Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (VIII)

Por: Julián González Gómez

Egipto (Cuarta parte)

Estatua del faraón Akhenatón, siglo XIV a.C. Museo Egipcio, El Cairo

En los anteriores artículos sobre el arte del Antiguo Egipto se han descrito aquellas características que permiten entender e interpretar con mayor profundidad sus expresiones. Cabe repetir aquí que el arte egipcio se basó especialmente en directrices estereotipadas y fórmulas comunes, que fueron establecidas desde el tercer milenio a.C., las cuales no sufrieron ninguna variación en lo esencial a lo largo del tiempo. Pero en un momento especial de la historia egipcia, estas fórmulas fueron cuestionadas y abandonadas por los nuevos y radicales planteamientos que estableció un faraón cuyo nombre era Akhenatón.

Akhenatón o Ajenatón fue el décimo faraón de la dinastía XVIII y subió al trono en el año 1352 a.C. con el nombre de Amenofis o Amenhotep IV, hijo y sucesor de Amenhotep III. En el cuarto año de su reinado cambió su nombre por el de Neferjeperura Ajenatón, que significa “Lo que es útil a Atón”, con lo cual pretendía demostrar la fundación de una nueva doctrina religiosa, que suplantaba a la que estaba vigente desde hacía más de 1,500 años. Fundó una nueva ciudad en un lugar que hoy día se llama Amarna o Tell el-Amarna, a la que le puso el nombre de Ajetatón, que significa “Horizonte de Atón”, y a la que trasladó su corte. Mandó a construir palacios, templos y viviendas para todo su séquito y sirvientes, todo regido bajo el nuevo culto. Este se basaba en la adoración a un solo dios, llamado Atón (la Totalidad), a quien se identificaba con el disco solar, y quien no sólo era el creador de todo lo existente, sino también quien determinaba la vida, la muerte, la bondad infinita, vivificador de la Justicia y el Orden cósmico (Maat). Akhenatón era su enviado directo y también su profeta, por lo que era el único ser terrestre digno de la inmortalidad. Fue el primer culto monoteísta del que se tenga noticia, aún anterior al dios de Abraham y los hebreos.

Atón ya existía como un dios en la mitología egipcia antes de los tiempos de Akhenatón y se le representaba como un disco solar del cual surgían rayos con manos extendidas hacia los creyentes, como símbolo de los bienes que proveía generosamente para una vida de virtud. La originalidad del nuevo faraón consistió en declarar que el único dios sería Atón, desplazando a todas las demás deidades del panteón egipcio, cuyas cualidades y poderes asumió en exclusiva. Esto afectó especialmente al culto hasta entonces considerado como oficial, en el cual, el dios más importante era Amón, cuyos principales templos y sus sacerdotes estaban concentrados en la ciudad de Tebas. A su vez, Amón ya había asumido mucho antes las cualidades del primer gran dios egipcio: Ra, el principal dios del Imperio Antiguo y Medio. Los sacerdotes del culto a Amón gozaban de los más grandes privilegios, sólo por debajo de los del faraón, y su poder se extendía a todos los estamentos de la política, la economía y la sociedad. Akhenatón les retiró todos estos privilegios y los desplazó del centro del poder; lo cual, como es lógico, provocó un gran descontento entre sus numerosos seguidores. El faraón “hereje” se ocupó obstinadamente por asumir en su persona todos los poderes de los sacerdotes y la dirección del culto, por lo que su liderazgo no sólo era de tipo espiritual, sino también instrumental. Esta situación propició que sus representaciones cambiaran de carácter y de contenido, como vamos a ver a continuación.

Busto de la reina Nefertiti, siglo XIV a.C. Altes Museum, Berlín

El faraón se ocupó personalmente de instruir a los escribas y artífices sobre el nuevo carácter de su persona, distanciándose las representaciones ostentosas que hasta entonces habían predominado. Akhenatón se convirtió en un hombre de carne y hueso, que realizaba sus actividades cotidianas con corrección y devoción, siempre en compañía de su familia. La figura más emblemática de esta familia era su esposa, Nefertiti, quien se convirtió en el prototipo de la belleza y virtud femenina. Las representaciones del faraón y su familia se volvieron realistas y ya no eran idealizadas. Se abandonó el hieratismo y la perspectiva jerárquica, estableciendo un nuevo canon, en el cual todas las figuras se representan en su tamaño equivalente entre sí. Pero además en estas representaciones se puede ver a la familia real conversando casualmente, demostrando afecto y emociones entre los cónyuges y también entre estos y sus hijas, como cualquier familia egipcia. En las figuras esculpidas en bulto de Akhenatón que se encuentran en los museos de El Cairo y Berlín, se puede ver a un individuo cuyas características morfológicas denotan algunos problemas en lo que respecta a su conformación física, como una mandíbula demasiado prominente, hombros estrechos, caderas sumamente anchas, piernas muy cortas, etc. Pretende demostrar entonces que es un personaje concreto, terrestre y humano en definitiva. Podemos saber que era el gobernante sólo porque luce sus atributos simbólicos: la corona y los cetros cruzados sobre su pecho. Lo mismo cabe para mencionar a las representaciones de Nefertiti, cuyo rostro es de una belleza inigualable, veraz y no idealizada; sobre todo el busto que realizó el escultor real Tutmose, el cual se encuentra actualmente en Berlín y que es considerado como una obra maestra del arte egipcio.            

La ciudad de Ajetatón fue trazada según un plano geométrico ortogonal, al igual que otras ciudades antiguas y se colocaron quince grandes estelas que marcaban simbólicamente sus límites. En esa capital el faraón mandó a construir el gran templo de Atón, los palacios reales, los edificios administrativos, viviendas, hipogeos y servicios públicos. Por la premura de su construcción, hecha predominantemente de adobe, y por el corto período en el que fue ocupada, los edificios no resistieron el paso del tiempo y hoy sólo quedan escasos rastros de sus cimientos. Siguió siendo ocupada unos cuantos años después de la muerte de Akhenatón, pero ya en los tiempos de su famoso sucesor Tutankamón fue abandonada, regresando el asiento de la monarquía a Tebas. Todos los vestigios del reinado del faraón “hereje” fueron borrados de Egipto y hasta su nombre desapareció de la lista de los gobernantes, como si nunca hubiese existido. Todo lo que conocemos del maravilloso arte de este período se debe a las excavaciones que se realizaron en Amarna durante el siglo XIX. Pero la huella de este arte realista y entrañable perduró, aunque escasamente, en algunas manifestaciones posteriores, especialmente en el período comprendido entre los siglos X y IV. Al respecto, destacan las dos tallas de pizarra, llamadas cada una “Cabeza Verde” que se encuentran en Berlín y Boston, que posiblemente representan a dos sacerdotes.

Akhenatón y su familia adorando a Atón, siglo XIV a.C. Altes Museum, Berlín

El período del faraón Akhenatón constituyó una anomalía, no sólo en lo que se refiere a la figura de un gobernante, sino también en cuanto a la religión e ideología asociada a ella. Indudablemente, estas manifestaciones heterodoxas que rompieron con una tradición rígidamente establecida en lo que se refiere a la narrativa y la representatividad nos sorprenden por su realismo y verosimilitud. Tanto es así, que los estudiosos de la historia del arte han designado a estas manifestaciones como propias del denominado “período de Amarna”, para distinguirlo de otros períodos del arte antiguo egipcio.

En el próximo artículo, el último sobre Egipto Antiguo, abordaremos la arquitectura de esta sorprendente civilización, cuyas manifestaciones van mucho más allá de las icónicas pirámides que todos conocemos.


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