Pietro Perugino, «Entrega de las llaves a San Pedro». Fresco, 1482

Julián González Gómez

Entrega de las llaves a San Pedro, h. 1482, frescoEntre las características más sobresalientes del arte del Renacimiento, la perspectiva juega un papel fundamental. Desde los albores de esa época, con la pintura de Masaccio y los descubrimientos de Brunelleschi, que abrieron camino en su desarrollo posterior, la perspectiva alcanzó su plena madurez en el último cuarto del siglo XV. Perugino fue durante esta época uno de los artistas más destacados en el medio florentino, llegándose a considerar el mejor artista de la ciudad. La perspectiva de Perugino se nutrió de todos los avances y descubrimientos acumulados durante muchos años de investigación y desarrollo.

La obra que aquí presentamos es un fresco realizado en 1482 por Perugino en la Capilla Sixtina de Roma. Este fresco es considerado la obra maestra de este pintor. Es una representación de un hecho narrado en el Nuevo Testamento, en el cual Jesús le entrega a San Pedro las llaves del cielo haciéndolo custodio de las puertas celestiales. No se puede entender la naturaleza de este fresco sin tomar en cuenta las complejidades y características más sobresalientes del arte del Renacimiento. Para empezar, Perugino utilizó la perspectiva cónica con un solo punto de fuga ubicado muy cerca del centro de la obra. Este elemento ordena todo el patrón de la composición, estableciendo una simetría de todas las partes del conjunto con lo cual se garantiza un sólido equilibrio. Hay una especie de “pared” de personajes en primer plano que se abre en el lugar donde está Jesús entregando las llaves en la mano del santo. Todo el resto de la pared de este primer plano está ocupado por los apóstoles y los retratos de cuerpo entero de varios personajes de la época en la que fue realizado. Detrás se encuentra una amplia explanada perfectamente articulada por la perspectiva de sus particiones en cuadros que nos muestra una suerte de espacio homogéneo. El orden espacial de la perspectiva de esta sección se ve reforzado por la posición de los diversos personajes que evolucionan dentro de este espacio, haciéndose más pequeños en la medida en que se alejan del punto de observación. En esta sección están representados los episodios del pago del tributo a la izquierda y a la derecha el intento de lapidación de Cristo. Esta explanada remata en un tope virtual que se establece por las tres edificaciones de arquitectura clásica, otro de los paradigmas del Renacimiento, con un templo central con cúpula y pórticos en los cuatro costados, representando al Templo de Jerusalén y dos arcos de triunfo, basados en el arco de Constantino, que flanquean simétricamente el templo central. Yendo más atrás nos encontramos una pequeña elevación arbolada a la derecha y finalmente en el fondo un paisaje de colinas azuladas por la percepción atmosférica bajo un cielo típicamente cuatrocentista.

Todo el esquema de la composición se basa en la tripartición de los elementos, un concepto clásico al que los pintores del Renacimiento fueron muy afectos, sobre todo después de la obra de Piero della Francesca con su monumentalidad basada en el orden. Si bien nos encontramos aquí con una estructura rigurosa y hasta cierto punto rígida, la relativa libertad compositiva por parte de Perugino se muestra únicamente en el movimiento de algunos personajes que evolucionan en la explanada. Nada escapa a la rigidez del ordenamiento, su conformación simétrica y su corrección académica. No es una obra hecha para conmover los sentimientos de quien la observa, antes bien apela al raciocinio derivado de la utilización de las propiedades de la matemática para construir su propia esencia de un arte que por ese entonces era una novedad pero que con el transcurso del tiempo se volvió académico y distante. La corrección de Perugino y su ortodoxia le impidieron que se pudiese adaptar a los cambios que propiciaron durante su época otros artistas como Leonardo y Rafael.

Pietro di Cristoforo Vanucci nació en Città della Pieve probablemente en 1448, ciudad que por ese entonces estaba bajo el dominio de Perugia y de ahí el apodo que se le puso y con el que ha pasado a la historia. Por la época en que nuestro artista era joven, Perugia era una importante capital artística del Renacimiento donde trabajaron varios maestros de renombre como Fra Angélico y Benozzo Gozzoli. Perugino probablemente incursionó en las esferas de la pintura como aprendiz de algunos talleres locales. En 1470 se marchó a Florencia e ingresó al taller de Verrocchio donde entre otros aprendices se encontraban Leonardo y Botticelli. En 1472 se inscribió en la Compañía de San Lucas de Florencia empezando a trabajar por su cuenta y fue uno de los pioneros en la utilización de la pintura al óleo en Italia. Tras varios encargos menores realizados por esos años se marchó de regreso a Perugia donde empezó a recibir sus primeros encargos de importancia, volviéndose un pintor famoso.

El papa, dada su fama de gran artista, lo llamó a Roma en 1481 para realizar una serie de frescos para la Capilla Sixtina del Vaticano, entre los que se encuentra la obra que aquí presentamos. En 1486 vuelve a Florencia, ciudad en la que residió hasta el año 1499, aunque viajó frecuentemente entre esta ciudad, Perugia y Roma. Por estos años llegó a ser considerado el mejor artista de Florencia y su taller bullía de actividad. Hacia 1496 ingresó a su taller como aprendiz el gran Rafael, por lo cual ha sido reconocido por la historia como maestro del genio de Urbino. A principios del siglo XVI el trabajo de Perugino, aunque todavía apreciado, empezó a mostrar señales de decadencia por su gusto cuatrocentista, muy distante de los nuevos modelos que estaban desarrollando entre otros Leonardo, Miguel Ángel y su discípulo Rafael. En 1506 dejó Florencia y se trasladó a su natal Perugia donde continuó con su trabajo y su taller en obras de menor importancia de las que había trabajado anteriormente. Falleció en Fontignano en 1523 a causa de la peste.


Luca Signorelli, «La Sagrada Familia». Óleo sobre tabla, 1490

Julián González Gómez

Luca_Signorelli_-_La_Sacra_Famiglia_(Galleria_degli_Uffizi)Este tondo (formato circular, en italiano) fue pintado por el artista Luca Signorelli a finales del siglo XV y en él se refleja toda una escuela artística que tiene sus raíces en la pintura de toscana de mediados de ese siglo, remontándonos a Fra Angélico y Piero della Francesca. Las figuras religiosas, objeto de veneración no solo en las iglesias y conventos, sino también en las casas de aquellos que podían pagarlas tenían un lugar especial dentro del arte renacentista. Al contrario de lo que algunos piensan, la pintura religiosa vivió uno de sus más esplendorosos momentos durante el Renacimiento, estableciéndose por otro lado claramente, la separación entre arte sacro y profano. Probablemente esta pintura fue encargada para ser instalada en alguna estancia de la rica casa de un comerciante o banquero florentino como parte de una capilla u oratorio.

En un paisaje sereno y cálido, una familia se ha detenido para leer las santas escrituras, sobre las cuales están realizando una reflexión de connotaciones trascendentales. La figura central es la de Jesús niño, que voltea su cabeza hacia la masa imponente del cuerpo de San José, que parece que lo envuelve como en un gesto protector. El santo se encuentra en una postura de adoración ya que sabe que quien está junto a él es el Mesías y sus brazos cruzados le rinden un saludo con el máximo respeto. No es el gesto que se podría esperar de un padre ya que no lo es, sino de un noble hombre que está al tanto de su destino como protector masculino de la encarnación de Dios. El niño, de una complexión frágil en contraste con las dos figuras adultas, muestra un semblante sereno, como si estuviese al tanto de la importancia de su misión en este mundo y levanta su mano izquierda para llamar la atención del pasaje de las escrituras que la Virgen está leyendo. Esta, cuya figura ocupa casi la mitad del cuadro, es también gigantesca, muy lejos de las gráciles vírgenes que pintaban otros maestros de la época. Su manto, de una presencia indiscutiblemente poderosa, también cubre en parte el cuerpecito del niño Jesús, que queda ubicado así entre dos farallones que lo resguardan, con lo que se ensalza la cualidad protectora que tiene la familia. Los pliegues de los ropajes, de un fuerte claroscuro, sugieren las poderosas extremidades de las dos figuras de los adultos y en cambio el cuerpo de Jesús niño apenas si se puede ver. El rojo del manto de la Virgen domina la escena y a la vez sirve como contraparte espacial a las otras dos figuras. Es interesante notar que los dos mantos forman un espacio que permanece en penumbra alrededor del cuerpo de Jesús, creando así cierta aura de misterio sacro, pero no tenebroso.

El contraste entre las masas de los cuerpos queda así claramente establecido, como dos fuertes conchas que preservan un tesoro interno de frágil presencia. Los colores son en general cálidos y en ese sentido acompañan el discurso general referido al hogar, la protección y el respeto. La Sagrada Familia queda entonces como una ejemplificación del cariño filial y hogareño que permite a sus miembros desenvolverse en un ambiente que los proyecta hacia los valores más altos de la sociedad.

El gigantismo de Signorelli es una característica que claramente heredó Miguel Ángel años después cuando pintó sus famosos frescos de la Capilla Sixtina. Seguramente tuvo la oportunidad de aprender este tratamiento formal observando los frescos y cuadros de Signorelli siendo un joven en su natal Florencia. Pero a Signorelli no solo lo destaca esta cualidad, sino además el dramatismo plástico de sus figuras y las repetidas alusiones al movimiento espacial que estas recrean. También era un maestro del dibujo y el claroscuro, característica que lo llevó a realizar algunas de las composiciones más perfectas de su época.

Bautizado como Luca d’Egidio di Ventura de Signorelli, nació en Cortona probablemente en 1445. De su niñez poco o nada se sabe, pero seguramente sus primeros pasos en la pintura los dio en su ciudad natal con un maestro de la localidad. Consta que en su juventud fue discípulo de Piero della Francesca con quien aprendió el dibujo de la perspectiva y quien también lo influenció en el tratamiento plástico de sus figuras, de rotunda presencia y espacialidad. Se especula que también tuvo en su arte una gran influencia Antonio del Pollaiuolo, de quien aprendió la linearidad en el trazado de las figuras. Ya establecido como artista, marchó en 1482 a Roma para hacerse cargo de algunos frescos de la Capilla Sixtina, donde pintó escenas dedicadas al testamento y la muerte de Moisés. En esta época se puede observar una tendencia fuertemente platónica en su arte, seguramente producto de la influencia de la Academia Florentina.

Tras su estadía en Roma regresó a su ciudad natal, donde abrió un destacado taller que se convirtió en el centro de la llamada “Escuela de Umbría” de la cual era el máximo representante. La complejidad de sus obras se hizo cada vez mayor, especialmente desde 1484 en que realizó sus primeros ciclos de frescos, empezando con los de la abadía del Monte Oliveto Maggiore, cerca de Siena, donde pintó escenas de la vida de San Benito. Posteriormente, marchó a Orvietto donde realizó los frescos de la capilla de San Brizio en la Catedral, considerados su obra maestra. En sus paredes representó diversas escenas del Apocalipsis y el Juicio Final con un sentido del movimiento nunca antes visto en el arte del Renacimiento. De regreso a Cortona, donde se distinguió como el principal maestro de la ciudad, murió en su casa en 1523.


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