Rafael Sanzio, Retrato de Baldassare Castiglione. Óleo sobre lienzo, 1514–1515

raphael_17_portrait_of_baldassare_castiglioneLos ojos penetrantes de un azul profundo y la expresión circunspecta pero afable de este humanista, noble cortesano, escritor y diplomático fueron captados por el genio de su amigo Rafael Sanzio, a quien conoció en su estancia en Roma desde 1513 a 1516. Este retrato es considerado uno de los mejores de este artista, que es único por su maestría y refinamiento, a quien le tocó vivir en la misma época que otros gigantes como Leonardo y Miguel Ángel, ese período fundamental de la historia que se llama renacimiento.

Rafael, o “Raffaello” Sanzio nació un viernes santo en Urbino en 1483. Hijo de un modesto pintor, su vocación se mostró a muy temprana edad, mientras se formaba con algunos artistas ligados a la corte de los Montefeltro. Trabajó como aprendiz y luego como colaborador en el taller de Perugino, tanto en Urbino, como posteriormente en Florencia, ciudad en la que residió de 1504 a 1508, aunque no de forma continua, ya que visitaba con frecuencia otras localidades. Parece que en Florencia conoció a Leonardo Da Vinci, quien volvió a esta ciudad a partir de su destierro de Milán en 1500. La influencia de Leonardo es notoria en la obra de Rafael, que empezó a pintar sutiles sfumattos y composiciones de gran naturalidad y dinamismo en sus dibujos y cuadros de caballete, estructurados también según algunas de las reglas del gran maestro. Rafael nunca negó la gran admiración que sentía por el autor de La Sagrada Cena o la Gioconda.  

En 1508 su coterráneo Donato Bramante lo llamó a Roma para trabajar en la corte papal. Bramante estaba encargado de las obras de construcción de la nueva y gigantesca Basílica de San Pedro, por medio de la cual el Papa Julio II pretendía reformar y enaltecer el prestigio de la iglesia universal. Bramante presentó a Rafael al Papa, humanista y de gusto refinado para las artes, quien reconoció inmediatamente el genio de este joven y le encargó realizar las pinturas para la decoración de las Estancias Vaticanas. Rafael trabajó primero él solo y después con los miembros de su taller entre 1508 y 1524. Los trabajos continuaron aún después de la muerte del pontífice en 1513 pues su sucesor, León X, ratificó y continuó apoyando las obras iniciadas por aquel. En 1524 Rafael ya había muerto, por lo que las obras fueron concluidas por sus asistentes de acuerdo a sus diseños. Las pinturas consisten en una serie de frescos que se reparten entre las cuatro salas de las estancias: de la Signatura, de Heliodoro, del Incendio del Borgo y de Constantino.  Entre estos frescos el más famoso es el de La Escuela de Atenas, que está en la Sala de la Signatura y es una de las obras de arte más conocidas de todos los tiempos. Por cierto, existe la leyenda de que Miguel Ángel, que por esas fechas pintaba los frescos de la Capilla Sixtina, odiaba a Rafael y nunca le permitió el acceso a la capilla. La leyenda cuenta también que Bramante llevó secretamente a Rafael a ver los frescos, aprovechando la ausencia de su rival y que éste quedó encantado con ellos, al punto de que algunas de sus propias composiciones en las Estancias denotan esta influencia. No se sabe si realmente las cosas sucedieron así, pero Miguel Ángel nunca se mostró amigable con Rafael (ni con otros artistas, incluyendo a Leonardo) y lo acusó de plagio. Quizás Rafael, a quien aparentemente le brotaba el genio con total naturalidad y además era muy joven, despertaba el recelo de Miguel Ángel, que afrontaba trabajosamente los encargos y los realizaba con gran dificultad. Es un poco como la historia del “niño bonito” a quien todo se le da fácilmente, contra el afanoso creador de gigantes, que no podía trabajar sin penalidades y sufrimiento. En otras palabras, y parafraseando a García Lorca: uno tenía “ángel” y el otro tenía “demonio”.  

El prestigio de Rafael creció pronto y empezó a recibir innumerables encargos, tanto de la iglesia como de la nobleza romana y aún del extranjero. Creó un taller muy bien organizado, en el cual sus ayudantes, bajo su personal supervisión, se hacían cargo de ejecutar ciertas partes de los diseños que previamente realizaba. Esto le permitió cumplir con la mayor parte de los encargos y dedicarse a pintar personalmente y en su totalidad sólo aquellas obras que le interesaban especialmente. Entre estas obras destacan muchos de sus mejores retratos y la serie de 10 cartones para tapices sobre las vidas de San Pedro y San Pablo.

Como artista universal y hombre del renacimiento, Rafael también trabajó en algunas obras arquitectónicas. En 1514, tras la muerte de su amigo y mentor Bramante, fue nombrado arquitecto de las obras de la Basílica de San Pedro. En un principio continuó con el mismo plan previsto por su antecesor, pero dos años después le fue encargado realizar ciertas reformas, sobre todo en relación a suavizar las rígidas líneas de la planta general, sustituyéndolas por un contorno espacial más flexible. Incluso realizó un proyecto en el cual se sustituía el concepto espacial de planta central de Bramante, por una combinación de este patrón con una nave longitudinal más larga. También diseñó otros edificios en Roma como la capilla Chigi en la Villa Farnesina, la Villa Madama inspirada en las termas romanas y el Palacio de Jacobo da Brescia. La mayor parte de su producción arquitectónica no fue realizada y de lo poco que se construyó casi nada queda hoy.

El prestigio de Rafael era tal que llegó a considerarse el mejor artista de su época. Reverenciado por los pintores de todas las épocas posteriores, es una figura indispensable en la historia del arte a pesar de su corta vida, pues murió el día de su 37 cumpleaños, en 1520.

El retrato de Baldassare Castiglione está fechado en 1515, período de plena ocupación de Rafael en sus múltiples encargos. Pero su febril actividad nunca se dejó entrever en sus obras, que son siempre serenas y reflexivas, propias de un espíritu meditativo. Este retrato muestra una composición típica de Rafael, quizás aprendida de Perugino y Leonardo, en la cual la parte superior del cuerpo se presenta en escorzo y la cabeza de frente, lo que imprime un suave dinamismo a la postura de Castiglione. Éste se encuentra evidentemente relajado, sin ninguna clase de tensión, con los hombros distendidos, los brazos cómodamente apoyados y las manos entrelazadas sin rigidez. La expresión está totalmente acorde con esta misma posición y tan sólo se advierte cierta inquietud en los ojos que penetran nuestra propia mirada y nos confrontan ante su visión de la existencia. La pintura al óleo está aplicada en forma pastosa y se advierten las huellas de las pinceladas en la ropa, como si sólo se sugirieran las luces de los pliegues. La camisa, de un blanco inmaculado, hace las veces de contrapunto tonal con el negro del vestido y el turbante, en los cuales no se advierten pliegues ni luces, y aun así se puede visualizar su tridimensionalidad. El fondo es de un color arena muy neutral que contrasta con la negrura general de la figura, y la sombra que se proyecta difuminada hacia la derecha crea una espacialidad íntima que también está acorde con la concepción general de este cuadro admirable.     

Julián González Gómez


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