Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (XIII)

Julián González Gómez

La antigua Grecia (cuarta parte)

Una vez superados los siglos de la era que los griegos llamaron “Edad Oscura”, caracterizada por las invasiones de los pueblos dorios, la civilización griega se empezó a encaminar hacia la cúspide de su desarrollo, que se manifestó plenamente en los siglos V y IV a. C. la época llamada “clásica” de esta civilización. Es en este período cuando el pensamiento, el arte y la organización social de los helenos alcanzaron sus más altas cotas y originalidad. De aquí parte el legado que esta civilización ha aportado a Occidente a lo largo de más de 2,500 años de historia.

Este proceso de desarrollo pasó por diversas etapas que no vamos a enumerar aquí, ya que estos artículos no son esencialmente descriptivos del proceso histórico, si bien tomamos lo que se podría llamar su “secuencia”. Si partimos de la base de que toda expresión de carácter artístico brota de las particularidades y singularidad de una sociedad y de sus influencias, entonces hay que considerar varios aspectos que definen sus características generales: pensamiento, cultura, religión, organización social, economía, etc. De ellos, por su relación directa con las expresiones artísticas de la Grecia antigua, vamos a considerar en primer lugar el pensamiento. Los helenos fueron el primer pueblo que, a nivel de las ideas y en consecuencia de la práctica, desarrollaron lo que nosotros podríamos denominar como una primera “teoría de las artes”. No es casualidad que, para el desarrollo de estas ideas, fueran en primer lugar los filósofos quienes se encargaran de establecer los principios y cualidades propios del quehacer artístico; tanto para guiar a los artesanos que lo ejecutaban, como para orientar y educar a los que lo contemplaban y experimentaran sus consecuencias. Pero al respecto, es necesario considerar que los griegos no desarrollaron el concepto de “arte” como tal, en términos abstractos y generales. Ni siquiera existía para ellos esa expresión; en vez de ella, empleaban el término Techne para referirse a la materia relativa a las disciplinas expresivas y representativas, las cuales se consideraban individualmente y no como un conjunto o una generalidad.

Busto de Platón, copia romana de un original griego del siglo IV a. C.

Dentro de los problemas que se plantearon estaban, en primer lugar, los relacionados con la percepción y el conocimiento; enlazado con este concepto se encontraba el aspecto, es decir, la belleza y el reflejo de la virtud. Los griegos antiguos nunca desarrollaron una definición abstracta y general sobre lo que es el arte, sino una serie de consideraciones particulares que se podían enlazar entre sí para dar cuerpo a su ejecución y apreciación. En lo esencial, este conocimiento tenía el propósito de mejorar y enriquecer al individuo y en consecuencia a la sociedad, por lo cual su carácter es, ante todo, ético. El término Kalos kagathos, de donde se deriva el sustantivo kalokagathia, describe un ideal de conducta personal basada en la práctica de las virtudes que los griegos consideraban las más importantes, entre ellas la belleza (kalos), equivalente a valentía, nobleza, bondad y hermosura interior y su equivalente en el exterior. Pero es importante considerar que para los griegos de la antigüedad, la virtud y su fruto, la belleza, sólo se podían alcanzar a través de la adquisición del conocimiento.

El término Aísthesis, Aesthesis o Aisthetiké se utilizó para definir aquello que nosotros entendemos como “percepción”. Por cierto, de este concepto, en el siglo XVIII, Alexander Gottlieb Baumgarten derivó el término “estética” y la describió como “…ciencia de lo bello, misma a la que se agrega un estudio de la esencia del arte, de las relaciones de esta con la belleza y los demás valores”. Con ello, Baumgarten creó una nueva disciplina de estudio, que se convirtió desde entonces en una disciplina filosófica y se le considera como una parte fundamental de la teoría del arte. Pero este autor relacionó el término Aísthesis únicamente con el de belleza, la Kalos de los griegos y en este contexto, que es el original en el que se concibieron estos conceptos, Aísthesis y Khalos, si bien se podían relacionar parcialmente, no significaban lo mismo.

En relación con la percepción y el conocimiento, Platón, en el diálogo Teetetes, pretendió resolver un problema que aseguraba que nunca se había resuelto hasta ese momento, a saber: ¿qué es el conocimiento? En este diálogo, el filósofo no se contenta con recibir una respuesta en la cual se enumeran varias cosas sobre qué es el particular. Su pretensión es determinar lo que el conocimiento es abstractamente, es decir, qué es la esencia del conocimiento. La primera definición la proporciona el propio Teetetes, quien adopta la doctrina subjetiva de Protágoras cuando dice: “…el hombre es la medida de todas las cosas, de las cosas que son en cuanto son y de las que no son, en cuanto no son”. El subjetivismo de esta frase consiste en afirmar que lo que nosotros conocemos se reduce a las impresiones de cada individuo. Estas impresiones no son solamente personales, sino que también es necesario que no sean las mismas para todos los hombres. Según Platón, el postulado fundamental del subjetivismo de Protágoras es que el conocimiento se identifica solo con la percepción y alega que la sensación en sí no es conocimiento verdadero. La percepción como tal es un proceso en el que cada parte es superada o reemplazada por otra. Por tal razón, la percepción carece de estabilidad y cesa tan pronto como ocurre. Se identifica a la percepción como aquello que captan los sentidos y que provoca una sensación. Por la sensación se captan las cualidades individuales físicas de las cosas, tales como su color, tamaño, figura, etc. Para ejemplificar este punto, Platón utiliza como ejemplo la diferencia que hay entre las percepciones que se manifiestan en la vigilia y las que se experimentan en el sueño, aduciendo que la percepción por sí misma no puede decirnos si estamos despiertos o dormidos, porque sólo podemos percibir uno a la vez. Por lo tanto, según Platón la Aísthesis por sí misma no nos proporciona un conocimiento verdadero, por lo que es necesario apelar a un más alto modo de conocimiento, un juicio superior.

Por otro lado se encuentra el término Doxa, que en la Grecia antigua tenía varios significados, pero aquí vamos a considerar el más común, tal y como lo declaró Platón, es “opinión”. La opinión es, ante todo, el asentimiento de la mente a una proposición con temor de la contradictoria. La opinión se da, estrictamente hablando, solamente donde hay dos posibles significados, interpretaciones o soluciones de un problema, ninguno de los cuales es absolutamente cierto. El conocimiento no puede identificarse con la opinión en general, porque una opinión puede ser verdadera o falsa.

El término Episteme es el nombre con el que Platón designa el conocimiento verdadero. Este conocimiento es, según él, absolutamente cierto, eternamente verdadero, y por tener como objeto sólo una realidad que es universal, necesaria y eterna. Según Platón, las ideas son los arquetipos eternos conforme a los cuales todo es formado. Las ideas son también los principios primeros de todas las cosas, a cuya luz todo deviene inteligible para la mente. El conocimiento entonces no es otra cosa que el conocimiento de esas ideas eternas. En el libro VII de la República, Platón ilustra el carácter absoluto del conocimiento verdadero y lo distingue del conocimiento falso mediante la famosa alegoría de la caverna.

Platón acude también al término Nóesis, que significa en griego intuición, penetración, y lo utiliza para establecer una división entre el mundo sensible y el mundo inteligible. Para él, el mundo sensible, el que capta mediante la percepción (Aísthesis) es engañoso y le corresponde el criterio de la opinión (Doxa); en tanto que al mundo de las ideas le corresponde la Episteme, el conocimiento verdadero, cuyo instrumento es la razón, basada en la Nóesis.

En consecuencia, y para los fines que nos interesan aquí, Platón delimita el campo de la representación al mundo de las apariencias, que se manifiestan como una imitación (Mímesis) de la naturaleza sólo aparente y no de la real. En otras palabras, Platón considera que lo que nosotros llamamos imagen o representación es, ante todo, un engaño. Por este motivo, aunque admira profundamente a los poetas, los expulsa de la República ya que sus obras, aunque resultan placenteras, no nos pueden acercar al verdadero conocimiento y por consiguiente a la virtud y la belleza verdadera: la que existe únicamente en las ideas puras. Para Platón, la actividad de los poetas está inspirada por las musas, y la interpreta como una especie de locura divina. De ahí que los poetas no puedan crear nada cuando los abandona la inspiración, pues esta es ajena a ellos. Por lo tanto, la creación poética no es un producto de la reflexión y la racionalidad y no está orientada por el conocimiento, sino por una especie de estado alterado, como el que adquieren los borrachos después de beber en exceso.

En lo que se refiere a la pintura, señalaba que un pintor se limita a representar nada más que lo que percibe desde un solo punto de vista, el propio, que no es el verdadero. Con respecto a la música, considera que produce solamente una sensación física de goce, y que solo se puede considerar buena música a la que imita el bien, porque en la música hay que buscar la verdad y no quedarse únicamente con el goce sensorial. Tanto la música como la pintura son copias de la forma, en tanto sean reproducidas de la mejor manera posible. A pesar de estas consideraciones que nos pueden parecer desdeñosas, Platón veía con buenos ojos que el Estado diera lugar a las artes representativas en función de la educación y el sano esparcimiento de los ciudadanos. En el estado ideal Platón propone un estricto control y una censura rigurosa de las artes, en cuanto a lo que se refiere a las expresiones que no tengan en cuenta los valores morales.

¿De qué manera se reflejan estos postulados en el análisis del arte de los griegos de la antigüedad? Sobre ese punto trataremos en el siguiente artículo.


Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (XI)

Julián González Gómez

La antigua Grecia (segunda parte)

Tal como se expresó en el anterior artículo de esta serie, la cultura clásica griega tiene su origen alrededor del siglo IX a. C. como producto de una serie de factores que cristalizaron finalmente en el siglo V a. C. y fijaron una identidad cultural profunda y perdurable en Europa y el mundo. Pero estas características, como sucede siempre en el establecimiento de cualquier suma de factores históricos, tienen sus inicios en una antigüedad lejana, en civilizaciones que alcanzaron su apogeo en tiempos anteriores; en este caso, remontándose al tercer y segundo milenios antes de Cristo. Estas culturas, llamadas prehelénicas, que heredaron a la posterior civilización griega una buena parte de su identidad, son la cultura cretense o minoica y la cultura micénica. En este artículo vamos a revisar brevemente algunos aspectos que las caracterizaron en lo que se refiere a su cultura y organización social.

Fresco de la taurocatapsia, palacio de Knossos, 1450 a. C.

La más antigua de estas culturas es la cretense o minoica, llamada así por el mítico rey Minos, que supuestamente gobernó a este pueblo de acuerdo a las leyendas helénicas. Era una civilización que se asentó en la isla de Creta, desde los tiempos de la Edad del Cobre, en el III milenio a. C. Los recursos naturales de la tierra cretense eran escasos y muy pronto esta civilización se dedicó a explotar los recursos marítimos, sobre todo el comercio de bienes y materias primas. Junto al intercambio de bienes, también se da el intercambio cultural e ideológico y en este sentido, los cretenses establecieron relaciones interculturales en ese amplio espacio que ocuparon las principales civilizaciones de la antigüedad. Desde las costas de Siria y la Anatolia hacia el Este, hasta Sicilia y las costas del Adriático por el Oeste, y desde las costas del Mar Negro al Norte, hasta Egipto y las costas norteafricanas al Sur, abarcando prácticamente todo el Mediterráneo oriental.

Desde las primeras exploraciones que realizó el arqueólogo británico Arthur Evans, a principios del siglo XX, la civilización cretense no ha dejado de provocar admiración por sus alcances y logros. A partir de mediados del segundo milenio a. C. se constituyó en la civilización más avanzada de Europa, no sólo en lo que se refiere a sus rasgos culturales, como era el caso del desarrollo de un sistema complejo de escritura, un arte y arquitectura de gran refinamiento, y también un alto grado de progreso en su organización económica y social. Se ha podido establecer una cronología bastante exacta, que abarca hasta 11 períodos de desarrollo, desde el año 3100 a.C. aproximadamente, hasta el 1050 a. C. fecha en la cual los registros arqueológicos manifiestan un estado de decadencia, al final del cual los micénicos continentales conquistaron la isla. El período de mayor apogeo de esta civilización fue durante la fase denominada Minoico Neopalacial, que culmina abruptamente en el siglo XVII a. C. a causa de la erupción del volcán Thera, en la cercana isla de Santorini, la cual destruyó la mayor parte de la infraestructura citadina y portuaria y arrasó los cultivos de la isla, provocando un colapso del cual esta civilización nunca se repuso totalmente.

Fresco de los delfines, palacio de Knossos, 1450 a. C.

En cuanto al arte minoico, que es el tema principal que nos ocupa, sorprende su alto grado de naturalismo y su temática. Los cretenses se inspiraron en la naturaleza, sobre todo la marítima; también en sus vidas cotidianas, que se antojan dichosas y prósperas, y también, aunque en menor medida, en sus ritos religiosos. Sus dioses no parecen haber sido jueces castigadores y omnipotentes, que exigían grandes ritos, sacrificios y una casta sacerdotal dotada de gran poder; eran, en muchos aspectos, muy similares a los seres humanos, un aspecto doctrinal que después pasó a la religión helénica. Aunque estaban gobernados por reyes, estos no eran tampoco personajes omnipotentes y absolutos; elevados a la categoría de dioses, como era el caso en Egipto, y no destacan sus imágenes en las manifestaciones artísticas. Al parecer, las mujeres gozaban de un elevado rango social y religioso, como sacerdotisas del culto y como ciudadanas notables. Participaban a la par de los hombres en las ceremonias de todo tipo, y estaban en pie de igualdad en la vida doméstica y pública.

En las artes destaca la cerámica, casi toda policromada y de un alto grado de perfección, con combinaciones de dibujos figurativos y abstractos, y formas básicas derivadas de patrones geométricos, preestablecidos con base en la armonía de las proporciones. Estos patrones pasaron después a la cultura micénica y posteriormente a la helénica con muy pocas modificaciones, sentando las bases de una actividad artesanal y artística de primer orden en las expresiones de la Grecia clásica. La escultura no es en ningún caso monumental, sino más bien de modestas proporciones, realizada en marfil, bronce y terracota en el período de mayor apogeo, con figuras naturalistas de diosas, acróbatas y algunos temas zoomorfos. Otro arte destacado era el de la orfebrería, utilizando el oro y distintos tipos de gemas y piedras raras, con temas similares a las de las estatuillas esculpidas y modeladas. Pero sin lugar a dudas, son las expresiones pictóricas las que ocupan un lugar destacado en el arte minoico, en especial los frescos. En casi todos los casos, los frescos que se han encontrado proceden de los conjuntos que ornamentaban los palacios, especialmente en Knossos y Faistos, aunque en tiempos recientes se han encontrado unos maravillosos frescos en las casas de la extinta aldea de Akrotiri, en Thera, muy bien conservados a causa de las cenizas de la erupción volcánica que las cubrió, como sucedió muchos siglos después en la famosas Pompeya y Herculano. Es a través de la interpretación de los frescos minoicos que conocemos de las vidas, costumbres, sociedad y paisajes de esta civilización, dotados de un gran dinamismo compositivo. También manifiestan un alto grado de naturalismo, que no es ingenuo, sino producto de la alta depuración de sus escuelas representativas. Las figuras humanas y los paisajes siguen un patrón representativo muy similar al de la aspectiva egipcia; lo cual no es extraño en esa época, en la cual la civilización del antiguo Egipto ejerció una indudable influencia en el Mediterráneo Oriental. El colorido de los frescos es notable, no tanto por su gama cromática, sino más bien por el equilibrio armónico de sus combinaciones, destacando sobre todo el rojo oscuro y las gamas de colores terrosos, combinadas muchas veces con sus colores complementarios. Es sorprendente ver que las figuras de los elementos naturales, representados por medio de sinuosidades y espirales armónicas, se combinan con ornamentos a la vez acordes y contrastantes con los temas centrales. Si pudiésemos referirnos a los principios de una estética minoica, se diría que en ella prevalecen la simpleza y economía de medios, la composición dinámica, el sentido ornamental y la armonía cromática como complemento. No se advierte en los frescos minoicos ningún hieratismo representativo, ni una jerarquía de personajes, o tampoco aspectos que denoten una inmovilidad conceptual que no permita la expresión espontánea. El arte minoico está al servicio de las personas, su vida y su entorno inmediato, representados con una gran libertad.

Columnas minoicas reconstruidas en el palacio de Knossos, 2000-1450 a. C.

En cuanto a la arquitectura de los minoicos, nunca construyeron edificios grandiosos, ni tumbas monumentales, como lo hicieron los egipcios y los babilonios. Las edificaciones más grandes y complejas eran los palacios de los reyes, entre los que destaca el ya mencionado palacio de Knossos, una construcción de gran complejidad, realizada en piedra de regular labrado y organizada en torno a diversos patios internos. De acuerdo a algunos estudiosos, este palacio parece haber inspirado a los griegos la leyenda del famoso Laberinto, diseñado por Dédalo, donde estaba preso el Minotauro. Al igual que los demás palacios minoicos, como el de Faistos o Malia, es evidente que su compleja conformación se debe a las adiciones que fueron hechas sucesivamente en distintas etapas, sin un orden claro preconcebido. Las estancias son en general pequeñas y oscuras y tampoco se advierten recorridos ceremoniales suntuosos. Eran complejos residenciales donde habitaba el rey, su familia y los funcionarios administrativos. En la arquitectura de los palacios destacan las columnas, utilizadas para sostener las losas de los techos en los espacios más amplios, y en los portales alrededor de los patios principales. Estas columnas, de proporciones gruesas, pero armónicas, tienen dos características principales: su fuste, de sección redonda, es más ancho en la parte superior que en la inferior y sus capiteles son semejantes al que posteriormente implementaron los griegos en el orden dórico. Evidentemente, este diseño de columnas de piedra, deriva de las columnas más antiguas, realizadas con troncos de árboles y, aunque nada se ha aclarado de forma concluyente al respecto, su influencia en el muy posterior orden dórico no parece decisiva. Las casas de los minoicos, agrupadas en aldeas, eran pequeñas y sencillas, construidas en adobe y madera y responden a una arquitectura muy bien adaptada a las condiciones climáticas del entorno. No se han encontrado vestigios de templos o santuarios de importancia, por lo que se ha especulado que los ritos públicos de la religión minoica se llevaban a cabo al aire libre, con pequeños altares y edificios construidos con materiales perecederos. Algunas estancias en los palacios parecen estar dedicadas al culto, pero en este caso realizado en privado por el rey y los miembros de la corte.

Esta civilización, adelantada y a la vez sencilla, dedicada al comercio marítimo y por ello poseedora de gran riqueza, no manifiesta un arte complejo y grandioso, pero sí entrañable y vistoso en su sencillez. Su influencia se extendió a las islas del mar Egeo y a la península Helénica, por ese entonces ocupada por diversas tribus que intercambiaban con ellos materias primas por obras de arte. Esta influencia se manifestará en las culturas micénica y cicládica, que serán las antecesoras directas de la cultura helénica y de las que nos ocuparemos en el siguiente artículo. 


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