Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (XIV)
Julián González Gómez
La antigua Grecia (quinta parte)
Aunque nunca se ocupó directamente de los problemas relacionados con las ideas sobre el arte, Platón sí los trata parcialmente en La república y las leyes. De acuerdo a lo afirmado en el escrito anterior, las ideas de Platón acerca del arte y la representación establecen que su apreciación no provoca más que una ilusión, engañosa y no veraz sobre lo que es la realidad del mundo. Entonces, la Aísthesis, es decir, la percepción, no basta por sí sola para proveernos de las herramientas necesarias para procurarnos del verdadero conocimiento.

Kouros primitivo, s. VIII a. C.
Sin embargo, el filósofo sí se ocupó de las características de la belleza en sí misma y también en lo referente a su apreciación a través de la representación. Pretendía alcanzar una interpretación objetiva de lo bello, o más bien, de lo que la belleza es en sí misma, la idea “pura” de la belleza. Belleza y placer no eran equiparables según sus ideas, por lo que la belleza no se limita a los objetos sensibles, sino que es una propiedad objetiva de las cosas que son bellas por sí mismas. En El banquete se refirió a la belleza como algo por lo que vale la pena vivir, por lo que su interés en este campo se refiere más bien a aquellos aspectos éticos de la belleza. Platón equiparaba la belleza a la verdad y a la bondad, sin elevarla por encima de ellas. En otro diálogo, el Hipias, Platón consideró cinco definiciones de lo bello: lo conveniente, lo útil, lo que sirve para lograr lo bueno, lo que da placer a la vista y oídos, y la grata utilidad. Platón aceptó la definición de su maestro Sócrates de que lo bello es lo conveniente, lo que es apto para su fin; pero somete esta definición a dos objeciones: primero, lo que es adecuado puede llegar a ser un medio para lograr lo bueno, pero no constituye lo bueno en sí mismo, mientras que lo bello siempre es bueno, y la segunda es que entre los objetos y formas hermosas algunos los apreciamos por su utilidad, pero otros los valoramos en sí mismos, y a estos últimos, la definición de Sócrates les resulta insuficiente.
El sentido de lo bello es algo innato y no un efímero sentimiento de placer. En otras palabras, no todo lo que nos gusta resulta bello de verdad, sino que a veces sólo lo aparenta; tal es el caso de las representaciones artísticas. Platón asume y amplía la concepción pitagórica de la belleza, basada en el orden, la proporción y la armonía (aspectos que se definen fundamentalmente por la matemática y su derivada: la geometría), donde la medida es el elemento fundamental. Pitágoras diferenciaba lo que él llamaba el “buen arte”, que estaba basado en la medida, del “mal arte”, que se apoyaba en las reacciones sensoriales y emotivas. Pero para Platón la belleza no se puede limitar a los cuerpos, sino que es una propiedad de las almas y las ideas. Si, por ventura, los cuerpos y las almas son bellos, es porque son semejantes a las ideas y el grado de belleza de las cosas depende de su mayor o menor distancia respecto a la idea de lo bello. Estas ideas tuvieron una importancia fundamental en las artes de la Edad Media y posteriormente en el Renacimiento, como vamos a ver más adelante. Sobre el concepto pitagórico de la medida, Platón prefiere utilizar el término Justedad, que se refiere a lo oportuno, acertado, conveniente y sin desviaciones hacia los extremos. Cálculo y medida garantizan la justedad y se manifiesta en la disposición adecuada de los elementos de una obra, su orden interno y la conveniencia entre las partes y el todo, en otras palabras, lo que se conoce como Simetría.

Kouros de Anavyssos, s. VI a. C.
Si bien Platón mantenía la idea generalizada entre los griegos de su tiempo, en el sentido de que las obras propias de la representación eran apropiadas y hermosas si estaban producidas con habilidad (Techne) y tenían algún fin, no veía vínculo alguno que las uniera con la belleza, tal y como él la concebía. En la época de Platón el arte había alcanzado un esplendor y virtud representativas de muy altas cotas, tanto en la pintura, como también en la escultura y la arquitectura, mediante la representación naturalista e idealizada de la realidad, haciendo patente el concepto de la Mímesis, la imitación de la naturaleza. Platón entendía la Mímesis como la reproducción del aspecto de las cosas y creía que el pintor o el escultor, al imitar al hombre, no crean otro hombre parecido, sino sólo su imagen. De acuerdo a esta idea, el artista crea una imagen irreal, sólo parecida a la realidad y nunca la realidad por sí misma. Al referirse a la imitación, es decir, a la copia, se le debe considerar un engaño, una falsedad. Para Platón, la Mímesis sólo puede cumplir su objetivo cuando se libre del ilusionismo.
Como conclusión, se puede afirmar que Platón, en lo que respecta al arte de su tiempo, tenía una opinión más bien negativa. Tanto por su ilusionismo, como por su deformación y por representar sólo el aspecto exterior de las cosas y no las cosas en sí mismas. Buscando las ideas puras, el predominio de la razón sin corromperse y las virtudes más profundas en las esencias, Platón vio al mundo sensible como un reflejo imperfecto de ese otro mundo, el perfecto, el de las ideas puras; el cual no se puede alcanzar más que por los mecanismos de la razón.
Si nos enfocamos en el arte del tiempo de Platón, antes mencionamos que alcanzó por esta época su esplendor clásico, con obras que se consideran entre las mejores y más elevadas de la historia del arte, producto de las dotes y habilidades de artistas como Apeles, Fidias, Policleto, etc. Pero la excelencia que se refleja en su contemplación, es producto de una evolución que previamente pasó por varias etapas, aunque siempre guiadas por la idea constante de representar las virtudes propias de la cultura helena, centradas en el ser humano. Desde los tiempos del período llamado por los historiadores “Arcaico” hubo una serie de características que definieron una ética propia de la naturaleza de las obras de arte, no sólo en lo que se refiere a su ejecución, sino también a su contemplación.
En ellas, el culto al hombre es equivalente, aunque no igual, al culto a los dioses. Esto se manifiesta por la veneración a los héroes; quienes, aunque no son dioses en sí, son semejantes por sus virtudes. En este sentido, Platón diría que los héroes son, a lo sumo, reflejos imperfectos de las virtudes que sólo los dioses pueden tener. El culto al héroe tiene dos clases de protagonistas: los héroes míticos como Herakles, Jasón, Aquiles, etc. Y los héroes que han vivido, entre ellos algunos guerreros y, sobre todo, atletas olímpicos. El culto al héroe implica la representación de su figura de una forma idealizada; creando así un arquetipo, que es un modelo original de cualquier manifestación de la realidad. El arquetipo heleno representa los más caros ideales de su civilización, lo que se llaman las virtudes cardinales. Al Dios se le adora; al héroe, se le venera.
Por ello, desde el período arcaico se veneraban públicamente las figuras de los héroes, manifestados por figuras en bulto o en relieve de los protagonistas. Pero no eran retratos de ellos, sino una idealización estereotipada, basada en determinadas fórmulas de expresión. Son los llamados Kouroi, figuras de jóvenes en la plenitud de su desarrollo físico; mostrando así su potencia corporal y también su bondad interna. La mayoría se representó en la escultura griega de época arcaica, influenciada notablemente por la egipcia, que se caracterizó por rasgos originales, como la sonrisa llamada “arcaica”, su frontalidad y estaticidad. Estos rasgos se fueron transformando, al final del periodo (últimas décadas del siglo VI y primeras del V a. C.), en un estilo de transición al clasicismo denominado estilo severo, estimulado finalmente por la necesidad de renovar la decoración escultórica de los templos destruida durante la invasión persa. En general las figuras eran hieráticas y carentes de expresiones y rasgos psicológicos. Las figuras masculinas (kouroi, en singular kuros) y femeninas (korai, en singular kore) podían representar tanto a seres humanos como a dioses, muestra de la antropomorfización de estos y de la elevación al rango semidivino o heroico de aquellos.

Kore de Eutídico, s. V a. C.
Además de las posibilidades texturales que ofrecen los distintos materiales y técnicas de acabado, aprovechadas de forma limitada en la época arcaica, fue la policromía aplicada sobre las esculturas la que las dotó de luminosidad y sensación de vida. Los antiguos griegos no hubieran concebido que una escultura se dejase sin pintar, la considerarían imperfecta o inconclusa. Incluso la inevitable pérdida de los colores por el paso del tiempo, que el gusto romántico considera un incremento del interés estético, era considerada como un deterioro esencial.
El paso al arte clásico heleno vendría de la nueva conciencia que de su cultura alcanzarían los helenos tras las guerras contra los persas. Si bien la cultura helénica como tal se empezó a manifestar desde el siglo VIII a. C por el nacimiento de la Polis como ciudad estado, y su diversa evolución política: de monarquías se pasarán a tiranías y de estas a gobiernos de los ciudadanos (democracias u oligarquías); tras las guerras se potenció la firmeza y vitalidad de sus instituciones, tanto políticas, como culturales y su pensamiento, dando paso al esplendor clásico.
Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (XIII)
Julián González Gómez
La antigua Grecia (cuarta parte)
Una vez superados los siglos de la era que los griegos llamaron “Edad Oscura”, caracterizada por las invasiones de los pueblos dorios, la civilización griega se empezó a encaminar hacia la cúspide de su desarrollo, que se manifestó plenamente en los siglos V y IV a. C. la época llamada “clásica” de esta civilización. Es en este período cuando el pensamiento, el arte y la organización social de los helenos alcanzaron sus más altas cotas y originalidad. De aquí parte el legado que esta civilización ha aportado a Occidente a lo largo de más de 2,500 años de historia.
Este proceso de desarrollo pasó por diversas etapas que no vamos a enumerar aquí, ya que estos artículos no son esencialmente descriptivos del proceso histórico, si bien tomamos lo que se podría llamar su “secuencia”. Si partimos de la base de que toda expresión de carácter artístico brota de las particularidades y singularidad de una sociedad y de sus influencias, entonces hay que considerar varios aspectos que definen sus características generales: pensamiento, cultura, religión, organización social, economía, etc. De ellos, por su relación directa con las expresiones artísticas de la Grecia antigua, vamos a considerar en primer lugar el pensamiento. Los helenos fueron el primer pueblo que, a nivel de las ideas y en consecuencia de la práctica, desarrollaron lo que nosotros podríamos denominar como una primera “teoría de las artes”. No es casualidad que, para el desarrollo de estas ideas, fueran en primer lugar los filósofos quienes se encargaran de establecer los principios y cualidades propios del quehacer artístico; tanto para guiar a los artesanos que lo ejecutaban, como para orientar y educar a los que lo contemplaban y experimentaran sus consecuencias. Pero al respecto, es necesario considerar que los griegos no desarrollaron el concepto de “arte” como tal, en términos abstractos y generales. Ni siquiera existía para ellos esa expresión; en vez de ella, empleaban el término Techne para referirse a la materia relativa a las disciplinas expresivas y representativas, las cuales se consideraban individualmente y no como un conjunto o una generalidad.

Busto de Platón, copia romana de un original griego del siglo IV a. C.
Dentro de los problemas que se plantearon estaban, en primer lugar, los relacionados con la percepción y el conocimiento; enlazado con este concepto se encontraba el aspecto, es decir, la belleza y el reflejo de la virtud. Los griegos antiguos nunca desarrollaron una definición abstracta y general sobre lo que es el arte, sino una serie de consideraciones particulares que se podían enlazar entre sí para dar cuerpo a su ejecución y apreciación. En lo esencial, este conocimiento tenía el propósito de mejorar y enriquecer al individuo y en consecuencia a la sociedad, por lo cual su carácter es, ante todo, ético. El término Kalos kagathos, de donde se deriva el sustantivo kalokagathia, describe un ideal de conducta personal basada en la práctica de las virtudes que los griegos consideraban las más importantes, entre ellas la belleza (kalos), equivalente a valentía, nobleza, bondad y hermosura interior y su equivalente en el exterior. Pero es importante considerar que para los griegos de la antigüedad, la virtud y su fruto, la belleza, sólo se podían alcanzar a través de la adquisición del conocimiento.
El término Aísthesis, Aesthesis o Aisthetiké se utilizó para definir aquello que nosotros entendemos como “percepción”. Por cierto, de este concepto, en el siglo XVIII, Alexander Gottlieb Baumgarten derivó el término “estética” y la describió como “…ciencia de lo bello, misma a la que se agrega un estudio de la esencia del arte, de las relaciones de esta con la belleza y los demás valores”. Con ello, Baumgarten creó una nueva disciplina de estudio, que se convirtió desde entonces en una disciplina filosófica y se le considera como una parte fundamental de la teoría del arte. Pero este autor relacionó el término Aísthesis únicamente con el de belleza, la Kalos de los griegos y en este contexto, que es el original en el que se concibieron estos conceptos, Aísthesis y Khalos, si bien se podían relacionar parcialmente, no significaban lo mismo.
En relación con la percepción y el conocimiento, Platón, en el diálogo Teetetes, pretendió resolver un problema que aseguraba que nunca se había resuelto hasta ese momento, a saber: ¿qué es el conocimiento? En este diálogo, el filósofo no se contenta con recibir una respuesta en la cual se enumeran varias cosas sobre qué es el particular. Su pretensión es determinar lo que el conocimiento es abstractamente, es decir, qué es la esencia del conocimiento. La primera definición la proporciona el propio Teetetes, quien adopta la doctrina subjetiva de Protágoras cuando dice: “…el hombre es la medida de todas las cosas, de las cosas que son en cuanto son y de las que no son, en cuanto no son”. El subjetivismo de esta frase consiste en afirmar que lo que nosotros conocemos se reduce a las impresiones de cada individuo. Estas impresiones no son solamente personales, sino que también es necesario que no sean las mismas para todos los hombres. Según Platón, el postulado fundamental del subjetivismo de Protágoras es que el conocimiento se identifica solo con la percepción y alega que la sensación en sí no es conocimiento verdadero. La percepción como tal es un proceso en el que cada parte es superada o reemplazada por otra. Por tal razón, la percepción carece de estabilidad y cesa tan pronto como ocurre. Se identifica a la percepción como aquello que captan los sentidos y que provoca una sensación. Por la sensación se captan las cualidades individuales físicas de las cosas, tales como su color, tamaño, figura, etc. Para ejemplificar este punto, Platón utiliza como ejemplo la diferencia que hay entre las percepciones que se manifiestan en la vigilia y las que se experimentan en el sueño, aduciendo que la percepción por sí misma no puede decirnos si estamos despiertos o dormidos, porque sólo podemos percibir uno a la vez. Por lo tanto, según Platón la Aísthesis por sí misma no nos proporciona un conocimiento verdadero, por lo que es necesario apelar a un más alto modo de conocimiento, un juicio superior.
Por otro lado se encuentra el término Doxa, que en la Grecia antigua tenía varios significados, pero aquí vamos a considerar el más común, tal y como lo declaró Platón, es “opinión”. La opinión es, ante todo, el asentimiento de la mente a una proposición con temor de la contradictoria. La opinión se da, estrictamente hablando, solamente donde hay dos posibles significados, interpretaciones o soluciones de un problema, ninguno de los cuales es absolutamente cierto. El conocimiento no puede identificarse con la opinión en general, porque una opinión puede ser verdadera o falsa.
El término Episteme es el nombre con el que Platón designa el conocimiento verdadero. Este conocimiento es, según él, absolutamente cierto, eternamente verdadero, y por tener como objeto sólo una realidad que es universal, necesaria y eterna. Según Platón, las ideas son los arquetipos eternos conforme a los cuales todo es formado. Las ideas son también los principios primeros de todas las cosas, a cuya luz todo deviene inteligible para la mente. El conocimiento entonces no es otra cosa que el conocimiento de esas ideas eternas. En el libro VII de la República, Platón ilustra el carácter absoluto del conocimiento verdadero y lo distingue del conocimiento falso mediante la famosa alegoría de la caverna.
Platón acude también al término Nóesis, que significa en griego intuición, penetración, y lo utiliza para establecer una división entre el mundo sensible y el mundo inteligible. Para él, el mundo sensible, el que capta mediante la percepción (Aísthesis) es engañoso y le corresponde el criterio de la opinión (Doxa); en tanto que al mundo de las ideas le corresponde la Episteme, el conocimiento verdadero, cuyo instrumento es la razón, basada en la Nóesis.
En consecuencia, y para los fines que nos interesan aquí, Platón delimita el campo de la representación al mundo de las apariencias, que se manifiestan como una imitación (Mímesis) de la naturaleza sólo aparente y no de la real. En otras palabras, Platón considera que lo que nosotros llamamos imagen o representación es, ante todo, un engaño. Por este motivo, aunque admira profundamente a los poetas, los expulsa de la República ya que sus obras, aunque resultan placenteras, no nos pueden acercar al verdadero conocimiento y por consiguiente a la virtud y la belleza verdadera: la que existe únicamente en las ideas puras. Para Platón, la actividad de los poetas está inspirada por las musas, y la interpreta como una especie de locura divina. De ahí que los poetas no puedan crear nada cuando los abandona la inspiración, pues esta es ajena a ellos. Por lo tanto, la creación poética no es un producto de la reflexión y la racionalidad y no está orientada por el conocimiento, sino por una especie de estado alterado, como el que adquieren los borrachos después de beber en exceso.
En lo que se refiere a la pintura, señalaba que un pintor se limita a representar nada más que lo que percibe desde un solo punto de vista, el propio, que no es el verdadero. Con respecto a la música, considera que produce solamente una sensación física de goce, y que solo se puede considerar buena música a la que imita el bien, porque en la música hay que buscar la verdad y no quedarse únicamente con el goce sensorial. Tanto la música como la pintura son copias de la forma, en tanto sean reproducidas de la mejor manera posible. A pesar de estas consideraciones que nos pueden parecer desdeñosas, Platón veía con buenos ojos que el Estado diera lugar a las artes representativas en función de la educación y el sano esparcimiento de los ciudadanos. En el estado ideal Platón propone un estricto control y una censura rigurosa de las artes, en cuanto a lo que se refiere a las expresiones que no tengan en cuenta los valores morales.
¿De qué manera se reflejan estos postulados en el análisis del arte de los griegos de la antigüedad? Sobre ese punto trataremos en el siguiente artículo.
Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (XI)
Julián González Gómez
La antigua Grecia (segunda parte)
Tal como se expresó en el anterior artículo de esta serie, la cultura clásica griega tiene su origen alrededor del siglo IX a. C. como producto de una serie de factores que cristalizaron finalmente en el siglo V a. C. y fijaron una identidad cultural profunda y perdurable en Europa y el mundo. Pero estas características, como sucede siempre en el establecimiento de cualquier suma de factores históricos, tienen sus inicios en una antigüedad lejana, en civilizaciones que alcanzaron su apogeo en tiempos anteriores; en este caso, remontándose al tercer y segundo milenios antes de Cristo. Estas culturas, llamadas prehelénicas, que heredaron a la posterior civilización griega una buena parte de su identidad, son la cultura cretense o minoica y la cultura micénica. En este artículo vamos a revisar brevemente algunos aspectos que las caracterizaron en lo que se refiere a su cultura y organización social.

Fresco de la taurocatapsia, palacio de Knossos, 1450 a. C.
La más antigua de estas culturas es la cretense o minoica, llamada así por el mítico rey Minos, que supuestamente gobernó a este pueblo de acuerdo a las leyendas helénicas. Era una civilización que se asentó en la isla de Creta, desde los tiempos de la Edad del Cobre, en el III milenio a. C. Los recursos naturales de la tierra cretense eran escasos y muy pronto esta civilización se dedicó a explotar los recursos marítimos, sobre todo el comercio de bienes y materias primas. Junto al intercambio de bienes, también se da el intercambio cultural e ideológico y en este sentido, los cretenses establecieron relaciones interculturales en ese amplio espacio que ocuparon las principales civilizaciones de la antigüedad. Desde las costas de Siria y la Anatolia hacia el Este, hasta Sicilia y las costas del Adriático por el Oeste, y desde las costas del Mar Negro al Norte, hasta Egipto y las costas norteafricanas al Sur, abarcando prácticamente todo el Mediterráneo oriental.
Desde las primeras exploraciones que realizó el arqueólogo británico Arthur Evans, a principios del siglo XX, la civilización cretense no ha dejado de provocar admiración por sus alcances y logros. A partir de mediados del segundo milenio a. C. se constituyó en la civilización más avanzada de Europa, no sólo en lo que se refiere a sus rasgos culturales, como era el caso del desarrollo de un sistema complejo de escritura, un arte y arquitectura de gran refinamiento, y también un alto grado de progreso en su organización económica y social. Se ha podido establecer una cronología bastante exacta, que abarca hasta 11 períodos de desarrollo, desde el año 3100 a.C. aproximadamente, hasta el 1050 a. C. fecha en la cual los registros arqueológicos manifiestan un estado de decadencia, al final del cual los micénicos continentales conquistaron la isla. El período de mayor apogeo de esta civilización fue durante la fase denominada Minoico Neopalacial, que culmina abruptamente en el siglo XVII a. C. a causa de la erupción del volcán Thera, en la cercana isla de Santorini, la cual destruyó la mayor parte de la infraestructura citadina y portuaria y arrasó los cultivos de la isla, provocando un colapso del cual esta civilización nunca se repuso totalmente.

Fresco de los delfines, palacio de Knossos, 1450 a. C.
En cuanto al arte minoico, que es el tema principal que nos ocupa, sorprende su alto grado de naturalismo y su temática. Los cretenses se inspiraron en la naturaleza, sobre todo la marítima; también en sus vidas cotidianas, que se antojan dichosas y prósperas, y también, aunque en menor medida, en sus ritos religiosos. Sus dioses no parecen haber sido jueces castigadores y omnipotentes, que exigían grandes ritos, sacrificios y una casta sacerdotal dotada de gran poder; eran, en muchos aspectos, muy similares a los seres humanos, un aspecto doctrinal que después pasó a la religión helénica. Aunque estaban gobernados por reyes, estos no eran tampoco personajes omnipotentes y absolutos; elevados a la categoría de dioses, como era el caso en Egipto, y no destacan sus imágenes en las manifestaciones artísticas. Al parecer, las mujeres gozaban de un elevado rango social y religioso, como sacerdotisas del culto y como ciudadanas notables. Participaban a la par de los hombres en las ceremonias de todo tipo, y estaban en pie de igualdad en la vida doméstica y pública.
En las artes destaca la cerámica, casi toda policromada y de un alto grado de perfección, con combinaciones de dibujos figurativos y abstractos, y formas básicas derivadas de patrones geométricos, preestablecidos con base en la armonía de las proporciones. Estos patrones pasaron después a la cultura micénica y posteriormente a la helénica con muy pocas modificaciones, sentando las bases de una actividad artesanal y artística de primer orden en las expresiones de la Grecia clásica. La escultura no es en ningún caso monumental, sino más bien de modestas proporciones, realizada en marfil, bronce y terracota en el período de mayor apogeo, con figuras naturalistas de diosas, acróbatas y algunos temas zoomorfos. Otro arte destacado era el de la orfebrería, utilizando el oro y distintos tipos de gemas y piedras raras, con temas similares a las de las estatuillas esculpidas y modeladas. Pero sin lugar a dudas, son las expresiones pictóricas las que ocupan un lugar destacado en el arte minoico, en especial los frescos. En casi todos los casos, los frescos que se han encontrado proceden de los conjuntos que ornamentaban los palacios, especialmente en Knossos y Faistos, aunque en tiempos recientes se han encontrado unos maravillosos frescos en las casas de la extinta aldea de Akrotiri, en Thera, muy bien conservados a causa de las cenizas de la erupción volcánica que las cubrió, como sucedió muchos siglos después en la famosas Pompeya y Herculano. Es a través de la interpretación de los frescos minoicos que conocemos de las vidas, costumbres, sociedad y paisajes de esta civilización, dotados de un gran dinamismo compositivo. También manifiestan un alto grado de naturalismo, que no es ingenuo, sino producto de la alta depuración de sus escuelas representativas. Las figuras humanas y los paisajes siguen un patrón representativo muy similar al de la aspectiva egipcia; lo cual no es extraño en esa época, en la cual la civilización del antiguo Egipto ejerció una indudable influencia en el Mediterráneo Oriental. El colorido de los frescos es notable, no tanto por su gama cromática, sino más bien por el equilibrio armónico de sus combinaciones, destacando sobre todo el rojo oscuro y las gamas de colores terrosos, combinadas muchas veces con sus colores complementarios. Es sorprendente ver que las figuras de los elementos naturales, representados por medio de sinuosidades y espirales armónicas, se combinan con ornamentos a la vez acordes y contrastantes con los temas centrales. Si pudiésemos referirnos a los principios de una estética minoica, se diría que en ella prevalecen la simpleza y economía de medios, la composición dinámica, el sentido ornamental y la armonía cromática como complemento. No se advierte en los frescos minoicos ningún hieratismo representativo, ni una jerarquía de personajes, o tampoco aspectos que denoten una inmovilidad conceptual que no permita la expresión espontánea. El arte minoico está al servicio de las personas, su vida y su entorno inmediato, representados con una gran libertad.

Columnas minoicas reconstruidas en el palacio de Knossos, 2000-1450 a. C.
En cuanto a la arquitectura de los minoicos, nunca construyeron edificios grandiosos, ni tumbas monumentales, como lo hicieron los egipcios y los babilonios. Las edificaciones más grandes y complejas eran los palacios de los reyes, entre los que destaca el ya mencionado palacio de Knossos, una construcción de gran complejidad, realizada en piedra de regular labrado y organizada en torno a diversos patios internos. De acuerdo a algunos estudiosos, este palacio parece haber inspirado a los griegos la leyenda del famoso Laberinto, diseñado por Dédalo, donde estaba preso el Minotauro. Al igual que los demás palacios minoicos, como el de Faistos o Malia, es evidente que su compleja conformación se debe a las adiciones que fueron hechas sucesivamente en distintas etapas, sin un orden claro preconcebido. Las estancias son en general pequeñas y oscuras y tampoco se advierten recorridos ceremoniales suntuosos. Eran complejos residenciales donde habitaba el rey, su familia y los funcionarios administrativos. En la arquitectura de los palacios destacan las columnas, utilizadas para sostener las losas de los techos en los espacios más amplios, y en los portales alrededor de los patios principales. Estas columnas, de proporciones gruesas, pero armónicas, tienen dos características principales: su fuste, de sección redonda, es más ancho en la parte superior que en la inferior y sus capiteles son semejantes al que posteriormente implementaron los griegos en el orden dórico. Evidentemente, este diseño de columnas de piedra, deriva de las columnas más antiguas, realizadas con troncos de árboles y, aunque nada se ha aclarado de forma concluyente al respecto, su influencia en el muy posterior orden dórico no parece decisiva. Las casas de los minoicos, agrupadas en aldeas, eran pequeñas y sencillas, construidas en adobe y madera y responden a una arquitectura muy bien adaptada a las condiciones climáticas del entorno. No se han encontrado vestigios de templos o santuarios de importancia, por lo que se ha especulado que los ritos públicos de la religión minoica se llevaban a cabo al aire libre, con pequeños altares y edificios construidos con materiales perecederos. Algunas estancias en los palacios parecen estar dedicadas al culto, pero en este caso realizado en privado por el rey y los miembros de la corte.
Esta civilización, adelantada y a la vez sencilla, dedicada al comercio marítimo y por ello poseedora de gran riqueza, no manifiesta un arte complejo y grandioso, pero sí entrañable y vistoso en su sencillez. Su influencia se extendió a las islas del mar Egeo y a la península Helénica, por ese entonces ocupada por diversas tribus que intercambiaban con ellos materias primas por obras de arte. Esta influencia se manifestará en las culturas micénica y cicládica, que serán las antecesoras directas de la cultura helénica y de las que nos ocuparemos en el siguiente artículo.
Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (X)
Julián González Gómez
La antigua Grecia (Primera parte)
La civilización de la antigua Grecia produjo un sinnúmero de expresiones, fórmulas y pensamientos que son, junto a la tradición judeocristiana, la base fundamental de nuestra cultura en Occidente. A los antiguos griegos se les debe, entre otras cosas: el juicio y la expresión estética, la filosofía, el origen de la ciencia, la ética, la democracia como sistema político, la historia, etc.

Mapa del mundo griego en el siglo VI a.C.
Todo ello se generó mediante diversos aportes que se concretaron a lo largo de los nueve o diez siglos que marcaron los devenires de su historia. La civilización antigua de Grecia empezó a tomar su forma característica desde el siglo IX a.C. aproximadamente, y perduró hasta su integración en el imperio romano. Pero su vigencia primordial nunca decayó y se manifestó en una continuidad que se extiende hasta el día de hoy. Uno de los aspectos más notables de esta civilización fue su originalidad, factor que quizás permitió en buena medida su importante desarrollo cultural. Esta originalidad, que diferenció a los griegos de otros pueblos, anteriores o contemporáneos a ellos, consiste en la consciencia de la autonomía individual y política, frente a la dominación de los monarcas, y los aspectos relacionados con el culto y la religión. Se podría decir que, en cierta forma, los antiguos griegos fueron el primer pueblo que pensó y actuó en términos de la libertad del individuo, en cuanto a ente autónomo y centro de sus propias decisiones éticas y morales. Por otra parte, y también relacionado con este aspecto, los antiguos griegos determinaron, y lo más importante, sistematizaron, las diferencias entre la razón y la emoción; la mente, el cuerpo y el espíritu; la consciencia del “yo” frente al mundo; el orden y el caos; el determinismo frente al libre albedrío y colocaron al hombre como protagonista y centro del mundo.
A pesar de estas conquistas, es erróneo idealizar a los antiguos griegos como un pueblo “superior” en lo relativo a sus alcances, comparándolos con otras civilizaciones como las de Mesopotamia, Egipto o la China antigua. Cada civilización tiene sus propias cualidades y particularidades, de acuerdo a los múltiples factores que las han definido. En realidad, aunque la presencia del pensamiento griego ha estado presente en la cultura europea y del Oriente Medio durante más de dos mil años, su ensalzamiento cultural se incrementó a partir de la Ilustración, en el siglo XVIII; período en el cual se “redescubrieron” sus tesoros artísticos, que habían estado ausentes del ámbito europeo durante siglos. En efecto, Grecia fue conocida desde los primeros siglos de nuestra era por la difusión de su pensamiento y su arte por parte de los romanos, quienes fueron en muchos sentidos sus herederos culturales. Luego, durante la Edad Media, la antigua Grecia permaneció oculta a los ojos de los europeos, a pesar de su notable presencia en el mundo del imperio bizantino. Con la conquista de Constantinopla en 1453 por parte de los turcos otomanos, acción que provocó el fin de ese imperio, Grecia quedó vedada a los extranjeros. No fue sino hasta mediados del siglo XVIII cuando se abrieron las fronteras y, por fin, los visitantes europeos pudieron contemplar y estudiar las antigüedades griegas en su propio lugar de origen.

Busto de Homero, copia romana de un original helenístico.
Gracias a esa pervivencia cultural y también a los estudios realizados desde hace ya bastante tiempo, podemos conocer hoy la mayor parte de las características culturales de la Grecia antigua. Entre ellas, una muy importante, su lengua, que se sigue estudiando como materia destacada en gran cantidad de instituciones universitarias. Es por medio de esta lengua que los griegos se expresaron ampliamente en lo que se refiere a su pensamiento e idiosincrasia y ha sido el principal vehículo de la difusión de sus ideas. El griego ocupa un lugar importante dentro de la civilización occidental y la cristiandad, como lengua histórica. Los antiguos textos griegos fueron traducidos en Roma al latín y así fueron difundidos por todo el ámbito del imperio. En el Oriente del Mediterráneo, en Egipto y en Mesopotamia fue la lengua franca de gran cantidad de personas cultas de los distintos pueblos que recibieron su influencia, gracias a su difusión después de las conquistas de Alejandro Magno. En su versión koiné, derivada del dialecto ático, fueron escritos los evangelios en Judea y el Apocalipsis. Esta misma versión koiné se convirtió en la lengua oficial del imperio bizantino, utilizada tanto para los aspectos litúrgicos y religiosos, como para los edictos imperiales y la literatura profana.
La antigua civilización griega ocupó desde sus etapas más antiguas un territorio relativamente amplio, conformado por la península helénica, las islas del Mar Egeo y la zona costera de Asia Menor. Gracias a la fundación de gran cantidad de colonias, se extendió por el Mediterráneo, hasta llegar a España por el Oeste y hasta las cotas del Mar Negro hacia el Este. Posteriormente, a causa de las conquistas de Alejandro Magno (356- 323 a. C), su civilización se extendió por Asia, el Oriente Medio y Egipto, conformando por fin un imperio. Los griegos se organizaron políticamente bajo un sistema de ciudades-estado, llamadas Polis. Aunque eran políticamente independientes entre sí, los pueblos mantenían vínculos comunes que compartían, como la lengua, la cultura, la religión y la ideología. A los territorios que ocupaban los llamaban la Hélade, y ellos se identificaban a sí mismos como helenos. Su economía se basaba fundamentalmente en dos actividades: la agricultura y el comercio marítimo, del que llegaron a ser la potencia más importante del Mediterráneo oriental desde el siglo V a.C.
Su religión era politeísta, con múltiples dioses de diversa índole, creados a semejanza de los humanos, pero poseedores de la inmortalidad y de poderes especiales, los griegos los llamaban “Dioses Olímpicos”, ya que, según la tradición, residían en el Monte Olimpo, ubicado al Noroeste del territorio continental griego. Los dioses participaban activamente de las actividades de la vida de los seres humanos, favoreciendo o condenando las mismas, muchas veces de acuerdo a sus caprichos y vicisitudes. Mostraban muchas características humanas, tanto positivas, como negativas desde el punto de vista ético y moral y eso, como vamos a ver más adelante, determinó en gran parte el pensamiento y la idiosincrasia de los griegos. La mitología griega es muy rica en historias, pero no sólo trata sobre la vida de los dioses y héroes, sino también sobre la naturaleza y su creación, el significado de los cultos y prácticas rituales y las instituciones de carácter religioso en general. Conocemos esas historias gracias a los dos poetas más grandes de la antigüedad: Homero, autor de La Ilíada y La Odisea y Hesíodo, autor de la Teogonía, Los Trabajos y los días y El escudo de Heracles, entre otras obras. Los lugares en que se celebraban los cultos particulares a los dioses se consideraban los más importantes, no sólo dentro de las Polis, sino también en el ámbito general de la Hélade. Entre estos santuarios destacaban dos: Olimpia, donde se celebraban cada cuatro años los juegos en honor a Zeus, desde el año 776 a.C., fecha con la que se inició el calendario, y Delfos, lugar de peregrinación en honor a Apolo, donde la gente acudía a consultar el oráculo. Otros santuarios importantes fueron también Epidauro y Cos, una ciudad y una isla respectivamente, dedicadas al culto de Asclepios, donde la gente acudía para curarse de enfermedades. Otros santuarios estaban dedicados a los llamados Cultos Mistéricos u Orgiásticos, como los de Eleusis, en honor a Démeter; Erice, en honor a Afrodita y ubicada en Sicilia, y Pesinunte, en honor a Cibeles, ubicada en Anatolia. Gran parte de las más importantes expresiones artísticas de los griegos se desenvolvieron alrededor del ámbito religioso, y por ello vamos a hacer énfasis en él a lo largo de estos artículos dedicados al arte griego.

Busto de Hesíodo, copia romana de un original helenístico.
Aunque se han encontrado vestigios arqueológicos de diversas culturas prehistóricas que se asentaron en el territorio de Grecia, la historia de esta civilización ha sido dividida en varios períodos desde la Edad del Bronce, empezando por el de las culturas prehelénicas, como la cultura Minoica, la Cicládica y la Micénica. Los períodos helénicos propiamente dichos, se inician alrededor del siglo IX a.C. con el período llamado Arcaico (siglos IX al V a.C.), posteriormente el período Clásico (siglos V al III a.C.) y finalmente el período Helenístico (siglos III a.C. al I a.C.). Después de este artículo, donde se tocan brevemente algunos aspectos generales, los siguientes artículos estarán dedicados a las expresiones artísticas griegas, de acuerdo a esta cronología.
Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (IX)
Julián González Gómez
Egipto (Quinta parte)

Reconstrucción del templo de Amón en Luxor
Antes de considerar cualquier aspecto acerca de la arquitectura del antiguo Egipto, es necesario considerar las características de la región que ocupó esta cultura. Egipto es predominantemente una tierra desértica y, por consiguiente, está muy poco poblada, con la excepción del valle del Nilo y su delta. Estas son tierras de gran fertilidad, a consecuencia de las inundaciones periódicas del Nilo, en las cuales se deposita una capa de limo que se extiende a ambos lados de la ribera, sobre una franja estrecha, pero que permite desarrollar cultivos extensivos. Casi toda la población se estableció en esta franja, en la cual se fundaron la mayor parte de las ciudades y asentamientos desde la más remota antigüedad. Tal vez por esa razón es que Heródoto declaró en la antigüedad: “Egipto es un don del Nilo”.

Planta del templo de Amón en Luxor
Egipto también es una tierra que carece de mucha variedad de materiales de construcción, por lo que los egipcios se vieron en la necesidad de optimizar las técnicas constructivas para aprovecharlos mejor. Los dos principales materiales de construcción utilizados en el antiguo Egipto eran el adobe y la piedra. De esta última, la más abundante era la piedra caliza, pero también había arenisca y granito, extraídas de canteras que fueron explotadas desde los tiempos predinásticos, en el IV milenio a.C. La madera, muy escasa y de poca variedad, se empleó sobre todo en detalles accesorios. El adobe se empleó en la construcción de las viviendas, palacios, fortalezas y murallas; mientras la piedra se reservó para la construcción de las tumbas y los templos. Este tipo de materiales permitían la construcción de un tipo de arquitectura llamada “adintelada”, que consiste básicamente en un sistema compuesto de columna y viga como elemento tectónico básico. El muro era otro elemento fundamental de cierre y soporte, mientras que las techumbres eran a base de pares (vigas) de madera, con cubierta de paja, o bien de terrazas planas a base de barro con vigas de madera. Aunque los egipcios conocieron el arco y la bóveda desde la época del Imperio Nuevo (siglos XVI-X a.C.) lo emplearon en muy escasas ocasiones.
Debido a que el clima de Egipto es árido y seco, su arquitectura doméstica se tuvo que adaptar a una vida que se desarrollaba sobre todo al aire libre, reservando los pequeños recintos interiores para dormir y algunas pocas actividades más. Las habitaciones se agrupaban alrededor de patios interiores, hacia donde se dirigían las escasas ventanas, evitando su exposición hacia el exterior para prevenir el ingreso del calor. De esa arquitectura doméstica, en la cual se incluyen los palacios, solo existen vestigios de sus cimientos, ya que los muros y techos desaparecieron hace mucho tiempo por la precariedad de los materiales de construcción empleados.

Evolución de la pirámide en el Imperio Antiguo: pirámide escalonada de Zoser en Saqqara
En cambio, su arquitectura religiosa, construida casi toda con piedra, estaba regida por la jerarquía de los recintos internos, que eran los más importantes. Estos recintos se caracterizan por grandes espacios llamados “Salas Hipóstilas” que eran salones de grandes dimensiones, cuyos techos planos estaban sostenidos por gran número de columnas, debido a que los dinteles de piedra no debían ser muy largos, ya que se podían derrumbar. Había dos tipos principales de templos: los funerarios y los de culto a los dioses, cada uno de los cuales presenta ciertas diferencias entre sí. La principal es que, sin excepción, los templos funerarios, al igual que las necrópolis, fueron construidos en la ribera occidental del Nilo. La razón es que, de acuerdo a la cosmología egipcia, el recorrido diurno del Sol marca simbólicamente el devenir de la vida terrena, a semejanza del trayecto Este-Oeste de la barca en la que navega Ra; hasta llegar al horizonte vespertino, donde se sumerge en la vida después de la muerte, donde aborda otra barca para su recorrido nocturno. La oposición entre el eje Este-Oeste y el recorrido del Nilo, que es Norte-Sur establece el cruce de dos ejes contrapuestos que se armonizan entre sí, representando la naturaleza intrínseca del Maat (ver los artículos anteriores sobre el arte egipcio). Los antiguos egipcios pensaban que su vida estaba indisolublemente asociada con estos conceptos y por ello el culto funerario quedó señalado por la trayectoria solar.

Evolución de la pirámide en el Imperio Antiguo: pirámide acodada de Snefru en Dahshur
Los templos egipcios primitivos estaban construidos de troncos de palmeras y posteriormente se empezaron a construir de adobe. Se supone que el primer templo construido en piedra es el que se encuentra en el complejo funerario de Saqqara, realizado por Imhotep para el faraón Zoser de la III dinastía en el Imperio antiguo. En este complejo se encuentra también la primera pirámide como monumento funerario. Sobre la figura de Imhotep ya hemos comentado en un artículo anterior y aquí no vamos a agregar nada sobre su figura, de gran importancia histórica. A partir de la construcción de este complejo, los templos funerarios de los faraones se construyeron casi en su totalidad de piedra, lo mismo que los complejos de templos dedicados a los diversos dioses. Los templos de culto al dios Rase erigieron en Heliópolis y posteriormente se erigió el conjunto templario de Hawara en El Fayum, durante el Imperio Medio. Los templos más monumentales surgieron en el Imperio Nuevo (1550-1070 a. C.), sobre todo en Tebas y sus cercanías, donde se encuentran los complejos de Karnac y Luxor en honor a Amón. La tipología de estos templos es similar en sus características arquitectónicas, consiste en una serie de elementos espaciales ordenados en un esquema lineal, de acuerdo a un recorrido que simboliza el acercamiento progresivo hacia la deidad. Todo el pueblo, sin distinción social, acudía a los templos en peregrinación durante determinadas fechas del año. El

Evolución de la pirámide en el Imperio Antiguo: pirámide de Meidum en El Fayum
primer elemento del recorrido es el Dromos, una avenida con esfinges a ambos lados, donde se inicia la procesión multitudinaria. La avenida finaliza en la entrada del templo, provista de dos pilonos, que son grandes muros trapezoidales decorados con relieves, además de varios obeliscos, o en otros casos con gigantescas estatuas del faraón. El pueblo llano sólo podía llegar hasta este punto; el resto del recorrido, ya en espacios amurallados e internos, estaba reservado a los militares, dignatarios y el faraón con su familia. El siguiente elemento de esta secuencia es la Sala Hiperta, un patio descubierto con columnas a ambos lados, hasta aquí podían llegar los militares. El próximo espacio es la Sala Hipóstila, que era un lugar de reunión comunal, donde se reunían sólo los familiares del faraón y los sacerdotes. Al final del recorrido se encuentra el santuario, donde reside el dios al que estaba consagrado el templo, y al cual sólo podía ingresar el faraón y los sacerdotes principales. Este Sancta Sanctorum era un lugar cerrado, más bien pequeño y carente de ventanas e iluminación indirecta. El conjunto templario se completaba con un lago sagrado, templos menores anexos, residencias para los sacerdotes, bibliotecas, aulas para escribas y almacenes. Los templos fueron, además de centros religiosos, importantes enclaves económicos, ya que estaban asociados a ellos un gran número de actividades agrícolas, artesanales y comerciales.

Evolución de la pirámide en el Imperio Antiguo: “Pirámide Roja” de Snefru en Dashur, la primera pirámide de caras lisas
En cuanto a la arquitectura funeraria, los faraones de las primeras dinastías, así como los sacerdotes y dignatarios, eran enterrados en edificios llamados Mastabas, de planta rectangular, techo plano y muros laterales inclinados, construida con bloques de adobe o con piedra. Debajo del edificio se excavaban las tumbas en la roca subterránea para depositar el sarcófago y los tesoros que acompañaban al difunto. Posteriormente se empezaron a erigir las pirámides y los templos dedicados al culto funerario del faraón. A partir del complejo erigido en honor al faraón Zoser, ya mencionado antes, con su pirámide escalonada, sus sucesores establecieron nuevos parámetros en el diseño de los conjuntos funerarios. Empezando con el faraón Snefru (2614-2579 a. C), primer gobernante de la IV dinastía, quien mandó a construir hasta tres pirámides: la primera, fallida, en Dashur; la segunda, también imperfecta, en Meidum y la tercera, la primera de caras lisas, llamada “Pirámide Roja” también en Dashur. En este complejo se erigió un templo a las orillas del Nilo, que se comunicaba por medio de una larga calzada con un segundo templo ubicado al pie de la pirámide, a lo largo del eje Este-Oeste. Sus sucesores siguieron este patrón y aquí hay que mencionar obligadamente a las que, sin duda, son las estrellas de la arquitectura egipcia antigua: las grandes pirámides de Giza. Fueron erigidas en honor a los faraones Khufu (Keops), la más grande y antigua; Jafra (Kefrén) y Menkaura (Micerino). Junto a ellas se encuentran los templos funerarios y la llamada “Esfinge”. Todas fueron construidas en el Imperio Antiguo, empezando por la de Khufu, terminada en el 2570 a.C. y considerada el edificio más alto del mundo hasta el siglo XIV y una de las maravillas del mundo antiguo. Aunque son consideradas como obras arquitectónicas, son fundamentalmente grandes volúmenes de piedra con unos mínimos espacios internos, realizados para contener los restos funerarios de los faraones y algunos de sus servidores y esposas. De acuerdo a los descubrimientos arqueológicos, el complejo de las pirámides de Giza seguía un patrón armónico, basado en la geometría de la espiral áurea y cuyo foco estaba precisamente en el lugar donde se encuentra la Esfinge, que se supone fue erigida durante los tiempos del faraón Jafra.

Evolución de la pirámide en el Imperio Antiguo: Gran pirámide de Khufu en Giza
Los gobernantes del Imperio Medio (2055-1650 a. C.) continuaron la construcción de los complejos funerarios con pirámides, pero de menor escala que las del Imperio Antiguo. En el Imperio Nuevo (1550-1070 a. C.), al mismo tiempo que se construyeron los grandes templos de Tebas, los faraones empezaron a ser enterrados en los Hipogeos, cerca de la misma ciudad, específicamente en el lugar llamado “Valle de los Reyes”. Los Hipogeos eran galerías excavadas en la roca, consistentes en una serie de cámaras conectadas con un pasillo central y una cámara más importante, donde se encontraba el sarcófago del faraón. Las paredes estaban decoradas con frescos y relieves alusivos a la vida del gobernante, su familia y sus funciones. Todas las tumbas encontradas hasta el día de hoy, fueron saqueadas ya desde la antigüedad, excepto la famosa tumba del faraón Tutankamón, descubierta por el arqueólogo Howard Carter hace exactamente un siglo, la cual se encontró intacta.
Con esta breve descripción de las principales características de la arquitectura del antiguo Egipto, cerramos este ciclo, para iniciar en la próxima entrega la descripción de las características del arte helénico, base fundamental de nuestra cultura.
Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (VIII)
Por: Julián González Gómez
Egipto (Cuarta parte)

Estatua del faraón Akhenatón, siglo XIV a.C. Museo Egipcio, El Cairo
En los anteriores artículos sobre el arte del Antiguo Egipto se han descrito aquellas características que permiten entender e interpretar con mayor profundidad sus expresiones. Cabe repetir aquí que el arte egipcio se basó especialmente en directrices estereotipadas y fórmulas comunes, que fueron establecidas desde el tercer milenio a.C., las cuales no sufrieron ninguna variación en lo esencial a lo largo del tiempo. Pero en un momento especial de la historia egipcia, estas fórmulas fueron cuestionadas y abandonadas por los nuevos y radicales planteamientos que estableció un faraón cuyo nombre era Akhenatón.
Akhenatón o Ajenatón fue el décimo faraón de la dinastía XVIII y subió al trono en el año 1352 a.C. con el nombre de Amenofis o Amenhotep IV, hijo y sucesor de Amenhotep III. En el cuarto año de su reinado cambió su nombre por el de Neferjeperura Ajenatón, que significa “Lo que es útil a Atón”, con lo cual pretendía demostrar la fundación de una nueva doctrina religiosa, que suplantaba a la que estaba vigente desde hacía más de 1,500 años. Fundó una nueva ciudad en un lugar que hoy día se llama Amarna o Tell el-Amarna, a la que le puso el nombre de Ajetatón, que significa “Horizonte de Atón”, y a la que trasladó su corte. Mandó a construir palacios, templos y viviendas para todo su séquito y sirvientes, todo regido bajo el nuevo culto. Este se basaba en la adoración a un solo dios, llamado Atón (la Totalidad), a quien se identificaba con el disco solar, y quien no sólo era el creador de todo lo existente, sino también quien determinaba la vida, la muerte, la bondad infinita, vivificador de la Justicia y el Orden cósmico (Maat). Akhenatón era su enviado directo y también su profeta, por lo que era el único ser terrestre digno de la inmortalidad. Fue el primer culto monoteísta del que se tenga noticia, aún anterior al dios de Abraham y los hebreos.
Atón ya existía como un dios en la mitología egipcia antes de los tiempos de Akhenatón y se le representaba como un disco solar del cual surgían rayos con manos extendidas hacia los creyentes, como símbolo de los bienes que proveía generosamente para una vida de virtud. La originalidad del nuevo faraón consistió en declarar que el único dios sería Atón, desplazando a todas las demás deidades del panteón egipcio, cuyas cualidades y poderes asumió en exclusiva. Esto afectó especialmente al culto hasta entonces considerado como oficial, en el cual, el dios más importante era Amón, cuyos principales templos y sus sacerdotes estaban concentrados en la ciudad de Tebas. A su vez, Amón ya había asumido mucho antes las cualidades del primer gran dios egipcio: Ra, el principal dios del Imperio Antiguo y Medio. Los sacerdotes del culto a Amón gozaban de los más grandes privilegios, sólo por debajo de los del faraón, y su poder se extendía a todos los estamentos de la política, la economía y la sociedad. Akhenatón les retiró todos estos privilegios y los desplazó del centro del poder; lo cual, como es lógico, provocó un gran descontento entre sus numerosos seguidores. El faraón “hereje” se ocupó obstinadamente por asumir en su persona todos los poderes de los sacerdotes y la dirección del culto, por lo que su liderazgo no sólo era de tipo espiritual, sino también instrumental. Esta situación propició que sus representaciones cambiaran de carácter y de contenido, como vamos a ver a continuación.

Busto de la reina Nefertiti, siglo XIV a.C. Altes Museum, Berlín
El faraón se ocupó personalmente de instruir a los escribas y artífices sobre el nuevo carácter de su persona, distanciándose las representaciones ostentosas que hasta entonces habían predominado. Akhenatón se convirtió en un hombre de carne y hueso, que realizaba sus actividades cotidianas con corrección y devoción, siempre en compañía de su familia. La figura más emblemática de esta familia era su esposa, Nefertiti, quien se convirtió en el prototipo de la belleza y virtud femenina. Las representaciones del faraón y su familia se volvieron realistas y ya no eran idealizadas. Se abandonó el hieratismo y la perspectiva jerárquica, estableciendo un nuevo canon, en el cual todas las figuras se representan en su tamaño equivalente entre sí. Pero además en estas representaciones se puede ver a la familia real conversando casualmente, demostrando afecto y emociones entre los cónyuges y también entre estos y sus hijas, como cualquier familia egipcia. En las figuras esculpidas en bulto de Akhenatón que se encuentran en los museos de El Cairo y Berlín, se puede ver a un individuo cuyas características morfológicas denotan algunos problemas en lo que respecta a su conformación física, como una mandíbula demasiado prominente, hombros estrechos, caderas sumamente anchas, piernas muy cortas, etc. Pretende demostrar entonces que es un personaje concreto, terrestre y humano en definitiva. Podemos saber que era el gobernante sólo porque luce sus atributos simbólicos: la corona y los cetros cruzados sobre su pecho. Lo mismo cabe para mencionar a las representaciones de Nefertiti, cuyo rostro es de una belleza inigualable, veraz y no idealizada; sobre todo el busto que realizó el escultor real Tutmose, el cual se encuentra actualmente en Berlín y que es considerado como una obra maestra del arte egipcio.
La ciudad de Ajetatón fue trazada según un plano geométrico ortogonal, al igual que otras ciudades antiguas y se colocaron quince grandes estelas que marcaban simbólicamente sus límites. En esa capital el faraón mandó a construir el gran templo de Atón, los palacios reales, los edificios administrativos, viviendas, hipogeos y servicios públicos. Por la premura de su construcción, hecha predominantemente de adobe, y por el corto período en el que fue ocupada, los edificios no resistieron el paso del tiempo y hoy sólo quedan escasos rastros de sus cimientos. Siguió siendo ocupada unos cuantos años después de la muerte de Akhenatón, pero ya en los tiempos de su famoso sucesor Tutankamón fue abandonada, regresando el asiento de la monarquía a Tebas. Todos los vestigios del reinado del faraón “hereje” fueron borrados de Egipto y hasta su nombre desapareció de la lista de los gobernantes, como si nunca hubiese existido. Todo lo que conocemos del maravilloso arte de este período se debe a las excavaciones que se realizaron en Amarna durante el siglo XIX. Pero la huella de este arte realista y entrañable perduró, aunque escasamente, en algunas manifestaciones posteriores, especialmente en el período comprendido entre los siglos X y IV. Al respecto, destacan las dos tallas de pizarra, llamadas cada una “Cabeza Verde” que se encuentran en Berlín y Boston, que posiblemente representan a dos sacerdotes.

Akhenatón y su familia adorando a Atón, siglo XIV a.C. Altes Museum, Berlín
El período del faraón Akhenatón constituyó una anomalía, no sólo en lo que se refiere a la figura de un gobernante, sino también en cuanto a la religión e ideología asociada a ella. Indudablemente, estas manifestaciones heterodoxas que rompieron con una tradición rígidamente establecida en lo que se refiere a la narrativa y la representatividad nos sorprenden por su realismo y verosimilitud. Tanto es así, que los estudiosos de la historia del arte han designado a estas manifestaciones como propias del denominado “período de Amarna”, para distinguirlo de otros períodos del arte antiguo egipcio.
En el próximo artículo, el último sobre Egipto Antiguo, abordaremos la arquitectura de esta sorprendente civilización, cuyas manifestaciones van mucho más allá de las icónicas pirámides que todos conocemos.
Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (VII)
Julián González Gómez
Egipto (Tercera parte)
En esta entrega continuamos con la descripción de aquellos aspectos fundamentales que identifican al arte egipcio antiguo; después de considerar en la entrega anterior la llamada “aspectiva” como el primero de ellos. Hoy nos ocuparemos de otros rasgos: la ley de la frontalidad, con sus atributos asociados: la simetría especular y el hieratismo, y finalmente la llamada “perspectiva jerárquica”.
La ley de la frontalidad, también llamada (inapropiadamente) frontalismo, consiste en un principio fundamental de composición en el arte arcaico y antiguo, especialmente en la escultura, utilizado desde el paleolítico en las culturas de la cuenca del Mediterráneo y en Eurasia. Las figuras se representan de manera predominantemente frontal, de cara al observador, por lo que las facetas laterales y la posterior carecen de importancia representativa y están siempre supeditadas a la principal; o bien, son inexistentes. La jerarquía de la frontalidad implica también que, tanto el cuerpo, como los miembros superiores e inferiores, son representados de forma rígida, carentes de flexión y supeditados a la simetría bilateral, con un eje que divide en dos partes iguales a la figura completa. Este tipo de representación en el arte egipcio antiguo estaba reservado generalmente a las esculturas de los dioses y los faraones, como una convención establecida desde la época predinástica, hasta los tiempos de la dominación romana, e incluso posteriormente.
Desde los inicios del estudio de la historia del arte y hasta hace poco tiempo, se ha considerado a este rasgo como de carácter “primitivo”, sobre todo porque se ha encontrado abundantemente en el arte arcaico proveniente de diversas civilizaciones. Incluso, algunos investigadores lo han denominado con el epíteto de “ingenuo”. Sin embargo, en el caso del arte egipcio antiguo, su empleo no es consecuencia de una falta de recursos técnicos y expresivos por parte de los artistas, sino más bien responde a los aspectos simbólicos que esa técnica potencializa y refuerza. La ley de la frontalidad tiene su fundamento en el principio del valor primordial de la firmeza y estabilidad de los dioses y los faraones, considerados seres imperecederos e inmutables, que gobiernan eternamente.

Frontispicio del templo de Abu Simbel en el Alto Egipto, aprox. 1264 a.C.
En cuanto a la simetría bilateral, característica asociada siempre a la frontalidad, habría que aclarar algunos aspectos acerca de su condición como medio de representación. En primer lugar, la simetría bilateral no es el único tipo de simetría que existe, tanto en el arte, como en la naturaleza, de donde proviene, y que sus características se han determinado por medio de la matemática. El término “simetría” es claro y preciso: se refiere a una correspondencia exacta en forma, tamaño y posición de las partes de un todo. En la Grecia antigua se definió como “la correspondencia y relación de las partes entre sí y con la totalidad”, lo cual implica que existen diversas relaciones que están contenidas dentro de los límites de este concepto. Existen cinco tipos de simetría: la simetría bilateral o especular, la simetría de rotación o radial, la simetría de abatimiento, la simetría de traslación y la simetría de ampliación. Más adelante, en otro artículo, estudiaremos las características de la simetría en detalle. En el caso que ahora nos ocupa, el del arte antiguo de Egipto, la simetría que se manifiesta en sus obras es sobre todo la simetría bilateral, por lo que nos referiremos en exclusiva a ella por ahora.
En su forma elemental, la simetría bilateral es un tipo de composición que consiste en desplegar de forma idéntica la misma imagen a ambos lados de un imaginario eje o plano que pasa por el centro, como dos imágenes especulares que se unifican y complementan, de manera similar a como se presenta una imagen en un espejo. La tendencia hacia la simetría bilateral en la imaginería egipcia tiene que ver con la concepción dualista de su cosmología. Esta característica implicaba la necesidad de establecer equilibrios entre opuestos, la armonización de contrarios y la representación de la totalidad a través de lo dispar. Probablemente, esta visión dualista provenía en un principio de las propias condiciones geográficas de Egipto, dividido entre el Alto Egipto y el Bajo Egipto; la tierra fértil (Kemet, de donde viene la palabra “alquimia” y su derivación “química”) y el desierto (Deshret, o “tierra roja”, de donde proviene la palabra “desierto”); el valle del Nilo y el delta, etc. Como dualidad entendemos la reunión de dos caracteres distintos en una misma persona o cosa y como dualismo la concepción que supone que en el conjunto de la realidad hay dos principios que se oponen irreductiblemente, pero que son igualmente necesarios, eternos e independientes el uno del otro. En la religión egipcia se manifestaba también este dualismo: el bien, representado por Horus y el mal, representado por Seth; en la vida terrena y la vida ultraterrena: el Este (la vida) y el Oeste (la muerte), etc. Como principio regidor, el Maat establece entonces el equilibrio y la complementariedad de los opuestos, aunándolos en una totalidad armónica, y la simetría bilateral responde cabalmente ante estos requerimientos.
El hieratismo consiste en un recurso expresivo, estilo o ademán que presenta una gran solemnidad, y generalmente ha sido empleado en relación a los elementos sagrados, propios de una religión. El hieratismo implica en el arte el plasmar lo representado siguiendo la máxima solemnidad, para lo cual se elimina toda gestualidad o anécdota. De esa forma se alcanza un efecto de gran sobriedad y distanciamiento, propios de una idealización que ensalza a lo representado como figura de carácter sagrado. Los antiguos egipcios representaban a sus dioses y faraones mediante esta fórmula, mostrando al personaje inmóvil, pero con los músculos en tensión, el rostro inexpresivo, aunque apacible y en una actitud serena, imperturbable y dominante. Sus atributos se mostraban de una forma discreta y carente de ostentación, como si no necesitase de ellos para mostrar su poder y magnificencia, imponiéndose únicamente por su propia presencia.
Mediante el hieratismo los egipcios lograron plasmar con gran intensidad una amplia gama de contenidos, por lo que se convirtió en un recurso de gran efectividad expresiva. No obstante, en algunas ocasiones se manifestaron algunos matices que variaban este esquema tan rígido, permitiendo ciertas concesiones expresivas, haciéndolo más sutil. Por ejemplo, en algunas ocasiones se plasmó una ligera sonrisa en el rostro de un faraón, para “humanizarlo” levemente; o bien sus manos hacen un ligero ademán; o también su mirada no está totalmente dirigida al frente, mostrando cierta desviación lateral. En general, el hieratismo egipcio se muestra, como se señaló antes, preferentemente en las figuras de dioses o faraones, pero también se encuentra en las figuras de las tumbas de ciertos personajes de alto rango, como sacerdotes o funcionarios de alta categoría. En casi todos los casos las figuras hieráticas están solas, exentas, sin presentar una relación espacial o figurativa con un contexto específico, como un paisaje o un espacio. Por ejemplo, las grandes estatuas de Ramsés II que se encuentran en el frontispicio del templo de Abu Simbel en el Alto Egipto, no mantienen una relación orgánica con el edificio, están únicamente sobrepuestas, presidiendo la entrada con su presencia imponente. La única excepción que se encuentra en relación a la regla del hieratismo representativo en el antiguo Egipto fue durante el período del reinado de Amenofis IV, llamado Akhenatón, quien estableció parámetros distintos, los cuales rompieron con la formalidad tradicional que se había mantenido durante miles de años.
Un último rasgo esencial del arte antiguo de Egipto lo constituye la llamada “perspectiva jerárquica”, la cual consiste en distorsionar el tamaño de las figuras para destacar determinados aspectos narrativos. Así, en una misma representación se encuentran distintos personajes interactuando en escalas dispares, unos de gran tamaño al lado de otros de tamaño más pequeño, o incluso minúsculo. Este recurso también ha sido utilizado en las representaciones de carácter artístico y narrativo desde el paleolítico hasta la actualidad. Por ejemplo, en el Renacimiento, época en la cual el naturalismo era la norma, Miguel Ángel distorsionó ciertas partes de la anatomía de algunas figuras con el objetivo de ensalzar determinados mensajes narrativos, como en el caso de las manos del David, o la relación de escalas entre el cuerpo de la Virgen y el de Cristo en la Piedad Vaticana.
En Egipto, la perspectiva jerárquica, al contrario de los que muchos creen, no se utilizó con la pretensión de destacar a unos personajes en relación a otros, de acuerdo a su rango o jerarquía social. Se utilizó más bien, como una conceptualización de carácter plástico. Las variaciones en el tamaño de los representados responden al énfasis que se le pretende dar a ciertos individuos para ensalzarlos visualmente, de acuerdo al marco que se consideraba adecuado y su trascendencia simbólica y mágica. Por consiguiente, al observar una escultura, un relieve o una pintura, los individuos representados con grandes dimensiones no son necesariamente los que tienen una mayor jerarquía social o religiosa, sino aquellos que en un contexto temático específico se les ha querido destacar por sobre otros.

Psicostasis del Libro de los Muertos de Horus, Imperio Nuevo. Museo Egipcio de Turín.
Por ejemplo, en una psicostasis (la pesa del alma del individuo en una balanza, tras su muerte, para decidir su futuro) del Libro de los Muertos, que se encuentra en el Museo Egipcio de Turín, el dios Osiris fue representado de un tamaño mayor que el resto de los dioses que en ella aparecen; mientras que, en el lado opuesto de la escena, se representa al difunto que accede a la sala del juicio de un tamaño también mayor al de los dioses, pero un poco menor al de Osiris. El tamaño más grande de ambos personajes no significa que necesariamente están en una escala superior al resto de los representados, sino más bien que ambos son los personajes fundamentales en la acción que se narra y que los demás representados son, en este caso, secundarios. Osiris es quien tiene la máxima autoridad en el juicio y el enjuiciado, es decir, el muerto, es el protagonista principal.
Los rasgos descritos en el anterior artículo y en éste nos permiten visualizar y entender a cabalidad el arte egipcio de la antigüedad, tanto para enriquecer nuestros conocimientos, como para fomentar nuestra sensibilidad. En la próxima entrega, nos ocuparemos de aquellas manifestaciones heterodoxas dentro de la narrativa egipcia, y también de su arquitectura.
Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (VI)
Julián González Gómez
Egipto (Segunda parte)
“El método de trabajo del artista egipcio se asemejaba más al de un cartógrafo. Lo importante no era la belleza, sino la perfección. Su misión era representarlo todo tan clara y permanentemente como fuera posible. Dibujaban de memoria y de conformidad con reglas estrictas (…) Cada elemento debía ser representado desde su ángulo característico”. –E. Gombrich

Ejemplo de aspectiva en un paisaje, el “Jardín occidental” en la tumba de Nebamun, XVIII Dinastía (siglos XVI-XIII a.C.), originalmente en la Necrópolis de Tebas, actualmente en el British Museum
Para los antiguos egipcios, todo lo que se elaboraba cobraba vida. Por ello debían ser muy cuidadosos para ejecutar sus representaciones, ya que de su correcto planteamiento y realización dependía su efectividad, de acuerdo al contexto mágico religioso en el que se desenvolvían estas manifestaciones culturales. De esa idea se deriva la frase de Gombrich que encabeza este artículo. El concepto de belleza para los antiguos egipcios era muy distinto del que es aceptado por nosotros. La perfección, como norma suprema de la exteriorización del Nefer, es el valor que manifiesta para preservar el Maat, tal y como se explicó en el artículo anterior. Esto los llevó a establecer que la representación de cualquier cosa debía permitir su correcta interpretación sin ninguna clase de ambigüedad, tanto en la arquitectura, como en la pintura, escultura, escritura, orfebrería o cualquier otra disciplina. De ahí el establecimiento de normas estrictas y directas de la representación y su inmutabilidad. En arquitectura o en escultura de bulto esto no representaba mayor problema, ya que se pueden reconocer directamente las cualidades principales de lo representado gracias a su tridimensionalidad, con el agregado de los recorridos en la arquitectura, que permiten su contemplación desde diversos ángulos y así su mejor comprensión espacial y volumétrica. Pero en pintura, relieve y escritura la situación es distinta pues presenta un problema: la representación de las tres dimensiones sobre un plano bidimensional.
Este es un problema al que se han enfrentado los creadores plásticos desde la prehistoria: ¿cómo se obtiene más “verosimilitud” en la representación de cualquier cosa? Por supuesto, esta cualidad depende también de qué se quiere resaltar en una representación y también depende de la simbología que se pretende expresar mediante su imagen. Para los antiguos egipcios, a estos problemas se sumaba el factor crítico de la efectividad mágica de las imágenes, tal como se dijo antes. Nosotros, en la cultura occidental, estamos acostumbrados a utilizar un recurso que se desarrolló durante el Renacimiento, pero que tiene precedentes desde los tiempos helenísticos: la perspectiva. Por medio de ella podemos visualizar con relativa objetividad cualquier representación del mundo tridimensional en una superficie plana. Sin embargo, la perspectiva es tan sólo un “truco visual”, producto de las limitaciones de la óptica, ya que en realidad nosotros no podemos ver el mundo en perspectiva, pero estamos tan acostumbrados a ella, que nos parece natural y normal. Por ello, antiguamente se le llamaba a la perspectiva “trampa de ojo” o trampantojo. Los antiguos egipcios nunca conocieron y desarrollaron la perspectiva y, ante la necesidad de plasmar las cosas de la manera más descriptiva y completa, de resaltar sus características principales y secundarias, desarrollaron un método que en tiempos modernos ha sido llamado por los historiadores perspectiva múltiple o, más certeramente, aspectiva.
La aspectiva admite la combinación de distintos puntos de vista o aspectos de una misma cosa, recomponiéndolos en una superficie, de manera tal que se puedan reconocer sus aspectos distintivos y aquellos que se desean resaltar, sin perder su identidad. Todo ello de acuerdo al contexto en el que se muestre la obra y de acuerdo a su propósito. Estas consideraciones se extendieron no sólo a la representación de los objetos, sino además a los paisajes, las representaciones antropomórficas y los mundos ultraterrenos. La aspectiva permitió también a los artistas la combinación de elementos de naturalezas distintas; por ejemplo, seres que son en parte humanos y en parte animales, como muchos de los dioses del panteón egipcio. También permitió representar al unísono diferencias temporales y secuenciales, aceleraciones y retardos, densificaciones y ralentizaciones; todo lo cual enriqueció enormemente las posibilidades plásticas y representativas de las narrativas artísticas egipcias armonizando opuestos y eliminando lo irrelevante o lo redundante.

El astrónomo Nakht y su esposa Tawy, pintura de la XVIII Dinastía (siglo XIII a.C.).
Uno de los rasgos más característicos del arte egipcio, que se deriva de los principios de la aspectiva, es el llamado “perfil egipcio”, del cual hay múltiples ejemplos. En el “perfil egipcio”, cuando se trata de representaciones antropomorfas, la figura humana se presenta desde varios ángulos distintos que se conjugan en una sola imagen, desarticulándola y vuelta a componer de una forma que aparenta ser naturalista. La cabeza se muestra de perfil, pero el ojo se muestra de frente; el tronco se muestra de frente, pero en el caso de una mujer, los senos están de perfil y las caderas, piernas y pies se muestran también de perfil. Estas distorsiones, como normas establecidas para la representación del cuerpo de los seres humanos, permitían destacar aquellos elementos que se consideraban los más importantes y valiosos en relación a la existencia en este mundo y en el mundo del más allá. Se buscaba una eficacia basada en la forma y sus repercusiones mágicas; algo así como una simbología con connotaciones trascendentes. Esto era especialmente necesario en las representaciones en las tumbas, donde descansaban los cuerpos embalsamados y momificados de los muertos. En cuanto a las representaciones de los dioses y faraones, las mismas convenciones pretendían establecer su carácter como entidades completas y significativas. En relación a los planteamientos puramente plásticos, vale decir que, en muchos aspectos y salvando las distancias, los cubistas hicieron algo similar, miles de años después que los egipcios; pero, por supuesto, sin el componente mágico.
Por ejemplo, en el perfil egipcio la nariz se representaba de perfil, que así cobra su auténtico carácter y también por medio de esta vista se otorga más personalidad al rostro. Pero también, desde el punto de vista de la mentalidad egipcia, la nariz era uno de los órganos fundamentales de la existencia, ya que entre otras cosas es la vía de acceso del aire que permite la respiración, el “soplo vital” en esta vida y en la otra. En cambio, el ojo se representaba de frente, que es como se puede visualizar de forma más efectiva y también es la posición en la que se puede observar mejor. Por otra parte, el ojo visto de frente representa también el Udyat (“el que está completo”); el Ojo de Horus, que fue un símbolo de características mágicas, purificadoras, sanadoras y protectoras; interpretado también como la encarnación del orden y perfecto, como símbolo de la estabilidad cósmica, es decir, el Maat.
Las representaciones del torso seguían ideas similares y se representaba frontalmente. Dentro del torso se encuentran los órganos fundamentales de la existencia y debían estar completos. Si se hubiese representado de perfil perdería efectividad mágica, pues los órganos sólo estarían en una mitad. Los brazos, en cambio, se representaban de perfil para otorgarles más representatividad característica y las manos se mostraban íntegras y siempre en acción.
La cadera y los glúteos se representaban de perfil, de forma similar a como se representaba la nariz y la cabeza, ya que así se podía captar mejor su carácter y volumen. En cuanto a la representación de las piernas, se consideraba que lo más importante era mostrar que se disponía de ambas. De esta manera se propiciaba que el individuo representado pudiera gozar de plena movilidad. En cuanto a los pies, se representaban siempre de perfil y se mostraban los dos al final de las extremidades inferiores, con los tobillos y la totalidad de los dedos, que eran fundamentales para poder caminar. De esta manera, con dos piernas y dos pies enteros, el representado podía avanzar superando los obstáculos tanto de este mundo, como los de cualquier otro.
Por consiguiente, las representaciones del “perfil egipcio” se establecieron como convenciones que tenían como objetivo el propiciar un cuerpo mágicamente adecuado y trascendente; necesario tanto para la vida y también para su continuidad tras la muerte. En el próximo artículo describiremos otras características fundamentales del arte antiguo de Egipto.
Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (V)
Julián González Gómez
Egipto (primera parte)
La civilización del Antiguo Egipto tuvo una sorprendente continuidad de 3,000 años en los que, con alzas y bajas, períodos de esplendor y decadencia, se mantuvo vigente y sin mayores cambios en su estructura social y cultural. Esto se debió en buena medida a su aislamiento respecto a otras culturas, por su situación geográfica especial y también por el dominio cultural que ejercieron sobre otras civilizaciones. Es cierto que en los últimos siglos de su historia, Egipto sufrió las invasiones de diversos pueblos que lo sometieron: los persas y los griegos, y que al final la unidad de su cultura fue rota y desplazada por la dominación romana, desde el siglo I a. C., pero sus paradigmas esenciales no sufrieron transformaciones profundas, hasta el advenimiento del cristianismo y, sobre todo del islam, a partir del siglo VIII d. C.

Pirámide escalonada de Zoser en Saqqara, creación de Imhotep, Egipto, 2650 a. C.
Cuando pensamos en Egipto, inmediatamente nos vienen a la mente aquellas imágenes icónicas que identifican a esta cultura ante el mundo: las pirámides de Guiza, las enormes estatuas de los faraones que hay en los templos, los paisajes del valle del Nilo, los jeroglíficos, etc. También es la tierra que se describe en la Biblia y los escritos de algunos antiguos griegos que llegaron a conocerla y admirarla, como Heródoto. Todas estas imágenes e historias nos remiten a un esplendor antiguo, muchos de cuyos logros técnicos no han podido ser sobrepasados hasta los tiempos modernos. Pero en el Antiguo Egipto se encuentra también una idiosincrasia y un modo de pensar particular, único y singular, que afortunadamente ha quedado registrado en los diversos textos que produjeron y que los descubrimientos arqueológicos han confirmado. Entre estos logros se encuentran aquellos que están relacionados con su religión y su visión del mundo, de donde se deriva su cosmovisión y algo más que aquí nos interesa bastante: los conceptos relativos a la representación del mundo terreno y del mundo ultraterreno. En efecto, los antiguos egipcios llegaron a desarrollar una serie de ideas referidas a la estética de la representación autónoma, aunque al mismo tiempo ligadas a su forma de concebir el mundo y, sobre todo, la vida después de la muerte, a la que consideraban la más importante.
Entre estos conceptos hay uno que denota la idea de la perfección y con él el de la belleza relativa a ella, descrito con la palabra Nefer. Significaba al mismo tiempo lo bueno, lo perfecto, lo completo y lo armónico. El término es muy común en las inscripciones jeroglíficas, representado mediante un signo que simboliza un corazón unido a una tráquea. Sus connotaciones, todas positivas, se aúnan a diversos nombres: Men-Nefer (la que es estable de belleza) que era uno de los nombres de la ciudad de Menfis; Bau-Nefer (perfecto de poderes mágicos); Nefer-Renpet (el buen o bello año); Nefer-Hotep (la buena ofrenda a los dioses). Se ha relacionado también este término con los nombres de algunas mujeres del Antiguo Egipto, todas consideradas como modelos de belleza arquetípica: Nefertiti, Nefertari, Neferet, etc. Pero en realidad, este término no se refiere únicamente a aquello que era considerado bello desde el punto de vista formal, sino más bien como el fruto de la justa creación de los dioses y la virtud que se deriva de ella. Pero esa virtud podía ser destruida si no se preservaba la Justicia Universal, llamada Maat. La Nefer dependía de la Maat, es decir, del equilibrio del cosmos, de la preservación infinita del orden del universo.
Ra, el dios solar, debía descender cada noche al inframundo, llamado Duat, donde debía enfrentarse a Apofis, el símbolo del mal. Ra estaba obligado a vencer en esta batalla para que el ciclo diario de regeneración del mundo no se detuviera y así apareciera de nuevo en el cielo al amanecer de cada día nuevo. Para ayudar a Ra en su lucha contra Apofis siempre aparecía Maat, encarnada en una diosa de gran belleza. Por ello, Maat era una fuerza benefactora de la que se nutrían los dioses, en especial Osiris, el dios que controla las leyes del Maat, de las cuales es el guardián, juez y soberano supremo. El encargado de preservar la Maat y su encarnación era el faraón, el dios viviente, el mediador y puente entre el mundo y los dioses. Por ello, sus representaciones debieron regirse por medio de fórmulas que debían ser permanentes, con una base preestablecida, estereotipada, y que por ello sufrió muy pocos cambios en el transcurso de los siglos. Maat debía ser siempre necesaria, nunca contingente y Nefer, su consecuencia, debía tener la misma categoría, ya que era producto de ella. Estas ideas surgieron quizá desde antes del establecimiento del imperio faraónico, cerca de 3,000 años a. C. y se extendieron durante toda la historia de esta cultura, adoptando ligeros cambios estilísticos a lo largo del tiempo. En otras culturas antiguas surgieron conceptos similares: en Mesopotamia con los mes (decretos divinos acerca del orden y armonía universal) y en China, tanto en el taoísmo como en el confucianismo.
Las representaciones de Maat eran inmutables, mientras que su derivada Nefer tuvo algunas pequeñas variantes, de acuerdo a las épocas. Por ello podemos ver que, en el Imperio Antiguo, en el tercer milenio a. C., la representación de la Nefer era de carácter preferentemente realista, una recreación del mundo con cierta idealización, que también se transfiere al mundo ulterior y el de los dioses. Se trata de imágenes que pretenden reflejar la armonía del cosmos y, en este mundo, la realidad de una vida que debe ser estable, inmutable. Los retratos son realistas, reflejan las cualidades de las personas tal cual son, hasta las imágenes de los faraones siguen estas mismas pautas. Esta es la época de la transición de las tumbas (las mastabas) a las pirámides y los templos funerarios en honor a los faraones fallecidos en este mundo, pero que perviven en el mundo de ultratumba. El Nefer es una cualidad que trasciende desde el mundo del más allá, se desenvuelve en este mundo y después regresa a él. De acuerdo a estas creencias, la manifestación de la belleza en el mundo era un reflejo de la belleza propia del orden cósmico, su virtud y su justicia.
Su expresión en aquellas obras que eran producto de la manufactura humana (las cuales hoy nosotros llamamos arte egipcio), era nada más que un vehículo de expansión de la propia virtud cósmica, y sus artífices (los artistas) los encargados de ejecutarla de la forma más fiel posible. Su prestigio se basaba en cualidades con las que habían sido favorecidos después de un duro proceso de aprendizaje, tanto en los aspectos técnicos, como sobre todo en los aspectos metafísicos y religiosos. Eran una especie de sacerdotes-artistas, por llamarlos de una manera conocida para nosotros. Por lo tanto, su actividad no era autónoma ni independiente de los paradigmas religiosos. Su creatividad y los valores plásticos que utilizaban para la realización de sus expresiones, aunque siempre eran estereotipados, no eran un producto derivado de su propia inspiración, sino producto de una invocación a los seres divinos. Esto es especialmente manifiesto en el arte público egipcio, sobre todo en los templos: su arquitectura, sus relieves y sus estatuas y las tumbas reales del Imperio Antiguo, en especial los complejos de las pirámides.
Conocemos a aquel al que los egipcios consideraron el primero de los creadores humanos y también el más grande, bajo cuya figura se fijaron los paradigmas de lo más alto en lo que se refiere a las actividades propias de la creación artística y también de la ciencia, ya que estaban unidas indisolublemente. Su nombre era Imhotep. Se ha demostrado que fue una verdadera figura histórica y no un mito como se creía antes. Era sumo sacerdote de Heliópolis y visir del faraón Zoser durante la tercera dinastía (imperio antiguo) en el siglo XXVII a. C. Sus actividades no sólo abarcaban los aspectos de la religión y la política, sino también la medicina, la arquitectura, la ingeniería y la astronomía. Era considerado un sabio en todo lo que cabe en este término, un creador y un científico que dominaba la matemática y la geometría. Diseñó el complejo funerario del faraón, el cual contiene la primera pirámide de Egipto, que se construyó en Saqqara. En la base de la estatua del faraón ubicada en este complejo se puede leer acerca de Imhotep: “Tesorero del rey del Bajo Egipto, Primero después del rey del Alto Egipto, Administrador del Gran Palacio, Señor hereditario, Sumo sacerdote de Heliópolis, Imhotep el constructor, escultor, hacedor de vasijas de piedra...”. Otros escritos históricos también se refieren a él en los mismos términos, incluso fue elevado a la categoría de dios de la medicina y la sabiduría. Se le representó como una figura sedente con un papiro desplegado sobre sus rodillas, por lo que también fue venerado como patrón de los escribas en el imperio nuevo. Imhotep se convirtió en el arquetipo del creador-demiurgo, la categoría más alta a la que un mortal podía aspirar en este mundo, lo cual nos da una idea de la importancia y complejidad del dominio de las artes y las ciencias en el Antiguo Egipto.
A diferencia de las grandes y trascendentes expresiones, producto de una ejecución de carácter divino, los artistas egipcios se manifestaron de una manera más discreta en las tumbas de personajes de menor rango: funcionarios, gobernadores, militares, burócratas, etc. En estas tumbas el arte es más personal, más expresivo, menos riguroso y por ello más cercano a la vida cotidiana, sus costumbres y su idiosincrasia. La vida terrena y sus diferentes aspectos se representaban en las tumbas con la intención de extenderlos a la vida después de la muerte, que era un concepto de naturaleza transitiva. Los personajes están representados de una forma realista, no estereotipada, y se les puede ver junto a sus familias y sirvientes realizando las labores que les eran comunes en esta vida: ritos religiosos, agricultura, comercio, artesanías, guerra, vida familiar, comida, danza y música, etc. Todo expresado con maravilloso y extraordinario colorido y vivacidad. Únicamente para los faraones estaban reservadas las fórmulas estrictamente rituales y las hieráticas imágenes en sus tumbas, así lo demuestran. Sólo hubo una única y corta excepción a esta regla, y fue durante el período de Amenofis IV, llamado Akhenatón, quien estableció un nuevo culto y una singular cosmovisión. A este período dedicaremos un capítulo más adelante.
La fascinación que ha producido el arte egipcio desde los tiempos antiguos proviene de su monumentalidad y escala, por su naturalismo, a veces manifestado con un realismo exacerbado, por el dominio de la técnica y de su armónica geometría. Pero también nos ha fascinado por la “modernidad” que evidencian sus cánones, semejantes en mucho a los de nuestra cultura moderna, a pesar de su lejanía tan grande en la escala cronológica. El Antiguo Egipto nos remite a un pasado que añoramos presente, por lo cual nos identificamos tanto con su arte y sus expresiones. Por ello, para caracterizar y entender las representaciones artísticas de esta gran civilización se requiere conocer en profundidad sus creencias y su cosmología, algunas de cuyas características acabamos de mencionar. Para completar el panorama, es necesario revisar aquellos aspectos que definieron el canon egipcio en lo que se refiere a los aspectos formales y sus nociones básicas. A ellos dedicaremos el siguiente artículo.
Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (IV)
Por: Julián González Gómez
Las grandes culturas antiguas

Reconstrucción del Zigurat de Ur, Mesopotamia, tercer milenio a.C.
Las primeras grandes culturas de la antigüedad, organizadas en estados sofisticados, surgieron predominantemente en aquellas regiones en las que había cursos de grandes ríos que eran navegables. Este es el caso de los sumerios, en Mesopotamia, con los ríos Tigris y Éufrates; los egipcios, en el valle y delta del Nilo; las antiguas culturas de la China, en el valle del Yang Tsé y las culturas de la India antigua, en el curso del río Indo. En general, los orígenes de casi todas estas culturas se hallan en el período comprendido desde el cuarto milenio a.C., hasta el segundo milenio a.C. Si bien existen muchas diferencias en cuanto a las condiciones del establecimiento de cada cultura, se puede decir que en común las antiguas organizaciones neolíticas, consolidadas con base en el predominio de los clanes y luego de las tribus, pasaron a organizarse en torno a la asociación de varias tribus bajo el gobierno de una familia aristocrática dominante o un conjunto de ellas, personificadas en la figura del rey, faraón, regidor, etc. Junto a estas castas aristocráticas surgieron las castas sacerdotales, encargadas de la administración de la religión oficial y el culto; muchos de sus integrantes fueron además los burócratas que se encargaron de la administración del Estado. A estos dos estratos se sumó el de los guerreros, que fue adquiriendo cada vez más importancia en relación a la expansión territorial y cultural del Estado, y sustentaron el sistema de poder por medio de la fuerza de las armas. La sociedad que se encontraba afuera de estas castas dominantes estaba compuesta por la población de las ciudades, entre la que se encontraban los artesanos, comerciantes y burócratas de baja categoría. Finalmente se encontraban los campesinos –que se encargaban de los cultivos, cosechas y la ganadería, para mantener a la población–, y eran la mayoría. Ellos proveían la mano de obra necesaria para la edificación de las obras públicas.
Los asentamientos urbanos dejaron de ser simples aldeas para convertirse en ciudades altamente organizadas, en las cuales sobresalían siempre los templos, las viviendas regias (palacios) y las murallas para la defensa. Hacia el final del tercer milenio a.C. se creó y consolidó la escritura, que se utilizó principalmente para llevar los registros burocráticos de la administración y después para otros usos, como el registro de los anales históricos y dinásticos. La escritura pasó por una serie de etapas en su evolución que la llevaron desde sus orígenes como pictogramas, hasta un desarrollo posterior basado primordialmente en la estructura fonética, a través de las sílabas y la creación de un alfabeto.
En general, estas manifestaciones muestran un carácter estereotipado, con base en reglas y fórmulas establecidas de antemano, no tanto por parte de los artífices mismos sino por parte de los sacerdotes y miembros de las altas jerarquías sociales. Los artífices debían pasar por un largo período de aprendizaje de las reglas y las técnicas de su quehacer, entre las cuales las más importantes eran las que definían las posturas, expresiones y atributos de las representaciones de los dioses y de los gobernantes. No se puede saber si entre los conocimientos que dominaban estaban aquellos relacionados con los aspectos cosmogónicos de su cultura; probablemente no era ese el caso, ya que estos conocimientos eran en general patrimonio de los sacerdotes. Aún así, seguramente conocían las nociones más básicas sobre estos aspectos y, por lo demás, se limitaban a seguir las indicaciones que les daban los jefes y sacerdotes.
Es notorio que la mayor parte de estas manifestaciones, en lo que se refiere a la plástica, sean de carácter predominantemente figurativo. Es una representación de la naturaleza, pero con connotaciones trascendentes en lo que respecta a las figuras de carácter religioso y de la realeza. Los atributos de los dioses se derivan de los antiguos cultos totémicos, en los que las cualidades de ciertas fuerzas naturales y las capacidades de ciertos animales se reflejan como aditamentos en las figuras antropomorfas de las deidades y los reyes. Estos adquieren un carácter de semidioses o hasta de dioses vivientes; asimilan estas cualidades en la integridad de su persona y así se representaban.
El arte religioso es el más monumental y el de mejor calidad, tanto por las cualidades de su manufactura, como por los materiales utilizados para su elaboración. Dependiendo de las características de cada cultura en particular, se representa a las deidades con una actitud imponente y un porte hierático. Para los cultos públicos se muestran como dioses poderosos y graves; figuras que imperan sobre la vida y la muerte de los hombres y nadie los va a retirar de su sitial. Esto se muestra de forma más patente en el Egipto antiguo, en el cual la figura del faraón se ubica en la misma categoría que los dioses que no viven en este mundo, pero que lo gobiernan junto con él. En el caso de las culturas mesopotámicas los dioses se representan de forma menos imponente que en Egipto y lo mismo ocurre en la China antigua. Son deidades más terrestres, y, por lo tanto, más cercanas a los hombres, con quienes tienen un contacto más estrecho.
La arquitectura religiosa es casi siempre monumental, construida según las técnicas locales que se perfeccionaron a lo largo del tiempo, al igual que su composición y escala. En Mesopotamia destacan las masivas pirámides Zigurat, de gran altura, escalonadas y dotadas de largas escalinatas para ascender al templo en la parte superior, donde sólo podían ascender los sacerdotes o el rey. En Egipto hay una muestra más amplia de arquitecturas religiosas. Por supuesto, las estructuras más conocidas son las pirámides, que son los monumentos funerarios de los faraones en el período final del Imperio Antiguo y casi todo el Imperio Medio, pero existe gran cantidad de diferentes tipologías de edificios religiosos. Son muy importantes los gigantescos templos erigidos en honor a Amón en Luxor y Karnac, los templos funerarios de las dinastías del Imperio Medio, etc. En el próximo artículo nos enfocaremos en Egipto y sus expresiones artísticas.
Una característica muy importante de la arquitectura religiosa de estas culturas era su relación, en cuanto a su trazado y ordenamiento, con los esquemas celestes que los sacerdotes trazaron con base en sus observaciones astronómicas de las constelaciones, el Sol, la Luna y los planetas. El principio hermético que establece que “Como es arriba, es abajo; como es abajo, es arriba” se puede aplicar a cabalidad en el trazado de los grandes edificios religiosos. Esto implica también el desarrollo y la aplicación de principios matemáticos-geométricos en lo que se refiere al cálculo de las medidas, orientaciones y patrones compositivos. La matemática es para esta arquitectura su lenguaje intrínseco y el generador de su espacio, circulaciones y volumetría. Pero estos mismos patrones se aplicaron también en la elaboración del arte plástico, no sólo el de escala monumental, sino también en el arte mueble, la joyería, etc., presentando así por primera vez una cualidad que hasta ese entonces no se había mostrado: la composición y la ulterior definición de la representación a través de una geometría armónica, como una analogía con el orden cósmico. De esta manera se relaciona a la expresión manifiesta (el objeto “artístico” para nosotros) con el orden natural, de una forma abstracta, no sólo simbólica, sino también esencial. El objetivo no parece ser el de obtener un producto con cualidades puramente estéticas, sino más bien esenciales y, si se quiere, ontológicas.
Como resultado, el producto que posee tales características, adquiere una categoría superior a la que tienen otros productos artesanales de uso práctico, que son propios de una jerarquía menor. Las antiguas culturas, por lo que se sabe, no dejaron escritos acerca de sus reflexiones en cuanto al conocimiento que se adquiere a través de los sentidos; tampoco sobre las impresiones que se producen por esa vía. No tenían una estética de carácter autónomo. Sus ideas acerca de la belleza y de las sensaciones estaban supeditadas a un patrón que pertenecía al orden del universo, el cual regía sobre este mundo, tal y como dispusieron los dioses.
Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (III)
Por: Julián González Gómez
El período Neolítico

Mujer sentada de Catal Hüyük, 6,000 a.C.
Imaginemos por un momento un entorno de colinas ondulantes y extensas praderas, salpicadas por aquí y allá de pequeños grupos de árboles. El clima es seco y caluroso, aunque por las noches la temperatura desciende a muy pocos grados por encima del punto de congelación y durante el invierno nieva ocasionalmente. Este lugar está ubicado en lo que, muchos siglos después, se conocería como Anatolia y actualmente es parte del territorio de una nación llamada Turquía. En este entorno se encuentra una aldea, bastante pequeña en su extensión, compuesta de grupos de viviendas construidas de adobe y madera, unas junto a otras en un abigarrado conjunto en el cual apenas hay unas pocas calles muy estrechas. Las viviendas se pueden comunicar entre sí simplemente caminando sobre sus terrazas, que son planas, ya que las lluvias son escasas y no se necesitan tejados con inclinación para desfogar las aguas. En este lugar habitan unas trescientas personas y ha crecido mucho en los últimos tiempos, ya que no ha habido conflictos ni invasiones por parte de los nómadas que provienen del Este y el Norte, quienes hace años asolaban la región, matando a los aldeanos y robando sus alimentos y enseres. Por si acaso, alrededor de la aldea se construyó una empalizada para protegerla y sus habitantes se procuraron una dote de armamento defensivo: lanzas, azagayas y escudos, que no dudarán emplear en caso de una amenaza. Un pequeño río cercano provee de la vital agua que necesitan para su consumo.
En las zonas que están a las afueras de la aldea hay algunos campos de cultivo, no muy extensos, donde se cosechan cereales como el trigo y la cebada, así como guisantes, garbanzos, lentejas y lino. En los pequeños bosques cercanos se recogen almendras y manzanas y se cazan algunos animales como el jabalí, el ciervo y algunas aves. Desde hace ya muchas generaciones se domesticaron las ovejas y las cabras, sus posesiones más valiosas, que proveen de su leche y su lana para alimento y vestido. Su economía depende de los recursos que logran explotar para auto abastecerse. Ocasionalmente comercian con los nómadas no beligerantes, procurándose de insumos que no hay en su región: piedras diversas (obsidiana, pedernal, ópalos, turquesas), ciertos tipos de cerámica especial, pieles de animales y objetos que consideran suntuarios, como plumas de aves de colores.
La vida de los habitantes de esta aldea es dura, la muerte les espera al promediar los 30 años por diversas enfermedades, partos y conflictos. Entierran a sus muertos en el suelo de sus casas. Su vida está regulada por las estaciones y por los ritos dedicados a diversos dioses caprichosos que, si se muestran favorables, los bendicen con paz y buenas cosechas, pero si están descontentos les hacen la vida imposible. Por ello hay que procurar sus favores por medio de sacrificios y ceremonias en las que se invoca su misericordia. No hay templos, ni una casta sacerdotal, los ritos se celebran en el interior de las viviendas, donde siempre hay un altar, y son dirigidos por el miembro más anciano de la familia, quien transmite sus conocimientos a los más jóvenes para que las ceremonias perduren en la memoria y en el culto. Dentro de los dioses, la más importante es la diosa de la fertilidad, de cuyos designios depende el éxito de las cosechas y por consiguiente el bienestar y prosperidad de la comunidad. A ella se dirigen las ceremonias más importantes, que siempre son en la primavera, y para las cuales se reúnen todos los clanes en una explanada, donde se enciende un fuego ritual, se depositan ofrendas y se realizan cantos y danzas en su honor. En este lugar se arreglaron piedras en forma circular y luego se erigieron algunas estelas conmemorativas con relieves que representan las fuerzas naturales y los dioses asociados a ellas, pero todos en menor jerarquía que la diosa de la fertilidad, a quien se le adjudicó un carácter femenino, por ser la hembra la que gesta la vida, que nace de su interior.
En el sector central de esta aldea vive un personaje especial, cuya casa no muestra signos de su jerarquía dentro de la comunidad, ni es más grande que las otras casas, ni está montada sobre un túmulo. Aquí vive el personaje que los demás reconocen como gobernante o jefe, quien dispone de los atributos que le permiten tomar las decisiones que afectan a todos los miembros de las familias y clanes, pero siempre lo hace de acuerdo al consenso de los demás jefes y ancianos, por lo que no dispone de entera libertad para disponer de lo que quiera. La sociedad que administra es igualitaria, no hay distinciones especiales para nadie, no hay castas, ni dominación de un sexo sobre el otro. La propiedad es comunal y abarca no sólo la infraestructura de la aldea, los campos de cultivo y los almacenes de granos, sino también los elementos propios de los ritos religiosos, las armas y los animales. Lo único que se puede considerar como privado es la ropa y los enseres necesarios para la vida diaria. El trabajo se ha especializado y hay personas que se dedican a diversos oficios por medio de los cuales se surten las necesidades de la población: artesanos de la piedra, la cerámica y la elaboración de objetos suntuarios. Dentro de estos últimos hay un individuo que se dedica a elaborar las estatuillas de piedra que se utilizan para los ritos de la diosa de la fertilidad. Aprendió el oficio de su padre y éste del suyo y así desde numerosas generaciones anteriores. Las técnicas provienen de los ancestros, pero no se sabe desde cuándo, ya que su memoria sólo abarca unas cuantas generaciones y no existen los registros escritos. Todas las costumbres y técnicas se transmiten de forma oral, al igual que las historias sagradas y la manera de realizar las ceremonias.
Este individuo maneja de forma experta diversos utensilios que le sirven para realizar su trabajo y también conoce en profundidad las cualidades de los materiales que emplea. Su conocimiento abarca no sólo aquellos aspectos que atañen a su oficio, sino también las normas sociales y religiosas, las costumbres y las jerarquías. Pero también aprendió que para hacer mejor su trabajo necesitaba convertirse en un experto observador y un profundo analista. Aprendió que las imágenes que sus ojos observaban en el entorno, en las personas, sus atributos y sus expresiones podían ser plasmadas en los objetos que elaboraba para hacerlos más “vívidos”, más “naturales”. Esto les otorgaba un valor agregado, el cual iba más allá de su mera utilización como ofrendas en los ritos; ante todo eran una representación de los dioses y por ello se veneraban, no por sus cualidades técnicas y expresivas. En su mente y en la de cualquier miembro de su sociedad no existía el concepto de “Arte”, él nunca pensaba que estaba realizando algo que perteneciera a esta categoría y tan sólo pretendía realizar un trabajo que satisficiera los requerimientos que le habían sido encargados. A través de la práctica y el aprendizaje fue mejorando algunos elementos en sus estatuillas, en relación con los que habían hecho antes su padre y su abuelo. Quizás sin saberlo conscientemente se estaba expresando de una forma única e innovadora, y también estaba estableciendo nuevos parámetros en su quehacer, que luego transmitiría a sus hijos y éstos a los suyos. Tras varias generaciones estos nuevos parámetros quedarían establecidos como una costumbre, un modo de hacer las cosas. También vendrían nuevos aportes e incluso nuevos motivos y, junto a los devenires históricos, se seguiría evolucionando o, por lo contrario, retrocediendo hasta desaparecer por completo este tipo de expresión, de manifestación cultural.
Muchos siglos, muchos milenios después, algunas de las estatuillas que realizó este artesano serían descubiertas por los arqueólogos en el emplazamiento de la antigua aldea, al que se le llamó Catal Hüyük y serían reconocidas por los historiadores y expertos como “obras de arte”. Datándolas en unos 6,000 años a.C. se considerarían como piezas de un alto valor artístico y cultural y serían posteriormente catalogadas, estudiadas y finalmente expuestas en un museo para su apreciación y estima por parte del público y la crítica. ¿Por qué se les consideró a estos objetos como “Arte”, si su propósito era sólo el de servir como ofrendas? Algunos dirían que por su calidad estética, o por su excelente elaboración, o por su expresividad, etc. Si partimos de la premisa, tan cara para los artistas contemporáneos, de que “Arte” es cualquier cosa que el artista declara como tal, podríamos afirmar rotundamente que estas estatuillas no lo son. Por otra parte, dejando de lado su valor como vestigios culturales, se podría decir que poseen características especiales que las hacen únicas y esto también incide en su alto valor, de acuerdo a las consideraciones culturales de hoy. Pero, si no se puede en la actualidad establecer un valor absoluto o una definición total sobre lo que se considera como “Arte”: ¿bajo qué premisas objetivas se puede establecer que un objeto, cualquiera que éste sea y de cualquier época merece tal consideración? Es una pregunta que trataremos de contestar en los siguientes artículos.
Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (II)
Por: Julián González Gómez
El período Paleolítico
¿Podrían considerarse como arte las representaciones de animales, personas y objetos que fueron elaborados por el Homo sapiens en la prehistoria? Estas manifestaciones corresponden a diferentes períodos y culturas en sociedades primitivas, cuyos alcances no sobrepasaban más que la abstracción de una pequeña cantidad de conceptos, todos ellos relacionados con los medios de supervivencia y el entorno. La prioridad de estos individuos era evitar su extinción y, para ello, aprovechaban lo más que podían las cualidades del medioambiente en el que se desenvolvían. Las pinturas encontradas en las profundidades de las cavernas, los objetos tallados en piedra, hueso, concha o marfil y las piedras organizadas en distintas formas para crear espacios y volúmenes, son los únicos vestigios que han quedado de sus representaciones; las cuales, de acuerdo a un criterio absoluto (tal como se manejaba hace tiempo), no pueden considerarse necesariamente como arte.

Venus de Willendorf, 28,000-25,000 a.C.
Su valor, ante todo, es muy grande en cuanto a que son vestigios históricos y culturales que evidencian una parte de su pensamiento simbólico y, seguramente, también de su visión del mundo. Si ligamos los principios de la estética tradicional a estas consideraciones, podríamos afirmar que algunas de ellas manifiestan ciertas cualidades: simetría especular, armonía compositiva, armonía del color, ritmos, proporción (relativa) y una concepción bastante adelantada del naturalismo. Se puede afirmar también que los individuos que las realizaron eran, por decirlo así, artesanos que poseían conocimientos adelantados de las técnicas para su realización y también una habilidad especial para su caracterización. Indudablemente, tuvieron que pasar por un período de aprendizaje y ante todo de reflexión que les permitía alcanzar la síntesis adecuada para la representación de símbolos y la manipulación de su interpretación.
Los primeros vestigios de estas representaciones fueron estudiados y registrados a mediados del siglo XIX y en esa época no fueron considerados como obras de arte, de acuerdo a los patrones en boga por entonces, los cuales estaban enfocados exclusivamente en las Bellas Artes. Tampoco se especuló sobre sus funciones o propósitos, aunque algunos estudiosos propusieron que su función era únicamente de carácter estético, lo cual muy pronto se demostró que era falso. Hasta hoy no se sabe cuál era efectivamente el propósito de elaborar estas representaciones y se ha supuesto que formaban parte de rituales mágico-religiosos o de índole similar, pero en la mayoría de casos estas explicaciones sólo son hipótesis establecidas con mayor o menor respaldo.
Desde sus primeros hallazgos y clasificaciones hasta la actualidad, se han podido establecer distintos períodos de elaboración de estas representaciones y sus características. Algunas de ellas, las más primitivas, se remontan al final del Paleolítico inferior y al Paleolítico medio (desde hace unos 500,000 años, hasta unos 30,000 años). Por consiguiente, no provienen del Homo sapiens, sino de algunos de sus antecesores, incluyendo la especie de los Neandertales. La clasificación que se emplea más comúnmente es la que estableció Leroy Gourhan mediante un cuadro crono-estilístico del Arte Paleolítico. Los vestigios más antiguos están clasificados en la etapa llamada “Período Pre-figurativo” y consisten generalmente en incisiones realizadas en huesos o piedras y son abstractos; en esta categoría también se incluyen algunos artefactos tallados con un fino acabado que supera las necesidades prácticas, lo cual ha inducido a pensar que en esas etapas ya se había desarrollado cierto sentido estético. El siguiente período, llamado “Figurativo Geométrico”, abarca desde fines del Paleolítico medio, hasta los inicios del Paleolítico superior (desde hace unos 40,000 años, hasta unos 30,000 años) y se caracteriza por el inicio del geometrismo, algunos signos e ideomorfos y representaciones parciales y sintéticas de animales. En este caso, se ha podido comprobar que las manifestaciones provienen únicamente del Homo sapiens. En el siguiente período, llamado “Figurativo sintético elemental” (desde hace unos 27,000 años, hasta 20,000 años) ya encontramos las primeras estructuras espaciales (¿arquitectura?), figuras detalladas de animales dibujados con rasgos anatómicos y muchas de las llamadas “Venus”, que son figurillas femeninas estilizadas, con exageración de sus atributos sexuales. El cuarto período, llamado “Figurativo sintético evolucionado” (desde hace unos 20,000 años, hasta 15,000 años) es más extendido y también el más estudiado; en él aparecen representaciones de animales en tres cuartos y con microcefalia; además aparece por primera vez la representación de movimiento. El quinto y último período se llama “Figurativo analítico” (desde 15,000 hasta 12 o 10,000 años) y se caracteriza por el desarrollo masivo del arte mueble (esto es un elemento realizado sobre un objeto de dimensiones limitadas y manejables, es decir, que pueden ser transportados por el ser humano), los santuarios interiores cubiertos de losas de piedra y las representaciones más realistas. A lo anterior se suma en las pinturas rupestres el modelado en relieve, contornos difuminados, simulación de pelaje y la bicromía. Cada uno de estos períodos presenta sus propios convencionalismos y estereotipos, de acuerdo a los rasgos culturales y regionales que enmarcaron su creación.

Bisonte de la cueva de Altamira, 16,000 a.C.
En las primeras décadas del siglo XX se acuñó el término “arte rupestre” para clasificar las pinturas de las cuevas y las figurillas talladas; otro término que se aplicó fue “arte del paleolítico”, clasificación en la que se incluyó a las representaciones pictóricas y tallas de distintas culturas primitivas. Entonces, el término “Arte” empezó a abarcar nuevas categorías, antes ajenas a esta consideración, lo que es signo de que las fronteras establecidas de acuerdo a una clasificación estricta fueron sobrepasadas y se volvieron inclusivas. Por ello es que, en los tiempos modernos, el mundo del arte ha aceptado y asimilado determinadas representaciones que están caracterizadas por cualidades o valores distintos de los tradicionales. Por esta rendija se colaron estas manifestaciones y hoy se les llama efectivamente “Arte” y nadie discute sobre su pertenencia a esta categoría.
Muchos artistas de las vanguardias de la primera mitad del siglo XX y de tiempos posteriores han utilizado diversos elementos de estas representaciones prehistóricas para desarrollar su propia obra; no sólo como motivo de inspiración, sino también sus técnicas y su plástica. Otro tanto ha sucedido con el arte de los pueblos primitivos, el llamado “Arte Étnico”, que ha alcanzado un alto grado de estima en los círculos de la crítica y la academia. Son bien conocidos, entre otros, los casos de Picasso, Modigliani y Brancusi, fascinados por las tallas y máscaras de África, Oceanía o de las culturas prehistóricas de Europa.
De todo lo anterior, podemos establecer algunas distinciones en lo que respecta a la posible clasificación del concepto de “Arte”, referido a las manifestaciones del Paleolítico. En primer lugar, todo objeto o elemento al que se le adjudica esta categoría es una representación, es decir, es una imagen o idea que sustituye a la realidad; o bien, una cosa que representa a otra. Claramente, las manifestaciones del Paleolítico constituyen una representación de elementos naturales que captaron los individuos de esas culturas (el geometrismo abstracto presenta un problema en este sentido), sustituyendo la imagen real por otra ficticia, por una ideación. En esos aspectos estas manifestaciones se asocian al lenguaje y mucho tiempo después se asociarán a la escritura. En todo caso, este proceso sólo se puede llevar a cabo si se verifica el pensamiento simbólico, que es la capacidad de representar mentalmente el entorno más allá de los estímulos presentes, con base en experiencias previas. Esta capacidad ya estaba presente en algunas especies pre-neandertales y en los neandertales, siendo en el Homo sapiens ya intrínseca. Una vez superado este período, se llegará a un grado muy superior de sofisticación y especialización, en el cual los creadores establecerán una diversidad de lenguajes y códigos que identificarán socialmente a los grupos, distinguiéndose por el grado de su avance y por la profundidad de las ideas representadas. En el próximo artículo revisaremos las experiencias de las culturas del Neolítico y sus alcances para seguir avanzando en nuestra búsqueda.
Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (I)
Por: Julián González Gómez
Introducción

Jan Vermeer, Alegoría de las artes, 1666
Desde el año 2013 hasta el 2017 publiqué una serie de artículos breves y someros de análisis de diversas obras artísticas realizadas a lo largo de la historia. Estos artículos se difundieron a través del portal del Departamento de Educación de la Universidad Francisco Marroquín, en la sección llamada “Cápsulas de arte”. La finalidad de estos artículos era promover y difundir en el público lector las características más sobresalientes de las obras, así como exponer una breve biografía de los artistas y su contexto histórico, social, etc. A finales del 2017 decidí tomarme un receso, una especie de año sabático, para reflexionar sobre el trabajo hecho y sus consecuencias. Al hacer el balance, pude determinar que el resultado fue positivo y que cumplió con su objetivo de difusión del conocimiento sobre aquellos temas relativos al arte que consideré relevantes y valiosos. Ahora es tiempo de retomar la temática sobre el arte, pero enfocada en la apreciación y comprensión de las características que lo han definido a lo largo de las épocas, hasta la actualidad.
Como docente universitario en las áreas de historia y teoría del arte durante 16 años, muchas personas me han hecho una pregunta que parece, a primera vista, fácil de responder, y es la siguiente: “¿Qué es arte?” Y yo siempre les he contestado de la misma manera: “…depende del contexto, la época y la sociedad…”. Hoy en día no se puede dar una respuesta concreta a esta pregunta, tal y como era, por ejemplo, hace unos 150 años. Por esa época, en la cual dominaba el academicismo en las artes, la respuesta se podía establecer en términos muy definidos y casi absolutos, pues el criterio de la academia era el que regía la actividad artística con absoluta autoridad. Si la época en la que nos ubicamos para dar la respuesta es, por ejemplo, el Renacimiento, sucede casi lo mismo que en el caso anterior. Pero si nos ubicamos en la Edad Media, en la época del auge de Roma, en la Grecia antigua o en el Egipto de los faraones, la respuesta varía notablemente. Lo mismo sucede hoy y desde hace ya unos cien años: la definición de lo que se considera como arte es muy variada y heterogénea. Vamos a afrontar la tarea de dar una respuesta al problema, pero se advierte que no será fácil y que habrá que tomar en cuenta diversos enfoques y perspectivas para tratar de llegar a ella.
Aclaro que no es mi intención el emitir una definición de lo que es el “Arte” en el contexto de la contemporaneidad. Si no nos queremos complicar la vida, lo mejor que podemos hacer es consultar el diccionario y la respuesta que obtengamos será, al menos, satisfactoria en el sentido de su asimilación cultural. Descripciones sobre lo que es el arte las podemos encontrar en diversos textos y otras fuentes; de ello se han ocupado muchos estudiosos y también los artistas. Hay, en realidad, una gran cantidad de descripciones y hasta definiciones del arte, casi tantas como individuos que se han tomado la licencia de expresar sus propias ideas al respecto. Lo que desarrollaremos en estos textos es la descripción histórica de lo que este término ha significado a lo largo del tiempo y cuáles han sido sus alcances y sus connotaciones, de acuerdo a las épocas y las sociedades.
El fenómeno artístico tiene sus propias características que lo definen y delimitan. A pesar de ello, la historia nos demuestra que estas delimitaciones (estilo, método, tendencia, regla, etc.) siempre han sido superadas y, por lo tanto, no ha sido posible encasillarlas bajo parámetros estrictos. La constante en la historia del arte ha sido el cambio, las nuevas fronteras a alcanzar, el saltarse las normas y establecer nuevas o, incluso, negar toda regla y dejar que el nihilismo se apodere de la actividad artística; es, en definitiva, una actividad móvil y sus límites se identifican en la desaparición de los mismos. Además, podemos afirmar que en todo fenómeno artístico existe una comunicación, y desde este punto de vista hay una relación entre tres elementos: el primero es el que podemos llamar “emisor”, que es el que enuncia el mensaje, el que realiza la creación; el segundo es la “obra”, el producto por medio del cual se emite el mensaje y el tercero es el “receptor”, que es aquel que recibe el mensaje por medio de la “obra”. Tal vez lo más importante a considerar sea la naturaleza del mensaje y cómo se expresa, el resultado de ello define su importancia y trascendencia. Como decía un profesor de quien aprendí muchas cosas y por ello tengo una gran deuda con él: “El arte no declara, el arte sugiere”.
El problema del arte se ha centrado desde hace ya mucho tiempo en su relación con otro concepto que se ha ido transformando: el de “belleza”. Este es el problema del cual se ha encargado el estudio de la estética, que es una parte de la filosofía. También se ha relacionado con otras ramas de esta disciplina: desde la metafísica, pasando por la ética, hasta la epistemología, que es la teoría del conocimiento. La historia nos describe el devenir del arte, sus causas y efectos; la sociología y la antropología estudian su relación con la cultura; la psicología, la naturaleza de su creación e interpretación y la semiótica estudia su estructura comunicativa. Finalmente tenemos a la crítica, que aglutina juicios de todas estas disciplinas para emitir sus veredictos, y es la que establece sus límites y sus alcances. Como vemos, es un asunto complejo, digno de un estudio bastante amplio y profundo. Creemos que el problema se debe encuadrar desde la perspectiva de una divulgación simple pero metódica, a fin de establecer su comprensión por parte de un público que no es especialista en el tema, pero que tiene interés en su aprendizaje. Para ello nos vamos a enfocar primordialmente en el análisis de los aspectos históricos y sus ejemplos, como se dijo antes.
En primer lugar, hay que establecer claramente que “Arte” se refiere esencialmente a la capacidad o habilidad para hacer algo. Aquí lo enfocaremos en relación a aquellas habilidades y productos propios de una cultura. No es necesariamente algo que sea del gusto particular de un individuo o de un grupo, es decir, que sea algo que se ha vuelto popular y aceptado. El gusto implica emitir un juicio de valor como, por ejemplo, al pronunciar aquellas frases que sentencian: “Me parece bonito” o bien, “me parece algo feo”. Estos son juicios de valor particulares o en otros casos, grupales, y no valen para considerarlos en el estudio de una categoría cuyos alcances van mucho más allá del gusto subjetivo.
Por otra parte, no podemos considerar necesariamente como “Arte” al producto de la realización de una “actividad artística” en cualquiera de sus manifestaciones. No porque alguien se ponga a pintar al óleo un paisaje o un retrato, o lo que sea, frente a un lienzo montado sobre un caballete, está realizando “Arte”. Tampoco si alguien se pone a bailar una pieza musical, o toca las teclas de un piano, o bien toma una fotografía, etc. está haciendo “Arte” y tampoco se le puede considerar como un “Artista” al que lo ha realizado, por mucho empeño que ponga en ello. Se necesita algo más que tener entusiasmo y realizar un trabajo afanoso.
Tampoco hay necesariamente “Arte” en el producto de una actividad realizada siguiendo estrictamente las reglas establecidas por los conocedores o maestros. El seguir las recetas al pie de la letra, así como el imitar modelos, no garantiza que el resultado sea satisfactorio desde el punto de vista de su calidad artística. El arte tiene también que ver con categorías, jerarquías y procesos, aunque sean todos móviles.
El término “Arte” fue acuñado en la Roma clásica y, bajo esa forma y contenido, trascendió a Europa y el Oriente próximo. Se deriva del vocablo latino ars, que era entendido como la categoría que describía cualquier producto resultante de una actividad cuya finalidad era estética. Esto implicaba que también comunicaba diversas ideas, valores y emociones con las cuales se identificaba la cultura. Así mismo, la definición del término tenía implícita la idea de que ars se refería a una categoría superior, de más alta jerarquía que la mera actividad artesanal. Era, por lo tanto, un producto especial, altamente estimado por la sociedad y sus propósitos estaban claramente determinados; sobre ellos comentaremos más adelante.
Antes de los tiempos de Roma no existía este concepto, como tampoco ha existido en otras tradiciones culturales en el mundo: en el Oriente (China, Japón, India, etc.), la América precolombina, África u Oceanía. Lo que nosotros llamamos “Arte” es algo que existe dentro de las actividades humanas desde la más remota antigüedad y sus primeras manifestaciones hay que buscarlas en las postreras fases del período paleolítico, cuando el Homo Sapiens desarrolló un pensamiento simbólico más sofisticado y por consiguiente la comunicación de ideas por medios distintos a la transmisión oral. A estas primeras fases le dedicaremos el siguiente capítulo.
Juan de Valdés Leal, «In Ictus Oculi». Óleo sobre tela, 1672
Julián González Gómez
El tenebrismo, tendencia pictórica del barroco, tuvo su origen en la revolucionaria pintura de Caravaggio, el gran maestro italiano de finales del siglo XVI y principios del XVII. En España, el barroco pictórico se desarrolló durante todo el siglo XVII mediante la obra de varios destacados artistas entre los que figuran Velásquez, Zurbarán o Murillo, que son quizás los más conocidos y todos ellos se vieron influidos por el tenebrismo. Pero hay toda una serie de artistas de ese tiempo que desarrollaron su obra destacadamente y que gozaron de gran reconocimiento, para después ser olvidados y finalmente haber recuperado la fama en tiempos recientes mediante estudios que han llevado a cabo destacados investigadores. Juan de Valdés Leal es uno de ellos.
Fue sobre todo en Andalucía donde el tenebrismo español tuvo su más destacada trayectoria y tuvo en la Iglesia católica su más importante impulsor. En efecto, los encargos de las diferentes instituciones religiosas propiciaron el desarrollo de un arte que estaba destinado a los retablos y altares de múltiples iglesias, colegios, conventos y hospitales. La obra que aquí se presenta le fue encargada a Valdés Leal por la Hermandad de la Santa Caridad de Sevilla para la iglesia del hospital que regentaba en la ciudad. El encargo consistió en dos pinturas de gran formato, las cuales llevarían los títulos de In Icto Oculi, que significa “en el parpadeo de un ojo” y Finis Gloriae Mundi, cuya traducción sería “fin de la gloria mundana”. Aquí presentamos sólo la primera.
La pintura, de terrible impacto, presenta un esqueleto que representa la muerte, que se muestra con la guadaña y un féretro que siega las vidas de los mortales y está enseñoreándose por encima de un globo terráqueo. Este es un tema recurrente en el barroco que recibía el nombre de Vánitas, que significa “vanidad” y pretende mostrar la brevedad de la vida en contraste con los placeres mundanos. El tema fue repetido muchas veces por distintos artistas, y en diversas ocasiones se presentaba al esqueleto o una calavera con un péndulo o un reloj de arena indicando que el tiempo corre, o en otras, con burbujas que representan la brevedad de la vida. El fin es moralizante y pretende impactar al hombre piadoso haciéndolo reflexionar sobre la poca valía de todo lo que se puede acumular en este mundo, pues la muerte llega y nada se podrá llevar al más allá. Así la gloria, el poder, el dinero, las posesiones y los amores son mera vanidad.
Por ello aparecen en el cuadro diversos objetos que representan la gloria y el lujo, tales como una mitra papal, joyas, coronas, capas, púrpuras, espadas, etc. En el frente aparece abierto un libro con un grabado de un arco triunfal, motivo arquitectónico con el que se solía recibir en las ciudades a los triunfadores de las batallas. Para el autor, todo ello no tendrá ninguna valía ante la presencia de la terrible muerte. La sentencia In Ictus Oculi aparece encima de la mano esquelética que sostiene una lámpara apagada.
La atmósfera del cuadro es oscura y tenebrosa, con un fondo por demás oscuro y tétrico. Todos los objetos aparecen bañados por una tenue luz lateral que ensalza los contrastes entre luces y sombras. Todo ello es típico del tenebrismo, pero Valdés Leal lo llevó quizás hasta sus últimas consecuencias. La estructura compositiva aparece equilibrada, sobre todo en el diálogo que se establece entre el esqueleto y la leyenda con la lámpara colgando. Todos los demás elementos del cuadro forman una base sobre la que se desarrolla el drama, lo cual nos parece bastante teatral.
Juan de Valdés Leal nació en Sevilla en 1622. Su primera formación parece que la recibió en su ciudad natal, en el taller de Francisco de Herrera el Viejo. Muy joven se marchó con su familia a Córdoba, donde continuó su formación con Antonio del Castillo. Radicado en esa ciudad, abrió el taller donde empezó a hacerse cargo de sus primeras pinturas y se casó. En 1649 la peste hizo que abandonara Córdoba con su familia y se trasladó a Sevilla, donde continuó su trabajo. Un tiempo más tarde se marchó a Madrid, pero decidió finalmente establecerse en Sevilla.
Con gran éxito en la ciudad bética, Valdés Leal se dedicó a trabajar en infinidad de encargos para diversas instituciones y clientes particulares, destacando sus ciclos religiosos para varias iglesias de la ciudad. Tras la muerte de Murillo en 1682, Valdés Leal se convierte en el pintor más importante de Sevilla. Por su taller circularon una gran cantidad de discípulos que continuaron con su estilo y crearon incluso una verdadera escuela pictórica. Murió en 1690 y fue enterrado en la iglesia de San Andrés, de la que era feligrés. En el siglo XVIII su obra fue olvidada, situación que se prolongó hasta el siglo siguiente, hasta que ya en el siglo XX se redescubrió su gran aporte y fue revalorizado como uno de los pintores barrocos más importantes de España.
Georges Braque, «Botella y pescados». Óleo sobre tela, 1908
Julián González Gómez
La vanguardia llamada cubismo fue iniciada por Pablo Picasso y Georges Braque en París en el año de 1908. Fue consecuencia de una serie de experimentos llevados a cabo por este par de artistas que empezaron a sintetizar las formas reduciéndolas a sus elementos geométricos más simples y presentándolas en un juego de múltiples planos simultáneos con lo cual rompían por primera vez con la representación de la perspectiva renacentista que era dominante hasta esa época. El cubismo se puede presentar como la verdadera primera vanguardia del arte del siglo XX, en cuanto a su rompimiento radical con las representaciones acostumbradas en el arte occidental hasta ese entonces.
El cubismo tuvo dos etapas diferenciadas, la primera era el “cubismo analítico” en la cual el artista limitaba su paleta de colores a unos cuantos tonos de grises y marrones y que evolucionó hasta llegar a una máxima expresividad de planos simultáneos; la segunda fue llamada “cubismo sintético” y en ella se empezaron a desarrollar nuevas técnicas que permitían simplificar, hasta cierto punto las figuras y los planos simultáneos eran menos. Esto se debió a que la experimentación del cubismo analítico llevó cada vez más a los artistas a una representación que tendía a ser abstracta, pero ellos nunca pretendieron que así fuera. En cierto modo, era una especie de trampa que los arrinconó bajo su evolución a la abstracción, paso que nunca se animaron a dar, pero que otros artistas más tarde sí lo hicieron.
Braque y Picasso trabajaron de la mano durante varios años y ambos evolucionaron en el cubismo, tanto el analítico como el sintético, creando obras en las cuales predominaban las naturalezas muertas como motivos de representación. Se agrupaban los objetos y se pintaban desde múltiples planos con lo cual se les podía reconocer aunando todas las partes para formar finalmente la imagen de las mismas. En estos primeros años, es difícil diferenciar las obras de uno con respecto a las del otro, ya que trabajaban bajo los mismos parámetros. Un poco más adelante, se pueden empezar a captar las sutilezas que hicieron sus obras más personales.
Este cuadro presenta un título puramente programático, como sucedía con la mayor parte de estas obras y su nombre, Botella y pescados no hace más que referirse a los objetos representados en él. Los elementos simbólicos han sido descartados por un esquema concreto que presenta la composición arreglada al gusto del artista y con los diferentes planos formando una composición total que abarca todo el soporte. La botella, al lado izquierdo, está dividida en una serie de planos perspectivos que la deforman, aunque el resultado final no hace que se pierdan sus rasgos más esenciales. Los pescados están colocados sobre una mesa encima del papel que les sirvió de envoltura y por tener formas más complejas se pierde parcialmente su identificación, haciendo de esta parte de la obra la más abstracta. Al lado derecho podemos ver otro objeto cuya volumetría no delata su naturaleza y no podemos reconocerla. El fondo, que se integra a las formas representadas, consiste en una serie de poliedros rectangulares y algunos trapecios. Los colores dominantes son varios tonos de marrón y los ocres, mezclados con una reducida gama de grises. Braque presenta así una pintura de gran complejidad, a pesar de la mínima cantidad de objetos representados en ella.
Este artista nació en Argenteuil-sur-Seine, Francia, en 1882. En su infancia su familia se trasladó a Le Havre, donde estudió en la Escuela de Bellas Artes de esa ciudad. Más tarde, en 1900, se trasladó a París para continuar con sus estudios y se inscribió en la Academia Humbert y posteriormente, en la Escuela de Bellas Artes. Su trayectoria como pintor independiente comenzó en el fauvismo a partir de 1905. Poco después hizo varios viajes para ampliar sus horizontes, pero regresó a París, donde pudo ver la exposición retrospectiva de Cezanne que lo impresionó bastante, sobre todo las síntesis geométricas del maestro. Poco tiempo después conoció a Picasso y se hicieron amigos, empezando a pintar juntos a partir de 1907 y dando los pasos para crear el cubismo y su evolución. A Braque se le debe la invención del collage como medio expresivo, adoptando esta técnica en sus cuadros de cubismo sintético. A partir de 1912 empezó a experimentar con esculturas de papel, las cuales se perdieron.
Movilizado al frente en 1914, participó en la Primera Guerra Mundial como soldado y fue gravemente herido en 1915. Regresó a París y se reincorporó a su trabajo, pero esta vez suavizando la geometrización que había caracterizado su obra anterior. Continuó su carrera influyendo a gran cantidad de artistas de las vanguardias y en 1930, se trasladó a vivir al campo fuera de París. Sus pinturas se expusieron en varios museos y ganó gran fama internacional. En 1961 se convirtió en el primer pintor vivo cuya obra fue exhibida en el Museo del Louvre. Acosado por varias enfermedades, que hicieron menguar su trabajo artístico, murió en París en 1961.
Maurits Cornelis Escher, «Sube y baja». Litografía, 1960
Julián González Gómez
Escher es un artista inclasificable dentro del mundo de las artes visuales. Nunca se unió a ninguna vanguardia o tendencia de las que por su tiempo estaban en boga, tampoco se afilió a ningún movimiento estético o conceptual. Toda su obra sigue una evolución que es única y propia, sin compromisos con ninguna tendencia. Aunque en sus inicios fue pintor y sobre todo dibujante, ha pasado a la historia como grabador, destacándose en los campos de la xilografía y la litografía. Su temática es variopinta, pero en toda ella se nota una especial afición a incentivar en el espectador los juegos visuales y matemáticos. No hay en su arte principios simbólicos sino totalmente concretos y eligió la figuración como medio de expresión. No le interesaba el drama humano sino su ubicación dentro de juegos mentales, a veces de una gran complejidad.
A Escher le gustaba engañarnos con trucos visuales de diversos tipos en los cuales todo parece común hasta cierto punto de vista, pero con la observación de las escenas se nos abre un mundo de paradojas que pocos artistas han podido expresar con la misma fuerza que él. Sus juegos visuales desafían la lógica y la percepción y además muchas de sus ilustraciones no carecen de cierto humor de tintes intelectuales. Por ello es que se convirtió en un artista muy popular en los medios del diseño y las artes visuales paralelas a las tendencias vanguardistas durante varias décadas, especialmente desde los años 60 del siglo pasado.
Esta litografía, llamada Sube y baja representa una escena que, al observarla por primera vez y de una manera superficial, nos parece una representación común y corriente de un grupo de personajes que están subiendo por una escalera que aparentemente no tiene principio ni final. Los personajes están vestidos a la manera medieval y la arquitectura donde se desenvuelve la escena es también del mismo tipo; como si fuera la cúspide de una casa ubicada en cualquier ciudad del medioevo. Pero una mirada más profunda nos hace caer en la cuenta de que la doble fila de caminantes sigue trayectos que, aunque parecen los mismos en sentidos opuestos unos están subiendo la escalera y los otros, la están bajando. Pero la escalera no tiene principio ni fin porque su dirección es la misma y no importa el sentido en el que se la recorra, el trayecto es el mismo. Para lograr este efecto Escher recurrió a un truco de la perspectiva en el cual une los distintos puntos de la escalera en un todo continuo, algo que es imposible en el mundo real. Por eso los recorridos son al mismo tiempo de subida y de bajada. Lo esencial es entonces esta escalera, quedando todo lo demás solo como meros elementos de una escenografía. En todo caso estos elementos revisten características de escenarios que nos remiten a épocas pasadas en las cuales las disciplinas como la alquimia y la astrología jugaban un papel esencial dentro de las manifestaciones de las sociedades.
Escher no se burla de nosotros, al contrario, con sus trucos visuales pretende hacernos ver un mundo que está más allá de las apariencias y nos invita a sumergirnos en terrenos oníricos en los cuales la exploración de las percepciones se vuelve un juego y un deleite. Algunos han querido ver en sus obras ciertos resabios del surrealismo, pero esto no tiene ningún sentido, pues lo onírico en Escher no se traduce en la representación subjetiva de un mundo ante todo irracional, sino que sus imágenes se vuelven concretas y perceptibles para poder ser juzgadas con la razón ante todo.
Maurits Cornelis Escher nació en Leeuwarden, Países Bajos, en 1898. Desde niño destacó como gran dibujante y esto hizo que se inclinara por las artes visuales, a pesar de que su padre lo obligó a inscribirse en una escuela de arquitectura. Abandonó esos estudios y se inscribió en una escuela de artes gráficas bajo la dirección del gran grabador Samuel Jessurun de Mesquita con el cual aprendió y dominó extraordinariamente las técnicas del grabado. A partir de 1922 realizó varios viajes al sur de Italia, tierra a la que llegó a amar, también estuvo en España, en especial en Granada donde se dedicó a copiar los intrincados diseños que decoran la Alhambra. En 1941 regresa a su país y se establece en la ciudad de Baarn donde pasa la Segunda Guerra Mundial, empezando a trabajar las primeras series de grabados que después le darían fama. Llevando una vida modesta, no fue sino hasta en 1951 que empezó a vender con profusión sus grabados. Trabajando en los Países Bajos, su obra fue cada vez más conocida llegando a convertirse en obra de culto para gran cantidad de coleccionistas. Llegó a incursionar en la escultura y en la elaboración de murales obteniendo buenos resultados en estas disciplinas. Al final de su vida, destruyó muchas de sus placas para que no se siguieran reproduciendo sus obras, que cada vez alcanzaban precios más altos. Murió en Hilversum, Países Bajos en 1972.
Agesandro, Polidoro y Atenodoro de Rodas, «Lacoonte y sus hijos atacados por las serpientes». Mármol, siglo I a.C.
Julián González Gómez
Este es uno de los grupos escultóricos más famosos de la historia del arte. Posiblemente esculpido por Agesandro, Polidoro y Atenodoro de Rodas en el siglo I a.C. en Grecia, en el período en el que el arte griego ya estaba en declive, representa la dramática escena en la cual el sacerdote troyano Lacoonte y sus hijos son atacados por dos serpientes que les darían muerte.
Dice la leyenda antigua que Lacoonte era el sacerdote troyano del dios Apolo y cuando los aqueos en retirada entregaron el famoso caballo a los troyanos, este sospechó y les dijo a sus conciudadanos que aquello no era más que una trampa. Incluso, le tiró una lanza al caballo que penetró por un costado. Ante esta respuesta, los dioses protectores de los aqueos se enfurecieron contra Lacoonte y, dependiendo de la fuente, fue Atenea o Poseidón quien envió a dos serpientes que salieron del mar para dar muerte a Lacoonte y sus hijos. Tras estrangularlos se los tragaron y así, los aqueos lograron mediante la trampa del caballo tomar la ciudad de Troya y ganar la guerra.
El grupo escultórico fue hallado en 1506 en una villa cercana a Roma. Desde tiempos antiguos se tenía noticia de esta obra, pero durante muchos siglos se le había dado por perdida. Al hallarse en el siglo XVI, los estudiosos la dieron por la auténtica y así pasó a ser conocida y venerada por las gentes del Renacimiento. Fue adquirida por el papa Julio II y colocada en los Palacios Vaticanos junto a otras esculturas famosas: el Apolo de Belvedere y la Venus Felix. Cuando fue hallada estaba incompleta, pues faltaba el brazo derecho de Lacoonte y de uno de sus hijos, así como diversas partes de las serpientes. Un grupo de varios artistas y estudiosos de la época recomendaron que fuese restaurada. Fue el propio Miguel Ángel quien realizó el brazo faltante, pero no se llegó a un consenso para instalárselo. Tras varias restauraciones provisionale,s al fin en 1905 se halló el brazo original en una tienda de Roma y fue agregado a la escultura tras una minuciosa restauración finalizada en 1957.
Este grupo presenta una composición piramidal, en la cual la escala de los protagonistas no es la misma pues el cuerpo de Lacoonte presenta un tamaño mucho mayor que el de sus hijos. El elemento más destacado es en sí el propio cuerpo del sacerdote que está excesivamente contorsionado en un paroxismo que quiere expresar la cercanía de la cruel muerte a la que serán sometido él y sus hijos. La cara de Lacoonte presenta el mismo estado de paroxismo, pero con el fuerte añadido de un sufrimiento que se diría que está más allá de la existencia de cualquier mortal. Este gesto además expresa la impotencia del padre al ver que no puede hacer nada por evitar la muerte de sus hijos. Ambos personajes juveniles voltean su cabeza hacia su padre como esperando que él pueda hacer algo por evitar el desenlace, pero todo será en vano. Para muchos este expresionismo y contorsión resultan exagerados y por lo mismo faltos de naturalidad y así han juzgado a la escultura como falta de verdadero valor artístico. Otros estudiosos han asegurado también que esta no es la obra original sino una copia romana hecha a partir del original que debió estar fundido en bronce.
Lo cierto es que hay que juzgarla en su contexto y por la época en que fue hecha, finales del período helenístico, era acostumbrado exagerar la expresión y así tratar de conmover al espectador. Por otra parte, es cierto que nada hay de clásico en esta obra y podría juzgarse en ese sentido como inferior al gran arte de Fidias, Lisipo o Praxíteles. En todo caso su fama se extendió por Roma, cuyos poetas la juzgaron como una obra de arte excelsa.
Agesandro, Polidoro y Atenodoro fueron tres escultores de Rodas, cuna de la famosa escuela de escultura del mismo nombre. Productora de gran cantidad de esculturas fue una de las escuelas más célebres del período helenístico frente a otras competidoras como la escuela de Delos. Parece ser que esta escuela entró en declive hacia el siglo I a.C. y por lo mismo el grupo de Lacoonte podría ser una obra de este período. La atribución a los tres artistas fue hecha por Plinio en su Naturalis Historia. No se sabe nada de la biografía de los tres artistas, pero se considera que Agesandro sí vivió en el período en el que fue hecho el Lacoonte por lo que se asume que Plinio estaba en lo correcto al afirmar su autoría.
Theo van Doesburg, “Contracomposición con disonancias XVI”. Óleo sobre tela, 1921
Julián González Gómez
Los principios conceptuales del neoplasticismo estipulaban un purismo casi obsesivo en cuanto a la determinación de los elementos plásticos de una obra visual. Para los neoplasticistas, el enfoque principal estaba en el espacio y la división de este en diversos campos cuyas articulaciones establecían separaciones que conformaban espacios rectangulares o cuadrados con límites claramente establecidos. Toda composición neoplasticista se debía ver desde adentro hacia afuera en una suerte de juego visual y espacial, en el cual los bordes eran siempre provisionales y arbitrarios.
La obra neoplasticista expresa una totalidad sintetizada en elementos formales reducidos a su mínima expresión y basados en una geometría purista. El uso de los colores era sumamente restringido, limitándose su paleta al blanco, negro, gris y los tres colores primarios: azul, amarillo y rojo. Es así como la obra refleja no una realidad fenomenológica, aunque ella en sí lo sea, sino una condición subjetiva del espíritu del autor. Podríamos decir entonces que expresa un universo personal por medio de la geometría y una composición balanceada y armónica siempre buscando la eliminación de la simetría.
Los promotores de este movimiento fueron los artistas holandeses Piet Mondrian y Theo van Doesburg y su órgano de difusión fue la revista De Stijl, publicada desde el año 1917. En ella describían metódicamente sus hallazgos y propuestas y su difusión permitió que muchas personas se involucraran con este movimiento purista hasta el punto en que fue considerado como uno de los medios de abstracción más importantes de su época junto al constructivismo ruso y el suprematismo, con el que tenía muchos aspectos conceptuales en común.
En esta obra visual nos encontramos con una composición muy básica y aparentemente elemental dividida en distintos campos de color y blancos que pretenden formar una totalidad armónica y espiritual de múltiples alcances. Todas las líneas negras no sólo establecen los límites de los campos sino también en conjunto hacen una composición que se superpone a los rectángulos como un ente geométrico intrínsecamente ligado con el concepto general. No hay ningún elemento simbólico ni tampoco ninguna alusión a la realidad de la experiencia constituyéndose por sí en una experiencia distinta y al margen. Ni siquiera se pretende que esta experiencia sea similar a otras que se pueden experimentar contemplando otras obras de la misma tendencia. En contraposición a los principios de Mondrian, para quien toda composición neoplasticista debía contener únicamente elementos dispuestos en vertical u horizontal, Van Doesburg disiente colocándolos en un ángulo de 45 grados que es en todo caso el ángulo ideal y perfecto ya que divide la ortogonalidad en dos partes iguales. Precisamente por esta disidencia, ambos artistas tuvieron diferencias que los llevaron con el tiempo a separarse y emprender caminos distintos.
Otro elemento especial es que los colores están dispuestos en dos tonalidades distintas aunque no muy diferentes entre sí. Se nota que Van Doesburg ya se había separado de los rígidos esquemas que había establecido junto a Mondrian, iniciando una búsqueda de otros medios de expresión, aunque sin apartarse de la tónica general del movimiento.
Theo van Doesburg nació en Utrecht, Holanda, en 1883 proveniente de una familia de comerciantes. Desde niño recibió clases de arte y sus primeros pasos fueron en su ciudad natal donde aprendió dibujo y los principios básicos de composición y pintura bajo esquemas más bien tradicionales. Establecido como artista independiente desde principios de siglo, realizó su primera exposición personal en La Haya en 1908 sin mayor éxito. Por esta época se empezó a interesar en la vanguardia del cubismo, del que trató de incorporar en sus obras los principios conceptuales. Avanzando en su investigación alcanzó cada vez un grado mayor de abstracción mediante la síntesis de los elementos a representar y reduciéndolos a sus principios geométricos más básicos. Desde 1916, se empezó a relacionar con Mondrian y los principios del constructivismo. En 1917 fundaron ambos la revista De Stijl con la cual empezó oficialmente a difundirse sus hallazgos y principios neoplasticistas.
En 1921 se trasladó a Weimar desde donde siguió editando la revista, ya sin la participación de Mondrian. En esta época entabló una estrecha relación con el constructivismo alemán y algunos de sus principales artistas. También se relacionó periféricamente con la Bauhaus y aunque nunca fue profesor de la misma, sus ideas influenciaron muchos de los principios de este movimiento. A partir de 1928 empezó a desarrollar diversos diseños arquitectónicos basados en los principios del neoplasticismo y, aunque novedosos y vanguardistas, ninguno se construyó, excepto una remodelación de un café que realizó en conjunto con Jean Arp y Sophie Taeuber-Arp en Estrasburgo. Durante los años siguientes estuvo involucrado en diversos proyectos artísticos en Alemania y Francia ganando notoriedad no sólo como artista sino también como teórico. Falleció de un infarto en Davos, Suiza en 1931.
Simone Martini, «Retablo de la anunciación». Témpera sobre tabla, 1333
Julián González Gómez
El arte del gótico ha tenido múltiples características que lo han diferenciado y le han dado esplendor, como uno de los mayores logros artísticos de todas las épocas. Este arte empezó a manifestarse desde finales del siglo XII y su desarrollo se verificó hasta bien entrado el siglo XVI. En general, el gótico ha sido reconocido por las grandes catedrales de muchas ciudades europeas que muestran su suntuosidad y magnificencia a quienes las contemplan, pero el gótico también se manifestó en las demás artes suplantando al románico precedente con una mayor sofisticación y naturalismo. En la pintura el gótico tuvo varias escuelas, todas destacadas y muy diferenciadas entre sí y la obra que presentamos esta vez es uno de los mejores ejemplos de una de esas escuelas, la escuela de Siena que empezó su desarrollo a finales del siglo XIII y tuvo su época de mayor esplendor en el siglo XIV.
Rival de la escuela florentina, la escuela sienesa se caracterizó por su gran expresividad y colorido y sus principales artistas fueron Duccio di Buoninsegna y el que se presenta aquí, Simone Martini. Los fondos dorados y la utilización de colores ocres cuya composición se basaba en ciertas tierras de la Toscana le dieron su carácter a esta escuela, pero también la soltura de sus composiciones y el gran realismo que mostraban a pesar de su estilización. Este retablo, que fue encargado para un altar lateral de la catedral de Siena, fue pintado al temple por Martini con la colaboración de su cuñado y también destacado artista Lippo Memmi. Es considerada por muchos críticos e historiadores como la obra maestra de la pintura sienesa del siglo XIV.
El retablo está dividido en tres cuerpos, el cuerpo central que es más ancho y dos cuerpos laterales donde aparecen las efigies de San Ansano en la izquierda y Santa Margarita a la derecha. San Ansano era el santo patrón de Siena y a él estaba consagrado el altar donde se ubicó este retablo. Este santo presenta sus atributos que son una bandera y la palma del martirio. En la parte superior, justo encima de los arcos ojivales hay cuatro tondos con las efigies de cuatro profetas: Jeremías, Ezequiel, Isaías y Daniel, nombrados de izquierda a derecha. La parte central muestra las estilizadas figuras de la Virgen María y el ángel que se postra ante ella. El goticismo de las figuras se manifiesta en la delgadez y estilización de los cuerpos, en los amplios pliegues de las vestiduras, en la resolución de las alas del ángel de un carácter bastante arcaico y finalmente en la postura algo estereotipada de la Virgen. Un elemento novedoso, que además rompe con la representación plana de las figuras es el piso, pintado con una perspectiva incipiente, así como el banco sobre el que está sentada la Virgen. Otro elemento que vale la pena señalar es el florero con un pequeño arbusto, pintado con gran naturalidad y la rama con hojas que porta el ángel. Sobre las dos figuras está representado el cielo rodeado de serafines, constituyendo un elemento más arcaico comparado con la modernidad de los otros mencionados.
En cualquier retablo gótico de la época nos encontramos con una configuración donde hay arcos ojivales, en este caso muy decorados y sostenidos por columnas con fustes en espiral que además articulan los tres paneles del retablo. Los fustes continúan en el cuerpo superior convertidos en pilastras que rematan en pináculos con agujas. El oro domina todo el retablo ya que tanto el fondo donde se desenvuelven las figuras como todos los demás elementos están recubiertos del metal precioso. Todo el retablo muestra una notable unidad tanto estilística como compositiva, otorgándole por esto aún más valor como pieza representativa del gótico de Siena.
Como se mencionó antes, Simone Martini fue uno de los maestros más destacados de la pintura sienesa. Nació en esta ciudad en 1284 o tal vez en el 85 y de su niñez y juventud nada se sabe. Tampoco con quién se formó, pero seguramente debe haber sido con un artista de la localidad. Algunos investigadores han aseverado que Martini estudió tal vez con el insigne maestro florentino Giotto, pero esto no sólo es muy difícil de demostrar, sino además su obra sólo presenta algunas afinidades menores con la pintura del maestro. En 1315 recibió el encargo público de pintar una Maestá para el palacio de la Signoría de Siena, lo que prueba que para esta fecha ya debe haber sido un artista de renombre en la ciudad. Su nombre se empezó a reconocer también fuera del territorio cuando en 1317 el rey de Nápoles, Roberto de Anjou lo invitó a la corte para pintar la ceremonia de coronación asignándole un estipendio anual. Martini trabajó en Nápoles hasta 1321 cuando regresó a Siena y se estableció formalmente con un taller que recibía gran cantidad de encargos.
En 1326 fue llamado para pintar diversos frescos en la Capilla de San Martín en la basílica inferior de Asís y en 1333 recibió el encargo del retablo que aquí se presenta. En 1340 se trasladó con su familia a la corte papal de Aviñón para trabajar en diversos encargos en el Palacio de los Papas. En esa corte conoció al gran poeta Francesco Petrarca con quien entabló una durable y entrañable amistad. Desde Aviñón su influencia se dejó sentir en la pintura del gótico en Francia y Flandes, siendo considerado en esos momentos como el más destacado pintor de la corte y uno de los máximos artistas de Europa. Falleció en esa ciudad en 1344 dejando varias obras inacabadas, las cuales tuvieron que ser concluidas por su cuñado Lippo Memmi, la mayor parte de las cuales se ha perdido.
Cy Twombly, Sin título. Acrílico y lápiz sobre panel, 1992
Julián González Gómez
Acercarse a la pintura abstracta puede resultar retador para la mayoría de personas, ya que es un arte en el cual lo que se aprecia no son los valores tradicionales que se acostumbra visualizar. Para muchos resulta bastante difícil la interpretación y el captar los elementos que se expresan en una obra de esta naturaleza, por lo que en general no se le aprecia en lo que vale. Por lo menos eso es con lo que me he encontrado en la mayoría de personas con quienes he consultado acerca de esto, sobre todo en el ámbito del país. Por otro lado se puede decir que la obra de este autor resulta bastante difícil de apreciar, si la comparamos con la de otros pintores que se expresan por medio de la abstracción y es que Cy Twombly plantea un arte que no está comprometido con otros valores que no sean los que él mismo se ha fijado, sin complacer a nadie más. Por ello, la interpretación que el espectador haga de una de sus obras no necesariamente refleja la captación de ningún elemento que se aproxime a cuestiones tales como composición, colores o contenido plástico concreto.
Twombly se inició como un expresionista abstracto durante los años 50 del siglo pasado, pero al tiempo abandonó esta pintura basada en el gesto espontáneo y libre de contenidos para concentrarse en un arte, también abstracto, en el cual el contenido simbólico es un factor esencial. Su propuesta se basó desde entonces, en la manifestación de gestos que respondían a elementos literarios e históricos acudiendo a las manchas de tonos negros o grises y a los garabatos elaborados con lápices, para expresar un lenguaje parecido al grafitti. En ese sentido su arte se puede catalogar como de una naturaleza bastante culteranista que expresa algunos de los valores universales que han dado pie a la civilización, como la literatura y la mitología; eso sí, todo según su particular punto de vista porque es un lenguaje ante todo personal e intransferible que responde a su formación intelectual de primer orden.
En esta obra podemos ver la preeminencia de varias manchas libres de pintura morada oscura sobre un fondo gris blancuzco de corte neutral, diversos garabatos hechos con lápiz y varias palabras expresadas como elementos simbólicos para acercar la obra a una experiencia más humana de acuerdo a valores literarios. En vez de la espontaneidad de gestos rápidos e impulsivos propia de los expresionistas abstractos, aquí cada elemento que se ha fijado ha sido meditado de manera que nos propone una reflexión sobre la naturaleza intrínseca de la acción y el entendimiento humano. Son precisamente las palabras las que, sin reflejar necesariamente su significado, son una vía de acercamiento o si se quiere de reclamo para que el observador reflexione acerca de la naturaleza intrínseca de la cultura y la búsqueda de una verdad que siempre se escapa.
La influencia de Twombly se ha dejado sentir sobre gran cantidad de artistas a partir de la década de 1980 hasta la actualidad, todos comprometidos con este lenguaje simbólico aunque hay que admitir que algunos de sus seguidores han adquirido un lenguaje bastante más críptico en lo que a sus expresiones se refiere.
Cy Twombly nació en Lexington, Virginia en 1928, hijo de un jugador profesional de béisbol cuyo sobrenombre era ‘Cy’ el cual heredó al cambiarse de nombre. Muy joven, a los 12 años empezó a formarse como artista con Pierre Daura. Algunos años después, sirvió en el ejército como criptógrafo. Después de su salida de esta institución estudió en el Darlington School en Georgia y luego, en el School of the Museum of Fine Arts de Boston. Un tiempo después ingresó en la Washington and Lee University en Virginia donde se formó en humanidades y después en la Art Students League of New York. Por esa época conoció a Robert Rauschemberg, artista que luego destacaría en el movimiento Pop quien lo invitó a ingresar en el Black Mountain College en Carolina del Norte donde completó sus estudios de vanguardia.
Tras su larga formación académica, empezó a desarrollar una obra en consonancia con el expresionismo abstracto entonces en boga. Su primera exposición individual fue en 1951 y poco después inició un viaje por varios países del mediterráneo europeo y africano. A su regreso se estableció en Nueva York, donde empezó a destacar entre un grupo variopinto de artistas abstractos que luego siguieron diversas rutas. En 1957 se mudó a Roma donde se casó y se estableció definitivamente. Desde Italia realizó su obra abarcando las décadas siguientes y pasando por varias fases de expresión, pero siempre dentro del lenguaje abstracto. Sin embargo se distanció del expresionismo abstracto iniciando una serie de pinturas de fuerte contenido simbólico que abarcaban aspectos tanto literarios como mitológicos, producto de sus estudios sobre la historia del pensamiento y de las artes. Fue recipiendario de numerosos galardones internacionales y sus obras fueron adquiridas por varios de los museos más importantes del mundo. Entre los artistas modernos era considerado casi como un mito, aunque de parte de él siempre estuvo abierto al intercambio de ideas y conceptos sobre el arte por lo que distaba mucho de ser un ermitaño. Murió en Roma en 2011, después de una fecunda carrera.
Max Ernst, «Napoleón en el desierto». Óleo sobre tela, 1941
Julián González Gómez
En un extraño paisaje, con un cielo neutral y un mar en calma donde flota una criatura que recuerda a un pez, hay dos figuras que están colocadas cada una a cada lado de una columna. El suelo está plagado de plantas de pequeño tamaño que de lejos recuerdan a un arrecife de coral. Pero nos podríamos preguntar si lo que estamos viendo es en realidad lo que estamos interpretando y no es así. No hay ningún elemento que sea totalmente interpretable aunque nos parezca familiar.
La figura de la izquierda porta una extraña vestidura sobre su cuerpo y tiene lo que parecería ser una máscara sobre su rostro, mientras que sobre la cabeza lleva un misterioso tocado o quizás es su pelo. La figura de la derecha es evidentemente femenina y está vestida también con un extraño ropaje que permite ver parcialmente su anatomía. Lleva también un tocado sobre su cabeza y además, porta algo que parece ser un instrumento musical que termina en la cabeza de lo que pudiera ser una gárgola, un ser monstruoso. No parece haber un diálogo entre ambas figuras, pero es posible que la relación se verifique a través de la columna que está en medio.
La organización del cuadro es bastante simple y es equilibrada a pesar de que la columna establece una línea central que determina el balance asimétrico de la composición. El colorido, aunque muy variado y relativamente armónico, sobre todo en la sección inferior y la columna, resulta apagado y connota un escenario poco luminoso y al final, triste y hasta deprimente.
La imagen es sórdida y desconcertante, es difícil establecer las relaciones entre los elementos porque en realidad estas no existen. Tampoco el título describe nada relacionado con el cuadro ni con ningún programa. Se trata de una imagen onírica, expresión del arte surrealista que fue hecha por uno de los más destacados miembros de este movimiento, Max Ernst.
El surrealismo surgió en los años 20 del siglo pasado a través de la asociación de un grupo de artistas plásticos y poetas alrededor de la figura de André Bretón, un psicoanalista seguidor de las teorías de Freud. Bretón impulsó una expresión personal y única de cada creador basada en las imágenes del subconsciente y el automatismo psíquico. Muchos de los artistas y poetas de este grupo provenían del movimiento Dadá y por lo mismo, estaban fuertemente influenciados por los gestos irracionales, la explosión instintiva y un decurso iconoclasta en lo que se refiere a los términos del arte, la cultura y la sociedad. El surrealismo proponía una nueva expresión y esta tenía que ver con la liberación de aquellos elementos que subyacen debajo de la consciencia y el juicio. No mediaba ningún filtro racional para expresar algo y tampoco contenía, en general, aspectos simbólicos que deberían interpretarse. Un factor esencial para revelar estos contenidos son las imágenes de los sueños, en los que no median ni la razón ni ningún otro filtro que tenga que ver con la realidad fenomenológica de la vida. La expresión surrealista es entonces una imagen visual o literal del subconsciente que se manifiesta tal cual, aunque no tenga sentido.
Max Ernst nació en Brühl, Alemania en 1891. Era hijo de un pintor aficionado y seguramente dio sus primeros pasos en el arte al lado de su padre. En 1909 ingresó a la Universidad de Bonn donde estudió varias carreras, entre ellas Filosofía, Historia del Arte y Psiquiatría, aunque no se graduó en ninguna de estas disciplinas. Por esa época empezó a pintar con una fuerte influencia del expresionismo. En 1914 se enlistó en el Ejército para combatir en la Primera Guerra Mundial. Se sintió atraído por el movimiento Dadá y empezó a experimentar con la técnica del collage creando obras de un fuerte contenido satírico e irracional. En 1922 se instaló en París donde empezó a relacionarse con el recién surgido grupo de los surrealistas, al que aportó la técnica del frottage que consistía en obtener una serie de texturas inéditas frotando diversos materiales en la tela. Como miembro activo del grupo surrealista, participó en numerosas exposiciones y actos de esta tendencia, incluyendo una aparición en la película La edad del oro de Luis Buñuel.
Cuando las tropas nazis invadieron Francia en 1940 fue encarcelado y luego, logró evadirse para marchar a los Estados Unidos donde se asentó en Nueva York. En 1953 se fue de Los Estados Unidos y se afincó definitivamente en París, aunque realizaba constantes viajes a diversos países, en especial a su patria Alemania. Reconocido internacionalmente, continuó fiel a los principios del surrealismo y ejerció un notable influjo sobre gran cantidad de artistas de las décadas de los 50, 60 y 70 del siglo pasado. Durante esta época empezó a desarrollar nuevas técnicas y su afán de experimentación nunca terminó. Entre las novedades que presentó a partir de los años 60 estuvo la instalación de objetos. Murió en París a los 84 años en 1976.
Paolo Veronese, Las bodas de Caná. Óleo sobre lienzo, 1563
Julián González Gómez

En este cuadro de grandes dimensiones aparecen una gran cantidad de personajes. La excusa de pintar la escena del Nuevo Testamento, en el Evangelio de Juan, sirvió al artista para retratar a una multitud de celebridades que compartían su época. El cuadro fue encargado para una de las paredes del refectorio del convento benedictino de San Giorgio en la ciudad de Venecia. En ese lugar permaneció durante más de doscientos años hasta que en 1797 fue sustraído por Napoleón durante la campaña de Italia y fue trasladado al Museo del Louvre de París, donde ha permanecido hasta hoy.
El cuadro ilustra el episodio de la comida durante una boda en Caná. En esta historia Jesús de Nazaret, algunos de sus discípulos y la Virgen María departen con los demás invitados. Cerca del final de la boda los convidados se quedan sin vino, entonces Jesús pidió que los sirvientes llenaran seis tinajas grandes con agua y después convirtió el líquido en vino. Este milagro, afirma San Juan, fue el primero que hizo Jesús.
En el entorno de una arquitectura clásica la multitud de personajes se distribuye en un espacio básicamente organizado por tres grandes planos horizontales superpuestos en una perspectiva con un punto de fuga central y el cielo y la arquitectura como fondo. Estos planos están conformados, de atrás para adelante, por la escena de la balaustrada donde se encuentra una multitud de sirvientes y otros personajes. La siguiente escena corresponde al fondo de la mesa donde Jesús está en el plano central con el halo que lo distingue, a su lado derecho se encuentra la Virgen y varios de los apóstoles. Junto a ellos se encuentran retratados diversos personajes entre los que sobresalen Carlos V, a la izquierda de perfil y Solimán el Magnífico, Sultán de Turquía. El plano frontal también está constituido por una simetría en la cual el centro lo ocupan los músicos. Estos son los retratos del propio Veronés, con túnica blanca tocando la viola, enfrente de él se encuentra Tiziano tocando el contrabajo, más atrás se encuentra Tintoretto tocando el violín y Jacopo Bassano con la flauta. Hacia el lado derecho se puede ver a los sirvientes con las tinajas cuyo contenido se ha transformado en vino y un personaje de pie que degusta la bebida milagrosamente transformada.
El adelantamiento de planos en perspectiva fue un recurso bastante frecuente usado por los pintores desde el Renacimiento y aquí toma unas proporciones monumentales, no solo por su tamaño, sino también por la distribución entrelazada por medio de la escalera a la izquierda y por los lados de la mesa. Los colores corresponden a la paleta de los pintores venecianos del siglo XVI, que alcanzaron una magnificencia en el uso de este recurso pocas veces alcanzado por la pintura de otras épocas y lugares. Los tonos neutrales de la arquitectura sirven para ensalzar el colorido que se manifiesta en los trajes de los invitados de la comida. Hay una gama usual de colores en la escuela veneciana donde predomina el contraste entre colores complementarios, sobre todo entre tonos verdes y rojizos y en menor medida entre azules y naranjas. Quizás esta sea la obra más célebre de este pintor el cual, aunque nacido en Verona, es uno de los grandes maestros de la pintura veneciana de la época, al igual que los otros pintores retratados en este cuadro como Tiziano, Tintoretto y Bassano.
Paolo Veronés o Veronese nació en Verona en 1528 y de ahí el apelativo con el que era conocido en Venecia. Era de origen humilde, hijo de un picapedrero, por lo que parecía que su porvenir no tendría muchos alcances. Seguramente se formó desde muy joven en su patria. En 1556 se trasladó a Venecia para continuar sus estudios de pintura y tratar de sobresalir. Venecia era por ese entonces una de las capitales más importantes del arte en Europa y rivalizaba con Roma por la preeminencia de sus artistas. Fue destacando en la ciudad del Adriático y al poco tiempo recibió sus primeros encargos, sobre todo de la Iglesia. Unos pocos años más tarde se marchó a Roma para estudiar la obra que por ese entonces se consideraba la más importante de la historia del arte, el techo de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, la cual influenció en su pintura posterior. A su regreso a Venecia colaboró con el gran arquitecto Palladio y pintó los frescos de la villa Barbaro, una de las creaciones más notables de este artista. En esta época se vio influenciado por la pintura del que se consideraba el maestro más importante de la ciudad, Tiziano, pero también por la obra de Tintoretto, del cual tomó los colores ácidos y contrastantes.
Se distingue de los otros pintores por su gusto suntuoso, enmarcado en grandes espacios arquitectónicos en perspectiva y el colorido de los trajes. Su obra es predominantemente de corte religioso, aunque elaboró también numerosos retratos, sobre todo de los personajes más importantes de Venecia. La única sombra que lo opacó fue la de Tiziano, quien nunca cedió su preeminencia en la pintura veneciana y lo hizo sumamente famoso no sólo en la ciudad sino también en toda la Europa de su tiempo. En todo caso Veronés siguió siendo considerado el artista más importante detrás de Tiziano y a la par de Tintoretto. Murió en Venecia en 1588 y su deceso fue lamentado por todos los personajes célebres de la ciudad, tanto religiosos como seglares.
Claude Lorrain, «Puerto con el embarque de la reina de Saba». Óleo sobre lienzo, 1648
Julián González Gómez
La historia bíblica es solo una excusa para representar uno de esos paisajes en los que se especializó Claude Lorrain, pintor francés del siglo XVII. Esta obra, concebida como un escenario que se muestra por medio de una perspectiva con un único punto de fuga, contiene diversos elementos que no intentan representar un acontecimiento específico.
La vista es lo que se denomina una “marina” es decir, un paisaje marítimo como elemento predominante. Bajo un cielo dramático, acentuado por el sol naciente, la escena se desarrolla en un puerto compuesto de diversos elementos. Hacia el fondo podemos ver un edificio que se difumina en la luz del amanecer. Más cerca hay una torre que sirve de defensa para ingresar al cuerpo y está a contraluz, a su izquierda se encuentra un bastión bajo que también defiende al puerto. Ya dentro de la escena propiamente dicha nos encontramos con un palacio al que se accede por una escalinata. La arquitectura de este palacio es completamente clásica con un pórtico en el que hay una columnata de orden dórico y en el segundo nivel una serie de pilastras corintias rodean y envuelven al edificio. Parece ser que en este palacio es en donde ocurren las cosas más importantes que acontecen en el puerto ya que una comitiva de personas, está despidiendo a otro grupo dentro del cual está la reina que está a punto de subir a una barca que la llevará a la embarcación que la espera. En primer plano, para dar profundidad, se encuentran unas ruinas de una arquitectura también clásica.
Diversas embarcaciones se apostan en los distintos puntos del puerto, algunas en espera, otras, como las dos de la izquierda esperando para llevar a la regia pasajera y un barco más está entrando al puerto. Los colores están matizados por la luz difusa y templada por los tonos amarillentos y ocres. En la composición domina la perspectiva, en la cual se pueden ver tres bloques bien diferenciados: el primer plano con las ruinas y las personas en la playa, el segundo plano, el principal, en donde está el palacio, la comitiva y las naves y finalmente el tercer plano con el mar, el cielo y el sol del amanecer.
Lorrain era muy afín a recrear los paisajes con elementos exclusivamente clásicos, elementos que aquí no cobran un sentido histórico ni relacionado con la narración bíblica. El clasicismo de Lorrain responde al ideal de la época que veía en él las más importantes manifestaciones de la condición histórica del ser humano. La idealización entonces la tenemos que considerar como una alegoría a la historia que debe ser contada de ese modo antes de ser contada tal como fue.
Claude Lorrain nació en Chamagne, Lorena, entre 1600 y 1605, en esa época independiente. De origen humilde, apenas recibió educación por lo que su camino fue bastante difícil. De sus primeros años no se conoce mayor cosa y se supone que se inició en la pintura con algún maestro local. Desde muy pronto se especializó en la pintura de paisajes, campo en el cual desarrollaría un estilo propio y personal que lo llevaron a la fama.
En 1613, muy joven, se trasladó a Italia, específicamente a Roma y primero trabajó como pastelero antes de entrar al servicio de un pintor llamado Agostino Tassi, paisajista del que después se convirtió en discípulo. Unos años más tarde se trasladó a Nápoles donde continuó sus estudios de pintura. Realizó algunos viajes por Italia donde se empapó de la tradición renacentista y manierista que estaban en boga por ese entonces. Tras una breve estancia en Nancy regresó a Roma en 1627, donde permaneció por el resto de su vida dedicándose en exclusiva a la pintura de paisajes.
Los paisajes de Lorrain se diferenciaron muy pronto de los de otros autores por el énfasis que hacía en la luz y también por la idealización de sus puestas en escena. El cuadro se manifestaba así como un escenario clásico en el cual la historia que narra es irrelevante, siendo el paisaje en sí el elemento más importante.
En Roma ganó una gran fama que lo llevó a recibir encargos de la nobleza y del papa Urbano VIII. Tal fue su éxito que empezaron a surgir varios imitadores de su obra, pero Lorrain nunca cedió lugar y siguió siendo el pintor de paisajes más famoso de Roma. Su fama llegó a diversos países europeos, de los cuales recibió bastantes encargos. También se dio a conocer con bastante éxito como grabador, sobre todo al aguafuerte, lo que le permitió que su obra se difundiera más ampliamente que con la pintura.
Sus últimos años los vivió aquejado de gota y su trabajo disminuyó en cuanto a la cantidad y también en cuanto a la temática, la cual se hizo más serena y carente de los elementos dramáticos paisajísticos que había desarrollado hasta entonces. Murió en Roma en 1682 y su sepelio fue uno de los más concurridos de su tiempo, con muestras de admiración y respeto por parte de los romanos. Sus restos fueron sepultados en la iglesia de la Trinità dei Monti.
Franz Marc, «El tigre». Óleo sobre lienzo, 1912
Julián González Gómez
Aqu
í nos encontramos con una escena selvática en la cual un poderoso animal está en cuclillas sobre el suelo desconfiando de las miradas de otros y por ello pretende no ser visto. Captura la esencia del depredador cuya naturaleza es el sigilo y la permanente vigilia. La vida en la selva es dura, inclemente, hay que sobrevivir a toda costa y si se falla o se comete un error todo se acaba. El animal voltea su cabeza a la izquierda como si acabara de escuchar un ruido y sus ojos miran intensamente en esa dirección con las pupilas dilatadas, todo en él es tensión. Podemos notar la flexibilidad del cuerpo del animal y su poderosa fuerza.
Su mirada es feroz, propia de su condición salvaje y solitaria. El artista supo captar la esencia de este animal y por ello cobra vida ante nuestra asombrada mirada como si de pronto nos encontráramos con él. La plástica de esta obra se puede caracterizar como cubista, producto de la tendencia que por entonces influía a Marc al igual que a innumerables artistas de su tiempo. De ahí la angulosidad que domina a todos los elementos que aparecen en el cuadro, reducidos a sus formas básicas. Los colores son elementales, reducidos casi a su mínima expresión al igual que las sombras y las penumbras. Pero a pesar del tono descriptivo y naturalista de los elementos visuales, hay algunos colores que se antojan no naturales, sobre todo los azules y los morados que responden más bien a efectos expresivos que a las consideraciones figurativas.
En efecto, esta es una pintura que se encuentra a medio camino entre el cubismo y el expresionismo que también por esa época se estaba desarrollando en Alemania de la mano de un grupo de artistas de vanguardia. Todo había empezado en 1904 en Dresde con la fundación del grupo “El Puente” que empezó a experimentar con una nueva expresión audaz y de gran contenido de color mostrando la condición humana desde una perspectiva de cierto vacío existencial y el subjetivismo del individuo dando pie al expresionismo. Posteriormente se fundó en Múnich el grupo “el Jinete Azul“ del cual surgió una expresión plástica que sentaba sus raíces en los hallazgos de el Puente, pero su trayectoria los llevó a un arte más ligado a la síntesis de las formas naturales, posiblemente bajo la influencia del cubismo en mayor o en menor medida. Algunos artistas que pertenecieron a este grupo como Kandinsky o Klee llevaron estos hallazgos a tal punto que empezaron a desarrollar un arte ya verdaderamente abstracto y con ello se separaron de la figuración.
Bajo estas premisas Franz Marc se sumergió en el mundo de la representación de animales en su entorno natural. Antes que la expresión de sus características formales intentaba captar la esencia fundamental de cada uno de los animales que pintaba, dando pie a un contenido antes espiritual que fenomenológico. En cierto modo intentaba representar el mundo no desde el punto de vista del humano que lo observa sino desde el punto de vista del animal que lo protagoniza. Marc sentía que abandonando las representaciones humanas su arte irrumpiría en nuevos horizontes que lo llevarían a una visión más integral de las condiciones del mundo natural. Lo ajeno del ser humano se volvió entonces su búsqueda, así como años antes Gauguin se alejó de la civilización para vivir en el entorno salvaje y paradisíaco de las islas de los mares del sur.
Franz Marc nació en Múnich en 1880 y era hijo de un pintor de paisajes de cierto renombre llamado Wilhelm Marc. Tras realizar sus estudios básicos e influido por su madre, una fervorosa creyente, realizó estudios de filosofía y teología. Un tiempo después ingresó en la Academia de Bellas Artes de Múnich para formarse como artista, siguiendo los pasos de su padre.
Afín al paisaje en su primera época, viajó en 1903 a París y esta circunstancia hizo que descubriera en la capital de Francia las expresiones artísticas revolucionarias que se habían empezado a manifestar por esa época, sobre todo las pinturas de Van Gogh y Gauguin. Bajo estas influencias su expresión pictórica empezó a variar y regresó a Múnich donde montó su estudio pintando diversos temas, siempre con los paisajes en primera importancia.
Realizó otros viajes a París y en 1910 descubrió el cubismo y se sintió seducido por su síntesis geométrica, empezando a experimentar en su arte esta vanguardia pero sin abandonar sus formas naturalistas. En 1912 fundó el Jinete Azul junto a los pintores Kandinsky y August Macke, con los que trabajó según el programa que se fijaron. Marc entonces se especializó en la pintura de animales y además creó un código de colores que pretendían expresar el carácter y el estado de ánimo. Así el rojo significaba violencia, mientras que el amarillo significaba la alegría y el azul significaba la austeridad y el mundo espiritual. En plena época de trabajo novedoso del grupo estalló la Primera Guerra Mundial y Marc se enroló en el ejército siendo mandado al frente. Su convicción era que la guerra purificaría el alma de Europa pero estando en el frente se desencantó de este ideal tornándose pesimista. En medio de sus tribulaciones cayó herido el 4 de marzo de 1916 luchando en la Batalla de Verdún muriendo a los pocos días.
Jean-Antoine Watteau, «La muestra de Gersaint». Óleo sobre lienzo, 1720

Julián González Gómez
La pintura rococó casi siempre muestra temas galantes de una sociedad cuyas clases más altas disfrutaban de una vida llena de placeres, libre de faenas y de una gran superficialidad. Antoine Watteau retrató a esta sociedad en muchas de sus actitudes las cuales, desprovistas de dramas existenciales, transcurrían entre diversión y monotonía. Lo que no es aparente en su pintura es la crítica sutil que está detrás de la galantería y ligereza que representaba, mostrando sin que apenas nos demos cuenta, la sordidez de unas vidas sin sentido ni trascendencia.
Watteau trabajó en la época de transición entre el reinado de Luis XIV y el de Luis XV. En esos tiempos Francia dominaba indiscutiblemente sobre toda Europa imponiendo su supremacía en casi todos los campos. En el ámbito artístico se había desprendido parcialmente del clasicismo de los tiempos del Rey Sol y se adentraba en el rococó, un estilo que a pesar de ser principalmente decorativo se extendió a las demás artes. Se considera al rococó como la última fase del barroco en Europa, si bien hubo algunas diferencias locales. En todo caso el gusto francés se imponía y el triunfo del rococó no fue más que consecuencia de esa situación. Era un estilo que podríamos llamar superficial, carente de la profundidad conceptual que había caracterizado al barroco y su ligereza combinaba perfectamente con el gusto de la nobleza, que fue el estrato donde tuvo su mayor difusión. En cuanto a la pintura, el rococó se nutrió de varias fuentes, entre ellas la pintura de algunos maestros flamencos del siglo anterior, sobre todo de Rubens y en menor medida de Jordaens. Temáticamente su repertorio fue, si bien extenso, menor que en el barroco. Al final de cuentas, el rococó no era más que el reflejo de la sociedad aristocrática de su tiempo, con su vida relajada e ignorante de lo que acontecía a su alrededor. No olvidemos que en esta misma época se empezó a gestar la ilustración y la revolución científica que dieron paso a lo que se podría denominar como el mundo contemporáneo.
En este cuadro, que por cierto fue la última gran obra que pintó antes de su prematura muerte, Watteau muestra el interior de la tienda del marchante Gersaint, amigo suyo y vendedor de sus cuadros. El formato es excesivamente horizontal pero hoy muestra una distorsión y es que Watteau lo pintó con la parte superior en forma de arco y años después otro pintor le agregó las dos enjutas que hacían falta para que el formato quedara rectangular. La intención era que el cuadro fuese colocado en el exterior de la tienda de Gersaint protegido de la intemperie por un toldo, pero se vendió casi de inmediato al ser colocado ahí. El cuadro pasó por diversos dueños hasta que lo compró Federico II de Prusia y desde entonces quedó en las colecciones reales en Berlín.
La escena está teatralmente dispuesta abriéndose hacia el espectador. La composición está dividida en dos partes muy marcadas, articuladas por la puerta central. La perspectiva cónica presenta una conformación en la cual aparece en primer término un embaldosado a modo de vestíbulo que nos introduce en la sala. Un extraño perro nos recibe por la derecha. De las distintas paredes cuelgan cuadros de varios autores, modernos y antiguos, colocados unos encima de otros en un muestrario variopinto. Los protagonistas son diversas personas que han acudido a la tienda para ver si adquieren una pintura de la colección. Cerca del lado derecho, mostrando un cuadro de forma ovalada a unos clientes se encuentra el propio Gersaint. Enfrente de él un cliente se ha agachado para observar con atención un detalle del cuadro y junto a él se encuentra una mujer que también mira con atención. La mujer que está sentada al lado del cliente parece estar más ocupada en charlar con los personajes que se encuentran detrás de la mesa que en el cuadro. Estos personajes no están más que pasando el tiempo. Tal vez ya vieron las obras y ninguna les interesó o quizás sólo se están relajando por la tarde. Por el lado izquierdo los ayudantes de Gersaint están ocupados extrayendo dos cuadros de una caja, los cuales irán a ocupar algún espacio en las paredes. Un matrimonio está cerca de ellos, pero no parecen estar tampoco muy interesados en las obras. En fin que sólo hay dos visitantes que se muestran con interés, mientras que los demás sólo parece que han llegado de visita sin más.
Jean-Antoine Watteau nació en Valenciennes, ciudad flamenca que desde hacía poco pertenecía a Francia, en 1684. Sus primeros pasos en el arte los dio en su tierra natal, trasladándose en 1706 a París, donde continuó su formación. Al tiempo participó en el concurso del Prix de Rome con la idea de ganarlo y así recibir una beca para estudiar en Roma pero fracasó. Ante esta situación regresó a su tierra natal en 1706 donde se dedicó a pintar escenas de la soldadesca y las posadas, fuertemente influenciadas por la pintura flamenca y holandesa del siglo XVII.
En 1708 regresó a París, estableciendo numerosas relaciones con el mundo teatral, el cual empezó a representar en numerosos cuadros. En 1712 fue nombrado agregado a la Academia. De esta época provienen sus primeros cuadros galantes y rococó. Se convirtió en un pintor altamente reputado en la capital francesa por sus cuadros de la sociedad y el teatro. Enfermo de tuberculosis se instaló en 1720 en casa de su amigo y marchante Gersaint, pero en 1721 murió en la localidad de Nogent-sur-Marne.
Jacob van Ruysdael, «El molino de Wijk bij Duurstede». Óleo sobre tela, 1670
Julián González Gómez
Los cuadros de paisajes fueron un tema común en el arte de Flandes y los países bajos desde el siglo XV. Estas pinturas pasaron por una serie de transformaciones en las cuales el paisaje como elemento destacado servía de telón de fondo para narrar alguna historia concreta en la cual las figuras humanas protagonizaban la obra y el paisaje a su vez se adaptaba a los requerimientos de la composición. Pero como género autónomo, independiente de las historias que se narraban, el paisaje llega a su madurez en la Holanda del siglo XVII. En ese siglo, los pintores holandeses tenían en el paisaje un tema para explorar mostrando la geografía de su tierra que gustaba mucho a la gente para decorar sus casas. Los pintores especialistas en paisajes desarrollaron su arte al amparo de este gusto y nos han dejado una muestra objetiva y veraz del campo y el mar holandeses.
Uno de los artistas holandeses del paisaje más connotados del siglo XVII fue Jacob van Ruysdael, proveniente de una familia de pintores de Haarlem. La obra que presentamos aquí es la más famosa que realizó este artista, cuyo legado ha sido apreciado desde la época en la que estaba activo como pintor hasta los tiempos actuales. En este cuadro, realizado con un horizonte bajo como era usual en esa época, el cielo ocupa dos tercios de la escena. Este cielo, dramático y tormentoso aunque sin tempestad, avizora un clima que se pondrá borrascoso en cualquier momento. La luminosidad de este cielo es muy notable, a pesar de las nubes oscuras que hay en el horizonte. Las suaves olas marinas de color gris bañan la pequeña playa y este mar calmo y suave contrasta con el cielo. La tierra, que de acuerdo al ángulo de perspectiva en el que está representada se adentra en el horizonte, tiene pocos accidentes y es, tal como sucede en Holanda, más bien plana y apacible. Está poblada de pastos, arbustos y árboles bajos y no se ven bosques en las cercanías, con lo cual podemos inferir que no es lo que se podría denominar un “paisaje salvaje” sino más bien un paisaje que ha sido dominado y modificado por el ser humano.
Un pequeño barco con sus velas desplegadas se aproxima a la orilla, en la cual hay ya otro barco anclado. Este barco que se aproxima puede indicar que se está acercando a tierra ante la inminente tormenta buscando un lugar seguro. Hay diversas construcciones repartidas por el campo, entre las cuales se encuentran los que han sido identificados como el castillo y la iglesia de St. Maarten. Esto refiere al lugar retratado como uno de los brazos de la desembocadura del Rin a la altura de Wijk bij Duurstede. El elemento más destacado es el gran molino de viento que luce su volumen expuesto a los elementos y los reta como si se sintiera invulnerable. Las construcciones en el paisaje, incluyendo el molino, nos muestran un aire de familiaridad y permanencia de las cosas hechas para durar y que permanecen inmutables ante los embates de la naturaleza. Tres mujeres, figuras ínfimas y casi sin importancia, van caminando por una vereda a la derecha.
Van Ruysdael ejecutaba sus pinturas en su estudio, habiendo tomado previamente apuntes del lugar que iba a representar. No era un pintor que trabajara “in situ”, sino que modificaba a propósito algunos elementos para conseguir una composición más equilibrada y para lograr sutiles variaciones de tono y color con el fin de darle más dramatismo al paisaje. Por ello no se percibe claramente la inmediatez del momento y del lugar. En vez de ello nos encontramos con un paisaje ordenado de acuerdo al propósito del artista. En ese sentido, la pintura holandesa de paisajes del siglo XVII se muestra muy distinta a lo que sería en el siglo XIX el arte de los impresionistas, que gustaban de captar el momento en el lugar y por eso pintaban al aire libre, mientras observaban el paisaje que tenían ante sus ojos y lo representaban como si fuera una instantánea.
Jacob van Ruysdael nació en Haarlem en 1628, hijo de un pintor y fabricante de marcos y sobrino de Salomon van Ruysdael, destacado pintor de paisajes en su época. Seguramente se formó en los talleres de pintura de su familia, con lo cual tenía asegurada su profesión como paisajista. En 1648 fue admitido como miembro de la guilda de San Lucas en Haarlem, la corporación de los pintores de la ciudad. Pocos años después viajó a Alemania en compañía de otros amigos artistas y tras su regreso a Holanda en 1653 se estableció en Ámsterdam fundando su propio estudio. Probablemente de origen católico, en 1657 se adhirió a la iglesia reformada de Holanda. El estudio que realizó en Ámsterdam de la obra de Rembrandt determinó su gusto por pintar paisajes “construidos” en el sentido tal y como se mencionó antes. En 1661, en plena madurez, volvió a viajar a Alemania junto a su discípulo Meindert Hobbema, que sería años más tarde un destacado pintor, regresando posteriormente otra vez a Ámsterdam. Durante esa etapa su pintura se volvió más libre, es decir, menos rígida que en los modelos anteriores, decantándose por composiciones más abiertas. También en esta etapa dejó de pintar exclusivamente paisajes naturales, incluyendo en su repertorio algunos elementos urbanos. Algunos consideran a van Ruysdael como el precursor del paisaje romántico del siglo XIX. Falleció en Ámsterdam en 1682.
Pietro Perugino, «Entrega de las llaves a San Pedro». Fresco, 1482
Julián González Gómez
Entre las características más sobresalientes del arte del Renacimiento, la perspectiva juega un papel fundamental. Desde los albores de esa época, con la pintura de Masaccio y los descubrimientos de Brunelleschi, que abrieron camino en su desarrollo posterior, la perspectiva alcanzó su plena madurez en el último cuarto del siglo XV. Perugino fue durante esta época uno de los artistas más destacados en el medio florentino, llegándose a considerar el mejor artista de la ciudad. La perspectiva de Perugino se nutrió de todos los avances y descubrimientos acumulados durante muchos años de investigación y desarrollo.
La obra que aquí presentamos es un fresco realizado en 1482 por Perugino en la Capilla Sixtina de Roma. Este fresco es considerado la obra maestra de este pintor. Es una representación de un hecho narrado en el Nuevo Testamento, en el cual Jesús le entrega a San Pedro las llaves del cielo haciéndolo custodio de las puertas celestiales. No se puede entender la naturaleza de este fresco sin tomar en cuenta las complejidades y características más sobresalientes del arte del Renacimiento. Para empezar, Perugino utilizó la perspectiva cónica con un solo punto de fuga ubicado muy cerca del centro de la obra. Este elemento ordena todo el patrón de la composición, estableciendo una simetría de todas las partes del conjunto con lo cual se garantiza un sólido equilibrio. Hay una especie de “pared” de personajes en primer plano que se abre en el lugar donde está Jesús entregando las llaves en la mano del santo. Todo el resto de la pared de este primer plano está ocupado por los apóstoles y los retratos de cuerpo entero de varios personajes de la época en la que fue realizado. Detrás se encuentra una amplia explanada perfectamente articulada por la perspectiva de sus particiones en cuadros que nos muestra una suerte de espacio homogéneo. El orden espacial de la perspectiva de esta sección se ve reforzado por la posición de los diversos personajes que evolucionan dentro de este espacio, haciéndose más pequeños en la medida en que se alejan del punto de observación. En esta sección están representados los episodios del pago del tributo a la izquierda y a la derecha el intento de lapidación de Cristo. Esta explanada remata en un tope virtual que se establece por las tres edificaciones de arquitectura clásica, otro de los paradigmas del Renacimiento, con un templo central con cúpula y pórticos en los cuatro costados, representando al Templo de Jerusalén y dos arcos de triunfo, basados en el arco de Constantino, que flanquean simétricamente el templo central. Yendo más atrás nos encontramos una pequeña elevación arbolada a la derecha y finalmente en el fondo un paisaje de colinas azuladas por la percepción atmosférica bajo un cielo típicamente cuatrocentista.
Todo el esquema de la composición se basa en la tripartición de los elementos, un concepto clásico al que los pintores del Renacimiento fueron muy afectos, sobre todo después de la obra de Piero della Francesca con su monumentalidad basada en el orden. Si bien nos encontramos aquí con una estructura rigurosa y hasta cierto punto rígida, la relativa libertad compositiva por parte de Perugino se muestra únicamente en el movimiento de algunos personajes que evolucionan en la explanada. Nada escapa a la rigidez del ordenamiento, su conformación simétrica y su corrección académica. No es una obra hecha para conmover los sentimientos de quien la observa, antes bien apela al raciocinio derivado de la utilización de las propiedades de la matemática para construir su propia esencia de un arte que por ese entonces era una novedad pero que con el transcurso del tiempo se volvió académico y distante. La corrección de Perugino y su ortodoxia le impidieron que se pudiese adaptar a los cambios que propiciaron durante su época otros artistas como Leonardo y Rafael.
Pietro di Cristoforo Vanucci nació en Città della Pieve probablemente en 1448, ciudad que por ese entonces estaba bajo el dominio de Perugia y de ahí el apodo que se le puso y con el que ha pasado a la historia. Por la época en que nuestro artista era joven, Perugia era una importante capital artística del Renacimiento donde trabajaron varios maestros de renombre como Fra Angélico y Benozzo Gozzoli. Perugino probablemente incursionó en las esferas de la pintura como aprendiz de algunos talleres locales. En 1470 se marchó a Florencia e ingresó al taller de Verrocchio donde entre otros aprendices se encontraban Leonardo y Botticelli. En 1472 se inscribió en la Compañía de San Lucas de Florencia empezando a trabajar por su cuenta y fue uno de los pioneros en la utilización de la pintura al óleo en Italia. Tras varios encargos menores realizados por esos años se marchó de regreso a Perugia donde empezó a recibir sus primeros encargos de importancia, volviéndose un pintor famoso.
El papa, dada su fama de gran artista, lo llamó a Roma en 1481 para realizar una serie de frescos para la Capilla Sixtina del Vaticano, entre los que se encuentra la obra que aquí presentamos. En 1486 vuelve a Florencia, ciudad en la que residió hasta el año 1499, aunque viajó frecuentemente entre esta ciudad, Perugia y Roma. Por estos años llegó a ser considerado el mejor artista de Florencia y su taller bullía de actividad. Hacia 1496 ingresó a su taller como aprendiz el gran Rafael, por lo cual ha sido reconocido por la historia como maestro del genio de Urbino. A principios del siglo XVI el trabajo de Perugino, aunque todavía apreciado, empezó a mostrar señales de decadencia por su gusto cuatrocentista, muy distante de los nuevos modelos que estaban desarrollando entre otros Leonardo, Miguel Ángel y su discípulo Rafael. En 1506 dejó Florencia y se trasladó a su natal Perugia donde continuó con su trabajo y su taller en obras de menor importancia de las que había trabajado anteriormente. Falleció en Fontignano en 1523 a causa de la peste.
Antoine Bourdelle, «Heracles», el arquero. Bronce, 1909
Julián González Gómez
Cuenta la leyenda mitológica que Heracles o Hércules, el héroe helénico, tuvo que realizar doce arduos trabajos para expiar el delito que había cometido de asesinar bajo los efectos de la locura a su mujer, a sus dos hijos y a dos de sus sobrinos. Estos trabajos le eran encargados por Euristeo, su pariente que le había usurpado el derecho de ser rey bajo los auspicios de Hera, quien odiaba a Heracles. Uno de estos doce trabajos era cazar a las aves del lago Estínfalo, las cuales tenían sus picos, garras y alas de bronce y cuyos excrementos venenosos arruinaban los cultivos, además atacaban a las poblaciones. Cuando Heracles acometió la empresa se dio cuenta que las aves eran muchas y sus flechas no alcanzaban. Entonces acudió en su ayuda Atenea y le dio un cascabel de bronce y le mandó que lo tocara desde una colina. Cuando Heracles hizo sonar el cascabel las aves se asustaron y emprendieron el vuelo para nunca más aparecer. Mientras huían muchas de ellas fueron derribadas por las flechas de Heracles y las que lograron escapar huyeron hacia la isla de Ares.
Antoine Bourdelle realizó esta escultura representando el momento en el cual el héroe helénico derribaba a las aves que huían despavoridas. Fue un encargo de Gabriel Thomas, financiero y mecenas de Bourdelle, quien deseaba exhibirlo en la decoración del teatro del museo Grévin para la cual lo había contratado. La pieza, que originalmente iba a ser única, fue fundida en diversas ocasiones según el modelo en arcilla que había realizado Bourdelle, por lo cual hoy se encuentran varias réplicas de la misma en distintos museos. La primera fundición fue mostrada en 1910 en el Salón de París con gran éxito para su autor. Se considera a esta pieza la mejor que realizó Bourdelle en toda su carrera.
El escultor acometió la empresa estudiando con gran dedicación modelos vivos para no perder detalle de la postura, la actitud y la anatomía de un cuerpo sometido a una gran tensión. La figura, que estira el gran arco apuntando a un blanco móvil, muestra a Heracles afianzándose sobre una roca con una gran energía contenida, la cual se liberará en el momento de accionar el arma. Por cierto que aquí se puede verificar la analogía entre el cuerpo de Heracles y el arco, ya que los dos muestran la dicha contención de la tensión que está próxima a liberarse. Hasta la forma de la roca, también en arco, denota esta misma característica. Si bien la anatomía muestra cierta estilización que subraya el carácter moderno de la obra, la cabeza hace alusión a la escultura arcaica helénica, sobre todo la de la isla de Egina.
Aunque la pieza es bastante sencilla en cuanto a los elementos que contiene, la composición muestra una gran complejidad, cuyo desarrollo se muestra a través de tres grandes arcos que la conforman: el arco en sí, el arco de las piernas y el arco de las rocas, todos cruzándose por lo cual el dinamismo de esta figura es notable. Las diagonales que se muestran en los brazos de la figura y la postura del cuerpo interactúan con los arcos agregando aún más tensión y dinamismo. Aunque muestra más evidentemente sus características si se le observa de frente, también son notorias al verla desde cualquiera de sus ángulos, mostrando así una unidad completa en cuanto a su composición.
Esta pieza es clave en la historia de este escultor francés, uno de los más destacados de su época y discípulo de Rodin. En general, sus figuras muestran las tensiones propias de la anatomía que practicó con asiduidad, pero también la simpleza de las líneas y su contenido dibujo. Cierta vez afirmó que buscaba que sus líneas se fueran simplificando, enunciando sus propósitos con la siguiente frase: «Contener, mantener, controlar, esto es el orden de los constructores».
Emile-Antoine Bourdelle nació en Montauban, Francia, en 1861. Era hijo de un carpintero ebanista de cierto renombre en la ciudad ya que diseñaba los muebles que construía. Desde niño mostró mucho talento para el dibujo por lo que un profesor de la escuela le permitió trabajar y exponer sus trabajos. A los 13 años entró a trabajar como aprendiz en el taller de su padre, donde se dedicó con asiduidad a realizar grabados de madera y por las tardes recibía clases de dibujo en la Escuela de Dibujo de Montauban. En 1876 aprobó el curso de admisión y consiguió una beca para estudiar arte en la Escuela de Bellas Artes de Toulouse, donde estuvo ocho años. Tras esta etapa ganó el segundo lugar en el concurso de admisión para la Escuela de Bellas Artes de París, por lo que se trasladó a la capital para seguir su formación. Al mismo tiempo entró a trabajar en el taller del escultor Alexandre Falguière durante dos años, para después abrir su propio estudio. En 1885 presentó una escultura en el Salón de los artistas franceses donde fue reconocido por la crítica. Después de este triunfo le empezaron a llegar diferentes encargos, entre ellos algunos de su ciudad natal.
En 1893 Rodin lo contrató como su ayudante y lo tuvo trabajando en su taller bajo su supervisión. Entre los dos artistas nació una fuerte amistad y admiración mutua. En 1900, Bourdelle fundó junto a Rodin y el escultor Desbois una escuela en Montparnasse para la enseñanza libre de la escultura. Poco después, decidido a encontrar su propio estilo, Bourdelle se alejó de los patrones de Rodin y volvió a trabajar en solitario. Su primera exposición individual la realizó en París en 1905, obteniendo un gran éxito, ese mismo año expuso varias esculturas en el Salón de Otoño. Los encargos no se hicieron esperar por lo que su taller se vio desbordado de trabajo. En 1909 empezó a dar clases en la Academia de la Grande Chaumière, donde tuvo como alumnos entre otros a Alberto Giacometti, Vieira da Silva y Otto Gutfreund.
Su período de madurez se vio caracterizado por grandes encargos para instituciones y algunos mecenas como Gabriel Thomas. Realizó diversas esculturas para varias ciudades francesas y también un monumento en la ciudad de Buenos Aires. En 1924 fue galardonado con la Legión de Honor. Falleció en Le Vésinet-Yvelines en el año de 1929.
Wilfredo Lam, La selva. Guache sobre papel montado en tela, 1943
Julián González Gómez
Un amigo mío decía que los europeos inventaron el surrealismo para representar un mundo que a la mayoría de ellos le resultaba exótico y ajeno, pero los latinoamericanos ya tenían el surrealismo incorporado a su cultura desde tiempos ancestrales. Nadie mejor que Wilfredo Lam para demostrar esa afirmación, ya que su pintura se nutría de los elementos mágicos y sincréticos de las distintas civilizaciones que se han manifestado en nuestros países a lo largo de su historia. En el ámbito europeo, Lam fue identificado siempre con el surrealismo por su temática, inspirada en sus ancestros de origen africano que habían sido trasplantados a su natal Cuba desde los tiempos de la colonia, junto a las tradiciones indígenas casi extinguidas. Su obra se enmarca en los ritos de la santería, el cristianismo, el ancestro indio y el paisaje.
En La selva apreciamos un conjunto de varias figuras alargadas y muy estilizadas ataviadas con máscaras africanas y tocados indios realizando un rito mágico-religioso, en medio de un paisaje mixto en el que hay una parte de la profusa vegetación propia del entorno selvático y una sección de una plantación de caña de azúcar, cultivo al que siempre estuvieron asociadas las labores de los esclavos africanos. En este entorno asfixiante de profusa vegetación, las figuras se muestran representadas como parte misma del ambiente, con formas y colores semejantes a los vegetales, pero también representando algunos de los animales que habitan ahí, los cuales se mimetizan con humanos y plantas. Resaltan las máscaras de terráqueos y a la vez fantásticos diseños con las que están ataviados los personajes semidesnudos que realizan una danza muy simple de movimientos verticales al compás de sonajas y otros instrumentos de percusión. Una fogata que no se ve en el cuadro ilumina la escena, que se está realizando de noche, lejos de las miradas vigilantes de los amos blancos, dueños de la plantación. El seno de la mujer de la derecha pende como una gruesa hoja, asimilándose a las plantas que la rodean, mientras que la figura de la izquierda levanta su pierna hacia arriba, como un tallo, en un movimiento acompasado. Las dos figuras centrales nos miran fijamente como invitándonos a unirnos al rito, mientras que del denso fondo surgen manos y pies, como si las plantas también participaran en él.
El colorido presenta un contraste entre tonos cálidos y fríos, destacando el azul y el azul verdoso entre los primeros y los rojos, naranjas y amarillos en los segundos. Estos tonos cálidos, producto de la iluminación que da el fuego, representan junto a los tonos fríos de la vegetación la simbiosis entre la ceremonia, los seres humanos y la naturaleza. El conjunto entonces, se enmarca en un único contexto en el cual las partes no están separadas entre sí, sino que forman una unidad conceptual y armónica que nos hace ver que el rito, que algunos llamarían salvaje y primitivo, proviene de la naturaleza y es parte de ella.
La influencia de Picasso en los cuadros de Lam es innegable, sobre todo porque el artista cubano, recién llegado a París a finales de la década de 1930, fue acogido por el pintor malagueño como su protegido y en cierta forma como su discípulo. Esta influencia siempre estuvo presente en su obra, hasta el final de su carrera, y por ello muchas de sus formas se identifican con el cubismo.
Wilfredo Lam nació en Sagua La Grande, Cuba, en 1902. Era el octavo hijo de un emigrante de origen chino y su madre era una mestiza que tenía ancestros españoles y africanos. La región de Sagua es sumamente frondosa y Lam, criado en medio de este entorno, se vio toda su vida influenciado por sus misterios y costumbres. En 1916 se traslada con su familia a La Habana, donde se inscribió en la Academia de San Alejandro para estudiar pintura y escultura. En 1923 recibió una beca de la municipalidad de Sagua la Grande para estudiar pintura en Europa. Ese mismo año se fue a España y en ese país permaneció por los siguientes 14 años. Su estancia española le permitió estudiar a los maestros de la antigüedad y también las nuevas corrientes vanguardistas que tenían su centro en París. En 1931 mueren su mujer y su hijo por la tuberculosis y su dolor se expresó por medio de una serie de cuadros de madres e hijos con los que ganó notoriedad en los círculos artísticos. Al estallar la guerra civil se unió al bando republicano y dibujó diversos carteles antifascistas y se encargó de la dirección de una fábrica de municiones. En 1938, ante la inminente derrota de la República se marchó a París donde entabló una serie de relaciones cercanas con diversos artistas vanguardistas, especialmente con Picasso, quien le presentó al propietario de la galería Pierre, donde realizó su primera exposición individual en 1939. Durante esos años, hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Lam se relacionó especialmente con el grupo de los surrealistas encabezados por André Breton, con quienes empezó a desarrollar su propia versión del surrealismo inspirada en la cultura de su Cuba natal.
En 1941 abandonó Francia y regresó a su país donde retomó el estudio de los ritos ancestrales de los afrocubanos e indios para incorporarlos a su arte. Durante esos años viajó a otros países latinoamericanos como Haití, Colombia, Venezuela y Brasil donde se apuntaló su conocimiento y su afirmación por las culturas afroamericanas. También por esa época realizó varias exposiciones en los Estados Unidos, donde el cuadro que aquí se presenta: La jungla, causó un fuerte impacto y hasta escándalo. En 1947 se marchó a Nueva York, donde se reencontró con algunos de sus colegas de Francia. En estos años su trayectoria internacional se consolidó gracias a diversas exposiciones y publicaciones de su obra. En 1952 se instaló de nuevo en París, donde trabajó en estrecha colaboración con algunos de los movimientos artísticos de la postguerra, viajando a distintos países, especialmente a Italia donde abrió un estudio en Albissola. Durante los años sesenta del siglo pasado recibió numerosas distinciones, entre ellas el Premio Internacional Guggenheim. Su carrera desde entonces lo proyectó como uno de los artistas más renombrados a nivel mundial. Falleció en París en 1982 y fue enterrado en su ciudad natal, Sagua la Grande.
Marc Chagall, «Yo y la aldea». Óleo sobre tela, 1911
Julián González Gómez
Marc Chagall es un artista inclasificable dentro del mundo del arte moderno. Si bien se vio influido por algunas de las tendencias de su tiempo, siempre trabajó al margen de los programas y manifiestos que eran propios de las vanguardias junto a las cuales se desenvolvió de forma paralela. Tanto su temática como su técnica y sobre todo, los aspectos conceptuales de su pintura seguían su propio programa, intransferible a las metas que se fijaban de antemano por parte de los creadores de los distintos lenguajes plásticos vanguardistas. Aunque algunos lo han vinculado al surrealismo por la fuerte carga onírica de muchas de sus obras, en realidad nunca realizó obras que realmente se ajustaran a los principios de este movimiento. Durante toda su vida manejó casi los mismos temas, relacionados con su niñez y juventud en Vitebsk, su ciudad natal y sus costumbres, el mundo de las tradiciones judías y la simbología propia de una visión subjetiva y personal del mundo.
Yo y la aldea es una obra pintada en 1911 por parte de un Chagall recién llegado a París, habiendo dejado atrás su patria para buscar nuevos horizontes y reconocimiento en la que era por ese entonces la capital del arte. En esta pintura se pueden ver varios elementos representativos de una realidad que es enfocada desde el punto de vista de los recuerdos de la niñez del autor, combinados de tal manera que se puede hablas más bien de una evocación antes que de una realidad objetiva. Las ambigüedades que se presentan en base a un recuerdo se pueden ver en varios de los elementos del cuadro que pueden hacer equívocos algunos de sus contenidos.
En primer lugar se muestran dos rostros enfrentados y el de la derecha, pintado de verde, se ha identificado por algunos estudiosos como un autorretrato de Chagall que está mirando a la figura que lo enfrenta que es el rostro de una vaca, que también se ha podido identificar como una alusión a la figura de su madre. En la mejilla del rostro de la vaca se puede ver a una mujer que está ordeñando al animal. Si se mira fijamente y con atención el cuadro, se puede ver una fina línea que comunica los ojos de ambos personajes, lo cual simboliza el establecimiento de un nexo profundo entre ambos. Chagall, que lleva un gorro típico de Vitebsk, sostiene en su mano un ramo de flores, o tal vez una planta en flor de forma piramidal, la cual le está presentando al otro personaje. Un círculo que abarca ambos rostros es otro elemento que indica la relación profunda entre los dos. La primera ambigüedad se presenta en el supuesto autorretrato del artista, el cual, aunque de origen judío, lleva en su cuello una cadena con una cruz, alusión directa al cristianismo. Más atrás se puede ver una representación de un pequeño pueblo con algunos de sus edificios y un camino por el cual transita un campesino con una guadaña al hombro, quizás el padre de Chagall regresando de sus labores en el campo y enfrente de él una mujer que está recibiéndolo de cabeza. Las ropas de esta mujer guardan cierta similitud con las de la otra mujer que está ordeñando a la vaca, lo cual podría significar que son la misma, la madre de Chagall, quien aquí está recibiendo a su padre de forma festiva y alegre. El poner a las figuras de cabeza es un detalle muy común en las obras de Chagall, simbolizando que su estado de ánimo es jovial y feliz. El resto de elementos son accesorios como el cielo con nubes, la luna en cuarto menguante o las dos casas que también están de cabeza.
La composición es radial, teniendo su centro en el hocico de la vaca, del cual parten los demás elementos, muchos de ellos propios de una descomposición cubista de las figuras, lo cual no es de extrañar ya que en esa época el cubismo estaba en boga en París y Chagall frecuentaba sus círculos, con Picasso y Braque a la cabeza. El colorido, intenso e irreal, refuerza la visión subjetiva y evocativa del cuadro, dominado por el rojo y el blanco.
Marc Chagall, de verdadero nombre Moishe Segal, nació en Vitebsk, en el imperio ruso en 1887, proveniente de una familia judía. Tras pasar su niñez y adolescencia en su ciudad natal, se mudó a San Petersburgo en 1907 para estudiar en la escuela de la Sociedad de Patrocinadores del Arte y posteriormente, de 1909 a 1911 en la escuela de Elizaveta Zvántseva. Después de concluir sus estudios se marchó a París para buscar fortuna y llegó con muy pocos medios para subsistir pero entabló desde muy pronto contacto con los artistas que estaban impulsando las vanguardias. Tras unos años de pintar dentro de los círculos vanguardistas regresó a Vitebsk en 1914 para casarse con su prometida y se quedó en su país ante el estallido de la Primera Guerra Mundial. Participó activamente en la revolución de 1917 y gracias a esto fue nombrado Comisario de Arte para la región de Vítebsk y fundó una escuela de arte en esa ciudad. Su desacuerdo con la burocracia del partido y algunos problemas con Kazimir Malévich, quien era profesor de la escuela, se marchó a Moscú en 1920 para irse en 1923 a Francia de nuevo, estableciéndose definitivamente en París donde se integró muy pronto a los círculos de artistas de las nuevas expresiones de vanguardias, tal como había hecho en su estancia anterior.
Ante la ocupación alemana de Francia en 1940 y las deportaciones de judíos a los campos de concentración Chagall abandonó París y se trasladó a Marsella en forma clandestina, hasta que el periodista norteamericano Varian Fry le ayudó a escapar a Estados Unidos en 1941 junto a su familia. Permaneció en ese país hasta 1948, año en el que regresó a Francia para establecerse allí por el resto de su vida. Artista de mucho éxito, sus cuadros se cotizaron en muy alto valor y recibió numerosos homenajes y premios como la Legión de Honor de Francia y el Premio de la fundación Wolf de las Artes de Jerusalén. Realizó una numerosa obra de caballete, así como litografías, murales y vitrales para diferentes edificios e instituciones en diversos países. En 1964 le fue encargado el mural del techo de la Ópera de París. Tras una larga vida dedicada por entero al arte, murió en 1985 en el pueblo de Saint-Paul de Vence, cerca de Niza, donde residía por ese entonces y donde está enterrado.
Jean-Baptiste Simeón Chardin, La raya. Óleo sobre tela, 1728
Julián González Gómez
Un pequeño gato está a punto de darse un festín al haberse subido a una mesa repleta de alimentos que seguramente son de su gusto. Tiene sus ojos posados sobre las ostras y mira de reojo a los pescados que están a su frente. La escena está dominada por una raya que cuelga destripada de un gancho y que aún no se ha cocinado a la que acompañan los otros animales marinos, unos puerros, una botella de vino y una garrafa vidriada, una espumadera y algunos utensilios que seguramente servirán para prepararlos y cocinarlos. Más atrás se ve un caldero de cobre con un asa de hierro forjado. Hay un mantel blanco con rayas verdes parcialmente doblado tapando algunos de los utensilios. El fondo es una pared de piedra la cual corresponde al carácter rústico de una cocina y todos los objetos están colocados sobre una mesa de piedra.
La composición tiene un equilibrio clásico, basado en el triángulo del cual el vértice superior es la nariz de la raya colgando del gancho, mientras que el balance es asimétrico, dominado a la derecha por las masas oscuras de la garrafa y el costado del caldero y a la izquierda la figura del gato, el cual además se convierte en el elemento dinámico que contrasta con la inmovilidad de la naturaleza muerta. Chardin era muy dado a pintar animales que dieran vida a sus bodegones, rompiendo así con la tradición del siglo anterior que los presentaba tal cual, con toda su inmovilidad, aunque eso sí, cargados de simbología.
Chardin no alude aquí a los elementos simbólicos, tan apreciados por los pintores del barroco, los cuales contenían un mensaje de carácter moral dirigido al espectador. Así la orfebrería, los cristales y los objetos de metales preciosos eran una alusión a la acumulación de riquezas y la vanidad, un reloj era una alusión a la brevedad de la vida, mientras que las bolas de cristal su fragilidad. En algunos casos se representaban frutas que estaban picadas en una alusión a la belleza ajada y la corrupción. En este cuadro los objetos están agrupados de una manera que parece ser casual y sólo se alude al hecho de que todavía están crudos, es decir, no están listos todavía para ser consumidos. En esta escena, sólo el gato, como elemento discordante, ejerce alguna función que no es simbólica sino anecdótica. Es notorio que la representación de un animal tan poco agradable como una raya, encima con su vientre abierto, ejerciese tanta fascinación entre muchos espectadores que admiraron este cuadro, destacando entre ellos Diderot, quien le dedicó muchas líneas.
Gracias a esta pintura que presentó con otra llamada El Buffet en una exposición llamada “de la juventud” Chardin entusiasmó a algunos académicos y fue así admitido en la Real Academia de Pintura y Escultura. A principios del siglo XVIII en Francia, las pinturas de naturalezas muertas no eran muy apreciadas, así pues cuando Chardin presentó sus pinturas, fue recibido en la Academia en la categoría más baja. Con todo, ganó bastante fama en este género, al cual abandonó unos años más tarde para dedicarse a pintar escenas de género.
Jean-Baptiste Simeón Chardin nació en París en 1699, hijo de un ebanista especializado en hacer mesas de billar. Nada se conoce de su primera formación como pintor. Al parecer fue discípulo del pintor de paisajes históricos Pierre-Jacques Cazes y también anduvo en los talleres de otros artistas menores. En 1724 fue admitido en la Academia de Saint-Luc con el título de Maestro, pero renunció a ella en 1729 entusiasmado por dedicarse solamente a la naturaleza muerta y haber sido aceptado en la Real Academia como se dijo antes. Pero el entusiasmo de Chardin por la pintura de bodegones le duró poco, alrededor de 1733 incursionó en la pintura de escenas de género, que son fundamentalmente escenas domésticas y le dedicó a esos temas todos sus esfuerzos. No tardó en darse cuenta que sus medios eran algo limitados pues ante todo le faltaba imaginación, pero haciendo un gran esfuerzo logró vencer sus limitaciones y empezó a destacar en esta rama de la pintura en los medios parisinos de la época.
En 1744 se convirtió en protegido del marqués de Marigny, director de los edificios del rey y hermano de Madame Pompadour, quien le procuró una renta anual para dedicarse a su pintura. En 1755 fue nombrado tesorero de la Academia y por ello el rey Luis XV le concedió una vivienda oficial en las galerías del Louvre. El cargo de tesorero lo mantuvo muy ocupado por los siguientes años por lo que se dedicó poco a pintar durante este tiempo hasta que a partir de 1748 volvió a su oficio pintando de nuevo naturalezas muertas pero de una manera más sofisticada que en su primera etapa. Su prestigio y cargos fueron en aumento y en 1765 fue admitido como asociado libre en la Academia de Ciencias y Bellas letras de Ruan. Tras una etapa en la que se dedicó a pintar soberbios retratos al pastel y ya bastante enfermo, Chardin murió en su casa a finales de 1779 dejando una vasta obra en manos de algunos de los principales coleccionistas de su época.
Berthe Morisot, «Un día de verano». Óleo sobre tela, 1879
Julián González Gómez
Dos jóvenes mujeres pasean en lancha en el remanso de un río de aguas tranquilas que reflejan el azul del cielo. Es una imagen diríamos idílica que refleja, como en una instantánea, un momento de relajamiento y abandono. La belleza de esta imagen se manifiesta de múltiples maneras, no solo por la anécdota que está presente, sino también por la gran armonía en la composición de los colores, los sutiles efectos de la luz y sobre todo por la atmósfera que impregna toda la escena, una atmósfera delicada, vaporosa, tal como solo los pintores impresionistas sabían representar en sus cuadros.
La técnica que empleó la artista es típicamente impresionista, basada en pinceladas gruesas y libres, que solo esbozan las formas, sin definirlas completamente. En este caso las pinceladas parecen descuidadas si se mira de cerca el cuadro, pero todo comienza a adquirir sentido de las formas conocidas conforme uno se va alejando y solo entonces se puede apreciar la magia del impresionismo. La escena es de tal frescura que evidentemente la pintora la realizó en el mismo lugar, tal vez poniendo su caballete y sus pinturas sobre la misma lancha en la que están sentadas las dos jóvenes. El cuadro es de pequeñas dimensiones, algo que era necesario para poder transportarlo y ejecutar la pintura al aire libre. Por motivo también de sus pequeñas dimensiones se hacen más evidentes las pinceladas, sobre todo las que definen los reflejos en el agua.
La composición no está muy estudiada, tal como corresponde a una obra ejecutada en el mismo lugar de una manera lo más espontánea posible. La joven de vestido claro ocupa el centro de la composición, mientras que el balance asimétrico lo establecen a la izquierda la otra joven y a la derecha los patos que están posados sobre el agua. El borde de la lancha marca una diagonal que rompe con el patrón simétrico y le da a la composición no solo variedad, sino también dinamismo y además sugiere la división en los diversos planos que le dan la profundidad a la imagen. Así, el primer plano es el del interior de la lancha con las dos mujeres sentadas, el segundo plano está completamente definido por el agua y sus reflejos y el tercer plano es el prado y los árboles que ocupan la parte superior de la imagen. No hay espacio para el cielo y esto seguramente fue hecho con la intención de que fueran los elementos acuáticos y vegetales los que sugiriesen y definieran las luces y la atmósfera general. El resultado es un esquema por demás simple, pero muy efectivo.
Morisot fue capaz de ejecutar con sus pinceladas básicas y rotundas la cualidad de los colores de la naturaleza en un momento único y especial. La armonía entre los azules y verdes es realmente extraordinaria y demuestra la maestría de esta pintora en lo que a combinaciones cromáticas se refiere. Como contrapunto a los azules del agua, la artista pintó la sombrilla que está sobre las piernas de la joven del centro en un color azul muy vivo, pero lo suficientemente matizado como para que no robara el protagonismo a los demás elementos cromáticos. Los colores complementarios los dan la borda de la lancha y el asiento de la misma.
Berthe Morisot fue la pintora impresionista más destacada de su época. Tuvo el coraje de dedicarse a una actividad que siempre fue patrimonio exclusivo de los varones y alcanzar el éxito. Se destacó como una sobresaliente pintora en todas las exposiciones que realizaron los impresionistas en el último tercio del siglo XIX e incluso fue quien logró que Edouard Manet se integrara al grupo de estos artistas que por ese entonces eran considerados unos renegados por la crítica. En efecto, gracias a su amistad con los miembros de este grupo logró desarrollar las técnicas del impresionismo de una manera sobresaliente y gracias a su talento ser considerada un miembro más, a pesar de su condición de mujer.
Proveniente de una familia de la alta burguesía, nació en Bourges, Francia en 1841. Sus padres fomentaron su inclinación artística, como también la de su hermana y ambas iniciaron estudios de pintura al mismo tiempo. En 1860 Berthe conoció al pintor Camille Corot quien la aceptó como discípula en su taller y al mismo tiempo la introdujo en los círculos artísticos. El gusto por el paisaje se lo debió Berthe a su formación con Corot, destacado miembro de los paisajistas de la escuela de Barbizon. Participó por primera vez en el Salón de París de 1864 con dos paisajes y siguió exponiendo en el mismo hasta 1874, año en el que se vinculó definitivamente al grupo de los impresionistas y participó en la primera exposición de estos como salón alternativo.
Los impresionistas aceptaron con gusto su participación no solo por su amistad con ella, sino sobre todo por sus grandes dotes como pintora, algo que era evidente para Monet, Renoir, Pisarro y los demás. Su amistad con Manet data de 1868, cuando este artista todavía se desenvolvía en los ámbitos del arte oficial. Poco a poco Morisot influyó en Manet, hasta que lo convenció de unirse, al menos provisionalmente, al grupo de los impresionistas. En 1874 se casó con Eugène, hermano de Manet, pero siguió con su actividad artística, al mismo tiempo que atendía sus obligaciones de esposa y madre. Manet le hizo un famoso retrato en 1872 en el que se puede ver a una joven de rasgos atractivos, grandes ojos oscuros y una mirada muy penetrante. La temática que la distinguió siempre fue no solo el paisaje, sino además las escenas de mujeres y niños representados en ambientes domésticos.
La muerte de Manet en 1883 y luego la de su esposo en 1892 hicieron que su paleta se ensombreciera, denotando una fuerte crisis emocional. Murió en París en 1895 y sus restos están enterrados en el cementerio Passy en esta misma ciudad.
Donatello, David. Bronce, 1440
Julián González Gómez
Un adolescente desnudo, solo ataviado con un sombrero y calzando unas botas posa su pierna izquierda sobre la cabeza de su enemigo, la cual ha cortado con la espada que sostiene con su brazo derecho mientras que en la otra mano porta la piedra con la cual lo mató. Todos conocemos la historia de David, el joven que enfrentó al gigante Goliat y lo venció librando así a su pueblo de la amenaza de sus enemigos.
Quizá la figura de David más famosa es la que realizó Miguel Ángel años más tarde de que Donatello representara así al joven héroe bíblico y las diferencias entre ambas son muchas. En primer lugar, Donatello hizo a un David que ya ha cumplido con el acto heroico y se posa sobre su enemigo caído a sus pies mientras que el David de Miguel Ángel todavía no ha actuado y mira fijamente a su enemigo, tal vez meditando sobre lo que debe hacer. Por otro lado, el David de Donatello luce relajado ante su victoria, mientras que el de Miguel Ángel está obviamente muy tenso y nervioso ante lo que pueda suceder. Ambos reflejan dos estados de ánimo contrastantes que se ubican en el antes y el después de un hecho capital y ambos artistas cumplieron a cabalidad con los requerimientos que cada uno se impuso para realizar su obra.
Este David además fue la primera escultura de un desnudo que se realizó en Europa desde los tiempos antiguos y ello denota la admiración que Donatello sentía por la escultura griega clásica, la cual había estudiado con detenimiento gracias a las copias romanas que por entonces habían sido coleccionadas por diversos personajes del renacimiento. David, un héroe bíblico es así representado como un héroe clásico no sólo por su desnudez sino además por el contraposto de su postura, directamente derivado del que utilizó Praxíteles en el siglo IV antes de Cristo en sus esculturas.
Este David fue un encargo que Cosme de Médici le hizo a su querido amigo Donatello para ser colocado en los jardines de su palacio florentino. Cosme era el principal mecenas de la ciudad y un humanista destacado, por lo cual es muy posible que surgiera de él la idea de representar a David como un héroe clásico, ya que por ese entonces tenía en su poder varias esculturas de los maestros griegos, las cuales atesoraba. Donatello cumplió con el encargo realizando esta obra en bronce con un acabado muy suave que refleja la tersura de la piel de un joven. En el aspecto compositivo dominan las líneas diagonales y las curvas suaves de amplio radio como corresponde al contraposto, en el cual la figura adopta una postura de gran relajamiento y desenfado.
Donatello era por ese entonces el escultor más importante de Florencia y era además uno de sus humanistas más insignes. El humanismo de este artista se refleja en su concepción centrada en la figura del hombre antes que en el mito o la veneración bíblica y las alusiones directas al clasicismo griego que se muestran en esta figura. Además, este David adquiere una simbología especial que se puede advertir gracias a que porta un sombrero toscano con una corona de laurel. La simbología consiste aquí en que David representa la victoria de Florencia sobre Milán que era su rival. A esta interpretación también contribuye la leyenda que se encuentra en ella y que dice en latín: Pro Patria fortiter dimicantibus etiam adversus terribilissimos hostes di i praestant auxilium (A los que valientemente lucharon por la madre patria, los dioses darán su ayuda incluso ante los más terribles enemigos). Así pues, este David representa una triple victoria: la del héroe bíblico, la del héroe clásico y finalmente la del héroe florentino.
Donato di Niccolò di Betto Bardi, llamado Donatello nació en Florencia en 1386 y era hijo de un lanero que tenía ciertas ambiciones políticas y le gustaba conspirar contra el poder de la ciudad, por eso tuvo bastantes problemas con la ley. El joven Donato al parecer ingresó como aprendiz al gremio de los orfebres, uno de los más destacados de la ciudad para después ingresar como colaborador en el taller de Lorenzo Ghiberti donde aprendió la fundición de esculturas y relieves. Desde muy joven entabló una cercana amistad con Fillippo Brunelleschi, con quien visitó Roma en 1404 para estudiar las obras clásicas de la arquitectura y la escultura. Se considera a estos dos artistas, junto con el pintor Masaccio los creadores del arte del renacimiento por sus innegables innovaciones y adhesión a los principios del clasicismo.
Como escultor independiente formó su taller en Florencia, donde se dedicó a realizar gran cantidad de relieves y algunas estatuas exentas, trabajos con los que adquirió gran fama, al mismo tiempo que frecuentaba la casa de Cosme de Médici y su círculo más cercano de amistades. Realizó gran cantidad de encargos para la Signoría de la ciudad, así como también para la catedral de Santa María de Fiore. Trabajó en Pisa junto a su antiguo aprendiz Michelozzo y en 1430 realizó un segundo viaje a Roma. Tras su regreso a Florencia en 1434 realizó más trabajos por encargo de diversas asociaciones y también por parte de Cosme de Médici, que se había vuelto su protector y mecenas. En 1443 se marcha a Padua para realizar diversos encargos y permaneció en esta ciudad por un período de diez años. Cuando regresó a su ciudad natal su estilo había variado y sus esculturas empezaron a adquirir una fuerte carga emocional. Este, que fue su último período, marcó una concepción escultórica que se alejó del anterior clasicismo para adentrarse en el campo de la expresión subjetiva y expresiva. Donatello murió en Florencia en 1466 y fue enterrado en la cripta bajo el altar de la iglesia de San Lorenzo, junto a la tumba de su amigo Cosme de Médici.
Robert Motherwell, “Elegía a la República Española”. Óleo sobre tela, 1954
Julián González Gómez
La República Española se inició en 1931 dejando atrás a la monarquía y la decadencia política que había caracterizado a España desde hacía ya mucho tiempo. En un país de gente apasionada, el triunfo de los ideales democráticos no fue bien visto por ciertos sectores, sobre todo los más conservadores, los cuales casi desde sus comienzos empezaron a gestar conspiraciones para deponer el experimento democrático y restablecer el viejo orden.
Por otra parte, los sectores más afines a los esquemas políticos caracterizados por la dicotomía entre la izquierda y la derecha pronto se enfrascaron en disputas inextinguibles por copar el poder y desde él aplicar las reformas que juzgaban necesarias para sacar a España de su gran atraso. En la década de los años 20 y 30 del siglo pasado surgieron los movimientos fascistas en Italia y nacional socialista en Alemania, ambos de extrema derecha. En contraparte, la Unión Soviética de Stalin, comunista y totalitaria, ganaba cada vez más adeptos gracias al internacionalismo de ese movimiento. La República Española fue el primer campo de lucha europeo entre los dos extremos, volviéndose así tierra fértil para el enfrentamiento que parecía inevitable. Nadie quería ceder ni un ápice y los partidos se fueron radicalizando cada vez más hasta que en 1936 se produjo un levantamiento militar contra la República, el cual fue apoyado por la mayor parte del tradicionalista Ejército y aplaudido por los sectores más conservadores, los católicos y las derechas.
El sangriento enfrentamiento duró 3 largos años y el derramamiento de sangre fue enorme. Las guerras civiles son por mucho las más sangrientas y se caracterizan entre otras cosas por el fanatismo de ambas partes, que así se vuelven irreconciliables e inhumanas en el trato para el contrario. Algunos han dicho que en esta guerra hubo un millón de muertos, cifra altísima tomando en cuenta la población española por ese entonces. En 1939 triunfaron por fin los alzados, imponiendo un régimen autoritario de carácter afín al fascismo y al nacional socialismo de extrema derecha, presidido por el general Franco. Los ganadores de la guerra destruyeron todas las instituciones creadas por la República y crearon nuevas afines a sus cometidos. Las represalias contra los vencidos fueron enormes y hubo tal cantidad de ejecuciones que se afirma que los muertos por estas represalias llegaron también a ser de un millón. Para los vencidos sólo quedó el camino del exilio y para aquellos que no pudieron escapar la cárcel o la ejecución.
Es notorio que la mayor parte de los artistas, escritores y pensadores de la España de esa época se alinearan con los ideales de la República, apoyándola en todo momento y brindando sus mejores esfuerzos por el triunfo de la democracia contra el fascismo. También para ellos quedaron el exilio o la ejecución y algunos muy notorios como Federico García Lorca y otros murieron durante el conflicto. Por esa época el joven Robert Motherwell era un estudiante que admiraba el arte español, su literatura y su República, la cual vio caer con profunda tristeza y rabia. Años después de finalizado el conflicto dedicó una serie completa de pinturas a la elegía de la República en donde expresaba su frustración y tristeza y de esa serie es la pintura que aquí presentamos.
Dos grandes manchas alargadas de color negro dominan la imagen, acompañadas por tres óvalos del mismo color que se funden con ellas. Detrás, sobre un fondo blanco y neutral se pueden ver los colores de la bandera republicana degradados y manchados, con sus tonos apagados, excepto el rojo, que se intensifica ya que es el color de la sangre vertida en la guerra. La sensación general es de pesadez, de luto y tristeza, de vacío y desesperanza, todo lo cual es totalmente adecuado para una elegía. Motherwell pintó estos cuadros con una sensibilidad desbordada y presa de la depresión y la angustia.
Robert Motherwell nació en Aberdeen, Washington, en 1915. Estudió y se licenció en Filosofía en la Universidad de Stanford, de la que se graduó en 1937. Posteriormente se matriculó en la Universidad de Harvard para su doctorado pero entonces cambió su vocación y comenzó a estudiar Arte e Historia en la Universidad de Columbia. Su formación intelectual lo haría uno de los teóricos de arte más destacados de su generación, publicando gran cantidad de escritos relacionados a las vanguardias y sus autores. En Nueva York entró en contacto en la década de 1940 con los artistas que estaban gestando el movimiento llamado expresionismo abstracto al cual pronto se adhirió y le dio buena parte de su base conceptual.
Como pintor, Motherwell siempre fue abstracto y nunca cambió su tendencia. El uso de grandes superficies pintadas de negro fue prácticamente su marca durante muchos años y se considera a su serie de las elegías a la República Española su trabajo más destacado. Artista e intelectual al mismo tiempo, su influencia se dejó sentir en las generaciones de pintores abstractos que sucedieron al expresionismo abstracto y en las investigaciones llevadas a cabo por los minimalistas. Murió en 1991 dejando su legado en gran cantidad de museos y colecciones.
Chuck Close, «Brad Pitt». Acrílico sobre tela, 2010
Julián González Gómez
Esta imagen del conocido actor de cine no es una fotografía, es una pintura llevada a cabo con infinito y obsesivo detalle, en la que se registra hasta el último poro de la piel y el último cabello. Muchos se asombran ante esta exhibición de una realidad que supera toda observación y hasta el registro fotográfico se queda corto ante una representación de tal minuciosidad. Pero el arte llamado hiperrealismo pretende precisamente alcanzar este cometido, que es la superación de la misma realidad observada.
Más allá que un retrato, esta representación hiperrealista se convierte en un mapa topográfico en el que se pueden observar los distintos relieves y texturas que generan un total que reconocemos familiarmente. El énfasis está entonces en el detalle objetivo y no en la totalidad, que es registrada por los ojos y recompuesta por la mente. La luz, que es doble, está ubicada a la vez de una manera frontal y ligeramente lateral y es plana, lo cual permite registrar los accidentes de una forma neutral y con el relieve justamente necesario para evidenciar las luces y las sombras. Close parte siempre de fotografías para realizar estas pinturas, las cuales, aunque parecen ser retratos, en realidad son únicamente registros visuales. Es tal la necesidad de someter las imágenes al efecto fotográfico que Close pinta desenfocados parcialmente varios de los planos para supeditar la imagen a un símil de un registro fotográfico con determinada profundidad de campo. Por eso se puede ver aquí la punta de la nariz ligeramente desenfocada y en planos más atrás los contornos de la cara y el cabello.
Los registros de Close son siempre neutrales y nunca trata de hacer parecer a sus modelos atractivos o por el contrario desaliñados. Siempre los representa frontalmente bajo la misma luz neutral, como si fueran fotografías de esas que se ponen en los documentos de identificación o en los carnés. También los pinta en grandes formatos, de más de dos metros y medio de tamaño por lado. Por lo mismo, todos estos rostros adquieren un sorprendente carácter antiicónico que los acerca al origen de este tipo de representaciones, que se encuentra en el arte pop.
La forma en que el artista realiza sus cuadros es, como se dijo antes, partiendo de una fotografía que él mismo toma con una gran cámara de estudio. Posteriormente dibuja una pequeña retícula sobre el positivado del negativo, la cual es repetida a mayor escala sobre la tela en la que se va a pintar. Se reproduce dibujando minuciosamente la fotografía cuadro por cuadro hasta llenar la totalidad de la tela y luego se empieza a aplicar la pintura acrílica con aerógrafo y pinceles muy pequeños. Si por accidente queda el más mínimo relieve de pintura sobre la tela, éste es raspado para dejar toda la superficie pareja y así borrar cualquier vestigio de textura o de marca que refleje que es una pintura. Por supuesto, esta técnica tan minuciosa, sumada a los grandes formatos que Close utiliza, requiere de mucho tiempo de trabajo intenso para concluir cualquier obra, tardándose varios meses en realizar cada una.
La obra de Chuck Close se integra en el movimiento hiperrealista, surgido a finales de la década de 1960 como una variante del pop. Específicamente se clasifica en lo que se ha llamado fotorrealismo para diferenciarla de otros estilos de la misma tendencia, todos los cuales pretenden reflejar la realidad de manera totalmente objetiva, pero no bajo los cánones del arte mimético tradicional, sino de una nueva conjunción en la que no se evalúa ética o estéticamente lo representado, ni tampoco se pretende emitir simbólicamente un mensaje específico. El hiperrealismo ha seguido vigente desde entonces, uniéndose a él una gran cantidad de artistas de varias generaciones.
Chuck Close es sin duda uno de los más reconocidos exponentes de esta tendencia. Nacido en 1940 en Monroe, Washington, EE.UU. estudió arte en la Universidad de Washington en Seattle de la que se graduó en 1962, estudiando posteriormente su grado superior en la Universidad de Yale, de la que se graduó en 1964. Se fue a Europa con una beca y luego regresó a Estados Unidos donde trabajó como profesor en la Universidad de Massachusetts al mismo tiempo que empezó a desarrollar su carrera como artista independiente. Debido a la laboriosidad de su técnica hizo pocas exhibiciones individuales durante esa época, siendo la primera en 1970 y su trabajo fue expuesto pocos años después en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
Desde sus inicios su trabajo causó gran expectación y muy buenas críticas, sucediéndose diversas exposiciones de sus obras en diferentes galerías y museos, incluyendo algunos en Europa y Asia. Siempre se dedicó a pintar sus inmensos rostros fotorrealísticos frontales y detallados. A principios de la década de 1980 empezó a experimentar pintando con los dedos, con lo cual dejó parcialmente de lado su fría neutralidad, tornándola en una experiencia de mayor expresividad pictórica.
En 1988 sufrió un grave percance de salud, una hemiplejía que lo dejó cuadripléjico impidiéndole pintar. Con gran entereza y fuerza de voluntad retomó su trabajo utilizando la boca para sostener los pinceles o atándolos a sus muñecas. Con la ayuda de varios colaboradores siguió desarrollando su arte pasando por varias etapas y desde hace unos años volvió a sus raíces realizando obras otra vez de gran neutralidad, tal como lo hacía en sus principios. Ha recibido numerosos premios y reconocimientos y su arte se sigue reconociendo como uno de los más destacados, si no el que más, del fotorrealismo pictórico.
Hermanos Limbourg, “Las muy ricas horas del duque de Berry, mayo”. Manuscrito iluminado, 1412
Julián González Gómez
Los libros de horas fueron muy populares entre la nobleza en la Edad Media. Estos libros eran, por lo general, manuscritos iluminados que contenían salmos y rezos para ser leídos por sus propietarios y se encargaban espacialmente a los artistas para que realizaran las ilustraciones que complementaban la lectura. Estaban dedicados a la devoción y los textos estaban agrupados para cada hora litúrgica del día, por eso llevan ese nombre. Con el tiempo, estos libros se enriquecieron con diversos añadidos como calendarios y otros elementos y por ello ganaron cada vez más complejidad. Los textos, entonces, se leían a horas precisas de acuerdo al calendario y los eventos religiosos.
Las muy ricas horas del duque de Berry es quizás el libro de horas más famoso del siglo XV. Fue encargado por Juan I duque de Berry, miembro de la familia real francesa, a los hermanos Limbourg: Herman, Paul, y Johan quienes eran los más célebres miniaturistas de su época y, aunque eran de origen neerlandés realizaban sus labores en Francia. Los hermanos Limbourg trabajaban para el duque desde 1404 realizando diversos manuscritos iluminados y esta obra les fue encargada alrededor de 1410. Su elaboración llevó varios años y el libro nunca fue concluido ya que todos murieron de la peste en 1416. No se sabe con exactitud cuál de los hermanos fue el encargado de iluminar este libro o si fueron los tres, pero presenta tal unidad en sus ilustraciones que hace pensar que fue solo uno de ellos el que las realizó. Posteriormente, otros artistas del siglo XV elaboraron las ilustraciones faltantes y con ello se completó, ya cuando estaba en poder de otro propietario: la casa de Saboya. Actualmente se conserva en el museo Condé de Chantilly en Francia.
El libro contiene 206 hojas o folios, la mitad de ellos iluminados y la otra mitad con textos en latín. El total de las ilustraciones es de 131, además de 300 letras capitales doradas y 1800 cenefas, todas ellas doradas también. Por la época en que fue realizado y por las características iconográficas que presentan sus ilustraciones, se puede afirmar que como obra de arte pertenece al estilo del gótico internacional. Contiene ilustraciones de salmos y las más famosas que son las del calendario con representaciones de los distintos meses del año y las labores y actividades que se realizaban en cada uno de ellos, sobre todo las labores agrícolas. Encima de todas las ilustraciones de los meses se representa el cénit con las constelaciones dominantes para cada mes sobre un cielo estrellado de un azul profundo e intenso. Este libro de horas es de pequeño tamaño, apenas 294×210 mm y las ilustraciones son aún más pequeñas, pero realizadas con tal cuidado y precisión que en ellas se aprecian claramente hasta los más mínimos detalles. El arte de iluminar textos requería de una consumada maestría para la ejecución de cada uno de los elementos representados y para ello era necesario utilizar herramientas muy pequeñas y un pulso muy firme, pues los errores casi nunca podían ser corregidos. Los pigmentos eran extraídos de diversos minerales pulverizados y se les agregaban agua y goma arábica para su dilución y así poder ser aplicados sobre las finas hojas de pergamino especialmente preparado.
En esta ilustración que es la del mes de mayo, se puede ver en la parte superior la media esfera del cénit con las constelaciones de Tauro y Géminis y su posición en el cuadrante. En el centro está pintado un carro con un conductor que lleva el disco solar que refleja una hora específica de la jornada y que aquí parece ser justo al medio día. Esta representación preside la parte superior de la ilustración en sí del mes y está ubicada en el cielo de un azul lapislázuli con unas tenues nubes. Debajo de este cielo se ve un fastuoso castillo de arquitectura gótica con altas torres y agujas. Frente a él hay un bosque bastante denso que sirve de marco de aproximación para la escena principal que representa un cortejo principesco que se dirige de derecha a izquierda, cuyos integrantes van montados en caballos ricamente enjaezados. Los participantes están paseando por el campo disfrutando de la primavera y su favorable clima y todos van vestidos con sus mejores galas. Hacia la izquierda hay una orquesta de trompetas que van abriendo camino a la procesión, seguramente ejecutando una marcha triunfal. En el centro la escena está presidida por un personaje que porta la capa real, seguramente el mismo rey de Francia que se ve de espaldas y con una corona de laurel en su cabeza. Se está volviendo hacia dos personajes ricamente ataviados y quizás el que porta un sombrero emplumado sea el duque de Berry. Inmediatamente detrás de ellos y hacia la derecha van tres damas, tal vez princesas, ataviadas con sendos vestidos de color verde y portan diversas joyas demostrando con ello su estatus. El cortejo se completa con varias damas y caballeros que se ubican en el extremo derecho.
La ilustración presenta un total de cinco planos superpuestos, de atrás para adelante: el cielo, el castillo, el bosque, el cortejo real y el primer plano en el que están pintados dos arbustos y dos pequeños perros de compañía que así cierran la escena en un todo armónico y perfectamente equilibrado.
Umberto Boccioni, Formas únicas de continuidad en el espacio. Bronce, 1913
Julián González Gómez
El futurismo fue un movimiento de vanguardia que surgió en París alrededor de 1910 y sus principales exponentes eran todos de origen italiano. Estos artistas eran fanáticos de la técnica y del progreso, en el que creían ciegamente y pensaban que conduciría a la humanidad hacia fronteras cada vez más altas. No podían prever que, unos años más tarde, la Primera Guerra Mundial acabaría abruptamente con esos sueños y despertaría en la sociedad la polarización y un sentimiento de desengaño. Mientras tanto, los futuristas crearon un arte vanguardista de gran alcance y sus investigaciones los llevaron a descubrir anticipadamente los aspectos más sobresalientes de la cinemática y la plasmación del movimiento de los objetos.
Esta escultura representa una figura humana que está moviéndose, caminando, y la vemos desde su perfil izquierdo. Conforme se mueve, va dejando en el espacio tras de sí las formas de diversas partes de su anatomía que están como quedándose rezagadas y se van diluyendo. Es como si se tomara una fotografía de un objeto en movimiento con el objetivo abierto. La figura es de un gran dinamismo no solo por esta plasmación de continuidad, sino además porque algunos otros componentes se están adelantando en simultaneidad a las partes que se están quedando atrás, por ejemplo la rodilla derecha, los brazos y partes de la cabeza. El resultado es una asombrosa combinación de elementos sintetizados y una dinámica continuidad espacial, tal y como su nombre lo expresa. Algunos han comparado las formas de esta escultura con una bandera ondeando al viento y es que en la continuidad de los diversos planos la luz también juega un papel fundamental, revelando la complejidad del desarrollo de las superficies en el espacio visible.
Aunque la distorsión de la figura es evidente, todavía es fácilmente reconocida como una figura humana y es que los futuristas heredaron del cubismo la necesidad de mantener inteligibles los elementos que representaban, aunque tenga que ser la mente la que los reconstruya mediante diversas referencias. Hay que decir que posteriores desarrollos del arte futurista derivaron hacia senderos que se acercaron a la abstracción pura, pero en todo caso su punto de partida fue siempre la representación del movimiento de formas del mundo real y nunca estuvo en su programa representar aquello que perteneciese a otro tipo de esferas, aún las conceptuales, como sucedió con el neoplasticismo o el suprematismo.
Boccioni realizó la escultura original en yeso en 1913 y fue expuesta en Italia poco después. Posteriormente se realizaron diversas copias en bronce, las cuales actualmente son parte de las colecciones de varios museos alrededor del mundo. Boccioni nunca llegó a ver su obra fundida, pero indudablemente pensó que esta escultura debía realizarse en metal, ya que solo de esta forma se pueden revelar los inquietantes juegos de luz que la animan y que complementan a la perfección su emotiva plástica.
Actualmente, esta es la obra escultórica más célebre del futurismo y se ha convertido en un ícono de las vanguardias de los primeros años del siglo XX, no faltando nunca en cualquier reseña artística. Muchos artistas de épocas posteriores desarrollaron su escultura con base en los caminos abiertos por esta obra.
Umberto Boccioni nació en Regio de Calabria en 1882. Tras sus primeros años estudiando arte en su tierra natal, se marchó a Milán donde entabló amistad con varios artistas de un movimiento vanguardista llamado divisionismo. Sin embargo, el encuentro más crucial de su carrera ocurrió cuando conoció a Filippo Tommaso Marinetti, poeta y artista plástico que lo inició en el movimiento futurista junto a otros pintores como Gino Severini, Giacomo Balla y Carlo Carrá. Todos ellos emigraron a París, que era la meca de las artes por ese tiempo y en esa ciudad publicaron en 1910 el Manifiesto del movimiento futurista. De acuerdo a sus principios, el artista moderno debía dejar atrás el esquema figurativo del pasado para centrarse en lo contemporáneo que está en continua evolución y movimiento. Para ellos, eran los automóviles y la ciudad caótica los modelos en los cuales basarse para desarrollar una auténtica expresión contemporánea.
Para Boccioni fue inevitable sentirse influenciado por el cubismo, aunque criticaba lo que consideraba un excesivo énfasis de esa vanguardia en la línea recta y por ello siempre realizó sus obras con base en curvas y superficies ondulantes, representando movimiento y dinamismo espaciales. Fue uno de los pocos artistas futuristas que experimentaron con la escultura, para la cual utilizó siempre materiales que consideraba modernos como el hierro, el cemento o el cristal. Su vida oscilaba entre París e Italia, en la cual se estableció definitivamente al iniciarse la Primera Guerra Mundial.
Boccioni fue reconocido además como notable teórico al desarrollar conceptos claves del futurismo como el de líneas-fuerza, compenetración de planos, simultaneidad y expansión de los cuerpos en diversas superficies. De acuerdo a los conceptos que desarrolló se advierte que la idea fundamental de todos ellos es la reciprocidad de las relaciones que existe entre los objetos y entre éstos y el ambiente que los circunda.
Su carrera y su vida se vieron truncadas cuando tuvo un accidente al caerse de un caballo en Verona en 1916.
Antonio Canova, «Psique reanimada por el beso del amor». Mármol, 1793
Julián González Gómez
Psique era la menor de tres hermanas, hijas del rey de Anatolia en Asia, y además era la más hermosa. Celosa de su belleza, la diosa Afrodita envió a su hijo Eros para que le lanzara una flecha que la haría enamorarse del hombre más vil y horrible que existiera. Cuando Eros la vio se enamoró de ella inmediatamente, lanzó su flecha al mar y esperó a que ella se durmiese para llevársela volando hasta su palacio. Allí vivieron durante un tiempo como amantes hasta que Afrodita lo supo y condenó a Psique a una serie de penosos trabajos, de los que finalmente Eros la libró. La historia tiene un final feliz pues al fin Afrodita dio su consentimiento para la relación de los dos jóvenes y entonces se casaron.
Canova representó en esta escultura el momento en el que Eros reanima de su sueño a Psique mediante un beso después de haberla llevado a su palacio. La obra es fundamentalmente de lectura frontal, aunque su tridimensionalidad no fue descuidada, pero definitivamente debía ser vista desde el ángulo que aquí se presenta en la fotografía. La composición es de un gran dinamismo y está concebida por medio de cuatro aspas o ejes rectores marcados dos de ellos por las alas de Eros y los otros dos por los cuerpos de las figuras. El centro al que confluyen los cuatro vectores está constituido por las dos cabezas que se encuentran frente a frente después del beso. La joven Psique se reanima y despierta de su sueño viendo con los ojos entrecerrados el rostro arrobado de Eros, que la sostiene con extrema delicadeza por debajo del pecho. El cuerpo de Psique, de gran voluptuosidad, se percibe como moviéndose lentamente, adelantando su pierna izquierda sobre la derecha que está extendida. Un terso manto, de pliegues suaves rodea su cuerpo y cubre su sexo, siguiendo los cánones del pudor imperante en la época, en los cuales no se mostraban los genitales de los sujetos representados. La postura relajada y ligeramente curva del cuerpo de Psique marca un evidente contrapunto con la tirantez del cuerpo y las alas de Eros, el cual se percibe como si estuviera sujeto de una gran tensión, tal vez porque le embarga la incertidumbre sobre cómo reaccionará su amada ante el beso que le ha dado.
Ambas figuras se posan sobre una base carente de forma conocida, la cual tiene la función de elevar los cuerpos para destacar la composición. Canova era un detallista y tuvo la delicadeza de tallar en el mármol todos los elementos que son propios de los cuerpos hasta el último fragmento, inclusive cada una de las plumas de las alas de Eros, con todo y sus hebras. El acabado final se lo dio a base de un pulimiento con polvo de mármol para lograr así una gran tersura en todas las superficies. El tamaño de esta obra es casi de una escala real, con un ancho de alrededor de 1.50 metros. El resultado es una escultura de una gran calidad de factura, además de poseer unas innegables dotes estéticas, muy acordes con el neoclasicismo de la segunda parte del siglo XVIII, del cual se considera a Canova como su mejor escultor.
Pero más allá de sus cualidades formales y técnicas, esta obra refleja una profunda humanidad, representada por la ternura de ambos protagonistas, enlazados en un momento mágico de amor supremo y carnal. No es un amor metafísico, inmaterial e idealizado, es un amor que se hace patente en los dos cuerpos de los jóvenes, el uno arrebatado por una tierna pasión y la otra, lánguida y abandonada, en abierta entrega. Por ello, esta obra es una de las más célebres de este escultor italiano, padre del academicismo neoclásico que por otra parte dedicó la vastedad de su trabajo a representar los valores más caros al ideal de su tiempo: la ilustración.
Antonio Canova nació en Possagno, un pueblo perteneciente a la República de Venecia en 1757. Se crio con su abuelo, que era escultor y éste se dio pronto cuenta de las dotes de su nieto para este arte. Desde niño empezó a trabajar en este arte y el protector de su abuelo, el senador Falier de Venecia lo tomó bajo su tutela y le hizo entrar como aprendiz en el taller de Giuseppe Bernardi, quien era un notable escultor. En Venecia el joven Canova tuvo acceso a las grandes colecciones de arte que había en la ciudad, por lo cual su formación tuvo así un importante complemento, estudiando la escultura de la antigüedad y las obras del renacimiento y el barroco. Sus obras, fruto de su talento precoz, fueron grandemente elogiadas por sus coterráneos, ganando así un gran prestigio y encargos.
A finales de 1779 se trasladó a Roma con el fin de conseguir más perfeccionamiento en su arte y también visitó Florencia y Bolonia con este fin. En Roma ganó una gran fama desde el principio, aumentando sus encargos, lo que lo decidió a abrir un estudio en la ciudad y establecerse definitivamente en ella. Uno de los aspectos más importantes de la estancia de Canova en Roma fue la posibilidad de estudiar con detalle las obras escultóricas griegas y romanas, lo que sumado a la profusión de artistas y eruditos de la época que acudían a estudiar el arte antiguo, lo decantó definitivamente por el neoclasicismo de la ilustración. Nombrado supervisor de las colecciones de arte del papado, Canova pudo ejercer su autoridad como maestro indiscutible de la academia y su influencia comenzó a sentirse no sólo en Italia, sino también en toda Europa. Visitó diversas capitales del continente en viajes de estudio y en 1802 fue invitado por Napoleón a París para realizar una serie de retratos. En la capital francesa se reunió con diversos estudiosos y teóricos del neoclasicismo en un animado ambiente académico que fomentó aún más su autoridad en los medios artísticos. De regreso a Roma en 1816, el papa le asignó una pensión vitalicia de tres mil escudos y lo homenajeó con el título de marqués de Ischia.
Canova, que era un infatigable trabajador, empezó a resentirse de su salud, aun así todavía realizó otros viajes por Italia para supervisar diversas obras y en el último de ellos a Nápoles, en 1822, se enfermó gravemente. A su regreso a Roma se recuperó parcialmente, pero ante su frágil condición fue trasladado a Venecia donde falleció en ese mismo año. Sus últimas palabras fueron Anima bella e pura que significa “alma hermosa y pura”. Fue enterrado con grandes honores en su pueblo natal Possagno. Su corazón le fue extraído y depositado en una urna custodiada en la Academia de Venecia.
Paolo Uccello, «San Jorge y el dragón». Temple sobre tabla, hacia 1456
Julián González Gómez
Cuenta la leyenda que el caballero San Jorge rescató a una princesa del dragón que pretendía devorarla, porque había sido entregada como sacrificio por su pueblo para apaciguarlo. La princesa estaba a punto de ser devorada cuando apareció San Jorge y con su lanza hirió al dragón y luego le ató la cabeza con el cinturón de piel de cordero que llevaba la princesa y lo amansó. Luego se marcharon a la ciudad y se postraron frente al rey, entonces San Jorge le cortó la cabeza al dragón y se la entregó y con ello se acabaron las tribulaciones que padecía la gente a causa de la temible amenaza. Entonces, el rey en agradecimiento le dio a San Jorge a su hija en matrimonio.
Esta leyenda se hizo muy popular en la Edad Media y dio origen a diversas expresiones, tanto artísticas como literarias, en toda Europa y en el Imperio bizantino. La leyenda ha pasado a tiempos modernos como un cuento para niños. El culto a San Jorge fue muy extendido y su veneración ha llegado hasta comunidades no cristianas como los musulmanes de Palestina, donde recibió el nombre de Mar Giries (árabe cristiano) o Al-Khader (árabe tanto cristiano como musulmán).
Esta famosa tabla que hoy se encuentra en la National Gallery de Londres es una de las dos versiones que pintó Uccello de la misma historia y presenta dos escenas de la leyenda de forma simultánea. Por un lado muestra a San Jorge hiriendo al dragón en la cabeza con su lanza y por otro, a la princesa sosteniendo con su cinturón al dragón para amansarlo. Las dos figuras, tanto la de San Jorge como la de la princesa se encuentran frente a frente enmarcando la escena con el dragón al centro. Hay un contraste en los elementos que configuran el fondo ya que detrás de la figura de San Jorge sobre su caballo se halla un paisaje luminoso y abierto, realizado con base en una rígida perspectiva cónica, la misma que rige la representación del caballo rampante y en el otro lado, detrás de la princesa, se encuentra la siniestra caverna donde habitaba el dragón, representando un espacio cerrado y lúgubre. De esta forma, la mitad derecha del cuadro representa la luz y con ella la salvación de la amenaza, mientras que la parte izquierda representa el tormento y las tinieblas. Ambas escenas están atravesadas por la lanza de San Jorge, que está alineada con el ojo de la tromba que aparece en el cielo, señal de la intervención divina. Así, la luz se impone sobre las tinieblas por medio de la gracia de Dios.
Otro elemento contrastante que cabe destacar es la representación plenamente renacentista que abarca casi toda la obra, regida por la perspectiva lineal y el goticismo de la figura de la princesa. En este sentido podría decirse que Paolo Uccello se encontraba como artista influenciado por ambos mundos: el gótico y el Renacimiento y que este aspecto no es de extrañar en un pintor que tuvo acceso a contemplar y estudiar las expresiones artísticas de su tiempo. Uccello pertenecía a esa primera generación de artistas florentinos que estaban inmersos en el contexto del gótico internacional y abrieron campo a las nuevas tendencias y descubrimientos, sobre todo la perspectiva. Se dice que este artista estaba obsesionado por este tipo de representación espacial ya que realizó innumerables estudios de diversas figuras desarrollando novedosas maneras de representar el espacio en sus obras.
Paolo Uccello, cuyo nombre de pila era Paolo di Dono nació en Florencia en 1397. Por ese entonces la ciudad se consolidaba como el estado más poderoso de la Toscana y las artes y la economía florecían. Su padre era barbero y cirujano de Pratovecchio, cerca de Arezzo, y adquirió la ciudadanía florentina desde mucho antes del nacimiento de Paolo. El apelativo Uccello, que significa “pájaro” en la lengua toscana, le fue puesto por su afición a pintar aves y siempre fue conocido con este mote.
Pocos datos se conocen de su vida, su primera biografía la escribió Giorgio Vasari más de un siglo después de su fallecimiento y los datos son poco fiables ya que Vasari se basó sobre todo en leyendas para escribir su obra. Siendo un niño entró como aprendiz al taller de Lorenzo Ghiberti, el gran escultor florentino que por ese entonces realizaba las puertas del baptisterio de la catedral. También empezó por esta época una entrañable amistad con Donatello, quien se convertiría en uno de los escultores más sobresalientes de la época. Sin embargo, aparentemente las preferencias del joven Paolo se inclinaron más por la pintura que por la escultura, aunque recibió también formación en orfebrería y arquitectura. A los diecisiete años concluyó su formación y se unió a la cofradía de pintores conocida como “Compañía de Pintores de San Lucas” con lo que empezó su labor autónoma como artista independiente.
Pintó diversos frescos en varios edificios de Florencia, así como algunas obras de caballete por lo que empezó a adquirir fama en la ciudad y como era conocida su afición por pintar animales, los Médici le encargaron algunas tablas con estos temas para su casa. Alrededor de 1424 empezó su formación en Geometría de la mano de Xaverio Manetti, quien era uno de los médicos y geómetras más reputados de su tiempo. Al estudiar la geometría se empezó a interesar también por la perspectiva, en esa época toda una novedad en la representación. Estos estudios los continuó por el resto de su vida, alcanzando una gran maestría en esta técnica. Entre 1425 y 1430 estuvo en Venecia, donde se dedicó a la reconstrucción de los mosaicos de la fachada de la Catedral de San Marcos y realizó varias obras inspirado por la fantasía del arte veneciano. En 1431 regresó a Florencia donde le fueron comisionados varios frescos y montó un taller formal en el que se dedicaba a formar aprendices. Tras una breve estancia en Prato, donde realizó varios frescos en la Cappella dell’Assunta del Duomo de Prato retornó a Florencia. Gracias a su amigo Donatello continuó con sus experiencias geométricas y recibió gran cantidad de encargos, por lo que hoy se pueden ver muchos de sus frescos en diversas capillas y hospicios de la ciudad, especialmente en la iglesia de Santa María Novella.
Entre 1444 y 1445 realizó algunos trabajos en Padua, llamado por Donatello, pero después de terminarlos retornó de nuevo a Florencia. En 1452, en plena madurez contrajo matrimonio y pensó definitivamente en asentarse en su ciudad y realizar allí toda su obra como respetado artista, pero en 1465 lo llamó Federico de Montefeltro, duque de Urbino, para trabajar en la decoración del palacio ducal, tarea a la que se consagró hasta 1468. Luego de esto retornó definitivamente a Florencia ya que se sentía viejo y cansado. Sus últimos años los dedicó al estudio de la Geometría y la perspectiva. Murió en 1475 y fue enterrado en la tumba de su padre en la basílica del Santo Spirito.
Policleto, «Doríforo». Copia romana en mármol, siglo V a.C.
Julián González Gómez
Policleto realizó el original de esta escultura en bronce y se ha perdido, pero afortunadamente se conservan varias copias romanas realizadas en la antigüedad y aquí presentamos una de ellas. Representa a un joven de no más de unos 18 a 20 años en la plenitud de su belleza y poder físicos. Seguramente era un guerrero de infantería ligera, todavía demasiado joven como para pertenecer a la categoría de los hoplitas, que eran los componentes de la infantería pesada, armados con yelmo, escudo y lanza y eran el elemento central y más importante de los ejércitos griegos.
El cuerpo está ligeramente arqueado debido a la postura, ya que parece como si se hubiese detenido de pronto cuando estaba caminando. Todo el peso del cuerpo descansa sobre la pierna derecha, mientras que la izquierda, que está doblada ligeramente hacia atrás, hace de contrapeso. El brazo derecho se deja caer relajado, mientras que el izquierdo sostenía una lanza que se apoyaba en el mismo hombro (Doríforo quiere decir “el que porta la lanza”). Los hombros están completamente alineados y rectos y sobre ellos la poderosa cabeza se tuerce ligeramente hacia la derecha, como si observara algo que le llama la atención, esbozando una tenue sonrisa.
Esta escultura claramente desciende de las antiguas figuras de los kuroi griegos arcaicos, que se mostraban también con la pierna derecha adelantada respecto de la izquierda en una postura que rompía parcialmente con su hieratismo. Otro aspecto que denota lo afirmado anteriormente es la predominante frontalidad de la figura, que está hecha para verse desde delante, dejando los demás ángulos como supeditados a esta traza. Sin embargo, a través de la curvatura que describe el cuerpo, Policleto logró de una forma extraordinaria romper con la rigidez de los kuroi, dotando además a la figura de un dinamismo hasta entonces inédito en el mundo de las convenciones artísticas griegas de la época. A pesar de ello, todavía hay algunas trazas de arcaísmo en esta figura como la rigidez de las caderas, su marcada delineación y los músculos pectorales demasiado planos.
Con el Doríforo, Policleto estableció la regla proporcional que rigió los cánones del arte griego del siglo V a.C. fijando la figura con un alto total de siete cabezas. Así, la altura de la cabeza es de un séptimo de la altura total del cuerpo. Este canon no fue establecido por capricho, sino mediante una aguda observación de las proporciones del cuerpo humano, tomando como ejemplos paradigmáticos los aspectos físicos de los atletas más sobresalientes de la época y combinando estas proporciones con un modelo matemático que procurase la mayor armonía y simetría. El arte griego antiguo no era realista, sino idealista. No se representaban los defectos que todos los cuerpos podían tener, sino que se ajustaban las características a modelos armónicos predeterminados. Así, toda representación artística, aunque era esencialmente mimética, era una idealización porque no representaba la realidad tal cual es, sino tal cual debía ser, de acuerdo con los valores establecidos de antemano. Después del canon de siete cabezas que estableció Policleto, se fijó, un siglo después, un nuevo canon de ocho cabezas para el cuerpo humano, haciendo las figuras más altas, esbeltas y estilizadas, pero alejándolas aún más de la representación de la realidad.
Así, el Doríforo quedó como una escultura paradigmática del mundo antiguo, reproducida una y otra vez y gozando de una fama imperecedera que se extendió hasta el mundo romano, varios siglos después. De ella viene también la fama de su autor, Policleto, reconocido como uno de los más grandes artistas de la Grecia clásica, a la altura de otros sobresalientes escultores como Fidias, Mirón y Crésilas.
Policleto nació seguramente en Argos en el siglo V a.C. en fecha desconocida, quizás en el año 480. No se conocen los detalles particulares de su vida, pero seguramente se formó como escultor en su propia ciudad, donde existía una famosa tradición de artistas del bronce. Jenócrates escribió un catálogo en el siglo IV a.C., hoy desaparecido, donde describió la vida y las obras de los más importantes artistas helénicos y en él aparecía Policleto como un escultor de la misma importancia y fama que Fidias, aunque de una época ligeramente posterior. Este catálogo sirvió de base para algunos de los estudios históricos de Plinio, quien argumentó también sobre la fama y maestría de Policleto y gracias a estos escritos es que hoy conocemos su obra. Ninguna de sus esculturas originales ha pervivido y solo se conocen las más famosas por las copias helenísticas y romanas, casi todas realizadas en mármol.
Plinio describe como sus obras más célebres el propio Doríforo, el Diadumeo, que es otra figura de un joven atleta y la grandiosa escultura de la diosa Hera, que estaba destinada al culto en el Hereo de Argos, que era su templo particular.
Bartolomé Esteban Murillo, «Crucifixión». Óleo sobre lienzo, 1667
Julián González Gómez
La imagen de Cristo crucificado, objeto de devoción para los creyentes, se sobrepone a un fondo de penumbras intensas y un cielo tormentoso, ajustándose así a la escritura que dice que en el momento en que murió, el cielo se oscureció y se produjo una intensa tormenta. A los pies de la cruz aparece una calavera que simboliza a la muerte terrenal, pero en este caso simboliza el triunfo de Cristo sobre la muerte, ya que resucitó al tercer día de este suceso. Es notorio que ninguno de los Evangelios mencione la presencia de la calavera, pero este tema es una licencia que se tomaron numerosos artistas del barroco para resaltar las cualidades trascendentales del momento representado. Así pues, en esta composición, que podríamos denominar “minimalista” aparecen sólo aquellos elementos esenciales que describen la situación: el crucificado Cristo y su soledad en este momento culminante, la cruz que es el objeto por el que se consumó su suplicio, la muerte que yace a sus pies y la naturaleza, que está acongojada y al mismo tiempo colérica por el suceso.
Todo cuadro de una crucifixión frontal, tiene una estructura característica muy bien definida en la que predominan las verticales y las divisiones que establecen los cuatro segmentos. Esta rigidez compositiva no permite hacer grandes variaciones estructurales y de perspectiva, por lo que el artista se debe concentrar más bien en los elementos anatómicos que definen el cuerpo de Cristo para hacerlo más convincente a los ojos del espectador. Cuando en la escena aparecen de acuerdo con las sagradas escrituras otros personajes, se pueden hacer más variaciones que adjudiquen más dinamismo a la composición. Pero cuando solo debe aparecer Cristo crucificado el resultado es más difícil de prever y en muchos casos la disposición, en atención a su rigidez, suele ser bastante estática.
Muchos artistas del barroco se enfrentaron a este reto con diversos resultados. En el caso de Murillo, en este resolvió brillantemente el problema creando una tridimensionalidad lumínica y compositiva en la cual hay distintas profundidades de campo, matizadas por distintas penumbras. Con ello creó un marco espacial en profundidad en el que predomina el eje que va desde el fondo de la imagen hacia el espectador, rompiendo así con la rigidez que exige la representación frontal del tema. Haciendo un uso muy competente de las cualidades del tenebrismo barroco hizo que la figura de Cristo emergiese del oscuro fondo y se acercase a los ojos del observador. Sobre su cuerpo se proyecta una suave luz que lo ilumina por la izquierda resaltando su tridimensionalidad. Por otra parte, Murillo le hizo un leve torcimiento a los maderos con lo cual introdujo otra variante que establece sutilmente un dinamismo que rompe con la rigidez.
Otro elemento que vale la pena destacar es la ausencia de la sangre por el suplicio, limitándose ésta a la que brota de la herida del costado. Muchos cuadros e imágenes religiosas de la época hacen ostentación de gran cantidad de sangre, como un elemento que exalta la atrocidad cometida, pretendiendo provocar así la piedad. Pero en este caso no hay nada de esos alardes y sólo predomina la soledad del crucificado.
Bartolomé Esteban Murillo es uno de los artistas más populares del barroco español del siglo XVII. Nació en Sevilla en 1617, siendo el menor de catorce hermanos. Su padre era barbero y cirujano y gozaba de buen renombre en la ciudad. Por esos años Sevilla era la ciudad más próspera de España y una de las capitales más cosmopolitas del continente ya que era el centro del comercio con América.
Bartolomé quedó huérfano de su padre a los nueve años y su madre murió apenas seis meses después, por lo que una de sus hermanas mayores lo acogió en su casa y le brindó los cuidados necesarios para su sustento. Empezó a frecuentar el taller de un pintor local, Juan del Castillo, con quien aprendió el dibujo y la pintura al óleo, pero parece que su educación artística nunca fue más allá y fue su natural talento y la observación de las pinturas de los maestros lo que le hizo sobresalir a lo largo de su carrera.
Ya para 1630 trabajaba como pintor independiente en Sevilla con su propio taller y en 1645 recibió su primer encargo importante, una serie de lienzos destinados al claustro del convento de San Francisco el Grande. Con estos lienzos vino una gran cantidad de encargos, los cuales no cesarían a lo largo de su carrera permitiéndole llevar una vida desahogada gracias a una buena posición económica. En ese mismo año contrajo matrimonio con Beatriz Cabrera, con quien procreó nueve hijos. Unos años después se empezó a especializar en la pintura de dos temas específicos que le dieron gran fama: La Virgen con el Niño y la Inmaculada Concepción. Aunque la mayoría de sus encargos eran sobre temas religiosos, Murillo también se dedicó a la pintura de género, en especial los retratos de niños abandonados que vivían en las calles de Sevilla, por los cuales es grandemente reconocido hasta la actualidad.
En 1658 se marchó a Madrid, donde vivió cerca de su amigo y coterráneo Velázquez, gracias al cual pudo ver y estudiar las colecciones reales de arte. Intervino en la fundación de la Academia de Pintura, de la cual fue director durante un tiempo, hasta su regreso a Sevilla en 1660. Algunos investigadores aseguran que también visitó Italia por esa época, pero de este viaje no ha quedado constancia ninguna. Durante el resto de su vida residió en su ciudad natal realizando importantes encargos, hasta que la muerte lo sorprendió en 1682, cuando se cayó de un andamio.
Alexander Archipenko, «Mujer peinándose». Bronce, 1914
Julián González Gómez
En una postura tradicional en contraposto, con la cadera derecha más elevada y la pierna rígida e inclinada hacia adentro para hacer coincidir su pie con el centro de gravedad de la figura y la izquierda flexionándose, esta mujer está peinándose con su brazo derecho encima de su cabeza. Las formas, sensuales y armónicas que se enfatizan por la postura, son de una gran tersura que se puede notar no solo en su piel, sino además en la delicadeza del modelado.
Una lectura con más profundidad nos hace ver que la cara y el busto de la mujer están vacíos. Este vaciado no es accidental, sino que es el resultado de una concepción espacial en la cual las formas negativas se integran con las positivas, determinando un variado lenguaje plástico que el autor realizó gracias a la influencia del cubismo. De esta manera solo se sugieren los elementos anatómicos, dejando al observador la tarea de completarlos mediante la imaginación o la experiencia en una suerte de arte no totalmente contemplativo y por lo mismo pasivo, sino al contrario, haciendo al que lo observa un sujeto activo en la construcción de la obra. En el mismo sentido se puede notar el contraste entre las líneas curvas de los muslos y el vientre con las pantorrillas y pies, que están realizados en un lenguaje con base en líneas más rígidas. Otro contraste se establece a través de las formas cóncavas del pecho en negativo con las formas convexas del vientre y el hombro. Por lo demás, la plástica de esta escultura denota una combinación entre un lenguaje clásico, resaltado sobre todo por medio de la postura y una concepción vanguardista en torno a la síntesis de las formas.
La sugerencia de Archipenko es entonces la de unificar los elementos tradicionales de la escultura que han sido heredados desde fuentes tan antiguas como Fidias o Praxíteles con las nuevas ideas vigentes en su tiempo relativas al extracto sintético de la geometría de la forma. En cierto modo se podría decir que en esta obra el autor buscó plasmar las grandes corrientes del arte europeo de una manera experimental por medio de un lenguaje no totalmente rompedor, quizá aquietando para sí mismo el llamado de la vanguardia que pedía una ruptura completa con el pasado. Por lo mismo, no se puede afirmar que esta escultura es cubista en el sentido cabal del término. En realidad por su naturaleza misma es inclasificable.
Sin embargo, a pesar de su compromiso solo relativo con cualquiera de las dos fuentes de las que bebe, esta obra, así como muchas más de Archipenko, ejerció una notable influencia en artistas de generaciones posteriores como Henry Moore o Eduardo Chillida.
Alexander Archipenko nació en Kiev, Ucrania en 1887, que por entonces era parte del imperio ruso. En 1902 se matriculó en una escuela de pintura de su ciudad natal, en la que estuvo formándose hasta 1905. Posteriormente se convirtió en estudiante de un escultor local y en 1906, realizó su primera exposición junto a otros jóvenes artistas. En ese mismo año viajó a Moscú donde participó en otras exposiciones colectivas. La formación de Archipenko en esta época estaba basada en las rígidas normas del academicismo, por lo que sus obras estaban realizadas bajo esa óptica. Sin embargo, todo cambió cuando en 1908 se trasladó a París.
Desde su llegada a la capital francesa Archipenko se empezó a relacionar con otros jóvenes artistas que también trataban de abrirse campo. Entre ellos estaban Picasso y Braque, que iniciaron el cubismo por esa época y con los cuales se relacionó de muy cerca desde el principio de este movimiento. Decididamente incursionó en el ámbito de esa vanguardia y se convirtió en su principal escultor, dándose a conocer en los medios artísticos de la ciudad. Archipenko introdujo varios materiales no tradicionales en su obra como el alambre, las planchas de metal, el cristal y el hule. También introdujo el uso del color en su escultura, experimentando con diversas policromías, aplicando pigmentos de colores primarios sobre las superficies. Pero lo más notable es la interacción entre volumen y espacio en sus obras como resultado de la búsqueda de contrastes espaciales propia del cubismo.
En 1909 se trasladó a vivir en la colonia de La Ruche junto a otros artistas emigrados de Rusia, donde siguió experimentando con el cubismo, pero variando sus normas para adaptarlas a su gusto, decididamente más tradicional. En esa colonia vivió hasta 1914. Su primera exposición individual la realizó dos años antes en el Museo Folkwang de Hagen, época en la que también abrió su propia escuela de escultura donde enseñaba las técnicas de este arte a jóvenes aprendices.
En 1913 sus obras aparecieron en el Armory Show de Nueva York y en 1914, ante el estallido de la guerra, se trasladó a Niza desvinculándose así de los cubistas, aunque sin abandonar totalmente sus principios. Tras la guerra se mudó a Berlín donde abrió una nueva academia de arte y finalmente se marchó en 1923 a Estados Unidos donde continuó su labor docente y artística con gran éxito y reconocimientos internacionales, hasta su fallecimiento en 1964. Su legado abrió las puertas de las vanguardias en ese país y dio la oportunidad a muchos artistas de conocer y experimentar con las técnicas que desarrolló a lo largo de su larga carrera.
Correggio, «Noli me tangere». Óleo sobre tabla, 1518
Julián González Gómez
La expresión latina que da nombre a esta pintura significa “no me toques” y es un texto que aparece en el evangelio de San Juan. De acuerdo con el evangelista, María Magdalena al llegar al sepulcro de Jesús, lo encontró vacío ya que había resucitado. En ese momento se le apareció Jesús, convertido en Cristo y aunque en un principio la Magdalena no lo reconoció, pronto supo que era el salvador y lo llamó “Maestro” e hizo ademán de tocarlo, entonces Cristo le dijo: “No me toques, pues todavía no he subido al Padre”.
Como motivo iconográfico ha sido reproducido por gran cantidad de artistas a lo largo de los siglos y aquí Correggio continúa esa tradición, interpretándola a su manera pero siguiendo ciertas pautas establecidas. Entre ellas el cuerpo de Cristo parcialmente cubierto con el lienzo del sudario, su gesto esquivo y la postura arrodillada de la Magdalena. Muchas de estas representaciones eran hechas de acuerdo a un patrón en diagonal y esta no es la excepción. Otra pauta común era que en la escena apareciesen algunos instrumentos de jardinero u hortelano de acuerdo al texto evangélico: “Ella, pensando que era hortelano, le dijo…”.
El paisaje campestre, idílico, sirve de fondo para esta escena de intimidad entre los dos protagonistas que muestran distintas reacciones ante la aparición. Cristo se representa revestido de una energía que proviene de la consciencia de lo trascendente y de la capital importancia de su misión en este mundo y Magdalena está a la vez sorprendida y arrobada ante la visión. Correggio la pintó con el brazo derecho hacia atrás, retirándolo ante la petición de Cristo, que reitera con el gesto de su brazo derecho sus palabras, a la vez que extiende su brazo izquierdo con la mano señalando hacia lo alto, hacia Dios Padre. El contraste entre las dos figuras no puede ser más evidente, no solo por las posturas de cada uno de los dos personajes, sino también por las expresiones de sus rostros, que están sometidos a una fuerte tensión, aunque de distinta naturaleza. Ambos se miran fijamente a los ojos, sellando con ello su relación que desde este momento será sobrenatural y mística.
La composición, centrada en la diagonal que establece a través de los brazos de Cristo es ensalzada por la posición de las piernas de Magdalena y su postura inclinada, que son como el punto de entrada de la lectura plástica de la obra. Hacia la derecha, el árbol se convierte también en un elemento que refuerza la diagonal, pero llevándola hacia la vertical, que es como el remate final de la lectura. El tono oscuro del cielo en esta posición añade un toque de misterio, en una alusión a las fuerzas sobrenaturales de las que está revestido Dios.
Correggio aprovechó la escena para pintar uno de sus más hermosos desnudos masculinos en el cuerpo de Cristo, cuyas proporciones son armónicas y simétricas. A diferencia de otros artistas de la época, el autor no representaba los cuerpos en base a proporciones heroicas sino los hacía más terrenales, acercándolos con ello más a nosotros, los mortales. Por eso este gran maestro era conocido como un artista dotado de un sentido profundamente humano y hasta tierno, destacando por la suavidad con la que pintaba las carnes y las pieles tersas de sus modelos. La perfección entonces para Correggio no estaba centrada en lo sobrehumano y gigantesco como en Miguel Ángel, sino en lo armónico de la realidad tangible de la materia terrenal, tal como la representaba su admirado Rafael.
Correggio, cuyo nombre de pila era Antonio Allegri nació en Correggio, cerca de Reggio Emilia, en 1489. Los datos de su vida son escasos y poco se sabe de sus primeros años, suponiéndose que inició su formación en su tierra natal. Se sabe que durante su juventud estuvo en Mantua perfeccionando su técnica y en esta ciudad debe haber podido contemplar algunas de las obras de Andrea Mantegna, que había sido el principal maestro de la localidad.
En 1517 estaba en Roma, ciudad en la que residió hasta 1520, recibiendo una sólida formación en el clasicismo propio de los grandes artistas que trabajaban allí por esa época, principalmente Miguel Ángel. Pero la mayor influencia la recibió de Rafael, cuyo colorido y tersura lo deben haber impactado pues desde entonces estas características se manifestaron en sus obras. Para 1530 trabajaba otra vez en Mantua para el duque Federico de Gonzaga, donde compartía sus labores con otro discípulo de Rafael que era Giulio Romano, quien por ese tiempo estaba encargado de edificar el Palacio del Té para el duque. De esta época datan sus cuadros más famosos, caracterizados por la suavidad de sus colores y texturas, especializándose en pintar niños, adolescentes y figuras femeninas. Se dice que Correggio empezó siendo un pintor eminentemente renacentista, para pasar después a convertirse en uno de los más destacados artistas del manierismo, e inclusive se afirma que, gracias a su delicado trabajo con la luz de sus obras anticipó el barroco.
Correggio no tuvo una carrera larga, murió en su ciudad natal a los cuarenta años en 1539, siendo un artista pobre que todavía no había podido destacar en la difícil época en la que vivió. Sin embargo, pocos años después de su fallecimiento su obra empezó a ser apreciada cada vez más, siendo considerado uno de los artistas más importantes del manierismo italiano, especialmente de la Escuela de Mantua.
Paul Signac, “El pino en Saint-Tropez”. Óleo sobre tela, 1909
Julián González Gómez
Un cielo nublado pero luminoso, de fuerte textura pictórica, envuelve con su luz el paisaje veraniego del sur de Francia cuyo protagonista es este magnífico y antiguo pino. Dada la técnica con la que este paisaje fue pintado, si se observara de cerca no se verían más que manchas de colores muy vivos sin ninguna forma, pero cuando uno se aleja empieza a cobrar sentido y se manifiesta el esplendor de esta imagen.
Las cualidades matéricas de este cuadro se expresan claramente por medio del espesor de la pintura, que genera un marcado volumen y por los trazos breves y rotundos del pincel, que fijó el artista de una forma que parece abrupta, pero que sigue un meticuloso procedimiento en todas sus partes. Mucho de este cuadro se lo debe Signac a los impresionistas que lo antecedieron y aún más a la pintura puntillista de Seurat, que fue su amigo y maestro. En efecto, este se puede denominar con toda exactitud un cuadro puntillista, pero el autor conjuga este procedimiento de una manera muy distinta a la que hizo Seurat. En primer lugar, no utilizó los colores puros y primarios para obtener todos los tonos, sino que seleccionó una gama de colores secundarios tal como salían del tubo de pintura y los aplicó en puntos bastante grandes para que el ojo los perciba en toda su armonía. Estos puntos resultaban en Signac bastante más grandes que los de Seurat y por consiguiente la cualidad de “mancha” de los mismos se expresa mucho más que si hubiesen sido aplicados en puntos pequeños. En segundo lugar, y como elemento derivado en parte del anterior punto, los colores de Signac, secundarios y matizados, no pretenden representar la realidad objetiva de lo que sus ojos están captando, sino una gama subjetiva de colores que sirven para enfatizar determinadas partes o para crear un efecto de profundidad. Las sombras, que usualmente se utilizan para generar volumen, han desaparecido y su lugar lo han tomado los colores.
En esta obra, la sensación de profundidad, delimitada por los colores se acentúa por la posición de los elementos que la componen. Por ejemplo, los arbustos que están en primer término crean un primer plano de aproximación al interior. El espacio amplio y abierto que está en segundo término es como el tablado de un escenario en el que se asienta como protagonista el gran pino y finalmente los árboles y arbustos que delimitan el tercer plano se manifiestan no solo como marco espacial, sino como complemento cromático del follaje del árbol. El cielo, por fin, marca la “atmósfera” del cuadro brindándole además una neutralidad cromática que ensalza los colores.
No es de extrañar que Matisse y Derain, creadores del fauvismo, sintieran gran admiración por las obras de Signac, sobre todo por la viva gama de colores de sus pinturas, colores que se juntaban unos con otros siguiendo las reglas de los complementarios y de ahí su radiante luminosidad, provocada por la vibración del color y su mezcla en la retina. La gran diferencia es que Signac pretendía recrear con cierta objetividad el tema que pintaba y lo reflejaba por medio de los puntos de colores, mientras que los fauvistas se decantaron por los campos amplios de color aplicado con un criterio más ligado al sentimiento propio del artista que a la objetividad de la representación.
Por otra parte, Signac es más conocido por la gran cantidad de marinas que pintó, aprovechando los efectos lumínicos del agua para recrearlos por medio de estos grandes puntos de color que son como su marca personal. Aquí hemos elegido una obra distinta para enfatizar más que el paisaje la técnica que empleó en un tema tan difícil de tratar con ella.
Paul Signac nació en París en 1863 proveniente de una familia de comerciantes acomodados. En 1883 ingresó en la Escuela de Artes Decorativas donde aprendió a dibujar e hizo sus primeras pinturas, al mismo tiempo asistía al taller del pintor Bin en Montmartre. En esta época se dejó influenciar por el arte de los impresionistas, que estaban en apogeo en París, sobre todo Monet, Pisarro y Renoir. Esa influencia nunca la perdería a lo largo de su carrera. En 1884 conoció a Georges Seurat con quien empezó a pintar con la técnica del puntillismo, pero con una menor rigurosidad pues le interesaba más que la técnica, la expresión de la luz y el color.
En 1884 colaboró en la creación de la Société des Artistes Indépendants, de la que en 1903 fue vicepresidente y en 1909 presidente. En 1886 participó en la IX Exposición de los Impresionistas junto a Degas, Pisarro, Gauguin y Seurat. Como teórico de la pintura publicó en 1899 la obra De Eugène Delacroix al neoimpresionismo, que era una defensa de los procedimientos técnicos adoptados por los pintores postimpresionistas, sobre todo su énfasis en el color y la luminosidad.
Tras la muerte de Seurat se trasladó a Saint-Tropez, al sur de Francia con su familia, donde vivió hasta 1911 pintando los paisajes de la región. Signac fue conocido también por su afición a los viajes por mar y en varios de estos conoció gran parte de las costas y ciudades del Mediterráneo. Poco a poco su técnica fue evolucionando hasta ir dejando atrás las reglas del puntillismo y concentrándose cada vez más en los valores lumínicos de sus trabajos.
A partir de 1913 empezó largas estancias en Antibes, donde montó finalmente su estudio y siguió trabajando en sus lumínicas pinturas inspiradas en este lugar, pero manteniendo también un estudio en París, donde trabajaba durante algunas temporadas del año. Falleció en esta ciudad en 1935 y su cuerpo fue enterrado en el Cementerio de Père-Lachaise.
Luca Signorelli, «La Sagrada Familia». Óleo sobre tabla, 1490
Julián González Gómez
Este tondo (formato circular, en italiano) fue pintado por el artista Luca Signorelli a finales del siglo XV y en él se refleja toda una escuela artística que tiene sus raíces en la pintura de toscana de mediados de ese siglo, remontándonos a Fra Angélico y Piero della Francesca. Las figuras religiosas, objeto de veneración no solo en las iglesias y conventos, sino también en las casas de aquellos que podían pagarlas tenían un lugar especial dentro del arte renacentista. Al contrario de lo que algunos piensan, la pintura religiosa vivió uno de sus más esplendorosos momentos durante el Renacimiento, estableciéndose por otro lado claramente, la separación entre arte sacro y profano. Probablemente esta pintura fue encargada para ser instalada en alguna estancia de la rica casa de un comerciante o banquero florentino como parte de una capilla u oratorio.
En un paisaje sereno y cálido, una familia se ha detenido para leer las santas escrituras, sobre las cuales están realizando una reflexión de connotaciones trascendentales. La figura central es la de Jesús niño, que voltea su cabeza hacia la masa imponente del cuerpo de San José, que parece que lo envuelve como en un gesto protector. El santo se encuentra en una postura de adoración ya que sabe que quien está junto a él es el Mesías y sus brazos cruzados le rinden un saludo con el máximo respeto. No es el gesto que se podría esperar de un padre ya que no lo es, sino de un noble hombre que está al tanto de su destino como protector masculino de la encarnación de Dios. El niño, de una complexión frágil en contraste con las dos figuras adultas, muestra un semblante sereno, como si estuviese al tanto de la importancia de su misión en este mundo y levanta su mano izquierda para llamar la atención del pasaje de las escrituras que la Virgen está leyendo. Esta, cuya figura ocupa casi la mitad del cuadro, es también gigantesca, muy lejos de las gráciles vírgenes que pintaban otros maestros de la época. Su manto, de una presencia indiscutiblemente poderosa, también cubre en parte el cuerpecito del niño Jesús, que queda ubicado así entre dos farallones que lo resguardan, con lo que se ensalza la cualidad protectora que tiene la familia. Los pliegues de los ropajes, de un fuerte claroscuro, sugieren las poderosas extremidades de las dos figuras de los adultos y en cambio el cuerpo de Jesús niño apenas si se puede ver. El rojo del manto de la Virgen domina la escena y a la vez sirve como contraparte espacial a las otras dos figuras. Es interesante notar que los dos mantos forman un espacio que permanece en penumbra alrededor del cuerpo de Jesús, creando así cierta aura de misterio sacro, pero no tenebroso.
El contraste entre las masas de los cuerpos queda así claramente establecido, como dos fuertes conchas que preservan un tesoro interno de frágil presencia. Los colores son en general cálidos y en ese sentido acompañan el discurso general referido al hogar, la protección y el respeto. La Sagrada Familia queda entonces como una ejemplificación del cariño filial y hogareño que permite a sus miembros desenvolverse en un ambiente que los proyecta hacia los valores más altos de la sociedad.
El gigantismo de Signorelli es una característica que claramente heredó Miguel Ángel años después cuando pintó sus famosos frescos de la Capilla Sixtina. Seguramente tuvo la oportunidad de aprender este tratamiento formal observando los frescos y cuadros de Signorelli siendo un joven en su natal Florencia. Pero a Signorelli no solo lo destaca esta cualidad, sino además el dramatismo plástico de sus figuras y las repetidas alusiones al movimiento espacial que estas recrean. También era un maestro del dibujo y el claroscuro, característica que lo llevó a realizar algunas de las composiciones más perfectas de su época.
Bautizado como Luca d’Egidio di Ventura de Signorelli, nació en Cortona probablemente en 1445. De su niñez poco o nada se sabe, pero seguramente sus primeros pasos en la pintura los dio en su ciudad natal con un maestro de la localidad. Consta que en su juventud fue discípulo de Piero della Francesca con quien aprendió el dibujo de la perspectiva y quien también lo influenció en el tratamiento plástico de sus figuras, de rotunda presencia y espacialidad. Se especula que también tuvo en su arte una gran influencia Antonio del Pollaiuolo, de quien aprendió la linearidad en el trazado de las figuras. Ya establecido como artista, marchó en 1482 a Roma para hacerse cargo de algunos frescos de la Capilla Sixtina, donde pintó escenas dedicadas al testamento y la muerte de Moisés. En esta época se puede observar una tendencia fuertemente platónica en su arte, seguramente producto de la influencia de la Academia Florentina.
Tras su estadía en Roma regresó a su ciudad natal, donde abrió un destacado taller que se convirtió en el centro de la llamada “Escuela de Umbría” de la cual era el máximo representante. La complejidad de sus obras se hizo cada vez mayor, especialmente desde 1484 en que realizó sus primeros ciclos de frescos, empezando con los de la abadía del Monte Oliveto Maggiore, cerca de Siena, donde pintó escenas de la vida de San Benito. Posteriormente, marchó a Orvietto donde realizó los frescos de la capilla de San Brizio en la Catedral, considerados su obra maestra. En sus paredes representó diversas escenas del Apocalipsis y el Juicio Final con un sentido del movimiento nunca antes visto en el arte del Renacimiento. De regreso a Cortona, donde se distinguió como el principal maestro de la ciudad, murió en su casa en 1523.
Paul Klee, «Ad Marginem». Técnica mixta, 1930-1935
Julián González Gómez
“La naturaleza puede ser malgastadora en todas partes, pero el artista debe ser extremadamente frugal. La naturaleza es casi vertiginosamente locuaz; el artista debe ser taciturno. Si mis obras a veces dan una impresión primitiva, ello se puede explicar afirmando que surgen de mi disciplina, que busca reducirlo todo a unos pocos pasos. Es sólo frugalidad, la habilidad profesional final, en realidad lo opuesto al verdadero primitivismo”.
Estas palabras de Paul Klee, uno de los mayores artistas del siglo XX, reflejan la visión integral del arte que practicó: una aventura profundamente humana e intimista que se manifestaba con los mínimos elementos posibles, pero todos de una enorme elocuencia expresiva. Klee nunca quiso impresionar a nadie con su obra, la cual se asemeja a una especie de diario íntimo que desarrolló durante toda su existencia y tampoco pretendió dejar escuela. Tan solo manifestarse a sí mismo a través de un lenguaje absolutamente personal, el cual se asemeja al de los niños por su candidez y claridad.
En esta obra, una esfera roja, ligeramente desplazada hacia arriba sobre el centro, domina la composición. El halo de luz que la rodea, de color parecido al del oro, empuja hacia los márgenes los elementos del mundo que Klee reprodujo: pájaros, extraños habitantes zoomorfos y entes que recuerdan a la flora, todos reducidos a un lenguaje de signos que se desenvuelven accidentadamente, como si hubiesen sido desplazados de improviso. También se encuentran algunos misteriosos signos alfabéticos que parecieran haber sido colocados al azar intensificando así la sensación de que un aparente caos acaba de irrumpir en este mundo. La simbología es entonces oscura por su ambigüedad, ya que a primera vista pareciese que la estructuración de la composición manifiesta un orden que va desde los bordes hacia el centro, pero en realidad es un orden centrífugo, lo opuesto, que se puede verificar por medio de la cantidad de figuras y formas que están cortadas por los márgenes.
Los colores, apenas el rojo intenso del círculo y el amarillo dorado con ciertas variantes están desarrollados en sutiles gradaciones y claroscuros que definen las formas de las figuras por medio de las tonalidades. El balance resultante es entonces de un equilibrio sólido y concreto que le da a esta obra un ligero toque decorativo. Finalmente, el lenguaje de signos de Klee aquí se concreta en formas naturales y combinaciones aleatorias que denotan la influencia que en esta época ejerció el surrealismo en el artista.
Cuando Klee terminó esta obra, empezó a advertir los primeros síntomas de la dolencia que le causó la muerte sólo cinco años después: la esclerodermia, una grave enfermedad degenerativa que ataca la piel y consiste en una afección que ocurre cuando el sistema inmunitario ataca por error y destruye tejido corporal sano. Sin embargo, a pesar de su afección, Klee produjo gran cantidad de dibujos y pinturas ininterrumpidamente hasta el final.
Paul Klee nació en Münchenbuchsee, Suiza, en 1879, en una familia de músicos. Su padre era alemán y por esta razón Klee obtuvo esa ciudadanía, la cual no abandonó durante toda su vida. A la vez que inició los estudios de arte en su ciudad natal, empezó a recibir lecciones de música de su padre y luego en varias escuelas por lo que se convirtió con el tiempo en un virtuoso del violín, aunque dio muy pocos conciertos, prefiriendo dedicarse a la pintura y el dibujo.
En 1910, asentado en Munich, conoció a los pintores Wassily Kandinsky y Franz Marc quienes fundaron en 1911 el grupo Der Blaue Reiter (el jinete azul), vinculado al expresionismo aunque hay que destacar que Klee nunca perteneció formalmente al grupo, pero se vio fuertemente influenciado por su tendencia durante esos años, incluso expuso con ellos en varias oportunidades.
En 1914 viajó por el norte de África, específicamente a Túnez, cuyo sol y colorido marcaron una transformación en sus obras, utilizando colores mucho más cálidos y de gran viveza, dotando a su arte de un nuevo cromatismo que empezó a contrastar con las tendencias de color que por ese entonces se desarrollaban en Alemania. Ese mismo año fue enlistado en el ejército y estuvo en el frente de batalla de la Primera Guerra Mundial hasta el final del conflicto.
En 1919 se convirtió en profesor de la Bauhaus, la escuela de arte y diseño fundada por Walter Gropius en Dessau y luego en Weimar, donde dio varias clases hasta 1931 en que pasó a enseñar en la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf. En 1933 fue denunciado por los nazis de producir “arte degenerado” y se prohibieron sus exposiciones por lo que abandonó Alemania y se instaló en Berna trabajando incansablemente a pesar de su enfermedad. Trasladado a una clínica de Muralto-Locarno, falleció en este lugar en 1940.
Desconocido, «Cabeza de reina», cultura de Benin, África. Aleación de cobre, S. XV-XVI
Julián González Gómez
Desde que fueron descubiertas por los europeos, a finales del siglo XIX, las esculturas del antiguo reino de Benin causaron una gran admiración entre el público y los conocedores por su increíble naturalismo y la maestría de su ejecución. La pregunta que se hacía la gente por ese entonces era ¿cómo es posible que los pueblos “salvajes” de África fueran capaces de realizar un arte tan perfecto? Algunos llegaron a afirmar que los escultores de Benin aprendieron su arte a través de la influencia de los portugueses en el siglo XV, lo cual se demostró que era falso, ya que provenían de una época anterior a las expediciones que los lusitanos emprendieron por la costa oeste de África para incrementar su comercio.
Lo que se pudo demostrar con certeza es que este arte fue un producto propio de estas culturas y se desarrolló independientemente de cualquier influencia foránea. Además, las técnicas del tallado de las figuras y su fundición a través del método de la cera perdida fueron aprendidas por los escultores de Benin de los árabes, que habían comerciado con la región desde el siglo XIII. Esta técnica requiere de avanzados conocimientos de fundición y metalurgia, por lo que es notable el grado de maestría que mostraron los desconocidos artistas que trabajaron en estos reinos desde épocas tan antiguas. Hay que mencionar que la mayor parte de estas soberbias piezas fueron saqueadas por los europeos para llevarlas a sus museos y muy pocas permanecieron en su lugar de origen.
Esta cabeza representa las facciones de una mujer de la estirpe real de Benin, tocada con una corona que muestra su estatus dentro de la sociedad. Otro signo de su categoría es el esgrafiado de la piel, reservado para las personas de posición más elevada. Las facciones, ejecutadas con admirable naturalismo, son las de una mujer relativamente joven que muestra una expresión de tranquilidad y paz interna y por ello se puede inferir que estaba segura de su posición y atribuciones. La ligera sonrisa que esboza su boca, así como la fijeza de su mirada muestra que el artista logró plasmar una profunda penetración psicológica relativa a su modelo.
Muchas de las cabezas y los relieves y placas metálicas realizados por los artistas de Benin manifestaban rasgos arquetípicos relativos a diversas personalidades, pero en otros casos como el de esta cabeza son auténticos retratos de personas existentes, todas ellas pertenecientes a las familias reales de esta cultura. Estas cabezas se colocaban en espacios y hornacinas especiales dentro de los palacios y su fin era recordar a los descendientes sus antepasados desaparecidos tiempo atrás. Por ello era frecuente que un rey que acababa de ocupar su cargo, encargase una cabeza de su predecesor que ocupaba un lugar privilegiado dentro del recinto desde el cual gobernaba.
Benin fue muy rico en esculturas realizadas no solo en bronce y aleaciones de cobre y latón, sino además en marfil, madera o terracota. Estas esculturas estaban reservadas para las clases dominantes y su finalidad era esencialmente ceremonial y propagandística. Casi todas ellas glorificaban al rey, llamado Oba, revestido de carácter divino y a la historia de su dinastía. Aunque las cabezas son las esculturas más conocidas de este reino, también se manufacturaron gran cantidad de otros motivos y objetos como campanas, relieves, recipientes diversos, ornamentos, joyas y objetos rituales.
El reino de Benin, ligado al antiguo pueblo de los yorubas, se desarrolló desde el siglo XIV hasta el XIX en el territorio de la actual República de Nigeria en el oeste de África. Su posición privilegiada a las orillas del Golfo de Guinea le permitió alcanzar una gran prosperidad debida al comercio con otras regiones y culturas. Los principales productos que exportaba el reino de Benin eran el marfil, la pimienta, el aceite de palma y los esclavos. Los árabes comerciaron con Benin desde el siglo XIII como se dijo antes y se establecieron en diversas ciudades del reino, por lo que su influencia cultural fue determinante al convertir gran parte de la población al islam y legarles gran parte de sus conocimientos en astronomía, matemáticas y otros aspectos tecnológicos, así como el uso del caballo, el asno y las mulas. Posteriormente, en el siglo XV los portugueses empezaron a establecer relaciones comerciales con el reino y llevaron con ellos las armas de fuego, que pronto fueron adoptadas por la casa real para armar a su ejército y así lograr una mayor expansión de su territorio a costa de sus vecinos. El apogeo de Benin se dio en los siglos XVI y XVII apoyado en gran parte por el incesante tráfico de esclavos, que eran vendidos a los portugueses y después a los ingleses. Finalmente, en el siglo XIX Benin sucumbió a la expansión colonialista europea y desapareció como reino independiente.
Moïse Kisling, “La siesta”. Óleo sobre tela, 1916
Julián González Gómez
En el calor de la tarde una pareja está sentada en un pequeño patio rodeada de frondosas plantas. Mientras el hombre, ataviado con un sombrero está leyendo el periódico, la mujer se recuesta sobre la mesa de madera para dormitar. Toda la atmósfera, matizada por los colores, nos sugiere una tarde de verano quizás en el sur de Francia, mientras que la actitud desenfadada de los protagonistas nos habla de las horas que pasan en medio del sopor propio de la estación. En el estío cada uno está haciendo lo que le place y las conversaciones, seguramente baladíes, han cesado pero probablemente se reiniciarán en cualquier momento, si ella no es vencida antes por el sueño profundo.
Probablemente son una pareja, quizás un matrimonio joven y seguramente ambos están de vacaciones o bien pasando la tarde de un fin de semana. No hay miradas encontradas, porque mientras el hombre pone sus ojos sobre el periódico, la mujer tiene la mirada perdida y como ausente, viendo hacia ningún punto, sintiendo el sueño que se está apoderando de ella. No hay caricias, la única relación que se puede ver entre los dos es que están sentados juntos en la misma banca, lo cual implica cercanía y confianza. No es un momento de pasión o de mostrar enamoramiento, tan solo están juntos, compartiendo la tarde y eso es suficiente para sugerir el nexo que hay entre ellos.
Pero todo es efímero y pasajero y para ello están representado el follaje que muestra el color del verano y que después, ya en el invierno, cambiará y quedará marchito. Los dos racimos de uvas que están detrás de la cabeza del hombre: jugosos y de color intenso, también se secarán o seguramente serán cortados. Las sombras que se proyectan sobre el suelo se moverán en el transcurso de las horas hasta desaparecer en la noche. En algún momento uno o ambos se levantarán y abandonarán este placentero lugar.
Esta escena de cotidianeidad, trivial y hasta evocadora de cierta pereza es en realidad un profundo canto que Kisling le hace a la vida pacífica que transcurre en esas épocas que luego, con el paso del tiempo y los avatares de la existencia, siempre recordaremos con alegría y nostalgia. Es de esos momentos, como el que está viviendo esta pareja, aparentemente nimio, de los que está compuesta lo que a veces llamamos “la época dorada” de nuestras vidas. Transcurren cuando todavía somos jóvenes y no pensamos en un futuro que nos agobie y tampoco recordamos un pasado que nos puede hacer lamentarnos de lo que hemos hecho o no. Todo lo que aquí se evoca nos remite al momento presente, que ha quedado congelado en el tiempo y en el cual podríamos afirmar que en realidad somos felices.
Si consideramos que esta relajada escena fue pintada en medio del que hasta entonces era el mayor conflicto que había vivido Europa, la Primera Guerra Mundial, es evidente que el artista pretendió crear una imagen de evasión y contraste. Mientras esta pareja descansa tranquilamente, en el frente se vivían escenas desgarradoras y dantescas de muerte y destrucción. Por lo tanto, la contemplación de una vida de paz que aquí se evoca confronta la condición violenta y destructiva de la guerra. Seguramente Kisling la pintó durante su convalecencia ya que un año antes había sido gravemente herido en la batalla del Somme y con ella quiso dar sosiego a sus tormentos.
Moïse Kisling nació en Cracovia, Polonia en 1891. Su familia era judía, pero él se desentendió de las cuestiones religiosas y desde muy joven se quiso hacer pintor, profesión que no era bien vista por los ortodoxos, a los que les estaba prohibido realizar representaciones figurativas. Realizó sus estudios de pintura en la Escuela de Bellas Artes de Cracovia, en la que tuvo como maestro a Józef Pankiewicz quien lo animó a irse a París, ciudad a la que emigró en 1910. Como centro de las artes, la ciudad de París atraía a gran cantidad de jóvenes artistas de toda Europa, quienes llegaban con el afán de destacar en sus quehaceres vanguardistas y por eso la competencia era dura. Por esa época Picasso era el rey de la ciudad y salvo él, la mayor parte de los demás artistas vivían en la pobreza, instalados en el barrio de Montmartre. Aquí vino a parar nuestro joven pintor y de inmediato se empezó a relacionar con algunos de sus semejantes como Modigliani, Rivera, Derain, Soutine y otros más. Se vio influenciado más por el arte figurativo de los fauves, de quienes aprendió el uso de los colores contrastantes y expresivos, que por el cubismo que estaba en boga por ese entonces.
Entre 1911 y 12 se marchó a Ceret, un pueblo de los Pirineos donde había una comunidad de artistas. Unos años más tarde emigró junto a sus amigos al barrio de Montparnasse, donde montó un estudio en el cual trabajó hasta 1940, viviendo precariamente. Al estallar la guerra en 1914 se enlistó en la Legión Extranjera y en el frente de batalla fue gravemente herido como se mencionó antes. Después de su convalecencia retornó a su estudio donde continuó con su labor, formando con otros artistas como Modigliani, Chagall y Soutine la expresionista Escuela de París. Soutine se destacó sobre todo por sus pinturas de desnudos, los cuales empezaron a ser bastante renombrados en los medios artísticos de la ciudad, pero su condición económica siguió siendo inestable.
Cuando en 1940 los nazis invadieron Francia durante la Segunda Guerra Mundial, Soutine se presentó nuevamente al servicio militar y después de la derrota francesa, cuando el ejército fue disuelto; se vio en la necesidad de huir del país por su condición de judío. Se marchó a Estados Unidos, donde vivió hasta 1946 retornando a Francia y estableciéndose en Sanary-sur-Mer por motivos de salud. Murió en este lugar en 1953 después de haber logrado cierta notoriedad como artista, aunque nunca logró hacer fortuna con su oficio.
Antonello da Messina, “Virgen de la Anunciación”. Óleo sobre tabla, 1475
Julián González Gómez
De acuerdo al Evangelio de San Lucas, el Arcángel Gabriel se le apareció a la joven María para anunciarle que sería la madre del salvador del mundo y ella, manifestando sorpresa y aceptación quedó encinta por gracia del Espíritu Santo. La iglesia conmemora este hecho el 25 de marzo de cada año, coincidiendo con la fecha en que nueve meses después nacería Jesús. El tema de la Anunciación ha sido muchas veces representado en la historia del arte desde la Edad Media. Empezó siendo muy popular en el arte bizantino, donde se representaba la escena de la Virgen, el Arcángel y también el Espíritu Santo en las entradas de las basílicas bajo el arco de entrada y también en Europa occidental, donde comúnmente se representaba en el reverso de los retablos. Ya a fines de la Edad Media y comienzos del Renacimiento, el tema de la anunciación se empezó a realizar autónomamente sin depender de su ubicación en el reverso de los retablos, apareciendo entonces como tema central.
Son famosas varias de estas representaciones como las de Fra Angélico, Guirlandaio y Leonardo da Vinci, en las cuales la iconografía es siempre la misma: el Arcángel se ubica a la izquierda y la Virgen, que está a la derecha y sentada, está leyendo un libro piadoso sobre un atril y muestra una expresión de contenida sorpresa. El contexto de la escena es variado, porque mientras Fra Angélico representa la escena en un jardín al igual que Leonardo, en la pintura de Guirlandaio transcurre en el interior de una suntuosa residencia.
En el caso de la pintura que estamos comentando aquí, Antonello da Messina ha representado esta escena de una forma muy diferente a la de los demás artistas y con ello dio muestra no solo de una gran originalidad, sino también de una capacidad de penetración psicológica en el personaje de la Virgen y su relación con nosotros como observadores, dejándonos con varias interrogantes que solo se resuelven analizando la sutileza de la representación. Para empezar, la escena está ubicada en un contexto oscuro, sombrío, como si fuese el final de la tarde o ya de noche, pero en todo caso transcurre en un interior, lo cual denota recogimiento. María lee un libro que está colocado sobre un pequeño atril y parece que en este preciso momento ha levantado su mano derecha, la cual sujetaba las páginas del libro y estas se están volteando, lo que indica sorpresa. Con la mano izquierda se cierra apresuradamente el velo que la cubre, lo que señala también cierto sobresalto. Parece entonces que aquí se está representando el momento preciso en el que el arcángel Gabriel se le ha presentado para anunciarle la gran noticia, pero este personaje no está en la pintura. ¿Acaso es la luz que emana del arcángel la que baña la escena lateralmente?
El contraste con el elemento que es la sorpresa se establece en el rostro de la Virgen, que está sereno y con los ojos dirigidos ligeramente a su derecha y abajo. El rostro de la bella joven no denota conmoción alguna ni sobresalto, al contrario, parece como si ya hubiera estado esperando la visita y en este momento solo se está confirmando lo que ya sabía que pasaría. Una ligerísima sonrisa hace que su boca se mueva casi imperceptiblemente a su izquierda, lo que podría hacernos pensar que ya conocía al personaje que se le ha aparecido. El diálogo entonces entre las manos y el rostro es contrastante, aunque también ambiguo y a mi parecer no existe aquí ningún elemento que denote piedad, aunque sí cierto trance místico.
También esta escena nos podría hacer pensar que lo que se está representando no es el momento en el que ha aparecido el arcángel, sino al contrario, el momento en el que se acaba de ir y María, en su soledad y ante la noticia recibida muestra sentimientos encontrados, pues mientras sus manos todavía están nerviosas, su rostro ha alcanzado el estado de serenidad que este trance requiere. Esta interpretación se puede reforzar con el argumento de que el Arcángel no aparece y de que la escena oscura implica el recogimiento de María en este momento único y especial. Estas interpretaciones nos pueden hacer mucho más atractiva esta obra de arte la cual, al margen de su gran calidad plástica, refleja la psicología del personaje como se dijo antes.
Antonello da Messina, cuyo nombre original era Antonello di Giovanni d’Antonio nació en Mesina, Sicilia alrededor de 1430. Poco se conoce de su familia y niñez, pero seguramente empezó a formarse como pintor en su ciudad natal, la que abandona en 1446 para trasladarse a Nápoles, donde recibió una formación más sistemática con el pintor Colantonio. En esta época todavía no se había extendido a Nápoles la pintura renacentista que ya en otras latitudes de Italia estaba en pleno apogeo, así que su influencia todavía estaba marcada por los modelos tardomedievales.
Se sabe que alrededor de 1450 empezó a trabajar en Milán a las órdenes de la familia Sforza, gobernantes de la región, donde realizó algunos encargos para retornar a Mesina unos años más tarde y establecerse en su propio taller. Es posible que en su estancia en Milán conociera algunas obras de los maestros flamencos, los cuales ejercerían gran influencia en su propia producción, caracterizada por la implantación de la pintura al óleo y la temática realista y minuciosa de sus modelos. Vasari afirmó que Antonello fue discípulo de Jan van Eyck, pero esto no parece posible ya que no consta que viajó a Flandes alguna vez. Posteriormente, la influencia de Pietro della Francesca hizo que su arte se comprometiera con los modelos renacentistas italianos, dominados por la perspectiva, la modulación matemática y el idealismo de las escenas. A mediados de la década de 1470 era ya un reconocido maestro en toda Italia y fue requerido por Venecia para realizar varias obras en esa ciudad, ejerciendo influencia sobre los artistas locales. Una enfermedad le hizo regresar a Mesina, donde pasó su última época pintando algunos encargos. Murió en esa ciudad, en 1479 de una pleuritis, sin haber podido finalizar las obras que le había encargado la Señoría y que finalizaron algunos de sus discípulos.
Canaletto, «El Gran Canal y la iglesia de la Salute». Óleo sobre tela, 1730
Julián González Gómez
Este célebre cuadro muestra una cuidada composición resuelta a través de la perspectiva y representa un importante sector de la ciudad de Venecia, tal como lucía en el siglo XVIII. El principal protagonista es el Gran Canal, que discurre por un sector de la ciudad donde el edificio dominante es la iglesia de Santa María de la Salute, obra arquitectónica del siglo XVII debida a Baldassare Longhena y como otras importantes iglesias venecianas fue construida como ex voto por los ciudadanos a causa de la peste que en 1630 diezmó la población.
En el cuadro, la iglesia está ubicada en el lado izquierdo como remate lateral del escenario y tiene su contraparte en la hilera de casas que se ubican en el lado derecho. En ambos casos la perspectiva acrecienta su desplazamiento espacial orientado hacia el punto de fuga ubicado ligeramente al lado izquierdo del cuadro, con lo cual este punto queda encerrado dentro de los límites de la composición. Si Canaletto hubiese pintado la escena ligeramente más a la izquierda, el punto de fuga se habría desplazado hacia un plano que se deslizaría hacia atrás, perdiendo la sensación de recinto que el autor pretende subrayar. Si por el contrario, la vista se hubiese desplazado más a la derecha, el recinto quedaría restringido en gran medida por la necesaria frontalidad de la fachada de la iglesia, determinando un espacio que se percibiría mucho más compacto. Por lo tanto, el punto de vista de esta composición está ubicado en el lugar por medio del cual se puede visualizar a la vez la amplitud del canal y un espacio urbano cuyos los límites están claramente equilibrados.
Bajo ese luminoso cielo, cuya luz proviene de la zona superior izquierda, se matizan los elementos de la obra por medio de las articulaciones espaciales tanto de la arquitectura de la iglesia como de las casas, estas últimas recibiendo de frente la luz solar en sus fachadas y generando una penumbra en los planos que dan al frente del punto de vista. La penumbra dominante en el plano izquierdo se contrasta con los suaves matices y sombras de la iglesia, los cuales hacen que su volumen salte hacia el frente, generando una convincente sensación espacial que armoniza con todos los demás componentes. Si el autor hubiese representado esta vista en otra hora del día la percepción habría sido completamente distinta porque el volumen de la iglesia hubiese pesado demasiado sobre la composición haciéndola desequilibrada.
El dinamismo de la escena lo proveen las góndolas que están en primer plano, las cuales a través de su posicionamiento y perspectiva aportan profundidad por jerarquía de planos. Los colores se desarrollan armónicamente por medio de los contrastes cromáticos entre el azul del cielo y los tonos ocres de los edificios, complementados por las tonalidades verdosas del agua del canal.
Esta obra pretende ser el equivalente en el siglo XVIII de lo que sería una fotografía en la actualidad. Canaletto utilizaba la cámara obscura para visualizar las perspectivas que luego representaba en sus cuadros y esto le permitía enfocar un punto exacto y largamente meditado del ángulo de la vista que iba a representar. Luego de dibujar el trazo dentro de la cámara, se ubicaba de nuevo en el mismo punto en determinada hora con su caballete y sus pinturas para aplicar los tonos y colores básicos. Finalmente aplicaba los matices y las suaves gradaciones en su estudio para culminar la obra. Por ello sus composiciones son paradigmáticas del perfecto equilibrio y color, sólo comparables a las realizadas por Claude Lorrain muchos años antes.
Canaletto, cuyo verdadero nombre era Giovanni Antonio Canal nació en Venecia en 1697 en una familia cuyo padre trabajaba como escenógrafo teatral, pintando los decorados para las representaciones. El joven Canal comenzó a trabajar como aprendiz de su padre en 1716. Esta formación le permitió estar en contacto con los paisajes urbanos y su representación, lo cual se hizo más intenso cuando estudió con Luca Carlevarijs, pintor de escenas callejeras.
Poco después de finalizar su formación en Venecia, se trasladó con su padre y su hermano a Roma para pintar las decoraciones de las óperas de Scarlatti y durante esa estancia conoció la obra del paisajista Giovanni Paolo Pannini, la cual le influenció en gran medida. Es durante esa estancia en Roma cuando empezó a pintar sus primeras escenas urbanas.
De regreso a Venecia en 1720 se registró en el gremio de pintores. Su obra por ese entonces se caracterizó por ser pintada en el propio lugar y no en el estudio y gracias a esto logró captar perfectamente la atmósfera que impregnaba las vistas de la ciudad que elaboró. Su fama se acrecentó en la ciudad por medio de diversos encargos de nobles y príncipes y durante esos años conoció al que sería su principal cliente, el cónsul inglés en Venecia Joseph Smith. Poco a poco su técnica pasó a ser más libre y luminosa, predominando los ocres y dorados mediante la captación muy detallada de la luz que impregnaba sus escenas citadinas.
En 1746 se trasladó a Inglaterra, donde era altamente apreciado y después de unos años regresó a Venecia, donde fue nombrado miembro de la Academia Veneciana de Pintura y Escultura. Durante sus últimos años su pintura se volvió estereotipada y repetitiva, lo cual no ha menoscabado su importante legado. Murió en esta ciudad en 1768 dejando una gran cantidad de las mejores vistas de la ciudad de los canales que nadie ha podido igualar.