Moby Dick. Herman Melville

Rodrigo Fernández Ordóñez

Confesiones de un devorador de libros…

 

Podría suponerse que un tipo de recomendación literaria como esta se hace por comodidad, por evitar riesgos. Moby Dick, todos lo sabemos, es un clásico de la literatura y también, cómo no, del cine. Todos, o algunos, recordamos esa formidable actuación de Gregory Peck en la furibunda encarnación del capitán Ahab, y esa hermosa escena del sermón del pastor, subido en el púlpito que asemeja un castillo de proa en miniatura. Nuevas versiones han salido, casi al mismo tiempo; una con el nombre equívoco de El corazón del mar, y otra que no recuerdo el nombre, y ante el riesgo de la equivocación, mejor la omisión.

En todo caso, le será útil saber al lector que Moby Dick, pese a ser un clásico de la literatura, de ser considerada la novela fundacional de la tradición literaria estadounidense y otro sinfín de títulos que hacen más estorbo que ayuda para quien se decida enfrentar su lectura, resulta estar dentro del top 10 de las novelas de las que todo el mundo habla, pero que muy pocos han leído. En este tipo de listas de rankings (perdón los anglicismos, pero en español es imposible citarlos sin ser más una explicación que un nombre), a las que son tan aficionados los mismos estadounidenses y participantes activos de trivias, aparece invariablemente esta novela, las más de las veces ocupando los primeros lugares, honrosamente acompañada por El Quijote y Crimen y castigo.

Es entonces esta novela uno de esos fenómenos de la comunicación en el que las personas han aprendido su trama por ósmosis, pues pese a que ni se han tomado el tiempo de hojearla, parecen saber los vericuetos de la trama con aceptable profundidad. La magia del cine.

Esto, en esencia, no tiene nada de malo. Personalmente soy un lector tardío de Herman Melville, y a eso se deben estas líneas, pues de la lectura de esta novela a mis cuarentaitantos años, pasados veintiocho siendo un lector profesional que literalmente devora libros, la experiencia me ha dejado alucinado.

Aunque la costumbre atribuye su lectura a ese lejano paraje de lecturas de formación, las que se hacen en la adolescencia, yo evité racionalmente su lectura durante muchos años. El motivo fue más bien trivial; mi papá tenía una edición de la novela por Bruguera, en pasta de cuero teñido de verde suave, el título al lomo veteado de doraduras. Recuerdo que siempre lo veía de pequeño con hambre de leerlo algún día, cuando tuviera la capacidad de devorarme tamaño volumen. Sin embargo, el tiempo pasó y su lectura fue quedando pospuesta hasta que finalmente el hermoso volumen desapareció de la biblioteca y nunca más supe de él. Así que con consciente necedad, me prometí no leerlo hasta volver a obtener un ejemplar de aquella colección, de la que aún hoy atesoro con especial cariño las obras completas de Shakespeare encuadernadas en hermoso cuero vino tinto y una desguajada Divina Comedia que de tanto ser leída ha ido perdiendo página y páginas, en cuero rojo.

-II-

Como el volumen verde, o alguno de sus hermanos nunca regresó a mis manos, su lectura quedó rezagada, hasta que un día de tantos decidí llenar ese vacío cultural que, aquí entre nos, me atormentaba de forma moderada la conciencia. Conseguí una buena edición de Penguin Clásicos, con introducción de Andrew Blanco y me zambullí entre sus páginas. La lectura tardía me costó algunas bromas. Cuando más de algún listillo se me acercó y me preguntó si no lo había leído ya en la secundaria o que él lo había leído a los quince años y algún otro comentario inútil por el estilo. Pero la experiencia valió la pena. Efecto igual al obtenido cuando hace un par de años releí La isla del tesoro, de Stevenson, que sí había leído en esa adolescencia llena de aventuras. Recuerdo con escalofríos aún, esa sensación de zozobra que se obtiene al leer las primeras páginas del relato de piratas, con ese hombre de pata de palo haciendo cloc, cloc, cloc, en el camino a la posada o los  piratas emergiendo de la niebla, cantando aquella terrible canción de los quince hombres sobre el cofre del muerto rebotando en las paredes del desfiladero.

De Melville se obtiene la sensación de haberse paseado por una mente portentosa. La misma estructura de la novela propicia esta impresión, pues se va armando en círculos concéntricos, con un amor por el detalle en las descripciones que, en verdad, con la debida atención y abandono en la lectura, podemos sentir que estamos caminando en las calles lodosas y ventosas de New Bedford, para entonces la capital de la caza de ballenas.

El tema para el lector de hoy, podrá ofender algunas sensibilidades. En esencia, es el relato de la vida y aventuras de esos hombres que durante al menos un par de siglos abandonaron la seguridad de la tierra firme y el calor de sus hogares para salir a buscar en los inmensos mares de nuestro planeta a una codiciada criatura a la cual arrebatarle su grasa. Podríamos decir que es profundamente antiecológico para el día de hoy. Pero también es un sólido documento histórico que recoge toda una época en la que el petróleo no se utilizaba con la intensidad de hoy en día, y la luz y el calor se obtenía de matar cetáceos. Sin embargo, su autor reconoce lo terrible de los hechos que narra, y esta contraposición, entre lo hermoso y lo terrible, es otro de los hilos narrativos de esta magnífica novela. Por ello en dado momento de su historia, afirma:

“A pesar de su vejez, de su única aleta y de sus ojos ciegos, debía morir asesinada para alumbrar las alegres bodas y otras fiestas de los hombres, y también para iluminar las solemnes iglesias donde se predica la incondicional prohibición de hacer daño a cualquier criatura viviente…”.

Esta es la historia y la belleza de Moby Dick, la reconstrucción de un mundo desaparecido gracias a los avances tecnológicos, pero retratado con tal detalle que nos mantiene al vilo de la historia. Es también en cierta limitada forma, la imagen de ese Estados Unidos previo a la Guerra Civil, pues al ser escrito en 1851, todavía no habían retumbado los cañones. Recordemos que el mismo Melville hizo al menos un viaje en un ballenero, y se pasó muchos años investigando y documentando cada uno de los párrafos de su monumental novela, que dicho sea de paso, al salir publicada originalmente, no causó mayor interés en los lectores.[1]

El mismo arranque de la novela es fantástico. Ese “Llamadme Ismael”, con que empieza el relato nos traslada de inmediato a una barra de una posada y al olor de la cerveza y el ron corriendo por raudales, tintineo de vasos y risas apagadas. Denota también una larga meditación previo a tomar la pluma y sentarse a escribir. Luego, al avanzar vemos que Ismael va creciendo como narrador, preocupándose por el más nimio detalle de su historia, como por ejemplo las páginas que, como un cuaderno de notas inserta dentro de su narración, describiendo los diferentes tipos de ballenas de las que, para entonces, se tenía conocimiento. O bien el capítulo LV en el que agota las interesantes referencias bibliográficas sobre la iconografía de las ballenas. Las descripciones de los barcos y de la propia faena de la cacería y el desguace de la ballena hacen de esta historia una “novela-río”, un esfuerzo total por meternos de lleno en el mundo ballenero norteamericano del siglo XIX.

“A través del Pacífico, y también en Nantucket, Nueva Bedford y Sag Harbor, pueden encontrarse animados dibujos de ballenas esculpidas por los propios cazadores en dientes de cachalotes, o en ballenas de corsé hechas con las barbas de la ballena, así como otros skrimshander, según llaman los marineros a los innumerables objetos ingeniosos que tallan laboriosamente, durante las horas de reposo, en el material bruto. Algunos de ellos tienen estuches con instrumentos que parecen de dentista y están concebidos para tallar esos skrimshander. Pero en general, se las arreglan con sus navajas: con ese instrumento, omnipotente para el marinero, hacen cuanto se nos antoje, guiándose por su fantasía marina…”[2]

La ventaja de leerlo fuera de tiempo por primera vez, aunque Borges insistentemente nos recomendara su lectura desde sus prólogos, ensayos y conferencias, es que uno puede escoger entre vivir la aventura de formación de ese joven Ismael o bien, que es la que más me interesa a mí, inclinarse por la lectura de la novela como espejo de su sociedad y su momento. Podría incluso arriesgar el término: como documento histórico. Porque por más que sean hechos de ficción, la propia circunstancia vital del autor y su vasta investigación nos permiten la excepcional oportunidad de viajar en el tiempo. El capítulo XLVIII. El primer descenso, es un relato magistral de este mundo de hombres, peleando en contra de animales de tamaño descomunal.

Es un mundo de hombres, eso sí. En la lista de la tripulación hay hombres venidos de todos los rincones del mundo (Dinamarca, Las Azores, Nueva Zelanda, Holanda, Francia, Islandia, Malta, China, etc.), pero a las mujeres apenas las entrevemos. Más que verlas, las escuchamos mencionar, como cuando habla un viejo marinero de la Isla de Man: “…Bailaré sobre tu tumba, sí, bailaré sobre ella: ésta es la peor amenaza de las mujeres que, de noche, hacen frente a los vientos en las esquinas…”, en clara alusión a las prostitutas que esperan a los marinos en cada sórdido puerto de sus escalas. Entonces el mundo es brutal.

“…se necesita un brazo fuerte y nervioso para hundir el primer hierro en el pez, porque a menudo, en lo que se llama un tiro largo, la pesada arma debe arrojarse a una distancia de veinte o treinta pies. Mas por prolongada y extenuadora que sea la caza, el arponero debe remar siempre con todas sus fuerzas; en verdad, debe suministrar un ejemplo de sobrehumana actividad a los demás hombres, no sólo mediante sus remadas extraordinarias, sino también con repetidas exclamaciones estentóreas e intrépidas: y nadie sabe –salvo quienes lo han experimentado- lo que significa aullar a pleno pulmón con todos los músculos en tensión y a punto de estallar…”.

 

El relato, por largo aliento parece propio del oficio de los marinos. Una historia armada exprofeso para matar el tiempo de las prolongadas esperas entre un avistamiento de ballenas y otro. En ese sentido nos transmite a ratos el mismo hastío que viven los soldados entre batalla y batalla. La terrible espera entre un disparo de adrenalina y otro. Ismael se la pasa leyendo, tomando notas, conversando con los marinos. Pero también como nos da visos de la intimidad del camarote, nos regala vistazos breves de esa intimidad del escritor, como cuando cuenta, a propósito de la piel de las ballenas: “…Tengo muchos pedazos secos, que uso como señalador para mis libros sobre ballenas. Es transparente, como ya he dicho, y poniéndola sobre la página impresa algunas veces me he divertido usándola como lupa. Sea como fuere, es agradable leer sobre las ballenas a través de sus propios anteojos, por así decirlo…”.

Leído así, con la óptica de quien escudriña un libro de historia, la aventura del capitán Ahab, obsesionado de mala manera con la ballena blanca viene a parecernos secundaria. Es ese el acto hermoso que acomete Michael Hoare cuando escribe su monumental Leviatán, ese relato moderno de la caza de las ballenas y de los entresijos de Moby Dick que nos regala este brillante escritor británico, en el que nos va desgranando la novela como quien desmonta un artefacto, y nos va regalando pedazos de su propia historia como aventurero del mar, a la par que nos presenta a Nataniel Hawthorne y otros contemporáneos de Melville. Así, con ese aliento puede gozarse de una mejor forma esta hermosa novela, para gozarse cada página, cada recuerdo, cada apunte de ese joven marinero llamado Ismael que maduró en el Herman que, a los 31 años, a mediados del siglo XIX, decidió sentarse a escribir este hermoso relato de los hombres que se hacían a la mar, sin la certeza de un pronto regreso, aislados del mundo, viviendo en el suyo propio: el de la cubierta de su barco.

“Cada ballenera lleva un buen número de cartas para varias naves: entregarlas a los destinatarios depende del mero azar de encontrarlos en los cuatro océanos. Así, muchas cartas nunca llegan a su destino, y otras sólo son recibidas cuando ya han cumplido dos o tres años…”.

 

[1] De acuerdo a una nota puesta con toda intención de documentar el proceso creativo, en el capítulo LXXXV, leemos que estaba entregado a la redacción de los últimos capítulos de su novela el 16 de diciembre de 1851, a las 13.15.45.

[2] Uno de los más grandes aficionados a coleccionar este tipo de objetos fue el asesinado presidente John F. Kennedy, quien presumía de tener una numerosa colección de dientes de ballena tallados con los más disímiles paisajes.


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