Luca Signorelli, «La Sagrada Familia». Óleo sobre tabla, 1490

Julián González Gómez

Luca_Signorelli_-_La_Sacra_Famiglia_(Galleria_degli_Uffizi)Este tondo (formato circular, en italiano) fue pintado por el artista Luca Signorelli a finales del siglo XV y en él se refleja toda una escuela artística que tiene sus raíces en la pintura de toscana de mediados de ese siglo, remontándonos a Fra Angélico y Piero della Francesca. Las figuras religiosas, objeto de veneración no solo en las iglesias y conventos, sino también en las casas de aquellos que podían pagarlas tenían un lugar especial dentro del arte renacentista. Al contrario de lo que algunos piensan, la pintura religiosa vivió uno de sus más esplendorosos momentos durante el Renacimiento, estableciéndose por otro lado claramente, la separación entre arte sacro y profano. Probablemente esta pintura fue encargada para ser instalada en alguna estancia de la rica casa de un comerciante o banquero florentino como parte de una capilla u oratorio.

En un paisaje sereno y cálido, una familia se ha detenido para leer las santas escrituras, sobre las cuales están realizando una reflexión de connotaciones trascendentales. La figura central es la de Jesús niño, que voltea su cabeza hacia la masa imponente del cuerpo de San José, que parece que lo envuelve como en un gesto protector. El santo se encuentra en una postura de adoración ya que sabe que quien está junto a él es el Mesías y sus brazos cruzados le rinden un saludo con el máximo respeto. No es el gesto que se podría esperar de un padre ya que no lo es, sino de un noble hombre que está al tanto de su destino como protector masculino de la encarnación de Dios. El niño, de una complexión frágil en contraste con las dos figuras adultas, muestra un semblante sereno, como si estuviese al tanto de la importancia de su misión en este mundo y levanta su mano izquierda para llamar la atención del pasaje de las escrituras que la Virgen está leyendo. Esta, cuya figura ocupa casi la mitad del cuadro, es también gigantesca, muy lejos de las gráciles vírgenes que pintaban otros maestros de la época. Su manto, de una presencia indiscutiblemente poderosa, también cubre en parte el cuerpecito del niño Jesús, que queda ubicado así entre dos farallones que lo resguardan, con lo que se ensalza la cualidad protectora que tiene la familia. Los pliegues de los ropajes, de un fuerte claroscuro, sugieren las poderosas extremidades de las dos figuras de los adultos y en cambio el cuerpo de Jesús niño apenas si se puede ver. El rojo del manto de la Virgen domina la escena y a la vez sirve como contraparte espacial a las otras dos figuras. Es interesante notar que los dos mantos forman un espacio que permanece en penumbra alrededor del cuerpo de Jesús, creando así cierta aura de misterio sacro, pero no tenebroso.

El contraste entre las masas de los cuerpos queda así claramente establecido, como dos fuertes conchas que preservan un tesoro interno de frágil presencia. Los colores son en general cálidos y en ese sentido acompañan el discurso general referido al hogar, la protección y el respeto. La Sagrada Familia queda entonces como una ejemplificación del cariño filial y hogareño que permite a sus miembros desenvolverse en un ambiente que los proyecta hacia los valores más altos de la sociedad.

El gigantismo de Signorelli es una característica que claramente heredó Miguel Ángel años después cuando pintó sus famosos frescos de la Capilla Sixtina. Seguramente tuvo la oportunidad de aprender este tratamiento formal observando los frescos y cuadros de Signorelli siendo un joven en su natal Florencia. Pero a Signorelli no solo lo destaca esta cualidad, sino además el dramatismo plástico de sus figuras y las repetidas alusiones al movimiento espacial que estas recrean. También era un maestro del dibujo y el claroscuro, característica que lo llevó a realizar algunas de las composiciones más perfectas de su época.

Bautizado como Luca d’Egidio di Ventura de Signorelli, nació en Cortona probablemente en 1445. De su niñez poco o nada se sabe, pero seguramente sus primeros pasos en la pintura los dio en su ciudad natal con un maestro de la localidad. Consta que en su juventud fue discípulo de Piero della Francesca con quien aprendió el dibujo de la perspectiva y quien también lo influenció en el tratamiento plástico de sus figuras, de rotunda presencia y espacialidad. Se especula que también tuvo en su arte una gran influencia Antonio del Pollaiuolo, de quien aprendió la linearidad en el trazado de las figuras. Ya establecido como artista, marchó en 1482 a Roma para hacerse cargo de algunos frescos de la Capilla Sixtina, donde pintó escenas dedicadas al testamento y la muerte de Moisés. En esta época se puede observar una tendencia fuertemente platónica en su arte, seguramente producto de la influencia de la Academia Florentina.

Tras su estadía en Roma regresó a su ciudad natal, donde abrió un destacado taller que se convirtió en el centro de la llamada “Escuela de Umbría” de la cual era el máximo representante. La complejidad de sus obras se hizo cada vez mayor, especialmente desde 1484 en que realizó sus primeros ciclos de frescos, empezando con los de la abadía del Monte Oliveto Maggiore, cerca de Siena, donde pintó escenas de la vida de San Benito. Posteriormente, marchó a Orvietto donde realizó los frescos de la capilla de San Brizio en la Catedral, considerados su obra maestra. En sus paredes representó diversas escenas del Apocalipsis y el Juicio Final con un sentido del movimiento nunca antes visto en el arte del Renacimiento. De regreso a Cortona, donde se distinguió como el principal maestro de la ciudad, murió en su casa en 1523.


Hieronymus Bosch (el Bosco), El jardín de las delicias. Óleo sobre tabla, 1480-1490.

Julián González Gómez

Este tríptico desde siempre ha suscitado muchas preguntas y muy pocas respuestas. Todas estas preguntas se refieren al verdadero carácter de la obra y cuál es su oscuro propósito. Si tomamos en cuenta ante todo la época en la que fue realizada, podríamos afirmar que en sí se asemeja hasta cierto punto a las representaciones del bestiario medieval, que pretendían moralizar a través de lo grotesco. Pero por otra parte, es innegable que aquí se expresa una sofisticada fantasía plagada de detalles fabulosos y también oníricos, que han dado pie a algunos estudiosos para afirmar que Bosch fue un predecesor de los surrealistas. La conclusión a la que han llegado la mayoría de historiadores del arte es que esta obra tiene un carácter ante todo religioso y moralizante, cuyo propósito es la condena de los placeres de la carne, apuntando que el panel izquierdo es una clara representación del paraíso, el central es una representación del mundo y el de la derecha representa al infierno. Claro y tajante, pero no del todo satisfactorio si observamos con más detenimiento esta detallada y alucinante pintura.

El jardin de las delicias

Cuando lo observamos por primera vez destaca el gran panel central en el que están escenificados los placeres del mundo, especialmente aquellos relacionados con el sexo y la venalidad, las fantásticas representaciones nos asombran por su innegable ingenio y en algunos casos hasta su comicidad. La lujuria, la sensualidad y la carne se dan la mano, personificadas por jóvenes y viejos que se solazan en un entorno idílico, pero que en el fondo es precario. Los animales que acompañan a los humanos en este carnaval lujurioso participan junto con ellos de la dicha y danzan al unísono con los sonidos de la música profana que se esparce por todo el ambiente. Sin embargo, a diferencia de los humanos que se ven aquí practicando sexo heterosexual, homosexual y el onanismo, ningún animal está copulando, por lo menos abiertamente. Todo el ambiente está plagado por una atmósfera que parece ser frágil y cuya característica común es la inconsciencia, como si todos los protagonistas estuvieran participando de una bacanal alucinógena que en cualquier momento puede terminar abruptamente. ¿Querrá decirnos Bosch, quien se tomó la molestia de pintar con todo detalle las supuestas perversiones que aquí se muestran, que el pecado es consecuencia de llevar una vida inconsciente, que termina más pronto o más tarde?

La respuesta puede ser un sí, si tomamos en cuenta el panel derecho, donde se puede ver el infierno como consecuencia del pecado. Pero este panel no tiene continuidad espacial con el central, lo que sí ocurre con el panel izquierdo, que representa el jardín del edén. También podríamos decir que tanto en el panel central como en el izquierdo la arquitectura está representada por una serie de edificaciones fantásticas y en cambio, en el panel derecho, se puede ver una ciudad ardiendo con edificios claramente similares a los de cualquier población de la época. En este mismo panel podemos ver en la parte central a los seres humanos cometiendo actos similares a los del panel central, pero aquí se ven atormentados, como si hubieran despertado de la alucinación que los poseía. En la parte inferior de este mismo panel se muestran las condenas, que son terribles, en especial en la que se puede ver la presencia del demonio, que tiene cara de pájaro y que se come a los pecadores para luego defecarlos en un oscuro agujero. ¿Acaso este agujero representa un lugar aún más tétrico y horripilante que el propio infierno?

No tenemos espacio aquí para detallar todas las características de esta obra y su compleja simbología, pero nos parece que la lectura moralista que se mencionó antes se queda corta y estamos en disposición de afirmar que hay muchas más alusiones y contenidos que se pueden demostrar haciendo un análisis en profundidad. Lo mismo sucede con otras obras de Hieronymus Bosch, un pintor de muchos más alcances que la mayoría de sus coetáneos.

Nacido en 1450 en la ciudad de Bolduque, Flandes, en el idioma flamenco esta ciudad se conoce con el nombre de Den Bosch y de ahí su sobrenombre, ya que fue bautizado como Jeroen van Aken. Provenía de una familia de pintores por varias generaciones y de ahí se deduce que recibió instrucción artística en el taller familiar y poco más. La mayor parte de los detalles de su vida se desconocen, pero se sabe que estaba activo en 1480 y era conocido como “Jerónimo el pintor”. En 1481 se casó con la rica heredera de una de las familias más influyentes de la ciudad, por lo que pudo ascender socialmente, convirtiéndose en un burgués. Esto le permitió tener independencia para realizar sólo aquellas obras que escogía pintar, sin tener que someterse a ningún mecenazgo e imposición. Parece ser que era muy afín a las lecturas esotéricas y también perteneció a algunas sociedades religiosas de la época previa a la reforma, que se caracterizaban por su pietismo, lo cual influyó determinantemente en su obra.

Según algunos de sus biógrafos, Bosch viajó a Italia entre 1500 y 1504, donde pudo contemplar de primera mano la pintura renacentista, de cuya escuela debió haber tomado ante todo el método de la perspectiva, aunque también es muy posible que la aprendiera de los grabados de Durero, a quien apreciaba especialmente. Durante los años siguientes seguramente se dedicó a su oficio de pintor en su ciudad, en la que falleció en el año de 1516.

Su obra pictórica se halla esparcida en diferentes museos y colecciones, entre las que destaca la del Museo del Prado de Madrid, que posee entre otras el tríptico que aquí se presenta. Las obras que se encuentran en España provienen todas de la colección que legó el rey Felipe II, un entusiasta de su pintura y que las instaló en el monasterio de El Escorial. Se sabe que Felipe II era también afín a los temas esotéricos y por ello se esforzó en adquirir las pinturas de este misterioso artista, quien seguramente ejerció una especial fascinación en el también misterioso monarca.


Piero della Francesca, «Sacra Conversación». Óleo sobre tabla, 1474

Julián González Gómez

Piero della Francesca madonna_20and_20child_20with_20saintsLas obras de Piero della Francesca son siempre serenas, pulcras y dotadas de una majestuosidad clásica que las hace ejemplos de la máxima perfección formal. Esto se debe a los rigurosos estudios geométricos que este artista realizaba previo a la ejecución de las mismas, ejemplificando con ello su adhesión al principio fundamental que rige el arte del primer Renacimiento: la construcción geométrica del espacio inmutable.

Este espacio, generado por la aplicación literal de los principios de la geometría de Euclides y pregonado por Platón dentro del mundo ideal se convirtió en el paradigma de todos los espíritus creadores desde la segunda mitad del siglo XV en Italia y posteriormente en otras regiones de Europa, generando con ello el fenómeno que hoy conocemos como el Renacimiento. El espacio inmutable es, como su nombre lo indica, un espacio invariable, contenido en sí mismo, conformado por relaciones matemáticas generadoras de patrones geométricos, cuyo fundamento es la proporción y la simetría y cuyo propósito es la belleza formal. El espacio inmutable es un espacio que se ha construido de acuerdo a ideas y principios matemáticos puros y por lo tanto es una representación de un mundo ideal cuya belleza radica precisamente en la perfección de su geometría.

Por otra parte, la perspectiva se consideraba el medio más adecuado para representar esta belleza formal, siendo un vehículo científico y por lo tanto juzgado como objetivo para su realización. En todo caso, la realidad de la percepción del ojo humano se distancia de la perspectiva, ya que ésta supone un único punto de vista y es esencialmente plana, además el ojo humano tiene una visión estereoscópica que capta el mundo en tres dimensiones. Pero, a pesar de sus limitaciones, la perspectiva renacentista se convirtió prácticamente en el único medio de representación del espacio desde el renacimiento hasta el siglo XX, a pesar de algunas tentativas de buscar otros medios como ocurrió con algunos artistas del barroco.

Piero della Francesca no solo era pintor, sino también geómetra y perspectivista, estudió matemáticas y se interesó por desarrollar estos conocimientos hasta donde era posible en su época. Oriundo de Sansepolcro, en Toscana, se desconoce el año de su nacimiento, pero se calcula que fue entre 1415 y 1420. Piero era hijo de un rico comerciante de la localidad y de una dama de la nobleza de Umbría. Recibió una esmerada educación y seguramente fue iniciado en el negocio familiar por su padre, sin embargo se desconocen las razones por las cuales no se dedicó al comercio, decidiéndose por la carrera artística. De su primera formación no se tienen detalles, especulando que fue en su ciudad natal con un pintor, o bien en Umbría. La primera noticia segura de su educación artística proviene de una fuente que lo ubica en 1439 en Florencia, trabajando como aprendiz en el taller del pintor Domenico Veneziano.

Florencia era por ese entonces una ciudad en la que las manifestaciones artísticas se encontraban en una franca eclosión: Brunelleschi estaba trabajando en distintos edificios de la ciudad, sobre todo en la construcción de la cúpula de la catedral, Ghiberti elaboraba la Puerta del Paraíso del baptisterio y pintores como Ucello, Castagno, Fra Angélico, Lippi y Veneziano seguían los caminos que había abierto poco antes el fallecido Masaccio. Nuevas obras, nuevos lenguajes y un incesante estímulo hicieron que Florencia se convirtiera en ese tiempo la ciudad de las artes, situación que perduraría por muchos años más. Piero se sumergió en este nuevo mundo y empezó a estudiar con ahínco los principios de la geometría euclidiana y el método de la perspectiva lineal, que por entonces estaba en su punto máximo de desarrollo. La huella florentina perduró en Piero durante el resto de su vida, manifestándose en prácticamente toda su obra.

Después de su estancia en la ciudad toscana llevó una vida itinerante, que le hizo viajar por muchas regiones de Italia, donde siempre se le consideró como uno de los artistas más importantes de su época. Dejó testimonios pictóricos en Ferrara, Ancona, Arezzo, Bolonia y Rímini, donde conoció a Alberti, que hacía poco había escrito su tratado de pintura y perspectiva. Estuvo en Roma trabajando para dos Papas y en 1469 llegó a la ciudad de Urbino, donde sus servicios fueron requeridos por el duque Federico de Montefeltro, para quien trabajó en el nuevo Palacio Ducal. Fue en esta ciudad donde realizó algunas de sus más importantes obras y donde entabló nuevas relaciones con artistas y geómetras como Melozzo da Forli, Pedro Berruguete, Luca Pacioli y un joven que ya se hacía llamar Bramante, que por ese entonces trabajaba como aprendiz de pintor perspectivista.

En 1477, con una fama bien adquirida, regresó definitivamente a residir en Sansepolcro, siendo considerado un ciudadano destacado y donde formó parte del consejo comunal de la ciudad. Tras una breve estancia en Rímini y afectado por una grave enfermedad de la vista, volvió a su ciudad, donde dedicó los últimos años a dictar su obra teórica sobre matemáticas, geometría y perspectiva. Considerado el más importante geómetra de su tiempo, murió en 1492 en Sansepolcro y enterrado con honores.

Esta Sacra Conversación es considerada una de las obras maestras de Piero della Francesca. Aunque no está fechada, se supone que fue terminada en 1474 o quizás 1475, encargada por el duque Federico de Montefeltro para decorar la iglesia de San Donato degli Osservanti de Urbino. Se dice que cuando el duque la vio, quedó tan complacido que pidió que a su muerte fuese enterrado cerca de ella. Es un ejemplo de lo mejor que puede dar un artista en la cima de su desempeño, cuando ha alcanzado la maestría. El tema de la Sacra Conversación es propio del siglo XV y se refiere a una composición en la cual diversos personajes sagrados conversan con algunos comitentes, generalmente el donante del cuadro y su familia.

En la tabla, de una composición espacial de gran profundidad y perfecto equilibrio, la Virgen y el Niño Jesús ocupan el lugar central. Alrededor de sus figuras se encuentran diversos santos y ángeles, que forman un semicírculo. Entre los santos se encuentran San Juan Bautista, San Francisco y San Bernardino de Siena, que están relacionados con la familia del duque. Éste ocupa un lugar frontal, aparte del grupo circular y se encuentra en oración, siendo representado siempre de su perfil izquierdo, ya que perdió su ojo derecho en un torneo. El espacio, simétrico y clásico, es el perfecto elemento acompañante de las figuras serenas y majestuosas que se encuentran en él. Representa el ábside de una iglesia con una bóveda de cañón con casetones y el remate de una media cúpula en forma de concha, de la cual cuelga un huevo de avestruz. Es una arquitectura propia de los tiempos del clasicismo renacentista. La presencia de la concha y el huevo, además de la pulsera de coral que lleva el Niño Jesús, representan la fertilidad y el nacimiento. La perspectiva cónica de este cuadro tiene su punto de fuga en la cabeza de la Virgen y está perfectamente construida, como corresponde a un consumado maestro de este arte. La luz que baña las figuras y el entorno es cálida y diáfana, como si surgiera de la propia bóveda celeste y es un elemento que dota a los personajes de la mayor dignidad y magnificencia. Después de estar expuesta en Urbino por varios siglos, en 1811 fue trasladada a Milán, a la Pinacoteca de Brera por orden de Napoleón y desde entonces es considerada una de las más grandes joyas de esta colección, llamándola la Pala de Brera. Una magnífica y suprema creación de uno de los más grandes artistas del renacimiento.


Rogier van der Weyden, «El descendimiento». Óleo sobre tabla, 1436

Julián González Gómez

1280px-El_Descendimiento,_by_Rogier_van_der_Weyden,_from_Prado_in_Google_EarthEste cuadro, repleto de un profundo simbolismo religioso, es una de las joyas más valiosas del Museo del Prado de Madrid. Su historia está cargada de anécdotas y hechos afortunados, incluyendo su rescate después de un naufragio en el cual no sufrió daños y un exilio a Ginebra durante la guerra civil española, regresando a Madrid al cabo de la misma.

Fue realizado por Rogier van der Weyden, también conocido como Rogier de la Pasture casi seguramente en 1436. Por ese entonces parece que era el artista más importante de la ciudad de Bruselas y el gremio de los ballesteros de la cercana ciudad de Lovaina le encargó la obra, que era la parte central de un tríptico, para la capilla de la iglesia de Nuestra Señora de Extramuros de esa localidad. Seguramente el gremio prefirió encargar una obra pintada, en vez de los tradicionales relieves, por resultar más económica. Por ello, el artista creó una composición cuyas características espaciales son más escultóricas que pictóricas, desde empezar por encerrarla en una especie de caja de mucha profundidad y carente de un paisaje de fondo, hasta el tratamiento fuertemente volumétrico de las figuras mediante un claroscuro muy marcado. Para resaltar aún más el tratamiento escultórico, van der Weiden pintó en las esquinas superiores del cuadro dos tracerías góticas que enmarcan el conjunto.

El colorido, de matices suaves pero precisos, fue obtenido gracias a las propiedades de la pintura al óleo, que por esa época ya se había impuesto entre los artistas flamencos. Estos colores son ensalzados por el dorado del fondo, que no solo establece un adecuado contrapunto cromático, sino además refleja un simbolismo relacionado con la vida eterna en la tradición artística medieval. Los colores empleados son contrastantes entre sí, siendo los fríos los que están aplicados a los ropajes de las figuras que muestran más patetismo, mientras que los cálidos de las vestimentas de los demás personajes denotan un dolor que está tratando de ser sobrellevado con resignación. El preciosismo en la representación de los detalles de los ropajes y accesorios es característico de la escuela flamenca del gótico internacional, aunque aquí el artista aplicó sucesivas capas de veladuras para obtener el máximo relieve que somete a los colores con el fin de resaltar su espacialidad escultórica, resultando así una obra mucho más volumétrica que la generalidad de las pinturas que se realizaban en esa época en Flandes.

La composición está dividida por la cruz que se ubica en el centro, partiendo la obra en dos partes que buscan un equilibrio asimétrico. La lectura se realiza observando los diversos planos superpuestos, carentes de perspectiva y ordenados frontalmente. El primer plano lo ocupa la imagen de la Virgen desfallecida, cuya palidez refleja la fuerte emoción que le ha ocasionado el desmayo y cuyo manto se extiende hacia atrás, penetrando los planos sucesivos, hasta llegar al fondo. El brazo de San Juan que la está sosteniendo pasa del segundo plano en el cual está ubicada su figura, hasta el plano de la Virgen, estableciendo otra vez un nexo tridimensional entre planos. En este segundo plano se encuentra la figura dominante de Jesús muerto, cuya postura y palidez son iguales a los de la virgen, expresando con ello que ambos han sido sometidos a los mismos sufrimientos, pero Jesús, ya fallecido, tiene caída la cabeza, mientras que la Virgen, que todavía no ha expirado, la mantiene erguida precariamente. Este mismo plano es compartido a la derecha por las figuras de María Magdalena, cuyas piernas se están doblando por la emoción del dolor y Nicodemo, que sostiene las piernas de Jesús; hacia la izquierda se halla la figura de una mujer que sostiene el brazo izquierdo de la Virgen y una matrona que llora desconsoladamente. Un tercer plano está ocupado al centro por la figura de José de Arimatea, que sostiene el cadáver de Jesús y a la derecha por un clérigo que está tomando la mano de la Magdalena. El plano más al fondo lo ocupa la propia cruz y detrás de ella una escalera y la figura del joven que ha bajado el cuerpo del salvador después de quitarle los clavos. Son entonces dos ejes tridimensionales los que establecen la espacialidad de la composición, formando una compleja cruz que está acostada horizontalmente y cuya proyección forma los diversos planos verticales.

También encontramos diversos elementos accesorios de carácter simbólico como la calavera y los huesos, que hacen alusión a la muerte, aunque al lado de ellos se encuentran unas cuantas plantas de pequeño tamaño, las cuales simbolizan el renacimiento. Es curioso el detalle del elemento central que sobresale por encima de la composición y que contiene la cruz y la figura del joven. Probablemente esta anomalía se debe a que las dimensiones y geometría del cuadro estaban definidas por el espacio en el cual se ubicaría y a que las piezas laterales del tríptico complementarían los espacios vacíos a ambos lados.

Rogier de la Pasture nació en Tournai en 1399 o quizás 1400, hijo de un cuchillero de la ciudad. No se sabe nada de sus primeros años y de su formación como pintor, pero parece posible que en cerca de 1410 entrara a formar parte del taller de Robert Campin como aprendiz. Campin se estableció en Tournai en 1406 y ya era un reconocido maestro. En 1426 aparece en los registros de la ciudad un tal Rogier de la Pasture, figurando como aprendiz de Campin y quien obtuvo el grado de maestro pintor en 1432, a una edad que parece muy avanzada, lo cual se ha prestado a diversas discusiones entre los investigadores. Es posible que entre 1432 y 1435 residiera en Lovaina, pero esto no está plenamente confirmado. En 1436 y ya con el nombre flamenco de Rogier van der Weyden, casado y con dos hijos, aparece como pintor de la ciudad de Bruselas, cargo que ostentó hasta su muerte y cuya importancia resalta que por ese entonces era un pintor de reconocido prestigio. Desarrolló su carrera exclusivamente en esa ciudad, con un intervalo de un viaje a Roma realizado en 1450, donde fue mencionado en varias crónicas, lo cual denota que era un artista famoso a nivel europeo. Es de resaltar que su viaje a Italia no dejó en su obra posterior ninguna influencia. Conformó en Bruselas un vasto taller, realizando diversos encargos para la ciudad y los visitantes ilustres de la misma, incluso varios cuadros para monarcas extranjeros. Como no firmaba sus obras, su autoría es de difícil adjudicación, siendo muy pocos cuadros los que se le atribuyen con certeza. En 1462 ingresó en la cofradía de la Santa Cruz de Bruselas, que estaba reservada para las personas más relevantes de la ciudad. Murió en 1464 y se supone que fue enterrado en esta ciudad.

Esta obra, que se supone pintada en 1436 en Bruselas, quizás fue pintada cuando todavía el artista residía en Lovaina, de acuerdo a varios registros, pero esto no ha podido confirmarse con certeza. En todo caso, es uno de los más altos logros de la pintura flamenca del siglo XV, escuela que se enmarcó dentro del gótico tardío.


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