Bartolomé Esteban Murillo, «Crucifixión». Óleo sobre lienzo, 1667
Julián González Gómez
La imagen de Cristo crucificado, objeto de devoción para los creyentes, se sobrepone a un fondo de penumbras intensas y un cielo tormentoso, ajustándose así a la escritura que dice que en el momento en que murió, el cielo se oscureció y se produjo una intensa tormenta. A los pies de la cruz aparece una calavera que simboliza a la muerte terrenal, pero en este caso simboliza el triunfo de Cristo sobre la muerte, ya que resucitó al tercer día de este suceso. Es notorio que ninguno de los Evangelios mencione la presencia de la calavera, pero este tema es una licencia que se tomaron numerosos artistas del barroco para resaltar las cualidades trascendentales del momento representado. Así pues, en esta composición, que podríamos denominar “minimalista” aparecen sólo aquellos elementos esenciales que describen la situación: el crucificado Cristo y su soledad en este momento culminante, la cruz que es el objeto por el que se consumó su suplicio, la muerte que yace a sus pies y la naturaleza, que está acongojada y al mismo tiempo colérica por el suceso.
Todo cuadro de una crucifixión frontal, tiene una estructura característica muy bien definida en la que predominan las verticales y las divisiones que establecen los cuatro segmentos. Esta rigidez compositiva no permite hacer grandes variaciones estructurales y de perspectiva, por lo que el artista se debe concentrar más bien en los elementos anatómicos que definen el cuerpo de Cristo para hacerlo más convincente a los ojos del espectador. Cuando en la escena aparecen de acuerdo con las sagradas escrituras otros personajes, se pueden hacer más variaciones que adjudiquen más dinamismo a la composición. Pero cuando solo debe aparecer Cristo crucificado el resultado es más difícil de prever y en muchos casos la disposición, en atención a su rigidez, suele ser bastante estática.
Muchos artistas del barroco se enfrentaron a este reto con diversos resultados. En el caso de Murillo, en este resolvió brillantemente el problema creando una tridimensionalidad lumínica y compositiva en la cual hay distintas profundidades de campo, matizadas por distintas penumbras. Con ello creó un marco espacial en profundidad en el que predomina el eje que va desde el fondo de la imagen hacia el espectador, rompiendo así con la rigidez que exige la representación frontal del tema. Haciendo un uso muy competente de las cualidades del tenebrismo barroco hizo que la figura de Cristo emergiese del oscuro fondo y se acercase a los ojos del observador. Sobre su cuerpo se proyecta una suave luz que lo ilumina por la izquierda resaltando su tridimensionalidad. Por otra parte, Murillo le hizo un leve torcimiento a los maderos con lo cual introdujo otra variante que establece sutilmente un dinamismo que rompe con la rigidez.
Otro elemento que vale la pena destacar es la ausencia de la sangre por el suplicio, limitándose ésta a la que brota de la herida del costado. Muchos cuadros e imágenes religiosas de la época hacen ostentación de gran cantidad de sangre, como un elemento que exalta la atrocidad cometida, pretendiendo provocar así la piedad. Pero en este caso no hay nada de esos alardes y sólo predomina la soledad del crucificado.
Bartolomé Esteban Murillo es uno de los artistas más populares del barroco español del siglo XVII. Nació en Sevilla en 1617, siendo el menor de catorce hermanos. Su padre era barbero y cirujano y gozaba de buen renombre en la ciudad. Por esos años Sevilla era la ciudad más próspera de España y una de las capitales más cosmopolitas del continente ya que era el centro del comercio con América.
Bartolomé quedó huérfano de su padre a los nueve años y su madre murió apenas seis meses después, por lo que una de sus hermanas mayores lo acogió en su casa y le brindó los cuidados necesarios para su sustento. Empezó a frecuentar el taller de un pintor local, Juan del Castillo, con quien aprendió el dibujo y la pintura al óleo, pero parece que su educación artística nunca fue más allá y fue su natural talento y la observación de las pinturas de los maestros lo que le hizo sobresalir a lo largo de su carrera.
Ya para 1630 trabajaba como pintor independiente en Sevilla con su propio taller y en 1645 recibió su primer encargo importante, una serie de lienzos destinados al claustro del convento de San Francisco el Grande. Con estos lienzos vino una gran cantidad de encargos, los cuales no cesarían a lo largo de su carrera permitiéndole llevar una vida desahogada gracias a una buena posición económica. En ese mismo año contrajo matrimonio con Beatriz Cabrera, con quien procreó nueve hijos. Unos años después se empezó a especializar en la pintura de dos temas específicos que le dieron gran fama: La Virgen con el Niño y la Inmaculada Concepción. Aunque la mayoría de sus encargos eran sobre temas religiosos, Murillo también se dedicó a la pintura de género, en especial los retratos de niños abandonados que vivían en las calles de Sevilla, por los cuales es grandemente reconocido hasta la actualidad.
En 1658 se marchó a Madrid, donde vivió cerca de su amigo y coterráneo Velázquez, gracias al cual pudo ver y estudiar las colecciones reales de arte. Intervino en la fundación de la Academia de Pintura, de la cual fue director durante un tiempo, hasta su regreso a Sevilla en 1660. Algunos investigadores aseguran que también visitó Italia por esa época, pero de este viaje no ha quedado constancia ninguna. Durante el resto de su vida residió en su ciudad natal realizando importantes encargos, hasta que la muerte lo sorprendió en 1682, cuando se cayó de un andamio.
Gianbologna, «El rapto de las sabinas». Mármol, 1582
Julián González Gómez
El manierismo fue un estilo artístico que se desarrolló a partir de la mitad del siglo XVI en una Europa que se hallaba en transición hacia unos nuevos rumbos que, a partir del siglo XVII la conducirían al barroco. Con frecuencia se dice que el arte manierista era artificioso, elitista, antinatural, decadente y superficial. Ya habían pasado los tiempos heroicos propios de las experiencias del renacimiento y el prestigio del nuevo arte se había asentado gracias a la obra de gigantes como Miguel Ángel, Leonardo y Rafael.
En lo tocante a los aspectos sociales, el arte del manierismo se desenvolvió en medio del trauma que supuso la reforma protestante y sus consecuencias desastrosas, sobre todo en los estados alemanes y en Francia. Las sociedades estaban profundamente divididas y en aquellos lugares donde el catolicismo era predominante el celo religioso llegó a extremos casi inverosímiles, persiguiendo cualquier disensión, por mínima que fuera, con gran ferocidad, la cual llevó a la hoguera a decenas de miles de personas. En Italia, sede de los estados papales y profundamente católica, las persecuciones religiosas fueron muy pocas y en este contexto, la mayor preocupación de la gente era más bien la amenaza de los turcos, que dominaban todo el este del Mediterráneo.
Pero en esta época también se suplantó el sentido más profundo de la mentalidad de los estratos dominantes y su unión con el arte. Si el renacimiento había surgido en las ciudades estado italianas del siglo XV, cuya clase burguesa era el eje alrededor del cual giraban las actividades políticas y económicas y que adoptaron con entusiasmo las ideas del humanismo, desde mediados del siglo XVI este estrato fue desplazado por la aristocracia. Esta aristocracia, es decir, la nobleza, era un producto del mundo medieval, que en última instancia se identificó con el gótico como arte nacional, en el cual las virtudes guerreras y la religión eran sus principales valores, despreciando a los burgueses y su énfasis en el trabajo y la prosperidad obtenida por su propio esfuerzo. En Italia, la nobleza del siglo XVI no provenía primordialmente de los antiguos guerreros, como sucedía en otras regiones europeas, sino de los antiguos burgueses que adquirieron títulos y prestigio mediante su capacidad económica. Estos nuevos aristócratas no eran guerreros, eran sobre todo personas de gusto refinado y extravagante y su vida giraba en torno a los estímulos sensibles que sobre todo el arte podía proporcionar, anticipándose por más de un siglo a los aristócratas del resto de Europa, que adoptaron una disposición similar a partir del siglo XVII. Era en torno a esta aristocracia, por ser la clase de los principales mecenas del arte, donde triunfó el arte manierista y su nueva visión de una naturaleza artificial, caprichosa y amanerada, donde el gusto era más importante que el contenido y donde la pose era más apreciada que el mundo interior.
En general el arte pasó de ser esencialmente un medio de indagación acerca de la auténtica naturaleza del mundo y del ser, a un mero vehículo de evasión de la propia inclinación humana. El gesto grandilocuente suplantó al gesto natural, el discurso que sugería el estrecho vínculo de lo sobrenatural con lo terreno pasó a ser un manifiesto de exaltación de la afectación pietista y la búsqueda de las raíces del humanismo a través de la apreciación de la mitología antigua se convirtió en una mera narración vacía y rimbombante.
Esto no quiere decir que en el manierismo no existieran aspectos artísticos rescatables, o que no hubiese grandes artistas, pero a decir verdad fueron pocos en comparación con el renacimiento previo y el posterior barroco. Quizás lo más positivo fue que algunos de los medios de expresión que exploraron ciertos artistas del manierismo dieron paso con el tiempo a la determinación de algunas de las características que eclosionaron en el barroco. En todo caso, a riesgo de pecar de simplistas, podemos afirmar que el manierismo fue un período de transición, en el cual podemos encontrar múltiples vías de desarrollo.
Gianbologna fue uno de los escultores más destacados de este período, sobre todo por el preciosismo de su expresión, que resultó ser uno de los precedentes más importantes del gran genio del barroco que fue Bernini. Nacido en Douai, Flandes, en 1529, recibió el nombre de Jean Boulogne. Tras un período de formación en su tierra natal, se trasladó a Roma en 1550, donde completó sus estudios y se dejó seducir por la escultura de Miguel Ángel. En 1553 se asentó en Florencia, donde pasó el resto de su vida trabajando como escultor de la casa de los Médici, los antiguos burgueses banqueros que en esta época ya hacía tiempo que se habían convertido en nobles. Prácticamente realizó toda su obra en la ciudad toscana, donde murió en 1608.
Esta obra, cuya representación es del mito del rapto de las mujeres sabinas por los romanos, fue realizada por Gianbologna entre 1581 y 1582 no como un encargo, sino como una demostración de sus cualidades y virtuosismo como escultor. La obra fue admirada por Francisco I de Médici y ordenó su instalación en la Loggia dei Lanzi, en la plaza de la Señoría de Florencia. Es una escultura de grandes dimensiones, ya que tiene más de cuatro metros de altura y fue realizada en un solo bloque de mármol. Los tres personajes que se encuentran en ella son una joven mujer, quien representa a las mujeres sabinas y con gesto afectado muestra su estupor ya que está siendo raptada, un joven atlético, representante de los romanos, que la está levantando con sus brazos y un hombre mayor, que representa a los sabinos, que está postrado y muestra un gesto de desesperación. El joven romano se ha pasado por encima del hombre mayor, lo cual es una clara muestra de desprecio y prepotencia contrasta con la indefensión de los otros dos personajes. La composición está dominada por un esquema llamado serpentinata, que es una espiral que nos lleva alrededor de la escultura, permitiendo contemplarla desde todos sus ángulos y es una de las principales características del arte manierista. La serpentinata alienta el recorrido para la contemplación de la obra y con esto supuso un abandono de los puntos de vista fijos, que eran propios del arte del renacimiento y una anticipación al movimiento del barroco.
A pesar de lo estereotipado de las poses de los personajes, la obra goza de un admirable equilibrio y es una pieza maestra en lo que se refiere a composición y ejecución, colocando a Gianbologna en la cumbre de los más destacados artistas del siglo XVI y del manierismo.
Francisco de Zurbarán, Martirio de San Serapio. Óleo sobre tela, 1628
Julián González Gómez
Esta representación del martirio y muerte de San Serapio está muy lejos de las truculentas visiones de muchos pintores del barroco que embadurnaban de sangre las escenas de este tipo. Aquí está representado un hombre que está falleciendo y está acompañado únicamente por el espectador, que asiste como testigo de su último aliento. Su cabeza, ladeada a la derecha en un gesto de abandono, contrasta con los brazos que no han sido vencidos por el peso del cuerpo, lo cual nos indica que todavía hay un último hálito de resistencia y por lo tanto de vida, en el desafortunado protagonista.
Zurbarán resulta siempre un artista esquivo, difícil de interpretar y no porque sea ambiguo u oscuro, sino porque siempre que se le trata de encasillar es evidente que algo importante se omite y ese algo, que está en su obra, parece que fuera demasiado evidente como para haberlo obviado. Claro está que era un pintor barroco, realista y tenebrista como el que más y esas clasificaciones corresponden a lo que se podría llamar su estilo y temporalidad, pero hay en él algo muy propio, muy diferente de las demás otredades artísticas de su tiempo y ese algo es de una naturaleza muy difícil de describir. Al igual que el Greco o Rembrandt, se resiste a la clasificación taxonómica y estéril y no nos da margen para reducirlo a conceptos o a formas concretas.
Francisco de Zurbarán nació en 1598 en Fuente de Carlos, en la provincia de Badajoz en España. Era, por lo tanto, un año mayor que Velázquez, a quien conoció y se convirtió en su amigo cuando fue a completar sus estudios de pintura en Sevilla con Pedro Díaz de Villanueva y frecuentaba el taller de Francisco Pacheco. En Sevilla se relacionó también con otros jóvenes artistas como Alonso Cano y Sánchez Cotán, que eran por esos tiempos, junto a Velázquez, los pintores que más prometían en la ciudad. Sus estudios concluyeron en 1617 al casarse con una mujer diez años mayor que él y con quien se fue a vivir a Llerena, en Extremadura, donde nacieron sus hijos; enviudó a los pocos años y volvió a casarse en 1625. A estas alturas y a pesar de la interrupción de sus estudios, Zurbarán ya era un pintor reconocido. Regresó a Sevilla en 1626, donde se convirtió en un destacado pintor, cuyos mecenas fueron, sobre todo, las congregaciones de religiosos. En el transcurso de los siguientes años pintó gran cantidad de series de cuadros para los conventos de diversas órdenes y también envió bastantes obras a América. Cimentado su prestigio en la ciudad, Zurbarán se convirtió en el pintor más solicitado, especialmente para pintar temas sacros. Incluso el Consejo Municipal le propuso en 1629 que fijara su residencia definitiva en Sevilla, lo cual hizo.
Realizó su primer viaje a Madrid en 1634, donde visitó a su amigo Velázquez, quien lo introdujo en el mundo de la corte. Entonces pudo ver de primera mano las colecciones reales, donde estudió las pinturas de los maestros italianos, los cuales le generaron una fuerte impresión y desde ese momento abandonó parcialmente su tenebrismo caravaggiano para incorporar a su paleta una amplia gama de colores y dotar a sus cuadros de una luz más diáfana. Habiendo obtenido el título de “Pintor del Rey” regresó a Sevilla aún con más prestigio. Realizó innumerables encargos, siempre de temas sacros e históricos para sus mecenas, las órdenes religiosas, tanto para España, como para América. En 1650 realizó su segundo viaje a Madrid, donde realizó algunas obras destacadas. En esa ocasión testificó a favor de Velázquez para que este ingresara a la Orden de Santiago, que era su máxima aspiración. El resto de su vida se lo pasó viajando y pintando entre Sevilla y Madrid y fue en esta ciudad donde falleció en 1664.
El san Serapio fue pintado en 1628, durante el primer período de Zurbarán, caracterizado por ser el más tenebrista y por sus fuertes contrastes tonales. Este santo fue un mártir de la orden de los mercedarios, que murió en 1240 a manos de los piratas sarracenos, quienes seguramente lo torturarían antes de acabar con su vida. En esta obra maestra Zurbarán no pintó a los verdugos malignos y satisfechos, ni tampoco los instrumentos de la tortura o tan siquiera los vestigios del horror que este ser humano ha padecido antes de morir. No hay las acostumbradas manchas de sangre fresca o coagulada, no hay manos crispadas, mirada sufriente o boca que grita, no hay restos de las mutilaciones y las llagas; no hay, en fin, alimento para el morbo, para el deleite en contemplar el tormento que muchos disfrutan como espectáculo y con el que algunos miembros de la iglesia esperaban impresionar a los fieles. Y sin embargo esta pintura nos conmueve hondamente y no podemos sentir sino compasión por este pobre hombre que ya no tiene fuerzas y que está a punto de rendirse ante lo inevitable.
Es un retrato de la más absoluta soledad, no solo porque este moribundo no tiene a nadie cerca de él en el último momento, sino además porque ni siquiera aparece la compañía de los ángeles portando las palmas que garantizan la santidad por el martirio; solo hay negrura al fondo, la negrura de un calabozo húmedo donde ha sido torturado.
La técnica es la de un maestro consumado, a pesar de que este cuadro fue pintado cuando Zurbarán tenía 30 años. A primera vista, lo más destacado es el hábito, fuertemente drapeado y tratado con un virtuosismo técnico inigualable. Su forma está contenida en un elemento geométrico muy simple: un rectángulo que parece colgado de un cordel invisible por las manos. Un ejercicio interesante sería el contar cuántas tonalidades de crema existen en este hábito, que por su exacerbada tridimensionalidad no permite la competencia de otros elementos. Por eso la cabeza y las manos permanecen en el nivel superior de la imagen contra el fondo negro y el escapulario con el escudo mercedario, seguramente agregado por obligación, parece sobrepuesto y artificial. La economía de la imagen es sorprendente, ya que los ingredientes que componen el cuadro son muy pocos, reducidos a lo más esencial. Esta es una de las claves de Zurbarán, que difícilmente se puede dejar de lado. Este maestro siempre redujo sus composiciones a los mínimos elementos, que por lo mismo ganan en elocuencia. Zurbarán nunca pintó componentes accesorios, ni siquiera en los fondos de sus cuadros, que en general suelen ser monocromáticos y están en penumbra. Pocas veces creó escenarios espaciales para sus figuras, que saltan de la pintura y se nos aproximan hasta una distancia cercana, como dejando atrás el marco que las rodea.
Otra característica notable en su arte son las combinaciones cromáticas entre el color blanco y el ocre, que manejó con emotiva limpieza y que, en combinación con los fuertes contrastes tonales, crean una especie de “atmósfera” en sus cuadros. Su tenebrismo se intensifica por el uso del blanco en grandes zonas, creando la ilusión de que los modelos están bañados por una fuerte luz de media tarde, que penetra sutilmente en la escena por una pequeña ventana que nunca se puede ver.
El otro aspecto de Zurbarán que se ha discutido en muchas ocasiones es la espiritualidad de sus figuras, que no se produce porque sus protagonistas sean santos o beatos. La espiritualidad, o si se quiere, el misticismo de sus protagonistas, deviene de la dramática luz con la que están bañados, que proviene de esa pequeña ventana invisible que se mencionó antes. La ventana está siempre arriba y su luz simboliza la iluminación mística, tan preciada en el barroco. Una luz que proviene del cielo, tenue y delicada, al mismo tiempo que provoca los fuertes contrastes ensalzados por el blanco. Zurbarán dejó un legado de genio incuestionable que todavía hoy conmueve y convence por su sinceridad y simpleza, dos claves más en su pintura que lo han hecho célebre entre los pintores del barroco y de todas las épocas.