sobriedad.

Este retrato, de un rico burgués llamado Louis-Francois Bertin fue pintado por Ingres en la plenitud de su carrera, antes de que sus problemas con la vista limitasen parcialmente su trabajo. Ingres consideraba el retrato como un arte menor, pero buena parte de su fama se la debía precisamente a esta labor. Una de las características que hacen que un retrato sea sobresaliente es la penetración psicológica que el artista logró al ejecutarlo y aquí esa cualidad está manifiesta en grado sumo. Este retrato de un hombre maduro tiene en la mirada su principal punto focal. Los ojos, que ven ligeramente a un lado, no entran en contacto con el observador, mostrando un velado orgullo que se acentúa gracias al arco de la ceja izquierda, que se levanta por encima de la derecha, como si en ese momento le viniera una idea interesante a la mente, o tal vez está viendo con interés algo que se nos escapa. Si este personaje nos estuviera mirando directamente a los ojos, probablemente nos sería muy difícil sostener la mirada. Esta actitud vital contrasta con la pesadez del cuerpo y los brazos, la espalda encorvada y las piernas lasas, que dejan ver una vida de duro esfuerzo y trabajo, de la cual en este momento está reposando, cansado y a la vez en guardia para cualquier cosa que se presente. Sus manos, rollizas y de dedos puntiagudos nos dicen, junto con los demás atributos antes mencionados, que este hombre se ha pasado toda la vida realizando un arduo esfuerzo sentado detrás de un escritorio, con el fin de completar una visión largamente ambicionada. Ingres lo retrató con una profundidad tal que su arte lo distancia sobremanera del academicismo amanerado y pomposo, tan en boga en esa época y después.

Jean-Auguste-Dominique Ingres nació en 1780 en Montauban, Tarn-et-Garonne, región del sur pirenaico francés. Era hijo de un escultor de poca monta, que se preocupó por la formación artística de Jean-Auguste desde que era un niño. Cuando su padre ya no pudo enseñarle más, el joven Ingres se inscribió en la Academia de Toulouse con tan solo 11 años. En 1796, en pleno período revolucionario, se marchó a París a estudiar en la Academia, que por ese entonces estaba dirigida por Jacques-Louis David, verdadero dictador de las artes, que propugnaba por un neoclasicismo a ultranza y no permitía la más mínima disidencia entre los estudiantes. Aquí Ingres se topó con una escuela que no le satisfizo en lo más mínimo. Su ideal pasaba más bien por un arte cuya temática se desenvolviese por rumbos menos míticos e irreales, basados totalmente en la antigüedad clásica, mostrando así un primer acercamiento con el incipiente romanticismo. Ingres siempre renegó de David y sus imposiciones, pero también hay que decir que aprendió en la Academia los secretos de la representación naturalista más formal a tal grado que llegó a superar a su maestro.

En 1801 ganó el Prix de Rome, premio que le permitía viajar a Italia a estudiar la pintura de los grandes artistas de la antigüedad, viaje que por diferentes causas postergó hasta 1806. En Italia descubrió toda una nueva gama de recursos que aprovechó con entusiasmo, sobre todo la pintura del Quatroccento y a Rafael. Permaneció en ese país dieciocho años, ganándose una gran reputación pintando sobre todo temas históricos y religiosos. Sin embargo, en Francia era un perfecto desconocido y las obras que mandaba a su país apenas recibían comentarios elogiosos por parte de los críticos y artistas, demasiado embebidos en el neoclasicismo. No fue sino hasta 1824, en que presentó un cuadro de tema histórico: el Voto de Luis XIII, cuando logró triunfar en Francia, convirtiéndose en un artista famoso. En 1834 fue nombrado Director de la Academia Francesa en Roma, cargo que desempeñó durante seis años, para finalmente, en 1841, regresar a su patria con grandes honores.

Su primera exposición en la Galería de Bellas Artes la realizó en 1846, siendo ya un artista maduro. Posteriormente fue nombrado miembro de honor de esta galería, cargo que compartió con Delacroix. En 1849 presentó su dimisión a causa de la muerte de su esposa, con quien se había casado en Italia en 1813. Por esa época empezó a tener problemas con su vista, por lo cual se vio en la necesidad de delegar parte de la ejecución básica de sus pinturas a diversos ayudantes. Se casó por segunda vez en 1852 y, gracias a su arte, se convirtió en el pintor más importante de la Francia de su tiempo. Lleno de honores, en 1862 fue nombrado Senador, cargo que detentó hasta su muerte ocurrida en 1867, a los ochenta y siete años. Fue enterrado en el cementerio de Pere Lachaise de París. Como dato curioso, mencionamos que Ingres destacó no solo como pintor, sino también como músico, siendo un virtuoso del violín y habiendo recibido lecciones del mismísimo Nicoló Paganini, el más importante violinista del siglo XIX.


Amedeo Modigliani, «Desnudo rojo». Óleo sobre tela, 1917

Julián González Gómez

Amedeo_Modigliani_012Estereotipo del artista bohemio, Amedeo Modigliani ha pasado a la historia gracias a su genio como pintor y escultor y también gracias al destino trágico de su vida. Artista exquisito gracias a su trazo seguro, a su economía de medios y a la elegancia de sus figuras, está considerado como uno de los más grandes artistas del siglo XX, pero en vida no conoció nada más que la miseria y el abandono. Desde niño tuvo una salud muy precaria, la cual empeoró con el paso de los años; además, el consumo desbordado de alcohol y estupefacientes empeoró sus condiciones y lo sumió en una loca y autodestructiva carrera que finalmente lo llevó a una muerte prematura.

El arte de Modigliani no encaja en ninguna de las categorías que han establecido los historiadores. Gran amigo y compañero de copas de la mayoría de artistas que en su época residían en París, no le debe nada a ninguno de ellos, a excepción de Brâncuşi, quien lo indujo a trabajar en la escultura, actividad a la que estuvo dedicado por cerca de cuatro años. De los maestros más conocidos, sólo Cézanne dejó su impronta en la pintura de Modigliani y Tolouse-Lautrec le impresionó por la calidad de sus líneas que diseñaban elegantes arabescos. Nunca se interesó por las vanguardias en boga durante su tiempo: ni el cubismo, ni el futurismo, ni tampoco el expresionismo. Tampoco dejó escuela o discípulos, Modigliani es simplemente Modigliani y es único e irrepetible. Quizás por esa exacerbada individualidad entre otras cosas, es que sus pinturas han alcanzado tanta fama y altos precios, amén de su inigualable calidad.

La pintura de este artista era esencialmente plana, con suaves toques tonales para señalar los volúmenes. Sus figuras eran estilizadas, de largos cuerpos y cuellos, como los que pintaban los manieristas italianos del siglo XVI. Las caras, de rasgos rotundos aunque suaves, derivan de los modelos de las máscaras africanas que Modigliani pudo ver en el Museo del Hombre de París y con las que empezó a experimentar en su etapa como escultor. Los ojos, siempre muy juntos, introspectivos y en algunas ocasiones vacíos, parecen concentrarse ante todo en sí mismos y nos observan a la distancia. Se ha dicho que el rasgo predominante de su arte son las líneas, que son de una elegante belleza lírica, lo cual hace que su pintura entronque con la de los pintores sieneses y el frágil pathos de Boticelli. Es indudable que en la pintura de Modigliani predomina el dibujo sobre el color.

Amedeo Clemente Modigliani nació en la ciudad de Livorno, Italia, el 12 de julio de 1884. La familia pertenecía a la clase media alta y su padre se dedicaba al préstamo con intereses, negocio que tradicionalmente estaba en manos de los judíos. Modigliani, que no era muy religioso, no tuvo ningún problema en representar figurativamente los temas en su arte, dejando de lado la prohibición que estaba establecida por la Torah, algo que lo asemeja a otros dos famosos pintores judíos de su tiempo: Marc Chagall y Chaim Soutine. Siendo todavía un niño contrajo tifoidea y luego tuberculosis, enfermedades que lo condicionaron por el resto de su vida. Empezó a tomar clases de dibujo y pintura en su ciudad natal con el artista Guglielmo Micheli, quien gozaba de cierto prestigio. En 1902, abandonó su ciudad y su familia para irse a Venecia a estudiar en la Escuela Libre del Desnudo. Desde esta época se inicia su relación con el alcohol, la cual nunca logrará romper.

En 1906 se marchó a París con algo de dinero que le dio su padre y se estableció en un hostal para artistas pobres, el Bateau-Lavoir. Estableció contacto con el grupo de creadores que por ese entonces hicieron de París la ciudad de las vanguardias; desde Picasso, pasando por Apollinaire, hasta promotores del nuevo arte como Max Jacob se convirtieron en sus amigos. Modigliani se distinguió en este grupo gracias a su pasmosa habilidad para trazar sus figuras de manera casi instantánea y sin necesidad de ejecutar retoques posteriores. Vivía pobremente y el poco dinero que le mandaba su familia lo gastaba en alcohol y vida nocturna. Poco después empezó a consumir drogas, lo cual lo sumió en un caos existencial cada vez más grande.

En 1909 regresó a Livorno por un breve período para recuperarse de su mala salud y después regresó a París para establecerse esta vez en Montparnasse. Por esa época conoció a Constantin Brâncuşi, con quien empezó a experimentar en la escultura, actividad que lo absorbió completamente durante los siguientes cuatro años. La escultura de Modigliani era, a semejanza de la de su maestro Brâncuşi, de líneas sobrias, elegantes y estilizadas. El estudio del arte primitivo de las máscaras africanas y tallas de madera polinesias y camboyanas le brindó una nueva visión plástica, sintética y elemental que imprimió a sus figuras, las cuales tallaba directamente en la piedra. Pero el polvo del mármol le hizo daño a sus frágiles pulmones y ante esta situación se vio en la necesidad de abandonar la escultura de talla. Después empezó a pintar retratos de sus amigos de Montparnasse y de algunos comerciantes, los cuales vendía por muy poco dinero, por lo que su situación económica siguió siendo precaria. En 1915, luego del estallido de la guerra pretendió ingresar al ejército, pero fue rechazado por su mala salud. Luego se dedicó a pintar desnudos, con los cuales logró gran prestigio en el círculo de marchantes y realizó su primera exposición individual en 1917, que fue cerrada pocas horas después de su inauguración al considerar las autoridades que sus desnudos eran indecentes.

Una faceta peculiar de la vida de Modigliani era su atractivo con las mujeres. Era un personaje simpático y carismático, por lo cual tuvo numerosos romances, hasta que conoció a Beatrice Hastings, con la que mantuvo una relación más estable, al tiempo que ella posaba para algunos de sus cuadros. En 1917 conoció a una joven de 18 años, Jeanne Hébuterne, que era estudiante de arte y ambos se enamoraron. Jeanne se fue a vivir con Modigliani a pesar de la negativa de su familia. Debido a la mala salud de Modigliani, la pareja se trasladó a Niza, donde el artista trató de vender algunos de sus desnudos a los millonarios que veraneaban en la Costa Azul, empresa en la que no tuvo éxito. Jeanne dio a luz en 1919 a una niña, que recibió el mismo nombre de su madre. De regreso en París, la pareja lleva una vida cada vez más precaria y Modigliani se hunde cada vez más en el alcoholismo. Murió el 24 de enero de 1920 de una meningitis tuberculosa. Fue llorado por sus amigos y enterrado en el cementerio de Père-Lachaise. Una semana después, Jeanne, que estaba otra vez embarazada, se tuvo que trasladar a casa de sus padres donde se suicidó tirándose por una ventana de un quinto piso. La hija de ambos, Jeanne, fue adoptada por la hermana de Modigliani. Años después escribiría una famosa biografía de su padre.

En medio de tanta tragedia nos queda la obra de este gran artista. El Desnudo rojo, pintado en 1917, tiempo en el cual estaba financiado por su amigo y agente Leopold Zborowski, es uno de sus trabajos más famosos. En su configuración es evidente la influencia de la Maja Desnuda de Goya, pero aquí los brazos y las piernas están cortados por los bordes de la tela. La composición está determinada por una ondulante línea diagonal que atraviesa toda la pintura y define el cuerpo; de esta línea principal nacen otras transversales que forman el cuello, el busto y las caderas. El dibujo de la figura es firme, directo y elegantemente ondulado, dotando a la figura de una gran sensualidad, que ensalzan los tonos ocres de la piel. El vello púbico y de las axilas está presente, lo cual es una concesión de Modigliani a una visión nueva y más objetiva del desnudo, distanciándose con ello del tema academicista. Toda la figura y el fondo de almohadones están impregnados en una suave luz que apenas brilla en ciertas zonas, haciendo evidente la tersura de la piel y de las telas. Esta obra muestra un suave y erótico gesto que danza rítmicamente en nuestros ojos a través de sus líneas y colores, proporcionándonos uno de aquellos placeres visuales que sólo la gran pintura puede darnos.


Karel Appel, Sin título. Óleo sobre tela, 1951

Julián González Gómez

Karel Appel, sin titulo, 1951Los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial fueron, en lo que al arte se refiere, turbulentos y de ruptura. Los traumas de la guerra, Auschwitz incluido y el espectáculo de la infraestructura de las ciudades en ruinas, ejercieron un papel fundamental en el surgimiento de nuevas corrientes artísticas que se superpusieron a las fenecidas vanguardias prebélicas. El futuro imprevisible, la guerra nuclear y su amenaza de extinguir a toda la humanidad si estallaba un nuevo conflicto generaron un ambiente más bien lúgubre e ignoto. Esa fue la época que presenció el triunfo del existencialismo, con Sartre a la cabeza, con su discurso cínico y pesimista. Pero este panorama era en realidad mucho más complejo, pues las huellas de la guerra se manifestaron de forma distinta en cada país. En Holanda, que había sido ocupada por las tropas nazis y posteriormente liberada por los aliados, la infraestructura no sufrió graves pérdidas y el país se recuperó relativamente rápido de las consecuencias del conflicto.

En esta Holanda, siempre pragmática y vanguardista, surgió la figura de Karel Appel, un artista nacido en Amsterdam en 1921, quien vivió la guerra como estudiante de arte en la Rijksakademie de su ciudad entre 1940 y 1943. Desde sus inicios como pintor y escultor se sintió fuertemente atraído por la fuerza matérica de la pintura de Van Gogh y de los expresionistas, a quienes homenajeó en sus primeras obras ya como artista independiente. Con el fin de la guerra se experimentó un constante intercambio en el mundo del arte entre Holanda y los principales focos de las nuevas corrientes artísticas como Nueva York y París, esta última en un papel bastante más modesto que el que jugó en la época anterior a la deflagración mundial.

Appel pudo apreciar diversas publicaciones en las que aparecían las obras de los expresionistas abstractos americanos, especialmente su coterráneo Wilhem de Kooning y también Arshile Gorky. Seguramente para Appel, el descubrimiento del expresionismo abstracto jugó un papel decisivo en su propia obra, todavía experimental. La preponderancia del gesto y la espontaneidad comenzaron a reflejarse en sus pinturas y esculturas. De los parisinos, los informalistas fueron los que más le influyeron, especialmente Dubuffet. A partir de estas influencias, su arte se volvió agresivo y provocador, lo cual no pasó desapercibido en los círculos artísticos de la capital neerlandesa, quienes a la vez lo alabaron y lo criticaron. Ante las quejas sobre el estruendo de su obra, Appel respondió: «Si pinto como un bárbaro, es porque vivimos en una época de bárbaros», zanjando con esto cualquier discusión al respecto.

Con el artista Constant Nieuwenhuys, su compañero en la Rijksakademie, y con Guillaume Cornelis van Beverloo fundaron el Experimentele Groep en julio de 1948. Poco tiempo después firmó en París el manifiesto vanguardista La Cause est entendue, junto con Joseph Noiret, el artista danés Asger Jorn y el belga Christian Dotremont. En este manifiesto defendían un arte espontáneo y carente de reglas, que se asemejaría a la manera de crear de los niños o los locos. Este manifiesto, con fuerte influencia de las ideas de Jean Dubuffet, dio origen más tarde al movimiento CoBrA, fundado en 1948 por el propio Appel, Jorn y Dotremont. CoBrA era el acrónimo de «Copenhague, Bruselas, Ámsterdam», las ciudades de origen de los fundadores del movimiento que tuvo vigencia hasta 1951.

CoBrA pretendía constituirse en una nueva vanguardia, arrastrando muchas de las características de las antiguas vanguardias previas a la guerra. No solo promulgaba la espontaneidad y la falta de reglas, sino además un arte libre frente a la historia. Sus referencias pasaban por el expresionismo y el automatismo psíquico y también a ciertas manifestaciones folclóricas primitivas. También criticaban la rigidez de la abstracción geométrica y todo intento por encasillar al arte de acuerdo a patrones preestablecidos. Políticamente se declararon independientes y no afines a ninguna tendencia.

Durante su existencia, CoBrA atrajo a gran número de artistas de varios países europeos y se disolvió tres años después de su fundación debido a las rivalidades y disensiones entre sus miembros. En su corta vida este grupo publicó 10 números de una revista, que llevaba su mismo nombre.

Entre los acontecimientos más destacados sucedidos durante la existencia de este movimiento, vale la pena mencionar que en 1950, con motivo de la primera exposición del grupo en Amsterdam, Appel realizó un mural en la cafetería del Ayuntamiento de la ciudad al que tituló Niños haciendo preguntas, que causó un mayúsculo escándalo por lo provocativo de su expresión, motivo por el cual fue cubierto y permaneció en ese estado durante diez años.

Ofendido por esta afrenta y ante la imposibilidad de expresarse tal cual deseaba, Appel de trasladó en 1951 a París, donde recibió el apoyo de uno de los más importantes críticos de ese momento: Michel Tapié de Céleyran. Gracias a este apoyo su obra se fue haciendo cada vez más conocida en la capital francesa y posteriormente en el extranjero. Durante los primeros tiempos en París, Appel continuó desarrollando su lenguaje provocativo y espontáneo, empleando vivos colores que esparcía en grandes telas con una espátula, sin un plan previo. Poco a poco su lenguaje se fue haciendo cada vez menos abstracto y empezó a pintar personas y animales, siempre en vivos colores sin mezclar. En 1957 realizó su primer viaje a Nueva York, y desde entonces alternó sus estancias entre Francia y los Estados Unidos. En 1964 adquirió un castillo en Molesmes, donde fijó su principal estudio y su residencia. Al mismo tiempo su obra comenzó a recibir un amplio reconocimiento internacional y a ser expuesta periódicamente en la galería de Martha Jackson en Nueva York o en el Studio Facchetti de París, así como en importantes museos que adquirieron sus obras. Karel Appel murió en Zurich en el año 2006.

Esta obra, que fue pintada en 1951, poco antes de que el grupo CoBrA se desintegrara, es una pintura de grandes dimensiones que muestra entre otras cosas, el gusto de Appel por utilizar los colores puros, tal como salen del tubo de pintura y esparcirlos con ayuda de una gran espátula. Esta “técnica” si se quiere llamar así, no permitía concentrarse en los pequeños detalles y además hacía posible que el artista se expresara de una manera completamente espontánea. Appel literalmente se arrojaba sobre la tela para esparcir los colores, que elegía aleatoriamente y pintaba siempre muy cerca de la superficie para no poder ver la totalidad de lo que estaba haciendo. El proceso de su pintura requería una especie de danza ejecutada muy cerca de la tela, lo que constituía un esfuerzo agotador. Una vez conseguida la superficie base con sus respectivos colores, Appel se alejaba por única vez de la tela para ejecutar las figuras principales, con las cuales remataba la ejecución, siempre después de repetir el mismo proceso.

La espontaneidad de esta expresión desemboca siempre en conjuntos no compactos, dispersos en una superficie que, más que un medio de ejecución, es un laboratorio en el cual se impregna la subjetividad del ejecutante, sus temores, sus ansias y su propia psique exaltada. Es un canto a las huellas que la barbarie de la guerra dejó marcadas en las consciencias de los europeos. No debemos confundirnos ante sus vivos colores, estas pinturas no expresan otra cosa más que una extrema tensión interna, pero su elocuencia nos conmueve.


Anónimo, «Fresco de la Tauromaquia del Palacio de Knossos». Fresco, en torno al 1500 a.C.

Julián González Gómez

Fresco_Palacio_Knossos

Desde su descubrimiento en el siglo XIX, la civilización Cretense nos ha fascinado por su frescura y originalidad, producto de su condición de civilización marinera, cuyos barcos surcaban el mediterráneo desde la más remota antigüedad, partiendo de los puertos de la isla que era su patria: Creta. Su principal centro fue el Palacio de Knossos, una espectacular estructura levantada sobre las laderas de un monte, lo que permitía a sus ocupantes divisar buena parte de la costa sin obstáculos y así ver las naves que iban y venían del puerto. Este palacio ya era famoso en la Grecia antigua, pues se le consideraba la sede del laberinto, lugar entre mágico y religioso donde vivía el mítico minotauro.

Los griegos llamaban Minos al gobernante de esta civilización, quien tenía preso al minotauro en los oscuros y estrechos pabellones del palacio, que era el propio laberinto y así no le era posible escapar de su cautiverio. Al monstruo, con cuerpo de hombre y cabeza de toro, se le ofrendaban periódicamente jóvenes hombres y mujeres para que se los comiera. Según la leyenda, un joven ateniense llamado Teseo se dispuso a matar al minotauro y para ello se dirigió a la isla de Creta. Al llegar conoció a Ariadna, quien era la hija de Minos y ambos se enamoraron; entonces fraguaron un plan para que Teseo pudiera salir del laberinto después de matar al Minotauro. Ariadna le entregó al héroe un ovillo de hilo y este empezó a desenrollarlo desde que entró a los pasadizos del laberinto para encontrarse con el minotauro; luego, pudo matar al monstruo y al fin logró salir siguiendo el trayecto que había dejado el hilo en su recorrido.

Leyendas aparte, la civilización Cretense, llamada también Minoica, floreció en Creta durante un largo período, cuyo mayor apogeo se ha datado del 2600 al 1400 a.C. En esta época se construyó el gran Palacio de Knossos, la sede del poder real y residencia de la corte. En el ala este del palacio fue hallado el mural que aquí se presenta. Los primeros vestigios de esta civilización datan de un período mucho más antiguo, en torno a 7000 años a.C. Se desconoce la procedencia de los habitantes de Creta, pero se supone que provienen de una rama de la cultura indoeuropea. Tampoco se sabe cuál era su lengua, pero se ha encontrado algunas inscripciones con una escritura que no se ha podido descifrar. Para los tiempos de la guerra de Troya, en torno a 1200 años a.C. el apogeo de la civilización cretense o minoica ya había desaparecido. Se desconocen las causas de su extinción, pero los investigadores han barajado algunas teorías acerca de ella, dentro de las cuales predominan algunas que aseveran que fue un cataclismo el causante de su desaparición. Desde hace ya algunos años se ha impuesto la hipótesis de que la civilización Minoica pereció a causa de la erupción de un gran volcán que se ubicaba en la isla Santorini, distante unos cientos de kilómetros de Creta. Esta erupción, datada en fecha muy cercana a la desaparición de la civilización Minoica, debió provocar un gigantesco Tsunami que devastó las costas de Creta y con ello destruyó los puertos, desde los cuales zarpaban y a los que llegaban los barcos de carga, que eran la base de la economía comercial de los cretenses. Lo cierto es que esta cultura tuvo su fin en un período muy corto de tiempo y nunca más se volvió a saber nada de ella, hasta hace poco más de un siglo, cuando el arqueólogo inglés Arthur Evans descubrió y excavó el Palacio de Knossos.

Los vestigios que se han descubierto en todos los yacimientos arqueológicos de Creta nos hablan de una civilización rica y altamente sofisticada. Dentro de estos hallazgos destacan no solo los restos de los grandes palacios, sino también un arte de muy alta calidad estética que se manifestó en su cerámica, joyería, escultura y sobre todo en los frescos pintados en las paredes, que nos muestran los aspectos cotidianos de la vida de estas personas. Gracias a ellos podemos ver los rostros y cuerpos de los cretenses, los cuales tienen en su totalidad un aire que se podría decir que es “moderno” y en el cual hombres y mujeres gozaban de igualdad de condiciones. Es notorio que en la mayoría de estos frescos, pintados de vivos colores y milagrosamente conservados en muy buen estado, los protagonistas son siempre gente joven, sana y vigorosa. Los hombres vestían apenas un pequeño faldín y su torso estaba desnudo, al igual que el de las mujeres, que mostraban abiertamente sus senos. Ambos sexos participaban por igual en los rituales y las procesiones de veneración de los dioses, con una energía manifiesta y una especie de “alegría de vivir” que se nos antoja muy poco común en comparación con la gravedad de las ceremonias de otros pueblos de esa época, como los egipcios o los babilónicos. Los cretenses se nos figuran como un pueblo feliz y próspero, de comerciantes marítimos que rendían culto a las divinidades de la naturaleza y la vida gozosa.

Este fresco del Palacio de Knossos nos muestra un ritual cretense que a la vez era una especie de deporte: el salto del toro. De acuerdo a su interpretación, este acrobático rito consistía en tres etapas bien diferenciadas: en la primera etapa, un atlético joven se ha acercado por el frente al gran toro que lo embiste y al que toma por los cuernos para impulsarse por sobre su testuz; en la segunda etapa, el atleta salta por encima del toro dando una vuelta en el aire con las piernas hacia arriba, sorteando el torso del animal y en la tercera etapa, el atleta cae de pie, en sentido inverso al que acometió al toro. Esta representación del salto del toro no es la única que se ha encontrado, ya que existen otros frescos de la misma y en algunos se puede ver que incluso las mujeres practicaban este peligroso rito.

El naturalismo de la representación nos deja asombrados y su colorido es verdaderamente encantador. Rodeado por un marco con diseños de volutas y rectángulos, su proporción muy horizontal se adaptó al espacio del muro, sobre el vano de una puerta. La plástica es sintética y estilizada, representando solamente aquellos elementos que afirman el vibrante movimiento y el dinamismo de la escena. La curva que define el perfil del cuerpo del toro es a la vez potente y elástica, confirmando las cualidades de potencia y elasticidad de este noble animal. Las figuras de los jóvenes atletas, de estrechas cinturas y brazos y piernas muy largos, nos comentan también sobre las cualidades de potencia y flexibilidad necesarias para llevar a cabo la proeza de este salto. Sirva este espacio como homenaje a esa antigua civilización, que nos legó la inconmensurable belleza de su arte, quizás ingenuo, pero colmado de una vibrante energía.


Anónimo, «Victoria de Samotracia». Mármol, S. II A.C.

Julián González Gómez

 

Victoria de SamotraciaMás que un ideal estético es una belleza patente, con una fina tela que se pega al cuerpo de esta magnífica mujer. Unos senos que se alzan al viento que los electriza, las alas que todavía sostienen parcialmente su peso y la pierna derecha adelantada para imponer su presencia mientras se posa sobre la proa de un barco delatan a Niké, la victoria griega. A diferencia de su desaparecida hermana ateniense: la Niké áptera que esculpió Fidias y cuyo templo se encuentra en la Acrópolis, las alas de esta victoria la han traído a esta nave para quedarse en ella para siempre y no necesita que se las corten para evitar que vuele como le pasó a la otra, que quedó prisionera.

Descubierta en la isla griega de Samotracia en 1863 por Charles Champoiseau, cónsul francés que era además arqueólogo aficionado, lo que quiere decir que era por una parte amante de la antigüedad y por otra, un poco ladrón. La historia de su desenterramiento y posterior traslado a Francia es digna de una novela. Cuando se encontró parcialmente enterrada, la escultura estaba fragmentada en muchos pedazos y solo fue posible contemplarla con cierta congruencia cuando fue reconstruida en París para ser exhibida en el Louvre y desde entonces se convirtió en uno de sus principales tesoros. Nunca se encontraron la cabeza y los brazos, pero esas carencias no han hecho sino aportarle magia y misterio. En cierta ocasión Cézanne dijo que no necesitaba ver su cabeza para imaginar su mirada.

No se conoce su autor y se ha especulado con varios escultores, pero no existen pruebas fidedignas de quién fue su creador y al parecer ese dato quedará también en el misterio. Pocos años después de su descubrimiento por Champoiseau un grupo de arqueólogos austríacos excavó en el mismo lugar y encontró un grupo de grandes bloques de mármol gris los cuales, debidamente ensamblados, representaban la proa de un barco. Este descubrimiento se asoció con la existencia de varias monedas helenísticas en las que aparece grabada una Victoria sobre la proa de un barco y claramente vincularon estos restos con la estatua hallada varios años antes. Champoiseau hizo todo lo posible por trasladar las partes del barco a París y lo logró, ensamblándolas con la estatua de la Victoria Alada y así se expuso desde entonces en el Louvre.

Se especula que la Niké de Samotracia fue donada por los ejércitos de Rodas al santuario de esa isla a raíz de la victoria naval que obtuvieron en Side, una ciudad de la costa mediterránea del sur de la actual Turquía, frente al rey Antíoco III de Siria, alrededor del año 190 a.C. Esta victoria les supuso el control de grandes comarcas en Licia y Caria y la alianza de varias ciudades próximas. La Niké era la figura preponderante en un conjunto escultórico que abarcaba no solo a la escultura y la proa del barco, sino además una gran fuente y otras esculturas alegóricas, todas en el frente de un templo votivo.

No solo las fechas, sino también la sinuosidad del cuerpo femenino, así como los exuberantes pliegues del ropaje que simula estar agitado por una corriente de viento, nos revelan que esta estatua pertenece al período helenístico, en el cual los escultores abandonaron la severidad clásica de Fidias o Policleto, en favor de una expresión más personal y sensual de los volúmenes. El efecto de los pliegues que se ciñen a las formas como si fuesen de una tela que está mojada nos retraen a Fidias, quien había sido el iniciador de este motivo escultórico, por demás imitado en toda la Grecia antigua. Pero el maestro que esculpió esta Victoria tuvo un especial cuidado en revelar muy sutilmente los detalles anatómicos del cuerpo, poniéndolos en relieve mediante las transparencias. Es tal el virtuosismo de este desconocido escultor que solo al verla podemos experimentar que estamos tocándola y sentimos nuestra mano temblorosa de emoción mientras acariciamos cada pliegue y cada parte de esa tersa piel bajo la transparente tela.

La postura sinuosa del cuerpo es también consecuencia de que el escultor pretendió retratar a esta Victoria justo después del momento en el que se acababa de posar sobre la proa del barco. Proveniente del cielo, Niké, en vuelo rasante, se ha asentado sobre una nave que se bambolea por las olas marinas y que se agita por el viento, en ese momento adelanta la pierna derecha para afirmarse en su proa, coronando la victoria obtenida en la batalla que acaba de concluir.

Esta gran obra de arte ha sido recientemente restaurada y limpiada, recuperando el satinado blanco del mármol de Esteagira en el que fue esculpida. En las bodegas del Louvre se encontraban treinta fragmentos de la escultura que no se habían podido ensamblar y en esta restauración se lograron encajar trece de estos pedazos, incluyendo algunas plumas al ala derecha. Después de la limpieza se encontraron algunos vestigios casi invisibles de un pigmento de color azul egipcio con el que debía estar coloreada la parte baja del manto y demuestra que la escultura estaba pintada en la antigüedad. También se retiró el pedestal que se había colocado debajo de la escultura en la tercera década del siglo XX supuestamente para ensalzarla y ahora se exhibe tal y como se supone que estaba en su santuario: directamente sobre la nave de mármol gris.

Esta es una de aquellas obras de arte más emblemáticas y conocidas de toda la historia, capaz de conmovernos todavía más de dos mil años después de haber sido creada y que nos recuerda que el gran arte siempre será intemporal, al igual que el genio de sus creadores.


Peter Paul Rubens, «La adoración de los Magos». Óleo sobre tela, 1609, ampliado en 1629

Julián González Gómez

La_adoracion_de_los_Reyes _Magos_(Rubens,_Prado)Debo confesar que Rubens no está en la lista de mis artistas favoritos, pero no soy quién para criticar su obra ya que por muchos es considerado uno de los más grandes pintores de la historia. Mi opinión es tan sólo eso: una opinión y nada más; a fin de cuentas, su influencia en la pintura del barroco ha sido comparable con la de Caravaggio. Lo que pasa es que muchas veces pienso si fue realmente su mano la que pintó la gran cantidad de obras que realizó. Debido a sus múltiples ocupaciones y a la gran cantidad de pedidos que tenía, tuvo que ampliar su taller y llenarlo de ayudantes que hacían buena parte del trabajo, pero era él quien daba los toques finales y maestros a las pinturas, algo que muchos otros artistas hicieron, entre ellos Rafael y Poussin.

Tuvo una vida muy variada, de múltiples facetas y situaciones, la mayoría de ellas afortunadas, por lo que su biografía es bastante interesante y extensa. Fue durante muchos años el rector del arte de las principales cortes europeas y su dictamen era considerado como punto final en lo que se refiere al arte. Poseedor de un amable carácter y de una extraordinaria habilidad diplomática, trabajó para reyes y príncipes como emisario y seleccionó muchas obras para las colecciones de sus patrones viajando por toda Europa, mientras dejaba la administración de su taller a su esposa y el trabajo a sus ayudantes. Gracias a esto, su legado abarca más de mil quinientos cuadros, además de toda una serie de dibujos, grabados e ilustraciones para libros.

Rubens nació en Siegen, actualmente Alemania, en 1577. Era el hijo menor de una familia calvinista de Amberes, ciudad de la que tuvieron que salir debido a las persecuciones religiosas. Su padre era abogado y durante un tiempo trabajó para Guillermo de Orange, con cuya esposa, Ana de Sajonia, tuvo un romance y por ello fue encarcelado. Pedro Pablo nació después que su padre saliera de la cárcel y la familia se estableció por fin en Colonia, pero con poca suerte. Su padre murió en 1589 y la viuda se convirtió al catolicismo y dispuso que ella y sus hijos se trasladasen a Amberes. Probablemente la primera formación como pintor que recibió Pedro Pablo fuese en Colonia, pero no fue sino hasta su traslado a Amberes cuando inició sistemáticamente su aprendizaje. En Flandes se sumaban las tradiciones de la pintura flamenca de los siglos XV y XVI con las influencias de la pintura italiana, lo cual fue una suerte para el joven Rubens, pues las dos sólidas escuelas formaron la base de su arte, influencias que lo acompañaron durante toda su carrera.

Después de pasar por diversos talleres de artistas de Amberes, Rubens, ya un joven maestro, se trasladó en 1600 a Italia y residió por un tiempo en Venecia para después trasladarse a Mantua, donde fue contratado por el duque Vincenzo Gonzaga como pintor de cámara. La corte de los Gonzaga era una de las más ricas en cuanto a colecciones de arte y Rubens fue encomendado por el duque a diversas ciudades italianas para comprar pinturas para su colección. Esto permitió al joven pintor empaparse en el arte italiano y en el estudio de sus grandes maestros, los cuales siempre veneró. En un viaje a Roma pintó tres cuadros encargados por el príncipe Alberto de Austria, regente de los Países Bajos, lo cual muestra que ya para ese entonces era un artista de gran prestigio. En 1603 fue enviado por su patrón a España, para entregar unos regalos al rey Felipe III. En España entabló contactos en la corte, especialmente con el valido, el duque de Lerma, para quien pintó un sobresaliente retrato ecuestre. En 1604 regresó a Mantua y luego estuvo en Génova y Roma, ciudades donde le fueron encargadas varias pinturas para ser colocadas en algunas de las iglesias más importantes. En esta época es evidente la influencia que ejercieron sobre su arte las pinturas de Correggio y Caravaggio. Del primero absorbió su naturalismo y del segundo las frágiles cualidades de luminosidad que caracterizaban sus obras. Otra gran influencia en su obra fue la pintura de Tiziano, de la que absorbió su exuberante colorido y sus composiciones de grupos. Pero fue Miguel Ángel el maestro que más le impresionó y del cual admiró no sólo sus frescos en la Capilla Sixtina, sino además sus dibujos y bocetos, muchos de los cuales copió y que dejaron en él una profunda impresión.

En 1608 se trasladó de nuevo a Amberes, ciudad en la que se estableció definitivamente y se convirtió en el pintor más famoso de la ciudad. Por ese tiempo Flandes pasaba por los conflictos de separación de las Provincias Unidas, desmembrándose de la corona de Augsburgo las provincias que luego formaron Holanda. En 1609 Rubens fue nombrado pintor de cámara del archiduque Alberto de Austria, el regente de las provincias y de su esposa, la infanta española Isabel Clara Eugenia. Contrajo matrimonio con Isabel Brandt, perteneciente a una de las familias más importantes de la ciudad y su situación social y económica se consolidó, haciéndolo uno de los personajes más influyentes de todo Flandes. Montó un gran taller en el que colaboraron numerosos ayudantes y otros pintores especialistas en diversos motivos como flores o paisajes, los cuales intervenían en sus obras. En 1621 la reina madre de Francia María de Médici le encargó dos ciclos sobre su vida y la de su difunto esposo Enrique IV. El ciclo de la reina constó de 24 lienzos, que fueron colocados en una de las alas del Palacio de Luxemburgo de París, mientras que el ciclo de Enrique IV no llegó a ser acabado por el exilio de María que forzó su hijo Luis XIII.

En 1621, tras el fin de la tregua de los doce años en las Provincias Unidas, los reyes españoles confiaron a Rubens algunas misiones diplomáticas, las cuales fueron muy intensas entre 1627 y 1630, viajando entre España e Inglaterra con el fin de conseguir la paz entre las provincias separadas, ahora llamadas Países Bajos y las Provincias Unidas. El rey de España Felipe IV le otorgó en 1624 un título nobiliario como gentilhombre de cámara, posteriormente también fue ennoblecido por el rey inglés Carlos I. En 1630, algunos años después de haber enviudado, Rubens se casó con Hélène Fourment, acaudalada heredera de dieciséis años, con quien tuvo cinco hijos. Después de su intenso período diplomático, Rubens se volvió a establecer en Amberes y se compró un castillo en las cercanías, donde pasó sus últimos años siendo respetado y admirado por toda la sociedad europea de su tiempo. Murió en 1640 en Amberes, aquejado por la gota y fue enterrado en la Iglesia de Santiago de la ciudad.

El cuadro que aquí se presenta: La Adoración de los Magos, pertenece al período inmediatamente posterior a su regreso de Italia, ya que fue pintado en 1609. Años después, entre 1628 y 29 Rubens lo retocó y lo amplió con algunos temas y elementos decorativos. Este cuadro fue un encargo de la Corporación Municipal de Amberes para decorar las estancias en las que se llevarían a cabo las negociaciones que después dieron como resultado la paz de los doce años en las Provincias Unidas. La alegoría de los Reyes Magos se refiere aquí a las expectativas que tenía la ciudad de obtener las ventajas de un gran desarrollo económico que vendría gracias a la paz. Es un cuadro de grandes dimensiones y su organización es claramente diagonal, partiendo los trazos reguladores de la figura del Niño Jesús. La organización general, así como la composición de las figuras es de clara influencia de Tiziano, mientras que el colorido se lo debe Rubens también al gran maestro veneciano, pero matizado por el claroscuro barroco. Como detalle curioso, hay que decir que cuando Rubens retocó el cuadro, pintó su autorretrato montado a caballo con una espada y una cadena de oro como símbolos de su condición nobiliaria.


Natalia Goncharova, «La Natividad». Óleo sobre tela, 1910

Julián González Gómez

Nativity_NataliaGoncharovaNacida en un contexto rural y conservador, Natalia Goncharova nació en Ladýzhino, un pequeño pueblo cerca de Tula, Rusia en 1881. Era biznieta de Alexander Pushkin, el gran poeta y dramaturgo, creador de la moderna literatura de su país. Su familia pertenecía a la alta burguesía de la región, lo que permitió que recibiera una buena educación, en lo que se podría considerar como adecuado para una mujer en su tiempo y circunstancia.

La Rusia de los zares era una sociedad fuertemente estratificada, situación que era más evidente en el medio rural. Natalia se crio en medio de esta rígida jerarquía, alejada del mundo más cosmopolita de Moscú o San Petersburgo, donde estaba más diluida. Creció rodeada de un conservadurismo rural en el cual los símbolos tradicionales de la Rusia medieval estaban presentes todo el tiempo. Desde la iconografía religiosa, pasando por las costumbres seculares, hasta llegar a la dura vida de los campesinos, la vida se desarrollaba según esquemas que no habían variado hacía cientos de años. Pero Natalia mostró un carácter resuelto e independiente, que le hizo buscar otros horizontes para formarse como artista, una profesión no solo mal vista en su medio, sino además propia de hombres.

Se marchó a Moscú en 1898 con apenas diecisiete años y se inscribió en la Escuela de Pintura, Escultura y Arquitectura de esta ciudad. Esto supuso su alejamiento definitivo del medio rural y su transformación, no exenta de problemas de adaptación, en una mujer de mentalidad moderna, liberada de los prejuicios propios de su estirpe. En la escuela conoció a un joven artista: Mijaíl Lariónov, del que se volvió inseparable y con quien compartiría el resto de su vida, tanto en lo artístico como en lo personal.

Por ese entonces Moscú era un hervidero de actividades de todo tipo, desde las conspiraciones políticas, las acciones revolucionarias y el afán de transformar Rusia en un país moderno. En medio de ello, los artistas buscaban en Europa los patrones de modernidad que deseaban implementar en su propia creación. En 1908 se realizó una exposición llamada “El Vellocino de Oro” en la cual se mostró por primera vez el arte de los postimpresionistas en Rusia. Para Natalia fue un suceso capital que le hizo evolucionar su arte, todavía de carácter local e influenciado por la iconografía rusa tradicional, a una expresión plástica más sintética y afín a la modernidad europea. En 1910 fundó, junto a otros artistas, el grupo “Sota de diamantes”, al que abandonó dos años más tarde para fundar, junto a Lariónov el nuevo grupo “Rabo de Burro”, que realizó su primera exposición un tiempo después y en la que se evidenciaba la influencia del cubismo y el futurismo.

En 1913, siempre junto a Lariónov crearon una de las primeras vanguardias rusas: el rayonismo, tendencia basada en composiciones cubistas a base de rayos de colores ordenados en rítmicas y dinámicas secuencias, constituyendo un espacio muy similar al de los futuristas. Su relación con las vanguardias europeas la llevó a conocer a Sergéi Diághilev, empresario fundador de los Ballets Rusos, una compañía de la que surgirían muchos bailarines y coreógrafos famosos como Nijinsky, Pavlova y Balanchine y con quien colaborarían, entre otros, Picasso, Falla y Stravinsky. Esta compañía tenía su principal sede en París y en 1914 Natalia marchó a esa ciudad para diseñar la puesta en escena del ballet Le Coq d’or, que fue la primera de muchas colaboraciones que le permitieron darse a conocer en Europa principalmente como escenógrafa.

Contrarios a la revolución bolchevique de 1917, Goncharova, Diághilev y Lariónov viajaron por Suiza, Italia y España durante los años de la Primera Guerra Mundial, para establecerse definitivamente en París en 1919. Se dedicó principalmente a diseñar las escenografías de los ballets rusos de Diághilev y junto a Lariónov desarrollaron nuevos medios expresivos dentro de la explosión de nuevas vanguardias que surgieron en el período de Entreguerras. Diághilev falleció en 1929 y la estrella de Natalia Goncharova empezó a declinar, dedicándose desde entonces primordialmente a apoyar la carrera de Lariónov, con quien contrajo matrimonio en 1955. Natalia murió en París en 1962 y poco antes de fallecer tuvo el gusto de que el Arts Council de Londres organizara una exposición retrospectiva de la obra de la pareja en la que se reconocía su importancia dentro del panorama artístico ruso y europeo del siglo XX.

Esta Natividad, pintada por Goncharova en 1910, pertenece a un período en el que esta artista estaba todavía fuertemente influenciada por la pintura tradicional rusa de íconos y por el arte popular. Sin embargo, el tratamiento plástico de las figuras denota que el lenguaje del postimpresionismo, al que acababa de conocer hacía un par de años, está estampando su huella en la pintora rusa. Llama la atención que en esta Natividad aparecen sólo mujeres con el niño Jesús y esto es porque no representa explícitamente el nacimiento de éste, sino más bien el nacimiento del mesías en un contexto rural ruso, donde está representada la Virgen María, que está acostada y acaba de dar a luz. Tanto la virgen como el niño están representados con aureola, un elemento iconográfico muy antiguo en el arte bizantino y ruso que los identifica como santos. El fuerte color rojo del fondo y los ropajes es el equivalente cromático que empleó la pintora para suplir la lámina de oro que siempre portaban en sus fondos los íconos tradicionales. El equilibrio cromático se verifica con la combinación de azules, que porta la virgen en sus ropajes y que es también un elemento iconográfico tradicional. El niño porta también una manta azul, pero de tono más claro que el de la virgen.

Esta pintura es un cuadro que mezcla con armonía el lenguaje ancestral y popular de la cultura en la que se creó y los elementos plásticos de la modernidad más esencial de su tiempo. Es una suerte de sincretismo creado por una artista que reconocía la importancia de las raíces culturales que la envolvían y el lenguaje vanguardista que las impelían hacia el futuro.


Jean-Honoré Fragonard, «El columpio». Óleo sobre tela, 1767

Julián González Gómez

El Columpio_FragonardEs el arte del rococó en su estado más puro, plagado de una frágil voluptuosidad y matizado por ciertas alegorías sexuales, decadentes y frívolas. Quien quiera encontrar en esta pintura alguna profundidad metafísica, o tal vez la respuesta a las grandes interrogantes de la existencia está perdiendo su tiempo. Aquí no hay más que la dulzura de una inconsciencia galante y el goce de los placeres más caros a la juventud y sus arrebatos.

El columpio, también conocido como Los felices azares del columpio, es una de las obras más emblemáticas del siglo XVIII, donde las huellas de Mme. Pompadour todavía estaban frescas en las costumbres de la corte versallesca y en la burguesía acomodada de una Francia que poco más de veinte años después se sumergiría en la agitación y defenestración de esa misma corte y sus allegados: aristócratas de todas las variedades, superficiales e inconscientes del mundo que estaba solo un poco más allá de su corta visión. Las fiestas del por ese entonces ya viejo rey Luis XV eran todavía las más esplendorosas de toda Europa. Damas y caballeros de la corte danzaban en un baile permanente de lujo aterciopelado en los salones cubiertos de oro y cristales preciosos. No había espacio más que para el goce de los sentidos y el arrebato de los amores que nacían y morían en consonancia con las fases de la luna. Pero no queremos ser moralistas y condenar los vicios que con tanta elegancia y cruda franqueza describió el marqués de Sade. La vida era breve y había que gozarla lo más posible, pero este goce estaba lleno de una deliciosa afectación que pocos supieron describir tan felizmente como Jean-Honoré Fragonard.

Este notable artista, que permaneció en el olvido durante muchos años, nació en Grasse, comuna de los Alpes Marítimos, al Sur-oriente de Francia en 1732. Su padre era fabricante de guantes y cuando Jean-Honoré tenía unos cinco o seis años, se mudó a París con toda su familia, donde no logró prosperar, por lo que las penurias económicas estaban a la orden del día. Como nuestro futuro artista mostró muy pronto grandes dotes para el dibujo y ante su fracaso como escribano en el despacho de un notario, su padre decidió que ingresara como aprendiz en el taller del pintor François Boucher, uno de los más famosos artistas del París de esos años. Boucher no lo aceptó en vista de que el joven no tenía ninguna preparación y le recomendó que se fuera al taller de otro gran pintor: Chardin, a quien Boucher apreciaba como buen maestro, pero eso sí, inferior a él mismo. También sugirió que el joven Fragonard podría ingresar a su taller una vez que terminara su preparación con Chardin.

Nuestro joven aprendiz apenas estuvo seis meses en el taller de Chardin, tiempo que consideró suficiente para finalizar su preparación, por lo que volvió con Boucher, quien al ver la calidad de sus trabajos por fin lo aceptó en su taller. Fragonard pasó varios años al lado de su maestro, de quien aprendió los secretos de la pintura galante y cortesana del rococó y que al tiempo lo nombró copista de sus obras.

En 1752, con apenas veinte años, Fragonard ganó el premio más prestigioso del arte francés: el Prix de Rome, lo que significaba su consagración en el ámbito de la Academia Francesa, que era la institución que subvencionaba este premio, el cual consistía en un viaje a Roma para estudiar el arte de los clásicos y los maestros antiguos. Sin embargo Fragonard dio muestra de una poco usual temperancia al no aceptar de inmediato el premio, sino que, tal vez consciente de que todavía no estaba totalmente formado, trabajó durante otros tres años en el taller de un pintor que por ese entonces era el principal rival de Boucher y tal vez el mejor retratista de su tiempo: Charles-André van Loo.

El viaje de Fragonard a Italia se verificó en 1756 y su estancia en esas tierras se prolongó hasta 1761, cuando volvió a París. De este largo viaje obtuvo muchos frutos, sobre todo en lo que concierne a la temática italiana del paisaje y también una notable influencia de la opulenta pintura de Giovanni Battista Tiepolo, maestro del barroco veneciano. A su regreso presentó su pintura de temática italiana Coreso y Calírroe, que le valió para ser admitido en la Academia, lo cual le aseguraba la más alta posición entre los artistas franceses. Se dice que el mismo Diderot, director de la Enciclopedia, alabó esta obra y fue adquirida por el propio monarca Luis XV. Con este hecho, Fragonard no sólo se convirtió en un respetado académico, sino además ingresó al círculo íntimo del rey y la corte de Versalles. El gusto de la corte y la aristocracia relacionada con ella marcaron el camino de la temática de Fragonard, que se volvió voluptuosa y superficial, pero dotada de un dibujo de gran calidad y un bello colorido. Su pintura floreció en este ambiente galante durante veintiocho años, hasta que la revolución acabó abruptamente con su fama y su fortuna, abandonando París en 1793 para refugiarse en su natal Grasse. A principios del siglo XIX volvió pobre y enfermo a París, donde murió olvidado en 1806 y su nombre no volvió a ser mencionado en la historia del arte durante más de cincuenta años. Posteriormente se le devolvió su justa fama como gran maestro de la pintura rococó y su sitial como artista de gran envergadura ha estado fuera de toda discusión.

El columpio es quizás su obra más conocida, no solo por su temática tan apegada al gusto de su época, sino también al preciosismo de su ejecución y sobre todo a las veladas alusiones que contiene. Fue un encargo de un miembro de la corte, que quería ver representada una escena de gran sensualidad. También se ha dicho que fue un encargo de Boucher, pero que se negó aceptar dado su atrevimiento. La figura principal es la de una bella joven que está balanceándose en un columpio y su vestido flota al viento, mientras que la falda se levanta con sutileza, enseñando sus piernas. Con coquetería deja caer un zapato, que describe una trayectoria que lo llevará cerca de una estatua de Cupido que se lleva un dedo a la boca haciendo la señal del silencio. Escondido en unos arbustos a los pies de la muchacha se encuentra un joven que la mira con embeleso, sobre todo sus piernas y todo lo demás que deje ver la falda al viento. El rostro de la muchacha, que lo mira fijamente, es el de una alegría y una inconsciencia infantil, mientras que el rostro del muchacho denota que está al borde del éxtasis. En la penumbra se ve la figura de un hombre mayor que balancea el columpio y también observa con cierta alegría a la muchacha, pero no puede ver al joven.

Claramente, la muchacha y el joven son amantes y están gozando de su amorío a la sombra del personaje que está en penumbra y que es seguramente el esposo de ella. El cupido haciendo la señal del silencio nos dice que es un amor secreto. El balanceo del columpio lleva a la muchacha de su amante a su marido en un constante ir y venir. El hombre mayor ama a la muchacha, lo cual está señalado por la escultura de dos amorcillos abrazándose junto a él y uno de esos amorcillos está viéndola. La luz diagonal penetra entre la frondosa arboleda, iluminando totalmente la figura de la muchacha, mientras que un amante está a la sombra pero visible y el otro a la luz, pero oculto. Un juego de ver y no ver, de miradas que se encuentran y desencuentran y veladas sonrisas que ocultan pasiones. Una escena de deliciosos colores que enmarcan dulces deseos.


Anónimo, «Retrato del panadero Terentius Neo y su esposa» (Pompeya). Pintura al fresco, 20-30 D.C.

Julián González Gómez

Pareja de PompeyaDebido a un error en la interpretación de un letrero que se ubicaba en la entrada a la casa donde se encontró el fresco que se presenta en esta entrega siempre ha sido conocido como “Retrato de Paquio Próculo y su mujer”, lo que se ha comprobado que es incorrecto. En realidad es un retrato de Terentius Neo, panadero de la ciudad de Pompeya y de su esposa, de la cual no sabemos su nombre. La confusión se aclaró cuando se pudo comprobar que el letrero con el nombre de Paquio Próculo era en realidad un reclamo publicitario de parte de este individuo para ser elegido como funcionario de la ciudad.

Terentius debió ser un personaje de relativo rango social, ya que su panadería se encontraba en la llamada “Vía de la abundancia”, una calle bastante importante en el corazón de Pompeya. No siendo noble, su estatus se verificaba dentro de la burguesía comercial y artesanal, de la cual debió ser tal vez directivo gremial, o detentar un cargo similar. El mismo hecho de haber encargado su retrato junto a su mujer es una señal de su posición, así como portar una toga y llevar en la mano un rotulus, que es un rollo de papiro; esto señala que poseía un cargo público. Su mujer, que porta también una elegante toga, lleva en la mano derecha un estilo, que era un instrumento para escribir y en la mano izquierda una tabla de cera, en la que se hacían anotaciones con el estilo. Esto se ha interpretado como evidencia de que ella se encargaba de la administración del negocio. Sus rostros, serios y circunspectos, denotan una pose formal aunque no se ve forzada.

El dibujo de los personajes está realizado mediante delicadas líneas que se vuelven invisibles al aplicarles el pigmento encima. Los colores son delicados y el artista logró una sutil gradación en los tonos para mostrar volumen y tridimensionalidad. La luz, que es casi frontal, modela suavemente las facciones delicadas de la mujer y ensalza las angulosidades del rostro del hombre y su piel tostada. Es notorio que el autor de este retrato era un gran maestro de su profesión al poder ejecutar tanta sutileza cromática en una pintura al fresco, algo que no se volvería a lograr hasta Giotto, unos mil trescientos años después. Las posturas revelan un gran conocimiento de la perspectiva por parte de este maestro, quien contrastó la frontalidad de los rostros con el escorzo de los cuerpos, aproximados y superpuestos entre sí. Y todo ello fue posible a pesar de las rígidas normas que imponía la pintura de retratos en aquella época. Las fórmulas del retrato romano estaban establecidas ya hacía mucho tiempo antes de que este fresco fuese pintado.

Dentro del arte romano, fue acaso el retrato el que alcanzó una mayor originalidad y una clara distinción con respecto a los modelos griegos, que eran los dominantes en la cultura latina. Algunos historiadores han dicho injustamente que el arte romano no fue más que una imitación del arte griego, negándole con esto las cualidades y características que ciertamente lo diferenciaron de aquel. No vamos a discutir aquí las diferencias entre el arte romano y el arte griego, sino que nos limitaremos a describir algunas de las cualidades del primero, centrándonos en el retrato como modelo de ellas, en las que privaban dos virtudes cardinales que los romanos tenían en gran estima: la veritas y la gravitas.

La pintura romana, al igual que la escultura, evolucionó durante diversas fases, siendo las primeras de ellas claras interpretaciones de modelos griegos y etruscos. Pero en Roma se desarrolló un arte especial y distinto, el cual, a pesar de derivar del arte etrusco, tomó un derrotero que lo llevó a constituirse como el modelo más original de la expresión plástica romana: el retrato. El retrato romano desciende de las imágenes funerarias que perpetuaban la memoria de los personajes ya fallecidos en la familia y la sociedad. Originalmente eran máscaras mortuorias, para pasar a ser posteriormente esculturas de cabezas y bustos. Era determinante el parecido con el personaje, lo cual llevaba a los artistas a copiar del natural las facciones y los rasgos característicos de los fallecidos, poco antes de que murieran o más frecuentemente a las pocas horas posteriores a la muerte. El personaje debía reproducirse tal cual se veía, sin ninguna idealización ni aditamento que deslegitimara su real apariencia cuando todavía estaba vivo. Así, la veritas era una de las dos cualidades que más se apreciaba en el retrato funerario. Después el retrato se llevó a la representación de los personajes vivos, eso sí, sin perder la veritas, con lo cual los romanos empezaron a desarrollar una serie de escuelas especializadas en el arte del retrato. La gravitas se refiere a la cualidad de la dignidad, el deber y la seriedad exenta de toda frivolidad que los personajes retratados debían mostrar mediante la pose y la actitud.

Esto constituye una clara diferencia con el arte griego, más idealista y proclive a la fantasía, sobre todo durante la época helenística. Los romanos, a diferencia de los griegos, reservaban para los retratos su aprecio por la realidad objetiva en lo que se refiere a la representación de las personas. El romano, más práctico y realista que el griego, prefería inmortalizar a la persona con todos sus accidentes, que presentar una imagen fantasiosa que distorsionara la entereza de su carácter y sus valores.

Dentro del período de madurez de la pintura romana se encuentra el llamado “Estilo Pompeyano”, cuyas características derivan del análisis de las pinturas encontradas en las ruinas de Pompeya y Herculano, ciudades destruidas por la erupción del volcán Vesubio en el año 79 D.C. Gracias a las cenizas que cubrieron a las dos ciudades se pudo conservar en un magnífico estado de conservación una serie de murales y mosaicos, la mayoría de gran calidad, las cuales han sido estudiadas exhaustivamente desde su descubrimiento en el siglo XVIII. El Estilo Pompeyano se distingue por la gran delicadeza de su dibujo, realizado con gran virtuosismo y también por un notorio contraste de luces y matices, en el cual algunos han visto ciertas semejanzas con ciertas escuelas pictóricas modernas, sobre todo con los impresionistas. La sociedad pompeyana gozaba de una vida placentera y una economía floreciente, gracias a que la ciudad se había convertido en una especie de destino turístico para los romanos adinerados, que pasaban algunas épocas del año en ella y sus alrededores y construyeron numerosas villas de placer, circos, teatros y otros edificios públicos.

Por ello se advierte en la pintura pompeyana cierta frivolidad y elegancia en cuanto a su expresión plástica, que era predominantemente decorativa. Pero hubo notorias excepciones y una de ellas es este magnífico retrato doble, muestra de las mejores cualidades de una pintura que floreció bajo los auspicios de una Roma en su mejor época.


Joan Miró, «Interior holandés No. 1». Óleo sobre tela, 1928

Julián González Gómez

Interior holandés 1Pocos artistas alcanzan la capacidad de expresar la totalidad de un cosmos con un lenguaje plagado de signos dispersos por la tela como lo hizo Miró. Sus signos, que están a medio camino entre la pictografía y las visiones oníricas, se fueron multiplicando primero hasta crear un vasto lenguaje universal que enriqueció para siempre el idioma del arte moderno y posteriormente se fueron reduciendo hasta su mínima expresión, como si sólo bastara un breve gesto para comunicar lo inconmensurable.

Esta tela es una clara muestra del arte que realizaba Miró en la época en la que estaba forjando su identidad y su sintaxis. Eran los años del París surrealista, plagado de personajes variopintos de todas las calidades y de todas las tendencias. Miró se había establecido en la gran ciudad un poco tiempo antes, junto a su mujer y se disponía a conquistar el mundo del arte, acuerpado por sus amigos los surrealistas, que estaban capitaneados por André Breton, un colérico dictador capaz de hacer las más extravagantes manifestaciones de poder sobre los que consideraba sus subordinados. Pero por esa época eran precisamente ellos los que estaban en la más absoluta vanguardia, creando un universo de sueños e histeria inconsciente, cuyo legado perdura todavía hoy. Estos personajes, que se les podría llamar con el apelativo de “excéntricos radicales” estaban realmente muy comprometidos con el arte y gracias a la inmensa energía que emanaba de las zonas más oscuras de su mente desarrollaron algo más que un estilo o una escuela: construyeron un universo. De ese grupo de artistas y poetas surgieron personajes tan diversos como el irónico Magritte, pasando por exaltados creadores de monstruos como Ernst, hasta geniales impostores como Dalí.

Ya el movimiento Dadá había mostrado años antes el poder de la irracionalidad mediante su expresión contestataria y su preeminente ensalzamiento de la acción por sobre las consideraciones teóricas. Pero Dadá vivió muy poco, se auto-ejecutó en su propio acto de violenta inmolación. El surrealismo en cambio, se propuso desde sus orígenes establecer una base de estudio que le proyectase no como una mera actitud, sino como un modo de vida, si bien siempre estuvo muy lejos de ser un conjunto único, teóricamente compacto. La tarea de Breton era la de mantener cierta coherencia entre tantas y tan disímiles tendencias como las había en el grupo. En el Manifiesto que publicó en 1924 se encuentra esta definición: “Surrealismo es automatismo psíquico puro, mediante el cual nos proponemos expresar, bien sea verbalmente, bien por escrito o en otras formas, el funcionamiento real del pensamiento; es el dictado del pensamiento en ausencia de cualquier control ejercido por la razón, más allá de toda preocupación estética y moral.”

El surrealismo adoptó las búsquedas de la psicología moderna sobre el origen y las variaciones de las imágenes subconscientes, en particular las investigaciones sobre el proceso del sueño. Como el subconsciente es una dimensión psíquica que funciona sobre todo por medio de imágenes, la pintura se prestó como un medio ideal para realizar las exploraciones en este sentido. Nunca se fijó una normativa estética a la que los artistas tuvieran que atenerse y de ahí la gran diversidad de expresiones plásticas del surrealismo, que se definió más bien como una actitud del espíritu frente a la vida, que como un conjunto de reglas formales.

Miró formó parte del grupo surrealista desde sus inicios en 1924 y se asegura que el mismo Breton lo ensalzó como “el más surrealista de todos nosotros”. Empezó por realizar un minucioso inventario del mundo que había presenciado en su niñez y juventud en su Cataluña natal y sobre éste inició un lento proceso de simplificación hasta hallarse en posesión de un originalísimo sistema de signos, que se podrían considerar como equivalentes plásticos de la realidad y de las imágenes de su mundo interior. Su obra entonces, debe ser “leída” y no interpretada y para ello es necesario aprender el valor semántico de los signos utilizados. La influencia de Miró en este sentido se prolongó más allá de París y del surrealismo, sobre todo en la creación del expresionismo abstracto, cuyo contenido de signos es una de sus principales características conceptuales y formales.

Joan Miró i Ferrà nació en Barcelona, España en 1893, en una familia de artesanos ebanistas y orfebres. Desde niño le gustó dibujar, pero por imposición paterna estudió comercio, finalizando su formación en 1917. Mientras tanto, estudió dibujo en la escuela Llotja de Barcelona, donde se vio influenciado por la obra del pintor Modest Urgell. Trabajó durante un par de años como empleado en una droguería, pero una enfermedad le obligó a retirarse y se fue a la casa que la familia tenía en el pueblo de Montroig. Posteriormente regresó a Barcelona con la convicción de dedicarse al arte y se inscribió en la academia de arte dirigida por Francesc d’Assís Galí y asistía a clases de dibujo natural en el Círculo Artístico de Sant Lluc.

Su primera exposición individual se realizó en las Galerías Dalmau de Barcelona en 1918, en la cual presentó una variedad de cuadros que mostraban una fuerte influencia del post impresionismo, el fovismo y el cubismo. Su primer viaje a París lo hizo en 1920 y poco después se estableció en esa ciudad, donde entabló relación con el escultor español Pablo Gargallo, amigo de Picasso. Realizó su primera exposición parisina en la Galerie La Licorne en 1921, donde recibió buenas críticas. Poco tiempo después conoció a André Breton por medio del pintor Masson y se unió al grupo de los surrealistas en 1924. En 1928 realizó un viaje a Bélgica y los Países Bajos, donde las pinturas de los maestros holandeses del siglo XVII lo impresionaron a tal grado que compró reproducciones de sus pinturas en postales coloreadas y cuando regresó a París se dedicó a la creación de una serie conocida como “Interiores Holandeses” de la cual se presenta aquí la primera obra.

La pintura está inspirada en la obra El tocador de Laúd de Hendrick Martensz Sorgh, que representa un tañedor de este instrumento en un típico ambiente de una habitación holandesa del siglo XVII. Miró incluyó todos los elementos que se encuentran en la obra de Martensz Sorgh, pero interpretados según su particular estilo. Tanto las proporciones, como la perspectiva general están distorsionadas y Miró convirtió los muebles y objetos en signos pictóricos de una fuerte presencia que compiten con la figura principal, como protagonistas de un mundo que vive una vida propia, muy alejado del mundo representacional común, regido por la observación lúcida de la realidad. Incluso el paisaje que se deja ver por una ventana, a la izquierda, participa de esta escena onírica. Los colores, puros y vibrantes, son planos y no hay matices en ninguna parte.

Miró concibió esta serie como un homenaje a la gran pintura holandesa del siglo XVII, en lo que constituiría una de sus muchas aproximaciones a la historia. Bajo el grupo de los surrealistas concibió su peculiar visión, que enriqueció el panorama artístico de su tiempo. Sin embargo, las posturas políticas de Breton, que se afilió al Partido Comunista en 1929 provocaron una primera ruptura en el grupo. Miró, quien no tenía una conciencia política radical, se fue alejando cada vez más de las posturas oficiales de los surrealistas e inició un trabajo de estudio por su cuenta, siempre sin abandonar su característico lenguaje onírico. Incursionó en los campos de la cerámica y el grabado y tiempo después en la escultura. Participó en el Pabellón Español de la Feria Mundial de París en 1937 como fiel partidario de la República y un par de años después, ante la amenaza del nazismo en Europa se fue a los Estados Unidos, donde ejerció una fuerte influencia en los artistas americanos.

Después de la guerra regresó a España, bajo las sospechas del régimen de Franco, pero pudo seguir creando profusamente bajo un lenguaje cada vez más sintético que le ganó en vida la consagración como uno de los artistas más importantes del siglo XX. Murió en su casa-estudio de Palma de Mallorca en 1983, dejando un legado sin parangón en el lenguaje del arte moderno.


Masaccio, «La Trinidad». Fresco, 1428

Julián González Gómez

Masaccio_La Trinidad. Pintura al fresco. Iglesia de Santa Maria Novella. 1426-28La invención de la perspectiva lineal ha sido uno de los más grandes aportes que se han hecho al arte a lo largo de su historia. Por primera vez se hizo posible realizar científicamente la representación del espacio tridimensional sobre una superficie de dos dimensiones. Qué duda cabe que la perspectiva fue el elemento esencial que revolucionó la pintura, la escultura y la arquitectura desde el siglo XV, dando pie al fenómeno que se llamó el Renacimiento.

Fue en la ciudad de Florencia, cuna de grandes artistas que trabajaban para los ricos comerciantes, donde se dio este paso fundamental que separó, en lo que se refiere al arte, la edad media de la edad moderna. La perspectiva fue descubierta, o inventada si se quiere, por un artista que a principios de ese siglo pretendió convertirse en escultor y acabó siendo uno de los arquitectos más importantes de todos los tiempos: Filippo Brunelleschi. Según la leyenda, un día estaba puliendo unas placas de cobre enfrente del baptisterio de la catedral, cuando se le ocurrió reflejar la imagen del baptisterio sobre una de las placas, mientras la observaba por un pequeño agujero que había en otra placa, de tal manera que la imagen que se reflejaba en la primera placa, también se reflejaba en la segunda. Así se dio cuenta de las líneas de fuga que coincidían en determinados puntos y descubrió la perspectiva de esta forma empírica. Pero esto es una leyenda, porque lo más probable es que Brunelleschi ya hubiera experimentado con una cámara oscura y a través de este artificio hubiera podido visualizar las fugas en la imagen que se reflejaba inversa en el fondo de la cámara por medio de un pequeño agujero en la pared opuesta que permitía que entrase la luz. En todo caso, Brunelleschi trabajaba por ese entonces, alrededor de 1416, con el escultor Donatello y unos años más tarde con un jovencísimo pintor al que llamaban Masaccio. Los tres amigos hicieron diversos aportes al nuevo descubrimiento y sentaron así los principios básicos de este nuevo método de representar el mundo tridimensional.

Ya había precedentes a este método y fue precisamente un artista florentino el primero en tratar de representar el espacio tridimensional en sus pinturas, y éste fue Giotto, desde finales del siglo XIII y principios del XIV. Giotto, por medio de la observación, dirigió líneas de fuga hacia determinados puntos de sus representaciones y creó así una ilusión de tridimensionalidad en sus obras. De Giotto partió este método de representación a otros pintores florentinos y sieneses, pero por su empirismo era todavía sólo una aproximación y no llegó nunca a poder representar objetivamente el espacio sobre una superficie. Esto quiere decir que en los tiempos de Brunelleschi, Donatello y Masaccio la representación tridimensional era ya un viejo problema que no se había podido resolver. A partir de entonces, el método fue perfeccionado por otros artistas y fue compilado y expuesto sistemáticamente en la década de los 1430 por León Bautista Alberti en su tratado de la pintura.

Masaccio fue el primer pintor que aplicó las leyes de la perspectiva lineal a sus obras, siendo reconocido inmediatamente por la sociedad florentina como un innovador. Inserto en esta sociedad en la cual las novedades eran constantes, se convirtió muy pronto en el pintor más reconocido de la ciudad, donde realizó diversos encargos, así como también en Pisa y en Roma. Otros artistas de Florencia también acogieron la perspectiva con gran entusiasmo, destacándose además de Masaccio y Donatello los pintores Masolino da Panicale, Paolo Ucello y Andrea del Castagno, así como el gran escultor Lorenzo Ghiberti. De este núcleo de artistas seminales, la perspectiva se extendió pronto a todos los rincones de Italia y después a Europa, reemplazando ya desde mediados del siglo a los métodos de representación espacial del gótico.

Masaccio, que nació en Castel San Giovanni en 1401, recibió el nombre de Tommaso di ser Giovanni di Mone Cassai y era hijo de un notario perteneciente a una antigua familia de ebanistas. Su posición social era por lo tanto, bastante elevada y debió recibir una esmerada educación. Cuando Masaccio tenía cinco años murió su padre y al tiempo su madre se volvió a casar, esta vez con un mercader acaudalado que murió unos años más tarde, por lo que la familia se trasladó a Florencia, posiblemente hacia 1420. No se sabe con qué maestros se formó, pero su primera obra de segura autoría es de 1422, por lo que se puede considerar que ya en ese año era un pintor autónomo. Poco tiempo después se inscribió en el gremio de médicos y especieros, tal vez con la idea de ejercer esa profesión, pero en 1424 se inscribió en la Compañía de San Lucas de Florencia, que era el gremio de los pintores.

Al año siguiente inició la que sería su obra más importante, los frescos de la Capilla Brancacci de la iglesia de Santa María del Carmine de Florencia. Estos frescos los pintó junto a Masolino, quien por entonces era su amigo más cercano y quizás su colaborador, pero quedaron inacabados. En 1426 empieza a pintar el Políptico de Pisa sobre paneles de madera, que decoraría la capilla en la iglesia de Santa Maria del Carmine en esa ciudad. Al mismo tiempo realizó diversas tablas y frescos, en Florencia, incluido el que se presenta aquí, que es una obra realizada entre 1426 y 1428. En ese mismo año se trasladó a Roma, como invitado del cardenal Castiglione, que había visto sus frescos en Florencia, para decorar la Capilla de San Clemente en la iglesia del mismo nombre. Antes de acometer ese encargo, trabajó en un políptico para la iglesia de Santa María Mayor de la ciudad Papal y allí murió con apenas 27 años en 1428, dejando truncada una carrera que prometía ser de gran éxito e influencia.

En efecto, por la aplicación de la perspectiva lineal, pero también por los sutiles efectos cromáticos y su tratamiento de la luz, Masaccio es realmente el primer artista moderno. La monumentalidad de sus figuras y su tratamiento plástico sentaron las bases de la pintura renacentista que seguiría siendo motivo de nuevos aportes en tiempos tan distantes como los de Miguel Ángel, más de un siglo después. Sin excepciones, todos los artistas del siglo XV y la primera parte del siglo XVI le deben algo a Masaccio.

El fresco de La Santísima Trinidad fue pintado en la iglesia florentina de Santa María Novella, por encargo de Berto di Bartolomeo del Banderaio. Si en el futuro no se encuentran otras obras inéditas de Masaccio realizadas en años anteriores, ésta es la primera pintura en la historia que fue realizada bajo las reglas de la perspectiva lineal. Pero la perspectiva aquí abarca no sólo el espacio de la representación de las figuras sagradas, sino además el espacio circundante, con el que Masaccio creó una ventana con su marco que prolongan el espacio visual en el que está ubicado el observador hacia el fondo, creando con ello lo que se denomina un “trampantojo”. Las figuras están realizadas de tal manera que la perspectiva se debe observar desde abajo, como si estuvieran ubicadas en un plano más alto que el del observador. Por ello la figura de Cristo se ve en las fotos un poco deformada, distorsión que desaparece cuando observamos el fresco en vivo. La cruz es sostenida por Dios Padre y la paloma que representa al Espíritu Santo desciende de él hacia la cabeza de Cristo. A los pies están las figuras de la Virgen María y San Juan, cuya distorsión es menor que la de Cristo por estar ubicados más abajo. A los pies se encuentran los retratos orantes del donante y su esposa. Toda la escena está enmarcada por dos pilastras que sostienen un entablamento y dos semicolumnas con un arco, en el cual se apoya una bóveda de cañón con casetones que se prolonga hacia atrás, creando el principal efecto de fuga y prolongación del espacio. En la parte baja se encuentra un pedestal en el cual hay un sarcófago con un esqueleto, símbolo de la muerte y sobre él la leyenda: «Ya fui antes lo que vosotros sois; y lo que soy ahora lo seréis vosotros mañana». Si la lectura se realiza desde esta parte, que está ubicada a la altura de los ojos del observador, desplazando loa vista hacia arriba, se puede comprender el sentido simbólico de la composición, que va desde la muerte, pasando por el calvario, hasta la vida eterna, que está representada por Dios Padre


Anónimo, máscara ceremonial, cultura Kwele de Gabón. Madera, siglo XVIII

Julián González Gómez

Masque_blanc_Punu-GabonEn el ámbito clasicista, la experiencia artística deviene de la imitación de la naturaleza: la mímesis, en la cual el artista representa la realidad de acuerdo a los cánones establecidos en concordancia con los ideales de la belleza. El espacio personal del artista dentro de este marco se ubica en aquellos aspectos que se relacionan con la maestría en la ejecución, es decir, la técnica; también en lo relativo a su concepción personal de los valores interpretativos y en última instancia en la creatividad, que evidencia su propia interpretación de los cánones.

Estos conceptos se hicieron muy importantes a partir del Renacimiento, cuando se redescubrió el mundo clásico y algunos de los puntos en particular que acabamos de describir fueron proyectados hacia el primer plano con la relectura de la obra de Horacio de nombre Ars poética, también conocida como Epístola a los Pisones. En ella se describe el concepto de Ut pictura poesis, que quiere decir que así como es en la pintura, así es en la poesía, o a la inversa: así como es en la poesía, así es en la pintura. Según Horacio, la poesía debe ser de tal emotividad que sugiera imágenes en la mente del espectador, tales como las producidas por la contemplación de un cuadro. En cuanto a las imágenes, la normativa exigía que se siguiesen los parámetros señalados en el párrafo anterior: mímesis, canon y valores de la belleza. El artista clasicista no representaba el mundo tal cual es, sino tal cual debería ser de acuerdo a su concepción de lo bello. Por supuesto estos valores son valiosos en sí mismos, ya que hacen patente los términos de una teoría del conocimiento que se aplica al arte y a la belleza.

El problema se plantea en términos modernos y es que los cánones de belleza son producto de una cultura y de ninguna manera se pueden considerar como universales. Nuestros cánones tradicionales provienen en primera instancia del aporte de los griegos, pasando después por Roma, para ser retomados en el Renacimiento y establecidos como universales durante el siglo XVIII, en la época de la Ilustración. En aquel tiempo los académicos y muchos filósofos estaban imbuidos en la idea de que el único arte que se pudiera considerar como tal era el arte europeo. Esta concepción eurocentrista dejaba de lado las expresiones provenientes de otras culturas, a las que consideraba en el mejor de los casos como “interesantes” y en general como salvajes o primitivas. Además esta idea deja entrever una concepción similar al evolucionismo en el desarrollo del arte. En efecto, de acuerdo al desarrollo del canon, el arte pasa primero por un período primitivo en el cual la mímesis y el canon de belleza es rústico o si se quiere imperfecto, pasando después a un nuevo período al que se le ha llamado eufemísticamente “clásico”, en el que los valores de la belleza formal y conceptual alcanzan lo que se considera su máxima expresión, para finalizar en un ulterior período de decadencia y dispersión, en ocasiones influidas por otros parámetros culturales.

Gracias a esta visión de las cualidades del arte es que los museos surgieron primero en Europa y después en otras regiones que se vieron abarcadas por su cultura. En esos museos se conservan primordialmente las obras del arte europeo y sus sucedáneos y, salvo raras excepciones, no encontramos arte de otras culturas. Este arte está reservado para los museos de antropología o de arqueología. Todavía hoy estamos de tal manera influidos por estas concepciones que la mayor parte de las instituciones culturales no invierten en colecciones de arte que no sea occidental, tan solo una que otra expresión foránea que se ha colado, como es el caso de la pintura y los grabados japoneses entre otras.

La contemporaneidad ha superado esta visión, tanto en lo relativo a belleza, mímesis y canon, como en lo que se refiere a la categoría de clásico o no clásico. Por cierto, hay que diferenciar entre lo que es “clásico” y lo que es “clasicista”, ya que el primero es un término relacionado con valores intrínsecos del objeto en sí y el segundo está relacionado con una apropiación de tales premisas. Para algunos, el problema esencial es acerca de la verdadera naturaleza del arte, que a fin de cuentas y como se señaló antes, es un producto de la cultura occidental y sus valores. Sea como fuere, para nosotros el problema consiste en la clasificación y su inmovilidad. En este sentido, una posición acorde con los aportes que hoy se han hecho al mundo del arte por parte de otras disciplinas como la antropología, la sociología y la psicología, nos ha motivado a ampliar notablemente los términos de las definiciones, que ya no se sostienen únicamente desde el punto de vista de una estética (belleza), sino además de una expresión, una simbología, una sociedad y al final en una cultura que está cambiando constantemente. Querer imponer una definición o una clasificación implica constreñir las expresiones a un modelo preestablecido. Es como si hoy día se asegurara por parte de los físicos que sólo la teoría de Newton es válida y universal para toda la física, dejando de lado las evidencias y aportes de la física relativista y la cuántica, las cuales son incuestionables y contradicen en parte o en mucho lo que Newton afirmó en su momento.

Por eso es que hoy presentamos un ejemplo de esa expresión que de acuerdo a los cánones no ha sido considerada como arte, sino como evidencia cultural: una máscara de Gabón, del África occidental. Tradicionalmente, las máscaras de las culturas africanas han tenido un uso ritual y han sido fabricadas por especialistas dentro de las comunidades en las que se utilizan durante los ritos que nosotros denominamos religiosos y mágicos. La máscara adquiere en general el papel del alter ego de la persona que la porta, o bien el papel del ente en el que se transfigura el que realiza el ritual y el que lo protagoniza. Como el significado de arte no está presente en estas culturas, no se puede categorizar según este término al objeto en sí, ni descontextualizarlo de su medio cultural. No se puede considerar tampoco como “bello” o su antónimo, a menos que su connotación esté relacionada con ciertas cualidades de percepción, para lo cual debe tener la suficiente adecuación como para que permita impresionar al espectador. ¿Podríamos colocar este objeto en un museo de arte? Sí, si consideramos a este objeto como objeto artístico ya que le otorgamos determinados valores que, de acuerdo a nuestra cultura, le permiten acceder a ese medio.

Muchas de estas máscaras africanas impresionaron notablemente a los artistas de las vanguardias cuando empezaron a ser expuestas en Europa a finales del siglo XIX y principios del XX. En general, los artistas se dejaron seducir por sus cualidades geométricas, su síntesis, su abstracción y su expresividad, dando pie a implementar estos elementos en sus propias obras, con las cuales nació la modernidad en el arte.


Richard Serra, Vortex. Acero corten, 2002

Julián González Gómez

Richard Serra, Vortex, 2002El espacio lo es todo, aunque solo sea ilusorio. Richard Serra es un escultor que trabaja con el espacio mediante su delimitación parcial, dejándolo siempre escapar (o también entrar) por arriba, o por donde los planos delimitantes se acaban. Su arte, de un minimalismo elemental, ha sido alabado y criticado por igual. Esto último sobre todo por gente que seguramente no es capaz de captar la poética de una curva sutil, o poniéndonos más académicos: de la dialéctica entre el sólido y el vacío, que en el fondo es la esencia de la escultura.

Para los ingenuos y también para los pretensiosos definidores que constriñen las fronteras del arte, la escultura se limita a la presentación de los volúmenes contrapuestos al espacio vacío, un concepto que era muy caro para los academicistas. Lo que nunca pudieron aceptar es que ya desde el siglo XVII algunos escultores como Bernini conquistaron el espacio vacío al hacerlo evolucionar e interactuar con los sólidos, en una especie de danza espacial en la cual ambos elementos contrapuestos conforman una totalidad expresiva. No hay más que ver la magnífica escultura del Éxtasis de Santa Teresa o el David realizados por este gran artista para comprender cómo sólido y vacío interactúan por igual en esta concepción espacial que se liberó de la costumbre de las figuras de bulto, que eran la normativa en el arte desde los tiempos antiguos.

El neoclasicismo volvió a la fórmula tradicional, dejando de lado la interactuación entre sólido y vacío, negando además otra característica que es intrínseca a este tipo de expresión: la tetradimensionalidad, es decir, la cualidad del tiempo en conexión con el espacio que produce un recorrido que se va efectuando para captar la obra de arte, algo que algunos pintores del renacimiento como Signorelli ya habían intuido. El recorrido es también una de las claves del barroco, por ello el espacio del siglo XVII y la mitad del XVIII es prominentemente dinámico. No fue hasta los primeros años del siglo XX, en plena eclosión de las vanguardias, cuando la interactuación entre espacio vacío y espacio sólido volvió a estar presente en la escultura y esto se debe sobre todo a un artista que se llamó Constantin Brancussi.

Richard Serra ha trabajado con la fórmula que Brancussi redescubrió, pero la ha llevado a un nuevo rumbo por medio de la presencia del plano, que niega completamente el volumen. El plano, como hemos dicho antes, delimita el espacio, pero también se constituye como barrera visual que delimita y dirige las líneas de tensión del conjunto y además carece virtualmente de profundidad, es como una hoja y en cierto modo esta característica permite su desmaterialización. Mucho de esto se puede encontrar en la arquitectura racionalista de la década de los años 20 del siglo pasado, sobre todo en las obras de Le Corbusier y Mies Van der Rohe. Pero los planos de Serra, a diferencia de los planos de aquellos, obedecen a una tectónica en la cual la curva juega un papel esencial. Los planos de Serra se disponen sobre el terreno sosteniéndose a sí mismos, sin necesidad de ser cimentados o de acoplarles una estructura para mantener su estabilidad. Serra es escultor, no arquitecto y por ello le es permitido liberarse del yugo de la gravedad. Sus planos curvados y sin grosor son etéreos y parecen flotar, a pesar de estar hechos con un material de gran peso como es el acero. Esta es una poética de la contradicción, al igual que la del espacio lleno y vacío y de ella misma resulta su belleza.

Las esculturas de Serra suelen ser de grandes dimensiones, pues su propósito es intervenir en un espacio amplio y mejor si es un espacio abierto que es recorrido por las personas. Así encontramos las obras de Serra preferentemente en plazas y avenidas, las cuales estudia cuidadosamente para su intervención. Luego instala las partes de su obra y permite que las personas la recorran por dentro y por fuera. En este aspecto Serra se muestra completamente contemporáneo, si bien no sigue las fórmulas que han establecido otros artistas de la intervención, sobre todo en lo que respecta a la vida de la obra. Las intervenciones de Serra no son efímeras como las de Christo o los artistas del Land Art, sino que pretenden perdurar y modificar definitivamente el espacio, sin determinar el tiempo que esta intervención perdure. Por ello ha tenido problemas varias veces, ya que ha habido gente que ha protestado porque sus esculturas “interrumpen el paso” en los lugares públicos donde se han instalado y en algunas ocasiones han sido desmontadas, no sin la protesta vehemente del artista que alega que están hechas especialmente para el espacio donde se instaló y no para otro. Como surgen del suelo y no están montadas sobre pedestales, seguramente los ignorantes de siempre no entienden que esto es arte. La pieza que aquí se presenta, llamada Vortex (Vórtice) está expuesta en las afueras del Museo de Arte de Fort Worth, Texas y fue expresamente realizada por el artista para ser emplazada en ese lugar.

Richard Serra nació en San Francisco, California, en 1939. Su padre era mallorquín y su madre, rusa. Estudió Literatura en la Universidad de California en Berkeley, justo en la época en la que estaban en su apogeo los beatniks, lo que desembocaría pocos años más tarde en el movimiento hippie que surgió precisamente en ese lugar. Durante esta época, Serra trabajaba a tiempo parcial en una acería, lo que le permitió conocer el manejo de grandes piezas de acero y su montaje. Más dispuesto para el arte que para las letras, se marchó en 1961 a la Universidad de Yale para formarse como artista.

Sus primeros trabajos estaban enmarcados en el movimiento que por entonces estaba en su mayor vigencia: el minimalismo. Siempre afín a los metales, por esta época trabajaba con plomo derretido, que dejaba caer al piso o lo arrojaba a las paredes. No conforme con los principios fríos y secos del minimalismo, descubrió en un viaje a París las esculturas de Brancussi y pronto se vio influenciado por el purismo de sus formas. Encontró el apoyo del importante galerista Leo Castelli, que lo ayudó a dar el salto definitivo para expresarse por medio de las láminas de acero con corrosión en el exterior. Durante todos estos años se ha dedicado a realizar estas esculturas de grandes dimensiones, sobre todo para sitios públicos, como se mencionó antes. Hay que decir que muchas ciudades se pelean por el privilegio de contar con una de las esculturas de Serra en alguna de sus plazas.

La poética de Serra es intemporal y afortunadamente se ha librado de los caprichos de las modas efímeras, los arrebatos provocativos y los entresijos de la sociedad del espectáculo que tanto han comprometido las expresiones artísticas en los últimos años, permaneciendo como un sereno referente del arte contemporáneo en su mejor vertiente.


Michelangelo Merisi da Caravaggio, «El santo entierro». Óleo sobre tela, 1604

Julián González Gómez

Caravaggio el Santo Entierro 1604Esta semana tengo de nuevo la responsabilidad de presentar una obra de arte de uno de los más grandes pintores de todas las épocas y ha sido bastante difícil seleccionar una pintura de entre todas sus obras maestras. Este espacio es muy breve como para esbozar una imagen integral de Caravaggio y su supremo arte, ya que merecería un comentario mucho más extenso y profundo, pero se procurará reseñar algunos de sus atributos más importantes.

En principio, habría que decir que Caravaggio revolucionó la manera en que los pintores se expresaban desde el Renacimiento, dejando atrás la estricta dictadura de la perspectiva, los juegos de colores matizados y las rimbombantes representaciones alegóricas de los pintores manieristas. A la perspectiva opuso la luz y la sombra, a los colores matizados los fuertes contrastes cromáticos y a las representaciones alegóricas e idealizadas el realismo más patente. No transigió con el arte que en su tiempo estaba de moda y sin embargo, logró triunfar gracias a su genio. Tuvo una vida aventurera y sinnúmero de problemas personales, incluyendo graves problemas con la ley y aun así pudo seguir pintando para gloria del arte.

Se le puede considerar el primer pintor barroco, al que aportó una de sus manifestaciones más impresionantes y profundas: el tenebrismo. Este nombre responde a los fuertes contrastes de luces y sombras, donde éstas últimas, combinadas con las zonas de penumbra que son su consecuencia, invaden grandes porciones del plano de representación, haciendo que los positivos y negativos alcancen nuevos valores que son muy marcados. La penumbra es el gran protagonista del tenebrismo, ya que ensalza la profundidad de los fondos, proyectando las figuras más iluminadas hacia el frente, sin necesidad que medie la perspectiva para establecer su valor espacial. La influencia del tenebrismo de Caravaggio se extendió por toda Europa durante los siglos XVII y XVIII.

Pero Caravaggio no sólo fue el primer pintor tenebrista, sino que además hizo alarde de un realismo como no se había visto desde los tiempos de la pintura del gótico tardío de Flandes. Su realismo no admitía concesiones y procuraba representar exactamente aquello que sus ojos captaban. El caso es que, en general, en la pintura italiana del siglo XVI, lo que se intentaba representar no era estrictamente la realidad, sino un mundo poético e idealizado en el cual la belleza formal ocupaba el sitial de honor. Aquello que no se consideraba bello simplemente no se representaba, o bien se acentuaban sus características más repelentes para acentuar por contraste la belleza, como ocurría con algunos pintores venecianos y romanos. Caravaggio pintó el mundo real con todos sus detalles, a veces ensalzados por los fuertes contrastes. Sus modelos eran personajes de los bajos fondos, que eran los que solía visitar y era capaz de escoger como modelo a un mendigo harapiento para encarnar a un santo y así lo pintaba tal cual, sin ocultar sus rasgos groseros o la suciedad de sus pies. Esto le ganó numerosos enemigos, quienes criticaban que pintase a personajes considerados bajos para representar a los modelos de virtud cristiana. Se dice que cuando pintó la Muerte de la Virgen escogió como modelo el cadáver de una prostituta que había aparecido flotando en las aguas del Tíber, lo cual provocó un gran escándalo en la corte romana que rechazó su cuadro.

En cierto sentido, el realismo de Caravaggio nos recuerda la vieja discusión sobre la naturaleza de la belleza y si ésta se encuentra en la representación en sí o en los ojos del observador que la contempla. Esto es una dialéctica entre la normativa objetiva, que pretende establecer, entre otras cosas, las reglas para que algo sea bello y la visión subjetiva, que insiste en que la belleza es una cualidad relativa al contexto y el observador. Sin entrar a discutir estos puntos, se puede afirmar que la mayor parte de las pinturas de Caravaggio fueron criticadas en abundancia por aquellos que se consideraban los paladines y expertos sobre la belleza en el arte y aun así, se instalaron en iglesias y palacios donde fueron y son todavía admiradas. De los pomposos portadores de la verdad absoluta y la pureza estética ya nadie se acuerda; el gran arte está más allá de esas discusiones.

La vida de Caravaggio fue muy variada y llena de acontecimientos dramáticos. Nació en 1571 en Milán y fue bautizado con el nombre de Michelangelo Merisi. Su familia se instaló posteriormente en el pueblo cercano de Caravaggio, de donde le viene el sobrenombre. A los trece años entró a trabajar como aprendiz del pintor lombardo Simone Peterzano, quien había sido discípulo de Tiziano. Tras su formación inicial realizó un viaje a Venecia y posteriormente, en 1592, viajó a Roma para buscar fortuna. Extremadamente pobre, se ganaba la vida pintando bodegones en el taller de Giuseppe Cesari, pintor de cámara del entonces Papa Clemente VIII. Un tiempo después abandonó este taller y empezó a pintar por su cuenta, tratando poco a poco de abrirse camino, pues seguramente estaba consciente de su valía como pintor. Por medio de algunas relaciones sociales logró que sus cuadros fueran contemplados por el Cardenal Francesco María Del Monte, quien lo acogió dentro de su círculo, para el cual pintó numerosos cuadros. La mayor parte de los encargos que recibía eran de cuadros religiosos, muy importantes para la Roma contrarreformista de ese entonces. Sus obras llamaron la atención de la nobleza romana, que no sabía qué decir ante estas fulgurantes muestras de claroscuro y dramatismo, que igual eran admiradas y criticadas. Gracias a varios encargos importantes para algunas iglesias se hizo de renombre en Roma, no sin antes verse en la necesidad de retocar algunas figuras de sus cuadros, que fueron consideradas vulgares en exceso.

A pesar de los triunfos que estaba empezando a cosechar, su vida transcurría en las tabernas y garitos de las cercanías del Tíber. Era enfermizo, bebedor y pendenciero, lo cual le atrajo muchos problemas con gentes de muy diversa índole; incluso fue acusado de sodomía, lo cual le granjeó muy mala fama. Sus riñas en las tabernas eran constantes y solo sus mecenas le podían proteger contra los cargos que iba acumulando. Una noche, en mayo de 1606, mató a un hombre en una taberna y con una orden de aprensión en su contra huyó a Nápoles, donde creía que la justicia romana no lo alcanzaría. En esta ciudad vivió un período de gran esplendor en su arte, convirtiéndose en poco tiempo en el pintor más importante de la localidad, protegido por la familia de los Colonna. Pero Caravaggio finalmente no se sintió a salvo en esta ciudad y volvió a huir, esta vez a un lugar mucho más lejano: la isla de Malta.

En Malta pronto estableció relaciones con la orden de los caballeros hospitalarios, que tenían su más importante bastión en esta isla. Realizó allí un notable retrato del Gran Maestre, así como de otros miembros de la orden. Pero su vida de pendenciero le hizo inmiscuirse en una riña en la cual hirió a un caballero de gravedad, por lo cual fue expulsado. Entonces se estableció en Sicilia, donde su trabajo fue muy bien pagado, pero agobiado por su persecución decidió regresar de nuevo a Nápoles, desde donde pidió el perdón al nuevo papa de Roma, el cual se lo concedió posteriormente. Mientras esperaba la respuesta papal, fue nuevamente protagonista de un suceso oscuro y fue herido en el rostro, sin saber exactamente si fue en una riña o en un atentado. Esta última fase de su vida no está muy clara, ya que parece ser que logró embarcarse para Roma en 1610, pero el barco lo dejó en la pequeña población costera de Porto Ércole, donde murió a los 39 años.

Esta obra, llamada El Santo Entierro, fue pintada por Caravaggio durante su estancia en Roma, en los años donde se estaba gestando su fama en la ciudad. Además de ser una soberbia muestra del tenebrismo de este artista, la composición prefigura espacialmente las obras del barroco por medio de sus diagonales muy marcadas y la “cascada” que forman las figuras, que se van deslizando por una gran curva que domina la estructura del cuadro.


Kazimir Malévich, «Suprematismo: blanco sobre blanco». Óleo sobre tela, 1918.

Julián González Gómez

Malevich_Blanco_sobre_blancoYa se sabe que muchos dirán que este tipo de expresión no puede ser arte, que no hay aquí nada de virtuosismo o siquiera algo de técnica, que no representa nada, etc. Esto es lo que se espera cuando nos encontramos con una obra de la que se ha despojado de todo aquello que el autor consideró superfluo y ha dejado solo aquello que es lo más esencial y por lo mismo lo más abstracto. Es abstracción pura y dura y hoy, a casi cien años de que fue pintado, este cuadro todavía desata polémicas entre sus partidarios y sus detractores.

Pero para Kazimir Malévich no fue un proceso fácil el que le llevó a conseguir esta síntesis; no es sencillo despojarse de todo y eliminarlo de lo visible para llegar a lo que es más evidente ante la desnudez: aquello que es totalmente fundamental. Lo fundamental es imprescindible, sin ello no hay esencia ni presencia, sin su evidencia única no hay fundamento, substancia o cualidad alguna. Malévich llamó a esta forma de representar lo esencial “suprematismo”, que es lo mismo que decir la supremacía de la nada o tal vez la apoteosis del vacío. El suprematismo buscaba, a través de la representación de las figuras geométricas puras, encontrar esa finísima frontera que existe entre la realidad fenoménica que es representable y la no-realidad de la esencia. En cierta forma este planteamiento nos remite a Platón y su dualismo entre el mundo ideal y el sensible: las ideas puras no son representables más que de forma imperfecta, porque la perfección es un atributo que no existe en nuestro universo sensible y mensurable y solo puede existir en el mundo de las ideas.

Para aquellos que no compartan esta concepción dual del cosmos, estos postulados no son válidos y se podría argumentar que Malévich estaba equivocado, ya que toda representación, por muy pura que pretenda ser, es una representación de la realidad, inclusive ella misma constituye una realidad en sí misma. No podemos saber si Malévich creyó encontrar la respuesta a estas preguntas, pero sí podemos conocer cómo llegó a esta síntesis total, que tuvo que afrontar junto con todas las consecuencias que traía consigo.

Malévich llegó al suprematismo a través de quitar, de substraer en vez de agregar. Creía que sólo a través de este proceso, que se podría llamar “de limpieza” se podía llegar a lo más esencial y puro, a aquello en lo cual nada sobra y nada falta porque está ya pleno y completo. Por otra parte, cada cosa que está plasmada en la superficie pintada es en sí algo que ya tiene su propia presencia y su esencia. Un cuadrado es eso y nada más, no representa nada más que lo que es en sí, con todas sus cualidades y atributos, lo mismo podría decirse de un círculo o un rectángulo. En cuanto al color sucede lo mismo, ya que la gama de colores que empleaba se reducía a los colores más puros, sin mezclas y sin matices, empleando los colores primarios, secundarios y algunas veces un color terciario y las tonalidades de blanco y negro. Tampoco hay ninguna alusión a una profundidad o claroscuro, la tercera dimensión no existe en estas pinturas restringidas a una bidimensionalidad tal que, es cierto, a veces puede resultar agobiante y por lo mismo, profundamente perturbadora, como si detrás de ella existiera un genio oscuro. Para mí, Malévich es el pintor de la soledad.

Kazimir Malévich nació en Kiev, actualmente capital de Ucrania en 1878. Su padre trabajaba en la industria azucarera y la familia debía trasladarse repetidamente de lugar de residencia, por lo que la niñez de este artista se desenvolvió entre diversas provincias. Amante del campo, estudió para ser perito agrónomo en Járkov, para después trasladarse de nuevo a otra ciudad, esta vez Kursk. En esa época empezó a mostrar interés por el arte, sobre todo lo poco que se conocía en Rusia del arte europeo más moderno. Empezó a pintar escenas de la naturaleza con toques de impresionismo, pero con la intención de representarla lo más objetivamente posible. Durante un tiempo estudió pintura en la Academia de Kiev, que parece no haber satisfecho sus expectativas, por lo que unos años más tarde, en 1904, se trasladó a Moscú, donde se dedicó plenamente a pintar, mientras asimilaba las nuevas tendencias que se estaban abriendo paso en Europa Occidental. En esta época se ve influenciado por los postimpresionistas y luego por los paisajes de algunos fauvistas, especialmente Bonnard.

Pero Malévich tenía una personalidad extremista y apasionada y no fue ajeno a los movimientos sociales que perturbaron a Rusia en 1905, donde se involucró en el proceso revolucionario, tendencia que nunca abandonó. Cada vez más sintético, descubrió el cubismo y sus consecuencias y en conjunción con otros artistas que estaban por ese entonces creando nuevas tendencias y vanguardias como el rayonismo, empezó a desarrollar sus propios experimentos de formas y colores. El paso definitivo lo dio en 1915, cuando creó el suprematismo y se dio a conocer con una obra llamada Cuadrado negro sobre fondo blanco, que inauguró esta vanguardia esencialista y austera.

Rusia era por ese entonces un hervidero, tanto en lo político, como en lo artístico y Malévich estaba en el ojo del huracán. Realizó diversas exposiciones, no todas bien recibidas, al mismo tiempo que compartía sus experiencias con los artistas de otra vanguardia: el constructivismo, con quienes tuvo puntos de encuentro y profundas diferencias que lo llevaron a seguir su trayectoria en solitario. Como revolucionario, después del triunfo de los bolcheviques recibió diversos cargos en el mundo del arte y llegó, en lo que se refiere a su propia búsqueda, al extremo de la austeridad y la síntesis al pintar el Cuadrado blanco sobre fondo blanco. A partir de esta obra, Malévich consideró que ya había llegado al fin de su carrera como pintor y empezó a trabajar en otras disciplinas, siempre dentro del mundo del arte y del diseño, inclusive la arquitectura. Viajó a Europa Occidental en 1927, donde se relacionó con la Bauhaus de Alemania y con otros grupos vanguardistas. También se dedicó a la labor teórica y a la enseñanza, pero a partir de 1929 empezó a tener ciertas diferencias con el régimen, lo cual condujo a que le fuesen retiradas algunas de sus atribuciones.

Extrañamente, a partir de 1933 empezó a pintar de nuevo, pero esta vez su pintura no era abstracta, sino totalmente figurativa, como si hubiese querido volver a sus raíces. En esta época pintó su famoso autorretrato. Murió en 1936 y su memoria fue oficialmente borrada de las instancias oficiales. Sus obras no fueron expuestas en la Unión Soviética hasta 1962, pero las pinturas que dejó en Alemania durante su viaje de 1927 fueron atesoradas y preservadas de la persecución nazi, por lo que a partir del final de la Segunda Guerra Mundial fue conocido y apreciado fuera de las fronteras de su patria, que lo había olvidado.


O Aleijadinho, «El profeta Ezequiel». Esteatita, 1800.

Julián González Gómez

Aleijadinho Ezequiel  esteatitaO Aleijadinho fue un artista poco conocido fuera del ámbito brasileño hasta mucho después de su fallecimiento. En realidad fue ignorado por las grandes publicaciones de arte, al igual que muchos escultores e imagineros coloniales. Su nombre era Antônio Francisco Lisboa y era hijo de un arquitecto portugués y una esclava de raza africana llamada Isabel. Nació el 9 de agosto de 1730 en Vila Roca (Ouro Preto) y su formación artística estuvo en un principio dirigida por su padre, quien lo reconoció como su vástago, que era algo fuera de lo común en esa época.

De niño asistió a la escuela de los frailes de su localidad, donde se educó en las primeras letras y los números y en donde aprendió talla en madera y carpintería. Más adelante con su padre, Antônio Francisco aprendió los principios fundamentales de la arquitectura y la talla de la piedra. Con una sólida formación y un talento innegable, fue contratado en 1766 por la Orden Tercera de San Francisco para realizar el proyecto de la iglesia de San Francisco en Villa Rica, que es una de las joyas del barroco de Minas Gerais.

Tras la muerte de su padre, ocurrida en 1767, el joven arquitecto y escultor afrontó la construcción de la iglesia de San Juan de El Rey, obra que le produjo gran fama en la región, por lo cual empezó a recibir gran cantidad de encargos. Fue por entonces cuando decidió dedicarse exclusivamente a la escultura, dejando aparte su trabajo como arquitecto. Montó un importante taller en el que empezó a trabajar con varios ayudantes, e incluso compró varios esclavos para su servicio, señal inequívoca de que gozaba de gran prosperidad.

En esa época se convirtió en el escultor más importante de Minas Gerais y produjo gran cantidad de tallas de madera de una calidad que nunca se había visto hasta entonces. Sin embargo, el todavía joven Antônio Francisco empezó a llevar una vida bastante disoluta, en la cual dilapidó gran parte de sus bienes. Por ese entonces también nació su único hijo, que tuvo en una relación extramatrimonial. Se dice que por el año de 1777 empezó a ser aquejado por la enfermedad que lo atormentaría por el resto de su vida. No se sabe si contrajo lepra o sífilis, pero lo cierto es que sus miembros empezaron a atrofiarse y pronto ya no pudo caminar, dependiendo de sus esclavos para que lo trasladasen en sus espaldas en los trayectos locales. Algún tiempo después se le empezaron a deformar primero los pies y luego las manos, por lo cual ya no podía emplear los instrumentos que necesitaba para esculpir. Según la leyenda, padecía tan grandes dolores que se cortó algunos dedos de las manos y sus ayudantes tenían que atarle los cinceles y los martillos a los muñones para que pudiera seguir realizando su trabajo. Fue por ese entonces que la gente de la localidad lo empezó a llamar O Aleijadinho, que significa “el lisiadito”. La leyenda también cuenta que por su deformidad se recluyó en su casa y no permitía que la gente lo viera y, si le era necesario salir por algún motivo se cubría con una gran capa negra que ocultaba su cuerpo y su rostro.

Con todo, seguía siendo el artista más solicitado y su fama, junto a su leyenda, se difundió por todo Brasil. En 1796, O Aleijadinho fue contratado para el encargo que se considera su obra maestra: el camino de acceso y la escalinata del santuario del Bom Jesus de Matozinhos, en Congonhas do Campo. Se trata de un conjunto escultórico compuesto por las figuras de los doce Profetas, tallados en esteatita blanda (llamada en Brasil “piedra jabón”), y seis escenas de la Pasión de Cristo, realizadas entre 1800 y 1805 en madera policromada, que flanquean el acceso al Morro do Maranhâo.

Más adelante realizó diversos encargos, entre los que se cuentan el altar mayor de la Capilla de la Orden Tercera de Sarabá y diversas tallas para la iglesia de Vila Rica, trabajo por el cual no pudo cobrar, ya que fue estafado por un antiguo discípulo suyo. Deforme e incapaz de valerse por sí mismo, fue recogido por su nuera, quien lo tuvo a su cuidado hasta su muerte en 1814, dos años después de quedarse casi ciego.

La obra de O Aleijadinho ha sido caracterizada por los historiadores del arte como perteneciente al barroco, e incluso al rococó, lo cual, al menos en lo que se refiere a la cronología, es correcto. El barroco llegó a América con bastante retraso respecto a su auge en Europa y hacia fines del siglo XVIII era el estilo dominante, especialmente en Brasil, donde el sinuoso barroco portugués encontró una interpretación bastante peculiar. Minas Gerais era por ese entonces una región de mucha riqueza debido al auge de la minería aurífera y sus iglesias y palacios, por ejemplo en Ouro Preto, son de una magnificencia sin par. O Aleijadinho realizó la gama de sus expresivas esculturas en este ambiente de riqueza y abundancia, previo a los conflictos que poco tiempo después empezó a sufrir Brasil, ya entrado el siglo XIX.

O Aleijadinho ha sido considerado por algunos estudiosos como el máximo escultor barroco de la América colonial. Sus tallas en madera y esteatita son de una gran expresividad y patetismo, quizás como reflejo de sus propias dolencias. Los cuerpos están enflaquecidos y dejan ver los rastros de los tendones y huesos, pero están llenos de gran vigor; sus rostros están muchas veces contorsionados y tanto las manos como los pies son de gran tamaño y desproporción.

Esta escultura, que representa al profeta Ezequiel, es una de las doce esculturas que O Aleijadinho realizó para el santuario del Bom Jesus de Matozinhos. Ezequiel porta su libro de revelaciones en forma de pergamino, que sostiene con la mano izquierda. Por la postura, es evidente que está anunciando la destrucción de Jerusalén y además condena las prácticas idólatras de los judíos durante su cautiverio en Babilonia. El gesto es de gran fuerza y expresividad, aunque sus proporciones no son las de un héroe o gigante, en la más pura tradición del arte europeo. Este Ezequiel es un hombre como cualquier otro, sólo que ha sido bendecido por la palabra de Yahvé, lo cual lo hace más grande, ya que no está revestido de pose ni amaneramiento. O Aleijadinho nos brinda una visión más personal y tal vez hasta íntima de este profeta, que conduce nuestros pasos como un guía al avanzar en el sendero que lleva hasta el santuario, que representa la salvación y es el destino de aquellos que siguen su senda hasta el final.


Jan van Eyck, «El matrimonio Arnolfini». Óleo sobre tabla, 1434

Julián González Gómez

JAN-VAN-EYCK-RITRATTO-DEI-CONIUGI-ARNOLFINI-14342Jan van Eyck es una de las cimas del arte de todos los tiempos. Maestro consumado y creador principal de la escuela flamenca de pintura en el siglo XV, sus obras siguen causando admiración por su perfecta ejecución y su realismo que, aunque está impregnado del gótico, trasciende estilos y escuelas para afianzarse como una de las cimas del arte de la pintura. Van Eyck empleó el óleo para realizar su arte y se convirtió en un excepcional artífice con esta técnica. Utilizaba el óleo realizando veladuras; estas consisten en la superposición de varias capas de pigmento diluido con abundante aceite, logrando así efectos especiales de transparencia y un aumento de la intensidad de los colores. La clave está en aplicar una nueva veladura sobre la capa anterior, sin que esté todavía totalmente seca. Esta técnica requiere de gran paciencia y un meticuloso estudio previo referente a las capas que se van a aplicar sucesivamente, por lo que era necesario que en sus comienzos Van Eyck realizara sinfín de veladuras para así poder prever exactamente cuál sería el resultado final después de la aplicación. Luego, siendo ya un maestro, le sería mucho más fácil realizarlas, puesto que su experiencia le dictaba cuál sería el acabado final. Otro aspecto fundamental en su obra era la minuciosidad de los detalles que pintaba, probablemente como resultado de su formación como pintor miniaturista, una ocupación que empleaba en gran cantidad las capacidades de la mayor parte de artistas de Flandes y otras regiones aledañas por esas épocas. La minuciosidad de sus detalles es tal que, por ejemplo, en el cuadro que aquí se presenta, es posible observar en forma individual cada uno de los pelos del perro o de la capa de Arnolfini. Esto nos señala que Van Eyck pintó los pelos uno a uno con un delgadísimo pincel y en varias capas de veladuras. Su observación era aguda y no dejaba de examinar cada uno de los detalles de los elementos que se representarían en el cuadro y con esto quiero decir que no sólo los representaba minuciosamente en lo que se refiere a su dibujo, sino además a los efectos de color y claroscuro. Pero la pintura de Van Eyck es mucho más que la suma de sus partes. Aunque no desarrolló la perspectiva tal como lo hacían los artistas toscanos de su época como Masaccio o Donatello, su aproximación a este método de representación espacial no es menos convincente que la de aquellos. Van Eyck se adelantó más de sesenta años a la perspectiva aérea de Leonardo da Vinci, creando una serie de atmósferas acordes a cada plano mediante el método de las veladuras. No utilizó la perspectiva cónica, pero sí pudo ver que en una representación bidimensional de un espacio de tres dimensiones las líneas directrices de los objetos convergían en distintos puntos que se podían ubicar dentro o fuera del formato, logrando así el efecto de fuga que es característico de este tipo de representación. Quizás logró llegar a esta espacialidad utilizando una cámara oscura, la cual era conocida en Flandes desde hacía ya algún tiempo. Con frecuencia se ha mencionado que Jan van Eyck fue el creador de la escuela flamenca de pintura, que agrupó a pintores de la talla de Hugo van der Goes, Hans Memling o Roger van der Weiden. Su aporte fue fundamental para establecer las bases de esta escuela que se desarrolló en las últimas etapas del gótico y se adentró en lo que algunos han llamado el prerrenacimiento. Pero nosotros disentimos de utilizar esa clasificación, ya que somos de la idea que la escuela flamenca fue en realidad la fase terminal del gótico, ya que le debe a éste toda su ideología y su plástica y además esta escuela en realidad vino a influir notablemente en el arte del renacimiento italiano cuando algunas obras fueron llevadas a la península, causando gran revuelo y admiración entre los artistas, sobre todo entre los florentinos. No se conoce la fecha del nacimiento de Jan van Eyck, aunque sí el lugar donde vino al mundo: Maaseik, una población que estaba cerca de Maastricht. Provenía de una familia de artistas en la cual su hermano mayor Hubert empezó a destacar como gran pintor. Se sabe que ambos hermanos pintaron la obra que se considera la cima del arte flamenco de su época: el Políptico del Cordero Místico, para la catedral de San Bavón de Gante. De acuerdo a los registros de la época, el pintor principal de esta obra era Hubert y Jan aparecía como su ayudante, seguramente porque era el menor de los dos. Sin embargo Hubert murió en 1426, por lo que Jan se vio sumido en la inmensa tarea de continuar y concluir el Políptico, lo cual logró con gran éxito y esto le trajo merecida fama en Flandes, por lo que los encargos empezaron a llegar con profusión. A partir de 1429 se estableció en la ciudad de Brujas, que era por ese entonces un importante centro financiero y comercial. En esta ciudad se casó y al parecer tuvo dos hijas. Durante esos años también trabajó como pintor oficial de la corte de Felipe el bueno, duque de Borgoña. No consta en ningún registro conocido que Jan haya realizado alguna vez un viaje al extranjero, pero se presume que visitó Francia y que residió en Lille durante un tiempo, mientras fue pintor de la corte de Felipe de Borgoña. Algunos investigadores han asegurado que viajó por España, Portugal e Italia como emisario del duque, pero no se puede asegurar con certeza que viajó por esos países. Parece ser que a partir de 1435 y ya asentado definitivamente en Brujas, no abandonó esta ciudad, excepto para entregar algún encargo en las ciudades vecinas. Siendo el más respetado pintor de la ciudad, murió en 1441 y, según consta en algunos registros, se hizo el comentario de que la muerte lo sorprendió siendo aún joven. Fue enterrado en la iglesia de San Donaciano en Brujas. El matrimonio de los Arnolfini fue pintado por Van Eyck en 1434, en el cénit de su carrera. Se trata de un retrato del rico comerciante italiano Giovanni Arnolfini y su esposa. Arnolfini era el representante en Brujas de las más grandes casas comerciales italianas, incluyendo a los banqueros florentinos Médici, por lo que su entorno habitual era el de la gran burguesía de las ciudades flamencas y de ahí su estatus frente a la sociedad, mismo que lo impulsó a encargar su retrato y el de su esposa como elementos centrales del cuadro, cuando lo habitual era encargar un cuadro religioso y aparecer en el propio cuadro o en un panel lateral como donante. Arnolfini, circunspecto y altivo, está investido de sus mejores galas con una capa de armiño y un gran sombrero, mientras que su esposa aparece a su lado en una pose de sumisión. Ambos se han quitado el calzado y lo han dejado en el suelo, como señal de que se van a acostar en un momento. Algunos aseguran que la esposa está embarazada, pero en realidad el bulto que se ve sobre su vientre proviene del doblez del vestido y de su propio diseño. Supuestamente el matrimonio acaba de hacer los votos en esta habitación burguesa, con una ventana lateral que ilumina la escena y en donde se encuentra la cama en la cual se consumará el rito. En la pared posterior hay un espejo convexo en el cual se ve relejado el ambiente completo del cuarto, el matrimonio de espaldas y dos testigos, que son los que están suplantados en la vista por el observador. En esta misma pared está escrita la oración Johannes de Eyck fuit hic 1434 («Jan van Eyck estuvo aquí», 1434), por lo que se ha presumido que uno de los dos testigos que aparecen retratados en el espejo convexo es un retrato del propio Van Eyck. También se han publicado innumerables relatos en los que se asegura que el cuadro está lleno de simbologías y elementos esotéricos, pero esta posibilidad no es factible describirla aquí. Lo cierto es que esta obra, una de las más preciadas del arte del siglo XV, fue también una novedad en su tiempo al tener como tema principal un retrato matrimonial sin existir en el cuadro ningún elemento religioso, lo cual hace de él una de las primeras obras de arte totalmente profana.


Barnett Newman, «Vir, Heroicus, Sublimis». Óleo sobre tela, 1950

Julián González Gómez

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El título de esta obra alude a un hombre en la mejor época de su vida, siendo a la vez heroico y sublime. En efecto, el sustantivo Vir en latín significa un hombre adulto, un guerrero y de ahí los atributos que forman su unidad identificativa. Pero esta obra, al igual que su título, parece estar compuesta por tres partes y desde este punto de vista su lectura puede hacerse mediante un proceso en el cual se le puede atribuir a cada parte uno de los elementos del título; o bien se puede interpretar como una unidad, en la cual los tres conceptos pueden ser identificados con un ente único.

Estas lecturas, que pueden ser ambiguas, son el resultado de las líneas verticales que aparentemente están pintadas sobre el campo rojo de fondo. Las líneas verticales fueron una constante que siempre estuvo presente en las pinturas de Barnett Newman como elemento unificador, o bien como disociador, motivando una interpretación equívoca que desconcierta. Las líneas de los cuadros de este artista no son vectores, no van hacia ninguna dirección, ni la señalan; tampoco son elementos estructurales porque no se relacionan entre sí y por lo mismo no articulan el cuadro. Tampoco podría decirse que estas líneas son elementos totalmente protagonistas, a pesar de que en algunos cuadros ocupan todo el alto y ancho del campo. Entonces ¿qué son estas líneas en las obras de Barnett Newman? La respuesta siempre será ambigua como su misma presencia, ya que es el observador el único que puede darles un significado. Por ejemplo, en esta obra se pueden visualizar cinco delgadas líneas de izquierda a derecha de los colores amarillo pálido, blanco, negro, anaranjado y rosa, todas ubicadas sobre un campo rojo. Pero otra interpretación válida sería decir que además de las cinco líneas antes mencionadas hay otras seis de color rojo, aunque de diferente ancho.

¿Por qué nos tomamos la molestia de esclarecer el valor de unas cuantas líneas en un cuadro, si al final parecería que esto es irrelevante en relación con la lectura de una pintura abstracta? Porque en realidad no es irrelevante, ya que es en sí el tema. Barnett Newman era lo que podríamos llamar “un purista” en todo el sentido de la palabra; pretendía, como antes lo había hecho Malevich, reducir la pintura a sus elementos más esenciales. En este sentido, una línea es un trazo único y absoluto, es mucho más que un punto, porque el punto no tiene masa ni sentido más que en sí mismo, en cambio la línea constituye un todo articulado. Una línea puede ser un fundamento o una sucesión, un espacio real o virtual, una cosa que separa o une. Al utilizar sólo líneas verticales desvirtúa todo intento de establecer una composición espacial o una construcción para cuya interpretación el observador se ve en la necesidad de relacionar los distintos elementos para unificarlos en un todo coherente.

Es, por decirlo de otra manera, un fundamento con sentido llevado a su mínima expresión. Ese era el tema de Barnett Newman: el discurso exiguo, por ello se le considera el inmediato precursor del minimalismo.

Con esta manera de representar, Barnett Newman se adentró en el campo de las percepciones puras y la semiótica de las imágenes mucho más que otros artistas de su época, cuyas preocupaciones comunicativas iban por rumbos muy diferentes. Se ha asociado su pintura al expresionismo abstracto, especialmente a la variante llamada “Campos de color”, cuyo representante más conocido fue Mark Rothko, pero este último trabajó los campos de color con una técnica y una plástica totalmente diferentes, ya que su búsqueda estaba más relacionada, entre otros, con el misticismo y los estados emocionales. Barnett Newman se mostró mucho más escueto, sin discursos de fondo y en este sentido podríamos decir que era un materialista muy concreto. No era, para nada, un expresionista abstracto ya que estaba en el lado opuesto de la expresión y el automatismo de la ejecución. Sus cuadros eran largamente pensados antes de hacer cualquier trazo y la espontaneidad no tenía cabida en su método.

Las obras de Barnett Newman suelen ser de grandes dimensiones, abarcando todo el campo visual del observador. Los colores son siempre planos, pero vibrantes, con lo cual se crea entre el observador y la obra una especie de diálogo en el cual el cuadro aporta el mínimo de expresión discursiva y a la vez la máxima manifestación de percepción visual. Es como si el cuadro nos susurrara una única palabra al oído y de pronto se desata un relámpago que surca nuestra visión y nos asombra.

Barnett Newman, de verdadero nombre Baruch Newman nació en Nueva York en 1905 de padres judíos que habían emigrado desde Polonia. Comenzó sus estudios en la Asociación de Estudiantes de Arte en 1922 y después en el Colegio de Nueva York, en donde se graduó en 1927. Durante estos años trabajó en el negocio de su padre, que era la confección de ropa, pero la crisis de 1929 arruinó la empresa, por lo que Baruch se vio en la necesidad de impartir clases de arte para ganarse la vida. No fue un artista precoz y durante la década de 1930 no produjo casi nada, apenas unas cuantas pinturas de marcado carácter surrealista. Trabajó también como crítico de arte y escribió los catálogos para diversas exposiciones. Fue en el año de 1944 cuando por fin decidió dedicarse por entero a pintar, procurando dejar atrás toda su experiencia anterior para adentrarse en nuevos campos de experimentación. Su derrotero lo llevó a la pintura abstracta y dentro de ésta a la pintura de grandes superficies de color, en las que desde el principio aparecieron una o varias rayas verticales, las cuales fueron llamadas “cremalleras” por su autor, con un evidente deseo de expresar ambigüedad. Nunca abandonó esta forma de pintar, hasta los años finales de su vida, en los cuales se dedicó preferentemente a la escultura con piezas de acero y con el mismo enfoque escueto.

Como artista no ganó el reconocimiento pleno de la crítica y el público hasta los años finales de su vida. Durante la década de 1950 era considerado un excéntrico y su parca expresión contrastaba con la exuberancia de los pintores del expresionismo abstracto, por entonces en boga. En la década de 1960 empezó a ganar más adeptos, sobre todo por parte de los artistas que por ese entonces estaban iniciando el movimiento minimalista y algunos de los primeros artistas Pop. Murió de un infarto en 1970.


Ernest Barlach, «El regreso del hijo pródigo». Madera, 1916

Julián González Gómez

Ernst_Barlach_Das_Wiedersehen_1926_Mahagoni-1Este gran escultor tenía una sensibilidad próxima a la de los expresionistas alemanes del grupo “El Puente”, formado en Dresde alrededor de 1906, caracterizada entre otras cosas por una síntesis formal heredada de las expresiones plásticas del medioevo, las cuales están impregnadas de una fuerte carga emotiva que se revela a través de la expresión de los componentes y la totalidad.

Heredero del románico y el gótico alemán e inundado de una fuerte consciencia metafísica, sus esculturas estaban pensadas y realizadas para su apreciación en un entorno silencioso y místico, solo iluminado por la tenue y policromada luz de los vitrales. Con esto quiero decir que no es en un museo donde deben verse las obras de Barlach, sino en un templo. Era un hombre que trabajaba en el silencio del taller, microcosmos de la creación, como un émulo del alquimista, del iniciado que compartía los conocimientos herméticos que poseían los constructores. Manso, humilde y obediente de los designios celestiales, ciudadano respetable, maestro de su gremio y hombre de un tiempo pasado en el cual la fe, decididamente vivida como una gracia, se manifestaba en la gloria de las catedrales que pretendían rozar el cielo. Pero Barlach no era un escultor del siglo XIII o XIV trasladado a los tiempos modernos. Si bien estaba fuertemente influido por los aspectos religiosos de la vida y sus preocupaciones giraban en torno al papel trascendente del hombre como hijo de Dios, su plástica estaba profundamente impregnada del espíritu de la modernidad.

Ernest Barlach nació en Wedel, población cercana a Hamburgo en 1870, hijo de un médico de la localidad. Como la mayor parte de los artistas, ya desde pequeño mostró buenas aptitudes y talento para el quehacer al que se dedicaría más adelante. En la adolescencia entró a estudiar en la Escuela de Artes de Hamburgo y posteriormente, en 1891, ingresó a la Academia de Artes de Dresde. En 1895 viajó a París, donde se entusiasmó con el Art Nouveau, por ese entonces en boga en la capital francesa y donde también empezó a trabajar en la otra actividad que ocuparía su vida: la escritura. En 1901 regresó a su ciudad natal, donde trabajó como artista independiente y escribió sus primeros dramas teatrales. Trabajó también para un taller de alfarería en Mutz. Más adelante, la práctica de la alfarería la llevó a cabo en Höhr-Grenzhausen, bajo la tutela de Peter Behrens, arquitecto destacado y uno de los fundadores del Judgendstil, el equivalente alemán del Art Nouveau.

En 1906 viajó a Rusia en plan de estudios y de conocer sobre todo el medio rural de aquel país y su arte rural, que habría de influir después en su obra escultórica, sobre todo las tallas en madera. Un año después exhibió una escultura y dos terracotas en el Salón de Primavera de la Secesión de Berlín. Ese año conoce también a Paul Cassirer, quien sería su agente desde entonces. En 1909 emprendió un nuevo viaje, esta vez a Italia y se establece en Florencia. Desde esta época se dedicó definitivamente a la escultura, dejando de lado otros tipos de trabajo gráfico que lo habían ocupado anteriormente. Gracias a las relaciones que estableció a través de Cassirer, empezó a conocer los movimientos artísticos que por ese entonces se estaban abriendo paso en el esquema alemán y así fue dejando atrás su etapa en la Secesión y el Judgendstil para empezar un acercamiento al expresionismo, tendencia a la cual se adherirá definitivamente por el resto de su carrera, no sólo en su vertiente escultórica, sino también en los dramas teatrales que escribió.

Por fin se establece en 1910 en la ciudad de Güstrow, donde construye una casa y su taller. También por esta época culmina su primera obra de teatro: El día muerto. Partidario del nacionalismo alemán antes de la primera guerra mundial, se alista en el ejército en 1915, pero no será hasta 1917 cuando sea llamado a filas y participó en los hechos bélicos del frente occidental, de donde regresó desencantado y preso de un carácter atormentado que lo acompañará hasta el fin de sus días.

En Güstrow erigió en 1922 el memorial a las víctimas de la guerra, en el que se destacan las figuras de las madres que perdieron a sus hijos en el conflicto. Más adelante se le encargó la ejecución de diversos memoriales de la guerra en las ciudades de Kiel, Hamburgo y Magdeburgo. Como artista reconocido, realizó esculturas para diversas iglesias y monumentos funerarios en los siguientes años.

Con el advenimiento de los nazis al poder en Alemania, su figura es defenestrada y su arte condenado. Los monumentos que hizo para conmemorar los horrores de la guerra fueron desencajados de su lugar, e incluso algunos fueron destruidos. Se llegó al extremo de iniciar una campaña para su asesinato. Barlach se vio obligado a retirarse de su cargo honorífico en la Academia Prusiana de Bellas Artes y la totalidad de sus obras fueron retiradas de los museos alemanes. Quizás para aminorar en parte su estrepitosa caída, Barlach firmó junto a otros artistas, un documento llamado “Convocatoria de Artistas” en el cual reconocían su adhesión a las políticas del Partido Nacional Socialista, pero esta acción no tuvo el efecto deseado y finalmente fue defenestrado. Falleció en Rostock, cerca de Güstrow en 1938.

La guerra supuso para Barlach un desengaño y un descubrimiento del horror y el sufrimiento, pero a la vez un motivo trascendente en el cual explorar su oscura naturaleza y finalmente buscar la redención. La religiosidad de las esculturas de Barlach era directa y dotada de una simplicidad que hacía que pareciesen ingenuas, en similitud a las antiguas esculturas del románico. Por otra parte, su plástica rotunda y llana era producto no sólo del arte primitivo que había estudiado con vehemencia, sino también de su búsqueda de una expresión clara y fuertemente emotiva. Artista antibélico por antonomasia, fue perseguido por los nazis precisamente por esto mismo.

Esta pequeña pieza tallada en madera, que se llama “El regreso del hijo pródigo” aduce a este episodio del Nuevo Testamento y es una parábola de Jesús. Las dos figuras, rotundas y de una estilización sutil y simple, son la antítesis de toda monumentalidad pomposa y amanerada. El padre permanece erguido, marcado su rostro por la vida y la profunda pena de haber perdido a su hijo, parece absorto en sus pensamientos, hasta se diría que está distante. El hijo por el contrario, se inclina levemente cuando abraza al padre y en su rostro se puede ver un profundo anhelo de perdón por haber huido y malgastado los bienes que le dio el padre. Su expresión es de reclamo y a la vez de vergüenza. Las manos se aferran al otro en un gesto de profundo amor y en el caso de las manos del hijo, hay un gesto en ellas de súplica. Hay que observar también los pies de ambas figuras, los del padre parecen aferrarse a la tierra, mientras que los del hijo parecen empezar a elevarse, lo cual señala la ligereza que había cometido y de la cual todavía no se ha recuperado totalmente. La lectura de los pies del padre indica que es un hombre apegado a la tierra y a la vez fruto de esta, es como un roble que tiene en sus pies las raíces que lo ligan a su condición de grandiosidad, ganada por haber sido capaz de perdonar a su hijo.


Théodore Géricault, «La Balsa de la Medusa». Óleo sobre tela, 1819

Julián González Gómez

Gericault. The Raft of the Medusa. 1818-1819Algunas personas se han visto obligadas a vivir experiencias de extremo dramatismo y desesperación como les sucedió a los infortunados pasajeros de la fragata Medusa, perteneciente a la marina francesa, durante el viaje que realizaba de Francia a la colonia de Senegal, en la costa occidental de África en junio de 1816. Esta fragata dirigía un convoy de tres naves, con el propósito de transportar a Senegal a su nuevo gobernador, quien tomaría el cargo después de aceptar la devolución de este territorio a Francia, ya que había sido invadido por los ingleses durante las guerras napoleónicas. Junto al gobernador viajaban numerosos miembros oficiales de la misión, así como todo el personal de servicio que se establecería en la colonia y también algunos emigrantes con sus familias. En el buque iba además una tripulación de 160 marineros y oficiales, entre ellos su capitán: Hugues Duroy de Chaumereys, un noble con buenos contactos en la corte, pero que carecía de experiencia para esta labor.

Después de partir del puerto de Rochefort, el convoy se dirigió por el Atlántico hacia el sur, aprovechando los vientos favorables y el buen tiempo; su destino era el puerto de Saint-Louis, al que debía llegar después de unos quince días de travesía. Aprovechando un fuerte viento de popa, la Medusa se adelantó a las otras naves, dejando el convoy atrás y se lanzó a una carrera para tratar de ganar tiempo. Por la inexperiencia e incompetencia de de Chaumereys la nave se fue al garete y se desvió de la ruta, encallando en unos bancos de arena en la bahía de Arguin, en la costa de África Occidental, cerca de la actual Mauritania. Los esfuerzos por sacar a la fragata de este atolladero fueron infructuosos y no había tierra cercana en muchas millas a la redonda, por lo que se tomó la decisión de abandonar la nave e intentar llegar a tierra en los botes salvavidas. Pero había un grave problema, los botes eran insuficientes para todos los pasajeros y los miembros de la tripulación, que en total sumaban unas 400 personas y sólo cabían unas 250. Entonces de Chaumereys, junto con el gobernador designado Julien-Désiré Schmaltz tomaron la infausta decisión de embarcar en los botes únicamente a los miembros de la misión y los oficiales del barco, dejando a los demás, mediante amenazas y bayonetas, en los restos del buque.

La marinería que tuvo que quedarse, así como el personal de servicio y los emigrantes. Entonces tomaron la decisión de construir una balsa para navegar hasta tierra, que estaba a unos 60 kilómetros de distancia. Esta balsa, de precaria construcción, fue hecha con restos del buque y debía llevar a unos 146 hombres y una mujer a tierra; en los restos del barco se quedaron 17 marineros. La balsa se hizo a la mar y de inmediato se presentaron problemas muy serios, ya que su conformación era insuficiente para contener a tanta gente, por lo que muchos se vieron en la necesidad de aferrarse a las bordas y navegar con el cuerpo flotando en las aguas del océano. En la primera noche se suicidaron unos 20 hombres, la mayoría de los cuales navegaban de esta forma. No hubo orden ni concierto y nadie se hizo cargo de dirigir la operación, por lo que las rencillas derivaron en peleas abiertas y hasta en asesinatos cuando se acabaron las pocas provisiones y el agua potable. Esta situación llevó a la desesperación a la mayoría de los náufragos, los cuales, sedientos y hambrientos, mataron a sus compañeros más débiles, incluso hubo actos de canibalismo. Después de 13 días de inanición y muerte, únicamente quedaban 15 sobrevivientes, los cuales fueron rescatados por la nave Argus por casualidad, ya que nunca hubo un intento de rescate por parte de las autoridades francesas.

La noticia se conoció con prontitud en la metrópoli y causó la vergüenza pública de las autoridades, acusadas de indolencia y de haber entregado el comando de la nave a un inexperto, el cual se mostró además inhumano. El escándalo alcanzó incluso a la monarquía, recién instaurada después del período napoleónico, que no se quiso hacer responsable por las consecuencias. Este tema, que todavía unos años después estaba en boca de los franceses y era motivo de indignación, fue representado en 1819 por un joven pintor de gran talento llamado Théodore Géricault e inmediatamente le ganó el reconocimiento de la sociedad.

Géricault era nativo de Normandía ya que había nacido en Ruan en el año de 1791 en el seno de una familia acomodada de la burguesía de la ciudad. En su adolescencia entró a estudiar arte en los estudios de varios pintores de la localidad y a los veinte años fue aceptado en la Escuela de Bellas Artes de París, donde desarrolló su talento bajo la rígida disciplina de los seguidores de David y el neoclasicismo. Pero Géricault era un joven más afín al romanticismo, por lo que ya en sus primeros cuadros se puede ver la vena romántica que trata de expresarse no sólo a nivel de una paleta de colores vibrantes e intensos, sino también a través de una temática intensa y apasionada, muy lejos de la frialdad y corrección academicistas. Al no ganar el concurso del Premio de Roma viajó por su cuenta a Italia, donde entró en contacto con los maestros del renacimiento y el barroco, sobre todo Miguel Ángel y Rubens, que dejaron una importante huella en su plástica por el resto de su corta existencia.

Durante los siguientes años su temática giró en torno a temas cotidianos y retratos de locos y gente desesperada. Fue durante esta época que realizó el cuadro que aquí se presenta y que muestra de forma contundente la desesperación de los náufragos. Los temas heroicos estuvieron también presentes en su pintura, pero siempre retratados de manera apasionada. Aquejado de una dolorosa enfermedad de los huesos, Géricault tuvo que reducir el tiempo que dedicaba a su trabajo, hasta que finalmente murió en París a principios de enero de 1824, a los 33 años.

La Balsa de la Medusa es quizás su pintura más conocida y una de las más célebres del arte romántico francés. En ella se ve a los náufragos sumidos en la más absoluta desesperación, justo en el momento en el que descubren la silueta de la nave que los va a rescatar, el Argus. Así, mediante una lectura en diagonal, empezando desde abajo a la izquierda y llegando a la parte superior derecha se muestran los distintos grados de los estados psíquicos de los desgraciados balseros: desde la muerte, pasando por la desidia y la desesperación, hasta la esperanza y la alegría extrema, en una suerte de catálogo de expresiones de gran dramatismo, todas agrupadas por el genio del artista en una única obra. El colorido, al contrario que en la generalidad de su pintura, es aquí sombrío y casi monocromo, lo cual acentúa la emotividad de la escena, en un gesto eminentemente romántico. Podemos ver que el sol está saliendo de la parte central del cuadro sobre un cielo tormentoso y un mar embravecido, lo cual acentúa el gesto.

A pesar de su formación académica, Géricault no utiliza aquí las reglas de una estructura clásica, sino que las rompe, lo cual es más evidente en la inclinación de la pirámide central de figuras y su conformación a base de líneas curvas, lo cual está hecho a propósito para reforzar la impresión de inestabilidad de la balsa y sus ocupantes. Lo mismo cabe para las diversas diagonales que acompañan a la lectura y que van todas de izquierda a derecha en una continua ascensión. Delacroix, el pintor francés romántico de más fama y que perteneció a la generación siguiente a la de Géricault imitó este cuadro cuando pintó La Barca de Dante, cuadro que inició su exitosa y larga carrera, al contrario que Géricault, quien murió muy pronto y dejó una limitada obra.


José de Ribera, «El patizambo». Óleo sobre tela, 1642

Julián González Gómez

Jose_de_Ribera_El patizamboConocido también como El niño mendigo o El pie varo, este pasmoso retrato de un infante pordiosero da muestra del realismo de la pintura de José de Ribera, llamado por los italianos Lo Spagnoletto (el españolito). Esta veracidad no admite ninguna disculpa, es tremendamente patética y se expresa por sí misma, sin ambigüedades ni falsas promesas de redención. Este chico padece una condición infame: no sólo es tremendamente pobre y se ve obligado a mendigar, sino además tiene un grave defecto en su pie derecho, lo cual le obliga a caminar cojo.

¿Quiere impresionarnos Ribera con este retrato? Tal vez, pero a pesar de la tragedia que estamos contemplando no hay ni una pizca de auto-conmiseración, ni tampoco un dramatismo truculento y lacrimoso. Este niño nos sonríe y con ese gesto nos muestra que todavía no ha perdido la alegría de vivir; quisiéramos creer que no se le han acabado los argumentos para sostener con humor el pesar de su existencia. Al abrir los labios muestra sus dientes podridos, lo cual refuerza el patetismo de la representación.

Como mendigo que es, en su mano izquierda lleva un papel con la leyenda en latín “Da mihi elimo/sinam propter amorem dei”, que significa  “Dadme una limosna por el amor de Dios”, lo cual ha hecho pensar a algunos que era mudo, pero en realidad este papel con la leyenda era un requisito que las autoridades del Reino de Nápoles exigían portar a cualquier individuo que se dedicara a la mendicidad por las calles. La muleta está apoyada sobre su hombro izquierdo y con la mano derecha sujeta un sombrero, el cual se ha quitado para posar.

El escueto paisaje campestre y la luz matinal nos indican que este niño vive en las afueras de la ciudad, tal vez en una vivienda de campesinos y se dirige por un camino vecinal a Nápoles, donde se quedaría el día entero a mendigar por sus calles, o en una plaza pública.

La estructura del cuadro es muy sencilla y de fácil interpretación, ya que está dividido en tres zonas claramente definidas. La zona superior, delimitada por el brazo extendido y la muleta, representados mediante una diagonal, separa la cabeza del resto del cuerpo y le da dinamismo a la composición. La zona intermedia, con el cuerpo del niño, está trazada por una ondulante línea curva que se prolonga hasta la tercera zona, la inferior, en donde está el pie deforme, para salir después por el ángulo inferior izquierdo. Esta última zona está marcada por la línea ascendente del paisaje, pintado en colores pardos y rojizos que armonizan con el color de la vestidura. Toda la composición establece una direccionalidad que se dirige hacia el lado derecho de la escena, donde confluyen las líneas en un punto que está fuera del formato.

En conjunto, la representación resulta monumental, sobre todo porque el punto desde el que se ve la figura del niño es bastante bajo con respecto a su estatura y esto le procura una gran dignidad a la pose. Por su dinámica composición y su realismo, esta pintura pertenece claramente al período barroco, del cual José de Ribera es uno de sus más conocidos exponentes.

Bautizado con el nombre de José de Ribera y Cucó, este notable pintor nació en Játiva, en el levante español en 1591. Algunos investigadores creen que se inició como pintor en el taller de Francisco Ribalta, un destacado artista levantino, pero se sabe que muy joven se marchó a Italia, donde inició un periplo que lo llevó, entre otros destinos, a Milán, Parma y a Roma, donde se encontró con la pintura de los grandes maestros del barroco italiano. En esos tiempos Ribera absorbió de manera muy profunda el tenebrismo de Caravaggio, el cual marcará una profunda huella en su carrera.

Al cabo de un tiempo, en 1616, decidió establecerse en Nápoles, por esa época virreinato español y potencia comercial del mediterráneo con fuertes nexos con el este de España (Valencia y Cataluña). Poco tiempo después de vivir en Nápoles contrajo nupcias con la hija de un pintor: Giovanni Azzolini, por lo cual está claro que empezó a hacer contactos con los artistas del medio desde muy temprano. Pronto empezó a darse a conocer en la ciudad y su clientela, compuesta sobre todo por comerciantes españoles, fue en aumento. Se dice que el apodo de lo spagnoletto le fue dado a Ribera por ser de muy corta estatura.

En Nápoles trabajó en el grabado, con lo que se dio a conocer en Europa por la alta calidad de sus trabajos con este medio. Pero su principal actividad siempre fue la pintura, de la cual llegó a ser un consumado maestro. Gracias a los pedidos de los comerciantes españoles en un principio y después de las autoridades virreinales, las pinturas de Ribera llegaron en gran cantidad a España, donde fueron admiradas por los artistas que por entonces estaban en los inicios de su labor como Velázquez, que siempre admiró a Ribera e incluso lo visitó en Nápoles durante su primer viaje a Italia.

La obra de Ribera pasó por varias etapas, siendo la mayor parte de ellas influidas por el tenebrismo de Caravaggio, el cual se basaba en el fuerte contraste entre luces y sombras, dando a las figuras una tridimensionalidad enérgica y dramática, gracias a las luces que se proyectaban en diagonal sobre las formas. Como dibujante era un consumado maestro, lo cual prueban sus grabados y la exquisita calidad de sus líneas, ondulantes y expresivas, totalmente barrocas. Durante las últimas etapas de su carrera, Ribera se vio influido por la pintura veneciana y el clasicismo, tornando su paleta más luminosa y su pintura menos dramática y más monumental. A esta etapa pertenece la obra que aquí se presenta.

Murió en Nápoles en 1652 y sus restos fueron enterrados en la iglesia de Santa María del Parto.


William-Adolphe Bouguereau, «El rapto de Psique». Óleo sobre tela, 1895

 

Julián González Gómez

El rapto de PsiqueLos pintores academicistas suelen tener una técnica impecable, no así sus imitadores. Esto ha sido así porque la academia siempre procuró que sus miembros expusieran un alto nivel de perfección formal y su destreza debía pasar por largos períodos de prueba, antes que el artista fuese “consagrado” como tal. Los imitadores, en cambio, copian las destrezas de los maestros y así recrean una pintura o una escultura que pretende pasar por académica, cuando en realidad no es más que un burdo intento de un “querer ser”; moraleja: para ser un buen artista de la academia hay, ante todo, que dominar a la perfección la técnica de la expresión artística, o mejor dedicarse a otra cosa.

Si queremos ver el lado positivo del academicismo y de las llamadas Escuelas de Bellas Artes, podemos afirmar que estas entidades velaban porque el bien hacer fuese siempre la principal premisa y también el más importante fin del arte. Gracias a las enseñanzas y a la dura disciplina de la academia muchos artistas lograron una alta calidad en la ejecución de sus obras que hoy todavía se admiran en los numerosos museos que las exponen con legítimo orgullo. Esta vigilia no solo se limitaba a la enseñanza de las materias del arte, sino además se extendía a la carrera profesional del artista que egresaba de sus escuelas y luego pasaba a formar parte del cuerpo selecto de académicos. No cabe duda de que las Academias y las escuelas de Bellas Artes han hecho un aporte capital en bien de la disciplina y perfección artísticas.

Pero también podemos apuntar aquí el lado que podríamos llamar oscuro del academicismo y es que, desde el punto de vista histórico, las academias han sido instrumentos de poder y dominación dogmática del quehacer artístico. Para empezar, los miembros de las academias se procuraron, con el aval de las autoridades de turno, la prerrogativa de definir qué era arte y qué no lo era. Este punto siempre ha sido materia de debates, ya que muchas de las más grandes obras, que a todas luces se pueden considerar como obras de arte, producidas a lo largo de los años en que las academias estuvieron vigentes, no cumplían con los requerimientos que éstas imponían como condición para adjudicarles tal categoría. Como ejemplo podemos citar, entre otros, muchas de las pinturas de Goya, o de Gainsborough, Watteau, o del mismo Fragonard. En otras palabras y a la luz de la historia, los académicos se convirtieron en dictadores del gusto artístico y se dedicaron a condenar con vehemencia cualquier disidencia a sus normas, impidiendo la libre creatividad del artista y coartando su capacidad de experimentar para llevar las fronteras del arte más allá de lo establecido. Esto es natural, ya que la academia siempre ha sido conservadora por su misma esencia continuista. Ni siquiera las luces de la ilustración pudieron aportar un espíritu más libre y experimental al academicismo, que por cierto en esta época se volvió aún más conservador.

Por otra parte, el arte académico ha sido también instrumento de control y propaganda, tanto del absolutismo de los siglos XVII, XVIII y XIX, como en el siglo XX y hasta la actualidad del totalitarismo. A través de las academias se fijaban las políticas de control del arte para evitar disidencias o franca subversión. Es notorio el papel que el arte académico jugó en el régimen nazi de Alemania, con el neoclasicismo pomposo de Arno Brecker y Albert Speer. También es notorio el papel del arte académico en el llamado “Realismo Socialista” que regímenes totalitarios como los de Stalin, Mao y sus sucesores impulsaron como arte oficial.

Hoy por hoy, el arte académico tiene su cabida, como una alternativa más en el mundo del arte y gracias a que el dogmatismo ha sido dejado de lado, ha podido salir del anonimato en el que estuvo sumido por muchos años, sobre todo después de la segunda guerra mundial. Dentro del arte académico de la actualidad hay obras realistas, ligadas sobre todo a la temática del ser humano y su lugar en el mundo; o bien idealistas, estas últimas ligadas al neoclasicismo, que todavía está vigente en ciertos ambientes.

William-Adolphe Bouguereau era uno de los más famosos artistas del academicismo del siglo XIX en Francia. Con frecuencia se le ha asociado al llamado realismo burgués, ya que sus pinturas eran especialmente apreciadas en el ámbito de la burguesía urbana de la segunda mitad del siglo XIX; época en cuyos últimos años los impresionistas y los post impresionistas estaban desarrollando los nuevos derroteros del arte, a los cuales por supuesto Bourguereau y sus colegas nunca se unieron.

Nacido en La Rochelle, en el año de 1825 en una familia de clase media. Estudió en Burdeos y en la Escuela de Bellas Artes de París y fue becado a Italia por sus altas capacidades académicas, demostradas al ganar el Grand Prix de Rome, por lo que fue enviado a Italia y se alojó en la Villa Médici, cerca de Florencia. En 1876 Bourguereau fue elegido miembro de la Academia Francesa de Bellas Artes, cargo que le procuraba la fama y una enorme distinción artística y social. Cuando se fundó la Sociedad de Artistas Franceses, en 1881 fue elegido como el primer presidente de esta asociación en la rama de la pintura. A lo largo de sus últimos años recibió numerosas distinciones, entre ellas el grado de “Gran Oficial” de la Legión de Honor. Murió en su tierra natal en 1905, dejando como legado gran cantidad de pinturas de notable ejecución y maestría.

Bourguereau no ha sido muy bien tratado por algunos historiadores del arte, ya que han juzgado su obra pomposa, hipócrita, claramente reaccionaria y algunos hasta lo han llamado mediocre. En cierto modo se podrían compartir estos epítetos al juzgar su trayectoria como enemigo acérrimo de los pintores más progresistas, pero hay que considerar que su arte es un producto claramente influenciado por el contexto social en el que se desenvolvió. La burguesía decimonónica era victoriana, tradicionalista y conservadora; estaba llena de prejuicios, sobre todo acerca de todo aquello que significase una ruptura con lo establecido y Bourguereau complacía su gusto hipócrita y su doble moral. Pero esto no impide reconocer sus altas dotes como pintor y la impecable ejecución de sus obras.

Esta pintura describe el episodio mitológico del rapto de Psique, hija menor de un rey de Anatolia por Eros, también llamado Cupido. La historia dice que Venus, llena de celos por la belleza de Psique, le pide a su hijo Cupido que le lance una flecha para que caiga rendida de amor por el hombre más feo y ruin que encontrase, pero Cupido, ya muy cerca de Psique se flecha a si mismo accidentalmente y entonces se enamora de la bella joven, a quien rapta para llevársela consigo a su palacio.

En el cuadro, Psique se ve como una jovencita que acaba de desarrollar sus dotes femeninas y está llena de amor y entrega, viste una larga túnica que se extiende en vuelo hacia atrás, como una estela vaporosa. Lleva alas de mariposa, lo cual significa que con este rapto ha alcanzado la inmortalidad. Cupido es también muy joven, es un adolescente que encarna el amor juvenil, que suele ser decidido e idealista. Quizás lo más notable de la obra sea la magnífica armonía cromática entre los azules, púrpuras y dorados, que le dan un aire irreal y melancólico. Tal vez sea cursi y un poco amanerada, pero de todos modos es una pintura notable, de perfecta ejecución académica.


Civilización azteca, efigie de Coatlicue. Piedra, s. XV

Julián González Gómez

Coatlicue_Museo_Nacional_de_Antropologia

Cuando los frailes que acompañaban a Hernán Cortés en su conquista de México observaban imágenes como esta se horrorizaban sobremanera y juzgaban que era el mismo demonio el que había inspirado su ejecución. En verdad es una imagen impactante, muy alejada de los cánones de belleza y representación de la cultura occidental. Es la imagen de la diosa azteca patrona de la fertilidad, de la vida, la muerte y del renacimiento. Su nombre era Coatlicue, que quiere decir en lengua mexica “la que tiene falda de serpientes” y era venerada como la madre de los dioses.

El mito de Coatlicue dice que ella dio a luz al dios Huitzilopochtli después de que, al estar barriendo el piso sobre el cerro de Coatepec (el cerro de la serpiente), una pluma se le metiera en el vientre. Este mito explica que Coatlicue ya tenía otros cuatrocientos hijos antes de concebir a Huitzilopochtli y estos se sintieron ofendidos cuando su madre quedó así embarazada misteriosamente, por lo que decidieron matarla, instigados por la diosa Coyolxauhqui, que era también su hija. Pero Huitzilopochtli salió de la matriz en ese momento y venía armado, por lo que para defender a su madre mató a todos sus hermanos y los convirtió en las estrellas del firmamento. A su hermana Coyolxauhqui le cortó la cabeza y la arrojó al cielo y así se convirtió en la luna.

Huitzilopochtli era uno de los dos principales dioses del panteón azteca, el otro era Tezcatlipoca “Espejo humeante” y gobernaba sostenido por los múltiples sacrificios que se le debían hacer, especialmente los sacrificios humanos mediante la extracción del corazón todavía latiendo dentro del pecho de la víctima. Los sacrificados se podían contar por cientos en cada ocasión especial o cuando había una guerra, ya que Huitzilopochtli era también el dios de ésta. Estas prácticas nos señalan a una civilización guerrera, donde la vida y la muerte constituían las dos partes que conforman el todo. La muerte acompañaba a la vida como parte de esta y el significado dual de ambas se fundía en una sola idea que le daba forma al cosmos. Precisamente Coatlicue era la parte femenina de la dualidad, que también era la muerte y la tierra fértil. De esta forma, por medio de la muerte la tierra adquiere la fertilidad que es necesaria para el sostenimiento de la vida.

Esta imagen, que se encuentra en el Museo de Antropología y Arqueología de la ciudad de México fue encontrada a finales del siglo XVIII cuando se hacían trabajos de construcción en la plaza mayor de la ciudad. La leyenda dice que los trabajadores se asustaron tanto al verla que la volvieron a enterrar en otro lugar. Lo cierto es que permaneció durante muchos años fuera de la vista del público y solo hasta el siglo XIX fue expuesta por primera vez.

Generalmente se representaba a Coatlicue como una mujer que usaba una falda de serpientes y llevaba un collar con las manos y los corazones cortados de sus víctimas de sacrificio; sus pechos estaban caídos como símbolo de que ha sido fértil y ha amamantado a sus vástagos y en vez de manos y pies tenía garras afiladas. Debía ser una imagen que impusiese terror a los que iban a morir delante de ella, sobre todo porque estaba cubierta de la sangre de los sacrificios. En esta imagen la cabeza de la diosa está conformada por dos cabezas de serpiente que se encuentran una frente a la otra como símbolo de la dualidad. Sus cuerpos se enroscan a los lados formando los brazos y en la parte de atrás se puede ver al dios Tláloc sosteniendo dos cráneos. Por cierto que en esta efigie, en el collar de manos y corazones que lleva la diosa hay otro cráneo, pero este no tiene las cuencas vacías, sino muestra dos ojos, como si la imagen de la muerte estuviera viendo a aquel que va a ser sacrificado. Todo lo que está en ella parece amenazante.

Probablemente esta imagen presidía el templo de Coatlicue en la antigua ciudad de Tenochtitlán y estaba ubicado en la zona central, muy cerca del templo doble consagrado a Huitzilopochtli y a Tláloc, por lo que es una obra de la mayor importancia no solo dentro del contexto de la historia del arte de los aztecas, sino también dentro de su historia social y religiosa.

Como muestra del arte azteca es representativa de la sobriedad y esquematismo que caracterizaba a su escultura. La estilización de las serpientes que forman la cabeza es magnífica, así como los diseños de la piel de este animal, que forman un rico entramado en casi toda la figura. Los detalles anatómicos como los pechos caídos y las manos y corazones del collar están realizados con admirable precisión, aunque también son estilizados. Su plástica es rotunda y brutal, pero no es primitiva, al contrario, es producto de una sofisticada cultura que dominó las artes y las ciencias durante el postclásico, constituyendo junto a los incas la civilización más avanzada en América a la venida de los conquistadores. Prueba de esta sofisticación es que la talla está compuesta de acuerdo a los cánones de la proporción áurea.

Como diosa madre no tenía una imagen amorosa o plácida. La benevolencia de una diosa femenina como Coatlicue se manifestaba a través de la capacidad de la tierra de generar vida, que era al fin y al cabo un regalo para los pueblos precolombinos. Aquí la benevolencia no es una cualidad, sino un atributo y no es impuesta, sino natural. Por eso una imagen que parece terrorífica no señala directamente al miedo y el mal, sino a la propia naturaleza que no es ni buena ni mala, tan solo existe y tiene una presencia imponente.


José Clemente Orozco, «Prometeo». Mural, técnica mixta, 1930

Julián González Gómez

Orozco, PrometeoDe acuerdo con la mitología griega, Prometeo era un titán que engañó a Zeus al sacrificar un buey y partirlo en dos partes. En una de ellas guardó todas las vísceras y la carne; en la otra guardó los huesos, pero los cubrió de la grasa, que era muy apreciada. Le dio a escoger al padre de los dioses qué parte quería para sí mismo y este escogió la que tenía la grasa, al creerla más apetitosa, pero cuando se disponía a cocinarla se dio cuenta de que la grasa era sólo una capa que recubría los huesos. Desde entonces, los hombres quemaban los huesos para ofrecerlos en los sacrificios y se comían la carne. Zeus, enfurecido, les quitó el fuego a los hombres. Entonces Prometeo se propuso robarle el fuego, así que subió al monte Olimpo y lo cogió del carro de Helios o, según otra tradición, de la forja de Hefesto y se lo devolvió a los hombres, quienes así pudieron volver a calentarse.

La furia de Zeus hizo que decidiera vengarse de la humanidad y de Prometeo. Ordenó a Hefestos que hiciese una figura de arcilla de una mujer y entonces le infundió vida y la llamó Pandora. La mandó por medio de Hermes al hermano de Prometeo: Epimeteo, en cuya casa había una jarra, o según otros una caja, en la que se encontraban encerradas todas las desgracias. Prometeo advirtió a su hermano sobre el peligro de la presencia de Pandora en su casa, temiendo que fuese un truco del dios y este la rechazó. Entonces Zeus cogió de nuevo una gran ira por lo que Epimeteo, temeroso de su venganza, se casó con ella, con lo cual pudo acceder a la estancia donde estaba la caja y entonces la abrió. De esa forma se abatieron sobre la humanidad las plagas, las enfermedades, el crimen y todas las desgracias. Después Zeus llevó a Prometeo al Cáucaso y allí fue encadenado a una roca por Hefesto; entonces Zeus llevó un águila para que se comiera el hígado de Prometeo. Como el titán era inmortal, el hígado le crecía otra vez cada noche y el águila volvía a devorárselo cada mañana, así el suplicio se prolongó para siempre. Solo se libró del castigo del dios cuando Hércules lo liberó y entonces, agradecido, Prometeo le reveló el modo de obtener las manzanas de las Hespérides.

Prometeo, que se propuso lograr la redención de la humanidad, pagó con su suplicio la audacia de haber robado el fuego de los dioses. Sin el fuego, que en algunas culturas se identifica con el conocimiento,  los hombres estaban condenados a vivir en la oscuridad perpetua. De esta forma, el fuego viene a significar que el ser humano adquiere con él la razón y mediante ella, la liberación de la opresión impuesta por los dioses. Esta anécdota era especialmente apreciada por los ilustrados del siglo XVIII que veían ejemplificada en ella la emancipación del hombre del despotismo de la religión y las supersticiones por medio de la razón y el conocimiento. Pero estos ilustrados, ingenuos o entusiastas al fin, no quisieron ver la contraparte de esta historia, ya que la ira de Zeus propició el desencadenamiento de los males que azotan a la humanidad y así, la liberación estaba encadenada al dolor y el tormento. El conocimiento libera, es cierto, pero también nos hace conscientes de la arbitrariedad del mal y nos quedamos sin dioses a quienes cuestionar sobre el por qué de esto.

Como también sucede en la realidad, no todos los seres humanos reciben este preciado regalo con una actitud de alegría o por lo menos positiva. Muchos desconfían y los más permanecen indiferentes y son precisamente esas actitudes diversas de los seres humanos las que representó Orozco junto a Prometeo en este soberbio mural que se encuentra en el Frary Hall del Pomona College en Claremont, California y que pintó en 1930, durante su segunda estancia en Estados Unidos.

José Clemente Orozco, uno de los artistas más destacados de México, es uno de los tres grandes pilares del muralismo mexicano junto a Rivera y Siqueiros. Orozco era el más dotado artísticamente de los tres y también el menos comprometido con una facción política, aunque nunca se retrajo de expresar su solidaridad con los oprimidos, que son los protagonistas de la revolución mexicana y que él representó mejor y de forma más realista que sus compañeros, quizás porque fue el único que vivió en carne propia los estragos de la revolución.

Nacido en Zapotlán, Jalisco en 1883, su familia era relativamente próspera ya que poseían tierras en la región, aunque no eran campesinos, sino propietarios. Mostró dotes para el dibujo y estudió artes en la Academia de San Carlos y también matemáticas. Inició estudios para hacerse ingeniero agrónomo, pero los abandonó para dedicarse a su pasión, que era el arte, decidiendo consagrarse exclusivamente a la pintura desde 1909. Para mantenerse realizó diversos trabajos, incluso el de caricaturista en algunas publicaciones y en la ciudad de México se dedicó a pintar acuarelas de los barrios marginales de la ciudad, las cuales le acarrearon cierta notoriedad. Logró superar los difíciles primeros años de la revolución y en 1922 se unió a Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y otros artistas para iniciar el movimiento muralista mexicano, que en su programa incluía poner en práctica la difusión pública del arte, llevando con él un mensaje de ideología claramente izquierdista. Mucho se ha discutido acerca de la ambigüedad de Orozco en cuanto a su compromiso político, ya que no se mostró tan combativo como Rivera y sobre todo Siqueiros. A diferencia de ellos, Orozco nunca cayó en el mesianismo fácil, populista y demagógico que caracterizaban sus obras, cuya plástica estaba puesta al servicio de un programa político. En un ambiente de revolución e inquietud ningún artista se puede substraer como individuo sensible que es y así asume una postura, pero a Orozco parecía más preocuparle el dolor y la condición humana que la doctrina y esto es lo que primordialmente expresó en sus murales y obras de caballete.

Este movimiento asumió una plástica naturalista que era fácil de ser interpretada por las masas a las que estaba dirigido y nunca recurrió a los lenguajes de las vanguardias europeas que eran sus contemporáneas y mucho menos a la abstracción. Pero Orozco, sin abandonar el naturalismo, se muestra mucho más afín al expresionismo tardío de los años 20 en Europa, con sus figuras distorsionadas y fuertemente expresivas, de coloras vivos y crudos. Después de haber sido reconocido en su país y en todo el continente, murió en la ciudad de México en 1949.

Este mural expresa, por medio de una plástica expresionista, el momento en el que Prometeo le presenta el fuego a los seres humanos. Lo porta sobre su gigantesco cuerpo de Titán, como regalo preciado que ha robado a los dioses y éste ilumina a las diversas figuras que representan a la humanidad. La atmósfera es angustiosa y claustrofóbica, representando la opresión que estaban padeciendo los humanos y muestra también las diversas reacciones de éstos ante el presente de Prometeo. Algunos están aterrorizados, otros se muestran entusiastas, algunos más caen en un éxtasis y otros permanecen indiferentes y hasta ausentes, sin consciencia de lo trascendental del momento.

Con ello Orozco, antes que el mito, a través de esta escena expresa más bien la condición humana. Esto hace de este mural una obra universal y uno de los grandes temas que nos involucra a todos, ya que en cierta medida es la consciencia la que nos hace humanos y nos libera de la oscuridad.


El Lisitsky, Proun. Técnica mixta sobre tela, 1924

Julián González Gómez

 

lissitsky_Proun 1922La idea de que la originalidad de la obra de un artista es uno de los valores más importantes proviene del Romanticismo. Por supuesto desde tiempos antiguos ningún artista que tuviese el mínimo de pulcritud y honestidad, aunque fuere de poca valía, procuró engañar al público copiando la obra de otro y haciéndola pasar por propia. Pero ese postulado, que va unido al del carácter único e individual de una obra de arte fue cuestionado por los nuevos medios de reproducción creados a partir del siglo XIX. Hasta ese entonces, una obra pictórica solo había podido ser reproducida por medio del grabado, el cual requería el dominio y la ejecución de técnicas especiales y sus cualidades hacían diferir notablemente la reproducción del original. Pero con la fotografía y los nuevos procesos litográficos era posible, ya a partir de la década de 1870, reproducir con exactitud cualquier obra de un artista. Estas posibilidades se extendieron a diferentes campos de la creación y fue una de las bases primordiales del diseño moderno.

En estos medios del diseño, reproducción y difusión de la imagen se desenvolvió la mayor parte de la carrera de El Lisitsky, artista ruso de origen judío. Sus ideas artísticas lo llevaron a extender sus actividades al diseño gráfico, la ilustración de libros, la fotografía, la arquitectura y las mejoras de los procesos litográficos. Adherido a las vanguardias, primero al suprematismo y después al constructivismo, su obra extendió su influencia a la Bauhaus y al movimiento neoplasticista.

Nacido en Pochinok, cerca de la ciudad de Smolensko en 1890, creció en la comunidad judía de la región y realizó sus estudios en la ciudad de Vitebsk, actualmente en Bielorrusia. Mostró aptitudes para el dibujo y entró a estudiar esta disciplina con Yehuda Pen, un destacado artista de la localidad, quien le enseñó los principios de esta disciplina, para luego tratar de ingresar a la Academia de Arte de San Petersburgo, donde fue rechazado por su origen judío. Esto hizo que se trasladara a Alemania en 1909, donde estudió arquitectura en Darmstadt y desde este emplazamiento hizo varios viajes por Europa, donde entró en contacto con las vanguardias artísticas que por ese entonces daban sus primeros pasos, sobre todo el cubismo.

Al empezar la guerra en 1914 se vio obligado a regresar a Rusia y se matriculó en el Instituto Politécnico de Riga. Por esa época realizó diversas ilustraciones para libros infantiles en Yiddish, para luego pasar a ilustrar libros para adultos. Partidario del golpe de estado de los bolcheviques en 1917 y ya por ese entonces en contacto con Malevich y el suprematismo, Lisitsky pretendió ponerse al servicio del régimen para hacer entrar el diseño al servicio de la sociedad. Fue llamado por Marc Chagall a enseñar artes gráficas y diseño en la nueva Escuela de Arte del Pueblo en Vitebsk, junto a otros artistas, entre ellos Malevich. Para estas alturas, Lisitsky ya era un artista totalmente abstracto y en sus esquemas combinaba las características de la pintura suprematista y la arquitectura racionalista europea. Diseñó carteles en apoyo al bolchevismo en la guerra civil rusa y junto a Malevich sentó las bases de un arte que pretendía ser revolucionario.

Como pasa en tiempos de revueltas y en medio de una sociedad que está al borde del colapso, el movimiento artístico ruso sufrió una rotura y Lisitsky se alejó del suprematismo de Malevich para iniciar un nuevo periplo junto a otros artistas en el génesis de lo que posteriormente se conoció como el constructivismo ruso, un arte nuevo y abstracto que se ligó a los postulados del partido, desarrollando un arte afín a la causa revolucionaria. Por esa época eran muchos los artistas que bregaban tratando de sacar adelante a esta nueva sociedad, pero se toparon con problemas insolubles: burocratización y totalitarismo. Una cosa eran los postulados que los idealistas defendían, entre ellos muchos artistas, y otra cosa muy distinta era la realidad que el partido imponía, atenido únicamente a sus propios fines. Se ahogó sistemáticamente a toda oposición o disidencia, con lo cual se mostró la verdadera faz totalitaria del partido comunista. La diáspora de los artistas no se hizo esperar y se fueron de su país, para no regresar nunca más, algunos de los más prominentes artistas de la época como Kandinsky, Chagall, Gabo y Pevsner.

La postura de Lisitsky fue, para decirlo de una forma menos dura, tan sólo ambigua. Nunca renunció a su filiación comunista, pero igual se escapó del ahogamiento del régimen para establecerse por segunda vez en su vida en Alemania. Logró ser nombrado representante cultural de Rusia, un cargo tan sólo honorífico y se estableció en Berlín. Fue en esta época en donde entró en contacto con algunos de los artistas más sobresalientes de las múltiples vanguardias que estaban activas en Europa Occidental y desde donde su obra gráfica se destacó e influenció en las mismas. A través de su amigo Kurt Schwitters obtuvo encargos de ilustración de libros y carteles, al tiempo que conocía a Theo Van Doesburg y otros teóricos que publicaban las revistas De Stijl y Merz, iniciando un amplio movimiento que postulaba los principios de un arte internacional.

En 1925 se vio obligado a regresar a Moscú, seguramente a su pesar, pero desde entonces se dedicó a trabajar en los campos del diseño gráfico, la fotografía y la cinematografía. Pudo sortear las purgas de Stalin con éxito y hasta llegó a ser responsable del diseño de los pabellones soviéticos en las ferias internacionales. Murió en 1941 de tuberculosis, enfermedad que lo aquejó desde joven y que finalmente acabó con él.

La serie llamada Proun, nombre inventado por Lisistsky que no tiene aparentemente ningún sentido, es una colección de obras pictóricas y gráficas abstractas, producto de las investigaciones que hizo el artista desde el período de rompimiento con Malevich, el nombramiento y viaje a Alemania y también durante su estancia en ese país. Enseñando en diversas escuelas, Lisitsky creó los Proun como un muestrario de las posibilidades expresivas de un lenguaje geométrico que se oponía a toda representación mimética de la realidad. Estas obras no fueron muy reconocidas en su natal Rusia, pero sí fueron muy apreciadas en Europa y los Estados Unidos, sobre todo por su filiación a la estética de la Bauhaus, de tal manera que tuvieron una fuerte influencia en el diseño y en la arquitectura del estilo internacional. Es precisamente su carácter arquitectónico, esencialmente constructivo, el que ha hecho que Lisitsky sobrepasara las limitaciones de una actividad artística sometida a un programa político y se extendiera al ámbito del arte de las vanguardias, que han marcado de forma indeleble el arte moderno.


Miguel Ángel Buonarroti, La Piedad del Vaticano. Mármol, 1499

 Julián González Gómez

 

La Piedad de Miguel ÁngelMiguel Ángel Buonarroti es considerado y con razón, uno de los más grandes artistas de todos los tiempos, incluso algunos lo consideran el más grande. A mí me parece que no vale la pena declarar cuál es el más grande y cuál le sigue después y establecer una clasificación como si se tratase de un evento deportivo. Miguel Ángel era ciertamente un artista de esos pocos que se saltan cualquier clasificación y que contó además con la veneración de sus coterráneos, pues lo llamaban “el divino”.

El mayor problema que se presenta aquí es el decidir cuál de sus obras se expondrá en este espacio, ya que es autor de muchas obras maestras. Considerado en el mejor sentido romántico un genio como escultor, como pintor y como arquitecto, destacado poeta y humanista, su arte va más allá de lo evidente y voy a explicar esto. Como todo artista del Renacimiento, Miguel Ángel era naturalista; esto quiere decir que partía de la realidad observable para crear una plástica representable. Pero esto no quiere decir que fuese un realista, es decir, que representase la realidad observable tal como es. Miguel Ángel, como los demás artistas de su época, no representaba la realidad tal cual es, sino tal cual él pensaba que debía ser; esto es entonces un arte que se podría llamar idealista, pues responde más bien a la idea que tiene el artista sobre lo que está representando, que a lo que es en realidad comprobable por los sentidos, sobre todo por la vista.

Esto hace que Miguel Ángel y los demás artistas del Renacimiento se asocien con el arte clásico, ya que sus postulados son básicamente los mismos. Las antiguas fórmulas de proporción y simetría, en íntima consonancia con los conceptos relativos al idealismo de Platón, que Miguel Ángel pudo estudiar a fondo cuando asistía de muy joven a la Academia Florentina, son la base conceptual de su obra, la cual se manifiesta en su plástica particular.  Pero existe algo en esta plástica que hace que Miguel Ángel sea un artista cuya obra se escapa a las meras fórmulas y principios rectores del clasicismo más puro y recalcitrante y es que, ante todo, él era lo que podríamos llamar un transgresor.

Transgresor porque rompió con las fórmulas y las recetas establecidas, rompió con el academicismo que siempre ha castrado la iniciativa y la evolución en las artes. Demostró que no se es el mejor artista porque se sigan al pie de la letra los postulados que otros han establecido como norma y regla. Creó sus propios métodos, inventó nuevos lenguajes y experiencias, dejó atrás lo cómodo y conocido y asumió su responsabilidad como artista y hombre que piensa por sí mismo y no se oculta detrás de las “verdades” que otros han postulado. Rompía la simetría, ignoraba los cánones, distorsionaba las formas, inventaba escorzos; en fin, creaba, no imitaba. Esa es una de las grandes diferencias entre los que verdaderamente crean y los mediocres.

Este gigante de las artes y de toda la humanidad nació en Caprese, una villa de Toscana de la que su padre era alcalde interino en el año que nació: 1475. Cuando acabó el cargo de su padre, la familia se trasladó a Florencia, en donde el pequeño Miguel Ángel recibió una esmerada educación. Perdió a su madre a los cinco años y tenía problemas con su padre, que no veía con buenos ojos las inclinaciones de su hijo hacia el arte, tarea que no le parecía apropiada a su estirpe. Como sea, el joven Miguel Ángel lo convenció para dejarlo seguir con su inclinación y a los doce años entró al taller del reconocido artista florentino Ghirlandaio, donde permaneció como aprendiz durante un año. Su sueño era ser escultor y empezó a frecuentar los jardines de la villa Médicis, en donde se encontraba una buena colección de esculturas antiguas. Empezó a esculpir por su cuenta y su talento llegó a oídos de Lorenzo Médicis, que al contemplar sus primeras obras se hizo su admirador. Lorenzo llevó al joven Miguel Ángel a la Academia Florentina, que funcionaba bajo su mecenazgo y allí se relacionó con un selecto grupo de humanistas como Marsilio Ficino y Pico della Mirandola. Allí también entró en contacto con el pensamiento platónico, aspecto que sería de vital importancia a lo largo de su vida. Su formación entonces fue a la vez como artista y también como humanista.

Tras la muerte de Lorenzo de Médicis y ante las sombrías perspectivas que se avizoraban sobre Florencia con las prédicas del monje Savonarola, Miguel Ángel se fue de la ciudad y llegó a Bolonia, donde esculpió varias obras y en 1496 se fue a Roma, donde alcanzó la fama. Fue en estos años y después, tras el advenimiento como papa de Giuliano della Rovere, quien tomó el nombre de Julio II, cuando Miguel Ángel alcanza sus primeras altas cimas como artista. Es entonces cuando realiza La Piedad del Vaticano, inicia las esculturas del mausoleo de Julio II y pinta la Capilla Sixtina, una gigantesca empresa que lo consagra definitivamente como genio del arte. La vida de Miguel Ángel osciló siempre entre Roma y Florencia, realizando importantes obras en ambas ciudades, tanto en escultura, como en pintura y unos años después, también en la Arquitectura. El genio universal de Miguel Ángel quedó patente en todas las empresas que acometió, por muy grandes y dificultosas que fueran. Era un gigante que hacía los trabajos que solo un gigante puede realizar. Ni Rafael y ni siquiera Leonardo eclipsaron su talento.

Pero su talante era difícil y tenía un humor de perros. Era un atormentado que prefería pasarse semanas y hasta meses en las montañas, buscando en las canteras los mejores mármoles para extraer de ellos las figuras, retirando todo aquello que sobraba, como solía decir. Su tormento interno hizo que cayera en severas crisis depresivas a lo largo de los años y que se enemistara con mucha gente. Pero todo le era perdonado porque era el más grande de los artistas, venerado y hasta endiosado. Las crisis internas de Miguel Ángel lo llevaron en su vejez a abandonar las ideas humanistas que siempre había enaltecido y se volvió un devoto atormentado. Murió en 1564 a los 88 años, una edad notablemente larga para esos tiempos. Fue enterrado con gloria y honores de príncipe en Florencia, en la sacristía de la iglesia de la Santa Croce.

La Piedad del Vaticano es la primera de las tres esculturas que con este tema esculpió Miguel Ángel a lo largo de su vida; las otras dos son la Piedad Palestrina y la Piedad Rondarini. Cuando la realizó apenas contaba con veintitrés años y, pese a su juventud, en ella demuestra el genio que lo acompañará toda su vida. Esta piedad es, al mismo tiempo que la obra de un enorme artista,  la culminación y el rompimiento de todo un siglo de hallazgos realizados a lo largo de  una época: el Renacimiento florentino. Está estructurada en una composición piramidal, o si se quiere triangular, donde confluyen diversas líneas de tensión y trazos reguladores en diagonal que están señalados por puntos clave como la mano izquierda de la virgen, los pies de Jesús, su mano derecha y su cabeza y el gran pliegue del manto a la izquierda de la composición. Todos estos trazos, que no son evidentes a la vista, están dispuestos de acuerdo a un arreglo revolucionario, no solo por las direcciones en diagonal, sino también porque penetran tridimensionalmente a las figuras y se reflejan en otros tantos detalles en la parte posterior de la escultura y en los laterales. Miguel Ángel rompió así la composición plana e ilusionista de la perspectiva cónica, que exigía circunscribir a los elementos de una pintura o escultura a un arreglo predominantemente bidimensional, generando la ilusión de la tercera dimensión a través de las fugas de la perspectiva. El establecer nuevos cánones en la composición de las formas, por supuesto era una transgresión a las normas que por ese entonces ya eran consideradas como legum para los artistas.

La virgen, que es muy joven, casi una niña por la delicadeza de sus facciones, está enormemente desproporcionada en lo que respecta al canon de su cuerpo y el manto. Jesús, que sí está esculpido de acuerdo a las proporciones heroicas de los modelos antiguos, parece mayor que ella. Varias de las líneas de tensión confluyen por el frente en el entrecejo del rostro de la virgen, que contempla con contenida pena y misericordia a Jesús. Una niña sosteniendo a su hijo varón que está muerto, aunque parece dormido y ajeno al drama que se está desarrollando. Esta niña, por sus proporciones es una verdadera gigante y Miguel Ángel la esculpió así a propósito para representar, de forma inequívoca, el carácter doble de la mujer que es a la vez madre y contenedora del cuerpo al que dio a luz en su día. Esta desproporción es, una vez más, una transgresión de Miguel Ángel al modo de hacer de los artistas de su tiempo y con ello abrió toda una serie de nuevas posibilidades expresivas en las cuales la forma se debe someter al contenido, que es al fin y al cabo, el elemento esencial de toda gran obra de arte.


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