Epistolario 1512-1527. Nicolás Maquiavelo.

Confesiones de un devorador de libros…

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

– I –

Allá, a finales de los años 80 y principios de los 90, en una televisión que apenas tenía 13 opciones de canales, llenas a la mitad para elegir, había una serie que se llamaba “The Making of…”, que desvelaba las maravillas de los efectos especiales de las mejores películas del momento. Así, mis contemporáneos y yo pudimos ver cómo la batalla de los Ewoks y los rebeldes en contra de las tropas imperiales en El retorno del Jedi, fue en realidad una maqueta magníficamente ejecutada en la que muñecos a escala representaban los combates, con choques espectaculares y explosiones incluidas; o cómo una maqueta fue en realidad la que rompe con la barrera del tiempo/espacio en vez de un Delorian real en Volver al futuro. ¡Claro! Notarán que era una época en la que los títulos de las películas se traducían, no siempre con resultados afortunados. Vimos en la pantalla chica cómo se hizo Indiana Jones y el Arca Perdida, o La Joya del Nilo también.

Traigo a colación estos recuerdos remotos sin cable y sin Netflix (¡horror de horrores, cuasi prehistóricos tiempos!), porque la recopilación epistolar que de Nicolás Maquiavelo realizó Stella Mastrangelo y publicó el Fondo de Cultura Económica en su serie negra de historia, es una especie de “The making of El Príncipe”. Es increíble pensar que hace mucho, mucho tiempo, hubo un mundo sin la obra capital del pensador florentino, tan manoseada como incomprendida, como mal citada.

No recuerdo cuándo hice mi primer intento de leer esta obra, pero sí recuerdo que fue en la versión que publicó la editorial Austral, en su serie amarilla de pensamiento político, esa en la que la constelación de Capricornio está representada por un carnero con cola de pez, que en su momento le sugirió al dueño de la editorial el mismísimo Jorge Luis Borges, y que hasta la fecha se sigue reinventando y editando obras de magnífica calidad. En la edición que menciono, El Príncipe venía comentado por el mismísimo Napoleón Bonaparte y por la reina Cristina de Suecia. Cito a la segunda con duda, pues no tengo el ejemplar en mis manos, perdido irremisiblemente en la niebla de las mudanzas domiciliares. Desde entonces he leído el pensamiento de Maquiavelo en otras ediciones y empezado a comprenderlo a raíz y gracias infinitas al curso de Historia del Pensamiento Político que recibí del admirado profesor Glenn Cox, quien de propina me dejó para la vida la otra obra capital del florentino, Discursos sobre la primera década de Tito Livio.

– II –

El esfuerzo de Mastrangelo no solo es de traducir, editar y elaborar las notas al texto del hermoso epistolario, sino también una útil introducción, breve y precisa en lo que la editora desea puntualizar de la obra de Maquiavelo, además de unas útiles aclaraciones (sobre la hora, el calendario y el dinero en la época del pensador), amén de una exhaustiva cronología, en paralelo con la historia italiana, para que uno no se pierda en las múltiples referencias contemporáneas que desgrana Maquiavelo a lo largo de sus cartas y unos útiles mapas para comprender la complejísima situación política en la que se encontraba sumergida la península italiana en la época. Es un esfuerzo intelectual sublime el realizado por la editora, de entregarnos un volumen sólido, hermosamente editado con la calidad acostumbrada del FCE, pero sobre todo, con el aparato crítico y académico necesario para gozarse cada una de las líneas que contiene.

El prologuista nos informa que Maquiavelo escribió su manual de ciencia política durante 1513, pero que este no se publicaría sino hasta 1527, después de la muerte de su autor. Mastrangelo complementa: “…quien entregó a los editores, después de la muerte del autor, los originales de El Príncipe, los Discursos sobre la primera década de Tito Livio y las Historias florentinas fue Giovanni di Taddeo Gaddi, florentino nacido en 1493 y muerto en 1542, que fue clérigo de cámara apostólica, rico, humanista, mecenas y poseedor de una espléndida biblioteca…”, Gaddi, sin embargo, comenta la editora, no aparece nunca citado en las obras de Maquiavelo, y apenas existe un documento que los relacione: cuando Antonio Blado, primer editor de la obra del florentino afirmara que Gaddi fuera gran amigo de Maquiavelo. De esa forma minuciosa, la editora va guiándonos por la lectura, con abundantes notas y extensas explicaciones y necesarias contextualizaciones, pero con tal carga de academicismo objetivo que nunca pretende pelear lugar con Maquiavelo. Todo lo contrario, enriquece la experiencia de la lectura, cosa que no siempre logran los glosadores de ciertas obras. La carga académica y el amor por el detalle minucioso me recordaron a las dolorosamente escasas publicaciones que dejara el admirado historiador Ramiro Ordóñez Jonama, quien en sus notas al pie o sus dos tomos de la Bibliografía Genealógica, derrocha un conocimiento histórico sin pretensiones, guiando al lector sin perderlo en el rumbo.

Para ubicar intelectualmente a Nicolás Maquiavelo, en su cronología encontramos: “…1469… En el medio siglo anterior se había terminado en la ciudad la cúpula de Santa María del Fiore, donde en 1468 el eminente físico y astrónomo Paolo del Pozzo Toscanelli había instalado su famoso gnomon –primer instrumento astronómico utilizado en Europa–  con el que realizó importantes observaciones del movimiento aparente del sol y la oblicuidad de la eclíptica, mucho más exactas que todas las anteriores…”, así como que en 1471 aparecen los primeros libros impresos en Florencia, tres obras de Leon Batista Alberti, y el orfebre Bernardo Cennini, “…estaba fundiendo los delicados tipos romanos con que compuso el magnífico in folio con el comentario de Servio a la obra de Virgilio…”.

– III –

La primer carta está fechada en 1512, cuando Maquiavelo es comisionado a Pisa, para defender a la ciudad. A partir de esta epístola, dirigida a “una dama noble”, vamos a acompañar al florentino no solo por sus viajes por el centro de Europa, sino que iremos conociendo a sus corresponsales, mujeres, amigos, embajadores, familiares y amantes. Llama la atención que en su puño siempre se usa el mismo tono cómplice con quien se cartea, apenas es más solemne cuando trata temas oficiales. La única excepción es cuando aborda la situación política italiana y realiza sus análisis; son las partes más densas de su correspondencia, pero podemos atestiguar cómo sus ideas políticas van surgiendo y consolidándose a partir de situaciones o hechos que desfilan ante sus ojos, lo que nos permite hacernos un retrato de un hombre atento a su tiempo y los sucesos, con una gran capacidad de síntesis y una abrumadora objetividad para trasladar in abstracto, a frases teóricas, los grandes sucesos del choque de la historia que atestigua. Pero no es una experiencia traumática, a diferencia de otros autores que no soportan la vista de la realidad, la soledad del hombre frente a la historia, sino que para él es un gozo: “Así vamos pasando el tiempo entre estas universales felicidades, gozando este resto de vida, que me parece soñarla…”.

Resalta el tono intimista que adopta cuando le escribe a su colega y amigo, Franceso Vettori, al que cariñosamente llama “compadre”, como los buenos amigos de la Guatemala rural de hoy, que se llaman así más como muestra de cariño fraternal que como un verdadero lazo religioso. Con Vettori, que era colega suyo de la Cancillería florentina, las plabras nos suenan más relajadas, más personales, hay más referencias a la vida cotidiana, a los problemas económicos, incluso a las decepciones de la vida profesional. “Excúseme el estar yo con el ánimo ajeno a todas estas pláticas, como lo prueba el haberme venido a la quinta y alejado de todo rostro humano, y el no saber las cosas que suceden alrededor, de modo que tengo que discurrir a oscuras, y he fundado todo en los avisos que vos me dais…”, porque Vettori no solo es su amigo, sino un cómplice intelectual que lo interroga y pide su opinión y lo pone a pensar. Su papel es sumamente activo en esta correspondencia, es el hombre que pese a los ires y venires de su compadre, no lo deja apartarse de la vida política de su ciudad, completamente consciente de que su amigo no vive si no es para Florencia y la política, con todos sus riegos, como cuando le relata a otro colega, Juan Vernacci: “…antes más bien un milagro que esté yo vivo, porque me han quitado el cargo y he estado por perder la vida, la cual Dios y mi inocencia me han salvado; todos los demás males, de prisión y otros, los he soportado…”, Maquiavelo es acusado de traición y puesto en prisión y torturado en consecuencia, en 1513.

Sin embargo, pese a la azarosa vida de nuestro pensador, vemos que el tono de las cartas no es el de un hombre amargado. Encuentra espacio para enamorarse y lanzar al viento una que otra epístola amorosa, y a tramos se refugia en la vida familiar, que crecerá con 4 o 5 hijos, a la que llamará cariñosamente “su brigada”, incluyendo a Juan Vernacci, a quien adopta como hijo, dedicándole hermosas cartas de un padre amoroso aconsejándolo (“Y cuando hayas terminado tus asuntos y regreses, mi casa estará siempre a tus órdenes, como lo ha estado en el pasado, aunque pobre y desdichada…”). Pero nada lo separa de la reflexión política, y podemos ir atestiguando cómo en las líneas de sus cartas van sonando ciertas frases con cierto retintín a eternidad, como cuando escribe: “… en los hombres y máxime en las repúblicas, y veréis que a los hombres primero les basta con poder defenderse a sí mismos y no ser dominados por otros, y de eso ascienden después a ofender y querer dominar a otros…”.

Puestos a elegir, y sin pretender en ningún momento ser un espoiler, la carta más hermosa a mi juicio de toda la recopilación es la número 23, dirigida, cómo no, a su compadre Francisco Vettori, a la sazón enviado como embajador a Roma. Es una larga carta escrita con un ritmo suave, como el de una canción, en la que le relata con minucioso detalle la rutina a que se ha entregado en el exilio de su finca cerca de Florencia, pero lo suficientemente lejos para que no se pueda inmiscuir en política, castigo que sufre en dosis de minuto el gran pensador florentino. 

“Abandonado el bosque, me voy a una fuente, y de ahí a un terreno donde tengo tendidas mis redes para pájaros. Llevo un libro conmigo, Dante o Petrarca o alguno de esos poetas menores, como Tibulo, Ovidio y otros: leo sus pasiones amorosas y sus amores, me acuerdo de los míos, y me deleito un buen rato en esos pensamientos. Me traslado después a la vera del camino a la hostería, hablo con los que pasan, les pido noticias de sus pueblos, oigo diversas cosas y noto diversas fantasías de los hombres. Llega en esto la hora de comer, en que con mi brigada me nutro con los manjares que esta pobre quinta y este parco patrimonio comportan. Después de comer regreso a la hostería; ahí esté el hostero, y habitualmente un carnicero, un molinero y dos panaderos. Con estos me encanallo todo el día jugando cricca, trictrac y poi, de lo cual nacen mil conflictos e infinitos incidentes de palabras injuriosas, que las más de las veces se apuestan un cobre y sin embargo los gritos se oyen desde San Casiano…”.

Y cuando llega la noche, se encierra en la soledad de su estudio, para dialogar con los grandes:

“… donde no me averguenzo de hablar con ellos y preguntarles por la razón de sus acciones, y ellos por su humanidad me responden y no siento por cuatro horas de tiempo molestia alguna, olvido todo afán, no temo a la pobreza, no me asusta la muerte: todo me transfiere a ellos. Y como dice Dante que no hay ciencia sin el retener lo que se ha entendido, he anotado todo aquello de que por la conversación con ellos he hecho capital, y he compuesto un opúsculo De principatibus…”.

Las cartas 27, 28 y 29 son dos documentos hermosos en los que el pensador italiano se nos presenta en toda su humanidad, perdida por tanto bronce y tanta tinta con la que se le ha ido recubriendo en 500 años de estudio de sus escritos. Son dos cartas en las que se enfrasca con su amigo Vettori, su compadre, en reflexiones a propósito del amor, resultando un retrato del amor en el Renacimiento que bien vale leer y releer. Llenas ambas cartas (invitación, réplica y dúplica) de hermosas frases y de un intento mutuo de estimular la razón sobre un tema tan azaroso como escurridizo puede serlo el amor: “…Quitad pues la albarda, quitadle el freno, cerrad los ojos y decid: Haz tú amor, guíame tú, condúceme tú: si salgo bien, tuyas sean las alabanzas; si mal, tuyo sea el vituperio: yo soy tu siervo: no puedes ganar nada más con maltratarme, antes pierdes, maltratando lo tuyo…”.

La virtud principal del esfuerzo de Mastrangelo es que nos presenta al complejo Maquiavelo en toda su humanidad. Al serio y sesudo pensador político, a ese padre y hermano amoroso, al buen amigo, al enamorado y sobre todo a ese profundo conocedor de la naturaleza humana. Entre carta y carta su figura va tomando volumen, carne y sangre, hasta casi conformar una presencia, en el buen sentido intelectual claro, no es cosa de jugar ouija, por supuesto. Es un hombre dado a hablar (escribir) abiertamente, que no rehúye dar consejos a quien se los pide, como cuando citando a un paisano, incita a su amigo Vettori: “…porque yo creo, creí y creeré siempre que es verdad lo que dice Bocaccio: que es mejor hacer y arrepentirse, que no hacer y arrepentirse”, que es la versión renacentista de la moderna conseja que dice que es mejor pedir perdón que pedir permiso.

En la carta 37, ya para ir cerrando esta entusiasta recomendación, Maquiavelo se nos descubre como un escritor puro, que no teme afrontar el tema que sea y trasladarlo a los signos de la palabra. Es un momento profundamente humano de este hombre que ha vivido dolores, frustraciones y esperanzas, es el momento en que descubre el amor:

“…estándome en la quinta, he conocido a una criatura tan gentil, tan delicada, tan noble, por naturaleza y por accidentes, que no podría yo tanto alabarla, ni tanto amarla, que no mereciese más. Habría que decir, como vos a mí, los principios de este Amor, con qué redes me atrapó, donde las tendió, de qué calidad fueron; y veríais que fueron redes de oro, tendidas entre flores, tejidas por Venus y tan suaves y gentiles que aun cuando un corazón villano hubiera podido romperlas, yo no quise, y me gocé en ellas un rato, tanto que los hilos tiernos se han vuelto duros, y enclavijado con nudos irresolubles. Y no creáis que utilizó el Amor para cazarme de modos ordinarios, porque conociendo que no le habrían bastado, usó vías extraordinarias, de las cuales yo no supe ni quise guardarme…”.

 

¡Ah, el amor! Ese sentimiento que hace del más serio pensador un hombre cursi y meloso… lejos del hombre sumergido en la política italiana del momento que nos retrató Marcel Brion o de ese intrigante de inteligencia tan vasta como su cultura que nos delinearon sus otros biógrafos Maurizio Viroli (La sonrisa de Maquiavelo) o Sebastián de Grazia (Maquiavelo en el infierno), que me han acompañado expectantes durante esta reseña en mi mesa de trabajo, Maquiavelo, por propia mano se dibuja tal cual, desnudo ante el embate de las pasiones humanas. Quién diría que el mismo que escribió: “…el que ayuda a otro a hacerse poderoso causa su propia ruina…”, tan aferrado a la realidad y al raciocinio, sea el mismo hombre que en la bruma de los sentimientos más nobles y hermosos escribiera también: “…Y son las que me ha puesto cadenas tan fuertes, que en todo desespero de la libertad y ni siquiera puedo pensar en cómo habré de desencadenarme: que aún cuando la suerte o cualquier artificio humano me abriesen un camino para salir de ellas, por ventura no querría entrar por él, tanto que parecen ya dulces, ya ligeras, ya graves esas cadenas, y todo se mezcla de modo que juzgo no poder vivir contento sin esta calidad de vida…”.

Afortunadamente contamos con la carta 126, de Jacobo de Felipe a Nicolás Maquiavelo, del 5 de agosto de 1526, en que nos deja un regalo de información:

“…Por lo cual apenas recibí la vuestra fui a ver a dicha Barbera, y ya os había escrito, y creo la habéis recibido; y no pude contenerme de decirle una sarta de villanías, de modo que me respondió que se maravillaba de mí, y que no había hombre a quien estimase más y de quien estuviese más a las órdenes, pero que bien os hacía alguna travesura para ver si vos la amabais. Y desearía que estuvieseis cuanto antes en Florencia, porque cuando vos estáis ahí le parece dormir con vuestros ojos…”.

Maquiavelo era correspondido en el amor, y Barbera no se quedaba atrás a la hora de construir hermosas frases también.

Este Espistolario es una delicia de pasta a pasta, nos hace un viaje al pasado del que cuesta desprendernos y del que nos separamos nostálgicos, pero definitivamente con otra visión del denostado Nicolás Maquiavelo, quien a partir de leer sus cartas nos parece que estamos listos para regresar a sus reflexiones políticas, para compenderlo mucho, mucho mejor.


Las maravillas del género epistolar

Confesiones de un devorador de libros…

 

Rodrigo Fernández Ordóñez

 

Dentro de los géneros literarios, hay pocos que nos permiten una verdadera intimidad con sus autores como los diarios y las cartas. Los diarios algunas veces eran llevados libremente, acumulando ideas, visiones, sueños, digresiones, datos interesantes o curiosos, pero tienen la desventaja de que muchos eran llevados con la consciente intención de ser publicados posteriormente. Mientras para algunos era una herramienta para recordar ciertos hechos o situaciones en el futuro, como una especie de apuntalamiento de la memoria, -como la mayoría de los diarios decimonónicos-, otros ya eran concienzudamente armados y estructurados para ser “publicables”, lo que es en absoluto censurable, pero si les resta inmediatez, espontaneidad. En el primer caso encontramos los diarios de muchos escritores, en los que asoma en verdad la mente atormentada o insegura; se me viene a la mente los diarios de Dostoyevski, publicados hace no mucho tiempo por el fondo de cultura económica. Y en el segundo grupo, ese del diario prediseñado con la intención de ser publicado, se me viene como un buen ejemplo Anais Nin.

El otro género literario dado a la intimidad es el epistolar. Por excelencia, el medio de asomarnos a las mentes geniales que en un instrumento tan banal como una carta, descargaban todo su interior y se mostraban –en la mayoría de los casos–, tal como eran. Claro que eso era antes de la era del correo electrónico y del chat de los teléfonos, medios que han hecho completamente innecesario que nos sentemos frente a una hoja de papel para relatarle nuestros pensamientos más íntimos, nuestros miedos o nuestras necesidades más inmediatas a un prójimo dispuesto a leernos.

Creo que habrá pocas ocasiones en que nos encontremos con un volumen epistolar en el que las cartas hayan sido prediseñadas para ser publicadas en algún momento futuro, por la sencilla razón de que las cartas eran un medio de comunicación utilitario, considerado como los periódicos, como destinados a morir al momento de ser leídos. Es cierto que muchísima gente atesoraba las cartas recibidas o las copias enviadas, pero más por motivos sentimentales que por incentivar intenciones editoriales. Así, en las cartas tenemos a la mano un roce íntimo con su autor, del que en algunas ocasiones, podríamos jurar que cuando lo leemos, escuchamos el suave rumor de la pluma cuando rasca el papel dejando sus trazos de tinta. Es, en esencia, una experiencia intimista como toda buena lectura.

 

-II-

En algunas ocasiones, el género epistolar fue considerado como de mal gusto. Casi una lectura folletinesca, como los programas de escándalos de artistas de la televisión. Me atrevería a decir que en todo caso, siempre será más delicioso y gratificante leer una carta de George Sand que una de Laura Bozo. En otras ocasiones, en la medida en que se impuso el buen gusto de editar las cartas con criterios de calidad y contenido de información, como principal motivo para hacerlo, el género ganó adeptos. De allí que en un paseo por cualquier librería, ya sea en Ciudad de Guatemala, o Quito en Ecuador, uno pueda siempre encontrar algún volumen interesante sobre vidas pasadas o remotas, que dejaron fijados ciertos momentos de su intimidad en sus cartas.

Leer estas cartas resulta revelador. Ya alejados de esa pecaminosa sensación del voyeur que se asoma a la intimidad de encajes y sedas por medio de los volúmenes epistolares, parece que logramos entablar un diálogo de menor distancia con su autor. Casi parece, dependiendo de la virtud del autor, que nos platican más que leerlos. Otros rompen esa imagen mítica con su discurso enérgico, apasionado, que uno no puede leer –con independencia de que sea creyente o no–, a San Pablo sin emocionarse por la repentina inmediatez que adquiere cuando empezando la Epístola a los Romanos informa: “…Quiero que sepan, hermanos, que muchas veces me propuse ir a visitarlos para cosechar entre ustedes algún fruto, como entre los demás pueblos; pero hasta ahora me he visto impedido. Yo me debo tanto a los griegos como a los que no lo son, a los sabios como a los ignorantes…”. Porque en los fragmentos litúrgicos del cristianismo hemos recortado estos hermosos textos de forma que sean utilitarios, pedagógicos, pero no textos literarios. Para ello es necesario respetar su integralidad, para que no pierdan la esencia humana del que sostuvo la pluma y realizó los trazos de la palabra; por ejemplo, la hermosa epístola de Martín Lutero en la que cuenta que la iluminación de la Reforma le vino de forma repentina, cuando con intenciones de preparar una disertación, leyendo en la cloaca se topa con la frase que desencadenó todo: “El justo por su fe vivirá”. Si le quitamos las circunstancias de la lectura de la Biblia, perdemos la esencia de ese doctor en teología que se llevaba con toda familiaridad el texto divino para consultarlo en todas partes, incluso al baño.[1]

En otros casos, las cartas nos acercan a ese personaje histórico, convertido en estatua de mármol y nos confronta con su vida íntima, como el caso excepcional de la larga relación epistolar de John Adams con su genial esposa Abigail, cartas en las cuales sentimos que estamos ingresando a un círculo de confianza, como esa hermosa carta recogida por Joseph J. Ellis, en la que le reclama que cuando novios, John se atrevía a mirarle las pantorrillas con descaro, “…since a gentleman has no business to concern himself with the leggs of a lady”[2] o ese momento hermoso cuando justo antes de la boda le escribe a su prometido, luego que ha despachado su equipaje a la granja de Adams en Braintree, Massachussets: “And then Sir, if you please, you may take me.” Pero en el caso de esta pareja, no solo hay amor en sus cartas, sino mucha política, y dice muchísimo de la capacidad intelectual de Abigail las cartas con sus consejos políticos que dirige también a su amigo Thomas Jefferson o incluso a George Washington.

Otras cartas son puro goce, como el maravilloso intercambio entre Anais Nin y Henry Miller, esos amantes tormentosos, (“…Ponte aquel traje precioso que llevabas la primera vez que viniste a Clichy. Quiero ver la blancura de tu carne en contraste con él. Quiero cometer excesos…”[3]), sobre todo cuando alguno de ellos se encuentra de viaje; “…La otra noche pasé por delante de un hotel que se llamaba como mi vino favorito [Anjou]; el letrero luminoso arrojaba sobre las ventanas un extraño resplandor rojo, y cuando miré hacia arriba vi a una mujer apartando las cortinas. Me imaginé que tendría un extraño nombre extranjero. Como ves me estoy volviendo delicado”. Como ambos son escritores con grandes ambiciones, este intercambio es por decirlo de alguna forma prosaica, de altos kilates. Las cartas de Miller como las de Anais están bien escritas, lo que no les resta intimidad, y como muchas de ellas fueron escritas cuando estaban recorriendo la Provenza o Corfú, el diálogo suele estar lleno de referencias maravillosas a los paisajes, a la luz, al olor del mar o los bosques. Uno de los pasajes más hermosos que he leído en mi carrera de lector profesional, corresponde a una carta de Anais, en un viaje por el sur de Francia, en el que describe a Miller un momento tan sencillo como maravilloso, tan cotidiano que es perfecto, cuando lo describe ella:

“Ayer había en la carretera un hombre empujando una carretilla. Con un barril lleno de líquido turquesa. Con un pulverizador, fumigaba las vides, que se volvían de un tono azulado-malva-verdoso. Hermoso. También fumiga las fachadas de las casas, dicho sea de paso, cuando hay vides en la entrada. El insecticida le salpica, de manera que su gorra está coloreada de turquesa, lo mismo que los hombros, su cuello y sus manos. ¡Turquesa! ¿Puedes imaginar el placer de tropezar con este hombre coloreado de turquesa, con un barril rebosante de este color, y una carretilla manchada del mismo color? ¡Un hombre que se ocupa de pintar el mundo!…”[4]

 

Ahora bien, el torrente narrativo de estos dos autores, supera el carácter utilitario del que solemos atribuirle a las cartas y se vuelve un medio para intercambiar las más profundas reflexiones, como cuando Miller se explaya en una meditación acerca de la soledad, “… A veces uno se pone enfermo únicamente para estar solo durante un tiempo. Es una forma que tiene el cuerpo de vencer a la mente. Existen problemas que la mente francamente no puede resolver. Y nos sentimos torturados e impotentes y nos derrumbamos. Caemos enfermos, decimos. De acuerdo. Nos acostamos y, allí tumbados, sin hacer nada, rendidos a los problemas insolubles, poco a poco obtenemos una nueva visión de las cosas. Sucumbimos a ciertas cosas inevitables que no tenemos el coraje de arrostrar mientras permanecemos de pie y utilizamos ese condenado instrumento, la mente. Respeto eso. Hay veces que nadie quiere ayudarnos, ni siquiera la persona que amamos. Tenemos que estar solos. Tenemos que estar enfermos, y sumirnos en nuestra enfermedad. Nuestras almas lo necesitan…”[5]

Hay otros intercambios que exudan poesía. El mejor ejemplo que he encontrado es el interesante volumen que recoge las cartas que se cruzaba el poeta Jaime Sabines y su esposa Josefa Rodríguez, a la que cariñosamente llamaba Chepita. El ejercicio epistolar de este gigante literario, pone en evidencia su genialidad como escritor, pues pasa de los comentarios más cotidianos a insertarle poemas, como una carta firmada en noviembre de 1947, en la que le escribe el poema Nocturno.[6]

Para ir terminando el ejercicio, sin rematarlo, porque quisiéramos regresar a él para seguir recomendando lecturas, hay también cartas atormentadamente hermosas, como las que el malogrado pintor Van Gogh le remitía a su hermano Théo, en las que pasa de la alegría a la melancolía a un párrafo de distancia, como esta de abril de 1889: “Me encuentro muy bien desde hace unos días, salvo un cierto fondo de vaga tristeza difícil de definir –pero en fin– más bien he cobrado fuerza físicamente, en lugar de perderlas, y trabajo. Tengo justamente sobre el caballete un vergel de melocotones al borde de un camino, con los pequeños Alpes al fondo. Parece que en el Figaro ha salido un buen artículo sobre Monet (…) Felizmente, el tiempo es bueno y el sol radiante; y la gente de aquí no tarda en olvidar momentáneamente todas sus penas y entonces resplandece de animación y de ilusiones…”[7]

[1] Lucien Febvre. Martín Lutero, un destino. Fondo de Cultura Económica, México: 2013. Página 57.

[2] Joseph J. Ellis. First Family. Alfred A. Knopf. New York: 2010. Página 6.

[3] Anais Nin y Henry Miller. Una pasión literaria. Correspondencia (1932-1953). Ediciones Siruela, España: 2003. Página 64.

[4] Op. Cit. Página 189.

[5] Op. Cit. Página 164.

[6] Jaime Sabines. Los amorosos. Cartas a Chepita. Booket, México: 2009. Página 40.

[7] Vincent Van Gogh. Cartas a Théo. Editorial Norma. Colombia: 1995. Página 313.


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