Julián González Gómez
Es el arte del rococó en su estado más puro, plagado de una frágil voluptuosidad y matizado por ciertas alegorías sexuales, decadentes y frívolas. Quien quiera encontrar en esta pintura alguna profundidad metafísica, o tal vez la respuesta a las grandes interrogantes de la existencia está perdiendo su tiempo. Aquí no hay más que la dulzura de una inconsciencia galante y el goce de los placeres más caros a la juventud y sus arrebatos.
El columpio, también conocido como Los felices azares del columpio, es una de las obras más emblemáticas del siglo XVIII, donde las huellas de Mme. Pompadour todavía estaban frescas en las costumbres de la corte versallesca y en la burguesía acomodada de una Francia que poco más de veinte años después se sumergiría en la agitación y defenestración de esa misma corte y sus allegados: aristócratas de todas las variedades, superficiales e inconscientes del mundo que estaba solo un poco más allá de su corta visión. Las fiestas del por ese entonces ya viejo rey Luis XV eran todavía las más esplendorosas de toda Europa. Damas y caballeros de la corte danzaban en un baile permanente de lujo aterciopelado en los salones cubiertos de oro y cristales preciosos. No había espacio más que para el goce de los sentidos y el arrebato de los amores que nacían y morían en consonancia con las fases de la luna. Pero no queremos ser moralistas y condenar los vicios que con tanta elegancia y cruda franqueza describió el marqués de Sade. La vida era breve y había que gozarla lo más posible, pero este goce estaba lleno de una deliciosa afectación que pocos supieron describir tan felizmente como Jean-Honoré Fragonard.
Este notable artista, que permaneció en el olvido durante muchos años, nació en Grasse, comuna de los Alpes Marítimos, al Sur-oriente de Francia en 1732. Su padre era fabricante de guantes y cuando Jean-Honoré tenía unos cinco o seis años, se mudó a París con toda su familia, donde no logró prosperar, por lo que las penurias económicas estaban a la orden del día. Como nuestro futuro artista mostró muy pronto grandes dotes para el dibujo y ante su fracaso como escribano en el despacho de un notario, su padre decidió que ingresara como aprendiz en el taller del pintor François Boucher, uno de los más famosos artistas del París de esos años. Boucher no lo aceptó en vista de que el joven no tenía ninguna preparación y le recomendó que se fuera al taller de otro gran pintor: Chardin, a quien Boucher apreciaba como buen maestro, pero eso sí, inferior a él mismo. También sugirió que el joven Fragonard podría ingresar a su taller una vez que terminara su preparación con Chardin.
Nuestro joven aprendiz apenas estuvo seis meses en el taller de Chardin, tiempo que consideró suficiente para finalizar su preparación, por lo que volvió con Boucher, quien al ver la calidad de sus trabajos por fin lo aceptó en su taller. Fragonard pasó varios años al lado de su maestro, de quien aprendió los secretos de la pintura galante y cortesana del rococó y que al tiempo lo nombró copista de sus obras.
En 1752, con apenas veinte años, Fragonard ganó el premio más prestigioso del arte francés: el Prix de Rome, lo que significaba su consagración en el ámbito de la Academia Francesa, que era la institución que subvencionaba este premio, el cual consistía en un viaje a Roma para estudiar el arte de los clásicos y los maestros antiguos. Sin embargo Fragonard dio muestra de una poco usual temperancia al no aceptar de inmediato el premio, sino que, tal vez consciente de que todavía no estaba totalmente formado, trabajó durante otros tres años en el taller de un pintor que por ese entonces era el principal rival de Boucher y tal vez el mejor retratista de su tiempo: Charles-André van Loo.
El viaje de Fragonard a Italia se verificó en 1756 y su estancia en esas tierras se prolongó hasta 1761, cuando volvió a París. De este largo viaje obtuvo muchos frutos, sobre todo en lo que concierne a la temática italiana del paisaje y también una notable influencia de la opulenta pintura de Giovanni Battista Tiepolo, maestro del barroco veneciano. A su regreso presentó su pintura de temática italiana Coreso y Calírroe, que le valió para ser admitido en la Academia, lo cual le aseguraba la más alta posición entre los artistas franceses. Se dice que el mismo Diderot, director de la Enciclopedia, alabó esta obra y fue adquirida por el propio monarca Luis XV. Con este hecho, Fragonard no sólo se convirtió en un respetado académico, sino además ingresó al círculo íntimo del rey y la corte de Versalles. El gusto de la corte y la aristocracia relacionada con ella marcaron el camino de la temática de Fragonard, que se volvió voluptuosa y superficial, pero dotada de un dibujo de gran calidad y un bello colorido. Su pintura floreció en este ambiente galante durante veintiocho años, hasta que la revolución acabó abruptamente con su fama y su fortuna, abandonando París en 1793 para refugiarse en su natal Grasse. A principios del siglo XIX volvió pobre y enfermo a París, donde murió olvidado en 1806 y su nombre no volvió a ser mencionado en la historia del arte durante más de cincuenta años. Posteriormente se le devolvió su justa fama como gran maestro de la pintura rococó y su sitial como artista de gran envergadura ha estado fuera de toda discusión.
El columpio es quizás su obra más conocida, no solo por su temática tan apegada al gusto de su época, sino también al preciosismo de su ejecución y sobre todo a las veladas alusiones que contiene. Fue un encargo de un miembro de la corte, que quería ver representada una escena de gran sensualidad. También se ha dicho que fue un encargo de Boucher, pero que se negó aceptar dado su atrevimiento. La figura principal es la de una bella joven que está balanceándose en un columpio y su vestido flota al viento, mientras que la falda se levanta con sutileza, enseñando sus piernas. Con coquetería deja caer un zapato, que describe una trayectoria que lo llevará cerca de una estatua de Cupido que se lleva un dedo a la boca haciendo la señal del silencio. Escondido en unos arbustos a los pies de la muchacha se encuentra un joven que la mira con embeleso, sobre todo sus piernas y todo lo demás que deje ver la falda al viento. El rostro de la muchacha, que lo mira fijamente, es el de una alegría y una inconsciencia infantil, mientras que el rostro del muchacho denota que está al borde del éxtasis. En la penumbra se ve la figura de un hombre mayor que balancea el columpio y también observa con cierta alegría a la muchacha, pero no puede ver al joven.
Claramente, la muchacha y el joven son amantes y están gozando de su amorío a la sombra del personaje que está en penumbra y que es seguramente el esposo de ella. El cupido haciendo la señal del silencio nos dice que es un amor secreto. El balanceo del columpio lleva a la muchacha de su amante a su marido en un constante ir y venir. El hombre mayor ama a la muchacha, lo cual está señalado por la escultura de dos amorcillos abrazándose junto a él y uno de esos amorcillos está viéndola. La luz diagonal penetra entre la frondosa arboleda, iluminando totalmente la figura de la muchacha, mientras que un amante está a la sombra pero visible y el otro a la luz, pero oculto. Un juego de ver y no ver, de miradas que se encuentran y desencuentran y veladas sonrisas que ocultan pasiones. Una escena de deliciosos colores que enmarcan dulces deseos.