Julián González Gómez
La antigua Grecia (quinta parte)
Aunque nunca se ocupó directamente de los problemas relacionados con las ideas sobre el arte, Platón sí los trata parcialmente en La república y las leyes. De acuerdo a lo afirmado en el escrito anterior, las ideas de Platón acerca del arte y la representación establecen que su apreciación no provoca más que una ilusión, engañosa y no veraz sobre lo que es la realidad del mundo. Entonces, la Aísthesis, es decir, la percepción, no basta por sí sola para proveernos de las herramientas necesarias para procurarnos del verdadero conocimiento.

Kouros primitivo, s. VIII a. C.
Sin embargo, el filósofo sí se ocupó de las características de la belleza en sí misma y también en lo referente a su apreciación a través de la representación. Pretendía alcanzar una interpretación objetiva de lo bello, o más bien, de lo que la belleza es en sí misma, la idea “pura” de la belleza. Belleza y placer no eran equiparables según sus ideas, por lo que la belleza no se limita a los objetos sensibles, sino que es una propiedad objetiva de las cosas que son bellas por sí mismas. En El banquete se refirió a la belleza como algo por lo que vale la pena vivir, por lo que su interés en este campo se refiere más bien a aquellos aspectos éticos de la belleza. Platón equiparaba la belleza a la verdad y a la bondad, sin elevarla por encima de ellas. En otro diálogo, el Hipias, Platón consideró cinco definiciones de lo bello: lo conveniente, lo útil, lo que sirve para lograr lo bueno, lo que da placer a la vista y oídos, y la grata utilidad. Platón aceptó la definición de su maestro Sócrates de que lo bello es lo conveniente, lo que es apto para su fin; pero somete esta definición a dos objeciones: primero, lo que es adecuado puede llegar a ser un medio para lograr lo bueno, pero no constituye lo bueno en sí mismo, mientras que lo bello siempre es bueno, y la segunda es que entre los objetos y formas hermosas algunos los apreciamos por su utilidad, pero otros los valoramos en sí mismos, y a estos últimos, la definición de Sócrates les resulta insuficiente.
El sentido de lo bello es algo innato y no un efímero sentimiento de placer. En otras palabras, no todo lo que nos gusta resulta bello de verdad, sino que a veces sólo lo aparenta; tal es el caso de las representaciones artísticas. Platón asume y amplía la concepción pitagórica de la belleza, basada en el orden, la proporción y la armonía (aspectos que se definen fundamentalmente por la matemática y su derivada: la geometría), donde la medida es el elemento fundamental. Pitágoras diferenciaba lo que él llamaba el “buen arte”, que estaba basado en la medida, del “mal arte”, que se apoyaba en las reacciones sensoriales y emotivas. Pero para Platón la belleza no se puede limitar a los cuerpos, sino que es una propiedad de las almas y las ideas. Si, por ventura, los cuerpos y las almas son bellos, es porque son semejantes a las ideas y el grado de belleza de las cosas depende de su mayor o menor distancia respecto a la idea de lo bello. Estas ideas tuvieron una importancia fundamental en las artes de la Edad Media y posteriormente en el Renacimiento, como vamos a ver más adelante. Sobre el concepto pitagórico de la medida, Platón prefiere utilizar el término Justedad, que se refiere a lo oportuno, acertado, conveniente y sin desviaciones hacia los extremos. Cálculo y medida garantizan la justedad y se manifiesta en la disposición adecuada de los elementos de una obra, su orden interno y la conveniencia entre las partes y el todo, en otras palabras, lo que se conoce como Simetría.

Kouros de Anavyssos, s. VI a. C.
Si bien Platón mantenía la idea generalizada entre los griegos de su tiempo, en el sentido de que las obras propias de la representación eran apropiadas y hermosas si estaban producidas con habilidad (Techne) y tenían algún fin, no veía vínculo alguno que las uniera con la belleza, tal y como él la concebía. En la época de Platón el arte había alcanzado un esplendor y virtud representativas de muy altas cotas, tanto en la pintura, como también en la escultura y la arquitectura, mediante la representación naturalista e idealizada de la realidad, haciendo patente el concepto de la Mímesis, la imitación de la naturaleza. Platón entendía la Mímesis como la reproducción del aspecto de las cosas y creía que el pintor o el escultor, al imitar al hombre, no crean otro hombre parecido, sino sólo su imagen. De acuerdo a esta idea, el artista crea una imagen irreal, sólo parecida a la realidad y nunca la realidad por sí misma. Al referirse a la imitación, es decir, a la copia, se le debe considerar un engaño, una falsedad. Para Platón, la Mímesis sólo puede cumplir su objetivo cuando se libre del ilusionismo.
Como conclusión, se puede afirmar que Platón, en lo que respecta al arte de su tiempo, tenía una opinión más bien negativa. Tanto por su ilusionismo, como por su deformación y por representar sólo el aspecto exterior de las cosas y no las cosas en sí mismas. Buscando las ideas puras, el predominio de la razón sin corromperse y las virtudes más profundas en las esencias, Platón vio al mundo sensible como un reflejo imperfecto de ese otro mundo, el perfecto, el de las ideas puras; el cual no se puede alcanzar más que por los mecanismos de la razón.
Si nos enfocamos en el arte del tiempo de Platón, antes mencionamos que alcanzó por esta época su esplendor clásico, con obras que se consideran entre las mejores y más elevadas de la historia del arte, producto de las dotes y habilidades de artistas como Apeles, Fidias, Policleto, etc. Pero la excelencia que se refleja en su contemplación, es producto de una evolución que previamente pasó por varias etapas, aunque siempre guiadas por la idea constante de representar las virtudes propias de la cultura helena, centradas en el ser humano. Desde los tiempos del período llamado por los historiadores “Arcaico” hubo una serie de características que definieron una ética propia de la naturaleza de las obras de arte, no sólo en lo que se refiere a su ejecución, sino también a su contemplación.
En ellas, el culto al hombre es equivalente, aunque no igual, al culto a los dioses. Esto se manifiesta por la veneración a los héroes; quienes, aunque no son dioses en sí, son semejantes por sus virtudes. En este sentido, Platón diría que los héroes son, a lo sumo, reflejos imperfectos de las virtudes que sólo los dioses pueden tener. El culto al héroe tiene dos clases de protagonistas: los héroes míticos como Herakles, Jasón, Aquiles, etc. Y los héroes que han vivido, entre ellos algunos guerreros y, sobre todo, atletas olímpicos. El culto al héroe implica la representación de su figura de una forma idealizada; creando así un arquetipo, que es un modelo original de cualquier manifestación de la realidad. El arquetipo heleno representa los más caros ideales de su civilización, lo que se llaman las virtudes cardinales. Al Dios se le adora; al héroe, se le venera.
Por ello, desde el período arcaico se veneraban públicamente las figuras de los héroes, manifestados por figuras en bulto o en relieve de los protagonistas. Pero no eran retratos de ellos, sino una idealización estereotipada, basada en determinadas fórmulas de expresión. Son los llamados Kouroi, figuras de jóvenes en la plenitud de su desarrollo físico; mostrando así su potencia corporal y también su bondad interna. La mayoría se representó en la escultura griega de época arcaica, influenciada notablemente por la egipcia, que se caracterizó por rasgos originales, como la sonrisa llamada “arcaica”, su frontalidad y estaticidad. Estos rasgos se fueron transformando, al final del periodo (últimas décadas del siglo VI y primeras del V a. C.), en un estilo de transición al clasicismo denominado estilo severo, estimulado finalmente por la necesidad de renovar la decoración escultórica de los templos destruida durante la invasión persa. En general las figuras eran hieráticas y carentes de expresiones y rasgos psicológicos. Las figuras masculinas (kouroi, en singular kuros) y femeninas (korai, en singular kore) podían representar tanto a seres humanos como a dioses, muestra de la antropomorfización de estos y de la elevación al rango semidivino o heroico de aquellos.

Kore de Eutídico, s. V a. C.
Además de las posibilidades texturales que ofrecen los distintos materiales y técnicas de acabado, aprovechadas de forma limitada en la época arcaica, fue la policromía aplicada sobre las esculturas la que las dotó de luminosidad y sensación de vida. Los antiguos griegos no hubieran concebido que una escultura se dejase sin pintar, la considerarían imperfecta o inconclusa. Incluso la inevitable pérdida de los colores por el paso del tiempo, que el gusto romántico considera un incremento del interés estético, era considerada como un deterioro esencial.
El paso al arte clásico heleno vendría de la nueva conciencia que de su cultura alcanzarían los helenos tras las guerras contra los persas. Si bien la cultura helénica como tal se empezó a manifestar desde el siglo VIII a. C por el nacimiento de la Polis como ciudad estado, y su diversa evolución política: de monarquías se pasarán a tiranías y de estas a gobiernos de los ciudadanos (democracias u oligarquías); tras las guerras se potenció la firmeza y vitalidad de sus instituciones, tanto políticas, como culturales y su pensamiento, dando paso al esplendor clásico.
Julián González Gómez
En la Francia del siglo XIX, durante el Segundo Imperio, el arte estaba dominado por el gusto academicista. El público se deleitaba con la contemplación de las obras de los maestros en los diferentes salones y galerías que abundaban en París y otras ciudades. Era este un arte de interpretación literal, cuyos temas, sobre todo históricos y mitológicos, eran aprobados de acuerdo a su fidelidad y el grado de idealismo con los que habían sido representados. Era un arte elitista, su público estaba compuesto sobre todo por la burguesía, cuyo grado de cultura era en general bastante alto y podían interpretar sin ninguna dificultad las historias que los artistas les contaban a través de sus obras. Los medios oficiales, con el emperador Napoleón III en primer término, patrocinaban estas manifestaciones y las imponían como el arte oficial.
La calidad de este arte era exquisita, de una enorme perfección técnica, producto de muchos años de estudio y disciplina aprendidos en la Escuela de Bellas Artes. Los referentes fundamentales de este quehacer eran las obras de David e Ingres, maestros de la Escuela cuya huella perduraba y era la guía plástica de todos aquellos artistas que se consideraran dignos y consecuentes. Por principio era un arte muy conservador, dentro del cual la disidencia no era permitida y más que eso, era proscrita. Los rígidos principios en los que se basaba su plástica, tenían su fuente en una estética cuyos orígenes hay que buscarlos en la Grecia Clásica, reinterpretada por los maestros del Renacimiento y la Ilustración.
Alexandre Cabanel fue uno de los exponentes más reconocidos de este tipo de arte en la época. Pintor de gran éxito, maestro en la Escuela de Bellas Artes y fiel defensor de sus postulados, por lo cual condenó con vehemencia todas aquellas expresiones que se apartaban de la ortodoxia. Le tocó en suerte coexistir con el impresionismo, con cuyos artistas sostuvo grandes polémicas, ya que para él su pintura no contenía las calidades necesarias para ser considerada arte. Tuvo muchas diferencias sobre todo con Manet, a quien consideraba un traidor por haber abandonado la academia y haberse decantado por la nueva tendencia. Era considerado por el público algo así como el supremo juez en asuntos artísticos por la enorme influencia que ejerció.
Esta obra que presentamos fue pintada en 1880, época de gran controversia en Francia, pues los impresionistas ya en ese entonces empezaban a dejar su impronta entre el público. En ella se representa a Fedra, la desdichada princesa cretense raptada por Teseo para casarse con ella. Fedra tuvo dos hijos con él sin amarlo y para su desgracia, se enamoró de su hijastro Hipólito quien la rechazó. Ante esto Fedra lo acusó ante Teseo de haberla violado y luego, en un arranque de desesperación se suicidó. Cabanel la pintó en las habitaciones de su encierro en el palacio, en una postura tendida, la cara circunspecta, mientras está siendo víctima de su propia desesperación y melancolía. Seguramente así la imaginó Cabanel poco antes de que se suicidara. Dos esclavas la acompañan, una está dormida mientras que la otra mira compungida a su ama. La atmósfera es fría y sombría, acorde al sentimiento que ha invadido a la yaciente Fedra. La luz, mórbida y tenue, hace resaltar los detalles de su anatomía, que además está realzada por el tenue velo que la cubre, muestra de la mejor técnica del pintor. Es una obra triste y hasta patética, creada para conmover al espectador, que inevitablemente se identifica con la infeliz Fedra.
Alexandre Cabanel nació en Montpellier, Francia, en 1823. No hay muchas noticias de su juventud y de sus primeros estudios de arte, que seguramente los hizo en su ciudad natal. En su juventud se trasladó a París, donde entró al taller del pintor academicista François-Édouard Picot. Un tiempo después fue aceptado en la Escuela de Bellas Artes donde completó sus estudios. En 1845 ganó la medalla del segundo lugar en el Salón de Roma. Residió en Italia durante cinco años, específicamente en Florencia, donde perfeccionó su gusto por el clasicismo y absorbió las técnicas de los grandes maestros de la antigüedad. De vuelta a Francia abrió su estudio donde se dedicó a cumplir encargos. En 1863 le llegó la fama con su cuadro El nacimiento de Venus, expuesto en el salón y que fue adquirido por Napoleón III. Poco después fue nombrado profesor de la Escuela de Bellas Artes y un tiempo más tarde, elegido como miembro de la Academia. Desde este puesto ejerció una gran influencia en las disciplinas artísticas, llegando a ser reconocido como el maestro más importante de su tiempo.
Por su fama y méritos fue nombrado miembro del jurado del Salón de París en diecisiete ocasiones y le fueron entregadas las medallas al honor en tres oportunidades: en 1865, en 1867 y en 1878. Tras distintas controversias con los artistas más vanguardistas, murió en París en 1889. Fue enterrado con honores.
Julián González Gómez
La historia bíblica es solo una excusa para representar uno de esos paisajes en los que se especializó Claude Lorrain, pintor francés del siglo XVII. Esta obra, concebida como un escenario que se muestra por medio de una perspectiva con un único punto de fuga, contiene diversos elementos que no intentan representar un acontecimiento específico.
La vista es lo que se denomina una “marina” es decir, un paisaje marítimo como elemento predominante. Bajo un cielo dramático, acentuado por el sol naciente, la escena se desarrolla en un puerto compuesto de diversos elementos. Hacia el fondo podemos ver un edificio que se difumina en la luz del amanecer. Más cerca hay una torre que sirve de defensa para ingresar al cuerpo y está a contraluz, a su izquierda se encuentra un bastión bajo que también defiende al puerto. Ya dentro de la escena propiamente dicha nos encontramos con un palacio al que se accede por una escalinata. La arquitectura de este palacio es completamente clásica con un pórtico en el que hay una columnata de orden dórico y en el segundo nivel una serie de pilastras corintias rodean y envuelven al edificio. Parece ser que en este palacio es en donde ocurren las cosas más importantes que acontecen en el puerto ya que una comitiva de personas, está despidiendo a otro grupo dentro del cual está la reina que está a punto de subir a una barca que la llevará a la embarcación que la espera. En primer plano, para dar profundidad, se encuentran unas ruinas de una arquitectura también clásica.
Diversas embarcaciones se apostan en los distintos puntos del puerto, algunas en espera, otras, como las dos de la izquierda esperando para llevar a la regia pasajera y un barco más está entrando al puerto. Los colores están matizados por la luz difusa y templada por los tonos amarillentos y ocres. En la composición domina la perspectiva, en la cual se pueden ver tres bloques bien diferenciados: el primer plano con las ruinas y las personas en la playa, el segundo plano, el principal, en donde está el palacio, la comitiva y las naves y finalmente el tercer plano con el mar, el cielo y el sol del amanecer.
Lorrain era muy afín a recrear los paisajes con elementos exclusivamente clásicos, elementos que aquí no cobran un sentido histórico ni relacionado con la narración bíblica. El clasicismo de Lorrain responde al ideal de la época que veía en él las más importantes manifestaciones de la condición histórica del ser humano. La idealización entonces la tenemos que considerar como una alegoría a la historia que debe ser contada de ese modo antes de ser contada tal como fue.
Claude Lorrain nació en Chamagne, Lorena, entre 1600 y 1605, en esa época independiente. De origen humilde, apenas recibió educación por lo que su camino fue bastante difícil. De sus primeros años no se conoce mayor cosa y se supone que se inició en la pintura con algún maestro local. Desde muy pronto se especializó en la pintura de paisajes, campo en el cual desarrollaría un estilo propio y personal que lo llevaron a la fama.
En 1613, muy joven, se trasladó a Italia, específicamente a Roma y primero trabajó como pastelero antes de entrar al servicio de un pintor llamado Agostino Tassi, paisajista del que después se convirtió en discípulo. Unos años más tarde se trasladó a Nápoles donde continuó sus estudios de pintura. Realizó algunos viajes por Italia donde se empapó de la tradición renacentista y manierista que estaban en boga por ese entonces. Tras una breve estancia en Nancy regresó a Roma en 1627, donde permaneció por el resto de su vida dedicándose en exclusiva a la pintura de paisajes.
Los paisajes de Lorrain se diferenciaron muy pronto de los de otros autores por el énfasis que hacía en la luz y también por la idealización de sus puestas en escena. El cuadro se manifestaba así como un escenario clásico en el cual la historia que narra es irrelevante, siendo el paisaje en sí el elemento más importante.
En Roma ganó una gran fama que lo llevó a recibir encargos de la nobleza y del papa Urbano VIII. Tal fue su éxito que empezaron a surgir varios imitadores de su obra, pero Lorrain nunca cedió lugar y siguió siendo el pintor de paisajes más famoso de Roma. Su fama llegó a diversos países europeos, de los cuales recibió bastantes encargos. También se dio a conocer con bastante éxito como grabador, sobre todo al aguafuerte, lo que le permitió que su obra se difundiera más ampliamente que con la pintura.
Sus últimos años los vivió aquejado de gota y su trabajo disminuyó en cuanto a la cantidad y también en cuanto a la temática, la cual se hizo más serena y carente de los elementos dramáticos paisajísticos que había desarrollado hasta entonces. Murió en Roma en 1682 y su sepelio fue uno de los más concurridos de su tiempo, con muestras de admiración y respeto por parte de los romanos. Sus restos fueron sepultados en la iglesia de la Trinità dei Monti.