Sobre lo que nosotros llamamos “Arte” y “Artista” (V)

Julián González Gómez

Egipto (primera parte)

La civilización del Antiguo Egipto tuvo una sorprendente continuidad de 3,000 años en los que, con alzas y bajas, períodos de esplendor y decadencia, se mantuvo vigente y sin mayores cambios en su estructura social y cultural. Esto se debió en buena medida a su aislamiento respecto a otras culturas, por su situación geográfica especial y también por el dominio cultural que ejercieron sobre otras civilizaciones. Es cierto que en los últimos siglos de su historia, Egipto sufrió las invasiones de diversos pueblos que lo sometieron: los persas y los griegos, y que al final la unidad de su cultura fue rota y desplazada por la dominación romana, desde el siglo I a. C., pero sus paradigmas esenciales no sufrieron transformaciones profundas, hasta el advenimiento del cristianismo y, sobre todo del islam, a partir del siglo VIII d. C.

Pirámide escalonada de Zoser en Saqqara, creación de Imhotep, Egipto, 2650 a. C.

Cuando pensamos en Egipto, inmediatamente nos vienen a la mente aquellas imágenes icónicas que identifican a esta cultura ante el mundo: las pirámides de Guiza, las enormes estatuas de los faraones que hay en los templos, los paisajes del valle del Nilo, los jeroglíficos, etc. También es la tierra que se describe en la Biblia y los escritos de algunos antiguos griegos que llegaron a conocerla y admirarla, como Heródoto. Todas estas imágenes e historias nos remiten a un esplendor antiguo, muchos de cuyos logros técnicos no han podido ser sobrepasados hasta los tiempos modernos. Pero en el Antiguo Egipto se encuentra también una idiosincrasia y un modo de pensar particular, único y singular, que afortunadamente ha quedado registrado en los diversos textos que produjeron y que los descubrimientos arqueológicos han confirmado. Entre estos logros se encuentran aquellos que están relacionados con su religión y su visión del mundo, de donde se deriva su cosmovisión y algo más que aquí nos interesa bastante: los conceptos relativos a la representación del mundo terreno y del mundo ultraterreno. En efecto, los antiguos egipcios llegaron a desarrollar una serie de ideas referidas a la estética de la representación autónoma, aunque al mismo tiempo ligadas a su forma de concebir el mundo y, sobre todo, la vida después de la muerte, a la que consideraban la más importante.

Entre estos conceptos hay uno que denota la idea de la perfección y con él el de la belleza relativa a ella, descrito con la palabra Nefer. Significaba al mismo tiempo lo bueno, lo perfecto, lo completo y lo armónico. El término es muy común en las inscripciones jeroglíficas, representado mediante un signo que simboliza un corazón unido a una tráquea. Sus connotaciones, todas positivas, se aúnan a diversos nombres: Men-Nefer (la que es estable de belleza) que era uno de los nombres de la ciudad de Menfis; Bau-Nefer (perfecto de poderes mágicos); Nefer-Renpet (el buen o bello año); Nefer-Hotep (la buena ofrenda a los dioses). Se ha relacionado también este término con los nombres de algunas mujeres del Antiguo Egipto, todas consideradas como modelos de belleza arquetípica: Nefertiti, Nefertari, Neferet, etc. Pero en realidad, este término no se refiere únicamente a aquello que era considerado bello desde el punto de vista formal, sino más bien como el fruto de la justa creación de los dioses y la virtud que se deriva de ella. Pero esa virtud podía ser destruida si no se preservaba la Justicia Universal, llamada Maat. La Nefer dependía de la Maat, es decir, del equilibrio del cosmos, de la preservación infinita del orden del universo.

Ra, el dios solar, debía descender cada noche al inframundo, llamado Duat, donde debía enfrentarse a Apofis, el símbolo del mal. Ra estaba obligado a vencer en esta batalla para que el ciclo diario de regeneración del mundo no se detuviera y así apareciera de nuevo en el cielo al amanecer de cada día nuevo. Para ayudar a Ra en su lucha contra Apofis siempre aparecía Maat, encarnada en una diosa de gran belleza. Por ello, Maat era una fuerza benefactora de la que se nutrían los dioses, en especial Osiris, el dios que controla las leyes del Maat, de las cuales es el guardián, juez y soberano supremo. El encargado de preservar la Maat y su encarnación era el faraón, el dios viviente, el mediador y puente entre el mundo y los dioses. Por ello, sus representaciones debieron regirse por medio de fórmulas que debían ser permanentes, con una base preestablecida, estereotipada, y que por ello sufrió muy pocos cambios en el transcurso de los siglos. Maat debía ser siempre necesaria, nunca contingente y Nefer, su consecuencia, debía tener la misma categoría, ya que era producto de ella. Estas ideas surgieron quizá desde antes del establecimiento del imperio faraónico, cerca de 3,000 años a. C. y se extendieron durante toda la historia de esta cultura, adoptando ligeros cambios estilísticos a lo largo del tiempo. En otras culturas antiguas surgieron conceptos similares: en Mesopotamia con los mes (decretos divinos acerca del orden y armonía universal) y en China, tanto en el taoísmo como en el confucianismo.

Las representaciones de Maat eran inmutables, mientras que su derivada Nefer tuvo algunas pequeñas variantes, de acuerdo a las épocas. Por ello podemos ver que, en el Imperio Antiguo, en el tercer milenio a. C., la representación de la Nefer era de carácter preferentemente realista, una recreación del mundo con cierta idealización, que también se transfiere al mundo ulterior y el de los dioses. Se trata de imágenes que pretenden reflejar la armonía del cosmos y, en este mundo, la realidad de una vida que debe ser estable, inmutable. Los retratos son realistas, reflejan las cualidades de las personas tal cual son, hasta las imágenes de los faraones siguen estas mismas pautas. Esta es la época de la transición de las tumbas (las mastabas) a las pirámides y los templos funerarios en honor a los faraones fallecidos en este mundo, pero que perviven en el mundo de ultratumba. El Nefer es una cualidad que trasciende desde el mundo del más allá, se desenvuelve en este mundo  y después regresa a él. De acuerdo a estas creencias, la manifestación de la belleza en el mundo era un reflejo de la belleza propia del orden cósmico, su virtud y su justicia.

Su expresión en aquellas obras que eran producto de la manufactura humana (las cuales hoy nosotros llamamos arte egipcio), era nada más que un vehículo de expansión de la propia virtud cósmica, y sus artífices (los artistas) los encargados de ejecutarla de la forma más fiel posible. Su prestigio se basaba en cualidades con las que habían sido favorecidos después de un duro proceso de aprendizaje, tanto en los aspectos técnicos, como sobre todo en los aspectos metafísicos y religiosos. Eran una especie de sacerdotes-artistas, por llamarlos de una manera conocida para nosotros. Por lo tanto, su actividad no era autónoma ni independiente de los paradigmas religiosos. Su creatividad y los valores plásticos que utilizaban para la realización de sus expresiones, aunque siempre eran estereotipados, no eran un producto derivado de su propia inspiración, sino producto de una invocación a los seres divinos. Esto es especialmente manifiesto en el arte público egipcio, sobre todo en los templos: su arquitectura, sus relieves y sus estatuas y las tumbas reales del Imperio Antiguo, en especial los complejos de las pirámides.

Conocemos a aquel al que los egipcios consideraron el primero de los creadores humanos y también el más grande, bajo cuya figura se fijaron los paradigmas de lo más alto en lo que se refiere a las actividades propias de la creación artística y también de la ciencia, ya que estaban unidas indisolublemente. Su nombre era Imhotep. Se ha demostrado que fue una verdadera figura histórica y no un mito como se creía antes. Era sumo sacerdote de Heliópolis y visir del faraón Zoser durante la tercera dinastía (imperio antiguo) en el siglo XXVII a. C. Sus actividades no sólo abarcaban los aspectos de la religión y la política, sino también la medicina, la arquitectura, la ingeniería y la astronomía. Era considerado un sabio en todo lo que cabe en este término, un creador y un científico que dominaba la matemática y la geometría. Diseñó el complejo funerario del faraón, el cual contiene la primera pirámide de Egipto, que se construyó en Saqqara. En la base de la estatua del faraón ubicada en este complejo se puede leer acerca de Imhotep: “Tesorero del rey del Bajo Egipto, Primero después del rey del Alto Egipto, Administrador del Gran Palacio, Señor hereditario, Sumo sacerdote de Heliópolis, Imhotep el constructor, escultor, hacedor de vasijas de piedra...”. Otros escritos históricos también se refieren a él en los mismos términos, incluso fue elevado a la categoría de dios de la medicina y la sabiduría. Se le representó como una figura sedente con un papiro desplegado sobre sus rodillas, por lo que también fue venerado como patrón de los escribas en el imperio nuevo. Imhotep se convirtió en el arquetipo del creador-demiurgo, la categoría más alta a la que un mortal podía aspirar en este mundo, lo cual nos da una idea de la importancia y complejidad del dominio de las artes y las ciencias en el Antiguo Egipto.

A diferencia de las grandes y trascendentes expresiones, producto de una ejecución de carácter divino, los artistas egipcios se manifestaron de una manera más discreta en las tumbas de personajes de menor rango: funcionarios, gobernadores, militares, burócratas, etc. En estas tumbas el arte es más personal, más expresivo, menos riguroso y por ello más cercano a la vida cotidiana, sus costumbres y su idiosincrasia. La vida terrena y sus diferentes aspectos se representaban en las tumbas con la intención de extenderlos a la vida después de la muerte, que era un concepto de naturaleza transitiva. Los personajes están representados de una forma realista, no estereotipada, y se les puede ver junto a sus familias y sirvientes realizando las labores que les eran comunes en esta vida: ritos religiosos, agricultura, comercio, artesanías, guerra, vida familiar, comida, danza y música, etc. Todo expresado con maravilloso y extraordinario colorido y vivacidad. Únicamente para los faraones estaban reservadas las fórmulas estrictamente rituales y las hieráticas imágenes en sus tumbas, así lo demuestran. Sólo hubo una única y corta excepción a esta regla, y fue durante el período de Amenofis IV, llamado Akhenatón, quien estableció un nuevo culto y una singular cosmovisión. A este período dedicaremos un capítulo más adelante.

La fascinación que ha producido el arte egipcio desde los tiempos antiguos proviene de su monumentalidad y escala, por su naturalismo, a veces manifestado con un realismo exacerbado, por el dominio de la técnica y de su armónica geometría. Pero también nos ha fascinado por la “modernidad” que evidencian sus cánones, semejantes en mucho a los de nuestra cultura moderna, a pesar de su lejanía tan grande en la escala cronológica. El Antiguo Egipto nos remite a un pasado que añoramos presente, por lo cual nos identificamos tanto con su arte y sus expresiones. Por ello, para caracterizar y entender las representaciones artísticas de esta gran civilización se requiere conocer en profundidad sus creencias y su cosmología, algunas de cuyas características acabamos de mencionar. Para completar el panorama, es necesario revisar aquellos aspectos que definieron el canon egipcio en lo que se refiere a los aspectos formales y sus nociones básicas. A ellos dedicaremos el siguiente artículo.


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