Francis Picabia, «La primavera». Óleo sobre tela, 1912

Julián González Gómez

La fragmentación explícita nos mueve a considerar una suerte de desintegración con la cual nos podemos identificar en determinados momentos de la vida. Esta identificación, en muchos casos, tiene que ver con una sensación interna y subjetiva que puede llegar a afectarnos y conmovernos profundamente. Aunque la imagen de la obra que aquí se presenta muestra esa fragmentación, su título no alude a ella. En la intención de la pintura abstracta incipiente, estaba contenida una suerte de visión programática de una realidad paralela y subjetiva que el artista pretendía mostrar y que el observador debía interpretar. Es una visión totalmente alejada de consideraciones objetivas que implican una interpretación literal de la imagen. Con un lenguaje libre de simbolismos el camino interpretativo queda libre para cualquier lectura.

Todas estas primeras experiencias de abstracción descienden de los hallazgos de los cubistas, quienes por fin se decidieron a romper la representación literal que era la norma desde el Renacimiento. Aunque los cubistas como Picasso y Braque nunca rompieron con la figuración, otros artistas que los siguieron llegaron a alcanzar la rotura y se adentraron en un mundo de nuevas posibilidades. Picabia bebió de esas experiencias en esos años de intensas investigaciones al igual que muchos otros. La mayoría quedaron en simples intentos que no tuvieron mayores consecuencias, pero otros experimentos llevaron a conformar nuevas vanguardias que dejaron una imperecedera huella en la historia del arte moderno.

En esta obra vemos una composición densa y abigarrada, conformada por múltiples fragmentos de elementos que no se pueden identificar, pero que nos parecen extrañamente conocidos. Hay un ritmo primordial que es discontinuo y que fija todas las pautas visuales. Hacia la parte superior hay un agrupamiento más denso de figuras de menor tamaño y en la parte inferior, las figuras han crecido y se muestran menos abigarradas. Parece como que si todas las formas descansaran sobre una base y se proyectaran hacia arriba. La fluidez espacial es total y surge como producto de una libertad compositiva que aparentemente no tiene límites. Debido a esta libertad compositiva, el autor no utilizó ningún esquema preestablecido como por ejemplo trazos reguladores o directrices, permitiendo que las formas se plasmaran en un aparente desorden que fluye sin dirección evidente.

El uso del color es restringido, es casi una composición monocromática y muestra que Picabia no tenía –aparentemente– intenciones de establecer una comunicación cromática con el observador. Sin embargo, hay una intención de establecer un ritmo en el color que se hace palpable en la combinación de una gama de tonos ocres que dominan el esquema y que se mezclan con grises neutros que establecen cierto contraste.

Es esta una obra que nos puede mover a tener una sensación de excitación y algarabía, siempre y cuando nos sintamos identificados con los códigos que estableció el artista. Cuando Picabia la pintó, atravesaba por una fase de experimentación en la que buscaba definir un lenguaje abstracto, que consolidara un esquema visual que se inscribiese en una vanguardia, pero pronto abandonó estos experimentos y se sumergió en el dadá, que lo llevaría a ser uno de sus artistas más reconocidos.

Francis-Marie Martínez Picabia nació en París en 1879, proveniente de una familia cubana de raíces gallegas. Su padre era diplomático y esta posición le permitió darle una magnífica formación a Francis, quien se decantó por las expresiones artísticas desde muy joven. Estudió en la École des Beaux-Arts y en la Escuela de Artes Decorativas de París, donde recibió una fuerte influencia del impresionismo y el posimpresionismo. Muy pronto se vinculó a las vanguardias, en especial al cubismo y empezó a experimentar dentro de sus esquemas. Más tarde conoció a Marcel Duchamp. En 1913 viajó a Nueva York para darse a conocer como artista de vanguardia y estuvo allí hasta 1916, año en el que se marchó a Barcelona, donde siguió trabajando sobre sus propias tendencias. En 1917 volvió a París donde conoció a Tristan Tzara y un buen grupo de los artistas dadá y se sumergió de lleno en este movimiento participando en sus múltiples expresiones, muchas de ellas escandalosas para la sociedad de su tiempo. Unos años más tarde, se vio influenciado por el incipiente surrealismo, aunque nunca llegó a participar de lleno en este movimiento comandado por André Breton. A partir de 1924 se moderaron sus tendencias nihilistas y volvió a experimentar con un arte más tradicional y figurativo en el que destacó realizando gran cantidad de exposiciones en Europa y los Estados Unidos. Trabajando en sus propios y originales conceptos artísticos desarrolló el resto de su carrera residiendo en París, donde murió en 1953.


Gustav Klimt, Retrato de Adele Bloch Bauer. Óleo y oro sobre tela, 1907

Julián González Gómez

Gustav Klimt fue el pintor más reconocido de la llamada Secesión Vienesa, una especie de escuela artística y de diseño que se formó en la capital austríaca a finales del siglo XIX y principios del XX. Conocida por ser una de las tendencias más vanguardistas de su época, la Secesión aglutinó a un grupo de artistas que innovaron en los campos antes mencionados y que abrieron las puertas para el desarrollo de nuevas vanguardias en tiempos posteriores.

La secesión fue coetánea de otros movimientos gestados en Europa como el art nouveau, el modernismo, el estilo floreale y el judgenstil. Cada uno poseía sus propias características, pero compartían la necesidad de expresar un arte decorativo que le hiciera frente a las tendencias estandarizadas de la producción industrial, las cuales consideraban de mal gusto y poco valor artístico. Klimt fue el primer presidente de la asociación y bajo su mandato se realizaron diferentes actividades y exposiciones que dieron a conocer la tendencia en los ámbitos vieneses, aunque en algunos casos sobrepasaron las fronteras austríacas para proyectarse en otros países. Pronto la secesión empezó a formar parte de la vida y el gusto de las clases sociales más privilegiadas de Viena. Por esta época, la ciudad era un importante foco de cultura y avances científicos como el psicoanálisis de la mano de Freud y sus seguidores.

Del arte de Klimt se puede decir que en él impera el gusto decorativo. Sus temas favoritos fueron los desnudos y los retratos. En su época retrató a algunas de las más prominentes personalidades de la sociedad y se movía en estos círculos como el artista más cotizado. Liberado de encargos públicos, por los que tuvo algunos problemas, se dedicó a los trabajos que más satisfacciones le daban y todos formaban parte de una especie de obra de arte total, la cual hay que juzgar y analizar bajo una óptica que, si bien no se puede apartar de la secesión, contiene matices propios que le dan su sello característico.

El retrato de Adele Bloch Bauer es, tal vez, el más famoso de Klimt, también conocido como La dama de oro. Fue pintado por encargo de un rico judío vienés, Ferdinand Bloch Bauer, quien quería ver a su hija en un retrato hecho por el artista de moda de la ciudad. A Klimt le llevó bastante tiempo hacer el retrato, tal vez por su compleja ornamentación y fue entregado en 1907. Este cuadro ha tenido una historia bastante ajetreada ya que fue cedido por su dueña, la propia Adele, al estado austriaco y fue requisado por los nazis cuando se anexionaron Austria. Con un destino incierto después de la guerra, pasó por diversas manos hasta que paró en Estados Unidos. En el año 2006 fue vendido a un coleccionista propietario de una galería de Nueva York –Neue Galerie– por 135 millones de dólares, convirtiéndose en uno de los cuadros más caros de la historia.

En el cuadro Adele se muestra con una leve sonrisa. Su delgada figura está cubierta por un vestido muy saturado en el cual se pueden ver algunos diseños que eran propios del estilo de la secesión. Toda su delgada figura está retratada con gran estilización y sus manos delgadas y largas se abrazan en un gesto de reposo. La combinación entre el vestido y el fondo está dominada completamente por los dorados en un complejo diseño fragmentado con base en figuras geométricas simples. Todo ello es característico en el arte de Klimt durante estos años y podemos así encontrar otros cuadros que mantienen la misma configuración.

Gustav Klimt nació en Baumgarten, Austria, en 1862. Su padre era grabador de oro y su madre, una cantante frustrada de ópera. Su inclinación artística se manifestó desde su niñez. Sobreponiéndose a la pobreza y la escasez de recursos para estudiar, a los 14 años fue admitido en la Kunstgewerbeschule, la Escuela de Artes y Oficios de Viena donde estudió pintura y decoración de interiores. Su carrera individual empezó con algunos encargos en edificios públicos, labor en la que empezó a destacar poco a poco. Aunque su formación y su gusto por ese entonces estaban ligados al clasicismo, pronto Klimt empezó a ser influenciado por algunas de las tendencias que se desarrollaban en Europa por esos tiempos, en especial el simbolismo. En 1888, Klimt recibió la Orden de Oro al Mérito por su trabajo en los murales del Burgtheater de Viena, lo cual le trajo mucha fama y la oportunidad de relacionarse con los medios más elitistas de la ciudad.

En 1897, junto a un grupo de artistas fundó la Secesión de Viena, de la cual fue presidente, tal como se mencionó antes. Su estilo se consolidó gracias a este movimiento y empezó a ser considerado el artista más importante de su país. En 1911 fue galardonado con el primer lugar en la Exposición Universal de Roma. Tras varias enfermedades y gran cantidad de obras ejecutadas y otras sin terminar, murió en Alsergrund en 1918.


Maurits Cornelis Escher, «Sube y baja». Litografía, 1960

Julián González Gómez

Escher es un artista inclasificable dentro del mundo de las artes visuales. Nunca se unió a ninguna vanguardia o tendencia de las que por su tiempo estaban en boga, tampoco se afilió a ningún movimiento estético o conceptual. Toda su obra sigue una evolución que es única y propia, sin compromisos con ninguna tendencia. Aunque en sus inicios fue pintor y sobre todo dibujante, ha pasado a la historia como grabador, destacándose en los campos de la xilografía y la litografía. Su temática es variopinta, pero en toda ella se nota una especial afición a incentivar en el espectador los juegos visuales y matemáticos. No hay en su arte principios simbólicos sino totalmente concretos y eligió la figuración como medio de expresión. No le interesaba el drama humano sino su ubicación dentro de juegos mentales, a veces de una gran complejidad.

A Escher le gustaba engañarnos con trucos visuales de diversos tipos en los cuales todo parece común hasta cierto punto de vista, pero con la observación de las escenas se nos abre un mundo de paradojas que pocos artistas han podido expresar con la misma fuerza que él. Sus juegos visuales desafían la lógica y la percepción y además muchas de sus ilustraciones no carecen de cierto humor de tintes intelectuales. Por ello es que se convirtió en un artista muy popular en los medios del diseño y las artes visuales paralelas a las tendencias vanguardistas durante varias décadas, especialmente desde los años 60 del siglo pasado.

Esta litografía, llamada Sube y baja representa una escena que, al observarla por primera vez y de una manera superficial, nos parece una representación común y corriente de un grupo de personajes que están subiendo por una escalera que aparentemente no tiene principio ni final. Los personajes están vestidos a la manera medieval y la arquitectura donde se desenvuelve la escena es también del mismo tipo; como si fuera la cúspide de una casa ubicada en cualquier ciudad del medioevo. Pero una mirada más profunda nos hace caer en la cuenta de que la doble fila de caminantes sigue trayectos que, aunque parecen los mismos en sentidos opuestos unos están subiendo la escalera y los otros, la están bajando. Pero la escalera no tiene principio ni fin porque su dirección es la misma y no importa el sentido en el que se la recorra, el trayecto es el mismo. Para lograr este efecto Escher recurrió a un truco de la perspectiva en el cual une los distintos puntos de la escalera en un todo continuo, algo que es imposible en el mundo real. Por eso los recorridos son al mismo tiempo de subida y de bajada. Lo esencial es entonces esta escalera, quedando todo lo demás solo como meros elementos de una escenografía. En todo caso estos elementos revisten características de escenarios que nos remiten a épocas pasadas en las cuales las disciplinas como la alquimia y la astrología jugaban un papel esencial dentro de las manifestaciones de las sociedades.

Escher no se burla de nosotros, al contrario, con sus trucos visuales pretende hacernos ver un mundo que está más allá de las apariencias y nos invita a sumergirnos en terrenos oníricos en los cuales la exploración de las percepciones se vuelve un juego y un deleite. Algunos han querido ver en sus obras ciertos resabios del surrealismo, pero esto no tiene ningún sentido, pues lo onírico en Escher no se traduce en la representación subjetiva de un mundo ante todo irracional, sino que sus imágenes se vuelven concretas y perceptibles para poder ser juzgadas con la razón ante todo.

Maurits Cornelis Escher nació en Leeuwarden, Países Bajos, en 1898. Desde niño destacó como gran dibujante y esto hizo que se inclinara por las artes visuales, a pesar de que su padre lo obligó a inscribirse en una escuela de arquitectura. Abandonó esos estudios y se inscribió en una escuela de artes gráficas bajo la dirección del gran grabador Samuel Jessurun de Mesquita con el cual aprendió y dominó extraordinariamente las técnicas del grabado. A partir de 1922 realizó varios viajes al sur de Italia, tierra a la que llegó a amar, también estuvo en España, en especial en Granada donde se dedicó a copiar los intrincados diseños que decoran la Alhambra. En 1941 regresa a su país y se establece en la ciudad de Baarn donde pasa la Segunda Guerra Mundial, empezando a trabajar las primeras series de grabados que después le darían fama. Llevando una vida modesta, no fue sino hasta en 1951 que empezó a vender con profusión sus grabados. Trabajando en los Países Bajos, su obra fue cada vez más conocida llegando a convertirse en obra de culto para gran cantidad de coleccionistas. Llegó a incursionar en la escultura y en la elaboración de murales obteniendo buenos resultados en estas disciplinas. Al final de su vida, destruyó muchas de sus placas para que no se siguieran reproduciendo sus obras, que cada vez alcanzaban precios más altos. Murió en Hilversum, Países Bajos en 1972.


Cy Twombly, Sin título. Acrílico y lápiz sobre panel, 1992

Julián González Gómez

UNTITLED (A PAINTING IN 3 PARTS), 1992. ACRYLIC, OIL BASED HOUSE PAINT, COLOURED PENCIL AND LEAD PENCIL ON WOODEN PANELAcercarse a la pintura abstracta puede resultar retador para la mayoría de personas, ya que es un arte en el cual lo que se aprecia no son los valores tradicionales que se acostumbra visualizar. Para muchos resulta bastante difícil la interpretación y el captar los elementos que se expresan en una obra de esta naturaleza, por lo que en general no se le aprecia en lo que vale. Por lo menos eso es con lo que me he encontrado en la mayoría de personas con quienes he consultado acerca de esto, sobre todo en el ámbito del país. Por otro lado se puede decir que la obra de este autor resulta bastante difícil de apreciar, si la comparamos con la de otros pintores que se expresan por medio de la abstracción y es que Cy Twombly plantea un arte que no está comprometido con otros valores que no sean los que él mismo se ha fijado, sin complacer a nadie más. Por ello, la interpretación que el espectador haga de una de sus obras no necesariamente refleja la captación de ningún elemento que se aproxime a cuestiones tales como composición, colores o contenido plástico concreto.

Twombly se inició como un expresionista abstracto durante los años 50 del siglo pasado, pero al tiempo abandonó esta pintura basada en el gesto espontáneo y libre de contenidos para concentrarse en un arte, también abstracto, en el cual el contenido simbólico es un factor esencial. Su propuesta se basó desde entonces, en la manifestación de gestos que respondían a elementos literarios e históricos acudiendo a las manchas de tonos negros o grises y a los garabatos elaborados con lápices, para expresar un lenguaje parecido al grafitti. En ese sentido su arte se puede catalogar como de una naturaleza bastante culteranista que expresa algunos de los valores universales que han dado pie a la civilización, como la literatura y la mitología; eso sí, todo según su particular punto de vista porque es un lenguaje ante todo personal e intransferible que responde a su formación intelectual de primer orden.

En esta obra podemos ver la preeminencia de varias manchas libres de pintura morada oscura sobre un fondo gris blancuzco de corte neutral, diversos garabatos hechos con lápiz y varias palabras expresadas como elementos simbólicos para acercar la obra a una experiencia más humana de acuerdo a valores literarios. En vez de la espontaneidad de gestos rápidos e impulsivos propia de los expresionistas abstractos, aquí cada elemento que se ha fijado ha sido meditado de manera que nos propone una reflexión sobre la naturaleza intrínseca de la acción y el entendimiento humano. Son precisamente las palabras las que, sin reflejar necesariamente su significado, son una vía de acercamiento o si se quiere de reclamo para que el observador reflexione acerca de la naturaleza intrínseca de la cultura y la búsqueda de una verdad que siempre se escapa.

La influencia de Twombly se ha dejado sentir sobre gran cantidad de artistas a partir de la década de 1980 hasta la actualidad, todos comprometidos con este lenguaje simbólico aunque hay que admitir que algunos de sus seguidores han adquirido un lenguaje bastante más críptico en lo que a sus expresiones se refiere.

Cy Twombly nació en Lexington, Virginia en 1928, hijo de un jugador profesional de béisbol cuyo sobrenombre era ‘Cy’ el cual heredó al cambiarse de nombre. Muy joven, a los 12 años empezó a formarse como artista con Pierre Daura. Algunos años después, sirvió en el ejército como criptógrafo. Después de su salida de esta institución estudió en el Darlington School en Georgia y luego, en el School of the Museum of Fine Arts de Boston. Un tiempo después ingresó en la Washington and Lee University en Virginia donde se formó en humanidades y después en la Art Students League of New York. Por esa época conoció a Robert Rauschemberg, artista que luego destacaría en el movimiento Pop quien lo invitó a ingresar en el Black Mountain College en Carolina del Norte donde completó sus estudios de vanguardia.

Tras su larga formación académica, empezó a desarrollar una obra en consonancia con el expresionismo abstracto entonces en boga. Su primera exposición individual fue en 1951 y poco después inició un viaje por varios países del mediterráneo europeo y africano. A su regreso se estableció en Nueva York, donde empezó a destacar entre un grupo variopinto de artistas abstractos que luego siguieron diversas rutas. En 1957 se mudó a Roma donde se casó y se estableció definitivamente. Desde Italia realizó su obra abarcando las décadas siguientes y pasando por varias fases de expresión, pero siempre dentro del lenguaje abstracto. Sin embargo se distanció del expresionismo abstracto iniciando una serie de pinturas de fuerte contenido simbólico que abarcaban aspectos tanto literarios como mitológicos, producto de sus estudios sobre la historia del pensamiento y de las artes. Fue recipiendario de numerosos galardones internacionales y sus obras fueron adquiridas por varios de los museos más importantes del mundo. Entre los artistas modernos era considerado casi como un mito, aunque de parte de él siempre estuvo abierto al intercambio de ideas y conceptos sobre el arte por lo que distaba mucho de ser un ermitaño. Murió en Roma en 2011, después de una fecunda carrera.


Max Ernst, «Napoleón en el desierto». Óleo sobre tela, 1941

Julián González Gómez

Napoleon en el desierto 1941En un extraño paisaje, con un cielo neutral y un mar en calma donde flota una criatura que recuerda a un pez, hay dos figuras que están colocadas cada una a cada lado de una columna. El suelo está plagado de plantas de pequeño tamaño que de lejos recuerdan a un arrecife de coral. Pero nos podríamos preguntar si lo que estamos viendo es en realidad lo que estamos interpretando y no es así. No hay ningún elemento que sea totalmente interpretable aunque nos parezca familiar.

La figura de la izquierda porta una extraña vestidura sobre su cuerpo y tiene lo que parecería ser una máscara sobre su rostro, mientras que sobre la cabeza lleva un misterioso tocado o quizás es su pelo. La figura de la derecha es evidentemente femenina y está vestida también con un extraño ropaje que permite ver parcialmente su anatomía. Lleva también un tocado sobre su cabeza y además, porta algo que parece ser un instrumento musical que termina en la cabeza de lo que pudiera ser una gárgola, un ser monstruoso. No parece haber un diálogo entre ambas figuras, pero es posible que la relación se verifique a través de la columna que está en medio.

La organización del cuadro es bastante simple y es equilibrada a pesar de que la columna establece una línea central que determina el balance asimétrico de la composición. El colorido, aunque muy variado y relativamente armónico, sobre todo en la sección inferior y la columna, resulta apagado y connota un escenario poco luminoso y al final, triste y hasta deprimente.

La imagen es sórdida y desconcertante, es difícil establecer las relaciones entre los elementos porque en realidad estas no existen. Tampoco el título describe nada relacionado con el cuadro ni con ningún programa. Se trata de una imagen onírica, expresión del arte surrealista que fue hecha por uno de los más destacados miembros de este movimiento, Max Ernst.

El surrealismo surgió en los años 20 del siglo pasado a través de la asociación de un grupo de artistas plásticos y poetas alrededor de la figura de André Bretón, un psicoanalista seguidor de las teorías de Freud. Bretón impulsó una expresión personal y única de cada creador basada en las imágenes del subconsciente y el automatismo psíquico. Muchos de los artistas y poetas de este grupo provenían del movimiento Dadá y por lo mismo, estaban fuertemente influenciados por los gestos irracionales, la explosión instintiva y un decurso iconoclasta en lo que se refiere a los términos del arte, la cultura y la sociedad. El surrealismo proponía una nueva expresión y esta tenía que ver con la liberación de aquellos elementos que subyacen debajo de la consciencia y el juicio. No mediaba ningún filtro racional para expresar algo y tampoco contenía, en general, aspectos simbólicos que deberían interpretarse. Un factor esencial para revelar estos contenidos son las imágenes de los sueños, en los que no median ni la razón ni ningún otro filtro que tenga que ver con la realidad fenomenológica de la vida. La expresión surrealista es entonces una imagen visual o literal del subconsciente que se manifiesta tal cual, aunque no tenga sentido.

Max Ernst nació en Brühl, Alemania en 1891. Era hijo de un pintor aficionado y seguramente dio sus primeros pasos en el arte al lado de su padre. En 1909 ingresó a la Universidad de Bonn donde estudió varias carreras, entre ellas Filosofía, Historia del Arte y Psiquiatría, aunque no se graduó en ninguna de estas disciplinas. Por esa época empezó a pintar con una fuerte influencia del expresionismo. En 1914 se enlistó en el Ejército para combatir en la Primera Guerra Mundial. Se sintió atraído por el movimiento Dadá y empezó a experimentar con la técnica del collage creando obras de un fuerte contenido satírico e irracional. En 1922 se instaló en París donde empezó a relacionarse con el recién surgido grupo de los surrealistas, al que aportó la técnica del frottage que consistía en obtener una serie de texturas inéditas frotando diversos materiales en la tela. Como miembro activo del grupo surrealista, participó en numerosas exposiciones y actos de esta tendencia, incluyendo una aparición en la película La edad del oro de Luis Buñuel.

Cuando las tropas nazis invadieron Francia en 1940 fue encarcelado y luego, logró evadirse para marchar a los Estados Unidos donde se asentó en Nueva York. En 1953 se fue de Los Estados Unidos y se afincó definitivamente en París, aunque realizaba constantes viajes a diversos países, en especial a su patria Alemania. Reconocido internacionalmente, continuó fiel a los principios del surrealismo y ejerció un notable influjo sobre gran cantidad de artistas de las décadas de los 50, 60 y 70 del siglo pasado. Durante esta época empezó a desarrollar nuevas técnicas y su afán de experimentación nunca terminó. Entre las novedades que presentó a partir de los años 60 estuvo la instalación de objetos. Murió en París a los 84 años en 1976.


Juan Gris, «Mujer sentada». Óleo sobre lienzo, 1917

Julián González Gómez

JuanGris_Mujer_sentadaLos primeros pasos del cubismo los dieron Picasso y Braque a partir de 1908 en que comenzaron a investigar sobre el desarrollo de la descripción en diversos planos de un objeto representado sobre la tela. Esta búsqueda empezó a rendir sus frutos un poco después cuando el estilo y su radical forma de presentar las formas se empezaron a plasmar de tal manera que se rompía toda representación naturalista y perspectiva por primera vez desde el Renacimiento. La búsqueda los llevó a una técnica casi monocroma en la cual se podían ver los diversos planos que daban la idea general de lo que se estaba representando, acercándose al objeto y reduciéndolo a su geometría más básica, además mediante la descomposición de esa geometría presentar el esbozo más simplificado y estilizado que se había logrado hasta entonces.

De esa manera surgió el llamado cubismo analítico que fue visto en sus inicios con bastante reserva aún entre los artistas de vanguardia. Sin embargo poco a poco se fue afianzando y sus principios radicales empezaron a ser aceptados y adoptados por otros artistas. Pero la excesiva estilización y fragmentación del cubismo analítico llevó a Picasso y Braque a una trampa: llevados a su última consecuencia estos principios estaban llevando a un arte abstracto en el cual ya no se podía visualizar lo representado y por ello no se le podía identificar. Los dos pintores no quisieron dejar de representar los objetos de una forma reconocible y entonces se generó una revisión de los principios del cubismo en la cual la representación necesariamente tenía que representar los objetos para su identificación y para esto se simplificó la descomposición en las diversas facetas del objeto de una forma más simple. El color adquirió un nuevo protagonismo así como la aplicación de diversos materiales con lo cual se creó el llamado collage. En esta fase del cubismo es cuando hace su aparición Juan Gris como uno de los más destacados artistas de este movimiento.

En el cuadro que aquí presentamos aparece la figura altamente estilizada de una mujer, la cual se puede reconocer por los elementos geométricos que componen su cabeza y su cuerpo. Su posición es sentada sobre una silla que también podemos reconocer. La descomposición de los planos está organizada de tal forma que corresponden con la estilización de la figura sin perder su carácter esencial. Algunas de las partes están dibujadas con líneas blancas que se destacan sobre todo con el azul de la blusa, mientras que las zonas pintadas de negro muestran variantes de dibujos en curvas que contrastan con los diseños rectilíneos que dominan la composición. Las diferencias entre figura y fondo se diluyen gracias a la descomposición en diversos planos que se adelantan o retrasan de acuerdo al patrón establecido previamente por el artista. A diferencia de otros cuadros de Gris, aquí la coloración no es variada e intensa sino que se limita a una gama de grises, el negro, un plano amarillo en el fondo, blancos y sobre todos destaca el azul antes mencionado. El efecto es discreto y lo que se pierde en expresividad del color se gana en la buena combinación del diseño de los distintos planos creando un lenguaje claro y directo.

Falta en este cuadro el collage típico en la obra de Gris pero aún así el efecto final resulta de gran atractivo visual. Algunos críticos han aseverado que la pintura de Gris carece de profundidad conceptual y constituye sobre todo un arte decorativo. Pero ante esto hay que decir que en general el cubismo sintético no buscaba comunicar nada más que lo que se presentaba tal y como se puede ver descompuesto en un número determinado de planos que se relacionan entre sí dando al final un resultado de fácil identificación del objeto representado.

Juan Gris, que era su seudónimo, nació en Madrid en 1880 y recibió el nombre de José Victoriano González-Pérez. El Madrid que vio nacer a este artista era por esa época conservador y poco permeable a las vanguardias. Gris pronto se aficionó al dibujo y entre 1904 y 1906 estudió en la Escuela de Artes y Manufacturas de Madrid y en el estudio de un pintor local, de nombre José Moreno Carbonero. Trabajó como ilustrador en diversas publicaciones y también se dedicó a diseñar las portadas de varios libros en un estilo modernista. Para evitar el servicio militar se marchó a París en 1906 donde se empezó a relacionar con diversos artistas, entre ellos Picasso y Braque. Por esa época sobrevivía como dibujante trabajando para diversas publicaciones.

En 1910 inició su obra cubista bajo la influencia de Picasso y en 1912 presentó varias de sus obras en el Salón de los Independientes de París obteniendo un relativo éxito. Un año más tarde empezó a trabajar con la técnica de pegar diferentes papeles a la tela con lo cual innovó al cubismo, por esa época ya definitivamente sintético. Mientras que otros artistas abandonaban la vanguardia cubista, entre ellos Picasso, Gris se mantuvo fiel a este estilo creando cada vez más obras con un especial sentido colorístico. Nunca obtuvo grandes reconocimientos y sus pinturas pasaron discretamente por los salones y la crítica. De hecho la obra de Gris pasó desapercibida y subestimada durante muchos años hasta que hace un tiempo relativamente corto se empezó a valorar y exponer en algunos de los museos más importantes del mundo. Falleció a los cuarenta y siete años en Boulogne-sur-Seine, Francia.


Franz Marc, «El tigre». Óleo sobre lienzo, 1912

Julián González Gómez

AquMarc,_Franz_-_The_Tiger_-_Google_Art_Projectí nos encontramos con una escena selvática en la cual un poderoso animal está en cuclillas sobre el suelo desconfiando de las miradas de otros y por ello pretende no ser visto. Captura la esencia del depredador cuya naturaleza es el sigilo y la permanente vigilia. La vida en la selva es dura, inclemente, hay que sobrevivir a toda costa y si se falla o se comete un error todo se acaba. El animal voltea su cabeza a la izquierda como si acabara de escuchar un ruido y sus ojos miran intensamente en esa dirección con las pupilas dilatadas, todo en él es tensión. Podemos notar la flexibilidad del cuerpo del animal y su poderosa fuerza.

Su mirada es feroz, propia de su condición salvaje y solitaria. El artista supo captar la esencia de este animal y por ello cobra vida ante nuestra asombrada mirada como si de pronto nos encontráramos con él. La plástica de esta obra se puede caracterizar como cubista, producto de la tendencia que por entonces influía a Marc al igual que a innumerables artistas de su tiempo. De ahí la angulosidad que domina a todos los elementos que aparecen en el cuadro, reducidos a sus formas básicas. Los colores son elementales, reducidos casi a su mínima expresión al igual que las sombras y las penumbras. Pero a pesar del tono descriptivo y naturalista de los elementos visuales, hay algunos colores que se antojan no naturales, sobre todo los azules y los morados que responden más bien a efectos expresivos que a las consideraciones figurativas.

En efecto, esta es una pintura que se encuentra a medio camino entre el cubismo y el expresionismo que también por esa época se estaba desarrollando en Alemania de la mano de un grupo de artistas de vanguardia. Todo había empezado en 1904 en Dresde con la fundación del grupo “El Puente” que empezó a experimentar con una nueva expresión audaz y de gran contenido de color mostrando la condición humana desde una perspectiva de cierto vacío existencial y el subjetivismo del individuo dando pie al expresionismo. Posteriormente se fundó en Múnich el grupo “el Jinete Azul“ del cual surgió una expresión plástica que sentaba sus raíces en los hallazgos de el Puente, pero su trayectoria los llevó a un arte más ligado a la síntesis de las formas naturales, posiblemente bajo la influencia del cubismo en mayor o en menor medida. Algunos artistas que pertenecieron a este grupo como Kandinsky o Klee llevaron estos hallazgos a tal punto que empezaron a desarrollar un arte ya verdaderamente abstracto y con ello se separaron de la figuración.

Bajo estas premisas Franz Marc se sumergió en el mundo de la representación de animales en su entorno natural. Antes que la expresión de sus características formales intentaba captar la esencia fundamental de cada uno de los animales que pintaba, dando pie a un contenido antes espiritual que fenomenológico. En cierto modo intentaba representar el mundo no desde el punto de vista del humano que lo observa sino desde el punto de vista del animal que lo protagoniza. Marc sentía que abandonando las representaciones humanas su arte irrumpiría en nuevos horizontes que lo llevarían a una visión más integral de las condiciones del mundo natural. Lo ajeno del ser humano se volvió entonces su búsqueda, así como años antes Gauguin se alejó de la civilización para vivir en el entorno salvaje y paradisíaco de las islas de los mares del sur.

Franz Marc nació en Múnich en 1880 y era hijo de un pintor de paisajes de cierto renombre llamado Wilhelm Marc. Tras realizar sus estudios básicos e influido por su madre, una fervorosa creyente, realizó estudios de filosofía y teología. Un tiempo después ingresó en la Academia de Bellas Artes de Múnich para formarse como artista, siguiendo los pasos de su padre.

Afín al paisaje en su primera época, viajó en 1903 a París y esta circunstancia hizo que descubriera en la capital de Francia las expresiones artísticas revolucionarias que se habían empezado a manifestar por esa época, sobre todo las pinturas de Van Gogh y Gauguin. Bajo estas influencias su expresión pictórica empezó a variar y regresó a Múnich donde montó su estudio pintando diversos temas, siempre con los paisajes en primera importancia.

Realizó otros viajes a París y en 1910 descubrió el cubismo y se sintió seducido por su síntesis geométrica, empezando a experimentar en su arte esta vanguardia pero sin abandonar sus formas naturalistas. En 1912 fundó el Jinete Azul junto a los pintores Kandinsky y August Macke, con los que trabajó según el programa que se fijaron. Marc entonces se especializó en la pintura de animales y además creó un código de colores que pretendían expresar el carácter y el estado de ánimo. Así el rojo significaba violencia, mientras que el amarillo significaba la alegría y el azul significaba la austeridad y el mundo espiritual. En plena época de trabajo novedoso del grupo estalló la Primera Guerra Mundial y Marc se enroló en el ejército siendo mandado al frente. Su convicción era que la guerra purificaría el alma de Europa pero estando en el frente se desencantó de este ideal tornándose pesimista. En medio de sus tribulaciones cayó herido el 4 de marzo de 1916 luchando en la Batalla de Verdún muriendo a los pocos días.


Robert Motherwell, “Elegía a la República Española”. Óleo sobre tela, 1954

Julián González Gómez

R. Motherwell, Elegia a la Repub lica Española No. 34, 1953-54La República Española se inició en 1931 dejando atrás a la monarquía y la decadencia política que había caracterizado a España desde hacía ya mucho tiempo. En un país de gente apasionada, el triunfo de los ideales democráticos no fue bien visto por ciertos sectores, sobre todo los más conservadores, los cuales casi desde sus comienzos empezaron a gestar conspiraciones para deponer el experimento democrático y restablecer el viejo orden.

Por otra parte, los sectores más afines a los esquemas políticos caracterizados por la dicotomía entre la izquierda y la derecha pronto se enfrascaron en disputas inextinguibles por copar el poder y desde él aplicar las reformas que juzgaban necesarias para sacar a España de su gran atraso. En la década de los años 20 y 30 del siglo pasado surgieron los movimientos fascistas en Italia y nacional socialista en Alemania, ambos de extrema derecha. En contraparte, la Unión Soviética de Stalin, comunista y totalitaria, ganaba cada vez más adeptos gracias al internacionalismo de ese movimiento. La República Española fue el primer campo de lucha europeo entre los dos extremos, volviéndose así tierra fértil para el enfrentamiento que parecía inevitable. Nadie quería ceder ni un ápice y los partidos se fueron radicalizando cada vez más hasta que en 1936 se produjo un levantamiento militar contra la República, el cual fue apoyado por la mayor parte del tradicionalista Ejército y aplaudido por los sectores más conservadores, los católicos y las derechas.

El sangriento enfrentamiento duró 3 largos años y el derramamiento de sangre fue enorme. Las guerras civiles son por mucho las más sangrientas y se caracterizan entre otras cosas por el fanatismo de ambas partes, que así se vuelven irreconciliables e inhumanas en el trato para el contrario. Algunos han dicho que en esta guerra hubo un millón de muertos, cifra altísima tomando en cuenta la población española por ese entonces. En 1939 triunfaron por fin los alzados, imponiendo un régimen autoritario de carácter afín al fascismo y al nacional socialismo de extrema derecha, presidido por el general Franco. Los ganadores de la guerra destruyeron todas las instituciones creadas por la República y crearon nuevas afines a sus cometidos. Las represalias contra los vencidos fueron enormes y hubo tal cantidad de ejecuciones que se afirma que los muertos por estas represalias llegaron también a ser de un millón. Para los vencidos sólo quedó el camino del exilio y para aquellos que no pudieron escapar la cárcel o la ejecución.

Es notorio que la mayor parte de los artistas, escritores y pensadores de la España de esa época se alinearan con los ideales de la República, apoyándola en todo momento y brindando sus mejores esfuerzos por el triunfo de la democracia contra el fascismo. También para ellos quedaron el exilio o la ejecución y algunos muy notorios como Federico García Lorca y otros murieron durante el conflicto. Por esa época el joven Robert Motherwell era un estudiante que admiraba el arte español, su literatura y su República, la cual vio caer con profunda tristeza y rabia. Años después de finalizado el conflicto dedicó una serie completa de pinturas a la elegía de la República en donde expresaba su frustración y tristeza y de esa serie es la pintura que aquí presentamos.

Dos grandes manchas alargadas de color negro dominan la imagen, acompañadas por tres óvalos del mismo color que se funden con ellas. Detrás, sobre un fondo blanco y neutral se pueden ver los colores de la bandera republicana degradados y manchados, con sus tonos apagados, excepto el rojo, que se intensifica ya que es el color de la sangre vertida en la guerra. La sensación general es de pesadez, de luto y tristeza, de vacío y desesperanza, todo lo cual es totalmente adecuado para una elegía. Motherwell pintó estos cuadros con una sensibilidad desbordada y presa de la depresión y la angustia.

Robert Motherwell nació en Aberdeen, Washington, en 1915. Estudió y se licenció en Filosofía en la Universidad de Stanford, de la que se graduó en 1937. Posteriormente se matriculó en la Universidad de Harvard para su doctorado pero entonces cambió su vocación y comenzó a estudiar Arte e Historia en la Universidad de Columbia. Su formación intelectual lo haría uno de los teóricos de arte más destacados de su generación, publicando gran cantidad de escritos relacionados a las vanguardias y sus autores. En Nueva York entró en contacto en la década de 1940 con los artistas que estaban gestando el movimiento llamado expresionismo abstracto al cual pronto se adhirió y le dio buena parte de su base conceptual.

Como pintor, Motherwell siempre fue abstracto y nunca cambió su tendencia. El uso de grandes superficies pintadas de negro fue prácticamente su marca durante muchos años y se considera a su serie de las elegías a la República Española su trabajo más destacado. Artista e intelectual al mismo tiempo, su influencia se dejó sentir en las generaciones de pintores abstractos que sucedieron al expresionismo abstracto y en las investigaciones llevadas a cabo por los minimalistas. Murió en 1991 dejando su legado en gran cantidad de museos y colecciones.


Umberto Boccioni, Formas únicas de continuidad en el espacio. Bronce, 1913

Julián González Gómez

800px-'Unique_Forms_of_Continuity_in_Space',_1913_bronze_by_Umberto_BoccioniEl futurismo fue un movimiento de vanguardia que surgió en París alrededor de 1910 y sus principales exponentes eran todos de origen italiano. Estos artistas eran fanáticos de la técnica y del progreso, en el que creían ciegamente y pensaban que conduciría a la humanidad hacia fronteras cada vez más altas. No podían prever que, unos años más tarde, la Primera Guerra Mundial acabaría abruptamente con esos sueños y despertaría en la sociedad la polarización y un sentimiento de desengaño. Mientras tanto, los futuristas crearon un arte vanguardista de gran alcance y sus investigaciones los llevaron a descubrir anticipadamente los aspectos más sobresalientes de la cinemática y la plasmación del movimiento de los objetos.

Esta escultura representa una figura humana que está moviéndose, caminando, y la vemos desde su perfil izquierdo. Conforme se mueve, va dejando en el espacio tras de sí las formas de diversas partes de su anatomía que están como quedándose rezagadas y se van diluyendo. Es como si se tomara una fotografía de un objeto en movimiento con el objetivo abierto. La figura es de un gran dinamismo no solo por esta plasmación de continuidad, sino además porque algunos otros componentes se están adelantando en simultaneidad a las partes que se están quedando atrás, por ejemplo la rodilla derecha, los brazos y partes de la cabeza. El resultado es una asombrosa combinación de elementos sintetizados y una dinámica continuidad espacial, tal y como su nombre lo expresa. Algunos han comparado las formas de esta escultura con una bandera ondeando al viento y es que en la continuidad de los diversos planos la luz también juega un papel fundamental, revelando la complejidad del desarrollo de las superficies en el espacio visible.

Aunque la distorsión de la figura es evidente, todavía es fácilmente reconocida como una figura humana y es que los futuristas heredaron del cubismo la necesidad de mantener inteligibles los elementos que representaban, aunque tenga que ser la mente la que los reconstruya mediante diversas referencias. Hay que decir que posteriores desarrollos del arte futurista derivaron hacia senderos que se acercaron a la abstracción pura, pero en todo caso su punto de partida fue siempre la representación del movimiento de formas del mundo real y nunca estuvo en su programa representar aquello que perteneciese a otro tipo de esferas, aún las conceptuales, como sucedió con el neoplasticismo o el suprematismo.

Boccioni realizó la escultura original en yeso en 1913 y fue expuesta en Italia poco después. Posteriormente se realizaron diversas copias en bronce, las cuales actualmente son parte de las colecciones de varios museos alrededor del mundo. Boccioni nunca llegó a ver su obra fundida, pero indudablemente pensó que esta escultura debía realizarse en metal, ya que solo de esta forma se pueden revelar los inquietantes juegos de luz que la animan y que complementan a la perfección su emotiva plástica.

Actualmente, esta es la obra escultórica más célebre del futurismo y se ha convertido en un ícono de las vanguardias de los primeros años del siglo XX, no faltando nunca en cualquier reseña artística. Muchos artistas de épocas posteriores desarrollaron su escultura con base en los caminos abiertos por esta obra.

Umberto Boccioni nació en Regio de Calabria en 1882. Tras sus primeros años estudiando arte en su tierra natal, se marchó a Milán donde entabló amistad con varios artistas de un movimiento vanguardista llamado divisionismo. Sin embargo, el encuentro más crucial de su carrera ocurrió cuando conoció a Filippo Tommaso Marinetti, poeta y artista plástico que lo inició en el movimiento futurista junto a otros pintores como Gino Severini, Giacomo Balla y Carlo Carrá. Todos ellos emigraron a París, que era la meca de las artes por ese tiempo y en esa ciudad publicaron en 1910 el Manifiesto del movimiento futurista. De acuerdo a sus principios, el artista moderno debía dejar atrás el esquema figurativo del pasado para centrarse en lo contemporáneo que está en continua evolución y movimiento. Para ellos, eran los automóviles y la ciudad caótica los modelos en los cuales basarse para desarrollar una auténtica expresión contemporánea.

Para Boccioni fue inevitable sentirse influenciado por el cubismo, aunque criticaba lo que consideraba un excesivo énfasis de esa vanguardia en la línea recta y por ello siempre realizó sus obras con base en curvas y superficies ondulantes, representando movimiento y dinamismo espaciales. Fue uno de los pocos artistas futuristas que experimentaron con la escultura, para la cual utilizó siempre materiales que consideraba modernos como el hierro, el cemento o el cristal. Su vida oscilaba entre París e Italia, en la cual se estableció definitivamente al iniciarse la Primera Guerra Mundial.

Boccioni fue reconocido además como notable teórico al desarrollar conceptos claves del futurismo como el de líneas-fuerza, compenetración de planos, simultaneidad y expansión de los cuerpos en diversas superficies. De acuerdo a los conceptos que desarrolló se advierte que la idea fundamental de todos ellos es la reciprocidad de las relaciones que existe entre los objetos y entre éstos y el ambiente que los circunda.

Su carrera y su vida se vieron truncadas cuando tuvo un accidente al caerse de un caballo en Verona en 1916.


Paul Signac, “El pino en Saint-Tropez”. Óleo sobre tela, 1909

Julián González Gómez

Paul Signac, 1909, The Pine Tree at Saint Tropez, oil on canvasUn cielo nublado pero luminoso, de fuerte textura pictórica, envuelve con su luz el paisaje veraniego del sur de Francia cuyo protagonista es este magnífico y antiguo pino. Dada la técnica con la que este paisaje fue pintado, si se observara de cerca no se verían más que manchas de colores muy vivos sin ninguna forma, pero cuando uno se aleja empieza a cobrar sentido y se manifiesta el esplendor de esta imagen.

Las cualidades matéricas de este cuadro se expresan claramente por medio del espesor de la pintura, que genera un marcado volumen y por los trazos breves y rotundos del pincel, que fijó el artista de una forma que parece abrupta, pero que sigue un meticuloso procedimiento en todas sus partes. Mucho de este cuadro se lo debe Signac a los impresionistas que lo antecedieron y aún más a la pintura puntillista de Seurat, que fue su amigo y maestro. En efecto, este se puede denominar con toda exactitud un cuadro puntillista, pero el autor conjuga este procedimiento de una manera muy distinta a la que hizo Seurat. En primer lugar, no utilizó los colores puros y primarios para obtener todos los tonos, sino que seleccionó una gama de colores secundarios tal como salían del tubo de pintura y los aplicó en puntos bastante grandes para que el ojo los perciba en toda su armonía. Estos puntos resultaban en Signac bastante más grandes que los de Seurat y por consiguiente la cualidad de “mancha” de los mismos se expresa mucho más que si hubiesen sido aplicados en puntos pequeños. En segundo lugar, y como elemento derivado en parte del anterior punto, los colores de Signac, secundarios y matizados, no pretenden representar la realidad objetiva de lo que sus ojos están captando, sino una gama subjetiva de colores que sirven para enfatizar determinadas partes o para crear un efecto de profundidad. Las sombras, que usualmente se utilizan para generar volumen, han desaparecido y su lugar lo han tomado los colores.

En esta obra, la sensación de profundidad, delimitada por los colores se acentúa por la posición de los elementos que la componen. Por ejemplo, los arbustos que están en primer término crean un primer plano de aproximación al interior. El espacio amplio y abierto que está en segundo término es como el tablado de un escenario en el que se asienta como protagonista el gran pino y finalmente los árboles y arbustos que delimitan el tercer plano se manifiestan no solo como marco espacial, sino como complemento cromático del follaje del árbol. El cielo, por fin, marca la “atmósfera” del cuadro brindándole además una neutralidad cromática que ensalza los colores.

No es de extrañar que Matisse y Derain, creadores del fauvismo, sintieran gran admiración por las obras de Signac, sobre todo por la viva gama de colores de sus pinturas, colores que se juntaban unos con otros siguiendo las reglas de los complementarios y de ahí su radiante luminosidad, provocada por la vibración del color y su mezcla en la retina. La gran diferencia es que Signac pretendía recrear con cierta objetividad el tema que pintaba y lo reflejaba por medio de los puntos de colores, mientras que los fauvistas se decantaron por los campos amplios de color aplicado con un criterio más ligado al sentimiento propio del artista que a la objetividad de la representación.

Por otra parte, Signac es más conocido por la gran cantidad de marinas que pintó, aprovechando los efectos lumínicos del agua para recrearlos por medio de estos grandes puntos de color que son como su marca personal. Aquí hemos elegido una obra distinta para enfatizar más que el paisaje la técnica que empleó en un tema tan difícil de tratar con ella.

Paul Signac nació en París en 1863 proveniente de una familia de comerciantes acomodados. En 1883 ingresó en la Escuela de Artes Decorativas donde aprendió a dibujar e hizo sus primeras pinturas, al mismo tiempo asistía al taller del pintor Bin en Montmartre. En esta época se dejó influenciar por el arte de los impresionistas, que estaban en apogeo en París, sobre todo Monet, Pisarro y Renoir. Esa influencia nunca la perdería a lo largo de su carrera. En 1884 conoció a Georges Seurat con quien empezó a pintar con la técnica del puntillismo, pero con una menor rigurosidad pues le interesaba más que la técnica, la expresión de la luz y el color.

En 1884 colaboró en la creación de la Société des Artistes Indépendants, de la que en 1903 fue vicepresidente y en 1909 presidente. En 1886 participó en la IX Exposición de los Impresionistas junto a Degas, Pisarro, Gauguin y Seurat. Como teórico de la pintura publicó en 1899 la obra De Eugène Delacroix al neoimpresionismo, que era una defensa de los procedimientos técnicos adoptados por los pintores postimpresionistas, sobre todo su énfasis en el color y la luminosidad.

Tras la muerte de Seurat se trasladó a Saint-Tropez, al sur de Francia con su familia, donde vivió hasta 1911 pintando los paisajes de la región. Signac fue conocido también por su afición a los viajes por mar y en varios de estos conoció gran parte de las costas y ciudades del Mediterráneo. Poco a poco su técnica fue evolucionando hasta ir dejando atrás las reglas del puntillismo y concentrándose cada vez más en los valores lumínicos de sus trabajos.

A partir de 1913 empezó largas estancias en Antibes, donde montó finalmente su estudio y siguió trabajando en sus lumínicas pinturas inspiradas en este lugar, pero manteniendo también un estudio en París, donde trabajaba durante algunas temporadas del año. Falleció en esta ciudad en 1935 y su cuerpo fue enterrado en el Cementerio de Père-Lachaise.


Paul Klee, «Ad Marginem». Técnica mixta, 1930-1935

Julián González Gómez

 

Klee, Ad_Marginem 1930“La naturaleza puede ser malgastadora en todas partes, pero el artista debe ser extremadamente frugal. La naturaleza es casi vertiginosamente locuaz; el artista debe ser taciturno. Si mis obras a veces dan una impresión primitiva, ello se puede explicar afirmando que surgen de mi disciplina, que busca reducirlo todo a unos pocos pasos. Es sólo frugalidad, la habilidad profesional final, en realidad lo opuesto al verdadero primitivismo”.

Estas palabras de Paul Klee, uno de los mayores artistas del siglo XX, reflejan la visión integral del arte que practicó: una aventura profundamente humana e intimista que se manifestaba con los mínimos elementos posibles, pero todos de una enorme elocuencia expresiva. Klee nunca quiso impresionar a nadie con su obra, la cual se asemeja a una especie de diario íntimo que desarrolló durante toda su existencia y tampoco pretendió dejar escuela. Tan solo manifestarse a sí mismo a través de un lenguaje absolutamente personal, el cual se asemeja al de los niños por su candidez y claridad.

En esta obra, una esfera roja, ligeramente desplazada hacia arriba sobre el centro, domina la composición. El halo de luz que la rodea, de color parecido al del oro, empuja hacia los márgenes los elementos del mundo que Klee reprodujo: pájaros, extraños habitantes zoomorfos y entes que recuerdan a la flora, todos reducidos a un lenguaje de signos que se desenvuelven accidentadamente, como si hubiesen sido desplazados de improviso. También se encuentran algunos misteriosos signos alfabéticos que parecieran haber sido colocados al azar intensificando así la sensación de que un aparente caos acaba de irrumpir en este mundo. La simbología es entonces oscura por su ambigüedad, ya que a primera vista pareciese que la estructuración de la composición manifiesta un orden que va desde los bordes hacia el centro, pero en realidad es un orden centrífugo, lo opuesto, que se puede verificar por medio de la cantidad de figuras y formas que están cortadas por los márgenes.

Los colores, apenas el rojo intenso del círculo y el amarillo dorado con ciertas variantes están desarrollados en sutiles gradaciones y claroscuros que definen las formas de las figuras por medio de las tonalidades. El balance resultante es entonces de un equilibrio sólido y concreto que le da a esta obra un ligero toque decorativo. Finalmente, el lenguaje de signos de Klee aquí se concreta en formas naturales y combinaciones aleatorias que denotan la influencia que en esta época ejerció el surrealismo en el artista.   

Cuando Klee terminó esta obra, empezó a advertir los primeros síntomas de la dolencia que le causó la muerte sólo cinco años después: la esclerodermia, una grave enfermedad degenerativa que ataca la piel y consiste en una afección que ocurre cuando el sistema inmunitario ataca por error y destruye tejido corporal sano. Sin embargo, a pesar de su afección, Klee produjo gran cantidad de dibujos y pinturas ininterrumpidamente hasta el final.

Paul Klee nació en Münchenbuchsee, Suiza, en 1879, en una familia de músicos. Su padre era alemán y por esta razón Klee obtuvo esa ciudadanía, la cual no abandonó durante toda su vida. A la vez que inició los estudios de arte en su ciudad natal, empezó a recibir lecciones de música de su padre y luego en varias escuelas por lo que se convirtió con el tiempo en un virtuoso del violín, aunque dio muy pocos conciertos, prefiriendo dedicarse a la pintura y el dibujo.

En 1910, asentado en Munich, conoció a los pintores Wassily Kandinsky y Franz Marc quienes fundaron en 1911 el grupo Der Blaue Reiter (el jinete azul), vinculado al expresionismo aunque hay que destacar que Klee nunca perteneció formalmente al grupo, pero se vio fuertemente influenciado por su tendencia durante esos años, incluso expuso con ellos en varias oportunidades.

En 1914 viajó por el norte de África, específicamente a Túnez, cuyo sol y colorido marcaron una transformación en sus obras, utilizando colores mucho más cálidos y de gran viveza, dotando a su arte de un nuevo cromatismo que empezó a contrastar con las tendencias de color que por ese entonces se desarrollaban en Alemania. Ese mismo año fue enlistado en el ejército y estuvo en el frente de batalla de la Primera Guerra Mundial hasta el final del conflicto.

En 1919 se convirtió en profesor de la Bauhaus, la escuela de arte y diseño fundada por Walter Gropius en Dessau y luego en Weimar, donde dio varias clases hasta 1931 en que pasó a enseñar en la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf. En 1933 fue denunciado por los nazis de producir “arte degenerado” y se prohibieron sus exposiciones por lo que abandonó Alemania y se instaló en Berna trabajando incansablemente a pesar de su enfermedad. Trasladado a una clínica de Muralto-Locarno, falleció en este lugar en 1940.


Moïse Kisling, “La siesta”. Óleo sobre tela, 1916

Julián González Gómez

Moise_Kisling,_1916,_La_SiesteEn el calor de la tarde una pareja está sentada en un pequeño patio rodeada de frondosas plantas. Mientras el hombre, ataviado con un sombrero está leyendo el periódico, la mujer se recuesta sobre la mesa de madera para dormitar. Toda la atmósfera, matizada por los colores, nos sugiere una tarde de verano quizás en el sur de Francia, mientras que la actitud desenfadada de los protagonistas nos habla de las horas que pasan en medio del sopor propio de la estación. En el estío cada uno está haciendo lo que le place y las conversaciones, seguramente baladíes, han cesado pero probablemente se reiniciarán en cualquier momento, si ella no es vencida antes por el sueño profundo.

Probablemente son una pareja, quizás un matrimonio joven y seguramente ambos están de vacaciones o bien pasando la tarde de un fin de semana. No hay miradas encontradas, porque mientras el hombre pone sus ojos sobre el periódico, la mujer tiene la mirada perdida y como ausente, viendo hacia ningún punto, sintiendo el sueño que se está apoderando de ella. No hay caricias, la única relación que se puede ver entre los dos es que están sentados juntos en la misma banca, lo cual implica cercanía y confianza. No es un momento de pasión o de mostrar enamoramiento, tan solo están juntos, compartiendo la tarde y eso es suficiente para sugerir el nexo que hay entre ellos.

Pero todo es efímero y pasajero y para ello están representado el follaje que muestra el color del verano y que después, ya en el invierno, cambiará y quedará marchito. Los dos racimos de uvas que están detrás de la cabeza del hombre: jugosos y de color intenso, también se secarán o seguramente serán cortados. Las sombras que se proyectan sobre el suelo se moverán en el transcurso de las horas hasta desaparecer en la noche. En algún momento uno o ambos se levantarán y abandonarán este placentero lugar.    

Esta escena de cotidianeidad, trivial y hasta evocadora de cierta pereza es en realidad un profundo canto que Kisling le hace a la vida pacífica que transcurre en esas épocas que luego, con el paso del tiempo y los avatares de la existencia, siempre recordaremos con alegría y nostalgia. Es de esos momentos, como el que está viviendo esta pareja, aparentemente nimio, de los que está compuesta lo que a veces llamamos “la época dorada” de nuestras vidas. Transcurren cuando todavía somos jóvenes y no pensamos en un futuro que nos agobie y tampoco recordamos un pasado que nos puede hacer lamentarnos de lo que hemos hecho o no. Todo lo que aquí se evoca nos remite al momento presente, que ha quedado congelado en el tiempo y en el cual podríamos afirmar que en realidad somos felices.

Si consideramos que esta relajada escena fue pintada en medio del que hasta entonces era el mayor conflicto que había vivido Europa, la Primera Guerra Mundial, es evidente que el artista pretendió crear una imagen de evasión y contraste. Mientras esta pareja descansa tranquilamente, en el frente se vivían escenas desgarradoras y dantescas de muerte y destrucción. Por lo tanto, la contemplación de una vida de paz que aquí se evoca confronta la condición violenta y destructiva de la guerra. Seguramente Kisling la pintó durante su convalecencia ya que un año antes había sido gravemente herido en la batalla del Somme y con ella quiso dar sosiego a sus tormentos.

Moïse Kisling nació en Cracovia, Polonia en 1891. Su familia era judía, pero él se desentendió de las cuestiones religiosas y desde muy joven se quiso hacer pintor, profesión que no era bien vista por los ortodoxos, a los que les estaba prohibido realizar representaciones figurativas. Realizó sus estudios de pintura en la Escuela de Bellas Artes de Cracovia, en la que tuvo como maestro a Józef Pankiewicz quien lo animó a irse a París, ciudad a la que emigró en 1910. Como centro de las artes, la ciudad de París atraía a gran cantidad de jóvenes artistas de toda Europa, quienes llegaban con el afán de destacar en sus quehaceres vanguardistas y por eso la competencia era dura. Por esa época Picasso era el rey de la ciudad y salvo él, la mayor parte de los demás artistas vivían en la pobreza, instalados en el barrio de Montmartre. Aquí vino a parar nuestro joven pintor y de inmediato se empezó a relacionar con algunos de sus semejantes como Modigliani, Rivera, Derain, Soutine y otros más. Se vio influenciado más por el arte figurativo de los fauves, de quienes aprendió el uso de los colores contrastantes y expresivos, que por el cubismo que estaba en boga por ese entonces.

Entre 1911 y 12 se marchó a Ceret, un pueblo de los Pirineos donde había una comunidad de artistas. Unos años más tarde emigró junto a sus amigos al barrio de Montparnasse, donde montó un estudio en el cual trabajó hasta 1940, viviendo precariamente. Al estallar la guerra en 1914 se enlistó en la Legión Extranjera y en el frente de batalla fue gravemente herido como se mencionó antes. Después de su convalecencia retornó a su estudio donde continuó con su labor, formando con otros artistas como Modigliani, Chagall y Soutine la expresionista Escuela de París. Soutine se destacó sobre todo por sus pinturas de desnudos, los cuales empezaron a ser bastante renombrados en los medios artísticos de la ciudad, pero su condición económica siguió siendo inestable.

Cuando en 1940 los nazis invadieron Francia durante la Segunda Guerra Mundial, Soutine se presentó nuevamente al servicio militar y después de la derrota francesa, cuando el ejército fue disuelto; se vio en la necesidad de huir del país por su condición de judío. Se marchó a Estados Unidos, donde vivió hasta 1946 retornando a Francia y estableciéndose en Sanary-sur-Mer por motivos de salud. Murió en este lugar en 1953 después de haber logrado cierta notoriedad como artista, aunque nunca logró hacer fortuna con su oficio.

 


Mark Tobey, «Ritual». Tinta sobre papel de arroz, 1957

Julián González Gómez

Tobey.Space.Ritual.1957.Sumi ink on Japanese paperUna obra de arte no tiene que decir necesariamente nada, ni contar anécdotas, hacer analogías o relatar historias. Una obra de arte puede ser silencio, un espacio donde el vacío se expresa en quietud; el lugar donde mora aquello que es inefable y eterno.

Se puede contemplar una pintura solo con los ojos y entonces nos puede decir algo; se puede contemplar también con los ojos y la mente y entonces tal vez nos diga más. Se puede contemplar con los ojos, la mente y el corazón y en esta ocasión nos puede impactar profundamente. Pero esta pintura no hay que verla con los atributos antes mencionados, se necesita verla con algo más. Este “algo más” consiste en la contemplación más pura, aquella que proviene de la consciencia y no del intelecto o los sentimientos. Es la consciencia que mora en el vacío: la del observador que no evalúa, no se apega y no juzga. Es la sensación en su estado más prístino y más ecuánime, la sensación que cuando se vuelve permanente significa que el que la ha alcanzado es un iluminado.

Estos conceptos que provienen del budismo, especialmente del Zen, son la fuente de la que bebió un artista como Mark Tobey. La técnica es mínima: tinta blanca sobre papel de arroz. La ejecución también es muy simple, son simples rayas trazadas aleatoriamente conformando una superficie a la vez densa y ligera. Son vectores que se proyectan en todas direcciones y se entrelazan, dejando entre ellos el espacio negativo de la tonalidad del fondo. No puede haber algo más carente de sofisticación. Pero lo mejor de todo es que, tal como como se mencionó antes, aquí no se quiere expresar absolutamente nada y precisamente la nada es su esencia, además de su temática. Por eso no creemos que se pueda comentar mucho sobre esta obra. Es mejor contemplarla sin evaluarla y dejar que nos inunde la mente con su vacío.

Tobey llamó a estas pinturas “escritos blancos” y casi todas ellas consisten en una red de signos caligráficos reducidos a su mínima expresión y al ligar unos con otros en redes se vuelven abstractos y neutros. Aunque Tobey fue asociado al expresionismo abstracto, su pintura difiere de esta escuela, sobre todo de la action painting en cuanto a su elocuencia, ya que las obras de esta tendencia solían poseer un carácter muy expresivo y dinámico como es el caso de Pollock y De Kooning, pero Tobey no pintaba por impulso y no improvisaba; todo lo contrario, sus pinturas suelen tener un carácter reposado y silencioso, libre de estridencias.

Mark George Tobey nació en Centerville, Estados Unidos en 1890. Cuando tenía dos años, su familia se trasladó a Chicago y desde muy joven se inscribió en el Instituto de Arte de esa ciudad. En 1911 se marchó a Nueva York donde realizó diversos trabajos como dibujante de retratos y delineante de una casa de modas. Su primera exposición la realizó en 1917 en la galería Knoedler y pasó prácticamente desapercibida para los críticos. Las noticias sobre los horrores de la Primera Guerra Mundial que por entonces estaba desgarrando Europa lo afectaron profundamente y le hicieron decepcionarse de la cultura occidental, que juzgaba destructiva y aberrante y por eso puso sus ojos en la filosofía de las culturas orientales. Se convirtió entonces a la fe Bahai, en la cual predominan elementos místicos y orientales, que adoptó con gran vehemencia.

Habiéndose trasladado a Seattle en 1922, un año después conoció a un pintor chino llamado Teng Kuei quien le enseñó los principios de la caligrafía, arte que después de mucho tiempo y empeño logró dominar. En 1925 realizó un viaje por Europa y Oriente Medio, viviendo un tiempo en París, luego en Barcelona y finalmente en Estambul, Beirut y Haifa. En estos lugares se despertó en él un profundo interés por la cultura islámica. Después de este viaje regresó a Seattle donde participó en la fundación Free and Creative Art School. Posteriormente, inició una serie de viajes que lo llevaron a distintas regiones del mundo. Residió en China para perfeccionar su caligrafía y después vivió por un tiempo en Kioto, Japón, en un templo budista Zen.

Después de ese periplo, a partir de 1937, empezó a trabajar en sus “escritos blancos” que, con el tiempo, le otorgaron una gran celebridad y lo consagraron como un artista de gran misticismo. Después de la Segunda Guerra Mundial realizó múltiples exposiciones en Europa y Estados Unidos; en 1956 recibió el Premio Internacional Guggenheim y poco después, el Gran Premio de pintura en la Bienal de Venecia.

En 1960 se estableció en Basilea, Suiza, donde continuó su obra cada vez con más ímpetu y recibió además varios premios internacionales. Murió en esta ciudad en 1976, a los ochenta y seis años.


René Magritte, «La condición humana». Óleo sobre tela, 1935

Julián González Gómez

En un recinto luminoso, se abre una puerta conLa_Condicion_Humana_Magritte un arco de medio punto viendo al océano desde una playa. En este recinto hay un caballete con un cuadro en el que se puede ver pintada la continuación del paisaje, como una prolongación del mismo. Una enigmática esfera de tono oscuro está posada sobre el piso de color azafrán y muy cerca del umbral de la puerta. Hay en esta pintura un silencio casi absoluto, dentro del cual ni siquiera las olas del océano emiten un lejano sonido. Sin embargo, a pesar del silencio, la imagen despierta una profunda turbación y extrañeza.

El título es enigmático: La condición humana y cuando lo interpretamos nos surge una pregunta: ¿a qué condición se refiere esta imagen? o bien, ya presos de cierta angustia: ¿qué quiere decir esto? Si nos atenemos a que Magritte por la época en que pintó este cuadro había estado asociado cercanamente al grupo de los surrealistas podríamos contestar: “no quiere decir nada, absolutamente nada”. Pero este artista era quizás el más surrealista de todos, o tal vez el menos dogmático del grupo. Su preocupación giraba en torno a la comunicación que establecían las imágenes y en este sentido resultan siempre ambiguas, pero nunca carentes de sentido. Un sentido que es demasiado sutil para interpretarlo de un solo vistazo.

¿Es posible proyectar nuestras propias angustias y miedos en este cuadro? depende de nosotros y de nuestras carencias o excesos. Por supuesto, no pueden faltar sensibilidades poco desarrolladas a las que les parezca todo esto ridículo y carente de sentido, dan media vuelta y se olvidan de la imagen; a ellos no está dirigido este texto.

Para interpretar a un artista como Magritte se necesita poseer la cualidad de cuestionar todo, incluso lo que estamos interpretando como evidente. Magritte nos engaña con su técnica hiperrealista, la cual permite que creamos estar viendo algo conocido y común, pero si somos cuidadosos no deja de desconcertarnos ese lienzo que aparece en el caballete. Parece una ventana que amplía más el horizonte, el cual aparece constreñido entre los límites de la puerta. No es una ventana, es una pintura en la cual se representa el paisaje como una prolongación del mismo, es decir, es una mímesis de lo que está afuera del recinto. El mar está vacío, también el cielo y en la playa no hay nada, por consiguiente no es una pintura representativa de ninguna anécdota o en todo caso una historia. Aquí aparecen solo cuatro protagonistas: el paisaje, el recinto, la pintura y la bola oscura. Pero si nos limitamos a esta cuantificación dejamos de lado un quinto elemento: nosotros, que somos los que estamos viendo la pintura. ¿Quiénes somos nosotros? ¿Quién soy yo? Y con estas preguntas empieza el cuestionamiento que nos llevará, si somos lo suficientemente perspicaces, a la respuesta que plantea este desconcertante cuadro.

Una clave está en el título: La condición humana. ¿Es que acaso somos lo suficientemente humanos para cuestionar nuestra propia interpretación del mundo? La respuesta es que eso depende de nuestra propia condición: ¿Somos una ventana o solo somos una imagen que creemos que es una ventana? Por otra parte, siguiendo el mismo patrón podríamos preguntar: ¿somos el mundo o creemos que somos solo una representación de él? Y finalmente: ¿qué demonios significa esa bola?

Todas las preguntas que pueden surgir plantean la misma problemática acerca de lo que es nuestra propia identidad y el sentido que le damos a lo que creemos ver. Pero no nos confundamos, en este cuadro no hay ningún discurso moralista, ni tampoco ningún señalamiento acerca del destino o el pasado, no hay planteamientos metafísicos. Es desconcertantemente ambiguo y está plagado de ironía.

René Magritte nació en Lessines, Bélgica, en el año de 1898. Era hijo de un sastre y comerciante de telas y su madre padecía de serios problemas psicológicos que al final la llevaron a suicidarse en 1912, cuando René tenía trece años. Su primer aprendizaje en arte lo realizó en la Escuela de Châtelet para después, en 1916, inscribirse en la Academia de Bellas Artes de Bruselas, donde permaneció hasta 1918. Sus primeros cuadros muestran la influencia de las distintas vanguardias que por ese entonces estaban en boga, sobre todo el cubismo y el orfismo. En 1920 expuso por primera vez en el Centro de Arte de Bruselas y tres años después participó, junto a varias figuras como Lissitky, Moholy-Nagy y Feininger, en una exposición en el Círculo Real Artístico.

El giro fundamental de su obra se verificó en 1922 cuando vio una reproducción del cuadro La canción de amor de Giorgio de Chirico, el padre de la pintura metafísica, que fue un precedente del surrealismo. En 1927 viajó a París con su esposa Georgette y se estableció en la ciudad, entablando inmediatamente contacto con los miembros del grupo surrealista, que encabezaba André Breton. Participó en diversas exposiciones del grupo pero en 1930 regresó a Bruselas, ante el distanciamiento que había tenido con Breton y otros miembros y también escapando de las polémicas que por ese entonces se manifestaban en el ambiente artístico parisino.

Se estableció en Bruselas, donde vivió el resto de su carrera junto a su mujer y siendo considerado el pintor belga más destacado de su tiempo. Murió en esta ciudad en 1967 víctima del cáncer.


Otto Dix, «Jugadores de cartas». Óleo sobre tela, 1920

Julián González Gómez

dix-skat-players-1920Hay un arte en el cual la autocomplacencia y el sentido de lo agradable le es ajeno por superfluo, es un arte que se podría catalogar de “feo” en su sentido más crudo y desgarrado, y este cuadro pertenece a él. Durante una noche y en un lugar cerrado y sórdido, tres personajes se sientan alrededor de una mesa, iluminados por una tenue lámpara, están jugando a las cartas y es el momento en el que cada cual está mostrando su jugada a los otros dos. El juego se llama Skat y desde hace mucho ha sido el juego de cartas más popular en Alemania y otros lugares del centro de Europa.

Los tres individuos son veteranos de guerra y muestran de forma cruda las mutilaciones y heridas recibidas en combate. El que está de frente muestra los dos muñones que quedaron después de perder las piernas, también ha perdido los brazos y su cuello puede sostener su cabeza únicamente por medio de una prótesis. En la cabeza lleva una placa metálica que cubre la parte del cráneo que perdió, un ojo es de vidrio y su mandíbula, por medio de la cual sostiene las cartas, es de metal pues también la ha perdido. El personaje de la izquierda perdió una pierna y el brazo derecho; en el muñón del brazo izquierdo lleva una prótesis y ha perdido también la mitad derecha de la cabeza faltándole el ojo, la oreja y la mejilla; lleva un largo tubo con un auricular que sale del agujero donde estaba la oreja y le sirve para poder oír. Al personaje de la derecha le faltan las dos piernas y el brazo derecho, donde lleva una prótesis; carece de la movilidad de su espina dorsal y ha perdido la mandíbula y la nariz, pero lleva orgullosamente la cruz de hierro que ganó en combate.

La parte inferior de los cuerpos de los tres personajes se mezcla con las patas de la mesa y las sillas, como aludiendo a la naturaleza inanimada de sus piernas, carentes de movimiento autónomo. Lo mismo sucede con el perchero que se encuentra detrás de uno de ellos y que cierra la composición en la parte superior derecha. Detrás del personaje central se pueden ver tres periódicos de la época, en clara alusión a los terribles acontecimientos que estaba viviendo Alemania en la postguerra.

Dix empleó no solo el pigmento disuelto en óleo para realizar esta patética representación, sino además usó el collage para resaltar ciertos detalles como las prótesis de las mandíbulas. Las cartas son de un auténtico mazo de Skat, al igual que las hojas de los periódicos, que son de Dresde y aluden directamente al contexto donde se desarrolla este drama. El cuadro no pretende provocar pena o compasión en el que lo contempla, es más bien una parodia de los horrores de la Primera Guerra Mundial sufridos por los que la sobrevivieron y también es una llamada de atención sobre la espantosa situación que sobrevino después de ella, en la cual se perdió la cohesión social, se inició una depresión económica y una inmensa inflación que hizo imposible la vida para todos los alemanes. Todo este caos y carencia desembocaría en una gran polarización de la sociedad y dentro de esta situación surgirían grupos de radicales, en especial el Partido Nazi, con los consiguientes acontecimientos que desembocarían años después en su ascenso al poder y la segunda guerra mundial.

Aunque se podría catalogar esta obra dentro del marco del segundo expresionismo alemán, figurativo y cargado de connotaciones sociales, su deuda más grande es con el movimiento Dadá por su ironía y sentido caricaturesco: una parodia sombría, patética y horrorosa. Dix conoció de primera mano estos sucesos ya que participó en la guerra como combatiente y, aunque pudo sobrevivir a ella, quedó marcado por dentro, mutiladas sus ilusiones y su sentido de la vida, al igual que los tres esperpentos que pintó en este cuadro.

Otto Dix nació en Gera, Alemania, en 1891 y era hijo de un obrero de la metalurgia. Su madre, aficionada al arte y las letras, seguramente ejerció una notable influencia en su hijo, quien en vez de dedicarse a un oficio como correspondía a su condición, prefirió dedicarse a una carrera artística. Entre 1905 y 1909 estudió con un pintor decorativo, quien al parecer no le auguró un futuro brillante en el arte. Poco después consiguió que el gobierno local le concediese una beca de estudios y se marchó a Dresde, inscribiéndose en su prestigiosa escuela de Bellas Artes, donde estuvo hasta 1914, aprendiendo las técnicas artísticas tradicionales. En este período se vio atraído especialmente por la pintura de los maestros renacentistas alemanes, pero también llamaron su atención las vanguardias que por ese entonces estaban en apogeo como el cubismo, el futurismo y el expresionismo.

En 1914, al estallar la Primera Guerra Mundial, Dix se enroló en el ejército y peleó en los frentes ruso y francés. Como le sucedió a tantos jóvenes que intervinieron en esta hecatombe, Dix quedó profundamente marcado por las huellas del conflicto y a su regreso en 1919 hizo de la guerra uno de los temas fundamentales de su obra pictórica. En esta ciudad fundó junto a otros artistas el Dresdner Secession Gruppe, un grupo radical en el que había pintores y escritores afines al expresionismo y el dadaísmo, con quienes elaboró gran cantidad de pinturas y collages de carácter crítico y social. En 1922 se marchó a Dusseldorf, donde se unió a otro grupo radical de artistas, Das Junge Rheinland. En 1925 se trasladó a Berlín, donde desarrolló una vasta obra de crítica social, siendo influido por la corriente en boga por ese entonces en Alemania: la Nueva Objetividad.

En 1927 regresó a Dresde, donde fue nombrado catedrático de la Escuela de Bellas Artes, en la que impartió clases hasta 1933, año en el que el partido Nazi subió al poder y por ser considerado como uno de los principales exponentes de lo que llamaron “arte degenerado” fue destituido. A partir de estos sucesos se aisló y vivió en varios lugares, abandonando la crítica social y dedicándose a la pintura religiosa con marcada influencia renacentista. En 1938 fue arrestado por la Gestapo y pasó un tiempo en prisión y pasó la segunda guerra mundial en su ciudad natal. En 1945 se le llamó de nuevo al frente y fue capturado por los franceses. Tras su liberación en 1946 se trasladó a Hemmenhofen y pasó los años de la postguerra desarrollando su obra pictórica dentro de los cánones renacentistas y también expresionistas. En las décadas de 1950 y 1960 recibió varios premios y distinciones, en especial la Cruz del Mérito Federal, otorgada a personajes distinguidos de las ciencias y las artes. Murió de una apoplejía en 1969 y fue enterrado en Hemmenhofen.


Gerhard Richter, Abstracto (613-3). Óleo sobre tela, 1986

Julián González Gómez

gerhard-richter-abstract-painting-613-3-1986-webDe acuerdo, el arte abstracto no es del gusto de muchas personas que tienen la decencia de aceptarlo, pero admito que nuestra sociedad no lo valora en su justa medida simplemente porque no lo conoce con propiedad. Mi maestro Dani Schafer afirmaba rotundamente que este país era primordialmente “figurativo”, apelativo al que en algunas ocasiones añadía el de “barroco” para describir el gusto de las personas que rechazaban la abstracción y estoy convencido de que tenía razón. Sin desmerecer el arte figurativo y mucho menos el arte barroco, que siguen siendo los más aceptados, es notable que la historia de la abstracción por estos rumbos ha sido apenas esbozada por un pequeño grupo de artistas, muchos de ellos también dedicados a la figuración, porque esta última se vende mejor dentro del público que acude a eventos y galerías. Hay que admitirlo, los artistas tienen que sobrevivir y por esta razón la creación de imágenes abstractas ha sido casi siempre un renglón marginal dentro de su quehacer.

Si lo que queremos apreciar en un cuadro, una escultura u otro tipo de arte visual es la narración de una historia, entonces el arte abstracto no tiene sentido. Tampoco lo tiene si queremos encontrar en él una alusión a un paisaje, a rostros, a figuras u otros motivos que correspondan a la noción que tenemos de la realidad tal y como es procesada por nuestro cerebro. Sin entrar en detalles conceptuales, el arte abstracto (dentro del cual hay muchas tendencias) fundamentalmente apela a nuestra percepción en su estado más puro al combinar manchas, campos, colores y formas de tal manera que sugiera un mundo que no tiene referencias alusivas a la realidad externa de las cosas. La abstracción resulta del acto de abstraer, que viene del latín abstrahĕre, que significa extraer, resumir lo más sustancial y por lo tanto la abstracción en el arte constituye un lenguaje que es independiente de la representación naturalista y cuya expresividad reside en el valor y la organización de sus elementos. Esto quiere decir que el arte abstracto es más bien conceptual y no representativo y por ello resulta que muchas veces es más indeterminado y si se quiere también más alejado de nuestro universo cotidiano. Tal vez sea por eso que no es apreciado por las personas que son más afines a la expresión figurativa.

Sin embargo, el arte abstracto ha estado presente desde siempre en nuestra historia y no hay mejor ejemplo de un arte abstracto que el de la música. La música, que se vale del sonido como medio de expresión, es capaz de comunicarnos infinidad de cosas sin recurrir a una forma figurativa. Por supuesto, aquí me refiero a la música pura, que es únicamente instrumental y no la que está acompañada por una letra, la cual generalmente está ligada a la poesía representativa y metafórica. El arte abstracto entonces se encuentra a lo largo de la historia expresado de distintas formas y en diferentes contextos culturales. En la época contemporánea su desarrollo se debe a pintores como Kandinsky, Klee, Malevich o Mondrian. A partir de mediados del siglo XX el arte abstracto sufrió una metamorfosis que lo hizo evolucionar desde un esquema alusivo a la metáfora hacia la formulación de un lenguaje que carecía de un contenido que se expresase más allá de lo concreto, sin alusiones de ningún tipo que fuesen externas a la propia obra. Esa tendencia continúa incluso hasta la actualidad, en donde el arte conceptual generalmente tiene un carácter más abstracto que figurativo, aún cuando hace alusión a la relación entre la vida y su representación.

Es dentro de este contexto altamente conceptualizado donde se encuentra la obra de Gerhard Richter, quien es considerado uno de los más importantes artistas del mundo contemporáneo, aunque su forma de manifestarse sea todavía a través de medios que se pueden considerar como tradicionales. Richter se presenta como un pintor abstracto, al mejor modo de los pintores de la época del expresionismo abstracto o el tachismo. Nacido en Dresde en 1932, vivió en su niñez los horrores de la Segunda Guerra Mundial y la caída de Alemania, pero refleja mejor que nadie el renacimiento de su nación después de esa catástrofe. Educado en una escuela de bellas artes, la Academia de Arte de Dresde entre 1952 y 1956, al graduarse se inclinó por las vanguardias más contemporáneas y entre 1961 y 1963 estudia en la Academia de Düsseldorf, donde la tendencia vigente era la abstracción tachista. Tras unos principios figurativos, derivó hacia la abstracción y luego se vio parcialmente influido por el arte Pop, movimiento dentro del cual realizó diversas obras de carácter hiperrealista y también se dedicó a la fotografía. También el movimiento Fluxus dejó huella en su obra, dotándola durante un tiempo de un carácter más ligado a la protesta social y el arte conceptual. Pintó buena cantidad de murales en diversas ciudades alemanas, pero encontró después su camino artístico allá donde lo había dejado en sus orígenes: en la abstracción pura y dura. A partir de mediados de la década de 1970 y hasta la actualidad este ha sido su medio de expresarse, a pesar de que su arte en realidad no pretenda expresar absolutamente nada. Sus pinturas abstractas han alcanzado altísimos precios, siendo el pintor vivo más cotizado actualmente. Richter ha protestado por esta situación y ha realizado exhaustivos esfuerzos por substraerse del mercado artístico especulativo, pero sus cuadros se siguen vendiendo a precios exorbitantes. Hace poco, una de sus pinturas abstractas se vendió en una subasta por más de cuarenta millones de Dólares.

Richter trabaja a base de una técnica muy simple, en la cual esparce la pintura al óleo en diversas capas en amplios campos de color y luego las raspa con un cepillo de alambre para obtener las texturas que desea. Esta técnica es en realidad muy fácil, por lo cual ha sido muy imitada por otros pintores, pero sin el éxito que él ha tenido porque su valor no reside en el cómo se realiza el cuadro, sino en la fuerza de la evocación de las formas inciertas y la combinación de los colores que se muestran en esos cuadros. Paralelamente a su obra pictórica en color, Richter también realizó durante varios años cuadros monocromos con la misma técnica, obteniendo resultados similares, pero más sutiles. Si consideramos las tendencias más recientes, podríamos decir que la obra de Richter es en cierto modo un anacronismo, pero aquí se demuestra que más allá del carácter temporal y limitado de un estilo, el gran arte no tiene nada que ver con períodos o formas de hacer, sino que se impone por sí mismo independientemente de la temporalidad y el gusto.


Remedios Varo, «Tránsito en espiral». Óleo sobre tela, 1962

Julián González Gómez

Varo, Transito espiral, 1962Remedios Varo ha sido una de las más famosas exponentes del surrealismo en la segunda mitad del siglo XX y también la más destacada representante de su género en ese campo artístico. Sus obras están dotadas de una magia y dinamismo que las hace sumamente agradables a la vista y son también una fuente de profunda reflexión sobre la naturaleza interna del ser humano, un campo del que nos abrió sus puertas este movimiento que se inició en el París de los años 20 y que en algunos aspectos sigue vigente todavía.

En sus obras predomina un dibujo preciosista, lleno de rasgos estilizados y elegantes, que es acompañado por suaves tonalidades de color que se hacen visibles gracias a la luz matizada que baña figuras y entorno. Siempre hay protagonistas de carácter humanoide cuyo estiramiento responde a la necesidad de la pintora de substraer del campo de la realidad los elementos, que por otra parte asumen un carácter simbólico y se expresan con todo detalle. Es notorio en gran parte de su obra el carácter medieval de la arquitectura en la que están enmarcadas sus figuras y también su goticismo estilizado que nos retrae a un pasado mítico y olvidado que el tiempo ha dejado atrás.

Esta pintora nació en la población de Anglés, en Gerona, España en 1908. Desde niña mostró su predilección por el arte del dibujo y la expresión artística y por eso su padre la animó a formarse en este campo. En 1924, a la edad de 15 años ingresó a la Academia de San Fernando de Madrid como estudiante de pintura. En la Academia destacó sobre todo en el dibujo, campo en el que era una de las mejores exponentes entre sus compañeros. Aprendió no solo dibujo y pintura, sino también dibujo técnico y comercial, con el que esperaba ganarse la vida en una sociedad poco proclive a que una mujer fuese reconocida como artista de valía. En 1930, recién graduada de la Academia y casada con uno de sus compañeros de estudio, se marchó con este a París para probar fortuna. Sin embargo las cosas no funcionaron y ambos regresaron a España, estableciéndose en Barcelona como dibujantes comerciales. En 1935 se separó de su esposo y comenzó a frecuentar los ambientes artísticos de la ciudad, donde se relacionó especialmente con el grupo de los surrealistas que residían allí. Realizó algunos viajes cortos a París y en una de esas ocasiones conoció a André Breton, que se encargó de presentarla al grupo surrealista donde estaban entre otros Ernst, Masson, Tanguy, Miró, Domínguez y un Dalí que estaba en vías de separarse del grupo. Las ideas que daban vida al surrealismo, sobre todo el carácter experimental del psicoanálisis calaron poco en Remedios, quien se inclinó por una vía distinta y más metafísica que respondía mejor a su innata vena mística. De regreso a Barcelona empezó a desarrollar su labor surrealista caminando por la ruta que se había trazado cuando en 1936 estalló la guerra civil española.

Identificada políticamente con el bando de los republicanos, Remedios vivió los embates de la guerra como militante antifascista y así conoció a Benjamín Peret, otro militante con quien se marchó a París a finales de 1938 cuando se comprobó claramente que las tropas comandadas por el general Franco iban a triunfar en la contienda. Esta segunda estadía prolongada en la ciudad del Sena fue para Remedios una experiencia triste y amarga pues no logró ningún éxito en su arte. Para colmo, en 1939 estalló la segunda guerra mundial y en 1940 las tropas nazis invadieron Francia, tomando París poco tiempo después. Gracias a varios contactos con los refugiados españoles, Remedios y su compañero lograron salir de Francia en 1941 para trasladarse a México, país que acogió a gran cantidad de exiliados españoles después de la guerra civil y los primeros tiempos de la contienda mundial. En México se integraron a los círculos de refugiados, donde había gran cantidad de artistas e intelectuales que pronto fueron promovidos para realizar muchas y diversas labores culturales en esta nueva tierra. Remedios empezó a trabajar como artista comercial e ilustradora, campos en los que pronto descolló en el medio, siendo contratada en 1947 como artista de ilustración de insectos en la Misión Científica Francesa de América Latina que se dirigió a Venezuela. Al terminar su labor en esta misión, regresó a México donde se convirtió en una cotizada ilustradora de publicidad, mientras tanto, siguió pintando por su cuenta pero sin realizar ninguna exposición.

En esos años conoce a la pintora inglesa Leonora Carrington quien vivía en México desde la segunda guerra mundial, con quien la unió una entrañable amistad hasta su muerte. Carrington, surrealista como ella, la animó a pintar con más dedicación, pasando largos períodos juntas realizando sus respectivos trabajos. En 1953 Remedios se casó con un diplomático austríaco y fue entonces cuando tomó la decisión de dedicarse exclusivamente a su realización artística. En 1955 expone en una muestra colectiva y al año siguiente realiza su primera exposición individual en la ciudad de México con gran éxito. Siendo reconocida como la principal pintora surrealista en su momento y con varias exposiciones en diversos países, falleció de un infarto el 8 de octubre de 1963 en la ciudad de México, a los 54 años.

Esta obra, llamada Circulación en espiral, pintada un año antes de su muerte, es una muestra de su más lograda plástica surrealista con toques de misterio y temporalidad. La gran espiral que organiza todo el espacio, es en realidad una espiral doble compuesta por una primera espiral que contiene una ciudad de marcado carácter medieval y una segunda espiral que es el canal que recorre la misma ciudad. Hay aquí entonces dos vías, pues los edificios de la ciudad están interconectados y avanzan ondulantemente hasta llegar a la alta torre central donde habita un ser etéreo que parece estar prisionero en ella. El canal es recorrido por extrañas barcas y personajes que recuerdan a las fantasías de El Bosco y todo el ambiente está envuelto en una tenue niebla que le da a este paisaje un toque de profundo misterio y misticismo. Este surrealismo está basado más en una visión interior de profundas connotaciones místicas que en un carácter onírico e irracional, propio de los adeptos de Breton. Es una alusión a la búsqueda de la propia visión del mundo interior que representa el personaje encerrado en la torre y también un homenaje a alguien que, como hizo Remedios Varo, se apartó de la vía establecida para buscar su propia ruta al interior de su ser.


Chaim Soutine, «El joven carnicero». Óleo sobre tela, 1919

Julián González Gómez

Soutine, joven carnicero 1919El expresionismo bebe de las fuentes de la autenticidad y el carácter, por lo cual no siempre es bien recibido por parte de los cultores de un arte hedonista y amable. En general, el término expresionismo se refiere a aquellas manifestaciones que anteponen lo intenso y sincero de una expresión a los aspectos formales del arte. Su carácter es intemporal y por lo tanto válido para calificar ciertas obras y hasta ciertos períodos de la historia que han mostrado esta tendencia, o bien a ciertas fases creativas de un artista. Podemos decir que son expresionistas, por ejemplo, la escultura del románico, las pinturas de El Greco, los dibujos y grabados de Blake o ciertas obras de Goya. En todos los casos se trata de deformar la realidad con gran dramatismo para obtener determinadas respuestas emotivas por parte del observador.

A partir de la primera década del siglo XX el adjetivo expresionista se comenzó a utilizar efectivamente para definir la vanguardia en todas sus variantes, incluyendo el fauvismo, el cubismo y el futurismo. En las artes plásticas los creadores expresionistas encontraron su inspiración en algunas esculturas de Rodin, la pintura de Van Gogh o la de Ensor y Munch. Todos ellos crearon obras de gran dramatismo visual que impactaron, positiva o negativamente, a artistas, críticos y público. En general estos precedentes rompieron con el impresionismo para proyectarse a nuevos ámbitos en los que la subjetividad de los sentimientos del creador prevalecía sobre la representación del mundo que le rodeaba.

Pero no fue sino hasta 1914 cuando este término se concretó en sentido particular para definir y calificar exclusivamente el arte experimental y contestatario que surgió en Alemania en los primeros años del siglo, a través de la obra de los artistas del grupo Die Brüche (El Puente) que surgió en Dresde y se extendió posteriormente a otras ciudades alemanas en diversos movimientos como el grupo Der Blaue Reiter (El Jinete Azul) y otros artistas afines. El así llamado Expresionismo Alemán constituyó más una actitud ante la creación artística que un estilo propiamente dicho, en el cual el compromiso consistía en la oposición al positivismo materialista imperante en la época y en su lugar la propuesta de una nueva visión de la sociedad y la cultura que estaba impregnada por la filosofía de Nietzsche. La búsqueda entonces se centró en aquellos aspectos que se consideraban esenciales atendiendo exclusivamente al sentimiento vital y sin someterse a ninguna regla. En esta propuesta se comprometieron diversos artistas y literatos, además de otros creadores, entre los cuales los cineastas tuvieron una destacada participación y la búsqueda se extendió desde Alemania a otros países europeos en los que cuajó esta visión. En Francia el más destacado de los pintores expresionistas de esa época fue sin duda Chaim Soutine.

Soutine no era francés, nació en Smilóvichi, una ciudad de la provincia de Minsk en la actual Bielorrusia en 1893. Llamado Jaím Solomónovich Sutín, provenía de una familia judía y su padre era sastre, fue el décimo hijo de un total de once hermanos. Desde niño mostró una marcada tendencia al arte, por lo que se propuso ser pintor a pesar de los deseos de su familia que siendo judíos ortodoxos no estaban de acuerdo con la representación de imágenes, que estaban prohibidas por su fe. Aun así, en 1909 se trasladó a Minsk para estudiar pintura y se inscribió en una academia local. Al año siguiente ingresó en la Escuela de Bellas Artes de Vilna, donde se formó hasta 1913. Al terminar sus estudios y ante las noticias de que París era la capital artística por ese entonces, decidió viajar a la ciudad del Sena para dedicarse a su pasión. Pobre y sin contactos, recaló en Montparnasse, el barrio de los artistas y empezó a pintar. En este ambiente donde imperaba la bohemia y la disolución se empezó a relacionar con algunos de los personajes más destacados del medio, sobre todo con Amedeo Modigliani, para quien posó en diversas ocasiones.

Fue en este ambiente en el que se empezó a decantar por una expresión fuertemente subjetiva y emocional, coincidiendo en estos aspectos con la pintura de los expresionistas alemanes, de quienes seguramente había visto muchas de sus obras. Soutine, que era la versión francesa de su apellido, se volvió una referencia obligada en el medio artístico de Montparnasse, siendo conocido por su incapacidad de poder pintar de memoria, por lo que le era necesario tener siempre un modelo enfrente para poder reproducirlo. Se dice que recorría siempre el mercado local para buscar modelos que pintar y le gustaba especialmente la sección de las carnicerías, donde encontraba motivos lo suficientemente impactantes como para llevárselos a su estudio y pintarlos varias veces. Pero la fama y las ganancias lo esquivaban y Soutine era tanto o más pobre que otros artistas como Modigliani o Utrillo, lo cual lo desmoralizaba en gran medida y más teniendo ya de por sí de un carácter atormentado. Pasó la guerra en París y de alguna forma logró sobrevivir y continuar pintando, hasta que en 1923 un coleccionista norteamericano que visitaba la ciudad le compró un gran número de sus obras. Esto hizo que mejorase su condición y que siguiera pintando con gran entusiasmo, al punto que en 1927 celebró por fin su primera exposición individual en la galería de su amigo Henri Bing. A partir de este momento se dio a conocer en otros ámbitos y pudo por fin vivir con cierto desahogo, hasta que estalló la Segunda Guerra Mundial. En 1940 París fue invadido por las tropas nazis y Soutine, por su condición de judío, corría un grave riesgo, por lo que escapó de la ciudad y se trasladó a un pequeño poblado en las cercanías de Tours. Sin embargo su seguridad estaba en una situación muy precaria, la angustia hizo presa de él y sus problemas de salud se agravaron. En 1943 se le perforó una úlcera y hubo necesidad de operarlo de emergencia pero murió en la mesa de operaciones, sumándose así a la inmensa lista de los fallecidos a causa de la guerra.

Este óleo es un retrato de un carnicero del mercado de Montparnasse que pintó Soutine en los años más oscuros de su labor artística, cuando era pobre y desconocido. La fuerza de la expresión radica en el color rojo que impregna todo el campo de visión y los mínimos elementos de la imagen. Es un retrato hecho con pinceladas rápidas y espontáneas y los trazos de la espátula son groseramente evidentes. No hay concesiones, es como si el artista hubiera vomitado la pintura y ésta hubiese formado la imagen al desparramarse sobre la tela. Los grandes y profundos ojos, realizados con poco más que unos borrones de pintura nos miran directa y cínicamente, como retándonos. Su boca es silenciosa y no tiene expresión ninguna en el torso. Este personaje se manifiesta viendo al espectador y contándole en silencio de su condición de ser humano, transfigurado por la visión de un artista cuyo tormento se expresa de una forma gráfica y directa, tal como son los sentimientos más profundos de un artista.


Alexander Archipenko, “Mujer peinándose”. Bronce, 1914

Julián González Gómez

woman-combing-her-hair-femme-debout-1914-archipenkoEl cubismo tuvo numerosos seguidores desde que surgió como una corriente artística derivada de las experiencias de Picasso y Braque. Esta nueva concepción de la representación espacial, radical en su enfoque antiacademicista, atrajo la atención no solo de los pintores, sino también la de numerosos escultores que se sintieron entusiasmados por trabajar bajo sus parámetros. Dentro de ellos, el ucraniano Alexander Archipenko jugó un papel destacado, pues no solo ejecutó sus obras dentro del esquema cubista de alternancia de planos simultáneos, sino además incorporó como protagonista el espacio negativo, que es el que queda en medio de los planos sólidos y configura una nueva sucesión de formas y contenidos que complementan el total. Esta lección debió de aprenderla de la observación de algunos ilustres antecesores suyos, sobre todo de Bernini, quienes también incorporaban a sus obras el espacio negativo, elevándolo a un plano equitativo con la forma. La escultura clásica, tanto la de la antigüedad como la del renacimiento, prestaba atención casi exclusivamente al volumen, desplazando al espacio a las zonas periféricas que únicamente definían la silueta de la forma; los escultores neoclásicos, casi todos ellos imitadores de esta corriente, no aportaron nada nuevo. Pero en el ínterin que constituyó el barroco, los escultores se desplazaron por ese espacio que no sólo encerraba a la figura, sino que además interactuaba con ella en una dinámica dialéctica, en la cual el entrelazamiento entre forma y vacío definía plenamente la plástica de la composición.

Archipenko construyó espacios y volúmenes sometidos a la disciplina cubista bajo la óptica de una representación más bien figurativa, con pocos acercamientos a la abstracción, que era la última consecuencia del cubismo analítico. Por ello está mucho más relacionado con la corriente subsiguiente: la del cubismo sintético, en el cual la figuración es todavía el tipo de representación dominante. En efecto, el cubismo analítico se convirtió en cierto momento en un callejón sin salida para aquellos artistas que habían apostado por la representación figurativa, ya que poco a poco las composiciones se iban caracterizando por una mayor fragmentación, la cual hacía que se perdiese la forma del objeto representado hasta hacerla prácticamente irreconocible y esto era contradictorio con la idea de que las cualidades objetivas de lo representado debían ser evidentes, aunque fuese en cuanto a detalles mínimos. El cubismo sintético resolvió este problema presentando ante todo las cualidades de las formas de los objetos o paisajes mediante una descomposición selectiva de los planos y además hizo un mayor énfasis en la composición formal, que era otro elemento necesario para apoyar las cualidades figurativas de lo representado.

Las formas de las figuras de Archipenko son fáciles de reconocer, ya que ante todo su obra se concentró en la figura humana, la cual exploró en múltiples facetas, todas ellas dotadas de una tensión interna que les brinda una cualidad de gran expresión espacial. Su trabajo, con muy raras excepciones, siempre fue figurativo, pero estilizando las formas hasta llegar a expresar la naturaleza más elemental de la anatomía. Se deleitaba con una suave curva que describía un torso en equilibrio, la trayectoria de un brazo en el espacio, el entrelazamiento de líneas de unas piernas que se entrecruzan o el giro de un cuello que sostiene una cabeza apenas esbozada. Nunca llevó a cabo encargos monumentales, sus esculturas tienen la escala del cuerpo humano o más pequeño y eso hace que se relaciones con nosotros de una manera más cercana, casi íntima.

Alexander Archipenko nació en Kiev. Ucrania en 1887. Estudió durante un tiempo en la escuela local de arte, para trasladarse varios años después a Moscú, donde prosiguió su formación. En Ucrania y Rusia tomó contacto con el arte bizantino y los íconos de la religión cristiana ortodoxa, caracterizados por su fina estilización de las figuras, las cuales reprodujo en numerosos estudios. Tras darse cuenta que en Rusia sus posibilidades eran limitadas emigró a París en 1908, donde tomó contacto con las vanguardias y sus creadores como Picasso, Braque y Apollinaire. Asistió durante un tiempo a la Escuela de Bellas Artes, para abandonarla y dedicarse a la experimentación cubista y a someterse a una rígida disciplina dibujando obras egipcias, asirias, griegas arcaicas y góticas en el Louvre. Precisamente, esos estudios dieron base a una estilización casi arcaizante en sus figuras, característica que siempre lo acompañó. Desde el año de 1909 hasta 1914 residió en una colonia de artistas llamada La Ruche, cerca de Ramboulllet, a unos cuarenta kilómetros de París, fundada por un anarquista y en la cual se encontraban algunos artistas rusos emigrados a Francia. En 1910 exhibió sus esculturas cubistas en el Salón de los Independientes de París y en 1912 realizó su primera exposición en el Museo Folkwang Hagen en Alemania. En cierta ocasión afirmó que «La escultura puede empezar en el punto en el que el espacio es rodeado por la materia.», lo cual revela la clave para interpretar la conexión que realzaba entre espacio vacío y figura. Su incesante actividad lo llevó a participar como profesor en diversas academias de arte, como la del grupo Section d’Or, donde participó junto a Braque, Léger, Duchamp y Picasso entre otros. Su primera exposición en Estados Unidos se realizó en el Armory Show en Nueva York en 1913. Posteriormente participó durante un tiempo en las publicaciones de los futuristas y otros grupos de vanguardia. Después de la guerra realizó numerosos viajes para exponer sus obras y entre otros lugares visitó la Bienal de Venecia, Ginebra, Zurich, Londres, Bruselas y Atenas. Se estableció en Alemania desde 1921 y en 1923 se trasladó a Estados Unidos, país en el que residió por el resto de su vida.

En Estados Unidos participó en numerosas experiencias artísticas, sobre todo académicas y siempre ligadas con las vanguardias en diversas ciudades como Nueva York, Los ängeles o Chicago, donde incluso participó en la efímera nueva Bauhaus que creó en esa ciudad Moholy Nagy. Las numerosas esculturas de Archipenko que se encontraban en Alemania fueron confiscadas por los nazis después de su advenimiento al poder, para ser recuperadas nuevamente después de la guerra. Durante el resto de su trayectoria experimentó con numerosas técnicas y nuevas tecnologías, creando esculturas cinemáticas y también dotadas de luz. Murió en Nueva York en 1964, después de haber recorrido una intensa carrera que lo llevó a abrir numerosas posibilidades de expresión dentro de la escultura contemporánea.

Esta obra, de 1914 representa el período de experimentación de Archipenko con las últimas etapas del cubismo sintético y sus derivaciones. La elegante figura, estilizada mediante una fina curva que recorre verticalmente su cuerpo, consiste en la suma de los espacios de figura y fondo que en relación mutua y dependiente definen su arquitectura. La cabeza es un espacio vacío, negativo, que sugiere una postura lateral, la cual se acentúa por la posición del largo cabello que se extiende hasta otra zona vacía: el pecho, que está sugerido mediante una concavidad, como si fuese un espacio contenedor. Los brazos, el izquierdo realizado sólo hasta poco debajo del hombro, describen una curva que arranca desde la parte superior de la cabeza y se bifurca en el brazo derecho y el pelo, hasta llegar al brazo izquierdo apenas esbozado, como permitiendo al observador determinar el fin de su trayectoria. En el torso y el vientre se advierten las formas cónicas, que se encuentran en la estrecha cintura y estabilizan la masa total del cuerpo. De esta escultura hay numerosas reproducciones que se encuentran en distintos museos y sigue siendo una de sus obras más admiradas. Archipenko fue uno de los más grandes escultores de su época por sus evidentes cualidades plásticas de gran belleza y estilización, que admiramos y rendimos homenaje en esta página.


André Derain, «Paisaje de Chatou». Óleo sobre tela, 1904

Julián González Gómez

Derain landscape-near-chatou-1904-Es este un caso típico de un artista cuya trayectoria estuvo marcada por una constante experimentación que lo llevó por distintos derroteros y una gran variedad de expresiones. Derain inició su carrera en medio de la vorágine parisina de principios del siglo XX, época marcada por las derivaciones que prosiguieron a las experiencias de los impresionistas y posimpresionistas. Pero no solo se dedicó a su carrera artística como pintor, sino que sus múltiples intereses y una voraz dedicación a la lectura lo llevaron a cultivar el conocimiento erudito en distintas áreas como las ciencias y la filosofía, siendo poseedor de una vasta y enciclopédica cultura.

Se dio a conocer en los primeros años del siglo al unirse al grupo de los fauves, pintores que, agrupados alrededor de la figura de Henry Matisse, desarrollaron un lenguaje en el cual el color se convirtió en el principal protagonista de sus obras. Los pintores fauvistas ensalzaron la autonomía del color sobre cualquier otro elemento y lo utilizaron de forma expresiva y provocativa. No pretendían representar las cosas de una forma realista, al contrario, su arte se basaba en un idealismo que se manifestaba en la primacía de la expresión antes que en la mímesis y para ello el color jugaba un papel fundamental. Se aplicaba de forma pura, tal cual salía del tubo, sin mezclas y se hacían combinaciones cromáticas de manera tal que los colores primarios y secundarios se complementaban de tal forma que aumentasen su vibración al ser percibidos y con ello se creaba un efecto de gran intensidad. Los fauvistas no aplicaban el color de acuerdo a la correspondencia del color de los elementos que representaban, sino que se dejaban llevar por su fantasía y libremente aplicaban un color cualquiera sobre una superficie cuyas formas recordaban las de un objeto y luego establecían las correspondencias entre todos los elementos. En este sentido, su pintura se relaciona con la de sus contemporáneos expresionistas del grupo Die Brüche de Dresde, quienes experimentaron con los colores también de una forma libre. La pintura fauvista no pretendía otra cosa que expresar las cualidades de los colores de una manera lúdica y juguetona, estando exenta de cualquier juicio moral o estético tradicionalista; por ello sus cuadros resultan sumamente atractivos y nos llaman la atención de forma inmediata.

André Derain nació en Chatou, en el extrarradio de París en 1880 y provenía de una familia de clase media. Buen estudiante en la escuela, se preparó especialmente en matemáticas para seguir la carrera de ingeniería en la Escuela Politécnica de París, pero finalmente se decidió por la carrera artística. En 1895 empezó a pintar y se volvió un asiduo visitante del Museo del Louvre, donde estudiaba las obras de los antiguos maestros. Entre 1898 y 1899 asistió a la Academia Camillo de París, donde conoció a Matisse y a Rouault, quienes luego serían sus compañeros del fauvismo. En 1900 conoció a Maurice de Vlaminck y compartieron un estudio en Chatou. Por esa época descubrió la pintura de Van Gogh y se volvió un asiduo lector de Nietzsche, cuyo nihilismo ejerció en él una profunda influencia, provocando una transformación en su manera de ver el mundo y el arte.

Pronto se unió con sus amigos Matisse, Rouault y Vlaminck a pintar bajo los esquemas que dieron lugar al fauvismo y presentaron en conjunto sus pinturas en el Salón de Otoño de París de 1905. La reacción no se hizo esperar y las pinturas de este grupo causaron un verdadero escándalo. Un crítico, Louis Vauxcelles, se refirió a estos pintores como fauves (fieras en francés), lo cual dio pie a que fuesen llamados con ese nombre despectivo. Para ellos este apelativo constituyó un gusto y un honor y desde entonces empezaron a llamarse a si mismos bajo el nombre de fauvistas, lo cual no deja de ser a la vez cómico e irónico. En realidad, los fauvistas inauguraron en Francia la primera vanguardia histórica, a la que posteriormente seguirían muchas más, todas caracterizadas por el establecimiento de unos puntos comunes de desarrollo de su trabajo y una intención estética definida. Todavía no se redactó un manifiesto, tema común en las vanguardias posteriores, que declarase de manera más o menos coherente las intenciones del grupo.

Los fauvistas siguieron trabajando de acuerdo a sus ideas durante unos cuantos años más, apoyados por diversos intelectuales como Apollinaire y marchantes como Kahnweiler. Pero nunca constituyeron un grupo que ejercitase un trabajo en común, ya que todos ellos tenían diversos intereses éticos y de expresión, por eso el fauvismo fue efímero y sus integrantes se dispersaron al poco tiempo, desarrollando su obra individualmente. Luego de un viaje a Londres, Derain se empezó a relacionar con los cubistas, especialmente con Braque, aunque nunca adoptó totalmente sus principios. Derain siempre había estado preocupado por desarrollar las formas a la vez que el color y en este sentido, la pintura de Cézanne jugó un papel crucial e influyente en su obra. A partir de 1912 inició lo que se ha llamado su “período gótico” caracterizado por un incipiente neoclasicismo que combinó ingeniosamente con algunos principios cubistas. Realizó diversas exposiciones en Europa y los Estados Unidos y se estaba dando a conocer muy satisfactoriamente cuando se produjo la primera guerra mundial. Derain estuvo en el frente durante un tiempo y logró salir vivo de la contienda. Para ese entonces empezó a experimentar con máscaras de influencia africana y esculturas, desviándose de su trayectoria original. En realidad estaba más preocupado por la solución de la representación de las formas antes que por su expresividad y de ahí su constante búsqueda de medios. Al final se decantó por un arte más afín al neoclasicismo academicista, lo cual le granjeó numerosas críticas de parte de los artistas de vanguardia, lo cual no le preocupó y siguió adelante ilustrando numerosas publicaciones y pintando. En la década de 1930 sus ideas políticas se radicalizaron, quizás por la influencia que Nietzsche había ejercido en él y se relacionó con algunos grupos de extrema derecha de Francia. Durante la guerra visitó Alemania, invitado por los nazis que admiraban su obra y al final del conflicto fue acusado de colaboracionismo, aunque nunca fue llevado a juicio. Su última época se caracterizó por llevar una vida relativamente retirada de los círculos artísticos e intelectuales de París, aunque realizó algunas escenografías para ballet y teatro. Murió en Garches en 1954.

Este paisaje de 1904 representa el período fauvista más fructífero de Derain, en el cual el juego de intensos colores se combina con una serie de expresivas y aparentemente espontáneas pinceladas que nos provocan un deleite visual sin igual. Derain intensificó los matices para que los colores se manifestaran en toda su plenitud, a la vez que sus combinaciones acrecientan su luminosidad, ensalzando las formas carentes de perspectiva. El campo se muestra plagado de efectos lumínicos y de ahí su encantadora cualidad vital que revitaliza el tema, que vibra con una luz propia e intensa, alejándose de la luz natural para penetrar en el mundo de la luz intrínseca de las cosas.


José Luis Cuevas, Sin título. Tinta china y acuarela, 1980

Julián González Gómez

Cuevas-Jose-LuisPara aquellos a quienes les parece que el arte debe ser siempre “bonito”, el trabajo de José Luis Cuevas debe parecerles algo así como una bofetada. Cuevas recrea sus emociones a través de la representación de algunos de los más oscuros elementos de la sociedad mexicana: vagos, prostitutas, proxenetas, drogadictos y otros personajes por el estilo. Pero lejos de mostrarlos como caricaturas grotescas, su sensibilidad hace que nos parezcan familiares y hasta entrañables, tal como figuran realmente para nosotros cuando nos despojamos de la máscara de la hipocresía y no los juzgamos.

¿Quién no ha sido alguna vez compañero del “bolito” de la esquina y al menos se ha puesto a platicar sobre copas con él? Solo aquel que es un farsante niega que no ha sido capaz de cruzarse en alguna ocasión con el “mariguano” del barrio y le ha dicho por lo menos “¿qué onda vos”, para no ignorarlo? ¿Y dónde se deja a las putas en esta sociedad de doble moral, en la cual desde que somos jovencitos se nos incita a iniciarnos en el sexo con ellas y les entregamos de lleno nuestra intimidad?

Solo aquellos que durante algún período, oscuro o claro de nuestra vida, nos dejamos llevar por el mundo de la bohemia, o quizás todavía permanecemos en él, somos capaces de reconocer lo cercanos que son todos ellos. Luego, nos convertimos en personas “honorables” y los negamos, haciendo una mueca de desprecio si pasan a nuestro lado. Para los que nunca se dieron permiso de afrentar la oscuridad de la madrugada, estas palabras no tienen sentido y tampoco les preocupan; nunca se expusieron, nunca naufragaron en la senda de la derrota.

Cuevas nos está señalando a la cara a través de sus personajes, nos lanza el reto de reconocerlos, de abrazarlos y hasta de identificarnos con ellos. No son bichos raros, no son “otros”, son nosotros. Hombres y mujeres de la calle, dueños de la noche, peligrosos para las señoras de buenas costumbres y desagradables e incómodos para los caballeros distinguidos.

Mediante trazos nerviosos y ágiles, Cuevas resalta aquellos elementos esenciales que atañen a su significado, prefiriendo el dibujo y el grabado debido a su esquematismo natural, el cual no permite distraerse en las sutilidades del color, ni en las cualidades de la luz. Es un mensaje expresado de forma directa y ruda, hasta feroz, acorde al carácter de lo representado. Apenas hay algunas alusiones a ciertas texturas, que más que realzar ciertos detalles, destacan la improvisación de la ejecución. No hay intención alguna de construir un retrato, sino más bien un arquetipo, el cual por otra parte es típicamente mexicano en su fisonomía y por ello, nos guste o no, es muy parecido a nosotros, que somos parte de la totalidad de esa amalgama que se llama América Latina.

José Luis Cuevas nació en la ciudad de México en 1931, proveniente de una familia de clase media. Su formación como artista fue prácticamente autodidacta, ya que nunca se sometió a una formación sistemática. Apenas tomó algunos cursos en la Escuela de la Esmeralda, para después inscribirse durante un tiempo en el México City College, donde tomó algunas clases de grabado.

Tras unos comienzos un tanto precarios, empezó a ser reconocido a mediados de la década de 1950, con el sobrenombre de “el güerito pintor”. Trabajó retratando a los borrachos de las calles e incluso a los enfermos mentales del manicomio, a donde lo llevó su hermano, que era psiquiatra. Se involucró con diversas técnicas de expresión, además del dibujo y el grabado realizó escenografías e ilustraciones; incluso incursionó en el campo de la literatura. Pronto se dio a conocer como un artista de ruptura con la tradición del muralismo y las ideas acerca del nacionalismo exacerbado de artistas e intelectuales. Por ello se le denominó como el “niño terrible” de la plástica mexicana, algo que por supuesto a él lo honraba, ya que siempre fue un transgresor. Durante la década de 1960 su fama se extiende globalmente, realizando exposiciones en Europa y los Estados Unidos, provocando siempre reacciones encontradas entre la crítica y el público. A mediados de la década de 1970 decide desarraigarse de México y emigra a París, donde adquiere nuevos aires. Resentido con su país natal, en donde siempre sintió que no era comprendido, realizó en Europa nuevas exploraciones que le llevaron a experimentar por primera vez con la escultura. Años después regresó a México, colmado de honores y merecimientos que le fueron otorgados en diversos países y también en su tierra natal. Los años de ancianidad de Cuevas se han desarrollado por medio de algunas incursiones en pintura y sobre todo por una multiplicidad de galardones y homenajes que han hecho de él quizás el artista vivo más reconocido de México y uno de los mayores de América Latina.

Esta obra sin título, forma parte de una de las series que dibujó durante su estadía en Europa. El trazo grosero y violento contrasta con el desánimo de las expresiones de estas dos mujeres, cuya relación no está clara y tan solo están compartiendo una bebida en una mesa apenas esbozada. La misma ambigüedad de las expresiones y poses se prestan a un sinfín de lecturas, por lo que podemos sentirnos libres de mirarlas como espejos en los cuales se refleja nuestra propia condición. Como se dijo en el principio de este artículo, aquí la intención estética no pasa por la representación de la belleza u otras virtudes, sino más bien la sinuosidad de unas vidas anodinas, quizás vacías, pero siempre profundamente humanas. En este sentido la plástica de Cuevas puede ser comparada a la de los expresionistas, que representaron mucho de esas situaciones, en las cuales el absurdo de la existencia no se puede evadir más que por medio de la negación temporal de lo cotidiano, sumergiéndose por un rato en el oscuro panorama de la noche que nos consuela.


Amedeo Modigliani, «Desnudo rojo». Óleo sobre tela, 1917

Julián González Gómez

Amedeo_Modigliani_012Estereotipo del artista bohemio, Amedeo Modigliani ha pasado a la historia gracias a su genio como pintor y escultor y también gracias al destino trágico de su vida. Artista exquisito gracias a su trazo seguro, a su economía de medios y a la elegancia de sus figuras, está considerado como uno de los más grandes artistas del siglo XX, pero en vida no conoció nada más que la miseria y el abandono. Desde niño tuvo una salud muy precaria, la cual empeoró con el paso de los años; además, el consumo desbordado de alcohol y estupefacientes empeoró sus condiciones y lo sumió en una loca y autodestructiva carrera que finalmente lo llevó a una muerte prematura.

El arte de Modigliani no encaja en ninguna de las categorías que han establecido los historiadores. Gran amigo y compañero de copas de la mayoría de artistas que en su época residían en París, no le debe nada a ninguno de ellos, a excepción de Brâncuşi, quien lo indujo a trabajar en la escultura, actividad a la que estuvo dedicado por cerca de cuatro años. De los maestros más conocidos, sólo Cézanne dejó su impronta en la pintura de Modigliani y Tolouse-Lautrec le impresionó por la calidad de sus líneas que diseñaban elegantes arabescos. Nunca se interesó por las vanguardias en boga durante su tiempo: ni el cubismo, ni el futurismo, ni tampoco el expresionismo. Tampoco dejó escuela o discípulos, Modigliani es simplemente Modigliani y es único e irrepetible. Quizás por esa exacerbada individualidad entre otras cosas, es que sus pinturas han alcanzado tanta fama y altos precios, amén de su inigualable calidad.

La pintura de este artista era esencialmente plana, con suaves toques tonales para señalar los volúmenes. Sus figuras eran estilizadas, de largos cuerpos y cuellos, como los que pintaban los manieristas italianos del siglo XVI. Las caras, de rasgos rotundos aunque suaves, derivan de los modelos de las máscaras africanas que Modigliani pudo ver en el Museo del Hombre de París y con las que empezó a experimentar en su etapa como escultor. Los ojos, siempre muy juntos, introspectivos y en algunas ocasiones vacíos, parecen concentrarse ante todo en sí mismos y nos observan a la distancia. Se ha dicho que el rasgo predominante de su arte son las líneas, que son de una elegante belleza lírica, lo cual hace que su pintura entronque con la de los pintores sieneses y el frágil pathos de Boticelli. Es indudable que en la pintura de Modigliani predomina el dibujo sobre el color.

Amedeo Clemente Modigliani nació en la ciudad de Livorno, Italia, el 12 de julio de 1884. La familia pertenecía a la clase media alta y su padre se dedicaba al préstamo con intereses, negocio que tradicionalmente estaba en manos de los judíos. Modigliani, que no era muy religioso, no tuvo ningún problema en representar figurativamente los temas en su arte, dejando de lado la prohibición que estaba establecida por la Torah, algo que lo asemeja a otros dos famosos pintores judíos de su tiempo: Marc Chagall y Chaim Soutine. Siendo todavía un niño contrajo tifoidea y luego tuberculosis, enfermedades que lo condicionaron por el resto de su vida. Empezó a tomar clases de dibujo y pintura en su ciudad natal con el artista Guglielmo Micheli, quien gozaba de cierto prestigio. En 1902, abandonó su ciudad y su familia para irse a Venecia a estudiar en la Escuela Libre del Desnudo. Desde esta época se inicia su relación con el alcohol, la cual nunca logrará romper.

En 1906 se marchó a París con algo de dinero que le dio su padre y se estableció en un hostal para artistas pobres, el Bateau-Lavoir. Estableció contacto con el grupo de creadores que por ese entonces hicieron de París la ciudad de las vanguardias; desde Picasso, pasando por Apollinaire, hasta promotores del nuevo arte como Max Jacob se convirtieron en sus amigos. Modigliani se distinguió en este grupo gracias a su pasmosa habilidad para trazar sus figuras de manera casi instantánea y sin necesidad de ejecutar retoques posteriores. Vivía pobremente y el poco dinero que le mandaba su familia lo gastaba en alcohol y vida nocturna. Poco después empezó a consumir drogas, lo cual lo sumió en un caos existencial cada vez más grande.

En 1909 regresó a Livorno por un breve período para recuperarse de su mala salud y después regresó a París para establecerse esta vez en Montparnasse. Por esa época conoció a Constantin Brâncuşi, con quien empezó a experimentar en la escultura, actividad que lo absorbió completamente durante los siguientes cuatro años. La escultura de Modigliani era, a semejanza de la de su maestro Brâncuşi, de líneas sobrias, elegantes y estilizadas. El estudio del arte primitivo de las máscaras africanas y tallas de madera polinesias y camboyanas le brindó una nueva visión plástica, sintética y elemental que imprimió a sus figuras, las cuales tallaba directamente en la piedra. Pero el polvo del mármol le hizo daño a sus frágiles pulmones y ante esta situación se vio en la necesidad de abandonar la escultura de talla. Después empezó a pintar retratos de sus amigos de Montparnasse y de algunos comerciantes, los cuales vendía por muy poco dinero, por lo que su situación económica siguió siendo precaria. En 1915, luego del estallido de la guerra pretendió ingresar al ejército, pero fue rechazado por su mala salud. Luego se dedicó a pintar desnudos, con los cuales logró gran prestigio en el círculo de marchantes y realizó su primera exposición individual en 1917, que fue cerrada pocas horas después de su inauguración al considerar las autoridades que sus desnudos eran indecentes.

Una faceta peculiar de la vida de Modigliani era su atractivo con las mujeres. Era un personaje simpático y carismático, por lo cual tuvo numerosos romances, hasta que conoció a Beatrice Hastings, con la que mantuvo una relación más estable, al tiempo que ella posaba para algunos de sus cuadros. En 1917 conoció a una joven de 18 años, Jeanne Hébuterne, que era estudiante de arte y ambos se enamoraron. Jeanne se fue a vivir con Modigliani a pesar de la negativa de su familia. Debido a la mala salud de Modigliani, la pareja se trasladó a Niza, donde el artista trató de vender algunos de sus desnudos a los millonarios que veraneaban en la Costa Azul, empresa en la que no tuvo éxito. Jeanne dio a luz en 1919 a una niña, que recibió el mismo nombre de su madre. De regreso en París, la pareja lleva una vida cada vez más precaria y Modigliani se hunde cada vez más en el alcoholismo. Murió el 24 de enero de 1920 de una meningitis tuberculosa. Fue llorado por sus amigos y enterrado en el cementerio de Père-Lachaise. Una semana después, Jeanne, que estaba otra vez embarazada, se tuvo que trasladar a casa de sus padres donde se suicidó tirándose por una ventana de un quinto piso. La hija de ambos, Jeanne, fue adoptada por la hermana de Modigliani. Años después escribiría una famosa biografía de su padre.

En medio de tanta tragedia nos queda la obra de este gran artista. El Desnudo rojo, pintado en 1917, tiempo en el cual estaba financiado por su amigo y agente Leopold Zborowski, es uno de sus trabajos más famosos. En su configuración es evidente la influencia de la Maja Desnuda de Goya, pero aquí los brazos y las piernas están cortados por los bordes de la tela. La composición está determinada por una ondulante línea diagonal que atraviesa toda la pintura y define el cuerpo; de esta línea principal nacen otras transversales que forman el cuello, el busto y las caderas. El dibujo de la figura es firme, directo y elegantemente ondulado, dotando a la figura de una gran sensualidad, que ensalzan los tonos ocres de la piel. El vello púbico y de las axilas está presente, lo cual es una concesión de Modigliani a una visión nueva y más objetiva del desnudo, distanciándose con ello del tema academicista. Toda la figura y el fondo de almohadones están impregnados en una suave luz que apenas brilla en ciertas zonas, haciendo evidente la tersura de la piel y de las telas. Esta obra muestra un suave y erótico gesto que danza rítmicamente en nuestros ojos a través de sus líneas y colores, proporcionándonos uno de aquellos placeres visuales que sólo la gran pintura puede darnos.


Joan Miró, «Interior holandés No. 1». Óleo sobre tela, 1928

Julián González Gómez

Interior holandés 1Pocos artistas alcanzan la capacidad de expresar la totalidad de un cosmos con un lenguaje plagado de signos dispersos por la tela como lo hizo Miró. Sus signos, que están a medio camino entre la pictografía y las visiones oníricas, se fueron multiplicando primero hasta crear un vasto lenguaje universal que enriqueció para siempre el idioma del arte moderno y posteriormente se fueron reduciendo hasta su mínima expresión, como si sólo bastara un breve gesto para comunicar lo inconmensurable.

Esta tela es una clara muestra del arte que realizaba Miró en la época en la que estaba forjando su identidad y su sintaxis. Eran los años del París surrealista, plagado de personajes variopintos de todas las calidades y de todas las tendencias. Miró se había establecido en la gran ciudad un poco tiempo antes, junto a su mujer y se disponía a conquistar el mundo del arte, acuerpado por sus amigos los surrealistas, que estaban capitaneados por André Breton, un colérico dictador capaz de hacer las más extravagantes manifestaciones de poder sobre los que consideraba sus subordinados. Pero por esa época eran precisamente ellos los que estaban en la más absoluta vanguardia, creando un universo de sueños e histeria inconsciente, cuyo legado perdura todavía hoy. Estos personajes, que se les podría llamar con el apelativo de “excéntricos radicales” estaban realmente muy comprometidos con el arte y gracias a la inmensa energía que emanaba de las zonas más oscuras de su mente desarrollaron algo más que un estilo o una escuela: construyeron un universo. De ese grupo de artistas y poetas surgieron personajes tan diversos como el irónico Magritte, pasando por exaltados creadores de monstruos como Ernst, hasta geniales impostores como Dalí.

Ya el movimiento Dadá había mostrado años antes el poder de la irracionalidad mediante su expresión contestataria y su preeminente ensalzamiento de la acción por sobre las consideraciones teóricas. Pero Dadá vivió muy poco, se auto-ejecutó en su propio acto de violenta inmolación. El surrealismo en cambio, se propuso desde sus orígenes establecer una base de estudio que le proyectase no como una mera actitud, sino como un modo de vida, si bien siempre estuvo muy lejos de ser un conjunto único, teóricamente compacto. La tarea de Breton era la de mantener cierta coherencia entre tantas y tan disímiles tendencias como las había en el grupo. En el Manifiesto que publicó en 1924 se encuentra esta definición: “Surrealismo es automatismo psíquico puro, mediante el cual nos proponemos expresar, bien sea verbalmente, bien por escrito o en otras formas, el funcionamiento real del pensamiento; es el dictado del pensamiento en ausencia de cualquier control ejercido por la razón, más allá de toda preocupación estética y moral.”

El surrealismo adoptó las búsquedas de la psicología moderna sobre el origen y las variaciones de las imágenes subconscientes, en particular las investigaciones sobre el proceso del sueño. Como el subconsciente es una dimensión psíquica que funciona sobre todo por medio de imágenes, la pintura se prestó como un medio ideal para realizar las exploraciones en este sentido. Nunca se fijó una normativa estética a la que los artistas tuvieran que atenerse y de ahí la gran diversidad de expresiones plásticas del surrealismo, que se definió más bien como una actitud del espíritu frente a la vida, que como un conjunto de reglas formales.

Miró formó parte del grupo surrealista desde sus inicios en 1924 y se asegura que el mismo Breton lo ensalzó como “el más surrealista de todos nosotros”. Empezó por realizar un minucioso inventario del mundo que había presenciado en su niñez y juventud en su Cataluña natal y sobre éste inició un lento proceso de simplificación hasta hallarse en posesión de un originalísimo sistema de signos, que se podrían considerar como equivalentes plásticos de la realidad y de las imágenes de su mundo interior. Su obra entonces, debe ser “leída” y no interpretada y para ello es necesario aprender el valor semántico de los signos utilizados. La influencia de Miró en este sentido se prolongó más allá de París y del surrealismo, sobre todo en la creación del expresionismo abstracto, cuyo contenido de signos es una de sus principales características conceptuales y formales.

Joan Miró i Ferrà nació en Barcelona, España en 1893, en una familia de artesanos ebanistas y orfebres. Desde niño le gustó dibujar, pero por imposición paterna estudió comercio, finalizando su formación en 1917. Mientras tanto, estudió dibujo en la escuela Llotja de Barcelona, donde se vio influenciado por la obra del pintor Modest Urgell. Trabajó durante un par de años como empleado en una droguería, pero una enfermedad le obligó a retirarse y se fue a la casa que la familia tenía en el pueblo de Montroig. Posteriormente regresó a Barcelona con la convicción de dedicarse al arte y se inscribió en la academia de arte dirigida por Francesc d’Assís Galí y asistía a clases de dibujo natural en el Círculo Artístico de Sant Lluc.

Su primera exposición individual se realizó en las Galerías Dalmau de Barcelona en 1918, en la cual presentó una variedad de cuadros que mostraban una fuerte influencia del post impresionismo, el fovismo y el cubismo. Su primer viaje a París lo hizo en 1920 y poco después se estableció en esa ciudad, donde entabló relación con el escultor español Pablo Gargallo, amigo de Picasso. Realizó su primera exposición parisina en la Galerie La Licorne en 1921, donde recibió buenas críticas. Poco tiempo después conoció a André Breton por medio del pintor Masson y se unió al grupo de los surrealistas en 1924. En 1928 realizó un viaje a Bélgica y los Países Bajos, donde las pinturas de los maestros holandeses del siglo XVII lo impresionaron a tal grado que compró reproducciones de sus pinturas en postales coloreadas y cuando regresó a París se dedicó a la creación de una serie conocida como “Interiores Holandeses” de la cual se presenta aquí la primera obra.

La pintura está inspirada en la obra El tocador de Laúd de Hendrick Martensz Sorgh, que representa un tañedor de este instrumento en un típico ambiente de una habitación holandesa del siglo XVII. Miró incluyó todos los elementos que se encuentran en la obra de Martensz Sorgh, pero interpretados según su particular estilo. Tanto las proporciones, como la perspectiva general están distorsionadas y Miró convirtió los muebles y objetos en signos pictóricos de una fuerte presencia que compiten con la figura principal, como protagonistas de un mundo que vive una vida propia, muy alejado del mundo representacional común, regido por la observación lúcida de la realidad. Incluso el paisaje que se deja ver por una ventana, a la izquierda, participa de esta escena onírica. Los colores, puros y vibrantes, son planos y no hay matices en ninguna parte.

Miró concibió esta serie como un homenaje a la gran pintura holandesa del siglo XVII, en lo que constituiría una de sus muchas aproximaciones a la historia. Bajo el grupo de los surrealistas concibió su peculiar visión, que enriqueció el panorama artístico de su tiempo. Sin embargo, las posturas políticas de Breton, que se afilió al Partido Comunista en 1929 provocaron una primera ruptura en el grupo. Miró, quien no tenía una conciencia política radical, se fue alejando cada vez más de las posturas oficiales de los surrealistas e inició un trabajo de estudio por su cuenta, siempre sin abandonar su característico lenguaje onírico. Incursionó en los campos de la cerámica y el grabado y tiempo después en la escultura. Participó en el Pabellón Español de la Feria Mundial de París en 1937 como fiel partidario de la República y un par de años después, ante la amenaza del nazismo en Europa se fue a los Estados Unidos, donde ejerció una fuerte influencia en los artistas americanos.

Después de la guerra regresó a España, bajo las sospechas del régimen de Franco, pero pudo seguir creando profusamente bajo un lenguaje cada vez más sintético que le ganó en vida la consagración como uno de los artistas más importantes del siglo XX. Murió en su casa-estudio de Palma de Mallorca en 1983, dejando un legado sin parangón en el lenguaje del arte moderno.


Barnett Newman, «Vir, Heroicus, Sublimis». Óleo sobre tela, 1950

Julián González Gómez

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El título de esta obra alude a un hombre en la mejor época de su vida, siendo a la vez heroico y sublime. En efecto, el sustantivo Vir en latín significa un hombre adulto, un guerrero y de ahí los atributos que forman su unidad identificativa. Pero esta obra, al igual que su título, parece estar compuesta por tres partes y desde este punto de vista su lectura puede hacerse mediante un proceso en el cual se le puede atribuir a cada parte uno de los elementos del título; o bien se puede interpretar como una unidad, en la cual los tres conceptos pueden ser identificados con un ente único.

Estas lecturas, que pueden ser ambiguas, son el resultado de las líneas verticales que aparentemente están pintadas sobre el campo rojo de fondo. Las líneas verticales fueron una constante que siempre estuvo presente en las pinturas de Barnett Newman como elemento unificador, o bien como disociador, motivando una interpretación equívoca que desconcierta. Las líneas de los cuadros de este artista no son vectores, no van hacia ninguna dirección, ni la señalan; tampoco son elementos estructurales porque no se relacionan entre sí y por lo mismo no articulan el cuadro. Tampoco podría decirse que estas líneas son elementos totalmente protagonistas, a pesar de que en algunos cuadros ocupan todo el alto y ancho del campo. Entonces ¿qué son estas líneas en las obras de Barnett Newman? La respuesta siempre será ambigua como su misma presencia, ya que es el observador el único que puede darles un significado. Por ejemplo, en esta obra se pueden visualizar cinco delgadas líneas de izquierda a derecha de los colores amarillo pálido, blanco, negro, anaranjado y rosa, todas ubicadas sobre un campo rojo. Pero otra interpretación válida sería decir que además de las cinco líneas antes mencionadas hay otras seis de color rojo, aunque de diferente ancho.

¿Por qué nos tomamos la molestia de esclarecer el valor de unas cuantas líneas en un cuadro, si al final parecería que esto es irrelevante en relación con la lectura de una pintura abstracta? Porque en realidad no es irrelevante, ya que es en sí el tema. Barnett Newman era lo que podríamos llamar “un purista” en todo el sentido de la palabra; pretendía, como antes lo había hecho Malevich, reducir la pintura a sus elementos más esenciales. En este sentido, una línea es un trazo único y absoluto, es mucho más que un punto, porque el punto no tiene masa ni sentido más que en sí mismo, en cambio la línea constituye un todo articulado. Una línea puede ser un fundamento o una sucesión, un espacio real o virtual, una cosa que separa o une. Al utilizar sólo líneas verticales desvirtúa todo intento de establecer una composición espacial o una construcción para cuya interpretación el observador se ve en la necesidad de relacionar los distintos elementos para unificarlos en un todo coherente.

Es, por decirlo de otra manera, un fundamento con sentido llevado a su mínima expresión. Ese era el tema de Barnett Newman: el discurso exiguo, por ello se le considera el inmediato precursor del minimalismo.

Con esta manera de representar, Barnett Newman se adentró en el campo de las percepciones puras y la semiótica de las imágenes mucho más que otros artistas de su época, cuyas preocupaciones comunicativas iban por rumbos muy diferentes. Se ha asociado su pintura al expresionismo abstracto, especialmente a la variante llamada “Campos de color”, cuyo representante más conocido fue Mark Rothko, pero este último trabajó los campos de color con una técnica y una plástica totalmente diferentes, ya que su búsqueda estaba más relacionada, entre otros, con el misticismo y los estados emocionales. Barnett Newman se mostró mucho más escueto, sin discursos de fondo y en este sentido podríamos decir que era un materialista muy concreto. No era, para nada, un expresionista abstracto ya que estaba en el lado opuesto de la expresión y el automatismo de la ejecución. Sus cuadros eran largamente pensados antes de hacer cualquier trazo y la espontaneidad no tenía cabida en su método.

Las obras de Barnett Newman suelen ser de grandes dimensiones, abarcando todo el campo visual del observador. Los colores son siempre planos, pero vibrantes, con lo cual se crea entre el observador y la obra una especie de diálogo en el cual el cuadro aporta el mínimo de expresión discursiva y a la vez la máxima manifestación de percepción visual. Es como si el cuadro nos susurrara una única palabra al oído y de pronto se desata un relámpago que surca nuestra visión y nos asombra.

Barnett Newman, de verdadero nombre Baruch Newman nació en Nueva York en 1905 de padres judíos que habían emigrado desde Polonia. Comenzó sus estudios en la Asociación de Estudiantes de Arte en 1922 y después en el Colegio de Nueva York, en donde se graduó en 1927. Durante estos años trabajó en el negocio de su padre, que era la confección de ropa, pero la crisis de 1929 arruinó la empresa, por lo que Baruch se vio en la necesidad de impartir clases de arte para ganarse la vida. No fue un artista precoz y durante la década de 1930 no produjo casi nada, apenas unas cuantas pinturas de marcado carácter surrealista. Trabajó también como crítico de arte y escribió los catálogos para diversas exposiciones. Fue en el año de 1944 cuando por fin decidió dedicarse por entero a pintar, procurando dejar atrás toda su experiencia anterior para adentrarse en nuevos campos de experimentación. Su derrotero lo llevó a la pintura abstracta y dentro de ésta a la pintura de grandes superficies de color, en las que desde el principio aparecieron una o varias rayas verticales, las cuales fueron llamadas “cremalleras” por su autor, con un evidente deseo de expresar ambigüedad. Nunca abandonó esta forma de pintar, hasta los años finales de su vida, en los cuales se dedicó preferentemente a la escultura con piezas de acero y con el mismo enfoque escueto.

Como artista no ganó el reconocimiento pleno de la crítica y el público hasta los años finales de su vida. Durante la década de 1950 era considerado un excéntrico y su parca expresión contrastaba con la exuberancia de los pintores del expresionismo abstracto, por entonces en boga. En la década de 1960 empezó a ganar más adeptos, sobre todo por parte de los artistas que por ese entonces estaban iniciando el movimiento minimalista y algunos de los primeros artistas Pop. Murió de un infarto en 1970.


Francis Bacon, Tres estudios para una crucifixión. Tríptico, Óleo sobre tela, 1944-1988

Julián González Gómez

Second Version of Triptych 1944 1988 by Francis Bacon 1909-1992Bacon es un artista que no le gusta a mucha gente. Lo he podido comprobar a lo largo de varios años, ya que es uno de mis pintores favoritos y, cuando les he enseñado sus obras a diversas personas, la mayoría me han manifestado su rechazo, sobre todo por su crudeza.

Bacon no es un artista fácil o encantador, de esos “que le gustan a todo el mundo”, o por lo menos que no provoca una reacción instintiva de rechazo. La fuerte carga emotiva y existencial de su pintura se traduce en pocos símbolos, que repitió profusamente a lo largo de su carrera y que motivan una fuerte respuesta emocional. Pero la verdadera relación de un artista no es en última instancia con el espectador, sino con el mundo, con la vida y con la psique de quien se identifica con aquello que lo compromete y confronta. Por ello no trataba de quedar bien con nadie, ni siquiera con aquellos pocos allegados que lo acompañaron y lo alentaron a seguir adelante durante su ajetreada vida.

Quizás por haber sido un pintor cuya expresión era figurativa, las obras de Bacon han provocado el rechazo de más de uno, seguramente porque se puede identificar la siempre presente angustia de los personajes que están representados en ellas. Con muy pocos elementos, casi llegando al límite de la más económica concepción plástica, Bacon muestra la vida desnuda y solitaria de sus modelos, ubicados en un espacio abrumadoramente desierto y cuyos pocos accesorios están íntimamente relacionados con la condición del vacío existencial del cual son descarnados exponentes. Bacon es el pintor de la vacuidad más abrumadora, que es lo único que queda después de la destrucción de una vida en la que se ha luchado y perdido. Es tan implacable que ni siquiera nos muestra el consuelo existencial del absurdo, al que recurrieron Sartre y Camús como última respuesta a todos los “¿por qué?”.

Otro elemento constante en su obra es la ambigüedad de las situaciones y los personajes, reflejo directo de su propia contradicción, que se manifestó en los conflictos internos que padeció. En efecto, Bacon nació en un hogar conservador, con un padre autoritario, ausente y castrante que menospreciaba a su esposa y que nunca toleró la homosexualidad de su hijo. Bacon tuvo varias relaciones con otros hombres a lo largo de su vida y todas ellas estuvieron siempre plagadas de conflictos y a veces de violencia, pero como cosa poco común, generalmente fueron durables y se extendieron durante bastante tiempo, a pesar de ser excesivamente tormentosas.

Las deformaciones a las que sometía sus figuras respondían a la necesidad de expresar su carga emocional y el efecto de estar vivo y presente en el momento específico en el que transcurre la experiencia. Pero su distorsión no tiene el objetivo, tan caro por ejemplo a algunos artistas menores del barroco, de impresionar con la exageración del gesto y la pose. Bacon no esperaba una respuesta emocional, sino vivencial, casi visceral al contraponer en sus personajes la materialidad de sus masas corporales en contra del espacio vacío que los rodea y en el cual sólo hay uno o dos objetos que están en íntimo contacto con esas masas.

Se ha tratado de encasillar la pintura de Bacon en varios apartados específicos, pero en última instancia no encaja en ninguno de ellos. Durante sus primeras etapas como artista se relacionó parcialmente con el surrealismo, pero de ninguna manera se puede considerar un artista que aún en esos tiempos fuese surrealista. Otros lo han querido relacionar con el expresionismo, sobre todo por la enorme fuerza expresiva de sus obras, pero su plástica tiene poco que ver con esta tendencia. Bacon es único y un artista que escogió un derrotero de absoluta soledad, sin adherirse a una vanguardia o tendencia, sin compartir un programa o una enseñanza y comprometido con una búsqueda absolutamente personal e intransferible.

Nacido en Dublín en 1909, su familia era inglesa, por lo que se considera a Bacon ante todo como un pintor inglés. Su padre, un militar retirado, se dedicaba al entrenamiento de caballos de carrera, afición que Bacon jamás tuvo. Su niñez y primera juventud transcurrieron entre Irlanda e Inglaterra, con una estadía de la familia en Sudáfrica por algún tiempo. Bacon era asmático y por lo mismo su salud era muy frágil y siempre fue sobreprotegido por su madre, en contra de los deseos de su padre que deseaba que el chico se hiciese un hombre a toda costa. Nunca recibió instrucción artística, aunque estudió diseño por un tiempo y a esta actividad se dedicó brevemente. Tras unas estadías en Berlín y Francia, Bacon regresa a Inglaterra a finales de los años veinte con la idea de convertirse en artista y a la vez empieza su trabajo como diseñador. Pero sus diseños de muebles y objetos, a pesar de considerarse de vanguardia nunca tuvieron mucha aceptación en el público. Por esa época empieza a tomar clases de dibujo y pintura con el artista Roy De Maistre.

No es sino hasta 1944, cuando pinta los “Tres estudios para una crucifixión“ cuando su trabajo, inquietante y extraño, empieza a tomar forma y es reconocido por una minoría. Sin embargo, muchas personas, casi todas poco conocedoras de arte, rechazaron su propuesta por considerarla cruda y angustiante; esto no fue obstáculo para que algunos prestigiosos museos adquiriesen pinturas suyas, con lo cual Bacon ganó en pocos años un enorme reconocimiento internacional, aunque eso sí, no carente de polémica. Los temas que pintó fueron casi siempre los mismos: autorretratos, retratos de sus amigos, de sus amantes y varias series, las más famosas de las cuales fueron desarrolladas sobre el retrato del Papa Inocencio X que hizo Velázquez en el siglo XVII y otras series sobre Van Gogh. Ya en los años 70 del siglo pasado, Bacon era el pintor inglés más reconocido y sus obras alcanzaban altos precios en el mercado del arte. Su vida privada siempre estuvo marcada por su tendencia autodestructiva y los repetidos conflictos con sus amantes. Murió en Madrid en 1992.

Esta obra es una copia hecha por Bacon en 1988 del original pintado en 1944, que marcó un punto de inflexión en su carrera. Con frecuencia Bacon pintaba trípticos, mostrando en ellos tres versiones del mismo tema, o bien tres ángulos distintos de la misma escena, como para poder tener varias referencias que comentan sobre un hecho concreto. El fondo rojo de gran intensidad es una referencia directa, no simbólica, a la presencia de la sangre y nos dice que está sucediendo un hecho terrible en el que este fluido que da la vida se está desparramando por todo el espacio, delimitado y ortogonal, que circunda a las figuras, que no son signos ni emblemas, sino personificaciones de un ente que está sumido en un profundo dolor y desolación. Al tener en el título la palabra crucifixión, la mente inmediatamente nos lleva a pensar en el suplicio de Jesús de Nazaret, pero Bacon, con cierta ambigüedad, no hace referencia a ningún elemento religioso y por lo tanto puede tratarse aquí de la crucifixión de cualquier individuo. La presencia de las bocas, abiertas en dos de las vistas y mostrando los dientes, son alusivas al desgarramiento producido por el intenso dolor y su agresividad muestra una reacción visceral del condenado ante sus verdugos, que tal vez somos nosotros, los que estamos observando la pintura. Encontramos también que las figuras laterales están subidas sobre sendas mesas, pero la central está como en equilibrio sobre una especie de banco, lo cual, en el arte de Bacon no es más que una especie de “pose”, un elemento sobre el cual se pone en relieve a la figura, en la cual se centra la atención y a la vez la ubica en el espacio. Terrible o patético, el arte de Bacon es una fuente de experimentación de reacciones que nos invaden, nos confrontan y nos ubican en un mundo en el cual estamos trágicamente vivos.


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