Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (VIII)

Por: Julián González Gómez

Egipto (Cuarta parte)

Estatua del faraón Akhenatón, siglo XIV a.C. Museo Egipcio, El Cairo

En los anteriores artículos sobre el arte del Antiguo Egipto se han descrito aquellas características que permiten entender e interpretar con mayor profundidad sus expresiones. Cabe repetir aquí que el arte egipcio se basó especialmente en directrices estereotipadas y fórmulas comunes, que fueron establecidas desde el tercer milenio a.C., las cuales no sufrieron ninguna variación en lo esencial a lo largo del tiempo. Pero en un momento especial de la historia egipcia, estas fórmulas fueron cuestionadas y abandonadas por los nuevos y radicales planteamientos que estableció un faraón cuyo nombre era Akhenatón.

Akhenatón o Ajenatón fue el décimo faraón de la dinastía XVIII y subió al trono en el año 1352 a.C. con el nombre de Amenofis o Amenhotep IV, hijo y sucesor de Amenhotep III. En el cuarto año de su reinado cambió su nombre por el de Neferjeperura Ajenatón, que significa “Lo que es útil a Atón”, con lo cual pretendía demostrar la fundación de una nueva doctrina religiosa, que suplantaba a la que estaba vigente desde hacía más de 1,500 años. Fundó una nueva ciudad en un lugar que hoy día se llama Amarna o Tell el-Amarna, a la que le puso el nombre de Ajetatón, que significa “Horizonte de Atón”, y a la que trasladó su corte. Mandó a construir palacios, templos y viviendas para todo su séquito y sirvientes, todo regido bajo el nuevo culto. Este se basaba en la adoración a un solo dios, llamado Atón (la Totalidad), a quien se identificaba con el disco solar, y quien no sólo era el creador de todo lo existente, sino también quien determinaba la vida, la muerte, la bondad infinita, vivificador de la Justicia y el Orden cósmico (Maat). Akhenatón era su enviado directo y también su profeta, por lo que era el único ser terrestre digno de la inmortalidad. Fue el primer culto monoteísta del que se tenga noticia, aún anterior al dios de Abraham y los hebreos.

Atón ya existía como un dios en la mitología egipcia antes de los tiempos de Akhenatón y se le representaba como un disco solar del cual surgían rayos con manos extendidas hacia los creyentes, como símbolo de los bienes que proveía generosamente para una vida de virtud. La originalidad del nuevo faraón consistió en declarar que el único dios sería Atón, desplazando a todas las demás deidades del panteón egipcio, cuyas cualidades y poderes asumió en exclusiva. Esto afectó especialmente al culto hasta entonces considerado como oficial, en el cual, el dios más importante era Amón, cuyos principales templos y sus sacerdotes estaban concentrados en la ciudad de Tebas. A su vez, Amón ya había asumido mucho antes las cualidades del primer gran dios egipcio: Ra, el principal dios del Imperio Antiguo y Medio. Los sacerdotes del culto a Amón gozaban de los más grandes privilegios, sólo por debajo de los del faraón, y su poder se extendía a todos los estamentos de la política, la economía y la sociedad. Akhenatón les retiró todos estos privilegios y los desplazó del centro del poder; lo cual, como es lógico, provocó un gran descontento entre sus numerosos seguidores. El faraón “hereje” se ocupó obstinadamente por asumir en su persona todos los poderes de los sacerdotes y la dirección del culto, por lo que su liderazgo no sólo era de tipo espiritual, sino también instrumental. Esta situación propició que sus representaciones cambiaran de carácter y de contenido, como vamos a ver a continuación.

Busto de la reina Nefertiti, siglo XIV a.C. Altes Museum, Berlín

El faraón se ocupó personalmente de instruir a los escribas y artífices sobre el nuevo carácter de su persona, distanciándose las representaciones ostentosas que hasta entonces habían predominado. Akhenatón se convirtió en un hombre de carne y hueso, que realizaba sus actividades cotidianas con corrección y devoción, siempre en compañía de su familia. La figura más emblemática de esta familia era su esposa, Nefertiti, quien se convirtió en el prototipo de la belleza y virtud femenina. Las representaciones del faraón y su familia se volvieron realistas y ya no eran idealizadas. Se abandonó el hieratismo y la perspectiva jerárquica, estableciendo un nuevo canon, en el cual todas las figuras se representan en su tamaño equivalente entre sí. Pero además en estas representaciones se puede ver a la familia real conversando casualmente, demostrando afecto y emociones entre los cónyuges y también entre estos y sus hijas, como cualquier familia egipcia. En las figuras esculpidas en bulto de Akhenatón que se encuentran en los museos de El Cairo y Berlín, se puede ver a un individuo cuyas características morfológicas denotan algunos problemas en lo que respecta a su conformación física, como una mandíbula demasiado prominente, hombros estrechos, caderas sumamente anchas, piernas muy cortas, etc. Pretende demostrar entonces que es un personaje concreto, terrestre y humano en definitiva. Podemos saber que era el gobernante sólo porque luce sus atributos simbólicos: la corona y los cetros cruzados sobre su pecho. Lo mismo cabe para mencionar a las representaciones de Nefertiti, cuyo rostro es de una belleza inigualable, veraz y no idealizada; sobre todo el busto que realizó el escultor real Tutmose, el cual se encuentra actualmente en Berlín y que es considerado como una obra maestra del arte egipcio.            

La ciudad de Ajetatón fue trazada según un plano geométrico ortogonal, al igual que otras ciudades antiguas y se colocaron quince grandes estelas que marcaban simbólicamente sus límites. En esa capital el faraón mandó a construir el gran templo de Atón, los palacios reales, los edificios administrativos, viviendas, hipogeos y servicios públicos. Por la premura de su construcción, hecha predominantemente de adobe, y por el corto período en el que fue ocupada, los edificios no resistieron el paso del tiempo y hoy sólo quedan escasos rastros de sus cimientos. Siguió siendo ocupada unos cuantos años después de la muerte de Akhenatón, pero ya en los tiempos de su famoso sucesor Tutankamón fue abandonada, regresando el asiento de la monarquía a Tebas. Todos los vestigios del reinado del faraón “hereje” fueron borrados de Egipto y hasta su nombre desapareció de la lista de los gobernantes, como si nunca hubiese existido. Todo lo que conocemos del maravilloso arte de este período se debe a las excavaciones que se realizaron en Amarna durante el siglo XIX. Pero la huella de este arte realista y entrañable perduró, aunque escasamente, en algunas manifestaciones posteriores, especialmente en el período comprendido entre los siglos X y IV. Al respecto, destacan las dos tallas de pizarra, llamadas cada una “Cabeza Verde” que se encuentran en Berlín y Boston, que posiblemente representan a dos sacerdotes.

Akhenatón y su familia adorando a Atón, siglo XIV a.C. Altes Museum, Berlín

El período del faraón Akhenatón constituyó una anomalía, no sólo en lo que se refiere a la figura de un gobernante, sino también en cuanto a la religión e ideología asociada a ella. Indudablemente, estas manifestaciones heterodoxas que rompieron con una tradición rígidamente establecida en lo que se refiere a la narrativa y la representatividad nos sorprenden por su realismo y verosimilitud. Tanto es así, que los estudiosos de la historia del arte han designado a estas manifestaciones como propias del denominado “período de Amarna”, para distinguirlo de otros períodos del arte antiguo egipcio.

En el próximo artículo, el último sobre Egipto Antiguo, abordaremos la arquitectura de esta sorprendente civilización, cuyas manifestaciones van mucho más allá de las icónicas pirámides que todos conocemos.


Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (VI)

Julián González Gómez

Egipto (Segunda parte)

“El método de trabajo del artista egipcio se asemejaba más al de un cartógrafo. Lo importante no era la belleza, sino la perfección. Su misión era representarlo todo tan clara y permanentemente como fuera posible. Dibujaban de memoria y de conformidad con reglas estrictas (…) Cada elemento debía ser representado desde su ángulo característico”. ­–E. Gombrich

Ejemplo de aspectiva en un paisaje, el “Jardín occidental” en la tumba de Nebamun, XVIII Dinastía (siglos XVI-XIII a.C.), originalmente en la Necrópolis de Tebas, actualmente en el British Museum

Para los antiguos egipcios, todo lo que se elaboraba cobraba vida. Por ello debían ser muy cuidadosos para ejecutar sus representaciones, ya que de su correcto planteamiento y realización dependía su efectividad, de acuerdo al contexto mágico religioso en el que se desenvolvían estas manifestaciones culturales. De esa idea se deriva la frase de Gombrich que encabeza este artículo. El concepto de belleza para los antiguos egipcios era muy distinto del que es aceptado por nosotros. La perfección, como norma suprema de la exteriorización del Nefer, es el valor que manifiesta para preservar el Maat, tal y como se explicó en el artículo anterior. Esto los llevó a establecer que la representación de cualquier cosa debía permitir su correcta interpretación sin ninguna clase de ambigüedad, tanto en la arquitectura, como en la pintura, escultura, escritura, orfebrería o cualquier otra disciplina. De ahí el establecimiento de normas estrictas y directas de la representación y su inmutabilidad. En arquitectura o en escultura de bulto esto no representaba mayor problema, ya que se pueden reconocer directamente las cualidades principales de lo representado gracias a su tridimensionalidad, con el agregado de los recorridos en la arquitectura, que permiten su contemplación desde diversos ángulos y así su mejor comprensión espacial y volumétrica. Pero en pintura, relieve y escritura la situación es distinta pues presenta un problema: la representación de las tres dimensiones sobre un plano bidimensional.

Este es un problema al que se han enfrentado los creadores plásticos desde la prehistoria: ¿cómo se obtiene más “verosimilitud” en la representación de cualquier cosa? Por supuesto, esta cualidad depende también de qué se quiere resaltar en una representación y también depende de la simbología que se pretende expresar mediante su imagen. Para los antiguos egipcios, a estos problemas se sumaba el factor crítico de la efectividad mágica de las imágenes, tal como se dijo antes. Nosotros, en la cultura occidental, estamos acostumbrados a utilizar un recurso que se desarrolló durante el Renacimiento, pero que tiene precedentes desde los tiempos helenísticos: la perspectiva. Por medio de ella podemos visualizar con relativa objetividad cualquier representación del mundo tridimensional en una superficie plana. Sin embargo, la perspectiva es tan sólo un “truco visual”, producto de las limitaciones de la óptica, ya que en realidad nosotros no podemos ver el mundo en perspectiva, pero estamos tan acostumbrados a ella, que nos parece natural y normal. Por ello, antiguamente se le llamaba a la perspectiva “trampa de ojo” o trampantojo. Los antiguos egipcios nunca conocieron y desarrollaron la perspectiva y, ante la necesidad de plasmar las cosas de la manera más descriptiva y completa, de resaltar sus características principales y secundarias, desarrollaron un método que en tiempos modernos ha sido llamado por los historiadores perspectiva múltiple o, más certeramente, aspectiva.

La aspectiva admite la combinación de distintos puntos de vista o aspectos de una misma cosa, recomponiéndolos en una superficie, de manera tal que se puedan reconocer sus aspectos distintivos y aquellos que se desean resaltar, sin perder su identidad. Todo ello de acuerdo al contexto en el que se muestre la obra y de acuerdo a su propósito. Estas consideraciones se extendieron no sólo a la representación de los objetos, sino además a los paisajes, las representaciones antropomórficas y los mundos ultraterrenos. La aspectiva permitió también a los artistas la combinación de elementos de naturalezas distintas; por ejemplo, seres que son en parte humanos y en parte animales, como muchos de los dioses del panteón egipcio. También permitió representar al unísono diferencias temporales y secuenciales, aceleraciones y retardos, densificaciones y ralentizaciones; todo lo cual enriqueció enormemente las posibilidades plásticas y representativas de las narrativas artísticas egipcias armonizando opuestos y eliminando lo irrelevante o lo redundante.

El astrónomo Nakht y su esposa Tawy, pintura de la XVIII Dinastía (siglo XIII a.C.).

Uno de los rasgos más característicos del arte egipcio, que se deriva de los principios de la aspectiva, es el llamado “perfil egipcio”, del cual hay múltiples ejemplos. En el “perfil egipcio”, cuando se trata de representaciones antropomorfas, la figura humana se presenta desde varios ángulos distintos que se conjugan en una sola imagen, desarticulándola y vuelta a componer de una forma que aparenta ser naturalista. La cabeza se muestra de perfil, pero el ojo se muestra de frente; el tronco se muestra de frente, pero en el caso de una mujer, los senos están de perfil y las caderas, piernas y pies se muestran también de perfil. Estas distorsiones, como normas establecidas para la representación del cuerpo de los seres humanos, permitían destacar aquellos elementos que se consideraban los más importantes y valiosos en relación a la existencia en este mundo y en el mundo del más allá. Se buscaba una eficacia basada en la forma y sus repercusiones mágicas; algo así como una simbología con connotaciones trascendentes. Esto era especialmente necesario en las representaciones en las tumbas, donde descansaban los cuerpos embalsamados y momificados de los muertos. En cuanto a las representaciones de los dioses y faraones, las mismas convenciones pretendían establecer su carácter como entidades completas y significativas. En relación a los planteamientos puramente plásticos, vale decir que, en muchos aspectos y salvando las distancias, los cubistas hicieron algo similar, miles de años después que los egipcios; pero, por supuesto, sin el componente mágico.

Por ejemplo, en el perfil egipcio la nariz se representaba de perfil, que así cobra su auténtico carácter y también por medio de esta vista se otorga más personalidad al rostro. Pero también, desde el punto de vista de la mentalidad egipcia, la nariz era uno de los órganos fundamentales de la existencia, ya que entre otras cosas es la vía de acceso del aire que permite la respiración, el “soplo vital” en esta vida y en la otra. En cambio, el ojo se representaba de frente, que es como se puede visualizar de forma más efectiva y también es la posición en la que se puede observar mejor. Por otra parte, el ojo visto de frente representa también el Udyat (“el que está completo”); el Ojo de Horus, que fue un símbolo de características mágicas, purificadoras, sanadoras y protectoras; interpretado también como la encarnación del orden y perfecto, como símbolo de la estabilidad cósmica, es decir, el Maat

Las representaciones del torso seguían ideas similares y se representaba frontalmente. Dentro del torso se encuentran los órganos fundamentales de la existencia y debían estar completos. Si se hubiese representado de perfil perdería efectividad mágica, pues los órganos sólo estarían en una mitad. Los brazos, en cambio, se representaban de perfil para otorgarles más representatividad característica y las manos se mostraban íntegras y siempre en acción.

La cadera y los glúteos se representaban de perfil, de forma similar a como se representaba la nariz y la cabeza, ya que así se podía captar mejor su carácter y volumen. En cuanto a la representación de las piernas, se consideraba que lo más importante era mostrar que se disponía de ambas. De esta manera se propiciaba que el individuo representado pudiera gozar de plena movilidad. En cuanto a los pies, se representaban siempre de perfil y se mostraban los dos al final de las extremidades inferiores, con los tobillos y la totalidad de los dedos, que eran fundamentales para poder caminar. De esta manera, con dos piernas y dos pies enteros, el representado podía avanzar superando los obstáculos tanto de este mundo, como los de cualquier otro.

Por consiguiente, las representaciones del “perfil egipcio” se establecieron como convenciones que tenían como objetivo el propiciar un cuerpo mágicamente adecuado y trascendente; necesario tanto para la vida y también para su continuidad tras la muerte. En el próximo artículo describiremos otras características fundamentales del arte antiguo de Egipto.


Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (V)

Julián González Gómez

Egipto (primera parte)

La civilización del Antiguo Egipto tuvo una sorprendente continuidad de 3,000 años en los que, con alzas y bajas, períodos de esplendor y decadencia, se mantuvo vigente y sin mayores cambios en su estructura social y cultural. Esto se debió en buena medida a su aislamiento respecto a otras culturas, por su situación geográfica especial y también por el dominio cultural que ejercieron sobre otras civilizaciones. Es cierto que en los últimos siglos de su historia, Egipto sufrió las invasiones de diversos pueblos que lo sometieron: los persas y los griegos, y que al final la unidad de su cultura fue rota y desplazada por la dominación romana, desde el siglo I a. C., pero sus paradigmas esenciales no sufrieron transformaciones profundas, hasta el advenimiento del cristianismo y, sobre todo del islam, a partir del siglo VIII d. C.

Pirámide escalonada de Zoser en Saqqara, creación de Imhotep, Egipto, 2650 a. C.

Cuando pensamos en Egipto, inmediatamente nos vienen a la mente aquellas imágenes icónicas que identifican a esta cultura ante el mundo: las pirámides de Guiza, las enormes estatuas de los faraones que hay en los templos, los paisajes del valle del Nilo, los jeroglíficos, etc. También es la tierra que se describe en la Biblia y los escritos de algunos antiguos griegos que llegaron a conocerla y admirarla, como Heródoto. Todas estas imágenes e historias nos remiten a un esplendor antiguo, muchos de cuyos logros técnicos no han podido ser sobrepasados hasta los tiempos modernos. Pero en el Antiguo Egipto se encuentra también una idiosincrasia y un modo de pensar particular, único y singular, que afortunadamente ha quedado registrado en los diversos textos que produjeron y que los descubrimientos arqueológicos han confirmado. Entre estos logros se encuentran aquellos que están relacionados con su religión y su visión del mundo, de donde se deriva su cosmovisión y algo más que aquí nos interesa bastante: los conceptos relativos a la representación del mundo terreno y del mundo ultraterreno. En efecto, los antiguos egipcios llegaron a desarrollar una serie de ideas referidas a la estética de la representación autónoma, aunque al mismo tiempo ligadas a su forma de concebir el mundo y, sobre todo, la vida después de la muerte, a la que consideraban la más importante.

Entre estos conceptos hay uno que denota la idea de la perfección y con él el de la belleza relativa a ella, descrito con la palabra Nefer. Significaba al mismo tiempo lo bueno, lo perfecto, lo completo y lo armónico. El término es muy común en las inscripciones jeroglíficas, representado mediante un signo que simboliza un corazón unido a una tráquea. Sus connotaciones, todas positivas, se aúnan a diversos nombres: Men-Nefer (la que es estable de belleza) que era uno de los nombres de la ciudad de Menfis; Bau-Nefer (perfecto de poderes mágicos); Nefer-Renpet (el buen o bello año); Nefer-Hotep (la buena ofrenda a los dioses). Se ha relacionado también este término con los nombres de algunas mujeres del Antiguo Egipto, todas consideradas como modelos de belleza arquetípica: Nefertiti, Nefertari, Neferet, etc. Pero en realidad, este término no se refiere únicamente a aquello que era considerado bello desde el punto de vista formal, sino más bien como el fruto de la justa creación de los dioses y la virtud que se deriva de ella. Pero esa virtud podía ser destruida si no se preservaba la Justicia Universal, llamada Maat. La Nefer dependía de la Maat, es decir, del equilibrio del cosmos, de la preservación infinita del orden del universo.

Ra, el dios solar, debía descender cada noche al inframundo, llamado Duat, donde debía enfrentarse a Apofis, el símbolo del mal. Ra estaba obligado a vencer en esta batalla para que el ciclo diario de regeneración del mundo no se detuviera y así apareciera de nuevo en el cielo al amanecer de cada día nuevo. Para ayudar a Ra en su lucha contra Apofis siempre aparecía Maat, encarnada en una diosa de gran belleza. Por ello, Maat era una fuerza benefactora de la que se nutrían los dioses, en especial Osiris, el dios que controla las leyes del Maat, de las cuales es el guardián, juez y soberano supremo. El encargado de preservar la Maat y su encarnación era el faraón, el dios viviente, el mediador y puente entre el mundo y los dioses. Por ello, sus representaciones debieron regirse por medio de fórmulas que debían ser permanentes, con una base preestablecida, estereotipada, y que por ello sufrió muy pocos cambios en el transcurso de los siglos. Maat debía ser siempre necesaria, nunca contingente y Nefer, su consecuencia, debía tener la misma categoría, ya que era producto de ella. Estas ideas surgieron quizá desde antes del establecimiento del imperio faraónico, cerca de 3,000 años a. C. y se extendieron durante toda la historia de esta cultura, adoptando ligeros cambios estilísticos a lo largo del tiempo. En otras culturas antiguas surgieron conceptos similares: en Mesopotamia con los mes (decretos divinos acerca del orden y armonía universal) y en China, tanto en el taoísmo como en el confucianismo.

Las representaciones de Maat eran inmutables, mientras que su derivada Nefer tuvo algunas pequeñas variantes, de acuerdo a las épocas. Por ello podemos ver que, en el Imperio Antiguo, en el tercer milenio a. C., la representación de la Nefer era de carácter preferentemente realista, una recreación del mundo con cierta idealización, que también se transfiere al mundo ulterior y el de los dioses. Se trata de imágenes que pretenden reflejar la armonía del cosmos y, en este mundo, la realidad de una vida que debe ser estable, inmutable. Los retratos son realistas, reflejan las cualidades de las personas tal cual son, hasta las imágenes de los faraones siguen estas mismas pautas. Esta es la época de la transición de las tumbas (las mastabas) a las pirámides y los templos funerarios en honor a los faraones fallecidos en este mundo, pero que perviven en el mundo de ultratumba. El Nefer es una cualidad que trasciende desde el mundo del más allá, se desenvuelve en este mundo  y después regresa a él. De acuerdo a estas creencias, la manifestación de la belleza en el mundo era un reflejo de la belleza propia del orden cósmico, su virtud y su justicia.

Su expresión en aquellas obras que eran producto de la manufactura humana (las cuales hoy nosotros llamamos arte egipcio), era nada más que un vehículo de expansión de la propia virtud cósmica, y sus artífices (los artistas) los encargados de ejecutarla de la forma más fiel posible. Su prestigio se basaba en cualidades con las que habían sido favorecidos después de un duro proceso de aprendizaje, tanto en los aspectos técnicos, como sobre todo en los aspectos metafísicos y religiosos. Eran una especie de sacerdotes-artistas, por llamarlos de una manera conocida para nosotros. Por lo tanto, su actividad no era autónoma ni independiente de los paradigmas religiosos. Su creatividad y los valores plásticos que utilizaban para la realización de sus expresiones, aunque siempre eran estereotipados, no eran un producto derivado de su propia inspiración, sino producto de una invocación a los seres divinos. Esto es especialmente manifiesto en el arte público egipcio, sobre todo en los templos: su arquitectura, sus relieves y sus estatuas y las tumbas reales del Imperio Antiguo, en especial los complejos de las pirámides.

Conocemos a aquel al que los egipcios consideraron el primero de los creadores humanos y también el más grande, bajo cuya figura se fijaron los paradigmas de lo más alto en lo que se refiere a las actividades propias de la creación artística y también de la ciencia, ya que estaban unidas indisolublemente. Su nombre era Imhotep. Se ha demostrado que fue una verdadera figura histórica y no un mito como se creía antes. Era sumo sacerdote de Heliópolis y visir del faraón Zoser durante la tercera dinastía (imperio antiguo) en el siglo XXVII a. C. Sus actividades no sólo abarcaban los aspectos de la religión y la política, sino también la medicina, la arquitectura, la ingeniería y la astronomía. Era considerado un sabio en todo lo que cabe en este término, un creador y un científico que dominaba la matemática y la geometría. Diseñó el complejo funerario del faraón, el cual contiene la primera pirámide de Egipto, que se construyó en Saqqara. En la base de la estatua del faraón ubicada en este complejo se puede leer acerca de Imhotep: “Tesorero del rey del Bajo Egipto, Primero después del rey del Alto Egipto, Administrador del Gran Palacio, Señor hereditario, Sumo sacerdote de Heliópolis, Imhotep el constructor, escultor, hacedor de vasijas de piedra...”. Otros escritos históricos también se refieren a él en los mismos términos, incluso fue elevado a la categoría de dios de la medicina y la sabiduría. Se le representó como una figura sedente con un papiro desplegado sobre sus rodillas, por lo que también fue venerado como patrón de los escribas en el imperio nuevo. Imhotep se convirtió en el arquetipo del creador-demiurgo, la categoría más alta a la que un mortal podía aspirar en este mundo, lo cual nos da una idea de la importancia y complejidad del dominio de las artes y las ciencias en el Antiguo Egipto.

A diferencia de las grandes y trascendentes expresiones, producto de una ejecución de carácter divino, los artistas egipcios se manifestaron de una manera más discreta en las tumbas de personajes de menor rango: funcionarios, gobernadores, militares, burócratas, etc. En estas tumbas el arte es más personal, más expresivo, menos riguroso y por ello más cercano a la vida cotidiana, sus costumbres y su idiosincrasia. La vida terrena y sus diferentes aspectos se representaban en las tumbas con la intención de extenderlos a la vida después de la muerte, que era un concepto de naturaleza transitiva. Los personajes están representados de una forma realista, no estereotipada, y se les puede ver junto a sus familias y sirvientes realizando las labores que les eran comunes en esta vida: ritos religiosos, agricultura, comercio, artesanías, guerra, vida familiar, comida, danza y música, etc. Todo expresado con maravilloso y extraordinario colorido y vivacidad. Únicamente para los faraones estaban reservadas las fórmulas estrictamente rituales y las hieráticas imágenes en sus tumbas, así lo demuestran. Sólo hubo una única y corta excepción a esta regla, y fue durante el período de Amenofis IV, llamado Akhenatón, quien estableció un nuevo culto y una singular cosmovisión. A este período dedicaremos un capítulo más adelante.

La fascinación que ha producido el arte egipcio desde los tiempos antiguos proviene de su monumentalidad y escala, por su naturalismo, a veces manifestado con un realismo exacerbado, por el dominio de la técnica y de su armónica geometría. Pero también nos ha fascinado por la “modernidad” que evidencian sus cánones, semejantes en mucho a los de nuestra cultura moderna, a pesar de su lejanía tan grande en la escala cronológica. El Antiguo Egipto nos remite a un pasado que añoramos presente, por lo cual nos identificamos tanto con su arte y sus expresiones. Por ello, para caracterizar y entender las representaciones artísticas de esta gran civilización se requiere conocer en profundidad sus creencias y su cosmología, algunas de cuyas características acabamos de mencionar. Para completar el panorama, es necesario revisar aquellos aspectos que definieron el canon egipcio en lo que se refiere a los aspectos formales y sus nociones básicas. A ellos dedicaremos el siguiente artículo.


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