Julián González Gómez
Miguel Ángel Buonarroti es considerado y con razón, uno de los más grandes artistas de todos los tiempos, incluso algunos lo consideran el más grande. A mí me parece que no vale la pena declarar cuál es el más grande y cuál le sigue después y establecer una clasificación como si se tratase de un evento deportivo. Miguel Ángel era ciertamente un artista de esos pocos que se saltan cualquier clasificación y que contó además con la veneración de sus coterráneos, pues lo llamaban “el divino”.
El mayor problema que se presenta aquí es el decidir cuál de sus obras se expondrá en este espacio, ya que es autor de muchas obras maestras. Considerado en el mejor sentido romántico un genio como escultor, como pintor y como arquitecto, destacado poeta y humanista, su arte va más allá de lo evidente y voy a explicar esto. Como todo artista del Renacimiento, Miguel Ángel era naturalista; esto quiere decir que partía de la realidad observable para crear una plástica representable. Pero esto no quiere decir que fuese un realista, es decir, que representase la realidad observable tal como es. Miguel Ángel, como los demás artistas de su época, no representaba la realidad tal cual es, sino tal cual él pensaba que debía ser; esto es entonces un arte que se podría llamar idealista, pues responde más bien a la idea que tiene el artista sobre lo que está representando, que a lo que es en realidad comprobable por los sentidos, sobre todo por la vista.
Esto hace que Miguel Ángel y los demás artistas del Renacimiento se asocien con el arte clásico, ya que sus postulados son básicamente los mismos. Las antiguas fórmulas de proporción y simetría, en íntima consonancia con los conceptos relativos al idealismo de Platón, que Miguel Ángel pudo estudiar a fondo cuando asistía de muy joven a la Academia Florentina, son la base conceptual de su obra, la cual se manifiesta en su plástica particular. Pero existe algo en esta plástica que hace que Miguel Ángel sea un artista cuya obra se escapa a las meras fórmulas y principios rectores del clasicismo más puro y recalcitrante y es que, ante todo, él era lo que podríamos llamar un transgresor.
Transgresor porque rompió con las fórmulas y las recetas establecidas, rompió con el academicismo que siempre ha castrado la iniciativa y la evolución en las artes. Demostró que no se es el mejor artista porque se sigan al pie de la letra los postulados que otros han establecido como norma y regla. Creó sus propios métodos, inventó nuevos lenguajes y experiencias, dejó atrás lo cómodo y conocido y asumió su responsabilidad como artista y hombre que piensa por sí mismo y no se oculta detrás de las “verdades” que otros han postulado. Rompía la simetría, ignoraba los cánones, distorsionaba las formas, inventaba escorzos; en fin, creaba, no imitaba. Esa es una de las grandes diferencias entre los que verdaderamente crean y los mediocres.
Este gigante de las artes y de toda la humanidad nació en Caprese, una villa de Toscana de la que su padre era alcalde interino en el año que nació: 1475. Cuando acabó el cargo de su padre, la familia se trasladó a Florencia, en donde el pequeño Miguel Ángel recibió una esmerada educación. Perdió a su madre a los cinco años y tenía problemas con su padre, que no veía con buenos ojos las inclinaciones de su hijo hacia el arte, tarea que no le parecía apropiada a su estirpe. Como sea, el joven Miguel Ángel lo convenció para dejarlo seguir con su inclinación y a los doce años entró al taller del reconocido artista florentino Ghirlandaio, donde permaneció como aprendiz durante un año. Su sueño era ser escultor y empezó a frecuentar los jardines de la villa Médicis, en donde se encontraba una buena colección de esculturas antiguas. Empezó a esculpir por su cuenta y su talento llegó a oídos de Lorenzo Médicis, que al contemplar sus primeras obras se hizo su admirador. Lorenzo llevó al joven Miguel Ángel a la Academia Florentina, que funcionaba bajo su mecenazgo y allí se relacionó con un selecto grupo de humanistas como Marsilio Ficino y Pico della Mirandola. Allí también entró en contacto con el pensamiento platónico, aspecto que sería de vital importancia a lo largo de su vida. Su formación entonces fue a la vez como artista y también como humanista.
Tras la muerte de Lorenzo de Médicis y ante las sombrías perspectivas que se avizoraban sobre Florencia con las prédicas del monje Savonarola, Miguel Ángel se fue de la ciudad y llegó a Bolonia, donde esculpió varias obras y en 1496 se fue a Roma, donde alcanzó la fama. Fue en estos años y después, tras el advenimiento como papa de Giuliano della Rovere, quien tomó el nombre de Julio II, cuando Miguel Ángel alcanza sus primeras altas cimas como artista. Es entonces cuando realiza La Piedad del Vaticano, inicia las esculturas del mausoleo de Julio II y pinta la Capilla Sixtina, una gigantesca empresa que lo consagra definitivamente como genio del arte. La vida de Miguel Ángel osciló siempre entre Roma y Florencia, realizando importantes obras en ambas ciudades, tanto en escultura, como en pintura y unos años después, también en la Arquitectura. El genio universal de Miguel Ángel quedó patente en todas las empresas que acometió, por muy grandes y dificultosas que fueran. Era un gigante que hacía los trabajos que solo un gigante puede realizar. Ni Rafael y ni siquiera Leonardo eclipsaron su talento.
Pero su talante era difícil y tenía un humor de perros. Era un atormentado que prefería pasarse semanas y hasta meses en las montañas, buscando en las canteras los mejores mármoles para extraer de ellos las figuras, retirando todo aquello que sobraba, como solía decir. Su tormento interno hizo que cayera en severas crisis depresivas a lo largo de los años y que se enemistara con mucha gente. Pero todo le era perdonado porque era el más grande de los artistas, venerado y hasta endiosado. Las crisis internas de Miguel Ángel lo llevaron en su vejez a abandonar las ideas humanistas que siempre había enaltecido y se volvió un devoto atormentado. Murió en 1564 a los 88 años, una edad notablemente larga para esos tiempos. Fue enterrado con gloria y honores de príncipe en Florencia, en la sacristía de la iglesia de la Santa Croce.
La Piedad del Vaticano es la primera de las tres esculturas que con este tema esculpió Miguel Ángel a lo largo de su vida; las otras dos son la Piedad Palestrina y la Piedad Rondarini. Cuando la realizó apenas contaba con veintitrés años y, pese a su juventud, en ella demuestra el genio que lo acompañará toda su vida. Esta piedad es, al mismo tiempo que la obra de un enorme artista, la culminación y el rompimiento de todo un siglo de hallazgos realizados a lo largo de una época: el Renacimiento florentino. Está estructurada en una composición piramidal, o si se quiere triangular, donde confluyen diversas líneas de tensión y trazos reguladores en diagonal que están señalados por puntos clave como la mano izquierda de la virgen, los pies de Jesús, su mano derecha y su cabeza y el gran pliegue del manto a la izquierda de la composición. Todos estos trazos, que no son evidentes a la vista, están dispuestos de acuerdo a un arreglo revolucionario, no solo por las direcciones en diagonal, sino también porque penetran tridimensionalmente a las figuras y se reflejan en otros tantos detalles en la parte posterior de la escultura y en los laterales. Miguel Ángel rompió así la composición plana e ilusionista de la perspectiva cónica, que exigía circunscribir a los elementos de una pintura o escultura a un arreglo predominantemente bidimensional, generando la ilusión de la tercera dimensión a través de las fugas de la perspectiva. El establecer nuevos cánones en la composición de las formas, por supuesto era una transgresión a las normas que por ese entonces ya eran consideradas como legum para los artistas.
La virgen, que es muy joven, casi una niña por la delicadeza de sus facciones, está enormemente desproporcionada en lo que respecta al canon de su cuerpo y el manto. Jesús, que sí está esculpido de acuerdo a las proporciones heroicas de los modelos antiguos, parece mayor que ella. Varias de las líneas de tensión confluyen por el frente en el entrecejo del rostro de la virgen, que contempla con contenida pena y misericordia a Jesús. Una niña sosteniendo a su hijo varón que está muerto, aunque parece dormido y ajeno al drama que se está desarrollando. Esta niña, por sus proporciones es una verdadera gigante y Miguel Ángel la esculpió así a propósito para representar, de forma inequívoca, el carácter doble de la mujer que es a la vez madre y contenedora del cuerpo al que dio a luz en su día. Esta desproporción es, una vez más, una transgresión de Miguel Ángel al modo de hacer de los artistas de su tiempo y con ello abrió toda una serie de nuevas posibilidades expresivas en las cuales la forma se debe someter al contenido, que es al fin y al cabo, el elemento esencial de toda gran obra de arte.