Rembrandt Van Rijn. Autorretrato, Óleo sobre tela, 1658

SCuando Rembrandt pintó este autorretrato tenía 52 años y estaba pasando por una situación crítica que lo tenía sumido casi en la miseria. Sus bienes, incluyendo numerosas pinturas de su factura, habían sido embargados y subastados hacía apenas 3 años para pagar las deudas de sus acreedores. Vivía en una modesta casa en compañía de su compañera Hendrickje y sus hijos Titus y Cornelia. Había sido hasta hacía poco el pintor más famoso y venerado de Holanda. Conoció la fama y la fortuna desde joven y vivió una vida de lujos y derroche, hasta que todo acabó, tal como siempre acontece.

Rembrandt es considerado con justa razón uno de los más grandes pintores de todos los tiempos; para algunos incluso el más grande, por encima de luminarias como Leonardo, Giotto o Velázquez. Aparte de determinar los méritos y establecer comparaciones, lo cierto es que este gran artista tenía un don excepcional: podía representar cualquier tema pictórico, por vano que fuere, con una humanidad que es capaz de conmover lo más profundo de nuestro espíritu. Es algo que va más allá de la técnica y la maestría, quizás sea su absoluta honestidad y realismo, o tal vez las cualidades táctiles que tienen sus pinturas, es difícil poder definirlo. No es un artista fácil y espectacular a lo Rubens, es poco impresionante las primeras veces que se le aprecia. Sus temas no son especialmente novedosos, pinta retratos, paisajes, bodegones, escenas históricas y bíblicas. Al igual que otros maestros holandeses de su tiempo, representa a personas que no son especialmente “bellas” e idealizadas en el sentido clásico del término, son gente común. Parece que hay demasiados tonos pardos y penumbras, algunos dirían que hasta podría ser tétrico. Sus fondos suelen ser oscuros y por lo mismo insondables y su dibujo parece descuidado. Pero basta detenerse unos momentos para mirar ese juego de luces que se destacan de las penumbras, esa naturalidad y realismo de las posturas, para nada estereotipadas, las miradas que nos atraviesan, las voces y silencios que emanan de los labios, esas profundas alegrías y tristezas que envuelven a sus personajes y hasta a sus paisajes, para que se nos empiece a revelar su genio y ya nunca abandonemos la experiencia de su contemplación; por muy fuertes que puedan ser algunas veces las sensaciones, hasta hacer que algunos derramemos lágrimas de emoción. Aún la mirada fría y analítica no puede quedar impávida cuando “comprende” esas pinturas. Sólo El Greco ha sido capaz también de lograr este prodigio a mi parecer.

Rembrandt Van Rijn nació el 15 de julio de 1606 en Leyden, ciudad holandesa de larga tradición artística, hasta el punto que se creó en ella una escuela de pintura durante el siglo XVI. Su padre era un molinero de la localidad, por lo que la situación económica de la familia no era penosa, aunque no eran ricos. A los quince años se matriculó en la universidad de su ciudad, en la sección de Bellas Artes, lo cual era una de tantas originalidades que los holandeses habían establecido en la educación superior, ya que hasta entonces las artes se enseñaban directamente en los talleres de los propios artistas y las universidades estaban consagradas a las disciplinas más intelectuales. Empieza a frecuentar el taller de un pintor local, Jacob Van Swanenburgh, hasta que en 1623 se traslada a Amsterdam y trabaja en el taller de Pieter Lastman, un destacado artista que había tenido la oportunidad de visitar Italia, en donde admiró las obras de Caravaggio, los hermanos Carracci y sobre todo Adam Elsheimer, pintor alemán romanista. Lastman le enseña a su joven discípulo la nueva manera de pintar y dejará una huella en éste que perdurará a lo largo de su vida. La influencia de Caravaggio estaba presente en gran cantidad de artistas de esta época y, aunque en las primeras obras de Rembrandt se denota cierto “Caravaggismo” en sus claroscuros, pronto el joven pintor fue evolucionando hasta crear una visión personal y plasmarla de manera única.

En 1627 regresa a Leyden y se asocia con Jan Lievens, su condiscípulo, y graba sus primeros aguafuertes. En 1631, tras la muerte de su padre, se estableció definitivamente en Amsterdam. Al año siguiente pintó La lección de anatomía del doctor Tulp, cuadro que le abrió las puertas a la fama y empieza a recibir gran cantidad de encargos. En 1634 se casa con Saskia Van Uylemburgh, hija de un noble frisón y comerciante de obras de arte y en esta época inicia su época de mayores éxitos. Como ha pasado en la vida de tantos artistas, las mujeres han jugado un papel central como protagonistas de sus obras y Rembrandt no fue la excepción. Saskia se convirtió en su modelo y la pintó de múltiples formas. También pintó y grabó numerosos autorretratos, en los cuales se muestra joven, alegre y exitoso; era rico y feliz y se trasladó a vivir a una lujosa casa en el mejor barrio de la ciudad. Esta situación favorable duró hasta 1643, año en el que murió su esposa, pero ya desde un poco antes su dichosa vida había empezado a tambalearse. De los cuatro hijos que le dio Saskia, tres murieron muy pequeños, sólo sobrevivió Titus, que moriría antes de cumplir 30 años. Además el ambicioso cuadro llamado Ronda de Noche, aunque su verdadero nombre es La Ronda de la Compañía del Capitán Frans Bonninck Cocs, no fue recibido con agrado por los clientes y el público y fue criticado con gran acritud. En realidad esta obra no fue comprendida por sus coetáneos, incapaces de apreciar la dinámica y novedosa composición y los derroteros que abría en el arte. No sólo eso, Rembrandt fue sumamente criticado y al fin olvidado a lo largo del tiempo y su memoria sólo empezó a ser restaurada a partir del siglo XIX. 

Entonces, así como la fama y la fortuna habían llegado con facilidad a su vida, así se esfumaron también. La clientela vulgar le negó más encargos, estaba obligado a cuidar y educar a su hijo y tenía que seguir pagando las enormes cuentas que su lujosa vida le exigía. La fama es efímera, frágil e infiel y Rembrandt tuvo que pagar este costo, demasiado caro. No supo administrar sus bienes y no supo cómo conservar sus relaciones y su vida cambió, entró en bancarrota y tuvo que dejar su lujosa casa y muebles, pero también se transformó su arte.

A partir de su descalabro, Rembrandt se concentra con más atención en el retrato y la penetración psicológica de sus personajes. Explora y desarrolla composiciones cada vez más audaces, con un claroscuro más profundo y luces que resplandecen con vida propia. Deja completamente de lado algunos de los temas banales que le pedía su anterior clientela y desarrolla la representación de las más hondas condiciones de la vida del ser humano. Su técnica se vuelve cada vez más sintética y con unas cuantas pinceladas logra expresar multitud de detalles que apenas se esbozan, pero que están ahí, presentes con toda su verosimilitud y aguda realidad. Este derrotero se va haciendo cada vez más intenso en la medida que va madurando y su vida se va deteriorando. En los últimos tiempos sus representaciones se volverán esquemáticas, casi como esbozos. Hombre excepcionalmente sensible, Rembrandt ganó para su arte lo que iba perdiendo en la vida y lo iba acabando.

En 1649 había tomado a su servicio una sirvienta, Hendrickje Stoffels, que se convirtió en su compañera y madre adoptiva de su hijo Titus y quien después le daría una hija, Cornelia. Rembrandt vive de nuevo una etapa relativamente feliz y  Hendrickje se convierte en su nueva modelo; algunas de sus más entrañables pinturas son los retratos que le hizo a esta buena mujer, su mejor inspiración. Ella moriría en 1663 y cinco años después muere Titus. Los últimos años de este genio estuvieron opacados por el dolor de las pérdidas y la pobreza en la que vivía. Murió el 4 de octubre de 1669, a los sesenta y tres años, en la miseria, abandonado y desengañado.

Este autorretrato es uno de los muchos que pintó a lo largo de su vida y lo muestra en la madurez, con una expresión triste y oscura, pero todavía retando al mundo que no lo comprende. Sereno y decidido, todavía puede hacerle frente al destino y quizás hasta pueda cambiarlo a su favor. Lleva espada y ropaje lujoso, como cuando era joven y pensaba que el mundo estaba en sus manos. La vara que lleva lo acredita como maestro de la corporación de San Lucas, uno de los pocos honores que puede ostentar. Sirva este autorretrato como un homenaje al valor de un hombre para enfrentarse a la adversidad con dignidad y respeto por sí mismo; y también al inestimable regalo que nos ha dado a todos los que hemos tenido el privilegio de conocerlo a través de su arte insuperable.     

Julián González Gómez


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