Jean-François Millet, «El Ángelus». Óleo sobre tela, 1859
Julián González Gómez
Pocos artistas del siglo XIX lograron acercarse de una forma tan emotiva a la vida de los campesinos como Millet. Quizás es porque él mismo era de origen campesino plasmó en sus telas las labores y las costumbres de la gente humilde que vivían dependientes de sus cultivos y en contacto íntimo con el campo. En su arte se ensalza esta vida en contraposición con la vida de las ciudades a la que juzgaba de una forma muy negativa. Por su ideología socialista ensalzaba las virtudes de la clase campesina por sobre las demás clases que componían la sociedad, incluyendo el proletariado urbano y lo que juzgaba como la degradación de la sociedad industrial.
Este es uno de los cuadros más célebres de este pintor en el cual su realismo nos permite ver a una pareja de campesinos que en el atardecer está rezando el Ángelus sobre un campo recién cosechado. En medio de ellos hay una canasta llena de los productos de la tierra, detrás hay una carretilla y a la izquierda un tridente, los aperos de su trabajo. El rezo se lleva a cabo como es costumbre al atardecer para dar acción de gracias por las labores del día y presenta la piedad de esta pareja humilde la cual, en medio de sus carencias, conserva la fe y la devoción.
Las luces están muy atenuadas como corresponde al ocaso que refleja el cuadro, no hay un atardecer multicolor sino más bien está opacado por el cielo nublado. El colorido está magistralmente representado. El realismo de Millet no hace concesiones representando un juego simbólico conformado por dramatismos multicolores como sería usual en otros artistas. Su manera particular de pintar el paisaje deriva más bien de las pinturas de Corot y Constable, principales referentes de la Escuela de Barbizon a la que pertenecía.
Esta escuela tomó su nombre del pueblo de Barbizon, cercano a Fontainebleu donde se establecieron como una especie de colonia. Entre sus principios estaban la representación del paisaje desde un punto de vista objetivo y crítico en el cual no había lugar al romanticismo que era el estilo imperante por esa época en Francia. Su rechazo a la vida de la ciudad los llevó a asumir una actitud radical en cuanto a lo pictórico y también lo político, predominando entre ellos la ideología socialista que veía a la sociedad partida entre aquellos que tenían recursos y aquellos a los que les estaba vedada toda posibilidad de llevar una vida digna y económicamente emancipada.
Aunque la mayoría de estos pintores se dedicó al paisaje como tema, Millet incluyó a los campesinos como elemento predominante dentro del paisaje, que no era natural y sin ser tocado por la mano del hombre, sino un paisaje agrícola de campos de cosecha y recolección. En algunos de sus cuadros se puede ver el contraste entre la pobreza de los jornaleros y las prebendas de los propietarios dentro del afán de presentar la dramática situación de los primeros como un reclamo moral y ético no exento de matices políticos. El estilo de la Escuela de Barbizon, con su práctica de pintar al aire libre y su libertad creativa influyó de manera decisiva en los impresionistas.
Jean-François Millet nació en Gréville-Hague, Normandía, en 1814 proveniente de una familia de campesinos. Su primera formación fue en Cherburgo y en 1837 se ganó una beca para ir a estudiar a París en la Escuela de Bellas Artes donde tuvo entre otros profesores a Paul Delaroche quien jugó un papel esencial en su posterior obra. Después de sus estudios presentó varias veces sus cuadros en las exposiciones oficiales pero no tuvo éxito por lo que abandonó París para regresar a Cherburgo y se dedicó a trabajar como retratista. Por estos años abandona la pintura oficial y se ve influenciado por la pintura de Honoré Daumier con su realismo y su obra se decanta por temáticas de un contenido que se podría definido como de protesta social.
Sin embargo, siguió participando en el Salón y en 1847 tuvo un triunfo con un cuadro de carácter mitológico. Tras una breve estancia en París donde enviudó, se trasladó de nuevo a Cherburgo y luego a El Havre donde siguió pintando con la temática que era habitual en él, especialmente la vida de los campesinos.
En 1849 se unió al grupo de Barbizon a donde se trasladó a vivir y nunca abandonaría hasta su muerte. Dentro de este grupo abrazó muchos de sus principios pero sin abandonar su temática predominantemente campesina. En pocos años empezó a tener cierto éxito con la venta de sus obras y con los cuadros que periódicamente enviaba al Salón, sobre todo a partir de la década de 1860, lo que le permitió por primera vez salir de la miseria en la que había vivido hasta entonces. Incluso fue nombrado Caballero de la Legión de Honor y jurado del Salón. Sin embargo permaneció fiel a Barbizon y su pintura nunca se apartó de los principios de esta escuela. Murió en esa ciudad en 1875 admirado por muchos artistas, sobre todo por los jóvenes que en esa época incursionaban en el impresionismo.
Berthe Morisot, «Un día de verano». Óleo sobre tela, 1879
Julián González Gómez
Dos jóvenes mujeres pasean en lancha en el remanso de un río de aguas tranquilas que reflejan el azul del cielo. Es una imagen diríamos idílica que refleja, como en una instantánea, un momento de relajamiento y abandono. La belleza de esta imagen se manifiesta de múltiples maneras, no solo por la anécdota que está presente, sino también por la gran armonía en la composición de los colores, los sutiles efectos de la luz y sobre todo por la atmósfera que impregna toda la escena, una atmósfera delicada, vaporosa, tal como solo los pintores impresionistas sabían representar en sus cuadros.
La técnica que empleó la artista es típicamente impresionista, basada en pinceladas gruesas y libres, que solo esbozan las formas, sin definirlas completamente. En este caso las pinceladas parecen descuidadas si se mira de cerca el cuadro, pero todo comienza a adquirir sentido de las formas conocidas conforme uno se va alejando y solo entonces se puede apreciar la magia del impresionismo. La escena es de tal frescura que evidentemente la pintora la realizó en el mismo lugar, tal vez poniendo su caballete y sus pinturas sobre la misma lancha en la que están sentadas las dos jóvenes. El cuadro es de pequeñas dimensiones, algo que era necesario para poder transportarlo y ejecutar la pintura al aire libre. Por motivo también de sus pequeñas dimensiones se hacen más evidentes las pinceladas, sobre todo las que definen los reflejos en el agua.
La composición no está muy estudiada, tal como corresponde a una obra ejecutada en el mismo lugar de una manera lo más espontánea posible. La joven de vestido claro ocupa el centro de la composición, mientras que el balance asimétrico lo establecen a la izquierda la otra joven y a la derecha los patos que están posados sobre el agua. El borde de la lancha marca una diagonal que rompe con el patrón simétrico y le da a la composición no solo variedad, sino también dinamismo y además sugiere la división en los diversos planos que le dan la profundidad a la imagen. Así, el primer plano es el del interior de la lancha con las dos mujeres sentadas, el segundo plano está completamente definido por el agua y sus reflejos y el tercer plano es el prado y los árboles que ocupan la parte superior de la imagen. No hay espacio para el cielo y esto seguramente fue hecho con la intención de que fueran los elementos acuáticos y vegetales los que sugiriesen y definieran las luces y la atmósfera general. El resultado es un esquema por demás simple, pero muy efectivo.
Morisot fue capaz de ejecutar con sus pinceladas básicas y rotundas la cualidad de los colores de la naturaleza en un momento único y especial. La armonía entre los azules y verdes es realmente extraordinaria y demuestra la maestría de esta pintora en lo que a combinaciones cromáticas se refiere. Como contrapunto a los azules del agua, la artista pintó la sombrilla que está sobre las piernas de la joven del centro en un color azul muy vivo, pero lo suficientemente matizado como para que no robara el protagonismo a los demás elementos cromáticos. Los colores complementarios los dan la borda de la lancha y el asiento de la misma.
Berthe Morisot fue la pintora impresionista más destacada de su época. Tuvo el coraje de dedicarse a una actividad que siempre fue patrimonio exclusivo de los varones y alcanzar el éxito. Se destacó como una sobresaliente pintora en todas las exposiciones que realizaron los impresionistas en el último tercio del siglo XIX e incluso fue quien logró que Edouard Manet se integrara al grupo de estos artistas que por ese entonces eran considerados unos renegados por la crítica. En efecto, gracias a su amistad con los miembros de este grupo logró desarrollar las técnicas del impresionismo de una manera sobresaliente y gracias a su talento ser considerada un miembro más, a pesar de su condición de mujer.
Proveniente de una familia de la alta burguesía, nació en Bourges, Francia en 1841. Sus padres fomentaron su inclinación artística, como también la de su hermana y ambas iniciaron estudios de pintura al mismo tiempo. En 1860 Berthe conoció al pintor Camille Corot quien la aceptó como discípula en su taller y al mismo tiempo la introdujo en los círculos artísticos. El gusto por el paisaje se lo debió Berthe a su formación con Corot, destacado miembro de los paisajistas de la escuela de Barbizon. Participó por primera vez en el Salón de París de 1864 con dos paisajes y siguió exponiendo en el mismo hasta 1874, año en el que se vinculó definitivamente al grupo de los impresionistas y participó en la primera exposición de estos como salón alternativo.
Los impresionistas aceptaron con gusto su participación no solo por su amistad con ella, sino sobre todo por sus grandes dotes como pintora, algo que era evidente para Monet, Renoir, Pisarro y los demás. Su amistad con Manet data de 1868, cuando este artista todavía se desenvolvía en los ámbitos del arte oficial. Poco a poco Morisot influyó en Manet, hasta que lo convenció de unirse, al menos provisionalmente, al grupo de los impresionistas. En 1874 se casó con Eugène, hermano de Manet, pero siguió con su actividad artística, al mismo tiempo que atendía sus obligaciones de esposa y madre. Manet le hizo un famoso retrato en 1872 en el que se puede ver a una joven de rasgos atractivos, grandes ojos oscuros y una mirada muy penetrante. La temática que la distinguió siempre fue no solo el paisaje, sino además las escenas de mujeres y niños representados en ambientes domésticos.
La muerte de Manet en 1883 y luego la de su esposo en 1892 hicieron que su paleta se ensombreciera, denotando una fuerte crisis emocional. Murió en París en 1895 y sus restos están enterrados en el cementerio Passy en esta misma ciudad.
Paul Signac, “El pino en Saint-Tropez”. Óleo sobre tela, 1909
Julián González Gómez
Un cielo nublado pero luminoso, de fuerte textura pictórica, envuelve con su luz el paisaje veraniego del sur de Francia cuyo protagonista es este magnífico y antiguo pino. Dada la técnica con la que este paisaje fue pintado, si se observara de cerca no se verían más que manchas de colores muy vivos sin ninguna forma, pero cuando uno se aleja empieza a cobrar sentido y se manifiesta el esplendor de esta imagen.
Las cualidades matéricas de este cuadro se expresan claramente por medio del espesor de la pintura, que genera un marcado volumen y por los trazos breves y rotundos del pincel, que fijó el artista de una forma que parece abrupta, pero que sigue un meticuloso procedimiento en todas sus partes. Mucho de este cuadro se lo debe Signac a los impresionistas que lo antecedieron y aún más a la pintura puntillista de Seurat, que fue su amigo y maestro. En efecto, este se puede denominar con toda exactitud un cuadro puntillista, pero el autor conjuga este procedimiento de una manera muy distinta a la que hizo Seurat. En primer lugar, no utilizó los colores puros y primarios para obtener todos los tonos, sino que seleccionó una gama de colores secundarios tal como salían del tubo de pintura y los aplicó en puntos bastante grandes para que el ojo los perciba en toda su armonía. Estos puntos resultaban en Signac bastante más grandes que los de Seurat y por consiguiente la cualidad de “mancha” de los mismos se expresa mucho más que si hubiesen sido aplicados en puntos pequeños. En segundo lugar, y como elemento derivado en parte del anterior punto, los colores de Signac, secundarios y matizados, no pretenden representar la realidad objetiva de lo que sus ojos están captando, sino una gama subjetiva de colores que sirven para enfatizar determinadas partes o para crear un efecto de profundidad. Las sombras, que usualmente se utilizan para generar volumen, han desaparecido y su lugar lo han tomado los colores.
En esta obra, la sensación de profundidad, delimitada por los colores se acentúa por la posición de los elementos que la componen. Por ejemplo, los arbustos que están en primer término crean un primer plano de aproximación al interior. El espacio amplio y abierto que está en segundo término es como el tablado de un escenario en el que se asienta como protagonista el gran pino y finalmente los árboles y arbustos que delimitan el tercer plano se manifiestan no solo como marco espacial, sino como complemento cromático del follaje del árbol. El cielo, por fin, marca la “atmósfera” del cuadro brindándole además una neutralidad cromática que ensalza los colores.
No es de extrañar que Matisse y Derain, creadores del fauvismo, sintieran gran admiración por las obras de Signac, sobre todo por la viva gama de colores de sus pinturas, colores que se juntaban unos con otros siguiendo las reglas de los complementarios y de ahí su radiante luminosidad, provocada por la vibración del color y su mezcla en la retina. La gran diferencia es que Signac pretendía recrear con cierta objetividad el tema que pintaba y lo reflejaba por medio de los puntos de colores, mientras que los fauvistas se decantaron por los campos amplios de color aplicado con un criterio más ligado al sentimiento propio del artista que a la objetividad de la representación.
Por otra parte, Signac es más conocido por la gran cantidad de marinas que pintó, aprovechando los efectos lumínicos del agua para recrearlos por medio de estos grandes puntos de color que son como su marca personal. Aquí hemos elegido una obra distinta para enfatizar más que el paisaje la técnica que empleó en un tema tan difícil de tratar con ella.
Paul Signac nació en París en 1863 proveniente de una familia de comerciantes acomodados. En 1883 ingresó en la Escuela de Artes Decorativas donde aprendió a dibujar e hizo sus primeras pinturas, al mismo tiempo asistía al taller del pintor Bin en Montmartre. En esta época se dejó influenciar por el arte de los impresionistas, que estaban en apogeo en París, sobre todo Monet, Pisarro y Renoir. Esa influencia nunca la perdería a lo largo de su carrera. En 1884 conoció a Georges Seurat con quien empezó a pintar con la técnica del puntillismo, pero con una menor rigurosidad pues le interesaba más que la técnica, la expresión de la luz y el color.
En 1884 colaboró en la creación de la Société des Artistes Indépendants, de la que en 1903 fue vicepresidente y en 1909 presidente. En 1886 participó en la IX Exposición de los Impresionistas junto a Degas, Pisarro, Gauguin y Seurat. Como teórico de la pintura publicó en 1899 la obra De Eugène Delacroix al neoimpresionismo, que era una defensa de los procedimientos técnicos adoptados por los pintores postimpresionistas, sobre todo su énfasis en el color y la luminosidad.
Tras la muerte de Seurat se trasladó a Saint-Tropez, al sur de Francia con su familia, donde vivió hasta 1911 pintando los paisajes de la región. Signac fue conocido también por su afición a los viajes por mar y en varios de estos conoció gran parte de las costas y ciudades del Mediterráneo. Poco a poco su técnica fue evolucionando hasta ir dejando atrás las reglas del puntillismo y concentrándose cada vez más en los valores lumínicos de sus trabajos.
A partir de 1913 empezó largas estancias en Antibes, donde montó finalmente su estudio y siguió trabajando en sus lumínicas pinturas inspiradas en este lugar, pero manteniendo también un estudio en París, donde trabajaba durante algunas temporadas del año. Falleció en esta ciudad en 1935 y su cuerpo fue enterrado en el Cementerio de Père-Lachaise.
Paul Cézanne, «Bodegón con manzanas y naranjas». Óleo sobre tela, 1895
Julián González Gómez
Cézanne es uno de esos creadores que establecen una transición entre un modelo artístico que está dando sus últimos pasos y una nueva tradición que se avizora en el horizonte. Su obra es fundamental para entender los cambios que sufrió la pintura desde los inicios del impresionismo hasta el arte de las vanguardias a principios del siglo XX. Sin embargo, en vida fue un artista ignorado por el público y la crítica, tan solo apreciado por un pequeño grupo de pintores y conocedores que tenían a su obra altamente considerada por su innovación y genialidad.
La vida de Cézanne no fue fácil y tuvo que sufrir innumerables desprecios e indiferencia por parte de aquellos que no fueron capaces de entender el alcance de su pintura. Perteneció a esa generación de artistas que se atrevieron a romper con las normas establecidas y las escuelas en boga y era tal su individualidad e independencia que ni siquiera el impresionismo logró seducirlo, haciéndolo buscar otras rutas de expresión. Vivió sujeto a fuertes tensiones entre diversos aspectos de su vida, casi todos ellos relacionados con su situación familiar y las relaciones con su mujer e hijo, buscando siempre la soledad que necesitaba para trabajar en su obra. Era en esencia un pintor realista que buscaba la representación objetiva de las cosas sin recurrir a los trucos habituales que empleaban los academicistas. Le interesaban sobre todo las cualidades formales de los objetos, personas y paisajes, por lo que nunca le atrajo el impresionismo y su énfasis en la luz y la atmósfera, concentrándose más bien en fijar en sus telas los planos, los pliegues y las aristas que le daban su forma a lo representado. Para Cézanne los cuadros debían construirse en base al estudio detallado de la configuración de los elementos representados. Al final de su carrera llegó a alcanzar una síntesis formal tal que sus representaciones se reducían a las meras configuraciones geométricas de los elementos, con lo cual abrió una vía de experimentación que luego sería reanudada por la pintura del siglo XX y por lo cual se le considera el padre de la pintura moderna.
Paul Cézanne nació en Aix-en-Provence, en el sur de Francia en 1839. Era hijo de un rico banquero de la localidad, por lo que recibió la mejor educación en su ciudad y se esperaba de él que siguiera la profesión de su padre. Pero desde muy joven sintió inclinaciones por la pintura, lo cual le hizo inscribirse en una academia para estudiar arte, lo cual no gustó mucho a su familia, pero aun así le permitieron que siguiese su formación, convencidos que debía ser sólo una fase de rebeldía debida a su juventud. Mientras tanto, realizó sus estudios de secundaria en el Colegio Bourbon, donde conoció al que sería con los años un famoso escritor, Emile Zola. La amistad entre Cézanne y Zola perduró durante muchos años, al grado que se influyeron mutuamente en su quehacer creativo, pero terminó bruscamente después de que Zola publicara en 1886 su novela La obra, en la cual el protagonista era un pintor fracasado y Cézanne consideró que se refería a él. Después del colegio y por obligación de su padre se inscribió en la Facultad de Derecho para estudiar abogacía, pero al cabo de un tiempo abandonó los estudios y se marchó a París con una ayuda financiera de su madre.
En París se inscribió en la Academia Suiza, donde conoció a Camille Pisarro, con quien mantuvo una larga amistad y siempre lo consideró su maestro; además, en esta época visitó con frecuencia el Louvre para empaparse de la pintura de los maestros de la antigüedad. Un tiempo después fracasó en los exámenes de admisión de la Academia de Bellas Artes y esto le hizo regresar a Aix-en-Provence, donde empezó a trabajar en el banco de su padre, pero en 1862 decidió regresar a París para dedicarse definitivamente al arte. Se volvió a inscribir en la Academia Suiza y reinició su relación con Pisarro, de quien aprendió la transgresión de las normas académicas, haciendo que su pintura fuese cada vez más ligera y libre. En 1864 presentó un cuadro al Salón oficial de París, pero fue rechazado, situación que se repetiría durante varios años, lo que le creó un fuerte resquemor ante toda instancia académica. De todos modos, Cézanne se empeñó en seguir presentando sus obras en los salones oficiales casi hasta el final de sus días, como si necesitase desesperadamente del reconocimiento oficial.
En 1869 conoció a la modelo Hortense Fiquet, con quien se trasladó a vivir a la localidad de L´Estaque, donde pintó durante un tiempo. Luego tendría un hijo con ella y finalmente se casarían, pese a la oposición de su familia. En esos años entró al círculo de los pintores que luego serían llamados impresionistas y su paleta se hizo más luminosa por su influencia. En 1874 expuso en el salón alternativo en la primera exposición de los impresionistas, aunque su postura era distinta a la de sus compañeros, por lo que no volvió a exponer con ellos en el siguiente salón, aunque sí lo hizo en el tercero, para después abandonar definitivamente esta tendencia. En 1878 se estableció casi permanentemente en Provenza, donde desarrolló su experimentación pictórica y consolidó el estilo que después le caracterizaría por siempre. En 1886 falleció su padre y merced a la herencia que recibió pudo por fin alcanzar la independencia económica, lo que le permitió por fin no depender de los escasos encargos y dedicarse a pintar libremente por su cuenta, viviendo en un aislamiento casi total. En 1895 el marchante Ambroise Vollard organizó una exposición de la obra de Cézanne con el apoyo de otros pintores como Pisarro, Monet y Renoir, la cual fue bien recibida por la crítica y esto le abrió la posibilidad de exponer en el Salón de los Independientes en 1899 también con éxito. En 1904 el Salón de Otoño de París le reservó una sala entera para que expusiera sus obras, que así fueron conocidas por el público y por los jóvenes artistas que quedaron fuertemente impresionados, en lo que se considera un momento trascendental para el devenir de las posteriores vanguardias. Dos años después, en 1906, Cézanne pintaba al aire libre y entonces empezó a caer una fuerte lluvia y se empapó, desmayándose. Pocos días después murió en su casa, víctima de la neumonía que contrajo.
La obra que aquí se presenta, pintada en 1895 y retocada varias veces después, constituye una perfecta muestra del gusto de Cézanne por la representación sintética y angulosa de los objetos. Aunque la luminosidad del colorido es lo primero que nos llama la atención de este cuadro gracias a sus armoniosas combinaciones cromáticas, cuando lo observamos con más detenimiento podemos darnos cuenta de que aquí lo verdaderamente importante es la construcción de las figuras mediante el empleo de los componentes geométricos que determinan sus cualidades formales. La luz es un elemento accesorio, siendo solo el ingrediente que apoya la propia arquitectura del cuadro y no su definidor. Es notable la geometría altamente compleja del paño blanco que contrasta notablemente con los simplísimos volúmenes de las frutas, repitiéndose en los paños estampados de grueso diseño que se convierten así en una especie de maraña de una enorme riqueza volumétrica. Una sublime obra maestra de uno de los más grandes pintores que ha dado la modernidad.