Pietro Perugino, «Entrega de las llaves a San Pedro». Fresco, 1482
Julián González Gómez
Entre las características más sobresalientes del arte del Renacimiento, la perspectiva juega un papel fundamental. Desde los albores de esa época, con la pintura de Masaccio y los descubrimientos de Brunelleschi, que abrieron camino en su desarrollo posterior, la perspectiva alcanzó su plena madurez en el último cuarto del siglo XV. Perugino fue durante esta época uno de los artistas más destacados en el medio florentino, llegándose a considerar el mejor artista de la ciudad. La perspectiva de Perugino se nutrió de todos los avances y descubrimientos acumulados durante muchos años de investigación y desarrollo.
La obra que aquí presentamos es un fresco realizado en 1482 por Perugino en la Capilla Sixtina de Roma. Este fresco es considerado la obra maestra de este pintor. Es una representación de un hecho narrado en el Nuevo Testamento, en el cual Jesús le entrega a San Pedro las llaves del cielo haciéndolo custodio de las puertas celestiales. No se puede entender la naturaleza de este fresco sin tomar en cuenta las complejidades y características más sobresalientes del arte del Renacimiento. Para empezar, Perugino utilizó la perspectiva cónica con un solo punto de fuga ubicado muy cerca del centro de la obra. Este elemento ordena todo el patrón de la composición, estableciendo una simetría de todas las partes del conjunto con lo cual se garantiza un sólido equilibrio. Hay una especie de “pared” de personajes en primer plano que se abre en el lugar donde está Jesús entregando las llaves en la mano del santo. Todo el resto de la pared de este primer plano está ocupado por los apóstoles y los retratos de cuerpo entero de varios personajes de la época en la que fue realizado. Detrás se encuentra una amplia explanada perfectamente articulada por la perspectiva de sus particiones en cuadros que nos muestra una suerte de espacio homogéneo. El orden espacial de la perspectiva de esta sección se ve reforzado por la posición de los diversos personajes que evolucionan dentro de este espacio, haciéndose más pequeños en la medida en que se alejan del punto de observación. En esta sección están representados los episodios del pago del tributo a la izquierda y a la derecha el intento de lapidación de Cristo. Esta explanada remata en un tope virtual que se establece por las tres edificaciones de arquitectura clásica, otro de los paradigmas del Renacimiento, con un templo central con cúpula y pórticos en los cuatro costados, representando al Templo de Jerusalén y dos arcos de triunfo, basados en el arco de Constantino, que flanquean simétricamente el templo central. Yendo más atrás nos encontramos una pequeña elevación arbolada a la derecha y finalmente en el fondo un paisaje de colinas azuladas por la percepción atmosférica bajo un cielo típicamente cuatrocentista.
Todo el esquema de la composición se basa en la tripartición de los elementos, un concepto clásico al que los pintores del Renacimiento fueron muy afectos, sobre todo después de la obra de Piero della Francesca con su monumentalidad basada en el orden. Si bien nos encontramos aquí con una estructura rigurosa y hasta cierto punto rígida, la relativa libertad compositiva por parte de Perugino se muestra únicamente en el movimiento de algunos personajes que evolucionan en la explanada. Nada escapa a la rigidez del ordenamiento, su conformación simétrica y su corrección académica. No es una obra hecha para conmover los sentimientos de quien la observa, antes bien apela al raciocinio derivado de la utilización de las propiedades de la matemática para construir su propia esencia de un arte que por ese entonces era una novedad pero que con el transcurso del tiempo se volvió académico y distante. La corrección de Perugino y su ortodoxia le impidieron que se pudiese adaptar a los cambios que propiciaron durante su época otros artistas como Leonardo y Rafael.
Pietro di Cristoforo Vanucci nació en Città della Pieve probablemente en 1448, ciudad que por ese entonces estaba bajo el dominio de Perugia y de ahí el apodo que se le puso y con el que ha pasado a la historia. Por la época en que nuestro artista era joven, Perugia era una importante capital artística del Renacimiento donde trabajaron varios maestros de renombre como Fra Angélico y Benozzo Gozzoli. Perugino probablemente incursionó en las esferas de la pintura como aprendiz de algunos talleres locales. En 1470 se marchó a Florencia e ingresó al taller de Verrocchio donde entre otros aprendices se encontraban Leonardo y Botticelli. En 1472 se inscribió en la Compañía de San Lucas de Florencia empezando a trabajar por su cuenta y fue uno de los pioneros en la utilización de la pintura al óleo en Italia. Tras varios encargos menores realizados por esos años se marchó de regreso a Perugia donde empezó a recibir sus primeros encargos de importancia, volviéndose un pintor famoso.
El papa, dada su fama de gran artista, lo llamó a Roma en 1481 para realizar una serie de frescos para la Capilla Sixtina del Vaticano, entre los que se encuentra la obra que aquí presentamos. En 1486 vuelve a Florencia, ciudad en la que residió hasta el año 1499, aunque viajó frecuentemente entre esta ciudad, Perugia y Roma. Por estos años llegó a ser considerado el mejor artista de Florencia y su taller bullía de actividad. Hacia 1496 ingresó a su taller como aprendiz el gran Rafael, por lo cual ha sido reconocido por la historia como maestro del genio de Urbino. A principios del siglo XVI el trabajo de Perugino, aunque todavía apreciado, empezó a mostrar señales de decadencia por su gusto cuatrocentista, muy distante de los nuevos modelos que estaban desarrollando entre otros Leonardo, Miguel Ángel y su discípulo Rafael. En 1506 dejó Florencia y se trasladó a su natal Perugia donde continuó con su trabajo y su taller en obras de menor importancia de las que había trabajado anteriormente. Falleció en Fontignano en 1523 a causa de la peste.
Luca Signorelli, «La Sagrada Familia». Óleo sobre tabla, 1490
Julián González Gómez
Este tondo (formato circular, en italiano) fue pintado por el artista Luca Signorelli a finales del siglo XV y en él se refleja toda una escuela artística que tiene sus raíces en la pintura de toscana de mediados de ese siglo, remontándonos a Fra Angélico y Piero della Francesca. Las figuras religiosas, objeto de veneración no solo en las iglesias y conventos, sino también en las casas de aquellos que podían pagarlas tenían un lugar especial dentro del arte renacentista. Al contrario de lo que algunos piensan, la pintura religiosa vivió uno de sus más esplendorosos momentos durante el Renacimiento, estableciéndose por otro lado claramente, la separación entre arte sacro y profano. Probablemente esta pintura fue encargada para ser instalada en alguna estancia de la rica casa de un comerciante o banquero florentino como parte de una capilla u oratorio.
En un paisaje sereno y cálido, una familia se ha detenido para leer las santas escrituras, sobre las cuales están realizando una reflexión de connotaciones trascendentales. La figura central es la de Jesús niño, que voltea su cabeza hacia la masa imponente del cuerpo de San José, que parece que lo envuelve como en un gesto protector. El santo se encuentra en una postura de adoración ya que sabe que quien está junto a él es el Mesías y sus brazos cruzados le rinden un saludo con el máximo respeto. No es el gesto que se podría esperar de un padre ya que no lo es, sino de un noble hombre que está al tanto de su destino como protector masculino de la encarnación de Dios. El niño, de una complexión frágil en contraste con las dos figuras adultas, muestra un semblante sereno, como si estuviese al tanto de la importancia de su misión en este mundo y levanta su mano izquierda para llamar la atención del pasaje de las escrituras que la Virgen está leyendo. Esta, cuya figura ocupa casi la mitad del cuadro, es también gigantesca, muy lejos de las gráciles vírgenes que pintaban otros maestros de la época. Su manto, de una presencia indiscutiblemente poderosa, también cubre en parte el cuerpecito del niño Jesús, que queda ubicado así entre dos farallones que lo resguardan, con lo que se ensalza la cualidad protectora que tiene la familia. Los pliegues de los ropajes, de un fuerte claroscuro, sugieren las poderosas extremidades de las dos figuras de los adultos y en cambio el cuerpo de Jesús niño apenas si se puede ver. El rojo del manto de la Virgen domina la escena y a la vez sirve como contraparte espacial a las otras dos figuras. Es interesante notar que los dos mantos forman un espacio que permanece en penumbra alrededor del cuerpo de Jesús, creando así cierta aura de misterio sacro, pero no tenebroso.
El contraste entre las masas de los cuerpos queda así claramente establecido, como dos fuertes conchas que preservan un tesoro interno de frágil presencia. Los colores son en general cálidos y en ese sentido acompañan el discurso general referido al hogar, la protección y el respeto. La Sagrada Familia queda entonces como una ejemplificación del cariño filial y hogareño que permite a sus miembros desenvolverse en un ambiente que los proyecta hacia los valores más altos de la sociedad.
El gigantismo de Signorelli es una característica que claramente heredó Miguel Ángel años después cuando pintó sus famosos frescos de la Capilla Sixtina. Seguramente tuvo la oportunidad de aprender este tratamiento formal observando los frescos y cuadros de Signorelli siendo un joven en su natal Florencia. Pero a Signorelli no solo lo destaca esta cualidad, sino además el dramatismo plástico de sus figuras y las repetidas alusiones al movimiento espacial que estas recrean. También era un maestro del dibujo y el claroscuro, característica que lo llevó a realizar algunas de las composiciones más perfectas de su época.
Bautizado como Luca d’Egidio di Ventura de Signorelli, nació en Cortona probablemente en 1445. De su niñez poco o nada se sabe, pero seguramente sus primeros pasos en la pintura los dio en su ciudad natal con un maestro de la localidad. Consta que en su juventud fue discípulo de Piero della Francesca con quien aprendió el dibujo de la perspectiva y quien también lo influenció en el tratamiento plástico de sus figuras, de rotunda presencia y espacialidad. Se especula que también tuvo en su arte una gran influencia Antonio del Pollaiuolo, de quien aprendió la linearidad en el trazado de las figuras. Ya establecido como artista, marchó en 1482 a Roma para hacerse cargo de algunos frescos de la Capilla Sixtina, donde pintó escenas dedicadas al testamento y la muerte de Moisés. En esta época se puede observar una tendencia fuertemente platónica en su arte, seguramente producto de la influencia de la Academia Florentina.
Tras su estadía en Roma regresó a su ciudad natal, donde abrió un destacado taller que se convirtió en el centro de la llamada “Escuela de Umbría” de la cual era el máximo representante. La complejidad de sus obras se hizo cada vez mayor, especialmente desde 1484 en que realizó sus primeros ciclos de frescos, empezando con los de la abadía del Monte Oliveto Maggiore, cerca de Siena, donde pintó escenas de la vida de San Benito. Posteriormente, marchó a Orvietto donde realizó los frescos de la capilla de San Brizio en la Catedral, considerados su obra maestra. En sus paredes representó diversas escenas del Apocalipsis y el Juicio Final con un sentido del movimiento nunca antes visto en el arte del Renacimiento. De regreso a Cortona, donde se distinguió como el principal maestro de la ciudad, murió en su casa en 1523.
Matthias Grünewald, «Retablo de Isenheim». Temple y óleo sobre madera de Tilo, 1512-1516
Julián González Gómez
Una de las pestes que asoló Europa desde la antigüedad fue la llamada Peste de Fuego, también conocida como “mal de los ardientes”. Esta enfermedad, cuyo origen era desconocido, era en realidad causada por el hongo llamado Cornezuelo del Centeno, que crecía en el pan corrompido. La muerte era atroz ya que los enfermos sufrían de graves y dolorosas llagas en brazos, piernas y pies, padecían de grandes fiebres y morían en medio de alucinaciones terroríficas. En el siglo X se fundó la orden de los Antonianos, con el propósito de asistir y curar a los enfermos del mal de los ardientes y así se fundaron gran cantidad de conventos de la orden por toda Europa. Este retablo fue hecho para el convento de la orden ubicado en Isenheim, en Alsacia. De acuerdo con la tradición, San Antonio, anacoreta del siglo IV, tenía el poder de curar el mal de los ardientes. Por ello, el Altar de Isenheim fue un encargo para ser utilizado como retablo sanador en la capilla del hospital de la orden.
El altar consta de nueve paneles, distribuidos en forma de tríptico con tres aperturas y una predela en la parte inferior. Las distintas aperturas del políptico estaban relacionadas con el culto y los períodos litúrgicos de acuerdo con las fiestas correspondientes. En este espacio se presentan únicamente los paneles de la primera apertura. En ella, el panel central representa la crucifixión de Cristo sobre un fondo de tinieblas en que se alza la cruz con su cuerpo torturado por el suplicio atroz, que refuerza la torsión del madero central y la del madero horizontal. Representa el momento preciso en el que Cristo expira y se hace la noche en pleno día. Es notable el dramatismo de la representación de Cristo por sus heridas y la sangre, junto con los miembros descoyuntados. A su izquierda se encuentra la figura de María Magdalena que alza los brazos con desesperación; detrás de ella, San Juan Evangelista sostiene el cuerpo desfalleciente de la Virgen María. A la derecha se encuentra San Juan Bautista, quien profetizó la venida de Jesús y porta un libro. Sobre él una inscripción que dice: “Es preciso que él crezca y que yo disminuya”, representa pues al Antiguo Testamento que debe hacer lugar al Nuevo, representado por san Juan Evangelista. El cordero, evoca el sacrificio que limpia los pecados, la sangre vertida en el cáliz representa el sacrificio de Cristo que se renueva en el Altar. En esta Crucifixión es el cuerpo de Cristo el que ordena la composición, la cruz está ubicada a la derecha para que la apertura de las alas no corte el cuerpo del Salvador. El ordenamiento sigue una geometría rigurosa trazada por las verticales y las diagonales de los brazos de Cristo. Las manos son grandes protagonistas y tienen un papel fundamental en todo el panel. Todos los personajes que aparecen aquí están provistos de unas manos evocadoras que hacen alusión al trágico momento que se está representando.
En la predela se encuentra el entierro de Cristo, con la corona de espinas en primer plano, la tumba vacía y la Virgen, San Juan y Nicodemo presas de una enorme tristeza y desolación. En el panel izquierdo está San Sebastián, santo protector de las pestes, en el momento de su martirio por las flechas. En el panel derecho se encuentra San Antonio con su báculo; al fondo un demonio hembra rompe una ventana en alusión a las tentaciones padecidas por el santo en el desierto.
Tanto en el panel central como en la predela se encuentran claramente alusiones a la desesperación y las tinieblas, como un equivalente al Juicio Final. Pero la alusión también se relaciona con la vida de los enfermos de peste, quienes pasaban por grandes tormentos y desesperación debida a su padecimiento. El mensaje a los enfermos era que sus sufrimientos repetían los del martirio de Cristo o de San Sebastián y sus temores eran equivalentes a los sufridos por San Antonio. Todas estas cualidades eran entonces las pruebas que debían pasar para su propia redención.
Aunque no se muestran aquí, vale la pena mencionar que en la primera apertura se pueden ver cuatro escenas: la Anunciación, el Concierto de los ángeles, la Natividad y la Resurrección y en la segunda apertura se encuentra un conjunto escultórico, realizado unos años antes por el escultor Nicolas de Haguenau, con las figuras de San Antonio, San Agustín y San Jeremías, además de dos paneles laterales pintados por Grünewald con la visita de San Antonio a san Pablo de Tebas y las tentaciones de San Antonio.
Matthias Grünewald nació en 1470 en Wurzburgo, actual Alemania. Su nombre real era Mathis Gothart Neithardt, y a veces se le mencionó como Maestro Mathis o Mathis el Pintor. No se sabe nada de su infancia y juventud, pero en 1509 fue nombrado en Wurzburgo pintor oficial y experto en hidráulica de la corte. Como pintor tuvo una destacada trayectoria realizando escenas religiosas y se sabe que trabajó sucesivamente para dos obispos de Maguncia hasta 1525. Al parecer, en ese año tuvo que abandonar su puesto por su adhesión a la revuelta de los campesinos contra los señores y también por su conversión al protestantismo. De sus últimos años no se tienen noticias y murió en Halle en 1528.
Como artista, Grünewald se vio atraído por las nuevas ideas del Renacimiento que desde su juventud penetraron en Alemania. Esto se refleja en las composiciones de sus escenas y el trabajo en los escorzos de sus personajes. Pero en otros aspectos era un pintor inmerso en el mundo del gótico, sobre todo por su linearidad y la utilización del colorido, más afín a los maestros flamencos del siglo XV que a los italianos. Grünewald pues, representa en la historia del arte alemán la transición entre el gótico y el Renacimiento, lo cual lo ubica en un sitial un tanto apartado de su contemporáneo Alberto Durero, el gran introductor del Renacimiento en el arte alemán del siglo XVI.
Piero della Francesca, «Sacra Conversación». Óleo sobre tabla, 1474
Julián González Gómez
Las obras de Piero della Francesca son siempre serenas, pulcras y dotadas de una majestuosidad clásica que las hace ejemplos de la máxima perfección formal. Esto se debe a los rigurosos estudios geométricos que este artista realizaba previo a la ejecución de las mismas, ejemplificando con ello su adhesión al principio fundamental que rige el arte del primer Renacimiento: la construcción geométrica del espacio inmutable.
Este espacio, generado por la aplicación literal de los principios de la geometría de Euclides y pregonado por Platón dentro del mundo ideal se convirtió en el paradigma de todos los espíritus creadores desde la segunda mitad del siglo XV en Italia y posteriormente en otras regiones de Europa, generando con ello el fenómeno que hoy conocemos como el Renacimiento. El espacio inmutable es, como su nombre lo indica, un espacio invariable, contenido en sí mismo, conformado por relaciones matemáticas generadoras de patrones geométricos, cuyo fundamento es la proporción y la simetría y cuyo propósito es la belleza formal. El espacio inmutable es un espacio que se ha construido de acuerdo a ideas y principios matemáticos puros y por lo tanto es una representación de un mundo ideal cuya belleza radica precisamente en la perfección de su geometría.
Por otra parte, la perspectiva se consideraba el medio más adecuado para representar esta belleza formal, siendo un vehículo científico y por lo tanto juzgado como objetivo para su realización. En todo caso, la realidad de la percepción del ojo humano se distancia de la perspectiva, ya que ésta supone un único punto de vista y es esencialmente plana, además el ojo humano tiene una visión estereoscópica que capta el mundo en tres dimensiones. Pero, a pesar de sus limitaciones, la perspectiva renacentista se convirtió prácticamente en el único medio de representación del espacio desde el renacimiento hasta el siglo XX, a pesar de algunas tentativas de buscar otros medios como ocurrió con algunos artistas del barroco.
Piero della Francesca no solo era pintor, sino también geómetra y perspectivista, estudió matemáticas y se interesó por desarrollar estos conocimientos hasta donde era posible en su época. Oriundo de Sansepolcro, en Toscana, se desconoce el año de su nacimiento, pero se calcula que fue entre 1415 y 1420. Piero era hijo de un rico comerciante de la localidad y de una dama de la nobleza de Umbría. Recibió una esmerada educación y seguramente fue iniciado en el negocio familiar por su padre, sin embargo se desconocen las razones por las cuales no se dedicó al comercio, decidiéndose por la carrera artística. De su primera formación no se tienen detalles, especulando que fue en su ciudad natal con un pintor, o bien en Umbría. La primera noticia segura de su educación artística proviene de una fuente que lo ubica en 1439 en Florencia, trabajando como aprendiz en el taller del pintor Domenico Veneziano.
Florencia era por ese entonces una ciudad en la que las manifestaciones artísticas se encontraban en una franca eclosión: Brunelleschi estaba trabajando en distintos edificios de la ciudad, sobre todo en la construcción de la cúpula de la catedral, Ghiberti elaboraba la Puerta del Paraíso del baptisterio y pintores como Ucello, Castagno, Fra Angélico, Lippi y Veneziano seguían los caminos que había abierto poco antes el fallecido Masaccio. Nuevas obras, nuevos lenguajes y un incesante estímulo hicieron que Florencia se convirtiera en ese tiempo la ciudad de las artes, situación que perduraría por muchos años más. Piero se sumergió en este nuevo mundo y empezó a estudiar con ahínco los principios de la geometría euclidiana y el método de la perspectiva lineal, que por entonces estaba en su punto máximo de desarrollo. La huella florentina perduró en Piero durante el resto de su vida, manifestándose en prácticamente toda su obra.
Después de su estancia en la ciudad toscana llevó una vida itinerante, que le hizo viajar por muchas regiones de Italia, donde siempre se le consideró como uno de los artistas más importantes de su época. Dejó testimonios pictóricos en Ferrara, Ancona, Arezzo, Bolonia y Rímini, donde conoció a Alberti, que hacía poco había escrito su tratado de pintura y perspectiva. Estuvo en Roma trabajando para dos Papas y en 1469 llegó a la ciudad de Urbino, donde sus servicios fueron requeridos por el duque Federico de Montefeltro, para quien trabajó en el nuevo Palacio Ducal. Fue en esta ciudad donde realizó algunas de sus más importantes obras y donde entabló nuevas relaciones con artistas y geómetras como Melozzo da Forli, Pedro Berruguete, Luca Pacioli y un joven que ya se hacía llamar Bramante, que por ese entonces trabajaba como aprendiz de pintor perspectivista.
En 1477, con una fama bien adquirida, regresó definitivamente a residir en Sansepolcro, siendo considerado un ciudadano destacado y donde formó parte del consejo comunal de la ciudad. Tras una breve estancia en Rímini y afectado por una grave enfermedad de la vista, volvió a su ciudad, donde dedicó los últimos años a dictar su obra teórica sobre matemáticas, geometría y perspectiva. Considerado el más importante geómetra de su tiempo, murió en 1492 en Sansepolcro y enterrado con honores.
Esta Sacra Conversación es considerada una de las obras maestras de Piero della Francesca. Aunque no está fechada, se supone que fue terminada en 1474 o quizás 1475, encargada por el duque Federico de Montefeltro para decorar la iglesia de San Donato degli Osservanti de Urbino. Se dice que cuando el duque la vio, quedó tan complacido que pidió que a su muerte fuese enterrado cerca de ella. Es un ejemplo de lo mejor que puede dar un artista en la cima de su desempeño, cuando ha alcanzado la maestría. El tema de la Sacra Conversación es propio del siglo XV y se refiere a una composición en la cual diversos personajes sagrados conversan con algunos comitentes, generalmente el donante del cuadro y su familia.
En la tabla, de una composición espacial de gran profundidad y perfecto equilibrio, la Virgen y el Niño Jesús ocupan el lugar central. Alrededor de sus figuras se encuentran diversos santos y ángeles, que forman un semicírculo. Entre los santos se encuentran San Juan Bautista, San Francisco y San Bernardino de Siena, que están relacionados con la familia del duque. Éste ocupa un lugar frontal, aparte del grupo circular y se encuentra en oración, siendo representado siempre de su perfil izquierdo, ya que perdió su ojo derecho en un torneo. El espacio, simétrico y clásico, es el perfecto elemento acompañante de las figuras serenas y majestuosas que se encuentran en él. Representa el ábside de una iglesia con una bóveda de cañón con casetones y el remate de una media cúpula en forma de concha, de la cual cuelga un huevo de avestruz. Es una arquitectura propia de los tiempos del clasicismo renacentista. La presencia de la concha y el huevo, además de la pulsera de coral que lleva el Niño Jesús, representan la fertilidad y el nacimiento. La perspectiva cónica de este cuadro tiene su punto de fuga en la cabeza de la Virgen y está perfectamente construida, como corresponde a un consumado maestro de este arte. La luz que baña las figuras y el entorno es cálida y diáfana, como si surgiera de la propia bóveda celeste y es un elemento que dota a los personajes de la mayor dignidad y magnificencia. Después de estar expuesta en Urbino por varios siglos, en 1811 fue trasladada a Milán, a la Pinacoteca de Brera por orden de Napoleón y desde entonces es considerada una de las más grandes joyas de esta colección, llamándola la Pala de Brera. Una magnífica y suprema creación de uno de los más grandes artistas del renacimiento.
Masaccio, «La Trinidad». Fresco, 1428
Julián González Gómez
La invención de la perspectiva lineal ha sido uno de los más grandes aportes que se han hecho al arte a lo largo de su historia. Por primera vez se hizo posible realizar científicamente la representación del espacio tridimensional sobre una superficie de dos dimensiones. Qué duda cabe que la perspectiva fue el elemento esencial que revolucionó la pintura, la escultura y la arquitectura desde el siglo XV, dando pie al fenómeno que se llamó el Renacimiento.
Fue en la ciudad de Florencia, cuna de grandes artistas que trabajaban para los ricos comerciantes, donde se dio este paso fundamental que separó, en lo que se refiere al arte, la edad media de la edad moderna. La perspectiva fue descubierta, o inventada si se quiere, por un artista que a principios de ese siglo pretendió convertirse en escultor y acabó siendo uno de los arquitectos más importantes de todos los tiempos: Filippo Brunelleschi. Según la leyenda, un día estaba puliendo unas placas de cobre enfrente del baptisterio de la catedral, cuando se le ocurrió reflejar la imagen del baptisterio sobre una de las placas, mientras la observaba por un pequeño agujero que había en otra placa, de tal manera que la imagen que se reflejaba en la primera placa, también se reflejaba en la segunda. Así se dio cuenta de las líneas de fuga que coincidían en determinados puntos y descubrió la perspectiva de esta forma empírica. Pero esto es una leyenda, porque lo más probable es que Brunelleschi ya hubiera experimentado con una cámara oscura y a través de este artificio hubiera podido visualizar las fugas en la imagen que se reflejaba inversa en el fondo de la cámara por medio de un pequeño agujero en la pared opuesta que permitía que entrase la luz. En todo caso, Brunelleschi trabajaba por ese entonces, alrededor de 1416, con el escultor Donatello y unos años más tarde con un jovencísimo pintor al que llamaban Masaccio. Los tres amigos hicieron diversos aportes al nuevo descubrimiento y sentaron así los principios básicos de este nuevo método de representar el mundo tridimensional.
Ya había precedentes a este método y fue precisamente un artista florentino el primero en tratar de representar el espacio tridimensional en sus pinturas, y éste fue Giotto, desde finales del siglo XIII y principios del XIV. Giotto, por medio de la observación, dirigió líneas de fuga hacia determinados puntos de sus representaciones y creó así una ilusión de tridimensionalidad en sus obras. De Giotto partió este método de representación a otros pintores florentinos y sieneses, pero por su empirismo era todavía sólo una aproximación y no llegó nunca a poder representar objetivamente el espacio sobre una superficie. Esto quiere decir que en los tiempos de Brunelleschi, Donatello y Masaccio la representación tridimensional era ya un viejo problema que no se había podido resolver. A partir de entonces, el método fue perfeccionado por otros artistas y fue compilado y expuesto sistemáticamente en la década de los 1430 por León Bautista Alberti en su tratado de la pintura.
Masaccio fue el primer pintor que aplicó las leyes de la perspectiva lineal a sus obras, siendo reconocido inmediatamente por la sociedad florentina como un innovador. Inserto en esta sociedad en la cual las novedades eran constantes, se convirtió muy pronto en el pintor más reconocido de la ciudad, donde realizó diversos encargos, así como también en Pisa y en Roma. Otros artistas de Florencia también acogieron la perspectiva con gran entusiasmo, destacándose además de Masaccio y Donatello los pintores Masolino da Panicale, Paolo Ucello y Andrea del Castagno, así como el gran escultor Lorenzo Ghiberti. De este núcleo de artistas seminales, la perspectiva se extendió pronto a todos los rincones de Italia y después a Europa, reemplazando ya desde mediados del siglo a los métodos de representación espacial del gótico.
Masaccio, que nació en Castel San Giovanni en 1401, recibió el nombre de Tommaso di ser Giovanni di Mone Cassai y era hijo de un notario perteneciente a una antigua familia de ebanistas. Su posición social era por lo tanto, bastante elevada y debió recibir una esmerada educación. Cuando Masaccio tenía cinco años murió su padre y al tiempo su madre se volvió a casar, esta vez con un mercader acaudalado que murió unos años más tarde, por lo que la familia se trasladó a Florencia, posiblemente hacia 1420. No se sabe con qué maestros se formó, pero su primera obra de segura autoría es de 1422, por lo que se puede considerar que ya en ese año era un pintor autónomo. Poco tiempo después se inscribió en el gremio de médicos y especieros, tal vez con la idea de ejercer esa profesión, pero en 1424 se inscribió en la Compañía de San Lucas de Florencia, que era el gremio de los pintores.
Al año siguiente inició la que sería su obra más importante, los frescos de la Capilla Brancacci de la iglesia de Santa María del Carmine de Florencia. Estos frescos los pintó junto a Masolino, quien por entonces era su amigo más cercano y quizás su colaborador, pero quedaron inacabados. En 1426 empieza a pintar el Políptico de Pisa sobre paneles de madera, que decoraría la capilla en la iglesia de Santa Maria del Carmine en esa ciudad. Al mismo tiempo realizó diversas tablas y frescos, en Florencia, incluido el que se presenta aquí, que es una obra realizada entre 1426 y 1428. En ese mismo año se trasladó a Roma, como invitado del cardenal Castiglione, que había visto sus frescos en Florencia, para decorar la Capilla de San Clemente en la iglesia del mismo nombre. Antes de acometer ese encargo, trabajó en un políptico para la iglesia de Santa María Mayor de la ciudad Papal y allí murió con apenas 27 años en 1428, dejando truncada una carrera que prometía ser de gran éxito e influencia.
En efecto, por la aplicación de la perspectiva lineal, pero también por los sutiles efectos cromáticos y su tratamiento de la luz, Masaccio es realmente el primer artista moderno. La monumentalidad de sus figuras y su tratamiento plástico sentaron las bases de la pintura renacentista que seguiría siendo motivo de nuevos aportes en tiempos tan distantes como los de Miguel Ángel, más de un siglo después. Sin excepciones, todos los artistas del siglo XV y la primera parte del siglo XVI le deben algo a Masaccio.
El fresco de La Santísima Trinidad fue pintado en la iglesia florentina de Santa María Novella, por encargo de Berto di Bartolomeo del Banderaio. Si en el futuro no se encuentran otras obras inéditas de Masaccio realizadas en años anteriores, ésta es la primera pintura en la historia que fue realizada bajo las reglas de la perspectiva lineal. Pero la perspectiva aquí abarca no sólo el espacio de la representación de las figuras sagradas, sino además el espacio circundante, con el que Masaccio creó una ventana con su marco que prolongan el espacio visual en el que está ubicado el observador hacia el fondo, creando con ello lo que se denomina un “trampantojo”. Las figuras están realizadas de tal manera que la perspectiva se debe observar desde abajo, como si estuvieran ubicadas en un plano más alto que el del observador. Por ello la figura de Cristo se ve en las fotos un poco deformada, distorsión que desaparece cuando observamos el fresco en vivo. La cruz es sostenida por Dios Padre y la paloma que representa al Espíritu Santo desciende de él hacia la cabeza de Cristo. A los pies están las figuras de la Virgen María y San Juan, cuya distorsión es menor que la de Cristo por estar ubicados más abajo. A los pies se encuentran los retratos orantes del donante y su esposa. Toda la escena está enmarcada por dos pilastras que sostienen un entablamento y dos semicolumnas con un arco, en el cual se apoya una bóveda de cañón con casetones que se prolonga hacia atrás, creando el principal efecto de fuga y prolongación del espacio. En la parte baja se encuentra un pedestal en el cual hay un sarcófago con un esqueleto, símbolo de la muerte y sobre él la leyenda: «Ya fui antes lo que vosotros sois; y lo que soy ahora lo seréis vosotros mañana». Si la lectura se realiza desde esta parte, que está ubicada a la altura de los ojos del observador, desplazando loa vista hacia arriba, se puede comprender el sentido simbólico de la composición, que va desde la muerte, pasando por el calvario, hasta la vida eterna, que está representada por Dios Padre
Miguel Ángel Buonarroti, La Piedad del Vaticano. Mármol, 1499
Julián González Gómez
Miguel Ángel Buonarroti es considerado y con razón, uno de los más grandes artistas de todos los tiempos, incluso algunos lo consideran el más grande. A mí me parece que no vale la pena declarar cuál es el más grande y cuál le sigue después y establecer una clasificación como si se tratase de un evento deportivo. Miguel Ángel era ciertamente un artista de esos pocos que se saltan cualquier clasificación y que contó además con la veneración de sus coterráneos, pues lo llamaban “el divino”.
El mayor problema que se presenta aquí es el decidir cuál de sus obras se expondrá en este espacio, ya que es autor de muchas obras maestras. Considerado en el mejor sentido romántico un genio como escultor, como pintor y como arquitecto, destacado poeta y humanista, su arte va más allá de lo evidente y voy a explicar esto. Como todo artista del Renacimiento, Miguel Ángel era naturalista; esto quiere decir que partía de la realidad observable para crear una plástica representable. Pero esto no quiere decir que fuese un realista, es decir, que representase la realidad observable tal como es. Miguel Ángel, como los demás artistas de su época, no representaba la realidad tal cual es, sino tal cual él pensaba que debía ser; esto es entonces un arte que se podría llamar idealista, pues responde más bien a la idea que tiene el artista sobre lo que está representando, que a lo que es en realidad comprobable por los sentidos, sobre todo por la vista.
Esto hace que Miguel Ángel y los demás artistas del Renacimiento se asocien con el arte clásico, ya que sus postulados son básicamente los mismos. Las antiguas fórmulas de proporción y simetría, en íntima consonancia con los conceptos relativos al idealismo de Platón, que Miguel Ángel pudo estudiar a fondo cuando asistía de muy joven a la Academia Florentina, son la base conceptual de su obra, la cual se manifiesta en su plástica particular. Pero existe algo en esta plástica que hace que Miguel Ángel sea un artista cuya obra se escapa a las meras fórmulas y principios rectores del clasicismo más puro y recalcitrante y es que, ante todo, él era lo que podríamos llamar un transgresor.
Transgresor porque rompió con las fórmulas y las recetas establecidas, rompió con el academicismo que siempre ha castrado la iniciativa y la evolución en las artes. Demostró que no se es el mejor artista porque se sigan al pie de la letra los postulados que otros han establecido como norma y regla. Creó sus propios métodos, inventó nuevos lenguajes y experiencias, dejó atrás lo cómodo y conocido y asumió su responsabilidad como artista y hombre que piensa por sí mismo y no se oculta detrás de las “verdades” que otros han postulado. Rompía la simetría, ignoraba los cánones, distorsionaba las formas, inventaba escorzos; en fin, creaba, no imitaba. Esa es una de las grandes diferencias entre los que verdaderamente crean y los mediocres.
Este gigante de las artes y de toda la humanidad nació en Caprese, una villa de Toscana de la que su padre era alcalde interino en el año que nació: 1475. Cuando acabó el cargo de su padre, la familia se trasladó a Florencia, en donde el pequeño Miguel Ángel recibió una esmerada educación. Perdió a su madre a los cinco años y tenía problemas con su padre, que no veía con buenos ojos las inclinaciones de su hijo hacia el arte, tarea que no le parecía apropiada a su estirpe. Como sea, el joven Miguel Ángel lo convenció para dejarlo seguir con su inclinación y a los doce años entró al taller del reconocido artista florentino Ghirlandaio, donde permaneció como aprendiz durante un año. Su sueño era ser escultor y empezó a frecuentar los jardines de la villa Médicis, en donde se encontraba una buena colección de esculturas antiguas. Empezó a esculpir por su cuenta y su talento llegó a oídos de Lorenzo Médicis, que al contemplar sus primeras obras se hizo su admirador. Lorenzo llevó al joven Miguel Ángel a la Academia Florentina, que funcionaba bajo su mecenazgo y allí se relacionó con un selecto grupo de humanistas como Marsilio Ficino y Pico della Mirandola. Allí también entró en contacto con el pensamiento platónico, aspecto que sería de vital importancia a lo largo de su vida. Su formación entonces fue a la vez como artista y también como humanista.
Tras la muerte de Lorenzo de Médicis y ante las sombrías perspectivas que se avizoraban sobre Florencia con las prédicas del monje Savonarola, Miguel Ángel se fue de la ciudad y llegó a Bolonia, donde esculpió varias obras y en 1496 se fue a Roma, donde alcanzó la fama. Fue en estos años y después, tras el advenimiento como papa de Giuliano della Rovere, quien tomó el nombre de Julio II, cuando Miguel Ángel alcanza sus primeras altas cimas como artista. Es entonces cuando realiza La Piedad del Vaticano, inicia las esculturas del mausoleo de Julio II y pinta la Capilla Sixtina, una gigantesca empresa que lo consagra definitivamente como genio del arte. La vida de Miguel Ángel osciló siempre entre Roma y Florencia, realizando importantes obras en ambas ciudades, tanto en escultura, como en pintura y unos años después, también en la Arquitectura. El genio universal de Miguel Ángel quedó patente en todas las empresas que acometió, por muy grandes y dificultosas que fueran. Era un gigante que hacía los trabajos que solo un gigante puede realizar. Ni Rafael y ni siquiera Leonardo eclipsaron su talento.
Pero su talante era difícil y tenía un humor de perros. Era un atormentado que prefería pasarse semanas y hasta meses en las montañas, buscando en las canteras los mejores mármoles para extraer de ellos las figuras, retirando todo aquello que sobraba, como solía decir. Su tormento interno hizo que cayera en severas crisis depresivas a lo largo de los años y que se enemistara con mucha gente. Pero todo le era perdonado porque era el más grande de los artistas, venerado y hasta endiosado. Las crisis internas de Miguel Ángel lo llevaron en su vejez a abandonar las ideas humanistas que siempre había enaltecido y se volvió un devoto atormentado. Murió en 1564 a los 88 años, una edad notablemente larga para esos tiempos. Fue enterrado con gloria y honores de príncipe en Florencia, en la sacristía de la iglesia de la Santa Croce.
La Piedad del Vaticano es la primera de las tres esculturas que con este tema esculpió Miguel Ángel a lo largo de su vida; las otras dos son la Piedad Palestrina y la Piedad Rondarini. Cuando la realizó apenas contaba con veintitrés años y, pese a su juventud, en ella demuestra el genio que lo acompañará toda su vida. Esta piedad es, al mismo tiempo que la obra de un enorme artista, la culminación y el rompimiento de todo un siglo de hallazgos realizados a lo largo de una época: el Renacimiento florentino. Está estructurada en una composición piramidal, o si se quiere triangular, donde confluyen diversas líneas de tensión y trazos reguladores en diagonal que están señalados por puntos clave como la mano izquierda de la virgen, los pies de Jesús, su mano derecha y su cabeza y el gran pliegue del manto a la izquierda de la composición. Todos estos trazos, que no son evidentes a la vista, están dispuestos de acuerdo a un arreglo revolucionario, no solo por las direcciones en diagonal, sino también porque penetran tridimensionalmente a las figuras y se reflejan en otros tantos detalles en la parte posterior de la escultura y en los laterales. Miguel Ángel rompió así la composición plana e ilusionista de la perspectiva cónica, que exigía circunscribir a los elementos de una pintura o escultura a un arreglo predominantemente bidimensional, generando la ilusión de la tercera dimensión a través de las fugas de la perspectiva. El establecer nuevos cánones en la composición de las formas, por supuesto era una transgresión a las normas que por ese entonces ya eran consideradas como legum para los artistas.
La virgen, que es muy joven, casi una niña por la delicadeza de sus facciones, está enormemente desproporcionada en lo que respecta al canon de su cuerpo y el manto. Jesús, que sí está esculpido de acuerdo a las proporciones heroicas de los modelos antiguos, parece mayor que ella. Varias de las líneas de tensión confluyen por el frente en el entrecejo del rostro de la virgen, que contempla con contenida pena y misericordia a Jesús. Una niña sosteniendo a su hijo varón que está muerto, aunque parece dormido y ajeno al drama que se está desarrollando. Esta niña, por sus proporciones es una verdadera gigante y Miguel Ángel la esculpió así a propósito para representar, de forma inequívoca, el carácter doble de la mujer que es a la vez madre y contenedora del cuerpo al que dio a luz en su día. Esta desproporción es, una vez más, una transgresión de Miguel Ángel al modo de hacer de los artistas de su tiempo y con ello abrió toda una serie de nuevas posibilidades expresivas en las cuales la forma se debe someter al contenido, que es al fin y al cabo, el elemento esencial de toda gran obra de arte.