Julián González Gómez
Esta semana tengo de nuevo la responsabilidad de presentar una obra de arte de uno de los más grandes pintores de todas las épocas y ha sido bastante difícil seleccionar una pintura de entre todas sus obras maestras. Este espacio es muy breve como para esbozar una imagen integral de Caravaggio y su supremo arte, ya que merecería un comentario mucho más extenso y profundo, pero se procurará reseñar algunos de sus atributos más importantes.
En principio, habría que decir que Caravaggio revolucionó la manera en que los pintores se expresaban desde el Renacimiento, dejando atrás la estricta dictadura de la perspectiva, los juegos de colores matizados y las rimbombantes representaciones alegóricas de los pintores manieristas. A la perspectiva opuso la luz y la sombra, a los colores matizados los fuertes contrastes cromáticos y a las representaciones alegóricas e idealizadas el realismo más patente. No transigió con el arte que en su tiempo estaba de moda y sin embargo, logró triunfar gracias a su genio. Tuvo una vida aventurera y sinnúmero de problemas personales, incluyendo graves problemas con la ley y aun así pudo seguir pintando para gloria del arte.
Se le puede considerar el primer pintor barroco, al que aportó una de sus manifestaciones más impresionantes y profundas: el tenebrismo. Este nombre responde a los fuertes contrastes de luces y sombras, donde éstas últimas, combinadas con las zonas de penumbra que son su consecuencia, invaden grandes porciones del plano de representación, haciendo que los positivos y negativos alcancen nuevos valores que son muy marcados. La penumbra es el gran protagonista del tenebrismo, ya que ensalza la profundidad de los fondos, proyectando las figuras más iluminadas hacia el frente, sin necesidad que medie la perspectiva para establecer su valor espacial. La influencia del tenebrismo de Caravaggio se extendió por toda Europa durante los siglos XVII y XVIII.
Pero Caravaggio no sólo fue el primer pintor tenebrista, sino que además hizo alarde de un realismo como no se había visto desde los tiempos de la pintura del gótico tardío de Flandes. Su realismo no admitía concesiones y procuraba representar exactamente aquello que sus ojos captaban. El caso es que, en general, en la pintura italiana del siglo XVI, lo que se intentaba representar no era estrictamente la realidad, sino un mundo poético e idealizado en el cual la belleza formal ocupaba el sitial de honor. Aquello que no se consideraba bello simplemente no se representaba, o bien se acentuaban sus características más repelentes para acentuar por contraste la belleza, como ocurría con algunos pintores venecianos y romanos. Caravaggio pintó el mundo real con todos sus detalles, a veces ensalzados por los fuertes contrastes. Sus modelos eran personajes de los bajos fondos, que eran los que solía visitar y era capaz de escoger como modelo a un mendigo harapiento para encarnar a un santo y así lo pintaba tal cual, sin ocultar sus rasgos groseros o la suciedad de sus pies. Esto le ganó numerosos enemigos, quienes criticaban que pintase a personajes considerados bajos para representar a los modelos de virtud cristiana. Se dice que cuando pintó la Muerte de la Virgen escogió como modelo el cadáver de una prostituta que había aparecido flotando en las aguas del Tíber, lo cual provocó un gran escándalo en la corte romana que rechazó su cuadro.
En cierto sentido, el realismo de Caravaggio nos recuerda la vieja discusión sobre la naturaleza de la belleza y si ésta se encuentra en la representación en sí o en los ojos del observador que la contempla. Esto es una dialéctica entre la normativa objetiva, que pretende establecer, entre otras cosas, las reglas para que algo sea bello y la visión subjetiva, que insiste en que la belleza es una cualidad relativa al contexto y el observador. Sin entrar a discutir estos puntos, se puede afirmar que la mayor parte de las pinturas de Caravaggio fueron criticadas en abundancia por aquellos que se consideraban los paladines y expertos sobre la belleza en el arte y aun así, se instalaron en iglesias y palacios donde fueron y son todavía admiradas. De los pomposos portadores de la verdad absoluta y la pureza estética ya nadie se acuerda; el gran arte está más allá de esas discusiones.
La vida de Caravaggio fue muy variada y llena de acontecimientos dramáticos. Nació en 1571 en Milán y fue bautizado con el nombre de Michelangelo Merisi. Su familia se instaló posteriormente en el pueblo cercano de Caravaggio, de donde le viene el sobrenombre. A los trece años entró a trabajar como aprendiz del pintor lombardo Simone Peterzano, quien había sido discípulo de Tiziano. Tras su formación inicial realizó un viaje a Venecia y posteriormente, en 1592, viajó a Roma para buscar fortuna. Extremadamente pobre, se ganaba la vida pintando bodegones en el taller de Giuseppe Cesari, pintor de cámara del entonces Papa Clemente VIII. Un tiempo después abandonó este taller y empezó a pintar por su cuenta, tratando poco a poco de abrirse camino, pues seguramente estaba consciente de su valía como pintor. Por medio de algunas relaciones sociales logró que sus cuadros fueran contemplados por el Cardenal Francesco María Del Monte, quien lo acogió dentro de su círculo, para el cual pintó numerosos cuadros. La mayor parte de los encargos que recibía eran de cuadros religiosos, muy importantes para la Roma contrarreformista de ese entonces. Sus obras llamaron la atención de la nobleza romana, que no sabía qué decir ante estas fulgurantes muestras de claroscuro y dramatismo, que igual eran admiradas y criticadas. Gracias a varios encargos importantes para algunas iglesias se hizo de renombre en Roma, no sin antes verse en la necesidad de retocar algunas figuras de sus cuadros, que fueron consideradas vulgares en exceso.
A pesar de los triunfos que estaba empezando a cosechar, su vida transcurría en las tabernas y garitos de las cercanías del Tíber. Era enfermizo, bebedor y pendenciero, lo cual le atrajo muchos problemas con gentes de muy diversa índole; incluso fue acusado de sodomía, lo cual le granjeó muy mala fama. Sus riñas en las tabernas eran constantes y solo sus mecenas le podían proteger contra los cargos que iba acumulando. Una noche, en mayo de 1606, mató a un hombre en una taberna y con una orden de aprensión en su contra huyó a Nápoles, donde creía que la justicia romana no lo alcanzaría. En esta ciudad vivió un período de gran esplendor en su arte, convirtiéndose en poco tiempo en el pintor más importante de la localidad, protegido por la familia de los Colonna. Pero Caravaggio finalmente no se sintió a salvo en esta ciudad y volvió a huir, esta vez a un lugar mucho más lejano: la isla de Malta.
En Malta pronto estableció relaciones con la orden de los caballeros hospitalarios, que tenían su más importante bastión en esta isla. Realizó allí un notable retrato del Gran Maestre, así como de otros miembros de la orden. Pero su vida de pendenciero le hizo inmiscuirse en una riña en la cual hirió a un caballero de gravedad, por lo cual fue expulsado. Entonces se estableció en Sicilia, donde su trabajo fue muy bien pagado, pero agobiado por su persecución decidió regresar de nuevo a Nápoles, desde donde pidió el perdón al nuevo papa de Roma, el cual se lo concedió posteriormente. Mientras esperaba la respuesta papal, fue nuevamente protagonista de un suceso oscuro y fue herido en el rostro, sin saber exactamente si fue en una riña o en un atentado. Esta última fase de su vida no está muy clara, ya que parece ser que logró embarcarse para Roma en 1610, pero el barco lo dejó en la pequeña población costera de Porto Ércole, donde murió a los 39 años.
Esta obra, llamada El Santo Entierro, fue pintada por Caravaggio durante su estancia en Roma, en los años donde se estaba gestando su fama en la ciudad. Además de ser una soberbia muestra del tenebrismo de este artista, la composición prefigura espacialmente las obras del barroco por medio de sus diagonales muy marcadas y la “cascada” que forman las figuras, que se van deslizando por una gran curva que domina la estructura del cuadro.