Juan de Valdés Leal, «In Ictus Oculi». Óleo sobre tela, 1672

Julián González Gómez

El tenebrismo, tendencia pictórica del barroco, tuvo su origen en la revolucionaria pintura de Caravaggio, el gran maestro italiano de finales del siglo XVI y principios del XVII. En España, el barroco pictórico se desarrolló durante todo el siglo XVII mediante la obra de varios destacados artistas entre los que figuran Velásquez, Zurbarán o Murillo, que son quizás los más conocidos y todos ellos se vieron influidos por el tenebrismo. Pero hay toda una serie de artistas de ese tiempo que desarrollaron su obra destacadamente y que gozaron de gran reconocimiento, para después ser olvidados y finalmente haber recuperado la fama en tiempos recientes mediante estudios que han llevado a cabo destacados investigadores. Juan de Valdés Leal es uno de ellos.

Fue sobre todo en Andalucía donde el tenebrismo español tuvo su más destacada trayectoria y tuvo en la Iglesia católica su más importante impulsor. En efecto, los encargos de las diferentes instituciones religiosas propiciaron el desarrollo de un arte que estaba destinado a los retablos y altares de múltiples iglesias, colegios, conventos y hospitales. La obra que aquí se presenta le fue encargada a Valdés Leal por la Hermandad de la Santa Caridad de Sevilla para la iglesia del hospital que regentaba en la ciudad. El encargo consistió en dos pinturas de gran formato, las cuales llevarían los títulos de In Icto Oculi, que significa “en el parpadeo de un ojo” y Finis Gloriae Mundi, cuya traducción sería “fin de la gloria mundana”. Aquí presentamos sólo la primera.

La pintura, de terrible impacto, presenta un esqueleto que representa la muerte, que se muestra con la guadaña y un féretro que siega las vidas de los mortales y está enseñoreándose por encima de un globo terráqueo. Este es un tema recurrente en el barroco que recibía el nombre de Vánitas, que significa “vanidad” y pretende mostrar la brevedad de la vida en contraste con los placeres mundanos. El tema fue repetido muchas veces por distintos artistas, y en diversas ocasiones se presentaba al esqueleto o una calavera con un péndulo o un reloj de arena indicando que el tiempo corre, o en otras, con burbujas que representan la brevedad de la vida. El fin es moralizante y pretende impactar al hombre piadoso haciéndolo reflexionar sobre la poca valía de todo lo que se puede acumular en este mundo, pues la muerte llega y nada se podrá llevar al más allá. Así la gloria, el poder, el dinero, las posesiones y los amores son mera vanidad.

Por ello aparecen en el cuadro diversos objetos que representan la gloria y el lujo, tales como una mitra papal, joyas, coronas, capas, púrpuras, espadas, etc. En el frente aparece abierto un libro con un grabado de un arco triunfal, motivo arquitectónico con el que se solía recibir en las ciudades a los triunfadores de las batallas. Para el autor, todo ello no tendrá ninguna valía ante la presencia de la terrible muerte. La sentencia In Ictus Oculi aparece encima de la mano esquelética que sostiene una lámpara apagada.

La atmósfera del cuadro es oscura y tenebrosa, con un fondo por demás oscuro y tétrico. Todos los objetos aparecen bañados por una tenue luz lateral que ensalza los contrastes entre luces y sombras. Todo ello es típico del tenebrismo, pero Valdés Leal lo llevó quizás hasta sus últimas consecuencias. La estructura compositiva aparece equilibrada, sobre todo en el diálogo que se establece entre el esqueleto y la leyenda con la lámpara colgando. Todos los demás elementos del cuadro forman una base sobre la que se desarrolla el drama, lo cual nos parece bastante teatral.

Juan de Valdés Leal nació en Sevilla en 1622. Su primera formación parece que la recibió en su ciudad natal, en el taller de Francisco de Herrera el Viejo. Muy joven se marchó con su familia a Córdoba, donde continuó su formación con Antonio del Castillo. Radicado en esa ciudad, abrió el taller donde empezó a hacerse cargo de sus primeras pinturas y se casó. En 1649 la peste hizo que abandonara Córdoba con su familia y se trasladó a Sevilla, donde continuó su trabajo. Un tiempo más tarde se marchó a Madrid, pero decidió finalmente establecerse en Sevilla.

Con gran éxito en la ciudad bética, Valdés Leal se dedicó a trabajar en infinidad de encargos para diversas instituciones y clientes particulares, destacando sus ciclos religiosos para varias iglesias de la ciudad. Tras la muerte de Murillo en 1682, Valdés Leal se convierte en el pintor más importante de Sevilla. Por su taller circularon una gran cantidad de discípulos que continuaron con su estilo y crearon incluso una verdadera escuela pictórica. Murió en 1690 y fue enterrado en la iglesia de San Andrés, de la que era feligrés. En el siglo XVIII su obra fue olvidada, situación que se prolongó hasta el siglo siguiente, hasta que ya en el siglo XX se redescubrió su gran aporte y fue revalorizado como uno de los pintores barrocos más importantes de España.


Jacob van Ruysdael, «El molino de Wijk bij Duurstede». Óleo sobre tela, 1670

Julián González Gómez 

1280px-The_Windmill_at_Wijk_bij_Duurstede_1670_RuisdaelLos cuadros de paisajes fueron un tema común en el arte de Flandes y los países bajos desde el siglo XV. Estas pinturas pasaron por una serie de transformaciones en las cuales el paisaje como elemento destacado servía de telón de fondo para narrar alguna historia concreta en la cual las figuras humanas protagonizaban la obra y el paisaje a su vez se adaptaba a los requerimientos de la composición. Pero como género autónomo, independiente de las historias que se narraban, el paisaje llega a su madurez en la Holanda del siglo XVII. En ese siglo, los pintores holandeses tenían en el paisaje un tema para explorar mostrando la geografía de su tierra que gustaba mucho a la gente para decorar sus casas. Los pintores especialistas en paisajes desarrollaron su arte al amparo de este gusto y nos han dejado una muestra objetiva y veraz del campo y el mar holandeses.

Uno de los artistas holandeses del paisaje más connotados del siglo XVII fue Jacob van Ruysdael, proveniente de una familia de pintores de Haarlem. La obra que presentamos aquí es la más famosa que realizó este artista, cuyo legado ha sido apreciado desde la época en la que estaba activo como pintor hasta los tiempos actuales. En este cuadro, realizado con un horizonte bajo como era usual en esa época, el cielo ocupa dos tercios de la escena. Este cielo, dramático y tormentoso aunque sin tempestad, avizora un clima que se pondrá borrascoso en cualquier momento. La luminosidad de este cielo es muy notable, a pesar de las nubes oscuras que hay en el horizonte. Las suaves olas marinas de color gris bañan la pequeña playa y este mar calmo y suave contrasta con el cielo. La tierra, que de acuerdo al ángulo de perspectiva en el que está representada se adentra en el horizonte, tiene pocos accidentes y es, tal como sucede en Holanda, más bien plana y apacible. Está poblada de pastos, arbustos y árboles bajos y no se ven bosques en las cercanías, con lo cual podemos inferir que no es lo que se podría denominar un “paisaje salvaje” sino más bien un paisaje que ha sido dominado y modificado por el ser humano.

Un pequeño barco con sus velas desplegadas se aproxima a la orilla, en la cual hay ya otro barco anclado. Este barco que se aproxima puede indicar que se está acercando a tierra ante la inminente tormenta buscando un lugar seguro. Hay diversas construcciones repartidas por el campo, entre las cuales se encuentran los que han sido identificados como el castillo y la iglesia de St. Maarten. Esto refiere al lugar retratado como uno de los brazos de la desembocadura del Rin a la altura de Wijk bij Duurstede. El elemento más destacado es el gran molino de viento que luce su volumen expuesto a los elementos y los reta como si se sintiera invulnerable. Las construcciones en el paisaje, incluyendo el molino, nos muestran un aire de familiaridad y permanencia de las cosas hechas para durar y que permanecen inmutables ante los embates de la naturaleza. Tres mujeres, figuras ínfimas y casi sin importancia, van caminando por una vereda a la derecha.

Van Ruysdael ejecutaba sus pinturas en su estudio, habiendo tomado previamente apuntes del lugar que iba a representar. No era un pintor que trabajara “in situ”, sino que modificaba a propósito algunos elementos para conseguir una composición más equilibrada y para lograr sutiles variaciones de tono y color con el fin de darle más dramatismo al paisaje. Por ello no se percibe claramente la inmediatez del momento y del lugar. En vez de ello nos encontramos con un paisaje ordenado de acuerdo al propósito del artista. En ese sentido, la pintura holandesa de paisajes del siglo XVII se muestra muy distinta a lo que sería en el siglo XIX el arte de los impresionistas, que gustaban de captar el momento en el lugar y por eso pintaban al aire libre, mientras observaban el paisaje que tenían ante sus ojos y lo representaban como si fuera una instantánea.

Jacob van Ruysdael nació en Haarlem en 1628, hijo de un pintor y fabricante de marcos y sobrino de Salomon van Ruysdael, destacado pintor de paisajes en su época. Seguramente se formó en los talleres de pintura de su familia, con lo cual tenía asegurada su profesión como paisajista. En 1648 fue admitido como miembro de la guilda de San Lucas en Haarlem, la corporación de los pintores de la ciudad. Pocos años después viajó a Alemania en compañía de otros amigos artistas y tras su regreso a Holanda en 1653 se estableció en Ámsterdam fundando su propio estudio. Probablemente de origen católico, en 1657 se adhirió a la iglesia reformada de Holanda. El estudio que realizó en Ámsterdam de la obra de Rembrandt determinó su gusto por pintar paisajes “construidos” en el sentido tal y como se mencionó antes. En 1661, en plena madurez, volvió a viajar a Alemania junto a su discípulo Meindert Hobbema, que sería años más tarde un destacado pintor, regresando posteriormente otra vez a Ámsterdam. Durante esa etapa su pintura se volvió más libre, es decir, menos rígida que en los modelos anteriores, decantándose por composiciones más abiertas. También en esta etapa dejó de pintar exclusivamente paisajes naturales, incluyendo en su repertorio algunos elementos urbanos. Algunos consideran a van Ruysdael como el precursor del paisaje romántico del siglo XIX. Falleció en Ámsterdam en 1682.


Niocolas Poussin, «La muerte de Germánico». Óleo sobre tela, 1628

Julián González Gómez

Nicolas_Poussin_-_La_Mort_de_GermanicusSi hay un pintor al que se le debe un arte que muestre las mejores características del clasicismo sin amaneramientos, ese es Poussin. Venerado por artistas de la talla de David y hasta algunos modernos como Cézanne, Poussin dejó un legado de espléndidas obras en las que se puede encontrar la afortunada combinación de un dibujo que raya la perfección, junto a sublimes efectos de luz y un colorido sobrio pero intenso. Era un artista que cultivó un clasicismo de gran depuración, fruto de su propia capacidad y de los numerosos bocetos que realizaba para la elaboración de sus imágenes, las cuales se nos muestran en toda su estudiada naturalidad, dejando de lado las poses grandilocuentes que han envilecido a tantos de sus imitadores.

Esta obra, dedicada a la muerte del general y cónsul romano Germánico, el gran militar y pacificador de la región de Germania, hecho por el cual se le puso este apelativo, cuya misteriosa muerte, posiblemente por envenenamiento, constituyó una gran tragedia para la sociedad romana, pues se rumoreaba que sería el próximo emperador. Germánico murió en Siria mientras atendía una misión diplomática y entró en conflicto con el gobernador Cneo Calpurnio Pisón, a quien ordenó dejar su cargo por órdenes imperiales y quien fue acusado de envenenar a Germánico por esta razón; más tarde se rumoró que fue el propio emperador Tiberio el que dio la orden de asesinarlo, ya que resentía su fama y su posible nombramiento para sucederle en el trono. Aquí aparece el héroe postrado en su último lecho, rodeado por su familia y sus más fieles amigos, todos pertenecientes a la casta militar romana. Su esposa Agripina llora desconsoladamente y a su lado aparece el pequeño Calígula, su hijo y futuro emperador, que contempla la escena como si no entendiera el alcance de lo que está sucediendo. La espléndida arquitectura que sirve de fondo para la escena está pintada por completo con tonos sepias y gracias a los efectos de la iluminación lateral se matiza en suaves gradaciones que ensalzan sus cualidades tridimensionales, sobre todo la profundidad de sus planos.

Podríamos decir que lo más barroco de Poussin es su luz y los efectos graduales y sutiles de la misma que se fijan en la tela a través de la armonía cromática. En efecto, a pesar de que en esta obra los contrastes tonales están evidentemente marcados y bien diferenciados, Poussin no utilizó los dramáticos efectos que aplicaron otros artistas del barroco como Caravaggio y los tenebristas para expresar estos contrastes y en eso radica su aporte y su magia. La luz lo evidencia todo y lo que aquí se ve es algo que sólo podríamos llamar “verdad” en su sentido más literal. No es una verdad dicha a medias, como la que practican aquellos que remiendan su conciencia afirmando que así no mienten, sino una afirmación clara y rotunda que no oculta detalles. Esta verdad pictórica nos muestra el contraste de tonos, que en sus zonas más luminosas: la espalda del soldado apostado a la izquierda, la porción de la capa azul sobre el hombro del oficial, la camisa del moribundo Germánico y el cuerpecito de Calígula, contrastan con la profundidad penumbrosa de la gran cortina azul y el resto de la capa del oficial, estableciendo un equilibrio que matizan los rojos y ocres, aplicados con un valor similar al del tono superior de la estancia donde se desenvuelve la escena. Gracias a cuadros como este, Poussin es considerado el gran pintor francés de la primera mitad del siglo XVII.

Nicolás Poussin nació en 1594 en Les Andelys, Normandía. Era miembro de una pudiente familia de provincia y gracias a esto recibió una esmerada educación. Desde muy joven mostró aptitudes para el dibujo y la pintura y se convirtió en discípulo de un pintor local. En 1612 viajó a París y se puso a trabajar en los talleres de dos pintores de segunda línea, por lo cual no pudo demostrar su valía en ese tiempo. Su transformación llegó de la mano de un matemático: Alexandre Courtois, quien poseía una colección de grabados de maestros italianos realizada por Raimondi. Estos grabados, copiados por el joven Poussin, se convirtieron en su verdadera iniciación como gran artista, transformándose en un devoto admirador del arte italiano, por lo que trató infructuosamente de visitar Italia en dos ocasiones. Poussin no se sentía a gusto en París y se marchó a Lyon, donde se hizo amigo del poeta Giambattista Marino, con quien por fin pudo ir a Italia en 1624.

En Roma, a través de varios contactos de Marino, logró conocer al que sería su principal mecenas en el futuro, el cardenal Francesco Barberini. Para éste y su familia, Poussin pintó numerosos cuadros, al tiempo que estudiaba las obras de los grandes maestros italianos, desde Correggio hasta Tiziano, sintiéndose a sus anchas en la ciudad del Tíber. Por esta época trabajaban en Roma algunos de los más destacados artistas del barroco como Bernini y Cortona, el arquitecto Borromini y otro gran pintor francés de la época: Claude Lorrain. Poussin se asoció con algunas personalidades que formaban diversos círculos de discusión en torno al arte de su época. Se mostró contrario a los efectos del tenebrismo de Caravaggio, siendo más afín al delicado arte de Guido Reni, pero evidentemente no fue ajeno a los efectos de la nueva iluminación y atmósfera propios del barroco. Reconocido y respetado como gran maestro en Roma, su fama llegó hasta París, donde el principal promotor de las disciplinas artísticas era por ese entonces el cardenal Richelieu, quien creó la primera academia de las artes en su tiempo y lo llamó para trabajar en la capital francesa.

Al poco de llegar, Poussin fue nombrado Primer pintor de la corte por el mismísimo rey Luis XIII y se dedicó a elaborar varias pinturas para las capillas reales, el Louvre y algunos cartones para la fábrica de tapices real. Pero París y la corte nunca fueron lugares en los que se sintiera a gusto Poussin, por lo cual en 1642 retornó a Roma. En los años siguientes realizó numerosos encargos en esta ciudad, por lo cual su prestigio llegó a su punto máximo, pero a partir de 1650 su salud empezó a deteriorarse, lo cual hizo que su trabajo fuera cada vez menos abundante, hasta casi desaparecer en sus últimos tiempos. Viudo desde hacía varios años y sin hijos, murió en su querida Roma en 1665 y fue enterrado en la Basílica de San Lorenzo in Lucina.


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