Julián González Gómez
Una obra de arte no tiene que decir necesariamente nada, ni contar anécdotas, hacer analogías o relatar historias. Una obra de arte puede ser silencio, un espacio donde el vacío se expresa en quietud; el lugar donde mora aquello que es inefable y eterno.
Se puede contemplar una pintura solo con los ojos y entonces nos puede decir algo; se puede contemplar también con los ojos y la mente y entonces tal vez nos diga más. Se puede contemplar con los ojos, la mente y el corazón y en esta ocasión nos puede impactar profundamente. Pero esta pintura no hay que verla con los atributos antes mencionados, se necesita verla con algo más. Este “algo más” consiste en la contemplación más pura, aquella que proviene de la consciencia y no del intelecto o los sentimientos. Es la consciencia que mora en el vacío: la del observador que no evalúa, no se apega y no juzga. Es la sensación en su estado más prístino y más ecuánime, la sensación que cuando se vuelve permanente significa que el que la ha alcanzado es un iluminado.
Estos conceptos que provienen del budismo, especialmente del Zen, son la fuente de la que bebió un artista como Mark Tobey. La técnica es mínima: tinta blanca sobre papel de arroz. La ejecución también es muy simple, son simples rayas trazadas aleatoriamente conformando una superficie a la vez densa y ligera. Son vectores que se proyectan en todas direcciones y se entrelazan, dejando entre ellos el espacio negativo de la tonalidad del fondo. No puede haber algo más carente de sofisticación. Pero lo mejor de todo es que, tal como como se mencionó antes, aquí no se quiere expresar absolutamente nada y precisamente la nada es su esencia, además de su temática. Por eso no creemos que se pueda comentar mucho sobre esta obra. Es mejor contemplarla sin evaluarla y dejar que nos inunde la mente con su vacío.
Tobey llamó a estas pinturas “escritos blancos” y casi todas ellas consisten en una red de signos caligráficos reducidos a su mínima expresión y al ligar unos con otros en redes se vuelven abstractos y neutros. Aunque Tobey fue asociado al expresionismo abstracto, su pintura difiere de esta escuela, sobre todo de la action painting en cuanto a su elocuencia, ya que las obras de esta tendencia solían poseer un carácter muy expresivo y dinámico como es el caso de Pollock y De Kooning, pero Tobey no pintaba por impulso y no improvisaba; todo lo contrario, sus pinturas suelen tener un carácter reposado y silencioso, libre de estridencias.
Mark George Tobey nació en Centerville, Estados Unidos en 1890. Cuando tenía dos años, su familia se trasladó a Chicago y desde muy joven se inscribió en el Instituto de Arte de esa ciudad. En 1911 se marchó a Nueva York donde realizó diversos trabajos como dibujante de retratos y delineante de una casa de modas. Su primera exposición la realizó en 1917 en la galería Knoedler y pasó prácticamente desapercibida para los críticos. Las noticias sobre los horrores de la Primera Guerra Mundial que por entonces estaba desgarrando Europa lo afectaron profundamente y le hicieron decepcionarse de la cultura occidental, que juzgaba destructiva y aberrante y por eso puso sus ojos en la filosofía de las culturas orientales. Se convirtió entonces a la fe Bahai, en la cual predominan elementos místicos y orientales, que adoptó con gran vehemencia.
Habiéndose trasladado a Seattle en 1922, un año después conoció a un pintor chino llamado Teng Kuei quien le enseñó los principios de la caligrafía, arte que después de mucho tiempo y empeño logró dominar. En 1925 realizó un viaje por Europa y Oriente Medio, viviendo un tiempo en París, luego en Barcelona y finalmente en Estambul, Beirut y Haifa. En estos lugares se despertó en él un profundo interés por la cultura islámica. Después de este viaje regresó a Seattle donde participó en la fundación Free and Creative Art School. Posteriormente, inició una serie de viajes que lo llevaron a distintas regiones del mundo. Residió en China para perfeccionar su caligrafía y después vivió por un tiempo en Kioto, Japón, en un templo budista Zen.
Después de ese periplo, a partir de 1937, empezó a trabajar en sus “escritos blancos” que, con el tiempo, le otorgaron una gran celebridad y lo consagraron como un artista de gran misticismo. Después de la Segunda Guerra Mundial realizó múltiples exposiciones en Europa y Estados Unidos; en 1956 recibió el Premio Internacional Guggenheim y poco después, el Gran Premio de pintura en la Bienal de Venecia.
En 1960 se estableció en Basilea, Suiza, donde continuó su obra cada vez con más ímpetu y recibió además varios premios internacionales. Murió en esta ciudad en 1976, a los ochenta y seis años.