Francis Picabia, «La primavera». Óleo sobre tela, 1912

Julián González Gómez

La fragmentación explícita nos mueve a considerar una suerte de desintegración con la cual nos podemos identificar en determinados momentos de la vida. Esta identificación, en muchos casos, tiene que ver con una sensación interna y subjetiva que puede llegar a afectarnos y conmovernos profundamente. Aunque la imagen de la obra que aquí se presenta muestra esa fragmentación, su título no alude a ella. En la intención de la pintura abstracta incipiente, estaba contenida una suerte de visión programática de una realidad paralela y subjetiva que el artista pretendía mostrar y que el observador debía interpretar. Es una visión totalmente alejada de consideraciones objetivas que implican una interpretación literal de la imagen. Con un lenguaje libre de simbolismos el camino interpretativo queda libre para cualquier lectura.

Todas estas primeras experiencias de abstracción descienden de los hallazgos de los cubistas, quienes por fin se decidieron a romper la representación literal que era la norma desde el Renacimiento. Aunque los cubistas como Picasso y Braque nunca rompieron con la figuración, otros artistas que los siguieron llegaron a alcanzar la rotura y se adentraron en un mundo de nuevas posibilidades. Picabia bebió de esas experiencias en esos años de intensas investigaciones al igual que muchos otros. La mayoría quedaron en simples intentos que no tuvieron mayores consecuencias, pero otros experimentos llevaron a conformar nuevas vanguardias que dejaron una imperecedera huella en la historia del arte moderno.

En esta obra vemos una composición densa y abigarrada, conformada por múltiples fragmentos de elementos que no se pueden identificar, pero que nos parecen extrañamente conocidos. Hay un ritmo primordial que es discontinuo y que fija todas las pautas visuales. Hacia la parte superior hay un agrupamiento más denso de figuras de menor tamaño y en la parte inferior, las figuras han crecido y se muestran menos abigarradas. Parece como que si todas las formas descansaran sobre una base y se proyectaran hacia arriba. La fluidez espacial es total y surge como producto de una libertad compositiva que aparentemente no tiene límites. Debido a esta libertad compositiva, el autor no utilizó ningún esquema preestablecido como por ejemplo trazos reguladores o directrices, permitiendo que las formas se plasmaran en un aparente desorden que fluye sin dirección evidente.

El uso del color es restringido, es casi una composición monocromática y muestra que Picabia no tenía –aparentemente– intenciones de establecer una comunicación cromática con el observador. Sin embargo, hay una intención de establecer un ritmo en el color que se hace palpable en la combinación de una gama de tonos ocres que dominan el esquema y que se mezclan con grises neutros que establecen cierto contraste.

Es esta una obra que nos puede mover a tener una sensación de excitación y algarabía, siempre y cuando nos sintamos identificados con los códigos que estableció el artista. Cuando Picabia la pintó, atravesaba por una fase de experimentación en la que buscaba definir un lenguaje abstracto, que consolidara un esquema visual que se inscribiese en una vanguardia, pero pronto abandonó estos experimentos y se sumergió en el dadá, que lo llevaría a ser uno de sus artistas más reconocidos.

Francis-Marie Martínez Picabia nació en París en 1879, proveniente de una familia cubana de raíces gallegas. Su padre era diplomático y esta posición le permitió darle una magnífica formación a Francis, quien se decantó por las expresiones artísticas desde muy joven. Estudió en la École des Beaux-Arts y en la Escuela de Artes Decorativas de París, donde recibió una fuerte influencia del impresionismo y el posimpresionismo. Muy pronto se vinculó a las vanguardias, en especial al cubismo y empezó a experimentar dentro de sus esquemas. Más tarde conoció a Marcel Duchamp. En 1913 viajó a Nueva York para darse a conocer como artista de vanguardia y estuvo allí hasta 1916, año en el que se marchó a Barcelona, donde siguió trabajando sobre sus propias tendencias. En 1917 volvió a París donde conoció a Tristan Tzara y un buen grupo de los artistas dadá y se sumergió de lleno en este movimiento participando en sus múltiples expresiones, muchas de ellas escandalosas para la sociedad de su tiempo. Unos años más tarde, se vio influenciado por el incipiente surrealismo, aunque nunca llegó a participar de lleno en este movimiento comandado por André Breton. A partir de 1924 se moderaron sus tendencias nihilistas y volvió a experimentar con un arte más tradicional y figurativo en el que destacó realizando gran cantidad de exposiciones en Europa y los Estados Unidos. Trabajando en sus propios y originales conceptos artísticos desarrolló el resto de su carrera residiendo en París, donde murió en 1953.


Wilfredo Lam, La selva. Guache sobre papel montado en tela, 1943

Julián González Gómez

140.1945Un amigo mío decía que los europeos inventaron el surrealismo para representar un mundo que a la mayoría de ellos le resultaba exótico y ajeno, pero los latinoamericanos ya tenían el surrealismo incorporado a su cultura desde tiempos ancestrales. Nadie mejor que Wilfredo Lam para demostrar esa afirmación, ya que su pintura se nutría de los elementos mágicos y sincréticos de las distintas civilizaciones que se han manifestado en nuestros países a lo largo de su historia. En el ámbito europeo, Lam fue identificado siempre con el surrealismo por su temática, inspirada en sus ancestros de origen africano que habían sido trasplantados a su natal Cuba desde los tiempos de la colonia, junto a las tradiciones indígenas casi extinguidas. Su obra se enmarca en los ritos de la santería, el cristianismo, el ancestro indio y el paisaje.

En La selva apreciamos un conjunto de varias figuras alargadas y muy estilizadas ataviadas con máscaras africanas y tocados indios realizando un rito mágico-religioso, en medio de un paisaje mixto en el que hay una parte de la profusa vegetación propia del entorno selvático y una sección de una plantación de caña de azúcar, cultivo al que siempre estuvieron asociadas las labores de los esclavos africanos. En este entorno asfixiante de profusa vegetación, las figuras se muestran representadas como parte misma del ambiente, con formas y colores semejantes a los vegetales, pero también representando algunos de los animales que habitan ahí, los cuales se mimetizan con humanos y plantas. Resaltan las máscaras de terráqueos y a la vez fantásticos diseños con las que están ataviados los personajes semidesnudos que realizan una danza muy simple de movimientos verticales al compás de sonajas y otros instrumentos de percusión. Una fogata que no se ve en el cuadro ilumina la escena, que se está realizando de noche, lejos de las miradas vigilantes de los amos blancos, dueños de la plantación. El seno de la mujer de la derecha pende como una gruesa hoja, asimilándose a las plantas que la rodean, mientras que la figura de la izquierda levanta su pierna hacia arriba, como un tallo, en un movimiento acompasado. Las dos figuras centrales nos miran fijamente como invitándonos a unirnos al rito, mientras que del denso fondo surgen manos y pies, como si las plantas también participaran en él.

El colorido presenta un contraste entre tonos cálidos y fríos, destacando el azul y el azul verdoso entre los primeros y los rojos, naranjas y amarillos en los segundos. Estos tonos cálidos, producto de la iluminación que da el fuego, representan junto a los tonos fríos de la vegetación la simbiosis entre la ceremonia, los seres humanos y la naturaleza. El conjunto entonces, se enmarca en un único contexto en el cual las partes no están separadas entre sí, sino que forman una unidad conceptual y armónica que nos hace ver que el rito, que algunos llamarían salvaje y primitivo, proviene de la naturaleza y es parte de ella.

La influencia de Picasso en los cuadros de Lam es innegable, sobre todo porque el artista cubano, recién llegado a París a finales de la década de 1930, fue acogido por el pintor malagueño como su protegido y en cierta forma como su discípulo. Esta influencia siempre estuvo presente en su obra, hasta el final de su carrera, y por ello muchas de sus formas se identifican con el cubismo.

Wilfredo Lam nació en Sagua La Grande, Cuba, en 1902. Era el octavo hijo de un emigrante de origen chino y su madre era una mestiza que tenía ancestros españoles y africanos. La región de Sagua es sumamente frondosa y Lam, criado en medio de este entorno, se vio toda su vida influenciado por sus misterios y costumbres. En 1916 se traslada con su familia a La Habana, donde se inscribió en la Academia de San Alejandro para estudiar pintura y escultura. En 1923 recibió una beca de la municipalidad de Sagua la Grande para estudiar pintura en Europa. Ese mismo año se fue a España y en ese país permaneció por los siguientes 14 años. Su estancia española le permitió estudiar a los maestros de la antigüedad y también las nuevas corrientes vanguardistas que tenían su centro en París. En 1931 mueren su mujer y su hijo por la tuberculosis y su dolor se expresó por medio de una serie de cuadros de madres e hijos con los que ganó notoriedad en los círculos artísticos. Al estallar la guerra civil se unió al bando republicano y dibujó diversos carteles antifascistas y se encargó de la dirección de una fábrica de municiones. En 1938, ante la inminente derrota de la República se marchó a París donde entabló una serie de relaciones cercanas con diversos artistas vanguardistas, especialmente con Picasso, quien le presentó al propietario de la galería Pierre, donde realizó su primera exposición individual en 1939. Durante esos años, hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Lam se relacionó especialmente con el grupo de los surrealistas encabezados por André Breton, con quienes empezó a desarrollar su propia versión del surrealismo inspirada en la cultura de su Cuba natal.

En 1941 abandonó Francia y regresó a su país donde retomó el estudio de los ritos ancestrales de los afrocubanos e indios para incorporarlos a su arte. Durante esos años viajó a otros países latinoamericanos como Haití, Colombia, Venezuela y Brasil donde se apuntaló su conocimiento y su afirmación por las culturas afroamericanas. También por esa época realizó varias exposiciones en los Estados Unidos, donde el cuadro que aquí se presenta: La jungla, causó un fuerte impacto y hasta escándalo. En 1947 se marchó a Nueva York, donde se reencontró con algunos de sus colegas de Francia. En estos años su trayectoria internacional se consolidó gracias a diversas exposiciones y publicaciones de su obra. En 1952 se instaló de nuevo en París, donde trabajó en estrecha colaboración con algunos de los movimientos artísticos de la postguerra, viajando a distintos países, especialmente a Italia donde abrió un estudio en Albissola. Durante los años sesenta del siglo pasado recibió numerosas distinciones, entre ellas el Premio Internacional Guggenheim. Su carrera desde entonces lo proyectó como uno de los artistas más renombrados a nivel mundial. Falleció en París en 1982 y fue enterrado en su ciudad natal, Sagua la Grande.


René Magritte, «La condición humana». Óleo sobre tela, 1935

Julián González Gómez

En un recinto luminoso, se abre una puerta conLa_Condicion_Humana_Magritte un arco de medio punto viendo al océano desde una playa. En este recinto hay un caballete con un cuadro en el que se puede ver pintada la continuación del paisaje, como una prolongación del mismo. Una enigmática esfera de tono oscuro está posada sobre el piso de color azafrán y muy cerca del umbral de la puerta. Hay en esta pintura un silencio casi absoluto, dentro del cual ni siquiera las olas del océano emiten un lejano sonido. Sin embargo, a pesar del silencio, la imagen despierta una profunda turbación y extrañeza.

El título es enigmático: La condición humana y cuando lo interpretamos nos surge una pregunta: ¿a qué condición se refiere esta imagen? o bien, ya presos de cierta angustia: ¿qué quiere decir esto? Si nos atenemos a que Magritte por la época en que pintó este cuadro había estado asociado cercanamente al grupo de los surrealistas podríamos contestar: “no quiere decir nada, absolutamente nada”. Pero este artista era quizás el más surrealista de todos, o tal vez el menos dogmático del grupo. Su preocupación giraba en torno a la comunicación que establecían las imágenes y en este sentido resultan siempre ambiguas, pero nunca carentes de sentido. Un sentido que es demasiado sutil para interpretarlo de un solo vistazo.

¿Es posible proyectar nuestras propias angustias y miedos en este cuadro? depende de nosotros y de nuestras carencias o excesos. Por supuesto, no pueden faltar sensibilidades poco desarrolladas a las que les parezca todo esto ridículo y carente de sentido, dan media vuelta y se olvidan de la imagen; a ellos no está dirigido este texto.

Para interpretar a un artista como Magritte se necesita poseer la cualidad de cuestionar todo, incluso lo que estamos interpretando como evidente. Magritte nos engaña con su técnica hiperrealista, la cual permite que creamos estar viendo algo conocido y común, pero si somos cuidadosos no deja de desconcertarnos ese lienzo que aparece en el caballete. Parece una ventana que amplía más el horizonte, el cual aparece constreñido entre los límites de la puerta. No es una ventana, es una pintura en la cual se representa el paisaje como una prolongación del mismo, es decir, es una mímesis de lo que está afuera del recinto. El mar está vacío, también el cielo y en la playa no hay nada, por consiguiente no es una pintura representativa de ninguna anécdota o en todo caso una historia. Aquí aparecen solo cuatro protagonistas: el paisaje, el recinto, la pintura y la bola oscura. Pero si nos limitamos a esta cuantificación dejamos de lado un quinto elemento: nosotros, que somos los que estamos viendo la pintura. ¿Quiénes somos nosotros? ¿Quién soy yo? Y con estas preguntas empieza el cuestionamiento que nos llevará, si somos lo suficientemente perspicaces, a la respuesta que plantea este desconcertante cuadro.

Una clave está en el título: La condición humana. ¿Es que acaso somos lo suficientemente humanos para cuestionar nuestra propia interpretación del mundo? La respuesta es que eso depende de nuestra propia condición: ¿Somos una ventana o solo somos una imagen que creemos que es una ventana? Por otra parte, siguiendo el mismo patrón podríamos preguntar: ¿somos el mundo o creemos que somos solo una representación de él? Y finalmente: ¿qué demonios significa esa bola?

Todas las preguntas que pueden surgir plantean la misma problemática acerca de lo que es nuestra propia identidad y el sentido que le damos a lo que creemos ver. Pero no nos confundamos, en este cuadro no hay ningún discurso moralista, ni tampoco ningún señalamiento acerca del destino o el pasado, no hay planteamientos metafísicos. Es desconcertantemente ambiguo y está plagado de ironía.

René Magritte nació en Lessines, Bélgica, en el año de 1898. Era hijo de un sastre y comerciante de telas y su madre padecía de serios problemas psicológicos que al final la llevaron a suicidarse en 1912, cuando René tenía trece años. Su primer aprendizaje en arte lo realizó en la Escuela de Châtelet para después, en 1916, inscribirse en la Academia de Bellas Artes de Bruselas, donde permaneció hasta 1918. Sus primeros cuadros muestran la influencia de las distintas vanguardias que por ese entonces estaban en boga, sobre todo el cubismo y el orfismo. En 1920 expuso por primera vez en el Centro de Arte de Bruselas y tres años después participó, junto a varias figuras como Lissitky, Moholy-Nagy y Feininger, en una exposición en el Círculo Real Artístico.

El giro fundamental de su obra se verificó en 1922 cuando vio una reproducción del cuadro La canción de amor de Giorgio de Chirico, el padre de la pintura metafísica, que fue un precedente del surrealismo. En 1927 viajó a París con su esposa Georgette y se estableció en la ciudad, entablando inmediatamente contacto con los miembros del grupo surrealista, que encabezaba André Breton. Participó en diversas exposiciones del grupo pero en 1930 regresó a Bruselas, ante el distanciamiento que había tenido con Breton y otros miembros y también escapando de las polémicas que por ese entonces se manifestaban en el ambiente artístico parisino.

Se estableció en Bruselas, donde vivió el resto de su carrera junto a su mujer y siendo considerado el pintor belga más destacado de su tiempo. Murió en esta ciudad en 1967 víctima del cáncer.


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