Julián González Gómez
Este gran escultor tenía una sensibilidad próxima a la de los expresionistas alemanes del grupo “El Puente”, formado en Dresde alrededor de 1906, caracterizada entre otras cosas por una síntesis formal heredada de las expresiones plásticas del medioevo, las cuales están impregnadas de una fuerte carga emotiva que se revela a través de la expresión de los componentes y la totalidad.
Heredero del románico y el gótico alemán e inundado de una fuerte consciencia metafísica, sus esculturas estaban pensadas y realizadas para su apreciación en un entorno silencioso y místico, solo iluminado por la tenue y policromada luz de los vitrales. Con esto quiero decir que no es en un museo donde deben verse las obras de Barlach, sino en un templo. Era un hombre que trabajaba en el silencio del taller, microcosmos de la creación, como un émulo del alquimista, del iniciado que compartía los conocimientos herméticos que poseían los constructores. Manso, humilde y obediente de los designios celestiales, ciudadano respetable, maestro de su gremio y hombre de un tiempo pasado en el cual la fe, decididamente vivida como una gracia, se manifestaba en la gloria de las catedrales que pretendían rozar el cielo. Pero Barlach no era un escultor del siglo XIII o XIV trasladado a los tiempos modernos. Si bien estaba fuertemente influido por los aspectos religiosos de la vida y sus preocupaciones giraban en torno al papel trascendente del hombre como hijo de Dios, su plástica estaba profundamente impregnada del espíritu de la modernidad.
Ernest Barlach nació en Wedel, población cercana a Hamburgo en 1870, hijo de un médico de la localidad. Como la mayor parte de los artistas, ya desde pequeño mostró buenas aptitudes y talento para el quehacer al que se dedicaría más adelante. En la adolescencia entró a estudiar en la Escuela de Artes de Hamburgo y posteriormente, en 1891, ingresó a la Academia de Artes de Dresde. En 1895 viajó a París, donde se entusiasmó con el Art Nouveau, por ese entonces en boga en la capital francesa y donde también empezó a trabajar en la otra actividad que ocuparía su vida: la escritura. En 1901 regresó a su ciudad natal, donde trabajó como artista independiente y escribió sus primeros dramas teatrales. Trabajó también para un taller de alfarería en Mutz. Más adelante, la práctica de la alfarería la llevó a cabo en Höhr-Grenzhausen, bajo la tutela de Peter Behrens, arquitecto destacado y uno de los fundadores del Judgendstil, el equivalente alemán del Art Nouveau.
En 1906 viajó a Rusia en plan de estudios y de conocer sobre todo el medio rural de aquel país y su arte rural, que habría de influir después en su obra escultórica, sobre todo las tallas en madera. Un año después exhibió una escultura y dos terracotas en el Salón de Primavera de la Secesión de Berlín. Ese año conoce también a Paul Cassirer, quien sería su agente desde entonces. En 1909 emprendió un nuevo viaje, esta vez a Italia y se establece en Florencia. Desde esta época se dedicó definitivamente a la escultura, dejando de lado otros tipos de trabajo gráfico que lo habían ocupado anteriormente. Gracias a las relaciones que estableció a través de Cassirer, empezó a conocer los movimientos artísticos que por ese entonces se estaban abriendo paso en el esquema alemán y así fue dejando atrás su etapa en la Secesión y el Judgendstil para empezar un acercamiento al expresionismo, tendencia a la cual se adherirá definitivamente por el resto de su carrera, no sólo en su vertiente escultórica, sino también en los dramas teatrales que escribió.
Por fin se establece en 1910 en la ciudad de Güstrow, donde construye una casa y su taller. También por esta época culmina su primera obra de teatro: El día muerto. Partidario del nacionalismo alemán antes de la primera guerra mundial, se alista en el ejército en 1915, pero no será hasta 1917 cuando sea llamado a filas y participó en los hechos bélicos del frente occidental, de donde regresó desencantado y preso de un carácter atormentado que lo acompañará hasta el fin de sus días.
En Güstrow erigió en 1922 el memorial a las víctimas de la guerra, en el que se destacan las figuras de las madres que perdieron a sus hijos en el conflicto. Más adelante se le encargó la ejecución de diversos memoriales de la guerra en las ciudades de Kiel, Hamburgo y Magdeburgo. Como artista reconocido, realizó esculturas para diversas iglesias y monumentos funerarios en los siguientes años.
Con el advenimiento de los nazis al poder en Alemania, su figura es defenestrada y su arte condenado. Los monumentos que hizo para conmemorar los horrores de la guerra fueron desencajados de su lugar, e incluso algunos fueron destruidos. Se llegó al extremo de iniciar una campaña para su asesinato. Barlach se vio obligado a retirarse de su cargo honorífico en la Academia Prusiana de Bellas Artes y la totalidad de sus obras fueron retiradas de los museos alemanes. Quizás para aminorar en parte su estrepitosa caída, Barlach firmó junto a otros artistas, un documento llamado “Convocatoria de Artistas” en el cual reconocían su adhesión a las políticas del Partido Nacional Socialista, pero esta acción no tuvo el efecto deseado y finalmente fue defenestrado. Falleció en Rostock, cerca de Güstrow en 1938.
La guerra supuso para Barlach un desengaño y un descubrimiento del horror y el sufrimiento, pero a la vez un motivo trascendente en el cual explorar su oscura naturaleza y finalmente buscar la redención. La religiosidad de las esculturas de Barlach era directa y dotada de una simplicidad que hacía que pareciesen ingenuas, en similitud a las antiguas esculturas del románico. Por otra parte, su plástica rotunda y llana era producto no sólo del arte primitivo que había estudiado con vehemencia, sino también de su búsqueda de una expresión clara y fuertemente emotiva. Artista antibélico por antonomasia, fue perseguido por los nazis precisamente por esto mismo.
Esta pequeña pieza tallada en madera, que se llama “El regreso del hijo pródigo” aduce a este episodio del Nuevo Testamento y es una parábola de Jesús. Las dos figuras, rotundas y de una estilización sutil y simple, son la antítesis de toda monumentalidad pomposa y amanerada. El padre permanece erguido, marcado su rostro por la vida y la profunda pena de haber perdido a su hijo, parece absorto en sus pensamientos, hasta se diría que está distante. El hijo por el contrario, se inclina levemente cuando abraza al padre y en su rostro se puede ver un profundo anhelo de perdón por haber huido y malgastado los bienes que le dio el padre. Su expresión es de reclamo y a la vez de vergüenza. Las manos se aferran al otro en un gesto de profundo amor y en el caso de las manos del hijo, hay un gesto en ellas de súplica. Hay que observar también los pies de ambas figuras, los del padre parecen aferrarse a la tierra, mientras que los del hijo parecen empezar a elevarse, lo cual señala la ligereza que había cometido y de la cual todavía no se ha recuperado totalmente. La lectura de los pies del padre indica que es un hombre apegado a la tierra y a la vez fruto de esta, es como un roble que tiene en sus pies las raíces que lo ligan a su condición de grandiosidad, ganada por haber sido capaz de perdonar a su hijo.